E-PACK Bianca marzo 2017 - Kate Hewitt - E-Book

E-PACK Bianca marzo 2017 E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Reencuentro con su pasado "Todo el mundo tiene un precio, Darcy. Yo te he dicho cuál es el mío, ahora dime cuál es el tuyo". La secretaria Darcy Lennox sabía lo exigente que podía ser su multimillonario jefe, Maximiliano Fonseca Roselli. Su fiera ambición era bien conocida, pero casarse con él para que se asegurase el contrato del siglo iba más allá del deber. Max, un hombre al que no se le podía negar nada, se mostró imperturbable ante su reticencia a contraer un falso matrimonio. En su mundo, todos tenían un precio y estaba decidido a convencerla para que revelase el suyo. Pero, después de un apasionado beso, Darcy descubrió que la apuesta era mucho más alta de lo que ninguno de los dos había imaginado. Todo sucedió una noche No tuvo más remedio que tomar una decisión: casarse con ella. Serena James no había olvidado al hombre que le había partido el corazón, y tampoco había olvidado la furia que había en sus ojos cuando se separaron. Pero su aventura veraniega tuvo consecuencias imprevistas y, tres meses después, se vio obligada a volver a la isla de Santorini. Nikos Petrakis estaba a punto de cerrar un acuerdo que aumentaría su fortuna y lo convertiría en un hombre aún más poderoso. No quería distracciones y, mucho menos, si se presentaban en forma de una pelirroja impresionante cuyas curvas pedían a gritos que las acariciaran. Pero esa pelirroja le iba a dar un heredero… La inocencia perdida Un heredero para su enemigo... Diez años atrás la ingenua Iolanthe Petrakis fue seducida por el magnate griego Alekos Demetriou, con quien vivió la noche más deliciosamente pecaminosa de su vida. Sin embargo, cuando Alekos descubrió que era hija de su enemigo, se desentendió por completo de ella... antes de que pudiera decirle que se había quedado embarazada. Diez años después, con la empresa de su familia en peligro, a Iolanthe no le había quedado más remedio que revelarle al odioso Alekos Demetriou que había tenido un hijo suyo. Al descubrir la verdad, Alekos le anunció que iba a darle su apellido y le propuso, por el bien del niño, que se convirtiera en su esposa. Una marioneta en sus manos ¡En el juego de la seducción, el guapo empresario siempre se salía con la suya! Alessandro Falcone era famoso por ganar en todo lo que se propusiera. Cuando se vio obligado a viajar a Escocia, pensó que era una inconveniencia. Por eso, el plan del millonario soltero era tomar lo que quería e irse... hasta que la guapa Laura Reid se convirtió en una deliciosa distracción en las largas y frías noches escocesas... Laura no tenía nada que ver con las sofisticadas modelos con las que solía salir Alessandro, pero su voluptuosa figura y su bello rostro, natural e inocente, representaban para él un atractivo al que no podía resistirse.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pack Bianca, n.º 119 - marzo 2017

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9484-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Índice

Reencuentro con su pasado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Todo sucedió una noche

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

La inocencia perdida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Una marioneta en sus manos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 1

 

Vaya, vaya, qué interesante. La pequeña Darcy Lennox en mi despacho, buscando trabajo.

Darcy intentó disimular su disgusto por la irritante, pero nada desacertada, referencia a su estatura. Al mismo tiempo, tenía que luchar contra el asalto a sus sentidos que provocaba la proximidad de Maximiliano Fonseca Roselli, de quien lo separaba solo su impresionante escritorio. Pero no era fácil porque seguía siendo tan devastadoramente atractivo como siempre. Más aún porque era un hombre, no el crío de diecisiete años que recordaba. Exudaba sexualidad como un efluvio invisible, pero embriagador, haciéndola pensar absurdamente que bajo el aspecto de seres civilizados en realidad solo eran animales.

Era mitad brasileño, mitad italiano, de pelo rubio oscuro algo alborotado y lo bastante largo como para dejar claro que le importaba un bledo lo que pensaran los demás. Aunque le había importado lo suficiente como para convertirse en uno de los multimillonarios más jóvenes de Europa, según una importante revista económica.

Darcy imaginaba que muchas mujeres estarían encantadas de observar cada uno de sus movimientos, pero notó algo nuevo en sus casi perfectas facciones y lo dijo en voz alta sin poder evitarlo:

–Tienes una cicatriz.

Iba de la sien izquierda hasta el mentón y le daba un aspecto aún más misterioso y sombrío.

Él arqueó una ceja de color rubio oscuro.

–Parece que no has perdido tu capacidad de observación.

Darcy se puso colorada. ¿Desde cuándo era tan grosera como para referirse al aspecto físico de otra persona?

Maximiliano se había levantado para saludarla cuando entró en el palaciego despacho, situado en el centro de Roma, y empezaba a sentir calor con el traje de chaqueta. Estaba ardiendo bajo la mirada de color ámbar que la había cautivado desde la primera vez que lo vio.

Él cruzó los brazos sobre el pecho y, a su pesar, los ojos de Darcy se clavaron en los marcados bíceps, que parecían a punto de hacer estallar la camisa. Aunque llevaba un elegante pantalón oscuro, no parecía muy civilizado y su mirada era demasiado perceptiva, demasiado cínica para ser amable.

–¿Y qué hace una alumna de Boissy le Château buscando trabajo como secretaria?

Antes de que ella pudiera responder, añadió, con tono despectivo:

–Pensé que te habrías casado con un aristócrata europeo y habrías tenido un montón de herederos, como las demás chicas de esa anacrónica institución.

Inmóvil bajo la mirada dorada, Darcy lamentó haber pensado que sería buena idea solicitar el puesto, publicado en un selecto boletín. Y odiaba tener que reconocer que, en el fondo, había sentido curiosidad por ver de nuevo a Max Fonseca Roselli.

–Solo estuve en Boissy un año más que tú –Darcy vaciló al recordar a Max golpeando a otro chico y la brillante mancha de sangre en contraste con el blanco de la nieve–. Mi padre sufrió graves pérdidas durante la recesión, así que volví a Inglaterra para terminar mis estudios.

No mencionó que había estudiado en un colegio público, más agradable que el opresivo ambiente de Boissy.

Max dejó escapar un suspiro de conmiseración.

–¿Así que Darcy no llegó a ser la más bella del baile en París, con las demás chicas de la alta sociedad?

La referencia al exclusivo baile anual de las debutantes hizo que apretase los dientes. No, ella no había sido la más bella de ningún baile. Sabía que Max no lo había pasado bien en Boissy, pero ella no había sido su enemiga, todo lo contrario. Se le encogió el corazón al recordar algo que había ocurrido en el colegio. Darcy había visto a dos chicos sujetando a Max, mientras otro lo golpeaba en el estómago. Sin pensar, se había lanzado sobre ellos gritando: «¡Parad ahora mismo!».

–No –respondió–. No fui al baile en París porque estaba ocupada estudiando para conseguir un título en Idiomas y Empresariales por la universidad de Londres, como podrás ver en mi currículo.

Que estaba sobre su escritorio.

–Ya –murmuró Max.

Aquello había sido un terrible error.

–Cuando supe que estabas buscando una secretaria pensé que sería una buena oportunidad, pero no debería haber venido –Darcy se inclinó para tomar su maletín del suelo.

Él la miraba con el ceño fruncido.

–¿Quieres el trabajo o no?

Darcy pensó que quizá no debería ser tan impetuosa, pero la enfadaba que el atractivo rostro de Max no la dejase pensar con claridad. Como siempre.

–Pues claro que quiero el trabajo. Necesito un trabajo.

Max arrugó la frente.

–¿Tus padres lo perdieron todo?

Ella dejó escapar un suspiro de irritación. Estaba dando a entender que buscaba trabajo porque su familia no podía mantenerla.

–No, afortunadamente mi padre pudo recuperarse. Pero lo creas o no, me gusta ganarme la vida por mí misma.

