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Una herencia compartida Kim Lawrence Si la enfermera se negaba a irse… ¡El italiano se instalaría! El padre de Theo Ranieri, un despiadado magnate tecnológico, solo le había dejado la mitad del palacete familiar. Y la otra mitad a su enfermera, Grace Stewart. Theo, enfurecido tras la negativa de Grace a vender su parte, recurrió al plan B: instalarse en la casa y hacerle la vida imposible hasta que cambiara de opinión... Decidida a preservar el legado de su difunto jefe, Grace se sintió desconcertada ante su ardiente deseo por Theo. Dormir bajo el mismo techo alimentaría su agonizante atracción. Su enfrentamiento solo podía terminar en un lugar: ¡la cama de Theo! La prometida de mi hermano Lela May Wight Una pareja real con camas separadas, pero una tentación compartida… Habían pasado dos meses desde que el mundo fue testigo de cómo Natalia La Morte se casaba con el rey Angelo Dizieno. Sin embargo, Natalia no había visto prácticamente a su esposo desde que compartieron un intenso beso ante el altar… Angelo pasó a ser el heredero cuando la tragedia golpeó a su familia y no iba a permitir que nada, absolutamente nada, lo distrajera de su deber. Pero, estar tan cerca de la mujer a la que siempre había deseado, y que estaba destinada a ser la esposa de su difunto hermano, lo tenía al borde del precipicio… Lo último que necesitaba era que Natalia comprendiera la peligrosa atracción que había entre ellos, porque, si lo hacía, nada podría impedir que los consumiera por completo a ambos… Salvados por el matrimonio Jackie Ashenden Un «sí quiero» los uniría… Pero ¿lo salvaría a él? El deseo del padre adoptivo de Elena, que estaba a punto de morir, era reunirse con su hijo Atticus, con quien se hallaba enemistado. Elena debía averiguar el paradero Atticus costara lo que costase. Pero al encontrarlo, la sorprendió la pasión que surgió entre ambos, para la que no estaba preparada. Hacía muchos años, Atticus había perdido el domino de sí mismo, con resultados desastrosos. Se juró que no volvería a sucederle. Pero la intensa conexión con Elena lo estaba llevando al límite. Y cuando su padre, en su testamento, les exigió que se casaran, su autodisciplina se quebró. Al convertirse en su esposa, ¿podría salvarlo de sí mismo, el mayor peligro de todos?
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
E-pack Bianca, n.º 401 - septiembre 2024
I.S.B.N.: 978-84-1074-349-6
Créditos
Una herencia compartida
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La prometida de mi hermano
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Salvados por el matrimonio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Theo estaba de pie junto a la cristalera, las manos hundidas en los bolsillos. Tenía sus defectos, era el primero en reconocerlos, aunque no en disculparse por ellos, pero la vanidad no era uno de ellos, a pesar de que incluso sus críticos más severos afirmaban que tenía muchos motivos para ser vanidoso.
Su más de metro noventa y un físico impresionantemente atlético, enfundado en un impecable traje a medida, aseguraban que Theo llamara la atención en cualquier lugar. Además, poseía un gran instinto y buena reputación como analista, lo que significaba que nadie llegaba a una reunión en la que él estuviera presente sin estar preparado.
En ese momento, su capacidad para concentrarse en los detalles no funcionaba. No asimilaba más de una palabra de cada tres, algo evidente para los asistentes a la reunión. Pero aparte de unos sutiles intercambios de miradas y cejas enarcadas de los nerviosos hombres trajeados que ofrecían sus carísimos consejos, nadie mencionó su aparente falta de interés.
El orador hizo una pausa y perdió el hilo cuando Theo se volvió y clavó en él un par de ojos negros como el azabache, inescrutables. Se irguió y exhaló suavemente cuando el italiano, se volvió de nuevo a la vista panorámica, con el ceño fruncido de irritación.
Irritación dirigida a sí mismo. Odiaba perderse en sus pensamientos. Aunque lo cierto era que sabía exactamente dónde estaban: en la Toscana.
A su mente acudió una imagen del palacete donde había crecido. La apartó, pero no sin antes verse a sí mismo de niño, depositando flores en la tumba de su madre, las lágrimas mojando el suelo seco y polvoriento mientras juraba odiar eternamente a su padre.
Se fijó por primera vez en la lluvia que caía desde hacía media hora.
