E-Pack Bianca 2 mayo 2019 - Kate Hewitt - E-Book

E-Pack Bianca 2 mayo 2019 E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Más que un secreto Kate Hewitt Los millonarios no se casaban con camareras… ¿O sí? El príncipe despiadado Jane Porter Salvó al príncipe... y acabó subiendo al altar. Táctica de seducción Cathy Williams Su plan era muy simple… ¡Seducirla! Venganza en el altar Louise Fuller La venganza llegó con una alianza…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca, n.º 164 - mayo 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-109-4

Índice

Portada

Créditos

Más que un secreto

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

El príncipe despiadado

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Táctica de seducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Venganza en el altar

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA PLANTA treinta y dos del edificio de oficinas estaba completamente a oscuras mientras Maisie Dobson empujaba el carrito de limpieza por el pasillo, el chirrido de las ruedas era el único sonido en el fantasmal edificio. Después de seis meses limpiando allí debería estar acostumbrada, pero seguía asustándola un poco. Aunque había una docena de limpiadoras en el edificio, cada una trabajaba en una planta, con todos los despachos silenciosos y oscuros y las luces de Manhattan colándose por los ventanales.

Eran las dos de la mañana y estaba agotada. Tenía una clase de violín a las nueve de la mañana y temía quedarse dormida. Ese había sido siempre su sueño, la Escuela de Música, no ser limpiadora. Pero para conseguir lo segundo necesitaba lo primero, y no le importaba. Estaba acostumbrada a trabajar mucho para conseguir lo que quería.

Se detuvo al ver luz en un despacho al final del pasillo. Alguien se había dejado la luz encendida, pensó. Y, sin embargo, sintió cierta inquietud. A las once, cuando llegaba el equipo de limpieza, el rascacielos de Manhattan estaba siempre completamente a oscuras. Maisie, nerviosa, siguió empujando el carrito, el chirrido de las ruedas producía un estrépito en el silencioso pasillo.

«No seas tan cobarde», se regañó a sí misma. «No tienes nada que temer. Solo es una luz encendida, nada más».

Detuvo el carrito frente a la puerta y luego, tomando aire, asomó la cabeza en el despacho… y vio a un hombre.

Maisie se quedó inmóvil. No era el típico ejecutivo grueso que se había quedado a trabajar unas horas más. No, aquel hombre era… su mente empezó a dar vueltas, intentando encontrar las palabras para describirlo. Desde luego, era guapísimo. El pelo oscuro caía sobre su frente y sus cejas arqueadas. Tenía un rictus torcido, contrariado, mientras miraba el vaso medio vacío de whisky que colgaba de sus largos dedos.

No llevaba corbata y los dos primeros botones de su camisa estaban desabrochados, dejando ver un torso moreno entre los pliegues. Exudaba carisma, poder, tanto que Maisie había dado un paso adelante sin darse cuenta.

Entonces él levantó la mirada y un par de penetrantes ojos azules la dejaron clavada al suelo.

–Vaya, hola –murmuró, esbozando una sonrisa torcida. Su voz era baja, ronca, con algo de acento–. ¿Cómo estás en esta noche tan agradable?

Maisie se habría sentido alarmada, incluso asustada, pero en ese momento vio un brillo de angustia en sus ojos, en las duras líneas de su rostro.

–Estoy bien –respondió, mirando la botella de whisky casi vacía que había sobre el escritorio–. Pero creo que la cuestión es cómo estás tú.

El hombre inclinó a un lado la cabeza, con el vaso a punto de resbalar de sus dedos.

–¿Cómo estoy? Es una buena pregunta. Sí, una muy buena pregunta.

–¿Ah, sí?

La intensidad de su angustia hizo que a Maisie le diese un vuelco el corazón. Siempre había tenido mucho amor que dar, y muy poca gente a la que dárselo. Su hermano, Max, había sido el principal receptor, pero ahora era independiente y quería vivir su vida. Y eso era bueno. Por supuesto que sí. Tenía que repetírselo todos los días.

–Sí, lo es –respondió el hombre, incorporándose un poco–. Porque debería estar bien, ¿no? Debería estar estupendamente.

Maisie se cruzó de brazos.

–¿Y por qué deberías estar bien? –le preguntó, intrigada.

¿Quién era aquel hombre? Llevaba seis meses limpiando la oficina y nunca lo había visto. Claro que no había visto a muchos de los empleados porque llegaba tarde. Sin embargo, tenía la sensación de que aquel despacho, pequeño, en una planta media de un edificio anónimo, no era su sitio. Parecía… diferente, demasiado poderoso y carismático. Incluso borracho, resultaba encantador y atractivo. Pero, aparte del carisma sexual, aquel hombre transpiraba un dolor que la hizo recordar el suyo propio, su propia pena.

–¿Por qué debería estar estupendamente? –el hombre enarcó una oscura ceja–. Por muchas razones. Soy rico, poderoso, en la cima de mi carrera y puedo tener a cualquier mujer. Tengo casas en Milán, Londres y Creta. Y un yate de cuarenta pies de eslora, un avión privado… –levantó la cabeza para mirarla con esos sardónicos ojos azules–. ¿Quieres que siga?

–No –respondió Maisie, intimidada por la impresionante lista. Aquel no era su sitio, pensó. Debería estar en la última planta, con el presidente y los vicepresidentes de la empresa, o tener una planta para él solo. ¿Quién sería?, se preguntó–. Pero he vivido lo suficiente como para saber que esas cosas no dan la felicidad.

–¿Has vivido lo suficiente? –repitió él, mirándola con interés–. Pero si pareces una estudiante.

–Tengo veinticuatro años –dijo Maisie, poniéndose digna–. Y soy una estudiante. Limpio oficinas para pagarme los estudios.

–Es de noche, ¿verdad? –murmuró el desconocido, volviéndose para mirar las luces del edificio Chrysler–. Una noche oscura y fría.

Maisie sintió cierta aprensión. Sabía que no estaba hablando del tiempo.

–¿Por qué estás aquí, bebiendo solo en un edificio vacío?

Él siguió mirando el cielo oscuro durante unos segundos y luego se volvió hacia ella con una sonrisa en los labios.

–Pero el edificio no está vacío. ¿Por qué voy a beber solo? –le preguntó, dejando el vaso sobre el escritorio y empujándolo hacia ella.

–No puedo –dijo Maisie, dando un paso atrás–. Estoy trabajando.

–¿Trabajando?

–Limpio estas oficinas. Este es el último despacho de la planta.

–Y ya casi has terminado.

Así era, pero daba igual. Eran casi las tres de la madrugada y tenía que ir a clase al día siguiente.

–Aun así, no puedo beber alcohol. Y debería seguir limpiando…

Él señaló alrededor: un escritorio, un par de sillas y un sofá de piel apoyado contra la pared.

–No creo que haya mucho que limpiar.

–Tengo que vaciar la papelera, pasar la aspiradora…

Por alguna extraña razón, Maisie se puso colorada.

–Entonces, deja que te ayude –se ofreció el desconocido–. Y luego tomaremos una copa.

–No, yo…

–¿Por qué no?

El hombre se levantó de la silla con sorprendente equilibrio, considerando que debía de haberse bebido casi toda la botella de whisky, y tomó del carro un trapo y un bote de detergente. Luego apartó los papeles del escritorio y se puso a limpiar mientras Maisie lo miraba, atónita. Nunca le había pasado algo así. Alguna vez se había encontrado a un empleado que trabajaba hasta muy tarde. En general, le permitían limpiar mientras seguían trabajando, suspirando de cuando en cuando para dejar claro que era una molestia.

El hombre había terminado de limpiar el escritorio y estaba limpiando la mesa de café que había delante del sofá.

–¿No vas a ayudarme? Estoy empezando a pensar que eres una holgazana –bromeó.