Max emitió un bufido de incredulidad y Darcy tuvo que morderse la lengua. No podía culparlo por pensar eso, pero al contrario que las demás alumnas del colegio, ella no esperaba que se lo dieran todo en bandeja de plata.

Esos ojos hipnotizadores estaban clavados en ella y Darcy tuvo que tragar saliva. Se sentía en desventaja con su pelo oscuro sujeto en una coleta, su diminutiva estatura y una figura rotunda que ya no estaba de moda. Había dejado de intentar adelgazar años antes, pensando que debía aguantarse con lo que tenía.

Max le preguntó:

–¿Hablas italiano?

Darcy respondió en ese idioma:

–Sí, mi madre es romana, así que soy bilingüe desde niña. También hablo alemán y francés. Y mi mandarín es aceptable.

Él miró su currículo y luego volvió a mirarla a ella.

–Aquí dice que has estado en Bruselas durante los últimos cinco años. ¿Vives allí?

Darcy encogió el estómago, como para protegerse de un golpe. La verdad era que no tenía un hogar fijo desde que sus padres se separaron cuando tenía ocho años. Desde entonces había ido de un colegio a otro, de un país a otro, cambiando constantemente debido al trabajo de su padre y a las relaciones sentimentales de su madre.

Había aprendido que la única constante en su vida, lo único de lo que podía depender, era ella misma y su habilidad para forjarse un futuro que le aportase seguridad.

–No tengo casa en este momento, así que puedo trabajar donde quiera. O donde esté mi trabajo.

De nuevo, Max clavó en ella su incisiva mirada y Darcy apretó los labios, insegura al pensar que podría estar comparándola con las esbeltas modelos con las que aparecía fotografiado en las revistas. A su lado, midiendo un metro cincuenta y siete, ella parecería un elefantito. En momentos de debilidad había comprado las revistas de cotilleos en cuya portada aparecía para leer el lascivo contenido. Porque era lascivo.

Cuando vio las fotografías de Max en una cama con dos modelos rusas había tirado la revista a la papelera, disgustada consigo misma.

De repente, él le ofreció su mano.

–Tendrás un periodo de prueba de dos semanas, empezando mañana. ¿Has encontrado alojamiento?

Darcy parpadeó. ¿Estaba ofreciéndole el puesto mientras ella pensaba en rubias amazonas tiradas sobre su torso? Estrechó su mano y, de repente, experimentó una oleada de calor cuando los largos dedos envolvieron los suyos.

Pero él apartó la mano bruscamente para mirar su reloj con gesto impaciente.

–Pues… sí. Tengo un sitio en el que puedo alojarme durante unos días –respondió, pensando en el humilde hostal en uno de los distritos más turísticos de Roma.

–Estupendo. Si te quedas, buscaremos algo más permanente. Ahora tengo una reunión, pero nos veremos mañana a las nueve en punto. Entonces te lo explicaré todo.

–Muy bien. Hasta mañana entonces –Darcy se dirigió a la puerta, pero se volvió antes de salir–. No haces esto porque nos conocimos hace años, ¿verdad?

Él la miró con gesto impaciente.

–No, Darcy. Eso es una simple coincidencia. Eres la persona más cualificada para el puesto, tus referencias son impecables y, después de soportar a un montón de candidatas y hasta candidatos que parecen pensar que seducir al jefe es un requisito para conseguir el puesto, será un alivio trabajar con alguien que conoce los límites.

A Darcy no le gustó que descartase tan sumariamente su capacidad de seducción, pero antes de reconocer lo inapropiado que era ese pensamiento salió del despacho para no meter la pata.

Max miró la puerta cerrada, extrañamente inmóvil durante unos segundos. Darcy Lennox. Su nombre en la lista de candidatos para el puesto había sido una sorpresa inesperada, como lo había sido el vívido recuerdo de su rostro en cuanto leyó su nombre. Dudaba que pudiese reconocer a algún otro excompañero, aunque Darcy y él ni siquiera estaban en el mismo curso.

Sin embargo, tan pequeña y sencilla como era, le había impactado. Y eso era algo poco habitual en un hombre que solía apartar a la gente de su vida sin el menor remordimiento, fuesen amantes o socios que ya no le interesaban.

El recuerdo de esos ojos enormes y azules, en contraste con la piel bronceada, heredada de su madre italiana, seguía grabado en su mente.

Molesto consigo mismo, Max se pasó una mano por el pelo, alborotándolo aún más. Estaba agotado desde que volvió de su viaje a Brasil unos días antes y, francamente, sería un alivio trabajar con alguien que no lo viera como un reto similar a escalar un Everest sexual.

Darcy Lennox exudaba sentido común y seriedad. El hecho de que fuese alumna de Boissy, aunque hubiese tenido que dejar sus estudios, significaba que conocía su sitio y nunca se saltaría los límites. Al contrario que su última secretaria, a la que una mañana había encontrado esperándolo en su sillón, vestida solo con una de sus camisas.

Intentó imaginar por un momento a Darcy haciendo eso, pero lo único que podía ver era su circunspecta expresión, el serio traje de chaqueta y el pelo apartado de la cara. Lo invadió entonces una sensación de alivio. Por fin una secretaria que no lo distraería del contrato más importante de su vida; un contrato que lo convertiría en un contrincante serio en el competitivo mundo de las finanzas.

En realidad, aquello era lo mejor que le había pasado en mucho tiempo. Darcy no llamaría la atención mientras realizaba sus tareas de manera eficaz. Su currículo dejaba claro que estaba más que preparada.

Levantó el teléfono para hablar con la secretaria temporal y le dijo con sequedad:

–Despide a los demás candidatos, la señorita Lennox empieza mañana.

No se molestó en hablar del periodo de prueba de dos semanas, tan seguro estaba de haber tomado la decisión correcta.

 

 

Tres meses después

 

–¡Darcy, ven aquí ahora mismo!

Darcy puso los ojos en blanco mientras se levantaba, alisándose la falda. Cuando entró en el despacho y lo vio paseando de un lado a otro frente al escritorio maldijo el aleteo que sentía en el corazón siempre que lo miraba.

Emanaba energía, virilidad. Decidió pensar que su reacción era la misma que sentiría cualquier mujer normal ante un hombre con ese carisma.

–No te quedes ahí, entra de una vez.

Darcy había aprendido que la forma de lidiar con Max Fonseca Roselli era tratarlo como a un semental arrogante. Con el mayor respeto y atención, pero con mano firme.

–No hay necesidad de gritar –dijo con expresión calmada–. Estoy al otro lado de la puerta.

Entró en el despacho y se dejó caer sobre un sillón, mirándolo y esperando instrucciones. Debía admitir que, aunque sus maneras dejaban mucho que desear, trabajar con Max era la experiencia más emocionante de su vida. Era un reto seguir el ritmo de su rápido intelecto y había aprendido más de él que en todos sus otros trabajos juntos.

Poco después de empezar a trabajar, Max la había instalado en un lujoso apartamento cerca de la oficina por un alquiler ridículo. Pero él se había negado a escuchar sus protestas diciendo:

–No necesito preocuparme porque vivas en una zona mala, pero sí necesito que estés disponible para trabajar en cualquier momento, así que es por mi conveniencia tanto como por la tuya.

Darcy no había podido protestar. La había instalado donde era accesible para él, no por consideración. Le daba igual que estuviera sola en una ciudad que no conocía tanto como debería, considerando que su madre era romana.

Trabajaban hasta muy tarde, incluso algunos sábados, y su ética profesional era intimidante.

–¿Cuál ha sido la respuesta de Montgomery?

Darcy no tuvo que mirar sus notas.

–Vendrá a Roma con su mujer la semana que viene. Y quiere que cenéis juntos.

Max hizo una mueca.

–Maldita sea. Estoy seguro de que ese viejo disfruta alargando el momento de la firma todo lo posible.

