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Una noche prohibida Kim Lawrence Solo quería una noche prohibida con su jefe griego… El heredero del jeque Lynne Graham Él estaba preparado para reclamar a su heredero. ¿Estaría ella preparada para ser su reina? Con tu amor me basta Kali Anthony Ella necesitaba un escándalo, y él podía proporcionárselo... Enamorado de la joven misteriosa Sharon Kendrick Su acuerdo estaba fuera de control y, cuando se quisieron dar cuenta, ya estaban en la cama.
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 368 - octubre 2023
I.S.B.N.: 978-84-1180-470-7
Créditos
Índice
Una noche prohibida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Si te ha gustado este libro…
El heredero del jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Con tu amor me basta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Enamorado de la joven misteriosa
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EN EL momento en el que salió del insonorizado santuario de su despacho, Zac se sintió agobiado por el desquiciante estruendo. La burbuja de silencio en la que había estado hasta entonces le había creado una falsa sensación de seguridad.
–¡Theos! –exclamó mientras apretaba los dientes.
Era insoportable. Mientras recordaba la escena de su primer encuentro con el bebé, se preguntó cómo algo tan pequeño podía causar tanto ruido. En el momento del encuentro, no había habido ruido, pero el silencio se había visto roto por la voz de la mujer que tenía entre sus brazos un bulto muy pequeño. La trabajadora de servicios sociales le había entregado al niño y Zac, al que le encantaban los desafíos, se había quedado totalmente helado, con los brazos a ambos lados del cuerpo. Aquel desafío era demasiado para él.
Después, la niñera se había hecho cargo del bebé y el momento había pasado. Dudaba que nadie se hubiera dado cuenta de que se había enfrentado a su primera prueba y había fallado. Él sí. Lo único que había visto era un montón de cabello oscuro contra la manta en la que el bebé estaba envuelto. Zac no sabía si se parecía a su padre o a su madre; aún no había entrado en la habitación del bebé. Había estado retrasando lo inevitable. Sin embargo, sus sentimientos, su ira, aún estaban muy recientes. Además, ¿en qué iba a beneficiar al bebé con su presencia?
Estaba completamente comprometido a que a Declan, el niño, no le faltara nada a excepción, por supuesto, de una madre y de un padre. Apartó la debilidad antes de que esta pudiera adueñarse de él. Era mejor que invirtiera toda su energía en el presente, que implicaba llantos inconsolables y una constante privación de sueño. Resultaba que el consejo de la niñera para prescindir de los servicios de la enfermera nocturna tras solo dos noches había sido demasiado optimista y prematuro. El bebé no había parado de llorar desde entonces.
A pesar de que la mujer le aseguraba constantemente que el bebé no estaba enfermo y que la situación era normal, Zac había optado por pedir una segunda opinión. Un pediatra de reconocido prestigio que el propio médico de Zac le había recomendado terminó dándole la razón a la niñera.
Si los últimos días le habían enseñado algo era que el esfuerzo para acallar el llanto de un bebé de seis semanas era inútil. En realidad, Declan tenía todo el derecho a expresar con fuerza su tristeza, dado el terrible comienzo que había tenido en la vida.
Evitó echarse a correr. Se dirigió caminando tranquilamente hacia la puerta del ascensor privado que le daba acceso al ático que ocupaba cuando estaba en Londres. Realizó algunos desvíos en la ruta para evitar las señales que indicaban que había uno más en la casa, que antaño había resultado relajante, perfecta en su amplia y blanca simplicidad nórdica. En aquellos momentos, parecía haber ropa, juguetes y objetos del bebé por todas partes.
A Zac le gustaba el orden por encima de todas las cosas. Su vida estaba perfectamente dividida entre el trabajo y los asuntos privados, que no se solapaban nunca. Esta era una de las razones por las que nunca había querido tener hijos propios. Aquello no había cambiado a pesar de haber tenido que convertir una de las suites para invitados en una habitación infantil y otro de los dormitorios en uno para la niñera. Por suerte, aquel niño no portaba su defectuoso ADN, con lo que, incluso con él como padre, el pequeño tenía una oportunidad.
Aún no había podido asimilar que Liam y su joven esposa ya no estaban. Parecía surrealista y él estaba demasiado preocupado afrontando la realidad de ser tutor de un recién nacido como para pararse a pensar siquiera en ello. Mejor. Así evitaba que la ira se adueñara de él.
Menudo desperdicio.
Si Liam hubiera sabido lo que iba a ocurrir, que él y su hermosa y alegre Emma no estarían para cuidar de su hijo, habría tomado una decisión menos sentimental y más práctica a la hora de elegir tutor para su primer, y desgraciadamente único, hijo.
Sin embargo, Liam siempre se había dejado llevar por los impulsos del corazón. La primera vez que Zac lo vio, Liam era estudiante como él mismo y había estado vaciándose los bolsillos para llenar la lata de la organización benéfica que el resto de los estudiantes fingía no ver. Zac se acercó a él cuando vio a Liam contando monedas y percatarse de que no tenía suficiente para pagar la cerveza que se estaba tomando. Liam esbozó una sonrisa y brindó por Zac para después nombrarle su ángel guardián.
Los dos aún estaban estudiando cuando Liam se convirtió en el primer empleado de Zac. Este se percató de que había un hueco en el mercado y compró su primera casa para alquilar a estudiantes acomodados sin problemas de dinero.
Algo más tarde, Liam empezó su propia empresa de desarrollo tecnológico. Zac fue su primer cliente, no porque fuera el ángel guardián de su amigo, sino porque Liam era el mejor en lo que hacía. Zac tenía un punto de vista muy pragmático y consideraba que los sentimientos y los negocios no debían mezclarse. Tal vez por eso la gente consideraba que era un hombre implacable. No le importaba en absoluto. De hecho, esa reputación iba con frecuencia a su favor.
Desgraciadamente, no parecía que hubiera habido ángel guardián alguno cuidando de Liam y Emma cuando el conductor de un camión articulado sufrió un ataque al corazón y se saltó la mediana de la carretera.
Toda la familia desapareció en un instante. Bueno, en realidad no. El bebé prematuro que habían tenido recientemente no había recibido el alta con su madre. Si no, él también habría muerto en el accidente.
Zac estaba a pocos metros de la puerta, valorando los pros y los contras de mudarse a un hotel hasta que el bebé dejara de llorar cuando, de soslayo, se percató de la colorida exhibición que había sobre la pared. Podía ignorar muchas cosas, pero había ciertos límites.
Abrió la boca para llamar al único hombre que se ocupaba de su vida doméstica y, de repente, se lo encontró a su lado. Si Zac creyera en ciertas cosas, hubiera dicho que Arthur tenía poderes psíquicos, pero en realidad en lo único en lo que su mayordomo creía era en la eficiencia. El exmilitar tal vez había ganado algunos centímetros en la cintura, pero no había perdido ni un ápice de su porte militar ni de su capacidad para resolver problemas.
–Un momento, señor.
Zac observó cómo Arthur se quitaba unos tapones de los oídos.
–¡Vaya! ¿Por qué no se me había ocurrido a mí eso? Eres un genio.
Arthur le dedicó una modesta sonrisa.
–¿Algún problema?
–¿Qué es eso? –le preguntó Zac señalando la pared con un gran desprecio.