¿Llovía en la Toscana mientras Salvatore era enterrado en la cripta familiar junto a su difunta esposa? ¿O brillaba el sol mientras lo más granado, también lo peor, de la sociedad italiana escuchaba las mentiras del cura sobre lo buen hombre que había sido su padre?
Él también lo había creído una vez. Había adorado al hombre. Hasta que descubrió la verdad. Tenía trece años, todavía con su traje negro de funeral, escondido en un armario para llorar las lágrimas que había retenido durante el entierro de su madre, porque a ella no le gustaba que llorara. La entristecía.
–¿Por qué no vas al funeral de tu padre? –había preguntado Cleo al despedirlo esa mañana.
Cleo no lo había juzgado cuando él no respondió. Por eso era la compañera perfecta. Además de su voraz apetito sexual, respetaba sus silencios, y no exigía nada… hasta esa mañana.
Porque la situación cambió, cuando ella pronunció las palabras…
–¿Y ahora, qué?
–Ahora, nada –su respuesta había sido breve y directa. Otras personas equiparaban la honestidad con la crueldad, pero Theo creía que la verdad era solo verdad, nada emotiva, solo un hecho.
Había terminado como le gustaban a él las cosas: limpias, sencillas y sin complicadas emociones.
Le preocupaba que la química con una mujer pudiera hacerle revocar su decisión de que el matrimonio no era para él. Una preocupación injustificada.
Si fuera posible, razonó, ya habría sucedido. Había sentido mucha química, pero ninguna mujer le había hecho perder la cabeza como para olvidar que nada era eterno, mucho menos la atracción sexual. ¿Y qué si no mantenía unidas a dos personas?
Había dos tipos de matrimonios: los que acababan en divorcio y los que continuaban con mentiras.
El primero era, aunque complicado y costoso, infinitamente preferible. Él había asistido en primera fila al segundo. Para el mundo, el matrimonio de sus padres había sido perfecto, pero solo había sido una actuación para ocultar su mutua desgracia.
Se volvió hacia la sala llena de abogados. Los observó, aparentemente relajado en contraste con la tensión expectante que emanaba del grupo.
–Quiero vender.
Las sencillas palabras fueron acogidas por un silencio atónito.
–¿Vender? –preguntó tímidamente uno de ellos.
–¿Algunas tierras? –interrumpió otro–. Buena idea. La zona forestal es un terreno de primera con grandes posibilidades de desarrollo. El lobby ecologista sufrirá un ataque, pero nunca he visto una orden de protección que no sea rompible, y el terreno del límite sur…
Las imágenes de un oasis verde y fresco… luz mortecina, silencio, altos árboles meciéndose, un encuentro con un ciervo o un jabalí… empezaron a deslizarse por la mente de Theo.
Encajó la mandíbula. Quería despojarse de cualquier recuerdo del pasado, y se enorgullecía de no ser sentimental, pero pensar en ese oasis destruido le provocó una opresión en el pecho.
–¿El bosque de la ladera norte? –Theo clavó una mirada de obsidiana en el hombre.
–Norte, eso creo. Todo montaña. No es adecuado para… pero un pueblo vacacional sería…
–Imposible –contestó Theo con frialdad–. Es zona protegida, y hay cláusulas en las escrituras del palacete.
–Por supuesto. Palazzo della Stellato…
Theo reaccionó con una mirada pétrea a la afectada pronunciación italiana del abogado.
–Hay otras zonas que han despertado el interés de varios promotores A ver… Wenger Group…
Como un solo hombre, todo el equipo jurídico comenzó a consultar en sus dispositivos.
–Aquí tengo los detalles. Abordaron a su padre el año pasado, pero él nunca… sin ánimo de crítica, era de la vieja escuela, comprensible dada la naturaleza histórica de la propiedad.
–No me interesa la historia –«solo escapar de ella»–. Y no, no quiero vender algunas tierras.
Theo deslizó impaciente una mano por su pelo oscuro.
–Todo. El palacete, su contenido, el terreno… quiero deshacerme de todo.
Salvo del retrato colgado en el estudio de su padre. ¿Aún estaría allí? ¿Lo habría conservado su padre para recordar su culpa? ¿O había reescrito el pasado para que fuera más fácil vivir con él?
Sintió las miradas de sorpresa siguiéndolo al salir de la habitación. No le importaba, aunque se alegró de haber reprimido la réplica que tenía en la punta de la lengua:
«No quiero ningún recuerdo de ese bastardo».
–¿La mitad? –repitió Grace–. ¿La mitad de los libros?