–¿Quién eres? –le preguntó ella.

–Antonio Rossi –respondió él, tomando la papelera y vaciándola en el cubo del carrito–. ¿Y tú quién eres?

–Maisie.

–Encantado de conocerte, Maisie –dijo él, señalando la aspiradora–. Solo queda pasar la aspiradora y luego podremos tomar una copa.

 

 

Era preciosa, pensó Antonio. Maisie, había dicho que se llamaba. Parecía sorprendida por su actitud y también él estaba un poco sorprendido.

Le gustaba Maisie, con sus rizos pelirrojos, sus grandes ojos verdes y esa figura voluptuosa parcialmente escondida bajo la bata azul del uniforme. Quería tomar una copa con ella. Necesitaba olvidar y, con los años, había descubierto que el alcohol era la mejor manera de hacerlo. El alcohol o el sexo.

Antonio, impaciente, le quitó la aspiradora de la mano y ella dio un respingo. Sus rizos saltaron alrededor del bonito rostro ovalado. Tenía pecas en la nariz, como un polvillo dorado.

–Yo lo haré –le dijo. Y empezó a pasar la aspiradora por el despacho. El ruido rompía el silencio, que se volvió atronador cuando la apagó.

Maisie lo miraba, perpleja, y él no estaba tan borracho como para no sentirse culpable por seducir a una limpiadora en un edificio vacío en medio de la noche. Pero ella aceptaría o se daría la vuelta, de modo que no tenía por qué sentirse culpable. Ya tenía suficientes pecados que expiar.

Además, tal vez no se saldría con la suya. Tal vez ella estaba casada o tenía novio. Aunque no creía estarse imaginando la chispa que había visto en sus ojos. Solo para poner a prueba esa teoría, rozó sus dedos mientras dejaba la aspiradora y vio que sus pupilas se dilataban. Sí, la chispa estaba ahí. Definitivamente, estaba ahí.

–Bueno, entonces, ¿tomamos esa copa?

–No debería…

Antonio sacó otro vaso del cajón del escritorio y sirvió una generosa medida de whisky.

–«No debería» es una expresión tan aburrida, ¿no te parece? No deberíamos dejar que un «no debería» dictaminase nuestras vidas.

–¿Eso no es una contradicción?

Él se rio, encantado por su ingenio.

–Exactamente –respondió mientras le ofrecía el vaso. Ella lo tomó, sin dejar de mirarlo a los ojos.

–¿Por qué estás aquí?

–No sé a qué te refieres –Antonio tomó un sorbo de whisky, disfrutando de la quemazón del alcohol en la garganta, un bienvenido consuelo.

–En este edificio vacío, a estas horas, bebiendo solo.

–Estaba trabajando.

Hasta que los amargos recuerdos empezaron a abrumarlo, como pasaba aquel día cada año. Y tantos otros días si él lo permitía.

–¿Trabajas aquí? –le preguntó ella, incrédula.

–No de forma habitual. Me han contratado para que me encargue de cierta operación.

–¿Qué tipo de operación?

Él vaciló porque, aunque la adquisición era de conocimiento general, no quería alentar rumores. Pero entonces decidió que Maisie seguramente no conocía a ninguno de los empleados, de modo que era inofensiva.

–Me dedico a evaluar los riesgos de una adquisición e intento minimizar las pérdidas y los daños durante el traspaso de poder.

–¿Esta empresa ha sido adquirida por otra?

–Así es. ¿Conoces a alguien que trabaje aquí?

–Solo a las limpiadoras. ¿Nuestros puestos de trabajo están en peligro? –le preguntó ella, sin poder disimular su alarma.

–No, no lo creo. Sea quien sea el propietario, hay que limpiar las oficinas.

–Ah –murmuró ella, dejando escapar un suspiro de alivio–. Me alegro.

–¿Brindamos por eso? –sugirió Antonio–. Los vuestros son de los pocos puestos que no se verán afectados por los cambios.

–Vaya, es una pena.

–Pero no para ti.

–No, ya.

Él levantó su vaso.

–Cincin.

Maisie tomó un sorbo de whisky, haciendo una mueca cuando el potente alcohol le quemó la garganta.

–¿Qué significa eso?

–Es un brindis italiano.

–Ah. ¿Eres italiano?

–Así es.

–El whisky es muy fuerte, no estoy acostumbrada.

–Vaya, ahora me siento culpable…

Antonio no terminó la frase. «Culpable». Se sentía culpable por tantas cosas… Cosas que no podía cambiar. Cosas que no olvidaría nunca.

–Yo nunca he estado en Italia. ¿Es bonita?

–Algunas ciudades son preciosas.

Maisie tomó otro sorbo de whisky.

–Sabe a fuego.

–Y quema como el fuego –Antonio se tomó el resto del whisky, saboreando la quemazón, anhelando el olvido. Si cerraba los ojos veía el rostro de su hermano, su sonrisa, sus ojos brillantes, tan joven y despreocupado. Pero si los mantenía cerrados ese rostro cambiaría, se volvería apagado y pálido, el pavimento bajo su cabeza rojo de sangre, aunque nunca había visto a su hermano así. Nunca tuvo oportunidad.

Por eso necesitaba seguir bebiendo. Para poder cerrar los ojos.

–¿Por qué estás aquí? –insistió Maisie, mirándolo con expresión incierta–. Tenías un aspecto tan triste…Tan triste como yo me he sentido muchas veces.

Esa admisión lo sorprendió.

–¿Por qué te sentías triste?

Maisie hizo una mueca.

–Mis padres murieron cuando yo tenía diecinueve años. Cuando te vi, pensé en eso. Parecías… en fin, parecías tan triste como yo me sentí entonces. A veces sigo sintiéndome así.

Su sinceridad lo sorprendió. Más que eso, esa verdad sin adornos lo dejó sin habla. Por fin, encontró las palabras, pero no eran las que había esperado.

–Porque yo también perdí a alguien y estaba pensando en él esta noche.

¿Qué estaba haciendo? Él nunca hablaba de Paolo con nadie y menos con una desconocida. Intentaba no pensar en él, pero siempre lo hacía. Paolo estaba siempre en su cabeza, en su alma. Persiguiéndolo, acusándolo. Haciéndole recordar.

–¿A quién perdiste? –le preguntó ella, con un brillo de compasión en los ojos.

Era tan encantadora… El pelo rojo enmarcaba un rostro ovalado de expresión abierta, acogedora, y sus jugosos labios eran tan tentadores… Quería tomarla entre sus brazos, pero más que eso, quería hablar con ella. Quería contarle la verdad, o al menos la parte de la verdad que podía revelar.

–A mi hermano –respondió en voz baja–. A mi hermano pequeño.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

AH –MURMURÓ Maisie, mirando a aquel hombre tan apuesto y tan afligido que se le rompía el corazón por él–. Lo siento mucho.

–Gracias.

–Yo también tengo un hermano pequeño y no quiero ni imaginarme…

No podría perder a Max. Él era su única familia, pero ahora que había terminado la carrera vivía su propia vida, exigiendo una independencia que la hacía sentirse a la vez orgullosa y triste. Por fin había llegado la hora de perseguir sus propios sueños, pero a veces era una ocupación muy solitaria.

–Pero perdiste a tus padres –dijo él, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón mientras se dirigía hacia la ventana para mirar el cielo–. ¿Cómo ocurrió?

–Un accidente de coche.

Maisie notó que Antonio tensaba los hombros.

–¿Un conductor borracho?

–No, alguien que conducía a demasiada velocidad. Se saltó un semáforo en rojo y chocó de frente con el coche de mis padres –Maisie tomó aire. Cinco años después seguía rompiéndole el corazón. Ya no era una herida abierta, sino más bien una llaga antigua y profunda que siempre sería parte de ella–. El único consuelo es que murieron en el acto.