–Tarjetas de cumpleaños. Muchas felicidades, señor.
Zac se había olvidado de que era su cumpleaños. En realidad, no lo había celebrado desde que cumplió dieciocho años, pero su familia no parecía creérselo y, todos los años, los sobres llegaban puntualmente. Junto con las fiestas sorpresa y las invitaciones a cenar, que solían implicar globos de colores, discursos y la inevitable candidata perfecta. Zac, o más bien Arthur, se ocupaba siempre de que los días cercanos a su cumpleaños estuvieran siempre reservados con eventos.
–¿Estás intentando hacerte el gracioso?
–No, señor. Simplemente trato de aliviar una situación algo tensa –respondió el hombre, esbozando un gesto de dolor cuando otro grito resonó con fuerza.
Zac compartió su dolor.
–La doncella es nueva. Pensó que estaba mostrando iniciativa –añadió secamente–. He quitado la pancarta de la biblioteca y los globos que su hermana… –se interrumpió un instante, frunciendo el ceño por la concentración.
–No importa cuál –lo interrumpió Zac rápidamente. La lista de posibilidades era muy larga.
En ocasiones, de hecho, parecía interminable. Se comparaba con Liam, que no tenía ningún familiar vivo, cuando él los tenía en abundancia. No le faltaban hermanas, y al pensar en los sobrinos, en ocasiones fallaba a la hora de emparentar al niño con los padres correspondientes. Además, la tribu parecía estar muy unida y trataba de atraer a Zac hacia su círculo social, que se había ido haciendo cada vez más grande a medida que los años iban pasando.
Su medio hermana más pequeña tenía diez años y su hermanastra de más edad veintinueve. La mayor y las que había entre medias tenían varios hijos propios de sus matrimonios y otros que habían aportado sus parejas.
Zac trataba siempre de apartarse del lío de divorcios, segundos matrimonios y varias reconciliaciones que componían las vidas de sus hermanas, no porque no le importara su familia, sino porque eran incapaces de reconocer los límites. Lo compartían todo y él, con su incapacidad para relacionarse, les hacía daño. Por lo tanto, los dos lados de la ecuación se beneficiaban de una cierta distancia emocional.
La idea de presentarles a su familia a cualquier mujer con la que él compartiera su cama suponía la peor de sus pesadillas. Lo de compartir la cama le iba muy bien a Zac. Les había intentado explicar a su familia en incontables ocasiones que él no tenía deseo alguno de tener una compañera con la que compartir su vida, pero ellos no hacían más que insistir en que él cambiaría de opinión cuando hubiera encontrado a la persona adecuada.
Su madre había encontrado a esa persona en Kairos, el padrastro de Zac, y solo había que mirar cómo había terminado aquella relación. Aunque Zac había sido demasiado joven para recordar los detalles, tenía aún grabados los gritos y las peleas. El silencio posterior era aún peor, por lo que Zac estaba totalmente seguro de que aquella no era una experiencia de la que quisiera disfrutar.
Estaba dispuesto a admitir que había matrimonios muy felices, pero le parecía que, para llegar a ese punto, había que besar a muchas ranas y pagar a muchos abogados para formalizar los divorcios.
Después del divorcio, Kairos, se casó por segunda vez y disfrutaba, o al menos lo parecía, de un matrimonio muy feliz. Había tenido cuatro hijas con su segunda esposa. Kairos nunca lo había tratado a él de un modo diferente, pero Zac siempre había sabido que lo era. Él no era hijo biológico de Kairos. Por eso, había dado un paso atrás, se había mantenido aparte y había seguido con su vida en vez de fingir que era parte integral de aquella familia tan feliz.
Todo el mundo sabía que Kairos no era su padre biológico y, en ocasiones, la prensa especulaba sobre quién era el verdadero padre de Zac. ¿Conseguiría algún avezado periodista algún día seguir las miguitas que conducían a la jugosa verdad?
Estaba preparado, pero sabía que su madre no. El rostro que ella presentaba ante el mundo no dejaba sospechar su vulnerabilidad. Escapar del padre de su hijo para salvarlo a él había sido el gesto de una mujer valiente, orgullosa. Si se terminaba conociendo la historia, la gente la vería como una víctima y Zac sabía que esa era la peor pesadilla de su madre.
Solo Kairos, Zac y su madre conocían la verdad, por lo que nadie más sabía lo generoso que había sido Kairos cuando trató a Zac como si fuera su propio hijo. Aceptar al hijo de otro hombre era un acto de bondad, pero hacerlo con el hijo de alguien como… Para eso, había que ser un gran hombre y, sin duda, su padrastro lo era.
Estrictamente hablando, Zac hubiera debido dividir su tiempo en partes iguales entre su madre y su padrastro cuando era un niño, pero, en la realidad, no había sido así. Los siguientes tres esposos de su madre no habían considerado que su presencia fuera un beneficio y Zac lo comprendía. Con trece años ya medía un metro ochenta y siguió creciendo. Si a eso se le añadía su angustia adolescente y un fuerte sentimiento de protección hacia su madre, comprendía perfectamente que su presencia no hubiera resultado muy relajante.
Esa situación había significado que había pasado más tiempo con Kairos en Grecia, dado que allí era donde vivía el multimillonario griego. La cantidad de tiempo que pasaba con su madre y las hijas que ella tuvo con cada uno de sus esposos fue muy limitada.
Con siete hermanastras y medio hermanas, el número de sobrinos iba creciendo cada año y todos, incluso los que aún no sabían escribir, le enviaban tarjetas de cumpleaños y de Navidad.
–Lo siento, el ruido es… –dijo. Respiró profundamente. Ni siquiera un hacedor de milagros como Arthur podía evitar que el niño llorara.
Cuando Arthur no lo miró a los ojos y se aclaró la garganta, Zac supo que no había buenas noticias.
–Sobre lo del ruido, señor…
–Sí, lo sé. Voy a tener que hablar de nuevo con la niñera.
–Desgraciadamente, la niñera acaba de presentar su renuncia. Aparentemente, tiene un problema familiar.
Zac cerró los ojos y contó hasta diez muy lentamente. Sabía que no le serviría de nada, dado que ni siquiera contando hasta diez mil encontraría una solución.
Liam ya no estaba.
–¿Señor?
Zac sacudió la cabeza como para liberarse de un pensamiento que aún era incapaz de comprender. El entierro no parecía haberlo hecho más real, pero lo era. Zac se había roto la pierna jugando al fútbol en una ocasión y había salido andando del campo. En su opinión, había que superar el dolor. Sin embargo, aquel era muy diferente. Aquel dolor era visceral.
Después de mucho trabajar, Liam había conseguido vivir su sueño con la empresa que había construido desde la nada, con su dulce esposa y por fin, con el niño que tanto había anhelado. Todo se le había arrebatado en un abrir y cerrar de ojos.
¿Cómo era posible que la gente aún creyera en los finales felices y que siguiera buscando el amor cuando, en opinión de Zac, enamorarse parecía significar una tremenda desilusión o una pérdida?
La última vez que habló con Liam, este se dirigía al hospital para recoger a Emma.
–Ya sabes que, en cuanto la vi entrar en aquel bar, te dije que me casaría con ella –le había dicho Liam en aquella ocasión.