Aquello era inusual, desde luego. La mayoría de la gente que trataba con Max sabía que no debía negarle lo que quería.

–Montgomery no cree que yo pueda manejar su patrimonio. Soy un desconocido, no tengo sangre azul y, lo peor de todo, no estoy respetablemente casado.

«No, desde luego que no», pensó Darcy, recordando el reciente fin de semana que Max había pasado en Oriente Medio, visitando a su exótica amante, una famosa modelo. Irracionalmente, lo imaginó con un montón de hijos exóticos de ojos dorados, pelo oscuro y largas piernas.

–Darcy.

Se puso colorada cuando la pilló perdida en sus pensamientos. Trabajar con él todos los días debería haberla inmunizado, no haber empeorado la situación, ¿no?

–Es solo una cena, Max, no una prueba –comentó, intentando recuperar la calma.

–Pues claro que es una prueba –replicó él, con tono irritado–. ¿Por qué crees que quiere presentarme a su mujer?

–Tal vez solo quiera conocerte mejor. Después de todo, vas a manejar una de las fortunas más antiguas e ilustres de Europa, el legado de su familia.

Max soltó un bufido.

–Montgomery ya me habrá catalogado como posible candidato. Un hombre como él no tiene más que hacer en la vida que divertirse jugando con los demás como si fueran simples peones.

Se pasó una mano por el alborotado pelo, un gesto ya familiar, y Darcy se quedó sin respiración durante un segundo. Y luego, furiosa por esa reacción, dijo con tono exasperado:

–Pues entonces… –hizo una pausa, preguntándose cómo debía describir a su última amante y escogió la opción más diplomática–. Lleva a Noor a esa cena y convence a Montgomery de que la vuestra es una relación estable.

Él la miró con expresión horrorizada.

–¿Llevar a Noor Al-Fasari a cenar con Montgomery? ¿Te has vuelto loca?

Darcy frunció el ceño. Tontamente, se alegraba de esa reacción.

–¿Por qué no? Es tu amante, una mujer preciosa e inteligente…

Max hizo un gesto con la mano.

–Es mimada, petulante y avariciosa. Además, ya no es mi amante.

Darcy tuvo que hacer un esfuerzo para disimular su reacción ante esa bomba. Evidentemente, las revistas aún no tenían esa información, y Max no solía confiarle sus secretos.

–Es una pena. Parecía una chica encantadora.

Max esbozó una sonrisa burlona.

–Elijo a mis amantes por muchas razones, pero nunca las he elegido por ser «encantadoras».

No, las elegía porque eran las mujeres más bellas del mundo y porque podía tener a quien quisiera.

Darcy no podía apartar la mirada de sus ojos, atrapada por algo inexplicable… pero entonces sonó el teléfono. El sonido rompió el intenso e incómodo contacto visual y, temblando, alargó una mano para responder.

–Es el sultán de Al-Omar –dijo luego.

–Muy bien.

Darcy se levantó con cierto alivio y salió del despacho mientras escuchaba la profunda voz de Max saludando a su amigo y uno de sus clientes más importantes.

Cerró la puerta y se apoyó en ella un momento. ¿Qué había querido decir con esa mirada? Lo había pillado a menudo mirándola con una expresión indescifrable, y cada vez que ocurría su pulso se aceleraba tontamente.

Volvió a sentarse tras su escritorio, enfadada consigo misma. Sería una tonta si pensara que Max la miraba con algo más que interés profesional. Además, ella no quería que la mirase de otro modo. No pensaba arriesgar el mejor trabajo de su vida mirándolo como lo hacía en el colegio, cuando estaba encandilada por él.

Max cortó la comunicación y se levantó para mirar por la ventana, inquieto. Desde allí tenía una impresionante vista de las antiguas ruinas de Roma, algo que solía calmarlo. Pero no en aquel momento.

El sultán Sadiq de Al-Omar había renunciado a su soltería para sentar la cabeza, uno más en su reducido círculo de amigos. La conversación había terminado cuando su esposa entró en el despacho con su hijo, a quien había oído reír alegremente. Sadiq le había contado que estaban esperando un segundo retoño y parecía muy feliz.

En otra ocasión le hubiera tomado el pelo, pero algo en esa tangible felicidad lo había hecho sentirse extrañamente vacío.

Recordó entonces la reciente boda de su hermano en Río de Janeiro. Después de una vida entera separados, el legado de unos padres divorciados que vivían en distintos continentes, su hermano y él no tenían una relación muy cercana. Pero había ido a la boda, más por una cuestión de negocios compartidos que por cariño fraternal.

Si tenía algo en común con su hermano, aparte de los genes, era el arraigado cinismo. Pero ese cinismo había desaparecido de los ojos de Luca desde que conoció a su esposa.

Max suspiró, intentando apartar ese recuerdo. Maldita introspección. ¿Desde cuándo se sentía vacío? ¿Y desde cuándo perdía el tiempo pensando en su hermano y su nueva esposa?

Siguió mirando por la ventana, con el ceño fruncido. Él era un solitario; lo había sido desde que tuvo que buscarse la vida siendo muy joven porque no tenía a nadie más que a sí mismo.

Y, sin embargo, tuvo que admitir con cierta irritación, que sus amigos y su hermano hubieran sentado la cabeza estaba empezando a dejarlo en minoría. Ir a cenar con Montgomery y su mujer no le apetecía nada y, además, estaba seguro de que el escocés querría aprovechar la oportunidad para demostrar que no estaba capacitado para hacer el trabajo.

Pensó entonces en la sugerencia de Darcy de llevar a su examante a la cena. Pero, por alguna razón, no era el rostro de Noor el que veía sino los ojazos azules de Darcy. Y cómo se había ruborizado cuando le dijo lo que pensaba de tal sugerencia.

Se encontró comparando a las dos mujeres y pensando que no podrían ser más diferentes.

Noor Al-Fasari era sin duda una de las mujeres más bellas del mundo. Y, sin embargo, cuando intentaba recordar su rostro le resultaba imposible.

Y Darcy… Max frunció el ceño. Le sorprendía reconocer que, aunque no era una belleza espectacular como Noor, Darcy era algo más que guapa o atractiva.

Y, siendo justo, su trabajo no era promocionar su belleza. De repente, se encontró preguntándose cómo sería vestida de modo más atrayente y sutilmente maquillada para destacar esos enormes ojos y esos labios rosados.

Horrorizado, se encontró pensando en su voluptuosa figura mientras salía del despacho unos minutos antes. Podría engañarse a sí mismo pensando que había estado centrado en la conversación con su amigo, pero en realidad sus ojos habían estado clavados en cómo la falda lápiz se pegaba a sus generosas caderas y cómo el fino cinturón de cuero negro destacaba una cintura tan pequeña que seguramente podría abarcarla con una sola mano.

El vello de su nuca se erizó. Era casi como si la presencia de Darcy hubiera ido creciendo en su subconsciente durante los últimos meses. Y, como para cimentar tan inquietante revelación, su sangre se desplazó hacia una parte de su anatomía que estaba portándose de forma descontrolada.

Atónito, se dejó caer en el sillón, temiendo que Darcy entrase en el despacho y lo pillase en ese momento de enajenación.

Era el recuerdo de su examante lo que había precipitado esa falta de control, se dijo. Tenía que ser eso. Pero cuando intentaba pensar en Noor, con cierta desesperación, lo único que podía recordar eran los gritos, junto con el caro jarrón que le tiró a la cabeza, cuando le dijo que su aventura había terminado.

Sonó un golpecito en la puerta y Darcy asomó la cabeza en el despacho.

–Me voy a casa, en caso de que necesites algo.

Y así, de repente, la sangre de Max se inflamó como nunca. Era como si se hubiera abierto un dique y lo único que podía ver era su brillante pelo castaño apartado de la cara. Y sus provocativas curvas. Los pechos altos, generosos, que empujaban la camisa de seda, la estrecha cintura, las femeninas caderas, los firmes muslos, las piernas bien torneadas de tobillos finos. Y todo eso en una mujer que medía menos de metro sesenta. Cuando él nunca había encontrado particularmente atractivas a las mujeres bajitas.