–Menudo consuelo.

–Al menos es algo –dijo ella. A veces era lo único que tenía–. ¿Cómo murió tu hermano?

Antonio tardó un momento en responder, como si estuviese sopesando lo que iba a decir, debatiendo cuánto podía contarle.

–Del mismo modo –respondió por fin–. Un accidente de coche, como tus padres.

–Lo siento. Es horrible que la irresponsabilidad de alguien pueda provocar la muerte de una persona a la que quieres, ¿verdad?

–Sí –asintió Antonio–. Horrible.

–¿Era alguien que conducía a toda velocidad o…?

–Si –la interrumpió él, con tono seco–. Alguien que iba a demasiada velocidad.

Maisie se dio cuenta de que no quería hablar de ello.

–Lo siento –repitió, poniendo impulsivamente una mano en su brazo. Llevaba la manga de la camisa doblada hasta el codo y tocó el antebrazo desnudo, la piel caliente y tensa. Sintió un estremecimiento y estuvo a punto de apartar la mano a toda prisa, pero por alguna razón no lo hizo. No podía hacerlo.

Siguieron así, inmóviles, durante unos tensos segundos, hasta que Antonio se dio la vuelta. Maisie vio un brillo en sus penetrantes ojos azules y sintió un torrente de calor, de deseo, que arrasó todo pensamiento racional. Debería disimular, pensó. Solo había querido consolarlo, pero ahora sentía algo completamente diferente. Y abrumador.

Lo miraba conteniendo el aliento, sintiéndose atrapada, pero de un modo maravilloso, excitante.

–¿Cuántos años tiene tu hermano? –le preguntó Antonio.

Maisie logró respirar mientras apartaba la mano de su brazo.

–Veintidós.

–Entonces tenía diecisiete cuando vuestros padres murieron.

–Sí.

–¿Y qué hicisteis sin padres?

–Trabajar –respondió ella. No quería contarle el disgusto y la sorpresa que se había llevado al descubrir que no tenían ahorros y su casa estaba embargada. El dinero siempre había sido una preocupación durante su infancia, pero tras la muerte de sus padres se convirtió en un miedo abrumador. Claro que un hombre como Antonio Rossi, con su yate y sus casas por todo el mundo, no querría saber nada de eso.

–Trabajar –repitió él, mirándola a los ojos–. ¿Tú cuidaste de tu hermano?

–Sí, claro.

Max lo había sido todo para ella tras la muerte de sus padres y le seguía doliendo no verlo todos los días. Echaba de menos que la necesitase, pero hacía tiempo que no la necesitaba. Emocionalmente al menos.

–¿Cómo se llama? –le preguntó él.

–Max –respondió Maisie–. Acaba de terminar la carrera y está haciendo unas prácticas en Wall Street.

–Wall Street –Antonio lanzó un silbido–. Parece que las cosas le van bien.

–Sí, eso parece. Pero estábamos hablando de ti. ¿Cómo se llamaba tu hermano?

Antonio vaciló y Maisie se dio cuenta de que no quería hablar de ello.

–Paolo –dijo Antonio por fin, dejando escapar un suspiro–. Tenía cinco años menos que yo. Hoy hace diez años que murió.

–Hoy…

–De ahí el whisky –dijo él, soltando una amarga risotada–. El dieciséis de enero es el día más terrible del año.

–Lo siento mucho.

Antonio se encogió de hombros.

–No es culpa tuya.

–No, pero sé cuánto duele y no se lo deseo a nadie.

Le hubiera gustado tocarlo de nuevo, ofrecerle algún consuelo, pero temía su respuesta, y la suya propia.

–No, claro –Antonio volvió a mirarla, en silencio–. Eres una persona muy amable, Maisie. Tienes un corazón generoso, das mucho a los demás y seguramente recibes mucho menos.

–Hablas de mí como si fuese un felpudo.

–No, en absoluto. ¿Es así como te sientes?

Ella torció el gesto, sorprendida, porque en el fondo de su corazón siempre había sentido que era así. Su hermano y ella solo se llevaban dos años, pero se había convertido en madre y padre para él. Tuvo que hacerlo. Y lo había hecho encantada, pero… a veces su vida le parecía tan gris, tan ingrata. Y se preguntaba si había algo más.

–Tal vez un poco –admitió por fin. Y luego se sintió fatal. ¿Cómo podía estar resentida con su hermano?–. No, bueno, no quería decir eso…

–Calla –Antonio puso un dedo sobre sus labios–. No tienes que disculparte por tus sentimientos. Es evidente cuánto te importa tu hermano y cuánto has sacrificado por él.

–¿Cómo puedes saberlo? –susurró Maisie.

Él apretó sus labios; un roce suave como una pluma y, sin embargo, el roce más íntimo que había experimentado nunca.

–Porque desprendes amor. Amor y generosidad.

El tono de Antonio era sincero, con un toque de melancolía. Nadie le había dicho eso antes. Nadie había notado lo que había hecho por Max, todo aquello a lo que había renunciado. Pero, por alguna razón, aquel desconocido lo sabía.

–Gracias –susurró.

Antonio empujó el dedo contra sus labios, una caricia que Maisie sintió hasta el centro de su ser. Y él se dio cuenta.

–Tan cariñosa… –murmuró mientras trazaba la comisura de sus labios con la punta del dedo–. Y tan encantadora…

Maisie estaba transfigurada por esa caricia; el roce de su dedo parecía estar dejando una marca en su alma. Había tenido un par de novios, pero nada serio porque siempre tenía que pensar en Max y estaba muy ocupada, trabajando e intentando no retrasarse con sus estudios de Música. Los besos y abrazos de esos novios no la habían afectado como un simple roce de Antonio Rossi.

Sabía que tenía que poner fin a aquella tontería y volver a trabajar. Terminar su turno, volver a casa y olvidar la peligrosa magia de aquel encuentro inesperado.

Antonio deslizó el dedo por su barbilla y su garganta, donde su pulso latía de modo frenético. Lo dejó allí un momento, mirándola con el ceño fruncido. Luego desabrochó el primer botón de la bata y pasó el dedo por la sencilla camiseta de algodón que llevaba debajo, con la insignia de la empresa en el bolsillo.

La sorpresa de Maisie fue tal que el vaso de whisky resbaló de sus dedos y cayó al suelo, manchando la moqueta.

–Oh, no…

–No importa –dijo Antonio.

–Claro que importa. No puedo dejar el despacho así, tengo que limpiarlo.

–Entonces, no lo dejaremos así.

Antonio sonrió, irónico, como diciendo que eso no iba a distraerlo de su propósito. Pero ¿qué quería de ella el multimillonario de ojos magnéticos?

Aunque la respuesta era evidente. Maisie parpadeó, clavada al suelo, mientras Antonio tomaba un paño del carrito para limpiar la mancha de la moqueta.

Quería sexo. Eso era lo que los hombres ricos y poderosos querían de mujeres como ella. Lo único que querían. Pero allí estaba, limpiando la moqueta, y Maisie no entendía por qué. Y tampoco entendía cómo podía sentirse tentada por tan sórdida proposición.

Sexo con un desconocido. Eso era en lo que estaba pensando. Claro que tal vez solo estaba siendo amable, flirteando un poco con una empleada para divertirse.

Antonio volvió a dejar el trapo en el carrito y se volvió hacia ella con una traviesa sonrisa en los labios.

–Bueno, ya he terminado. ¿Dónde estábamos?

 

 

Maisie se había puesto colorada hasta la raíz del pelo y Antonio notó el cambio de color con gran interés. Igual que había notado cómo respondía ante el roce de su dedo. Y también él respondía, experimentando un virulento deseo… y algo más profundo. Hablaba en serio cuando dijo que era buena y generosa. En ese momento, parecía la persona más honesta y amable que había conocido nunca, y deseaba eso tanto como su cuerpo. Bueno, casi tanto.