–Es cierto y yo me eché a reír –le había respondido Zac. Porque solo los necios y Liam creían en el amor a primera vista.
–Em también se echó a reír. Pensó que yo estaba loco –le había respondido Liam, mientras hablaba con mucho afecto sobre su esposa–. Emma no quiere regresar a casa sin el bebé, pero en el hospital quieren que tu ahijado se quede unos cuantos días más. Porque quieres ser su padrino, ¿verdad, Zac?
Una tarjeta de cumpleaños cayó al suelo de repente. Zac se inclinó para recogerla. La aplastó con la mano para conseguir que la voz de su amigo se desvaneciera mientras se preguntaba si alguna vez dejaría de recordar aquel momento.
Una absoluta tristeza se apoderó de él mientras se metía la tarjeta arrugada en el bolsillo del pantalón antes de indicar el resto.
–Tíralas a la basura, ¿de acuerdo?
–Por supuesto. ¿Y de la niñera?
–Ponte en contacto con la agencia… No. Yo lo haré.
Le proporcionaría cierta compensación hacerles saber a los dueños de la agencia lo poco satisfecho que estaba de sus servicios.
Ya en el aparcamiento subterráneo, Zac acababa de ponerse al volante de su exclusivo automóvil cuando recibió una llamada de teléfono. Miró la pantalla y apagó el motor antes de poner la llamada en manos libres.
–¿Te pillo en mal momento?
–No, está bien, Marco.
Liam había sido el primer empleado de Zac y Marco había sido su primer inquilino en los días lejanos ya de la universidad. Ambas habían sido las únicas dos amistades que habían sobrevivido a la transición de la vida estudiantil al mundo real.
–Siento no haber podido ir al entierro, Kate…
–Liam lo habría comprendido –lo interrumpió Zac inmediatamente.
El príncipe heredero Marco Zanetti iba siempre directo al grano, una característica de su amigo que a Zac siempre le había gustado.
–Necesito tu ayuda, Zac. Sé que en estos momentos tienes más que suficiente y encima con el bebé, pero… Por cierto, ¿cómo te va?
–Estamos en ello.
–Si no puedes o no te sientes capaz, solo tienes que decirlo.
–No te preocupes, estaré bien –le prometió Zac secamente, sabiendo perfectamente que, si la situación hubiera sido al revés, el príncipe del Reino de Renzoi haría cualquier cosa por él sin realizar pregunta alguna. Zac tenía pocos amigos. Uno menos en aquellos momentos.
–¿En qué te puedo ayudar?
Marco se lo contó. Zac escuchó atentamente todo lo que su amigo tenía que decirle antes de responder.
–¿Entonces Kate fue adoptada?
La imagen de la espectacular esposa pelirroja de su amigo se le vino a la cabeza.
–¿Y nunca supo que tenía una hermana melliza? Pues menudo descubrimiento.
–Es su gemela. Cuando el matrimonio de sus padres se rompió, ella se quedó con su padre mientras que Kate se iba a vivir con su madre.
–¿Y cómo lo decidieron? ¿A pares o nones?
Zac no podía decir que tuviera padre, pero, para él, la idea de que unos padres se dividieran la familia como si fuera una colección de discos era incomprensible.
–Yo también me he hecho la misma pregunta –admitió Marco–. Según hemos podido averiguar, la madre estaba desesperada por quedarse con las dos niñas, pero el padre amenazó con presentarle una demanda por la custodia de las dos. El muy canalla admitió durante la última conversación que tuvimos que solo lo hizo para castigar a la madre. Le aseguró que conseguiría que no pareciera apta y se quedaría con las dos.
–Seguramente ese hombre no habría tenido posibilidad alguna.
–Probablemente no, pero la madre sabía lo convincente que podía ser y no quería arriesgarse a perder a las dos niñas. Tuvo que tomar una decisión terrible.
–¿Ha muerto?
–Sí. Y entonces él se negó a aceptar a Kate. Parece que, según él, siempre estaba llorando y gritando. Irónicamente, aquella separación había resultado ser afortunada para Kate porque la familia que la adoptó fue excepcional y ella tuvo una infancia muy feliz.
–Parece que ese hombre es un encanto…
–Pues resulta que ese hombre… ya no puede decir nada al respecto.
–¿Me estás diciendo que Kate quiere encontrar a su hermana y que quieres que yo la localice? –le preguntó Zac mientras fruncía el ceño.
Marco tenía recursos a su alcance que pocos podían igualar. Solo se le ocurría que el príncipe quisiera que otro llevara la búsqueda para evitar que hubiera filtraciones en palacio.
–Es Kate quien tiene que decidir si quiere ponerse en contacto con ella o no. Nosotros, o al menos yo, sabemos dónde está y, sobre el papel, no hay nada que sugiera que ella… que ella…
Zac ayudó a su amigo.
–¿Es como su padre?
El asunto de la mala genética le era muy conocido a Zac. Él se había pasado toda la vida observándose para ver si tenía señales de una debilidad heredada.
Si su cuerpo contenía un monstruo latente, lo más probable sería que él no se diera cuenta o, incluso aunque fuera así, ¿qué podría hacer al respecto? Zac era lo que era.
–Esta situación de Kate con su padre biológico le ha disgustado mucho y no quiero que vuelva a ocurrir algo así otra vez. Su embarazo no está resultando fácil y quiero asegurarme antes de darle todos los detalles.
–Entonces, quieres que yo vea cómo es esa mujer y, si considero que puede suponer algún problema, le pague para que desaparezca. ¿Es eso?
–¡No, no, Zac! No quiero que le pagues nada –replicó Marco totalmente escandalizado. El matrimonio sí parecía haber cambiado a su amigo.
¿Significa eso que el matrimonio cambiaba a todos los hombres? Zac no tenía intención alguna de probar personalmente aquella teoría.
–Yo no quiero mentirle a Kate. Nuestra relación se basa en la honestidad. Solo quiero que Kate, en esta ocasión, sepa a lo que atenerse. Que esté preparada y que no haya sorpresa alguna. Se va a poner furiosa conmigo por esperar hasta después del nacimiento. Sin embargo, me preocupa su tensión arterial. Estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario si es para que Kate y el bebé estén a salvo.
–Si hubiera algún secreto vergonzoso que tu equipo no…
–No te estoy pidiendo que busques basura –le espetó el príncipe–. Tengo informes, pero no me cuentan toda la historia. El padre no tenía registro alguno, simplemente se fue abriendo paso en la vida mediante engaños. Su hija podría haber heredado alguna de esas características.
Zac comprobó que su amigo había decidido que los parecidos tenían que ver más con el trato diario que con el ADN, dado que, en ese caso, su propia esposa también podría haberlos heredado.
–Mi padrastro es un santo. A mí no se me ha pegado nada, Marco.
–Bueno, tienes tus momentos. Sé que tú fuiste el inversor anónimo que sacó a Liam adelante cuando empezó con su empresa y estuvo a punto de perderlo todo.
–Yo sabía que Liam saldría adelante. Te aseguro que no hubo ni riesgo ni altruismo de por medio.
–No te preocupes. No le diré a nadie que tienes corazón.
Zac no pudo ocultar su impaciencia.
–Mira, Marco, no veo qué es lo que voy a poder descubrir, a menos que salga con ella y…
La voz de Marco recuperó un tono muy serio. Cuando respondió, esta sonó fría como el hielo.