Ni siquiera iba vestida para seducir; al contrario, era el epítome del estilo clásico y recatado.

Sin embargo, lo único que deseaba en ese momento era acercarse a ella y estrecharla entre sus brazos. Y, siendo un hombre que no estaba acostumbrado a controlar sus deseos cuando se trataba de las mujeres, Max se sintió desorientado.

Qué demonios… ¿se estaba volviendo loco?

Darcy frunció el ceño.

–¿Ocurre algo, Max?

–No, no pasa nada.

–¿Entonces por qué me miras con esa cara?

Max pensó en la cena con Montgomery y su mujer, imaginándose entre ellos haciendo de carabina. Y en ese momento tomó una decisión.

–Estaba pensando en la cena con Montgomery.

Darcy enarcó una ceja.

–¿Y?

–Tú iras conmigo –anunció Max.

Ella lo miró, sorprendida.

–¿Crees que es apropiado?

Por fin, Max pudo controlar su recalcitrante reacción y se levantó, con las manos en los bolsillos del pantalón.

–Sí, creo que es apropiado. Tú has trabajado en este contrato conmigo y te necesito para controlar la conversación y para que seas amable con la mujer de Montgomery.

Ella no parecía convencida.

–¿No crees que tal vez otra persona sería más…?

–No quiero seguir hablando del asunto. Irás conmigo a esa cena y no hay nada más que decir.

Darcy lo miró con esos ojazos azules y, por un momento, casi mareado, Max sintió como si pudiera ver dentro de su alma. Por suerte, el momento se rompió cuando ella se encogió de hombros.

–Muy bien. ¿Necesitas algo más?

Max se imaginó abriendo la blusa para ver sus pechos envueltos en un sujetador de seda y tuvo que hacer un esfuerzo para responder:

–No, puedes irte.

Por suerte para él, Darcy salió del despacho sin decir nada más.

Max se pasó las dos manos por el pelo, frustrado. En otras circunstancias, esa extraña reacción sería una señal clara de que debía buscar una nueva amante, pero lo último que necesitaba mientras negociaba con Montgomery era ser el centro de cotilleos y especulaciones de la prensa.

De modo que, por el momento, tendría que controlar el deseo que despertaba en él su eficaz secretaria; una situación imposible que seguramente algún dios habría orquestado para divertirse.

Capítulo 2

 

Una semana después, Darcy seguía pensando en la cena con Montgomery, que tendría lugar al día siguiente. Aunque era ridículo sentirse tan inquieta. Muchas secretarias acompañaban a sus jefes en eventos sociales relacionados con el trabajo.

Entonces, ¿por qué su pulso se aceleraba cuando pensaba en ser vista en público con Max?

Porque era una tonta, pensó, dando un respingo cuando Max gritó su nombre desde el despacho. Su hosquedad desde la última semana debería haberla tranquilizado. Desde luego, no estaba dando la más remota indicación de que pensara en algo más que el negocio.

Intentando calmarse, se levantó a toda prisa para entrar en el despacho, pero, como siempre, en cuanto puso los ojos en él sus entrañas se encogieron.

Max estaba paseando de un lado a otro, enérgico y furioso. Darcy suspiró. Aquel contrato también estaba empezando a ponerla de los nervios.

Él se dio la vuelta y la miró con expresión fiera mientras se dejaba caer en el sillón.

–¿Qué he hecho ahora?

–Nada. No eres tú, es…

–Montgomery –terminó Darcy la frase por él.

El silencio de Max le dijo que estaba en lo cierto.

–Necesito que trabajes esta noche. Quiero asegurarme de que mañana no tenga ni una sola razón para dudar de mi capacidad.

Darcy se encogió de hombros.

–Muy bien.

Max se puso las manos en las caderas, con un gesto de determinación en sus preciosas facciones.

–Muy bien, despeja mi agenda para hoy, vamos a dedicarnos a esto todo el día. Quiero estudiarlo hasta que no quede ni una sola duda.

Darcy se levantó, preparándose mentalmente para tan ardua tarea.

 

 

Mucho más tarde, Darcy, descalza sobre la alfombra del despacho, arqueó la columna vertebral y se llevó las manos a la espalda. Debía ser casi medianoche y estaba agotada.

–Ya está, ¿no? –le preguntó Max–. Hemos repasado todos los archivos, informes y correos. Hemos comprobado su historial completo y revisado todos sus negocios.

Ella levantó una mano para colocar un mechón de pelo que había escapado del moño.

–Creo que ahora mismo podríamos escribir la biografía de Cecil Montgomery.

Las luces de la ciudad de Roma parecían envolverlos en un extraño capullo de silencio. Él estaba tras el escritorio, con el cuello de la camisa abierto y las mangas subidas hasta el codo. Apenas parecía cansado mientras ella sentía como si la hubieran arrastrado por el suelo.

La miraba con una expresión extraña, como perdido por un momento, y su pulso se aceleró una vez más. Se puso colorada al recordar que acababa de estirarse como una gata.

Pero el momento pasó y Max se levantó para ir al bar con su gracia habitual, a pesar del largo día de trabajo. Era descabellado imaginar que la hubiese mirado de un modo especial.

Cuando le ofreció un vaso con un líquido de color ámbar su primer pensamiento fue que era del mismo color que sus ojos.

–Whisky escocés. Me parece lo más apropiado –le dijo, refiriéndose a la nacionalidad de Montgomery.

Darcy sonrió mientras hacían chocar los vasos.

–Sláinte.

Sus ojos se encontraron mientras tomaban un trago. El licor era como fuego líquido bajando por su garganta. Sabiendo que debían estar solos en el enorme edificio, y sintiéndose tímida de nuevo, Darcy se sentó en un sofá al lado del escritorio.

Max estaba frente a la ventana, de perfil, y Darcy se encontró preguntando impulsivamente:

–La cicatriz… ¿cómo te la hiciste?

Max apretó el vaso entre los dedos y dijo sin mirarla:

–Es asombroso cómo fascinan las cicatrices a la gente, especialmente a las mujeres.

Darcy lamentó de inmediato haber preguntado.

–Lo siento, no es asunto mío.

–No, no lo es.

Max recordó a una Darcy mucho más joven, pero con el mismo rostro ovalado, la misma expresión preocupada mientras se interponía entre los chicos que le estaban pegando una paliza.

Él estaba jadeando, como un pez al que hubieran sacado del agua, con los ojos vidriosos, experimentando una humillación y una rabia ya familiares cuando ella apareció de repente, como una diminuta gladiadora. Cuando los chicos se fueron y pudo recuperar el aliento, Darcy lo miraba con gesto preocupado.

Sin pensar en lo que hacía, aún mareado, Max se había erguido para tocar su cara, diciendo casi como para sí mismo:

–«Y aunque sea menuda, es una fiera».

Notó que se ponía colorada antes de darse la vuelta. Él aún estaba sin aliento después del ataque, atónito ante el impulso que le había hecho citar a Shakespeare.

Darcy estaba dejando el vaso sobre el escritorio, al parecer decidida a marcharse. ¿Y por qué no iba a hacerlo después de una respuesta tan desabrida?

Por impulso, Max se encontró diciendo:

–Ocurrió aquí, en Roma, cuando vivía en la calle.

Ella lo miró con gesto de sorpresa.

–¿Vivías en la calle?

Max apoyó un hombro en el cristal de la ventana, intentando mantener una expresión hermética. Pero, curiosamente, no lamentaba que se le hubiera escapado ese dato.

–Viví en las calles durante un par de años, cuando me echaron de Boissy.

Darcy lo miró durante unos segundos, pensativa.