El abogado ocupaba el sillón en el que se sentaba Salvatore cuando ella le leía, y eso convertía su ausencia en una realidad más dolorosa que el entierro.
–Qué amable. Pero no podría dividir la colección… es demasiado valiosa. ¿Quizá uno o dos libros?
–Señorita Stewart, creo que no lo entiende… –contestó el hombre lentamente–. Cuando digo «la mitad», me refiero a la mitad de todo: el palacete, la finca, el dinero…
Grace lo miró aturdida, y luego soltó una carcajada. Era una locura.
–¿Me ha dejado…? –debía estar mal–. No puede ser. Compruébelo otra vez. Descubrirá que… –Grace se incorporó ligeramente en su asiento y volvió a caer, su voz apagada.
–¿Quiere un vaso de agua? –el hombre, sonrió amablemente.
Grace sacudió la cabeza, si le hubiera ofrecido un brandy… Apretó las manos sobre el regazo, sin disimular el temblor, y respiró hondo.
–¿Es una broma? –casi inmediatamente descartó la idea–. Lo siento, no… no, claro que no.
«¿Los abogados suelen bromear?».
Pensó en su hermano, también abogado, y decidió que no. Su otro hermano, el psiquiatra, tampoco se reía nunca de sus chistes. Ni su hermana ecologista, cuyas series de televisión acababan de ser vendidas a Estados Unidos de Norteamérica.
Los Stewart eran un grupo de superdotados que intentaban mostrarse amables con ella, no tan dotada académicamente. Su padre, profesor en Oxford, y su madre, historiadora, reconocidos expertos y autores de bestsellers en sus respectivos campos, se habían mostrado desolados cuando Grace, para sorpresa de todos, incluida la suya propia, había obtenido la nota necesaria para asegurarse una codiciada plaza en Oxford, pero había optado por estudiar enfermería.
–Es usted una joven muy rica.
–¿Rica? –Grace se arrastró de vuelta al surrealista presente–. Creo que se equivoca. Volveré a casa. Tengo una semana de vacaciones antes de empezar mi siguiente… –se detuvo y respiró entrecortadamente–. No puede ser. ¿Por qué me dejaría algo Salvatore? Yo solo era su enfermera, desde hacía un par de meses. «¿Qué pensará o dirá la gente?».
Grace sabía la respuesta. Pensarían lo peor, como la última vez.
El corazón le dio un vuelco cuando los recuerdos escaparon de la caja marcada como «He pasado página», en la que los había encerrado.
Era su segundo trabajo en la agencia de enfermería. Una familia encantadora con la que se había llevado de maravilla, hasta que desapareció un collar muy valioso y un montón de dinero.
La encantadora familia la había acusado de ser la ladrona. La verdad había salido a la luz de inmediato, demostrando su completa inocencia, pero el suceso le había dejado cicatrices.
«Esto no es lo mismo». «Esto es… surrealista».
–Comprendo que haya supuesto un shock, pero… ¿agradable? –el abogado sonrió benévolamente.
–No… sí… Pero solo lo conocí… esto no está bien. ¿Puedo devolverlo?
–¿Devolver qué?
–Todo… el personal puede quedárselo. Marta y…
–Los empleados han sido mencionados muy generosamente en el testamento –el abogado detuvo el torrente de palabras ansiosas–, y a los inquilinos se les ha concedido una tenencia vitalicia. Nadie ha sido olvidado. Debería tomarse un tiempo para hacerse a la idea, y luego…
–No. Yo era su enfermera. No puedo beneficiarme económicamente de la muerte de alguien. La gente pensará que me aproveché.
–En absoluto –la tranquilizó el abogado, que evitó mirarla a los ojos. Porque, obviamente, algunas personas lo harían–. Hay otra opción, aunque le aconsejo no tomar ninguna decisión todavía.
–¿Qué opción?
Una hora más tarde, Grace entró en la enorme cocina de última generación sobre el suelo original de losa, entre pesadas vigas y el hogar original de la cocina. No era acogedora, pero era la estancia más informal del palacete, repleto de habitaciones y diseñado a escala palaciega.
Marta, el ama de llaves, estaba sentada a la mesa, consultando en su portátil las hojas de cálculo. Levantó la vista cuando apareció Grace.
–Se supone que los ordenadores están pensados para hacer la vida más fácil, pero sinceramente… –la sonrisa desapareció de su rostro al ver la expresión de Grace.