–No quiero que salgas con ella, Zac. Eres el último hombre en el mundo al que… Eso cambiaría el juego. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? –le preguntó Marco.
Zac no se ofendió en absoluto por el tono de la voz de su amigo y no vio motivo alguno para defender su reputación ni para señalar que, a pesar de tener sus fallos, no era un rompecorazones. Nunca había salido con una mujer que buscara algo más que sexo junto a él. En realidad, él tampoco querría que un hombre como él saliera con una cuñada suya.
–Está bien. Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga?
–Quiero que averigües si es de verdad. Si su personalidad es… Da la casualidad de que tú estás en la posición perfecta para observarla, Zac.
Zac sonrió al pensar en lo que implicaba el uso de la palabra «observar». Era mirar, no tocar. Marco no tenía por qué preocuparse. Había suficientes mujeres en el mundo como para prendarse con una que viniera con complicaciones.
–No veo cómo.
–Trabaja para ti.
–¿Estás seguro? –le preguntó Zac atónito. Las pelirrojas destacaban mucho y, si además era idéntica a Kate, el parecido no le habría pasado desapercibido.
–Sí. Es puericultora en una de las guarderías para tus empleados. Por eso te había preguntado si podrías observarla. Ver qué clase de reputación tiene. Ya sabes si es de fiar… ese tipo de cosas. Quiero comprobar si podría hacer que Kate fuera…
–¿Infeliz?
–Exactamente. Por eso te pido que seas imaginativo.
–Te aseguro que puedo serlo. Entonces, ¿eso de puericultora es como una especie de niñera?
–Supongo que sí.
–En ese caso, déjalo de mi cuenta.
–Gracias, Zac.
–De nada. Dale un beso de mi parte a Kate.
Zac cortó la llamada. Tenía una sonrisa en los labios. Podría matar dos pájaros de un tiro. Mientras no hubiera sexo de por medio, dudaba que a Marco le importaran mucho sus métodos.
Él necesitaba a alguien que cuidara de su ahijado y Marco un análisis de personalidad. Las dos necesidades se complementaban a la perfección.
ROSE!
Rose, que se estaba poniendo una cazadora vaquera de estilo oversize mientras avanzaba por el pasillo, sintió la tentación de fingir que no había oído nada. Sin embargo, su conciencia se lo impidió.
–Hola, Jac –dijo mientras observaba cómo su inmediata superior en la guardería, que estaba embarazada de siete meses, se acercaba lenta y pesadamente a ella. Si lo que Jac tenía que decirle estaba relacionado con un turno extra, se negaría. Sin embargo, las oscuras sombras bajo los ojos de Jac hicieron temblar su determinación.
Sabía que al final no lo haría. Era plenamente consciente de su incapacidad para decir no. Además, cuando la excusa que se le presentaba tenía que ver con la mala suerte, estaba vendida.
Por otra parte, el lado positivo de todo aquello era que, al trabajar más horas, su nómina sería también más suculenta, lo que le venía muy bien. Ya no tenía la seguridad que le proporcionaba el pequeño fondo que tenía para las urgencias. Su padre había aparecido de la nada y le había dicho que les debía dinero a algunas personas, unas personas con las que era mejor no tener relación.
Una vez más, aunque la historia probablemente era mentira, no había podido negarse. Era su padre. ¿Cuándo se daría cuenta por fin de que la línea que separaba la realidad de la ficción con su padre estaba siempre algo borrosa?
Había mirado a los ojos de su progenitor antes de que él se cubriera el rostro con las manos y solo había visto sinceridad, lo que en realidad significaba muy poco. A él se le daba tan bien reorganizar su verdad que Rose sospechaba que su padre había terminado por creerse sus propias mentiras. Sin embargo, era su padre, así que nunca le podía decir que no. Le había entregado sus ahorros sabiendo que, a pesar de que él le había prometido que se los devolvería sin falta, no volvería a ver su dinero.
Su padre nunca iba a cambiar, por lo que, la única opción que le quedaba a Rose era trabajar en su propio cambio. Parecía muy sencillo, pero cambiar los hábitos de toda una vida era algo difícil de conseguir.
A pesar de la edad, su padre seguía siendo un hombre atractivo, elegantemente vestido. Un príncipe encantador cuando había alguien a quien impresionar. Por eso, Rose nunca se había visto impresionada por los hombres carismáticos. Cuanto más guapos o encantadores parecían, más distancia ponía ella. Gracias a su padre, Rose tenía cierta ventaja sobre las mujeres a las que estos atractivos seductores rompían el corazón o vaciaban sus cuentas bancarias.
En la vida de su padre siempre había habido una mujer. Algunas de las que habían vivido con ellos durante la infancia de Rose habían sido muy agradables. Otras, bastante menos, por lo que ella no se había entristecido en absoluto cuando se marcharon. A medida que se fue haciendo mayor, y más hermosa, había otras mujeres a las que les molestaba su presencia.
A su padre no le gustaban las tensiones en su casa, por lo que no se había opuesto en absoluto a que Rose se mudara a un pequeño estudio a la edad de diecisiete años, después de que ella hubiera renunciado a la idea de estudiar Medicina. Se había centrado en convertirse en puericultora, para lo que había aceptado un trabajo extra y poder complementar así el sueldo de camarera de bar.
Su padre había admitido que una chica de su edad le hacía sentirse viejo y había bromeado mientras le guiñaba el ojo que, para ella, vivir con su anciano padre, también le cortaba las alas a su estilo de vida.
Desgraciadamente, Rose no tenía ni idea de cuál era su estilo de vida. No era lo suficientemente cínica como para pensar que todos los hombres eran tan tóxicos. El problema era cómo diferenciarlos.
Eso sería un problema que podría resolver en otra ocasión. Jac acababa de llegar a su lado. Se recordó que debía ser firme y, por una vez en la vida, ser capaz de decir no.
–Ay, Rose, me alegro tanto de poder hablar contigo. Lo siento, pero… pero el jefe quiere verte en su despacho.
–¿Ahora? ¿Y no le podrías decir al señor Hewitt que…?
–No, no. A él no. Al jefe.
Rose sacudió la cabeza. Se sentía algo confusa.
–Al señor Adamos. Zac Adamos.
–Pero qué dices… –comentó Rose sonriendo–. Mira, tengo que marcharme, Jac y no…
Sin embargo, cuando observó el rostro de Jac vio que ella no sonreía.
–Hablo en serio, Rose. Ha pedido verte –añadió abriendo mucho los ojos–. ¿Qué es lo que has hecho, Rose?
Rose se sonrojó al darse cuenta de que, efectivamente, aquello no era una broma. Inmediatamente, su piel se volvió pálida como el alabastro. Fuera lo que fuera lo que estaba ocurriendo, no podía ser nada bueno. Y no se podía permitir perder su trabajo.
Una simple puericultora, que formaba parte del amplio personal de Adamos Inc., no solía recibir una invitación personal para acudir al despacho del presidente de la empresa. Ese privilegio, o ese castigo, según se mirara, se quedaba reservado para los directivos que estaban muy por encima del puesto de Rose. Ella frunció el ceño y trató de recordar algo que hubiera ocurrido últimamente y que pudiera explicar aquella invitación.