–¿Dónde estábamos exactamente? –le preguntó ella, con tono retador.

Antonio esbozó una sonrisa.

–Yo creo… –murmuró mientras pasaba el dedo por su satinada mejilla– que estábamos aquí.

Maisie cerró los ojos y apretó los dientes, como si el roce fuese desagradable. Pero Antonio sabía que no era así porque temblaba de arriba abajo.

–¿Por qué me haces esto? –le preguntó, en un susurro.

–Aún no te he besado.

Ella abrió los ojos, atónita a pesar de todo lo que había ocurrido.

–¿Aún?

–Aún, pero tú sabes que solo es una cuestión de tiempo. Y lo deseas tanto como yo, Maisie. Yo quiero olvidar el dolor y la tristeza y solo quiero recordar… esto –suavemente, para que pudiese apartarse si lo deseaba, Antonio la atrajo hacia sí. Sus caderas chocaron y sus pechos se aplastaron contra su torso. La notó temblar y vio que tenía los ojos muy abiertos, del color de los helechos.

Una parte de él, una parte importante, quería hundir los dedos en el pelo rojo y saquear su boca, perderse en el olvido de la lujuria.

Pero no podía hacer eso. Maisie era demasiado encantadora para ser tratada con tanta brusquedad, de modo que se tomó su tiempo, mirándola mientras ella se acostumbraba a su roce, notando el cambio en sus cuerpos y en el aire. El coqueteo se convirtió en anticipación, en expectación.

–Eres encantadora –murmuró mientras enredaba un rizo entre los dedos, tirando suavemente de él–. Muy, muy encantadora.

–Tú también –musitó ella, con una risa trémula–. Pero tú debes de saber lo guapo que eres.

Él se rio. Había algo deliciosamente refrescante en su sinceridad.

–Tal vez tú podrías demostrármelo.

–No sabría cómo hacerlo.

Antonio volvió a tirar del rizo.

–Podrías besarme.

Un rubor encantador se extendió por toda su cara.

–No… no puedo.

–Claro que puedes.

–No sabría cómo –repitió Maisie, sintiendo que le ardía la cara.

–Entonces, ¿yo tengo que hacer todo el trabajo?

–No tienes que hacerlo. Yo no te he pedido nada.

Antonio sonrió. Estaba disfrutando de la conversación tanto como de la deliciosa anticipación del beso.

–Te lo estoy pidiendo yo –le dijo–. De hecho, te lo exijo.

–¿Qué?

–Bésame, Maisie.

Ella lo miró con los ojos abiertos de par en par. Podría haber pensado que se sentía ofendida, pero el brillo de esos ojos de color esmeralda le decía otra cosa.

–Miras mi boca como si fuese una montaña que tuvieses que escalar –observó, burlón. Apenas se habían tocado, pero le resultaba difícil seguir con ese juego. El deseo se había convertido en un torrente, un tormento, y pronto sería abrumador.

–Es que yo… en fin, no soy tan aventurera.

–Pero quieres besarme.

Era una afirmación, no una pregunta. Porque sabía que era así. Lo vio en el temblor de su cuerpo, en la dilatación de sus pupilas, en cómo sacaba la punta de la lengua para pasarla por sus rosados labios.

–Sí…

–No pareces muy segura.

–Es que no estoy acostumbrada a estas situaciones –dijo Maisie, dejando escapar una risita incrédula–. Me siento como si estuviese en una novela romántica.

–Entonces, disfruta del viaje –sugirió Antonio, pensando por un momento que tal vez debería advertirle que solo era una noche, un breve momento de placer. Pero no quería enfriar el ambiente y, además, ella debía de saberlo. Las relaciones no empezaban con dos desconocidos en una planta de oficinas a las dos de la madrugada. Maisie parecía inocente, pero no era tonta.

–Disfrutar del viaje –repitió ella, saboreando cada palabra como si fuera un buen vino–. Eso es algo que no he hecho nunca.

Antonio enarcó las cejas.

–¿No?

–No, nunca.

–Pues entonces ha llegado el momento.

Maisie levantó la mirada, decidida.

–Tal vez debería –murmuró, poniéndose de puntillas para rozar sus labios, un roce ligero como una pluma. Antonio se quedó inmóvil y ella se apartó, mirándolo con el ceño fruncido–. ¿No… no te ha gustado?

–Claro que me ha gustado –se apresuró a decir él–. Pero ¿cómo voy a sentirme satisfecho con un mordisquito cuando lo que quiero es toda la cena, todo el banquete? –dijo luego, mientras inclinaba la cabeza para buscar sus labios. Aquel juego previo era exquisito, algo que nunca había hecho con otra mujer–. Bésame otra vez, Maisie.

Y ella lo hizo, poniendo una mano sobre su hombro. Era un beso torpe, vacilante, y por alguna razón, perfecto. Antonio la tomó por la cintura con las dos manos y la sintió temblar, excitada. Pero se detuvo, esperando que Maisie diera el siguiente paso.

Y lo hizo. Volvió a besarlo, rozando sus labios como una tímida mariposa. Antonio capturó su boca entonces, saqueando el sedoso interior con la lengua.

La sangre rugía en sus venas. Había querido ir despacio, ser civilizado y llevar el control, pero todos sus planes se vieron desbaratados cuando Maisie se entregó tan generosamente. La empujó despacio hacia el sofá y la tumbó en él con cuidado mientras ella lo miraba con los ojos brillantes.

–Antonio…

–¿Deseas esto, Maisie? –le preguntó, temiendo que se lo hubiera pensado mejor.

–Sí… –respondió ella con tono inseguro.

Y Antonio se maldijo a sí mismo por haber precipitado la situación.

–¿Deseas esto? –volvió a preguntar, el brillo de sus ojos dejaba claro a qué se refería.

Maisie lo miraba con las pupilas dilatadas, los labios entreabiertos y una expresión cargada de anhelo mientras él esperaba con los puños apretados, tenso y expectante.

–Sí –dijo Maisie por fin, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá–. Sí, lo deseo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

MAISIE miraba el hermoso rostro de Antonio experimentando una inesperada sensación de paz en su interior. Había tomado una decisión. Iba a hacerlo. Iba a acostarse con él. No sabía cuándo lo había decidido. Tal vez cuando lo besó. ¿O cuando le dijo que la deseaba? ¿O cuando entró en el despacho?

Ella no hacía esas cosas. Nunca. Durante los últimos cinco años solo había pensado en Max, en cuidar de él, reprimiendo sus deseos, sus sueños. Tal vez por eso estaba tumbada en el sofá, mirando al hombre más apuesto que había conocido nunca, esperando que empezase a seducirla. Había vivido para otra persona durante demasiado tiempo y, por una noche, quería vivir para sí misma. Para el placer, para la emoción. Para aquello.

Antonio la miró de arriba abajo.

–Estás segura –murmuró.

–Sí –respondió ella, tragando saliva–. Sí, estoy segura.

–Me alegro porque yo también lo estoy.

Maisie temblaba mientras se arrodillaba sobre ella, sujetando sus caderas con las manos. Y, cuando inclinó la cabeza, dejó de pensar. Era como si se hubiera producido un cortocircuito en sus sentidos. No podía pensar y apenas era capaz de respirar. El roce de su boca había provocado un incendio dentro de ella y se sentía consumida.

La besaba en el cuello, en la garganta, rozando su clavícula con la lengua, chupando y lamiendo. Maisie experimentó un estremecimiento y se arqueó hacia él, impotente.

–¿Qué llevas puesto? –le preguntó Antonio.