–Recuerdo la mancha de sangre en la nieve…

Max se sintió enfermo. También él lo recordaba y, a veces, ese recuerdo lo despertaba en medio de la noche, sudando. Desde entonces había jurado no dejar que nadie lo hiciese perder el control. Los ganaría en su propio juego, en su enrarecido mundo.

–Un chico fue al hospital, inconsciente por mi culpa.

Ella sacudió la cabeza.

–¿Por qué te atormentaban de ese modo?

Max hizo una mueca.

–Porque uno de sus padres era el último amante de mi madre y me pagaba el colegio. Y eso no les hacía mucha gracia.

Darcy tenía el vago recuerdo de una mujer increíblemente bella y elegante llegando al colegio con Max en un coche con chófer.

Y, de repente, se encontró apoyándose en una esquina del escritorio, en lugar de marcharse como había pensado hacer unos segundos antes.

–¿Por qué vivías en la calle?

La expresión de Max era muy seria.

–Mi madre olvidó decirme que había decidido mudarse a Estados Unidos con su nuevo amante y no dejó ninguna dirección. Digamos que no era precisamente una mujer muy maternal.

–Pero imagino que tendrías más familia… ¿tu padre?

La expresión de Max era tan hosca que Darcy tuvo que contener un escalofrío.

–Tengo un hermano, pero mi padre murió hace años. En cualquier caso, no podía pedirle ayuda. Mi padre había dejado bien claro que yo era responsabilidad de mi madre y desde que se divorciaron no quiso saber nada de mí. Además, vivía en Brasil.

Darcy intentó disimular su sorpresa.

–Pero entonces debías tener…

–Diecisiete años –la interrumpió él con gesto serio.

–¿Y la cicatriz?

Parecía destacar más en ese momento y Darcy tuvo que contener el deseo de tocarla.

Max movió el líquido dentro de su vaso, pensativo.

–Vi que estaban robando a un hombre y salí corriendo detrás del ladrón. No me di cuenta de que era un yonki con un cuchillo hasta que se dio la vuelta y me rajó la cara. Pero conseguí quitarle el maletín. No voy a mentirte, hubo un momento en el que yo mismo estuve a punto de salir corriendo con él, pero no lo hice –se encogió de hombros, como si perseguir yonkis y ser honrado no fuese nada importante–. El propietario estaba tan agradecido que insistió en llevarme al hospital y consiguió que le contase parte de mi historia. Era un ejecutivo de una empresa de finanzas y, como gesto de buena voluntad por devolverle el maletín, me ofreció un puesto de becario. Yo sabía que era mi oportunidad y me juré a mí mismo no desperdiciarla…

–Yo diría que no la desperdiciaste –lo interrumpió Darcy–. Debía ser una persona muy especial.

–Sí, lo era –asintió Max con un tono extrañamente suave–. Una de las pocas personas en las que confiaba por completo. Murió hace un par de años.

Hasta allí llegaba el murmullo del tráfico, el ruido de alguna sirena a lo lejos, pero todo a su alrededor era oscuro y dorado. Darcy sentía como si estuviera en un sueño. Jamás se le hubiera ocurrido pensar que pudiese tener una conversación tan íntima con Max, que era inescrutable en sus mejores días y nunca hablaba de su vida privada.

–Entonces, no te resulta fácil confiar en la gente.

Él hizo una mueca.

–Aprendí desde muy joven a cuidar de mí mismo. Si confías en alguien te vuelves débil.

–Eso es muy cínico –comentó Darcy, aunque no parecía muy convencida.

Max se apartó de la ventana y, de repente, estaba muy cerca. Podía oler su aroma, una ligera mezcla de almizcle con algo mucho más sencillo y masculino.

–¿Y tú? ¿Me estás diciendo que tú no te volviste cínica después del divorcio de tus padres?

Para evitar su incisiva mirada, Darcy se concentró en el paisaje al otro lado de la ventana. Una parte de ella se había roto cuando sus padres se divorciaron, pero no le gustaba pensar en ello. No quería preguntarse si era por eso por lo que evitaba las relaciones.

–Prefiero ser realista más que cínica –respondió por fin.

Max esbozó una sonrisa irónica. ¿Se había acercado más? Se sentía muy cerca de Darcy en ese momento.

–Llamémosle cinismo realista entonces –sugirió–. Así que, ¿nada de sueños de una casita con valla blanca y dos niños para reparar el daño que te hicieron tus padres?

Darcy contuvo el aliento. Maldito fuera por dar en su punto débil una vez más: su deseo de tener una base, un hogar propio, su propio oasis en una vida que, ella sabía bien, ponía ponerse patas arriba en un segundo.

Su trabajo se había convertido en ese oasis, pero sabía que necesitaba algo más, algo con raíces más tangibles.

Intentó disimular que había dado en la diana.

–¿De verdad parezco alguien que anhela una idílica vida hogareña?

Él sacudió la cabeza mientras dejaba el vaso sobre el escritorio. Aquel momento de intimidad debería ser raro, pero después de aquel día intenso, encerrados en la oficina, y después de que Max le revelase el origen de la cicatriz, experimentaba una peligrosa sensación de familiaridad.

Se dijo a sí misma que era la experiencia compartida en Boissy lo que hacía que la suya no fuese una relación normal jefe-secretaria, pero la verdad era que no quería moverse cuando el brazo de Max rozó ligeramente el suyo. El calor del whisky parecía extenderse por todo su cuerpo, provocando una sensación de delicioso letargo.

Max estaba tan cerca que podía ver sus pestañas de color oro bruñido, más claras en las puntas.

–No –respondió por fin–. No creo que estés buscando una idílica vida hogareña. Pareces muy centrada en tu trabajo. Tal vez un poco solitaria, ¿no?

Tenía amigos en Gran Bretaña, pero ninguna relación romántica. Y le dolió que fuese tan perspicaz.

Estaba dejando que el cansancio, el whisky y aquella inesperada revelación de Max afectasen a su buen juicio. No había ninguna intimidad entre ellos y, además, estaban agotados.

Lo rozó sin querer cuando se levantó e intentó apartar la mirada.

–Es tarde. Debería irme si quieres que mañana esté lo bastante despierta como para prestar atención en la cena.

–Sí, seguramente es lo más sensato.

Estaba tan desesperada por apartarse que se golpeó la cadera con la esquina del escritorio.

Max puso una mano en su brazo.

–¿Te has hecho daño?

Darcy se quedó sin aliento.

–No, no ha sido nada.

El dolor fue eclipsado por el brillo en los ojos de Max. De repente, el ambiente estaba tan cargado que debería correr en dirección contraria. Pero, curiosamente, no quería obedecer a ese impulso.

Mirándola con expresión decidida, Max tiró de su brazo. Darcy sabía que podía apartarse, pero la sorpresa y la excitación se apoderaron de ella.

–¿Qué haces? –susurró.

El tiempo pareció detenerse cuando Max puso una mano en su nuca, empujándola inexorablemente hacia él.

–No he dejado de preguntarme cómo sería esto –dijo con voz ronca.

–¿Cómo sería qué?

–Esto…

Antes de que el cerebro de Darcy pudiese procesar lo que estaba pasando, Max se apoderó de su boca, encajando en sus suaves contornos como la pieza de un puzle colocándose en su sitio.

Se hacía dueño de su boca con maestría, invitándola a abrir los labios… algo que Darcy se encontró haciendo sin pensar. El beso se convirtió de inmediato en algo diferente… algo mucho más profundo y oscuro.

Exploraba de forma atrevida las profundidades de su boca, acariciándola sensualmente, provocando una reacción en su vientre que no podía controlar. Su cuerpo, tan duro y viril, despertaba sus más secretos deseos femeninos.

Max la levantó para sentarla sobre el escritorio y colocarse entre sus piernas abiertas y ella no era capaz de pensar con coherencia o hacer algo que no fuese responder a la enfebrecida llamada de su sangre. Era embriagador, mareante, algo que no había sentido nunca.