No se le ocurrió nada. Su conciencia estaba totalmente tranquila. Sin embargo…
Se encogió de hombros para tratar de deshacerse del pánico que se había apoderado de ella y se dijo que, con toda seguridad, habría una explicación totalmente mundana. Si ella hubiera sido una rubia, alta e impresionante, de piernas interminables, la situación podría haber sido diferente. No era así. Además, aunque ella hubiera sido la clase de mujer de imponente belleza con la que él solía relacionarse, todo el mundo sabía perfectamente que el señor Adamos no salía con sus empleadas.
–No… no he hecho nada… –tartamudeó–. Y… y no me puedo permitir perder este trabajo.
–Hay otros trabajos.
–Entonces, ¿de verdad crees que me van a despedir?
–Por supuesto que no –añadió Jac rápidamente–. Solo digo que, en ocasiones, un cambio es algo bueno. Un nuevo desafío…
–Me gusta trabajar aquí…
Rose adoraba su trabajo. Cada día era diferente, porque precisamente esa era la naturaleza de trabajar con niños, pero también había una cierta familiaridad que la reconfortaba, algo de lo que ella había carecido en su infancia.
–A mí también, pero lo he pensado.
–¿Te marcharías de aquí? –le preguntó Rose muy sorprendida.
–Llevo aquí siete años y me siento un poco atrapada. Pensé que cuando las niñas empezaran la Secundaria, pero ahora con este… ¿quién sabe? Sin embargo, a ti no te lo impide nadie. No tienes a nadie. Por supuesto, eso no significa que no pudieras tenerlo si así lo desearas –añadió rápidamente al darse cuenta de lo que había dicho.
–Yo no tengo deseo de emociones fuertes o de una pareja –dijo Rose, pensando en las emociones que había experimentado ya en lo días en los que llegaba a casa del colegio y se encontraba que ya no había casa y que sus cosas estaban cargadas de mala manera en el coche de su padre o, en ocasiones, abandonadas en el lugar que hasta entonces había sido su hogar. Recordó también las notas que su padre le dejaba para informarle de que iba a pasar el fin de semana en París o en cualquier otro sitio y en las que le pedía que fuera una buena chica, que no abriera la puerta a nadie. Además, le dejaba diez libras para que se comprara algo de comida preparada.
En otras ocasiones, no había nota alguna.
En una ocasión, el fin de semana se transformó en diez días. Aún recordaba perfectamente el pánico que se había apoderado de ella cuando empezó a preguntarse si en aquella ocasión su padre no iba a regresar.
El esfuerzo de fingir en el colegio que todo iba bien le había hecho sentirse físicamente enferma. Había tratado de hacerse invisible, pero sus esfuerzos se vieron truncados una mañana cuando se desmayó, probablemente por estrés o por el hecho de tener hambre permanentemente. En esos días, solo se alimentó de sopa de lata y de judías en salsa de tomate.
Su padre regresó al día siguiente como si hubiera salido a comprar el pan.
Por esto, y por muchas cosas más, Rose tenía mala opinión de las emociones fuertes. Ella era, tal y como su padre le decía con frecuencia, aburrida. En ocasiones, añadía sus dudas sobre si él era en realidad el padre de Rose, por si a ella no le había quedado lo suficientemente claro la desilusión que suponía para él.
–Te echaré de menos si te vas.
–Seguramente, dentro de tres años tú tampoco estarás aquí. Habrás conseguido un trabajo mejor, habrás encontrado un novio guapo, tan guapo como tú…
–No lo estoy buscando.
–Ya me había dado cuenta –respondió Jac–. Me han dicho que no le gusta que le hagan esperar. Relájate, probablemente será una asistente o algo así con quien tendrás que hablar.
Rose se animó un poco. Jac tenía razón. Seguramente el señor Adamos habría delegado aquella conversación. No quería admitirlo, pero el alivio que sintió al pensar que no vería a Zac Adamos estaba relacionado con una conversación que había escuchado por casualidad la semana anterior entre dos mujeres que esperaban el ascensor junto a ella.
–Estoy temblando… Tengo unos sudores…
Rose, consciente del virus de gripe que estaba contagiando a todo el mundo, dio un paso atrás. Entonces, habló la segunda mujer.
–Es tan… sexy. Es increíble. Te golpea como un misil… Esa boca… Hmm…
–Yo daría cualquier cosa por trabajar en la última planta y poder verlo todos los días.
–En ese caso, no conseguirías trabajar nada –le replicó su amiga mientras las dos mujeres entraban en el ascensor.
Rose, que había identificado perfectamente a la persona a la que se referían, decidió tomar las escaleras. No solo porque era una opción mucho más saludable. Zac Adamos era peligroso. Comparado con él, su padre era solo un principiante. Recordó haber leído un artículo en que se decía que Zac Adamos era una leyenda viva. Ciertamente, la humildad y la modestia eran dos características que no se podían asociar con él.
Si no hubiera sabido que la alta e imponente rubia la estaba observando, solo un empujón podría haber hecho que Rose atravesara las puertas de la zona ejecutiva. Parecía que la mujer se había quedado petrificada al ver quién acababa de cruzar el umbral.
–Creo que se ha equivocado –le dijo la mujer, sin inmutarse, con voz gélida y altiva.
Rose deseó haberse equivocado efectivamente de planta, pero levantó la barbilla y le dio su nombre. No iba a arredrase por una mujer como aquella.
Al escuchar el nombre, la mujer levantó las cejas y consultó la pantalla de su ordenador.
–¿Usted es la señorita Hill?
Rose decidió que no iba a darle a aquella mujer la satisfacción de mostrarle la aprensión que sentía en aquellos momentos. Sonrió débilmente y, entonces, miró hacia el otro lado del despacho. Vio una pared de cristal y, detrás de ella, notó que un hombre se levantaba del escritorio al que estaba sentado, parapetado detrás de un montón de pantallas de ordenador que parecían dominar todo el espacio.
Resultaba impresionante en la pantalla de televisión, como si fuera una estrella de Hollywood. Rose le había visto en algunas ocasiones, pero él no parecía ser amigo de la notoriedad, por lo que las ocasiones en las que aparecía en los medios eran una rareza. Las entrevistas que daba eran escasas.
Desde el lugar en el que Rose estaba, comprobó que, probablemente, era el hombre más guapo que había visto nunca. Irradiaba poder y elegancia. Su rostro resultaba arrebatador desde cualquier ángulo, todos fascinantes e intrigantes a la vez. Nariz recta, perfecta, esculpidas mejillas, sensual boca… Además, el tono oliváceo de su piel se reflejaba perfectamente en su cabello, que se rizaba ligeramente en la nuca.
Lo que Rose nunca hubiera imaginado era que su oscura mirada estaba enmarcada por oscuras y espesas pestañas y que sus ojos podrían paralizar por completo las facultades de una persona.
Tampoco había imaginado que su rotunda masculinidad, la fuerza que emanaba de su fuerte cuerpo, no podía ocultarse por la perfecta confección de un traje hecho a medida y que esta podría hacer temblar a una persona incluso hasta lo más íntimo de su cuerpo.
«No, Rose… A una persona no. A ti. Y a tu cuerpo…».
Rose tardó un instante en reconocer la turbadora sensación del deseo recorriéndole todo el cuerpo.