–El uniforme. Es horrible, lo sé…

–Tú podrías excitarme llevando una bolsa de plástico –la interrumpió él mientras metía las manos bajo la camiseta–. Pero me gustaría verte sin nada.

Le quitó la camiseta y la tiró al suelo con una sonrisa lobuna que la habría hecho reír si no se hubiese sentido tan expuesta. Tuvo que hacer un esfuerzo para no taparse con las manos porque nadie la había visto solo con el sujetador. Nadie.

–No tienes por qué sentirte avergonzada –dijo Antonio en voz baja.

Maisie tragó saliva. No iba a admitir que nadie la había visto así antes. Que él, un perfecto desconocido, era el primero.

Sin dejar de mirarla a los ojos, Antonio acarició sus pechos por encima del sujetador, provocando chispas de sensaciones como fuegos artificiales dentro de ella. Aunque intentaba ocultar su reacción, Antonio se dio cuenta y sonrió.

–¿Sabes lo excitante que es la reacción de una mujer para un hombre?

–Pero tú sigues vestido –protestó ella. Quería que siguiese tocándola, quería tocarlo, pero no sabía cómo hacerlo.

–Eso tiene fácil remedio –dijo él, mientras empezaba a desabrocharse la camisa–. O tal vez tú querrías hacerlo por mí.

–No, yo…

Antonio se encogió de hombros, mirándola con expresión burlona.

–Solo son unos botones.

Era algo más que unos botones. Era aceptar su temeraria decisión. Era ser más atrevida de lo que lo había sido nunca.

Lentamente, se apoyó en un codo y empezó a desabrochar la camisa blanca con dedos temblorosos, inhalando el limpio aroma de su aftershave, admirando el tentador torso bronceado y viril.

Lo oyó contener el aliento y se dio cuenta de que estaba tan afectado como ella. Que ella lo afectaba. Antonio debió de ver su gesto sorprendido porque se rio suavemente.

–Te había dicho lo que me haces sentir, ¿no? Ahora puedes verlo por ti misma.

Cuando desabrochó todos los botones tomó su mano y la puso sobre su corazón, que latía tan acelerado como el suyo.

Se quedaron así durante largo rato, como suspendidos en el momento, conectados por la mano sobre su corazón. Todo era tan maravilloso, tan intenso. Aquello era tan íntimo… y no solo porque no llevase la camiseta. Había esperado placer, pero no aquel vínculo tan abrumador. Sentía una inexplicable conexión emocional con aquel hombre, que había empezado cuando lo vio tan triste, y aquella era la continuación natural.

Maisie abrió los dedos y acarició los tensos músculos de su torso, la piel satinada, esperando… y entonces todo cambió.

Fue como si se encendiera una chispa, tomándolos a los dos por sorpresa. Antonio la atrajo hacia sí, duro y exigente, aplastando sus pechos mientras buscaba sus labios. Y Maisie respondió a esa demanda echándole los brazos al cuello, hundiendo los dedos en su pelo, entregándose a él por completo. Cuando introdujo un poderoso muslo entre sus piernas, la sensación fue tan intensa que tuvo que morderse los labios. Él se retiró un poco entonces, jadeando, para apartar la copa del sujetador con los dientes.

Maisie se arqueó mientras él seguía con su erótica exploración. Desabrochó el sujetador sin que ella se diera cuenta y, de repente, estaba desnuda de cintura para arriba, sintiendo un placer desconocido mientras Antonio seguía explorando su cuerpo con los labios y las manos.

El pantalón tuvo el mismo destino que la camiseta y el sujetador y, un segundo después, las bragas. Sin saber cómo, estaba desnuda y también lo estaba Antonio. Miró su piel bronceada a la luz de la lámpara del escritorio, el torso ancho, musculoso, perfecto.

Maisie temblaba. Incluso en aquel estado de aturdimiento erótico sabía que el paso que iba a dar era enorme, irrevocable.

Antonio se detuvo, apoyando los brazos a cada lado del sofá, su respiración era agitada, irregular.

–¿Estás segura? –le preguntó de nuevo. Ella asintió, demasiado abrumada como para articular palabra–. Dime que siga o dime que pare.

Maisie tomó aire.

–Sí –susurró, tirando de su cabeza para besarlo–. Estoy segura.

Antonio no necesitaba más ánimos. La besó en la boca, apretando sus caderas mientras rozaba su entrada, y Maisie se puso tensa ante la repentina invasión, preguntándose si él sabría que nunca lo había hecho. ¿Su inexperiencia sería evidente?

Antonio dejó escapar un gemido ronco mientras se hundía en ella y Maisie intentó acostumbrarse a la sensación. De modo que era aquello de lo que tanto había oído hablar. Los juegos previos le gustaban un poco más, pensó.

–Maisie…

–No pasa nada.

No quería que supiera que era, o había sido, virgen hasta ese momento. Que le había entregado su virginidad a un desconocido al que no volvería a ver nunca. Levantó las caderas, empujando su espalda y tomándolo más profundamente mientras envolvía las piernas en su cintura.

Antonio empezó a moverse despacio, con deliberadas embestidas, y un destello de placer empezó a crecer en su interior. Maisie intentó seguir el ritmo y el destello se convirtió en una llama, un incendio imparable.

Perdió la noción del tiempo y el espacio hasta que explotó, su grito rompió el silencio antes de caer sobre el sofá, emocional y físicamente agotada.

 

 

Antonio apoyó la frente en la suya por un momento mientras intentaba recuperar la compostura, asombrado de que le resultase tan difícil.

Acostarse con una mujer en el sofá de la oficina no era una experiencia completamente nueva para él. Pero aquello, con Maisie, le parecía diferente. Le parecía abrumador.

No había esperado sentir esa emoción. Él no sentía emociones, salvo en el aniversario de la muerte de su hermano, dejándose llevar por el dolor que mantenía guardado bajo llave durante todo el año. No debería haberla invitado aquella noche precisamente, no debería haberla seducido cuando se sentía tan vulnerable, en carne viva. No debería haber abierto la puerta de su bien guardado corazón, pero lo había hecho y no podía permitir que el torrente de dolor se colase por ese hueco y lo ahogase.

Se tumbó de lado y apoyó la cabeza en la suave curva de su cuello. Seguía intentando recuperar la calma, aunque sabía que era una causa perdida. Se había rendido cuando se hundió en su cuerpo, cuando Maisie le echó los brazos al cuello y dejó que se enterrase en ella profundamente, haciendo que se sintiera feliz y perdido al mismo tiempo.

La apretó contra su torso, abrazándola como si fuera su ancla y ella la suya. Maisie acariciaba su pelo, susurrando palabras de consuelo en su oído como si fuera un niño.

Era tan bochornoso y, sin embargo, tan necesario, pensó mientras se apretaba contra ella, buscando el consuelo que solo Maisie podía darle.

–Lo querías mucho –susurró ella.

–Sí –respondió Antonio, sin abrir los ojos–. Sí, lo quería mucho y… –por alguna razón se sentía empujado a hablar, a contarle la terrible verdad o al menos parte de ella–. Su muerte fue culpa mía.

Contuvo el aliento, esperando el veredicto, la condena.

–¿Tú lo mataste? –le preguntó ella en voz baja.

–No, claro que no…

–Entonces no fue culpa tuya.

Antonio exhaló un largo suspiro. Si fuese tan fácil aceptaría la absolución y se iría, sintiéndose libre. Pero él sabía que no era tan fácil y, si le contaba toda la verdad, también ella se daría cuenta.

–No puedes decir eso.

–Y tú no puedes decir que lo mataste –replicó Maisie, tomando su cara entre las manos para mirarlo a los ojos–. Por eso parecías tan triste, porque cargas con ese sentimiento de culpabilidad y nadie puede cargar con un peso tan grande.