Max levantó sus piernas para apoyarlas en sus caderas y Darcy sintió el empuje de su erección en el vientre. Fue esa prueba de lo cerca que estaban del precipicio lo que rasgó la neblina de pasión que trastornaba su cerebro.

Se apartó, respirando con dificultad, pero intentando razonar: «Max Fonseca Roselli no puede desearme. No soy su tipo. Está jugando conmigo».

Saltó del escritorio tan abruptamente que dejó a Max sorprendido. Su corazón latía con la misma violencia que si hubiera corrido una maratón.

Pero poner algo de espacio entre ellos hizo que Darcy viera lo que había pasado con humillante certeza. Un minuto antes estaban estudiando la vida de Montgomery y sus estrategias de negocios y, de repente, estaban tomando un whisky y Max le había contado cosas que nunca hubiese esperado escuchar.

Y, de repente, ella se había pegado a él como una lapa.

Nunca se había comportado con tan poca profesionalidad en su vida, pensó, avergonzada, ignorando el deseo de echarse de nuevo en sus brazos.

Max, que en ese momento parecía el playboy de dudosa reputación que describía la prensa, observaba a su presa a varios metros de distancia. Sus pómulos se habían cubierto de un oscuro rubor y tenía el pelo alborotado. «Santo cielo». Ella era la responsable, ella había enredado los dedos en su pelo, agarrándose a él como una groupie hambrienta de sexo.

Cuando por fin pudo encontrar su voz, dijo con tono acusador:

–Esto no debería haber pasado.

Varios mechones escapaban de su moño y levantó las manos para solucionarlo, pero ver que la mirada de Max se clavaba en sus pechos la hizo sentir aún más humillada. Si no hubiesen parado… pero decidió no preguntarse qué estarían haciendo en ese momento.

¿Dejando que le hiciese el amor sobre el escritorio? Parecía el cliché de una mala película porno: Darcy seduce a su jefe.

Sintiéndose enferma, bajó las manos después de arreglarse el moño.

Max, que no parecía compartir su angustia, dijo con irritante despreocupación:

–Esto ha pasado y tenía que pasar tarde o temprano.

–No digas tonterías –replicó ella, asustada al pensar que se había percatado de su fascinación por él–. Tú no me deseas.

Max cruzó los brazos sobre el pecho.

–No tengo por costumbre besar a mujeres a las que no deseo.

–¡Ja! –replicó Darcy mientras empezaba a buscar sus zapatos–. ¿De verdad esperas que crea que estás interesado? ¿Que esto no ha sido más que un momentáneo traspiés, alimentado por el cansancio y la proximidad? –Por fin encontró sus zapatos y se los puso a toda prisa–. Esto no debería haber pasado. Es totalmente inapropiado.

–¿El cansancio y la proximidad?

El tono sarcástico de Max hizo que levantase la mirada. Parecía disgustado.

–Sí.

–Eso ha sido química, pura y simple. Nos deseábamos y aunque hubiéramos estado despiertos y separados por un muro de piedra yo seguiría deseándote.

El corazón de Darcy se volvió loco en el explosivo silencio creado por esas palabras. ¿La deseaba? No, no era posible.

–Firmaré mi carta de renuncia…

–¡No harás tal cosa!

–Pero no podemos seguir trabajado juntos después de lo que ha pasado –replicó ella, cruzándose de brazos–. Me contaste que habías tenido problemas con secretarias que no sabían cuál era su sitio.

–Lo que acaba de pasar ha sido mutuo. No tengo ningún problema con eso… ha sido tanto responsabilidad mía como tuya. Más mía que tuya ya que soy tu jefe.

–Exactamente –asintió Darcy, exasperada–. Más razón para no seguir trabajando juntos. Hemos cruzado una línea y no hay vuelta atrás.

Max sabía que era cierto. Nunca había perdido el control de forma tan espectacular. Él no era ningún santo, pero nunca había mezclado los negocios con el placer; siempre había mantenido ambos mundos bien separados.

Seguía sorprendido por lo que había pasado, pero su conciencia se reía de él. Como si hubiera podido evitarlo. Llevaba días como un perro en celo y besar a Darcy había sido una tentación irresistible.

Había estado pendiente de ella durante todo el día y eso le decía que el deseo de la noche anterior no había sido una aberración momentánea. En cuanto apareció en el despacho había querido deshacer su moño y apoderarse de su boca. Tenía que hacer un esfuerzo para relegarla al papel de secretaria, diciéndose a sí mismo que aquello era ridículo.

Cuando se sentaron en la alfombra para comer sushi con palillos le había parecido más seductor que si estuvieran en el elegante entorno de un restaurante con tres estrellas Michelin. Y cuando se quitó los zapatos y se puso de rodillas en el suelo para colocar papeles había tenido que luchar contra el loco impulso de colocarse detrás de ella y tirar de sus caderas…

Dio.

Darcy iba a marcharse por culpa de su falta de control. Max sintió que se le encogía el estómago.

–No vas a renunciar a tu puesto.

Ella levantó la barbilla en un gesto orgulloso. Sus labios estaban ligeramente hinchados y Max se distrajo al recordar lo suaves que eran y el dulce, pero afilado, roce de su lengua…

Maledizione. Pensar en ello era suficiente para excitarlo de nuevo.

–No creo que tú tengas mucho que decir al respecto.

Que su tono fuese tan frío cuando él estaba ardiendo lo hizo reaccionar con ira.

–Sí tengo algo que decir… si te importa tu futuro profesional.

Se arrepintió de inmediato al ver que palidecía, pero no había sitio para remordimientos.

–No pienso seguir en un puesto donde las líneas de la profesionalidad se saltan tan a la ligera –insistió Darcy.

–Tienes razón, no debería haber pasado, pero así ha sido –replicó Max, pasándose una mano por el pelo. Había olvidado sus prioridades por un momento, pero no volvería a ocurrir–. Necesito que me ayudes a cerrar este trato con Montgomery. No puedo arriesgarme a contratar una nueva secretaria en este momento.

Max vio que Darcy se mordía los labios, sus pequeños dientes blancos clavándose en la rosada piel. Por un segundo, estuvo a punto de decir que había cambiado de opinión y debería marcharse, pero algo lo detuvo. Y se dijo a sí mismo que era el importante contrato con Montgomery.

Ella se dio la vuelta para mirar por la ventana y, sin poder evitarlo, Max clavó los ojos en su estrecha cintura. Su camisa estaba desabrochada, fuera del pantalón. Por su culpa. Recordaba cuánto había deseado tocar su piel, ver si era tan sedosa como imaginaba que sería.

Reconocer eso lo dejó noqueado. Las mujeres más bellas del mundo le habían hecho más de un striptease erótico y, sin embargo, en ese momento estaba excitado por el faldón de una camisa de falsa seda saliendo de un pantalón.

Entonces Darcy se dio la vuelta y dijo en voz baja:

–Sé lo importante que es este contrato para ti.

Su tono hizo que Max se sintiera desprotegido. Pero ella no podía saber lo importante que era. No podía saber que ese contrato haría que por fin se sintiera aceptado, que por fin podría escapar del sentimiento de humillación que lo había perseguido durante toda su vida. Y algo peor, el sentimiento de abandono.

Pero no podía negarlo.

–Sí, es muy importante para mí.

Darcy clavó en él sus ojos azules. Estaba demacrada y parecía reticente.

–Me quedaré, pero solo hasta que el contrato esté firmado y solo si lo que ha pasado esta noche no vuelve a repetirse.

Max solía conseguir lo que quería y quería a Darcy. Pero, por primera vez en su vida, tuvo que reconocer que tal vez no siempre podría tener lo que quisiera, que algunas cosas eran más importantes que otras. Y aquel trato con Montgomery era más importante que tener a Darcy en su cama.

Además, no quería que ella viera lo difícil que le resultaba apartarse. Eso sería exponerse demasiado.

De modo que fingió despreocupación, falsa porque lo único que quería era tumbarla sobre cualquier superficie.