Avergonzada y escandalizada, sacudió la cabeza para librarse de la niebla sensual que parecía haberle abotargado los sentidos. Entonces, se dio cuenta de que tenía la boca abierta. La cerró inmediatamente.
Se sintió profundamente avergonzada. Trató de recuperar una expresión de distante y cortés interés. Definitivamente, había sentido la explosión de un misil.
Pero no le interesaba.
Cuando por fin pudo pasar, trató de dirigir la mirada hacia un punto por encima del hombro izquierdo de él. Sin embargo, la mirada de aquellos ojos oscuros parecía tener cualidades hipnóticas. Ningún hombre debería tener unas pestañas tan largas.
DESPUÉS de que Arthur hubiera perdido aparentemente su toque mágico, Zac se había visto obligado a intervenir personalmente y suplicarle literalmente a la niñera, que ya estaba con su equipaje de pie junto a la puerta de la casa, que se quedara al menos aquella noche. Eso no le sentó nada bien. Además, se sentía muy irritado por la información que Marco le había enviado, con lo que le resultó muy fácil descargar todas sus frustraciones en la mujer que tenía frente a él.
A Zac no le gustaba que le ocultaran información y, en lo que se refería a su imparcialidad… Dejó escapar un suspiro. No podía culpar a Marco, dado que él no conocía el plan de Zac. La información adicional le habría resultado útil dado que no podía permitir que cualquiera entrara en su casa y tuviera acceso al bebé.
Por supuesto, Rose Hill tenía un expediente impecable, pero había vivido con su padre. Zac no había dejado de preguntarse en muchas ocasiones qué clase de hombre sería él si lo hubiera criado su propio padre. Por supuesto, no se podía comparar a un estafador de poca monta con un personaje adicto a las drogas brutal y violento que había estado convencido de que la solución más práctica a un embarazo no deseado era pegar a su novia embarazada.
Suspiró. Un poco antes, todo aquello le había parecido una situación en la que solo podía ganar, pero en aquellos momentos…
En el momento en el que ella entró en el despacho, descubrió que, más allá de las zapatillas deportivas, los vaqueros y una enorme camisola de colores sobre la que llevaba una cazadora de cuero demasiado grande para su menudo cuerpo, la mujer que tenía frente a él era idéntica a su elegante gemela, que era una mujer increíblemente hermosa.
Trató de buscar algo que las diferenciara, pero no lo encontró. Tal vez lo que le atraía era la profundidad de sus ojos, la sombra de misterio que se adivinaba en ellos o tal vez el hecho de que ella lo estuviera mirando a través de las pestañas… Fuera lo que fuera, la reacción de su cuerpo había sido espectacular. Había algo intangible en aquella mujer, algo que evitaba todos los circuitos lógicos del cerebro de Zac y estaba despertando sus instintos más básicos.
Levantó ligeramente los hombros y esbozó una ligera sonrisa. Se levantó y, con un gesto de la mano, le indicó a la mujer que se sentara. Por supuesto aquello era una complicación, pero estaba seguro de que podría controlarla.
Al contrario que algunos hombres, para él la atracción de la fruta prohibida no suponía un acicate añadido y nunca había tenido ningún problema para alejarse de tales complicaciones. Había muchas mujeres que no tenían pareja.
Mientras le observaba los jugosos y gruesos labios, se preguntó si aquella mujer tendría pareja o si su actitud hacia el sexo sería más relajada, como la suya propia…
Había algo en sus ojos, una vulnerabilidad que le hacía dudarlo. Seguramente, Marco lo sabría. Si era así, estaría incluido en la información que él había redactado para no influir en la opinión de Zac.
Rose era consciente de que Zac Adamos era un hombre muy alto y con un físico impresionante, del que se hablaba frecuentemente en muchos artículos. Siempre le había resultado divertido que los artículos sobre temas financieros incluyeran la altura, casi metro noventa, del hombre cuya opinión podía influir en instituciones financieras tan volátiles. Si hubiera sido mujer, también habrían añadido su edad.
Mientras se levantaba de su sillón, todos sus movimientos evocaban elegancia y poder. Rose sintió que el corazón se le aceleraba.
No se había sentado. Seguía mirándolo como si fuera un cervatillo deslumbrado por los faros de un coche. Zac no pudo evitar devolverle la mirada y preguntarse el aspecto que tendría el ámbar de sus ojos cuando estos se vieran nublados por la pasión, entrecerrados… Le costó un gran esfuerzo sacarse aquella pregunta del pensamiento y no lo consiguió con la suficiente premura para evitarle la incomodidad de una potente erección.
«¡Theos! ¿Eres un hombre o un adolescente?».
En vez de dirigirse a ella, permaneció detrás del escritorio y volvió a sentarse. Estiró las piernas y esperó, en parte porque estaba muy excitado, pero también porque, según su experiencia, la gente siempre tiene la necesidad de llenar un silencio. Ese silencio podría permitirle el acceso a más información que una andanada de preguntas.
Esa entrevista no fue una excepción. La mujer empezó a hablar. Tenía una voz profunda, atractiva, con un suave timbre.
–Yo… siento hacerle perder el tiempo. Creo que ha habido un error. Seguramente usted quería ver a otra persona…
–No. Es a usted a quien quiero –respondió Zac sin poderse resistir al juego de palabras.
Rose contuvo ligeramente la respiración y se mordió el labio. Le resultaba imposible ocultar su incomodidad, pero, al menos, no había apartado la mirada. Le reconfortaba saber que él desconocía la pecaminosa dirección que habían tomado sus pensamientos después de la interpretación que ella había hecho de aquellas inocentes seis palabras.
–Dígame. ¿Le gusta su trabajo?
–Me… me encanta.
–¿Le gusta trabajar con niños todo el día?
Rose asintió. El tono de voz que él había utilizado parecía sugerir que a él no le gustaban los niños. Ciertamente, resultaba difícil imaginárselo con manchas de dedos sobre el inmaculado traje. Era más fácil ver largos dedos con perfecta manicura quitándole la ropa…
–Entonces, ¿no tiene deseos de cambiar de trabajo?
Zac vio que la alarma se reflejaba en los ojos de su interlocutora. Esperó a que ella respondiera mientras se fijaba en su jugosa boca, que era otro detalle que no había tenido en cuenta en aquella ecuación tan particular.
Seguir por aquel camino sería una traición. La amistad era algo mucho más valioso que la lujuria, incluso si esta era tan visceral como la que estaba sintiendo en aquellos momentos. Tenía que refrenar su libido. Marco jamás se lo perdonaría.
Se aseguró que su falta de control se debía a la falta de sueño, pero no se convertía en una excusa que Marco pudiera aceptar. El instinto de protección del príncipe hacia su esposa seguramente se aplicaría del mismo modo a la gemela de esta.
–He estado leyendo su expediente… –dijo, para sorpresa de Rose–. Es impresionante. Señorita Hill, ¿le parece bien que la llame Rose?
Zac esbozó una ligera sonrisa, aunque su calculado encantado no se reflejó en sus ojos. Jamás se le había ocurrido que ella pudiera decir que no.
–Depende. Si va a despedirme, prefiero que no lo haga.
Zac parpadeó e, inmediatamente, soltó una carcajada. Sus rasgos se suavizaron y esto le hizo parecer mucho más joven. No duró. Un instante después, volvió a aparecer la mirada dura y calculadora.