–Tú no sabes…

–Entonces, cuéntamelo.

Antonio negó con la cabeza. Lo odiaría si le contase la verdad y quería preservar lo poco que habían compartido. Preservar el recuerdo de esa noche que lo sostendría durante mucho tiempo.

–El dolor por la muerte de tu hermano debe de ser terrible y no creo que sea buena idea añadir el sentimiento de culpabilidad –murmuró, rozando sus labios con un beso que él recibió con los ojos cerrados, como si fuera un bálsamo.

–Tú no sabes –repitió. Era lo único que podía decir.

–Sé lo suficiente. Veo suficiente en tus ojos –Maisie besó sus párpados cerrados y Antonio se quedó inmóvil, aceptando la caricia, aunque algo parecía romperse dentro de él, fragmentando otra pieza de su endurecido corazón hasta que en algún momento no quedase nada.

Ella seguía besándolo, presionando suavemente con los labios en su cuello, su torso, como si estuviera intentando memorizar cada centímetro de su cuerpo. Entre el dolor y la pena, Antonio sintió que el deseo despertaba a la vida; no el deseo urgente de unos momentos antes, sino algo más profundo y más tierno, algo más alarmante y mucho más maravilloso. Y sabía que no podría resistirse.

Maisie se colocó sobre él, su pelo como una manta roja que los cubría a los dos. Antonio deslizó las manos por sus caderas para sujetarla y guiarla a la vez, sabiendo que también ella lo sentía, no solo el deseo, sino la conexión. Habían compartido mucho más que sus cuerpos esa noche. Se habían entregado el uno al otro, habían compartido sus almas.

En aquella ocasión terminaron al mismo tiempo, de forma natural, y la sensación de felicidad lo dejó sin aliento. Había disfrutado de muchos encuentros sexuales en su vida, pero nunca había sentido nada así, esa intensidad, esa emoción y ese placer eran algo desconocido.

La miró mientras se movían con un ritmo sensual y ella le devolvió la mirada, sus ojos estaban llenos de compasión y deseo. Mientras subían hacia la cima del placer sintió como si fuese parte de él, como si se hubiera metido en su sangre, en su alma. Se agarró a ella y ella a él, mientras caían por el precipicio.

Después, Maisie apoyó la cabeza en su torso y él enredó uno de sus rizos entre los dedos, como si eso pudiera anclarlos allí, a ese momento. Ninguno de los dos dijo una palabra, pero no hacía falta. Las palabras eran superfluas ante la más pura forma de comunicación que estaban compartiendo.

Debieron de quedarse dormidos porque Antonio se despertó abruptamente al oír un ruido en el pasillo. Hacía frío en el despacho y ella seguía dormida a su lado.

Se quedó en silencio, esperando, pero la sensación de paz había sido reemplazada por una fría impresión de horror y vergüenza. ¿Qué había hecho?

Recordaba cómo había temblado entre sus brazos, las cosas que había dicho, la debilidad y el deseo que había mostrado. Era bochornoso. Había pasado toda su vida, especialmente los últimos diez años, manteniéndose distante, ocultando sus emociones. Era mejor así, más seguro. Y en una noche, en unas horas, ella había logrado abrir su corazón como una cáscara de huevo.

Se sentía horriblemente expuesto, como si ella le hubiese arrancado la piel, dejando los nervios al descubierto. No podía soportarlo. ¿Por qué lo afectaba tanto cuando nadie más lo había hecho?

Debía de haber sido el whisky. Estaba borracho y se había puesto sentimental. Se había tomado libertades con sus emociones, y con las de Maisie, de una forma inconcebible. Lo único que podía hacer ahora era dar marcha atrás.

Se quedó inmóvil, con los ojos cerrados porque no quería ver un brillo de compasión en los de Maisie. No podría soportarlo.

De nuevo oyó ruido en el pasillo y, ya despierto del todo, reconoció el chirrido de un carro de la limpieza.

–¿Maisie? –era la voz de una mujer–. ¿Estás ahí? ¿Has terminado con esta planta?

–Oh, no –murmuró ella, incorporándose en el sofá a toda prisa.

Sabía que estaba mirándolo, pero no abrió los ojos. Era una cobardía, pero mientras ella empezaba a buscar su ropa por el suelo, fingió dormir.

–¡Maisie!

–¡Estoy aquí! Espera un momento, enseguida salgo.

Con los ojos entornados, Antonio la vio ponerse la ropa a toda prisa y sujetarse el pelo en una coleta. Luego se volvió para mirarlo y vio indecisión y pesar en su rostro. Un segundo después, tomó su carrito y salió del despacho.

Antonio dejó escapar un suspiro de alivio. Era lo mejor. Tenía que serlo.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

MAISIE pasó las siguientes dos semanas en una especie de estupor. No se podía creer lo que había hecho, cómo había actuado con Antonio Rossi. Había sido un momento de locura, como si hubiese tomado alguna droga que le había quitado las inhibiciones y el sentido común. ¿Cómo se le había ocurrido hacer tal cosa?

Sin embargo, no podía dejar de revivir esa noche, los tiernos momentos que había compartido con él, una intimidad que no se hubiera imaginado nunca. Cuando gritó entre sus brazos, cuando lo recibió dentro de su cuerpo…

Incluso ahora, tantos días después, sentía anhelo y añoranza. Se había preguntado si intentaría ponerse en contacto con ella. No sería difícil para un hombre como él descubrir quién era y dónde vivía.

Pero se regañaba a sí misma por su ingenuidad. Antonio no iba a ponerse en contacto con ella. Había sido un encuentro de una noche, nada más. No era tan ingenua como para no entenderlo y, sin embargo… ella no había sido la única sorprendida por la intensidad de la experiencia. Había visto el mismo brillo de sorpresa y emoción en sus ojos, estaba segura de ello.

¿Y si no se hubiera ido sin decirle nada, temiendo ser descubierta por otra de las limpiadoras y quizá despedida por ello? ¿Y si ese encuentro se hubiera convertido en algo más importante? ¿Habrían vuelto a verse si Antonio se hubiera quedado en Nueva York?

Pero eso era un cuento de hadas y Maisie intentaba no pensar en ello. Sabía que la vida era dura e injusta, que las cosas nunca salían como uno esperaba. La felicidad y el amor eran posibles, pero había que luchar por ello. No te caía en el regazo en medio de la noche, en un edificio de oficinas vacío.

Tenía que recordarlo como una experiencia nueva, fenomenal, increíble. Que había terminado.

Intentó concentrarse en sus estudios, que era lo que solía aportarle más alegría. Después de esperar cinco años para entrar en Juilliard, uno de los Conservatorios de Arte más famosos del mundo, por fin iba a conseguir lo que más deseaba en la vida. Pero mientras iba a clase y estudiaba teoría de la música, mientras iba con amigos a conciertos en la iglesia local, se sentía un poco perdida, un poco vacía. No era una sensación agradable y se enfadaba consigo misma por ser tan tonta.

La mayoría de sus amigos de la universidad eran más jóvenes que ella y se tomaban los encuentros de una noche como algo normal y sin importancia. Ella no podría ser así, pero desearía haber protegido su corazón un poco mejor.

Al menos no había caído en la desesperación de buscar información de Antonio en Internet. Había sentido la tentación de hacerlo, pero se contuvo porque no tenía sentido.

Y entonces, tres semanas después de haber entrado en el despacho, vomitó durante el desayuno. No se preocupó demasiado, pensando que algo le había sentado mal… hasta que volvió a ocurrir el día siguiente. Y el día después. Y el período, que siempre era regular, no llegó a su tiempo. No llegó en absoluto.

Incluso ella, inocente como era, entendía lo que eso significaba. Le asombrada no haber pensado en esa posibilidad. No habían usado protección y ella no era tonta. Otra señal de que se había dejado llevar como nunca en su vida. Una señal muy peligrosa.