–No volverá a pasar. Venga, vete a casa. Mañana será un día muy largo. Y no olvides traer ropa para la cena. Iremos al restaurante directamente desde aquí.

Darcy no dijo nada. Sencillamente salió del despacho y cerró la puerta con incongruente suavidad.

Max se acercó a la ventana y, unos minutos después, la vio saliendo del edificio, alejándose a paso rápido para mezclarse con los transeúntes y turistas que llenaban las calles de Roma.

Se relajó al no tenerla a su lado, con esos ojazos azules mirándolo tan directamente que sentía como si estuviera bajo unos focos.

No merecía la pena perder un contrato por una mujer y menos por la pequeña Darcy Lennox, con sus provocativas curvas. Por fin, Max se dio la vuelta y suspiró al ver los papeles tirados por el suelo del despacho.

En lugar de marcharse se dirigió al bar para servirse otro whisky y después empezó a reunir los papeles, intentando olvidarse de Darcy.

 

 

Darcy daba vueltas en la cama horas más tarde, demasiado inquieta como para conciliar el sueño. Era como si su cuerpo estuviera enchufado a una corriente eléctrica y un exceso de energía burbujease por su cuerpo.

Estaba enchufada a Max.

Sus miembros se volvieron de gelatina al recordar ese momento de tensión, antes de que la besara. Casi le parecía notar la huella de su cuerpo apretado contra el suyo y sintió un cosquilleo entre las piernas que la obligó a cerrarlas.

Habían dado un gran salto, apartándose de los papeles de jefe y secretaria y había ocurrido tan rápido que aún le parecía irreal. ¿De verdad había amenazado con dejar su puesto? ¿Y Max había amenazado su futuro profesional si se atrevía a marcharse? Sí, era muy capaz de hacerlo. Sabía que era implacable cuando se trataba de socios o empleados.

El trato con Montgomery era más importante para él que la contrariedad de haber compartido un momento tan íntimo e inapropiado con su secretaria.

Sabía que lo que había pasado era debido a la fatiga y al momento de intimidad que habían compartido cuando le habló de su pasado.

Jamás hubiera podido imaginar que se había visto obligado a vivir en la calle. Ningún otro alumno de Boissy hubiera durado dos días en la calle, pero Max había aguantado dos años y había logrado prosperar de una forma espectacular.

De hecho, la enigmática figura de Maximiliano Fonseca Roselli de repente adquiría una perspectiva mucho más profunda.

Incapaz de dormir, se incorporó para encender la lámpara y tomó su Tablet para buscar información sobre la familia de Max. Un montón de fotografías aparecieron en la pantalla, entre ellas la de un hombre alto y moreno, Luca Fonseca, empresario y filántropo brasileño. El hermano de Max. Y luego más fotografías del mismo hombre con una bellísima rubia. Eran fotos de una boda. Darcy recordaba haber leído algo sobre el matrimonio de Luca Fonseca y la célebre socialite Serena de Piero recientemente.

¿Habría ido Max a la boda? Estaba a punto de buscar más información sobre sus padres cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo y cerró la tapa de la Tablet con fuerza.

Apagó la luz y volvió a tumbarse, enfadada consigo misma por haberse dejado llevar por la curiosidad. Max solo era un hombre con el que había compartido un breve e imprudente momento de locura, un hombre que solo debería interesarle hasta que cerrase el trato con Montgomery para poder salir de su órbita y seguir adelante con su vida.

Capítulo 3

 

Darcy se miraba en el espejo del baño con ojo crítico, pero en realidad no estaba viendo su reflejo. Estaba nerviosa después de un largo día en el que Max se había mostrado amable y solícito, sin una sola mirada, una sola señal que recordase que habían estado a punto de hacer el amor sobre su escritorio la noche anterior.

En un momento dado había estado a punto de decirle que se portase de forma normal y le gritase como era su costumbre.

Estaba decidida a olvidar aquel momento de intimidad. Ella solo mantenía relaciones sexuales cuando conocía bien a un hombre, pero al final siempre se apartaba porque no quería llevar más lejos la relación.

Darcy soltó un bufido. Como si tuviera que preocuparse por algo así con Max Fonseca Roselli. Si algo ocurriera entre ellos, él saldría corriendo tan rápido que la cabeza le daría vueltas durante una semana.

Tomó aire, intentando dejar de pensar en Max. Había comprado el discreto vestido negro que llevaba para acudir a eventos profesionales, pero en aquel momento le parecía inadecuado. El escote era demasiado bajo y la cintura demasiado estrecha. La tela se pegaba a sus nalgas y muslos, algo que no había notado en la tienda. La manga ranglán era demasiado elegante y, cuando se movía, la discreta abertura a un lado parecía gritar: «estoy intentando ser sexy».

Empezó a ponerse nerviosa de verdad, sabiendo que el tiempo corría. Ya llevaba veinte minutos en el baño e imaginó a Max paseando de un lado a otro, mirando su reloj con gesto impaciente. En fin, era demasiado tarde para cambiarse, de modo que se retocó el maquillaje, se echó un poco de perfume y se puso unos zapatos de tacón.

Llevaba el pelo suelto, pero en el último momento decidió hacerse un moño, que sujetó a toda prisa con unas horquillas.

Le ardían las mejillas y una gota de sudor corría entre sus pechos. Maldiciendo a Max, y a sí misma, por fin salió del baño con la ropa de trabajo guardada en una bolsa. Aliviada, vio que no estaba esperándola en el pasillo.

Guardó la bolsa en el armario y llamó a la puerta del despacho de Max antes de entrar.

Pero al hacerlo estuvo a punto de dar un paso atrás. Él estaba de pie, con el mando de la televisión en la mano, mirando un canal de noticias económicas. Tenía el pelo alborotado como de costumbre, y el mentón bien afeitado le daba un aspecto aún más fuerte y masculino. Llevaba un traje de chaqueta de tres piezas en color gris oscuro, con una camisa blanca y una corbata de seda gris. Darcy tragó saliva cuando se dio la vuelta para mirarla. No podía respirar. Literalmente, no podía llevar oxígeno a sus pulmones. Nunca había visto a nadie tan atractivo en toda su vida. Y el recuerdo de ese cuerpo fibroso apretado contra el suyo, entre sus piernas, era lo bastante vívido como para tener que sujetarse a la puerta.

Hubo un largo y tenso silencio hasta que Max apagó la televisión, arqueando una ceja.

–¿Estás lista?

Darcy tuvo que hacer un esfuerzo para encontrar su voz:

–Sí.

Max dio un paso adelante y ella dio un paso atrás, casi tropezando con sus propios pies para tomar el bolso y la ligera chaqueta a juego con el vestido. Cuando iba a ponérsela, Max se la quitó de las manos para colocarla caballerosamente sobre sus hombros.

Maldiciendo su imaginación, que la hacía pensar que había rozado su cuello de forma sugerente, salió del despacho a toda prisa para no preguntarse, por ejemplo, por qué el vestido se pegaba a sus piernas o qué demonio la había empujado a no ponerse medias. El roce de sus muslos desnudos provocaba un cosquilleo sensual que no había sentido antes. Nunca había sido dada a sueños eróticos. Ella era demasiado pragmática.

No miró a Max mientras esperaban el ascensor, pero una vez en el interior el aroma de su colonia dominaba el pequeño espacio.

–¿Llevas los documentos? –le preguntó él.

–Sí –Darcy levantó el pequeño maletín que llevaba en una mano junto con el bolso.

El ascensor pareció tardar una eternidad en bajar los diez pisos que llevaban al vestíbulo.

–Tendremos que mirarnos en algún momento de la noche –dijo Max, sarcástico.

A regañadientes, Darcy levantó la cabeza y fue como si la golpeara un rayo. El brillo en los ojos de Max provocó una corriente eléctrica entre los dos, como si hubiera estado esperando hasta que estuvieran cerca para activarse.

Era lógico que se hubieran esquivado durante todo el día. Los dos habían querido evitar aquello.