–¿Acaso piensa que ha hecho algo mal, señorita Hill?
–No tengo ni idea de por qué estoy aquí…
–En ese caso, iré directo al grano. En primer lugar, no voy a despedirla. En segundo lugar, le voy a ofrecer un puesto de trabajo, aunque no se trata de un puesto indefinido, sino de algo más bien… temporal.
–¿De qué se trata?
–Necesito una niñera. Me he convertido en tutor de un bebé de seis semanas. Sus padres han muerto y la persona que tengo empleada para cuidar de él se marcha.
–Oh, lo siento mucho… Hay agencias para estos menesteres….
–Lo sé perfectamente –replicó él secamente. Se dio cuenta inmediatamente de que no iba a necesitar el plan alternativo que había elaborado por si fallaba el primer intento. Rose Hill tenía un punto débil y él lo había encontrado. Era una mujer muy empática. Sufría mucho con el dolor de los demás.
Zac no sintió remordimiento alguno a la hora de explotar aquella debilidad y dudaba que fuera el primero en hacerlo. No era asunto suyo cuántos hombres lo hubieran utilizado antes para meterse en su cama por medio de una lacrimógena historia. Por supuesto, él no sería uno de ellos. Marco no se lo perdonaría nunca.
–Sin embargo, el hecho de que yo me voy a mudar a Grecia complica mucho la situación.
–¡A Grecia! –exclamó ella. No fue consciente del anhelo que se reflejó en su rostro cuando se imaginó las blancas arenas, el mar azul y los cielos despejados. La historia de aquel país.
Zac prácticamente vio cómo se le aceleraba el corazón por debajo de la enorme cazadora de cuero. Bajo las capas de ropa, se imaginó una piel cálida y suave. Fue solo durante un segundo, pero lo suficiente para hacer que se sintiera impaciente con su falta de control y con lo que la había causado.
–¿Ha estado allí alguna vez?
–No. En realidad, nunca he estado en ninguna parte. Es decir, no he viajado mucho –contestó Rose.
–El apartamento en el que vivo en estos momentos no es el ambiente adecuado para un niño tan pequeño –explicó Zac. Hacía tiempo que había admitido que aquel era un problema, pero no había pensado que tuviera que solucionarlo de un modo inmediato. ¿Sería Grecia la solución realista y adecuada? Podría ser. Él se podía quedar en Londres de lunes a viernes y viajar a Grecia los fines de semana. Después de todo, un niño tan pequeño ni siquiera se daría cuenta.
–Entonces, ¿se va a mudar a Grecia?
–Tal vez no permanentemente, pero sí por el momento hasta que el bebé haya… establecido una rutina –añadió utilizando la misma frase que la niñera había empleado–. Necesito a alguien cualificado para que se haga cargo de…
–¿Por qué yo? –lo interrumpió ella a pesar de que, inmediatamente, se imaginó la reacción de Jac ante sus dudas.
«¡No preguntes por qué! ¡Aférrate a esa oportunidad! Viaja, gana dinero… ¿Qué es lo que no te gusta del plan? ¡Sal de tu zona de confort! ¡Ya va siendo hora!».
–No sabe si yo sería la persona adecuada para el puesto.
–Utiliza usted una técnica poco habitual en las entrevistas –afirmó él. Rose se sonrojó, pero no bajó la mirada.
–Esto no es una entrevista
–Cierto –admitió él–. Sin embargo, la situación sí que implica un largo proceso de selección y esto, contractualmente, simplificaría mucho las cosas. Usted ya trabaja para mí. No necesito referencias ni comprobaciones de seguridad.
–Lo siento, pero…
–¿No tiene a nadie que dependa de usted? ¿Sus padres tal vez?
–Bueno, mi padre está vivo, pero él no… no me necesita.
Hasta la próxima vez que le hiciera falta dinero o un lugar en el que dormir. Su padre jamás la encontraría en Grecia. Rose se avergonzó de aquel pensamiento y añadió con firmeza.
–Lo siento. Mi vida está aquí. No me interesa ir a Grecia. Jamás lo consideraría.
–Es una pena –suspiró Zac–. Sin embargo, sinceramente, tal vez sea la elección más adecuada. No es un bebé fácil, no duerme… Es casi como si supiera que está solo.
Rose sintió que se le hacía un nudo en la garganta cuando observó cómo él levantaba una mano para cubrirse los ojos. Solo porque no mostrara sus sentimientos, no significaba que no los tuviera. De repente, no pudo evitar sentir una gran empatía hacia él.
Controló el impulso de colocarle una mano sobre el hombro y se aclaró la garganta.
–No está solo. Lo tiene a usted.
–No sé nada, pero… aprenderé.
–Por supuesto que s-sí –dijo ella con un nudo en la voz.
Zac lo notó inmediatamente y supo que ya la tenía entre sus redes. Apartó la mano. Sus largos y elegantes dedos parecían haber captado toda la atención de Rose. Cuando Zac levantó la mirada, se esforzó por mostrar un aspecto sombrío, pero contenido.
–Bueno, gracias por su…
Se detuvo un instante. Se mesó el cabello oscuro con la mano y, casi como si se le acabara de ocurrir y se sintiera avergonzado por ello, añadió:
–Mire, seguramente no supondrá ninguna diferencia en su elección, pero, por lo repentino de la propuesta y por el cambio de domicilio, estoy dispuesto a ofrecerle una generosa compensación por el cambio de trabajo.
Acababa de lanzar el anzuelo. Lo único que le quedaba ya era recoger el sedal.
–No es el dinero…
Zac mencionó una suma que la dejó boquiabierta.
–Eso es mucho dinero –admitió Rose. Después de la visita de su padre, ni siquiera tenía un poco de dinero.
–No para mí.
No estaba presumiendo, solo constatando un hecho.
Zac observó atentamente el rostro de Rose Hill y logró contener su sensación de triunfo. Ella era una persona de buen corazón y Zac podría haber optado por tratar de ganar su compasión, pero se había decantado por el dinero. ¿Estaría esto en contra de la señorita Hill a ojos de Marco? No lo creía. Todo el mundo tenía un precio.
Rose respiró profundamente.
–Está bien. Lo haré, pero por la mitad de esa cantidad.
–¿Cómo ha dicho? –replicó él asombrado.
–Es demasiado.
Zac contuvo una sonrisa de incredulidad. Rose Hill tenía un precio, pero era relativamente bajo. La posibilidad de que la cuñada de Marco fuera una cazafortunas parecía bastante remota.
–Como desee.
–Grecia… –susurró ella asombrada–. Me voy a Grecia…
Rose siempre había viajado desde la seguridad del sillón de su casa, con un ordenador sobre las rodillas mientras planeaba viajes que nunca iba a poder permitirse. Además, aunque no hubiera sido así, no estaba segura de que hubiera tenido el valor suficiente para ir sola a todos aquellos lugares tan exóticos. Siempre pensaba en todo lo que podía ir mal. Seguramente, era resultado de la inestabilidad de su infancia, cuando su padre nunca había pensado en lo que podía salir mal y ella se había convertido, en palabras de su padre, en «la voz del destino».
–Me está ayudando en una situación muy difícil. Se lo agradezco.