Maisie compró dos pruebas de embarazo y corrió a su estudio de Morningside, muy lejos del centro, pero el único sitio que podía permitirse desde que Max decidió irse a vivir con unos amigos y ella tenía que pagar sola el alquiler.

Se inclinó sobre el inodoro para hacerse la primera prueba, con el corazón acelerado. No podía estar embarazada, no podía ser. Y, sin embargo, sabía que era posible. Sabía que la vida podía cambiar en un momento, con todo aquello con lo que uno contaba evaporándose como un castillo de arena.

Sentada allí, esperando el resultado de la prueba, experimentaba la misma sensación de irrealidad que cinco años antes, en Urgencias, cuando el médico de guardia le informó de que sus padres habían fallecido. Y luego, dos semanas después, cuando el abogado le dijo que no tenían dinero.

En ambas ocasiones había sentido como si estuviera mirando la vida a través de un espejo distorsionador. Y así era como se sentía en ese momento, incluso antes de comprobar el resultado de la prueba. Sabía cuál iba a ser. Sabía que su vida iba a cambiar. Otra vez.

Como se había imaginado, dos rayitas de color rosa. Maisie sintió el peso de la responsabilidad, y un pequeño estremecimiento de emoción. Tener un hijo haría descarrilar sus planes. Tendría que renunciar a sus estudios o, al menos, dejarlos en suspenso durante un tiempo.

Otra vez.

Y, sin embargo, no quería deshacerse del bebé como no había querido deshacerse de su hermano. Los dos eran parte de ella. Los dos eran razones para sobrevivir.

Pero… ¿qué iba a hacer con Antonio Rossi?

Por fin, porque no tenía alternativa, Maisie se preparó para la inevitable búsqueda en Internet. Tecleó el nombre en el buscador y parpadeó cuando su fotografía apareció de inmediato en una entrada de Wikipedia. Ver su rostro, esa sonrisa y esos ojos azules, hizo que le diese un vuelco el corazón. Parecía sonreírle a ella como le había sonreído esa noche.

No. Tenía que dejar de pensar esas cosas porque era absurdo. Tomando aire, abrió varias páginas, buscando un número de contacto o una dirección de correo electrónico.

Antonio Rossi, playboy milanés con una supermodelo del brazo, dos supermodelos, una famosa actriz, una aburrida chica de la alta sociedad. Sonreía en todas las fotos, guapísimo y encantador, la mujer con la que iba siempre era guapa y altiva.

Pero peor que las fotografías eran los artículos. Se le encogió el estómago al leer sobre «El Implacable Rossi», el hombre que había hecho una fortuna con propiedades, demoliéndolas para volver a levantarlas, comprándolas a gente desesperada y luego, como actividad secundaria, ofreciendo servicios de consultoría para adquisiciones hostiles.

Leyó artículos mordaces sobre empresas que llamaban a Rossi para maximizar beneficios en cada adquisición. Según la prensa, era un experto en cuidar de los multimillonarios y pisotear a la gente humilde como ella.

Se echó hacia atrás en el sofá, atónita. ¿Aquel era el hombre al que había entregado su virginidad, el padre de su hijo? ¿Un playboy cruel y egoísta que disfrutaba destrozando la vida de la gente?

No se lo había parecido esa noche, pero en realidad no sabía quién era, no lo conocía en absoluto.

Maisie pasó otra semana intentando decidir qué debía hacer y deseando tener a alguien a quien confiarle sus problemas. No podía contárselo a Max porque se quedaría horrorizado y, además, los consejos de un chico de veintidós años no serían de gran ayuda. Sus amigas de la universidad pondrían los ojos en blanco y le dirían que se deshiciera del bebé, pero no iba a hacerlo.

No iba a deshacerse de su hijo. Una vida había empezado a crecer dentro de ella y, aunque sabía los sacrificios que tendría que hacer, estaba dispuesta a hacerlos. La cuestión era si Antonio Rossi se merecía conocer la existencia del bebé. ¿Podía ocultarle algo tan importante, aunque no le gustase nada lo que había averiguado sobre él?

No, no podía hacerlo, de modo que tendría que encontrar a Antonio y darle una noticia que, sospechaba, no sería nada bienvenida.

 

 

Antonio miraba el pálido cielo azul, preguntándose por qué no era capaz de concentrarse. Llevaba casi un mes en Nueva York, intentando reducir los gastos en Alcorn Tech. Normalmente, no tardaría más de dos o tres semanas en una operación así. Sin embargo, después de cuatro semanas aún tenía trabajo que hacer, aunque pensaba irse a Milán al día siguiente. No podía perder más tiempo con aquel proyecto. ¿Qué estaba intentando demostrar?

Por alguna razón, durante esas últimas semanas había estado inquieto, incapaz de concentrarse. Y eso lo irritaba porque el trabajo siempre era lo primero para él. El trabajo lo definía, lo justificaba. Sin embargo, allí estaba, mirando por la ventana en lugar de estudiar la lista de Recursos Humanos para decidir qué puestos de trabajo debían ser eliminados.

Suspirando, se levantó del sillón y paseó por el modesto despacho que había elegido cuando llegó a Alcorn. Habían propuesto instalarlo en el despacho del presidente, en la última planta, pero él sabía por experiencia la impresión que daba eso. Era mucho mejor mantener un perfil discreto mientras hacía los cambios. Los empleados se preocupaban menos, aunque la mayoría de ellos sospechaban lo que iba a pasar.

Aunque describía sus servicios de consultoría como una forma de ahorrar dinero y evitar mala prensa, sus razones para dedicarse a eso eran muy distintas. Algo que mantenía oculto de todos, hasta de la prensa. Algunos periodistas lo habían pintado como un tipo despiadado y sin corazón, decidido a destruir empresas para enriquecer aún más a los millonarios que lo contrataban. Y no le importaba porque era para eso para lo que lo contrataban. Era bueno en su trabajo, tanto que ni ellos sabían lo bueno que era.

En ese momento sonó el intercomunicador y, alegrándose de la distracción, Antonio pulsó el botón para responder.

–¿Sí?

–La señorita Dobson ha venido a verlo, señor Rossi.

Antonio sintió un escalofrío de inquietud en la espina dorsal. La señorita Dobson. Él no conocía a nadie llamado Dobson, pero tenía un horrible presentimiento…

«Maisie».

Maisie, a quien no había visto en tres semanas, y a quien, desgraciadamente, no podía dejar de recordar. Más de una noche se había despertado en una fiebre de deseo, con el recuerdo del aroma de su piel, de sus brazos y su pelo. Más de una vez había pensado quedarse a trabajar hasta tarde, preguntándose si volverían a encontrarse… pero cuando eso ocurría se marchaba abruptamente, sabiendo que era mejor para los dos que sus caminos no volvieran a cruzarse.

¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué quería de él?

–¿Señor Rossi?

–No puedo recibirla ahora –respondió Antonio, sintiéndose culpable. Lo último que deseaba era ver a Maisie Dobson deshecha en lágrimas o pidiéndole que volvieran a verse. Tenía un trabajo que hacer y debía hacerlo. La noche que habían pasado juntos había sido solo eso, una noche.

–Muy bien, señor Rossi –dijo la recepcionista.

Antonio cortó la comunicación. Era mejor así. Tenía que serlo. Él no tenía nada que ofrecerle y cuanto antes lo olvidase Maisie, mejor. Y cuanto antes la olvidase él, mejor también.

Tres horas después, mientras recorría el vestíbulo mirando los mensajes en el móvil, una voz lo dejó helado.

–¿Antonio?