Durante el nanosegundo que tardó en entenderlo Max dio un paso adelante y se dio cuenta de cuánto deseaba volver a tocarlo. No había nada más allá del habitáculo del ascensor. El deseo latía como algo tangible.

Pero entonces sonó una campanita, las puertas del ascensor se abrieron y los dos se detuvieron cuando estaban a punto de tocarse.

Max murmuró una palabrota en italiano mientras tomaba su brazo para llevarla hacia la limusina que los esperaba en la puerta.

–He dicho mirarnos, Darcy. No…

–¿No qué? –ella soltó su brazo de un tirón, temblando por la descarga de adrenalina y avergonzada al pensar que prácticamente había estado babeando–. No he hecho nada. Eres tú el que me mira como si…

–¿Como si no pudiera dejar de pensar en lo que pasó anoche? –terminó Max la frase por ella–. Porque no he podido. Y tú tampoco.

Darcy no podía decir nada porque tenía razón. Había sido una ingenua al pensar que podía experimentar un momento como ese con Max Fonseca Roselli y olvidarlo, como un incidente aislado y sin importancia.

Pero podía lidiar con ese deseo. Podía controlarlo. Lo que no podía entender era que Max siguiera deseándola.

Él miró su reloj y dijo con tono seco:

–Llegaremos tarde. No podemos hablar de esto ahora –murmuró, tomándola del brazo para entrar en el coche sin que ella pudiera protestar.

Hicieron el viaje al restaurante en un silencio tenso. Darcy no lo miraba, temiendo lo que pudiera ver si lo hacía. No podría soportar su ardiente mirada en ese momento.

Pero una cosa estaba clara: le entregaría su carta de renuncia antes de que el contrato con Montgomery estuviese firmado. No podía seguir trabajado para Max, pero estaba segura de que a él no le haría gracia saber eso en aquel momento.

El coche se detuvo delante de uno de los restaurantes más exclusivos de Roma. Los meros mortales tardaban más de seis meses en conseguir mesa, pero Max no tenía ese problema.

Le ofreció su mano para salir del coche y, aunque Darcy quería evitar cualquier contacto físico, tuvo que aceptarla o arriesgarse a trastabillar sobre los tacones.

Max seguía sujetando su mano cuando escucharon una voz alegre a su lado:

–No me habías dicho que ibas a venir acompañado.

Él la tomó del brazo mientras se daba la vuelta para enfrentarse con su Némesis.

Cecil Montgomery era considerablemente más bajo que Max, y considerablemente mayor, con el pelo casi blanco. Sus penetrantes ojos azules tenían un brillo de acero, pero exudaba simpatía y la primera impresión resultaba agradable. Había una mujer alta a su lado, elegante y refinada, con un rostro simpático y unos ojos de color gris oscuro, el pelo plateado sujeto en un moño clásico.

–Os presento a mi mujer, Jocasta.

–Encantada –Darcy estrechó la mano de Montgomery y después la de su mujer.

Cuando entraban en el restaurante se dio cuenta de que Max no la había presentado como su secretaria. ¿O lo había hecho y no lo había oído?

Ella nunca había hablado con Montgomery, ya que Max se comunicaba personalmente con él, de modo que era posible que siguiera pensando que era su cita. Y eso la hizo sentir irritantemente sofocada.

Dejaron los abrigos en el guardarropa y el maître los acompañó a la mesa, las mujeres caminando delante de los hombres. El restaurante destilaba lujo y exclusividad. La decoración no habría estado fuera de lugar en Versalles, y hasta el murmullo de conversaciones resultaba elegante. Darcy reconoció a varios políticos italianos y a una estrella de cine.

Jocasta Montgomery la tomó del brazo y dijo en voz baja, con su melodioso acento escocés:

–No sé tú, querida, pero estos sitios siempre me hacen sentir el abrumador deseo de tirar comida por todas partes.

Fue algo tan inesperado que Darcy soltó una carcajada.

–Te entiendo, es una incitación a la rebelión.

Llegaron a una mesa redonda, la mejor del local, y tomaron asiento. Para sorpresa de Darcy, la conversación resultó fluida y agradable. Max y Montgomery hablaban de las fluctuaciones del mercado y de los recientes escándalos. Y entre los entrantes y el primer plato, Jocasta empezó a hablar sobre Roma y qué cosas le gustaban de la ciudad.

Todos intentaban disimular que aquella cena era en realidad sobre si Montgomery iba o no a poner su precioso negocio en manos de Max hasta que sirvieron el café después del postre.

Darcy disfrutaba tanto charlando con Jocasta que casi había olvidado por qué estaban allí, pero empezaba a notar una tensión casi palpable en el ambiente y Max parecía tenso.

Era desconcertante reconocer cómo percibía su tensión mientras Montgomery lo miraba por encima de su taza de café, antes de dejarla suavemente sobre el plato.

–La cuestión es que no imagino a nadie mejor que tú para manejar mi patrimonio y hacerlo crecer en el futuro. Como sabes, me interesa mucho la filantropía y el trabajo de tu hermano me ha inspirado.

Max hizo una inclinación con la cabeza.

–Gracias.

–Mi única reserva es… que llevas una vida de soltero –Montgomery miró a Darcy con gesto de disculpa–. Yo he trabajado siempre pensando en la familia. La mía sobre todo, claro, pero también para beneficiar a otras. Y eso no habría ocurrido si no tuviese fuertes lazos familiares. Pero tú, Max, tú vienes de una familia rota. No te has hablado con tu hermano mellizo durante años y no tienes relación con tu madre.

Darcy miró de uno a otro sin entender. ¿Max y su hermano eran mellizos?

Vio que una vena latía en su sien, cerca de la cicatriz, que destacaba sobre su piel morena. La cicatriz que le habían hecho porque su madre se había desentendido de él, dejándolo indefenso en la calle.

–Veo que has estado investigándome –el tono de Max parecía amistoso, pero Darcy notó una peligrosa tensión.

Montgomery se encogió de hombros.

–Imagino que tú también lo habrás hecho.

–Mi relación con mi hermano o mi madre no tiene nada que ver con mi capacidad para manejar tu patrimonio, Cecil.

Otro hombre se habría encogido ante el tono amenazador, pero no así Montgomery.

–No –respondió–. Creo que tienes razón, pero me preocupan los riesgos que estés dispuesto a asumir; riesgos que podrías no asumir si tuvieras una perspectiva distinta de la vida. Mi temor es que, basándote en tu experiencia, podrías estar en contra de los valores sobre los que yo he levantado este patrimonio, y que eso influirá en la toma de decisiones porque solo tienes que preocuparte de ti mismo.

Darcy tuvo que tragar saliva. Cecil Montgomery acababa de diseccionar la vida de Max con despiadada y acusadora frialdad; y eso despertó un inquietante sentimiento protector, una absurda necesidad de defenderlo.

Incluso Jocasta Montgomery había puesto una mano en el brazo de su marido y le decía algo al oído.

Darcy miró a Max, que había dejado su taza sobre el plato.

–Tienes razón en casi todo, Cecil –dijo sonriendo, pero era una sonrisa fría, dura–. Provengo de una familia rota y mi hermano y yo sufrimos mucho por culpa de unos padres a quienes importaba un bledo nuestro bienestar.

–Por favor –lo interrumpió Jocasta–. No tienes que explicar…

Pero Max levantó una mano, sin dejar de mirar a Montgomery.

–He dicho que tu marido tiene razón en casi todo. Pero hay una cosa que no ha salido en tu investigación.

Montgomery enarcó una ceja.

–¿Qué me he perdido?

Para sorpresa de Darcy, Max tomó su mano y la apretó con fuerza.

–Ella. Puedes ser el primero en felicitarnos por nuestro compromiso.

Darcy podría haber disfrutado de la cara de sorpresa de Montgomery, pero temía que sus propios ojos se hubieran salido de las órbitas.