Zac observó atentamente el rostro de Rose y vio como sus ojos dorados se nublaban. Cualquier persona que llevara los sentimientos tan a flor de piel parecía llevar un cartel en la espalda que decía Aprovéchate de mí.
Y eso era exactamente lo que Zac estaba haciendo.
Se recordó los motivos y trató de apartar el sentimiento de culpabilidad. Inmediatamente, se sintió molesto por sentir que tenía que justificar sus actos.
Rose tragó saliva para aliviar el nudo que se le había hecho en la garganta.
–¿Cómo se llama el bebé? –preguntó suavemente.
–Declan.
–Es un nombre precioso –afirmó.
–Sí –dijo Zac. Entonces, entrecerró los ojos para que ella no viera el triunfo que se reflejaba en su mirada–. ¿Tiene el pasaporte en regla?
–El pasa… sí… Creo que sí.
–¿Lo cree o lo sabe?
–Lo sé.
Al ver la dura mirada con la que él la observaba, Rose comenzó a tener dudas. No había rastro de la vulnerabilidad emocional que la había hecho cambiar de opinión.
–Entonces, ¿me lo…?
–Sí. Le haré llegar en breve todos los detalles.
Rose esperó unos instantes más, pero parecía que la entrevista había terminado. Zac Adamos se había encerrado por completo en sí mismo. Estaba escribiendo algo en su teléfono móvil mientras miraba intensamente la pantalla.
Mientras se preguntaba a qué se había comprometido, Rose recogió el bolso y se levantó. Se giró brevemente para observarlo. De repente, se le habían ocurrido todas las preguntas que debería haberle hecho, pero parecía que el momento había pasado. Zac Adamos estaba hablando en un idioma que no comprendía, probablemente griego.
Salió del despacho. Sus deportivas rechinaban sobre el pulido suelo de madera mientras que todas las preguntas que no había hecho le bullían en la cabeza como si fueran un enjambre de avispas.
Se estaba arrepintiendo. Había dado un salto a ciegas y no se sentía bien. La emoción que había sentido ante la oportunidad de viajar había dado paso a la ansiedad.
¿Por qué había aceptado? Sí, el dinero había sido un factor importante, pero lo había sido mucho más la necesidad de ayudar a alguien que lo necesitaba, aunque esa persona fuera Zac Adamos.
Trató de imaginarse a alguien diciéndole no al señor Adamos. Seguramente no había ocurrido algo así nunca.
La secretaria la ignoró cuando pasó a su lado, por lo que Rose hizo lo mismo. Se dirigió directamente al primer aseo que pudo encontrar y, una vez dentro, se inclinó sobre el lavabo. Se miró en el espejo y, entonces, comenzó a rebuscar entre los contenidos de su bolso, lo que suponía en sí mismo una aventura. Encontró por fin los analgésicos que buscaba. No eran los que solía tomar para las migrañas, pero esperaba que sirviera para librarse de aquel incipiente dolor de cabeza o, al menos, posponer la migraña.
Mientras se tomaba una pastilla, pensó en qué ocurriría si regresaba al despacho de Zac Adamos y le decía que había cambiado de opinión… ¿Había cambiado de opinión?
Rose suspiró. No era la clase de persona que se lanzaba sin pensar en las consecuencias. Era muy poco propio de ella tomar una decisión sin leer la letra pequeña.
–Solo serán unas pocas semanas –le dijo a su reflejo en el espejo. Entonces, frunció el ceño cuando recordó que no sabía exactamente cuántas–. Tal vez te guste –añadió. Entonces, suspiró profundamente–. Y ahora estoy hablando sola. No es un buen comienzo.
Sin saber por qué, pensó en el bebé y en el inicio que el pequeño había tenido en la vida. Le costaba imaginarse a Zac Adamos como un padre presente. Seguramente, el pobre bebé pasaría directamente de las niñeras a un internado.
Al darse cuenta de que estaba inventándose un escenario que arrojaba una luz poco favorable al griego simplemente porque él no le caía bien, Rose sintió una cierta intranquilidad. Normalmente no pensaba lo peor de la gente y, además, el hecho de que hubiera pensado en llevarse al pequeño a Grecia significaba que, al menos, estaba haciendo un esfuerzo. Debía de ser duro también para él. Había perdido a sus amigos y se había encontrado con un bebé. Ser padre soltero no era fácil, ni siquiera para alguien con tanto dinero como él. Sin embargo, rico o no, no se podía comprar el apoyo que se sentía al tener una pareja que compartiera las responsabilidades de ser padre.
Tal vez sí… Rose estaba segura de que alguna de esas bellezas de largas piernas con las que él salía, o, más, bien, con las que tenía relaciones sexuales, estarían encantadas de compartir esas responsabilidades si ello significaba lucir un enorme anillo en la mano.
Sabía que estaba siendo poco caritativa con aquellas mujeres, por lo que salió del aseo. Se cruzó con un par de elegantes mujeres, que la miraron fijamente sin que ella se percatara. En aquellos momentos, sus intrincados pensamientos no dejaban lugar para nada más.
EL ligero perfume de flores, aunque no demasiado empalagoso, permaneció flotando en el ambiente del despacho después de que ella se hubiera marchado. La atracción seguía presente, para que él la reconociera. Como si hubiera tenido opción, teniendo en cuenta que aún tenía una ligera erección…
Zac sabía que, incluso sin la línea roja de Marco, nunca haría nada al respecto. La gemela de la encantadora y serena princesa era la clase de mujer que él siempre evitaba. La clase de mujer que no consideraba el sexo como una transacción meramente física.
Estaba totalmente seguro de que a la pelirroja le iba más las relaciones profundas y con significado. Lo llevaba escrito en el rostro. En resumen, era la clase de mujer que su madre esperaba que conociera.
Tras volver a erigir sus barreras y colocarla exactamente donde Rose Hill encajaba en su esquema de las cosas, se sintió mucho más cómodo. Evidentemente, tendría que estar a su lado, pero solo para observarla… Eso era lo único que Marco quería.
Inmediatamente, tomó el teléfono para informar a su amigo de los progresos que había hecho.
–Entonces, ¿va a vivir en tu casa? Es la situación ideal.
No para Zac. Al pensar en los labios de Rose, decidió que la situación en vez de ideal era dolorosa.
Pasó a relatarle a Marco sus primeras impresiones sobre Rose Hill. Decidió que a Marco no le gustaría saber que la mujer a la que estaban investigando era una amenaza para el control sexual de cualquier hombre.
–En resumen, no creo que tengas nada de lo que preocuparte –concluyó.
–¿Crees de verdad que no supone ningún peligro para Kate? Su padre me pareció ser un verdadero peligro…
–Es mi primera impresión, Marco. No sé lo que hay en el interior de su cabeza, pero no me parece una estafadora. Por supuesto, estoy seguro de que las que son realmente buenas no lo parecen nunca.
–Lo siento mucho si te parezco…
–¿Un poco paranoico? No te ofendas. Lo entiendo perfectamente.
No era así. Zac nunca había sentido ese instinto de protección hacia ninguna mujer aparte de su madre. Todas las mujeres que entraban y salían de su vida parecían perfectamente capaces de cuidarse solas…
Marco se echó a reír al otro lado de la línea telefónica.
–No me has ofendido. Te estoy muy agradecido. No quiero arriesgarme a…
–¿Cómo está Kate?