Él levantó la mirada y se quedó asombrado al ver a Maisie, con el pelo como un halo rojizo alrededor de la cara y unos ojos verdes en los que había un brillo de incertidumbre. Llevaba unos tejanos y un jersey, y sujetaba el bolso frente a su pecho casi como si fuera un escudo.

Antonio se quedó inmóvil, helado. Lo último que quería era una escena en público. La vergüenza de su encuentro, cómo había perdido el control entre sus brazos… no, no podía recordarlo siquiera.

–¿Perdón? –le dijo, mirándola como si no la conociese.

–¿Podríamos hablar un momento? –le preguntó ella en un susurro, con los nudillos blancos de apretar el bolso–. Solo unos minutos.

Parecía como si un soplo de brisa pudiese tirarla. Tenía mal aspecto, con la cara pálida y algo hinchada, los ojos enrojecidos. Todo su cuerpo parecía emanar una profunda tristeza, un profundo miedo. ¿También ella habría estado obsesionada por esa noche, convirtiéndolo en algo más de lo que había sido?

Se sentía culpable por lo que estaba a punto de hacer, aunque ya había decidido que era lo mejor y lo más caritativo.

–Perdone, ¿nos conocemos?

Maisie lo miró como si la hubiera golpeado.

–¿Que si nos conocemos? ¿Es que no te acuerdas?

Él inclinó a un lado la cabeza, mirándola de arriba abajo.

–Evidentemente, no.

Antonio hizo un esfuerzo para mantener una expresión helada. Quizá no debería hacer lo que estaba haciendo, pero ya no podía dar marcha atrás. Además, era mejor que rechazarla en público.

–¿No te acuerdas de mí? –insistió ella, incrédula.

–Está claro que no.

Maisie dio un respingo y Antonio tuvo que apretar los labios para no disculparse. Estaba intentando no herir sus sentimientos, pero ella parecía tan afectada, tan dolida… Solo quería que aquello terminase cuanto antes.

–Perdona, pero tengo que irme –iba a pasar a su lado, pero Maisie lo tomó del brazo. ¿No se daba cuenta de que no quería hablar con ella?

–Es que tengo que contarte algo –le dijo en voz baja, con tono angustiado.

–No sé qué puedes querer decirme, ya que no nos conocemos.

Ella soltó su brazo.

–Claro, tienes razón –dijo, con tono amargo–. No tengo nada que decirte. Nada –repitió, sacudiendo la cabeza mientras daba un paso atrás. Y, por alguna razón, Antonio no era capaz de moverse–. Alguien me dijo una vez que era la persona más encantadora y generosa que había conocido, pero parece que fue un sueño.

Antonio la miró, inmóvil, mientras ella se daba la vuelta para salir del edificio. Tomó aire y se estiró la chaqueta, pero al menos había terminado. Y si Maisie lo había llenado por un momento de dudas y remordimiento… bueno, sería fácil reemplazar esas inconvenientes emociones con su habitual determinación.

Tal vez no debería haber fingido que no la conocía, pero la alternativa era un rechazo brutal que podría haberla herido más aún. Sí, aquello era mejor, aunque no le gustase. Y al menos no volvería a verla.

Entró en la limusina y apoyó la cabeza en el asiento de piel, diciéndose a sí mismo que eso era lo mejor. Aunque no se lo pareciese en ese momento.

Capítulo 5

 

 

 

 

 

Un año después

 

En la mesa cuatro necesitan otra botella de vino.

–Voy enseguida.

Maisie movió los hombros para aliviar el dolor y tomó otra botella de vino de la cocina. Nunca se había imaginado a sí misma como camarera, pero se alegraba de tener ese trabajo porque necesitaba el dinero.

Tantas cosas habían cambiado en un año, desde que vio esas dos líneas de color rosa. Tenía una hija, para empezar. Ella, su niña, era la más preciosa del mundo, lo mejor que le había pasado nunca. El embarazo había sido difícil, primero por las náuseas matinales y después la aparición de preeclampsia. Había tenido que guardar cama durante los últimos dos meses, y Max, su generoso hermano, la había ayudado en todo.

Maisie hizo una mueca al pensar que una vez se había sentido menospreciada por su hermano. Max se había portado de maravilla desde que supo que estaba embarazada. Incluso había insistido en mudarse a su apartamento, dejando a sus amigos, para poder ayudarla primero con el embarazo y después con la recién nacida.

Estaba cuidando de la niña esa noche para que ella pudiese trabajar, pero la llevaría al hotel durante el descanso. Con tres meses, Ella se negaba a tomar biberón y, en cualquier caso, Maisie no quería renunciar a la delicia de darle el pecho.

Max llegaría en quince minutos, de modo que debía encargarse de la mesa cuatro antes de tomarse un merecido descanso. Llevaba tres horas de pie y Ella la había despertado en medio de la noche. De hecho, casi había olvidado lo que era dormir ocho horas de un tirón.

Se dirigió a la mesa de un corpulento empresario para volver a llenar las copas… y evitar la ocasional mano descarada. Llevaba dos meses trabajando como camarera un par de noches a la semana y, en ese tiempo, había descubierto que algunos hombres ricos veían a las camareras casi como prostitutas.

Estaba sirviendo una copa de vino cuando se encontró frente a unos ojos azules que la habían perseguido en sueños durante el último año…

–¡Tenga cuidado!

Dando un respingo, Maisie vio que había llenado demasiado la copa y había una mancha carmesí sobre el mantel de damasco blanco.

–Lo siento mucho…

–Ponga más atención –replicó el hombre, con el rostro abotargado y expresión furiosa–. Tendrá que pagarme la factura de la tintorería.

Maisie vio una gota de vino en el puño de su camisa y tragó saliva. Si pagaba la factura de la tintorería, perdería parte del dinero que iba a ganar esa noche.

–Lo siento mucho, de verdad…

–Ya me imagino que lo siente –el hombre parecía dispuesto a seguir discutiendo y Maisie se dio cuenta de que era el mismo tipo que había intentado tocarle la rodilla unos minutos antes–. Debería llamar al encargado y pedir que la despidan –le espetó, indignado–. No hay sitio para una camarera tan torpe en un lugar como este.

–Creo que te estás pasando, Bryson.

Era la voz de Antonio, con tono agradable, pero amenazante. Escuchar esa voz le produjo un escalofrío en la espina dorsal.

«Antonio». No estaba allí mientras servía la cena. Había aparecido de repente.

– Me ha manchado la camisa –protestó el hombre.

–Tal vez tú hayas bebido demasiado y es culpa tuya que te haya manchado.

Bryson hinchó el pecho, mirándolo con gesto fanfarrón.

–¿Cómo te atreves…?

–No es un atrevimiento –lo interrumpió Antonio–. Lo que no entiendo es cómo te atreves tú a intimidar a una camarera.

Maisie permanecía inmóvil, atónita. Era alucinante ver a Antonio allí, pero que además saliese en su defensa… O no. Tal vez de verdad no la recordaba y, simplemente, estaba defendiendo a una camarera. Aunque eso le dolía aún más.

–Voy a buscar algo para limpiar la mancha –murmuró, azorada.

Se alejó a toda prisa, con las piernas temblorosas. ¿Qué hacía Antonio en Nueva York? Había leído en una revista de cotilleos que estaba en Milán, donde tenía su empresa. ¿Había vuelto para desmantelar otra compañía, para arruinar más vidas? Según los artículos que había leído, esa era su especialidad.

–Maisie.

Ella se quedó helada al escuchar su voz. Luego dio media vuelta, despacio.

–Perdone –dijo, intentando que su voz sonase firme–. ¿Nos conocemos?

Él sacudió la cabeza.

–Supongo que me merezco esa respuesta.

–De modo que fingiste no conocerme –dijo Maisie entonces–. Eres más canalla de lo que había pensado.

–¿Qué quieres decir con eso?