–Qué pálida estás –la mujer chasqueó la lengua–. Ojalá accedieras a retrasar tu vuelo.
Grace sonrió. A su llegada, hacía diez semanas, el ama de llaves, muy protectora de su jefe, había sospechado de la enfermera inglesa. Había preguntado descaradamente por qué una agencia especializada en cuidados paliativos no había enviado a una enfermera de habla italiana.
La propia Grace se había preguntado lo mismo, y le habían dicho que su paciente no tenía ningún problema con que ella no hablara italiano.
–Aquí ya tenemos un ejército de enfermeras de guardia. ¿Acaso tú haces milagros? –había preguntado Marta con desdén, producto del dolor–. ¿Vas a hacer que viva?
–Espero poder ayudarlo a estar algo más cómodo –había contestado amablemente Grace.
La actitud de Marta había cambiado al ver el efecto en su jefe del nuevo régimen paliativo del dolor que Grace había introducido.
Grace había visto lágrimas en sus ojos el día que entró en la cocina y encontró a Salvatore, hasta entonces postrado en cama, sentado a la mesa.
–Solo sobrevivía –había dicho Marta tras el emotivo funeral–. Gracias a ti, las últimas semanas vivió.
Grace aseguró que solo hacía su trabajo, pero las palabras fueron ahogadas en un abrazo.
–Me quedo –anunció Grace, dejándose caer en una silla.
–¿De verdad?
–Salvatore, me ha dejado la mitad de todo.
Marta se llevó una mano a la boca, mirando fijamente a Grace con los ojos desorbitados.
–Le he dicho al abogado que no puedo aceptarlo, que no sería apropiado. Dijo que Theo, su hijo –siguió con los ojos entornados–, quiere comprar mi parte. Ha ofrecido una cantidad disparatada de dinero. Yo no quiero dinero, Marta. No quiero nada –se lamentó, con voz temblorosa.
–Ya lo sé. Todos lo sabemos. Te conocemos, Grace, pero Theo pensará que un lugar tan importante, con tanta historia, debería permanecer en la familia…
–Yo también lo pensé –Grace asintió–, y dije que podía quedárselo. Aunque al parecer… –Grace se mordió la lengua.
«Aguántate, Grace». Inexplicablemente, al menos para ella, los empleados del palacete nunca hablaban mal del hijo ausente. Grace tenía su propia opinión sobre Theo Ranieri, que ni una sola vez había visitado a su padre moribundo, y ni siquiera había asistido al entierro.
–Theo no es pobre. No deberías regalárselo.
–No tengo intención de hacerlo –el gesto de Grace se endureció–. Quiere comprármelo, para… –lágrimas de rabia anegaron sus ojos azules– ¡para venderlo todo! Es como si quisiera borrar todo lo que su padre amó. Su herencia –sus suaves labios temblaron–. ¿Cómo puede…? –empezó. Pero se detuvo y sacudió la cabeza.
–Me temía algo así –admitió el ama de llaves, repentinamente pálida.
–Tranquila. No se lo permitiré. Puedo detenerlo –gruñó Grace.
–Theo puede ser muy testarudo cuando se decide –Marta la miró dubitativa.
–Yo también –prometió Grace sombríamente.
–Es tan triste haber llegado a esto.
«¿Triste?», pensó Grace. Era totalmente indignante. Por decirlo suavemente.
No tenía ni idea de por qué se había roto la relación entre padre e hijo y, aunque sentía curiosidad, nunca había considerado apropiado preguntar, ni siquiera en esos momentos.
«¿Por qué odia tanto a su padre?».
–Quizás Salvatore sospechaba lo que haría su hijo, y el testamento fue su manera de… bueno, de lo que sea –añadió Grace, encogiéndose de hombros–, su hijo no podrá vender si yo digo que no, y vivo aquí –sus ojos azules brillaron–. Y digo que no. El palacete, la finca, la gente –declaró–. Era la vida de Salvatore, y no dejaré que su hijo la destruya. Me voy a mudar aquí, y no cederé.
Grace presentó su dimisión en la agencia y comunicó a sus padres que no regresaría a casa. En esos momentos, hablaba por Internet con toda su familia, reunida en el salón de sus padres.
Simon, su hermano abogado, había sugerido que el hijo podría anular el testamento, advirtiendo que la cosa podría ponerse fea y preguntando qué medicamentos tomaba Salvatore.
–¿Podría decir el hijo que…?
–Permaneció tan agudo como tú o yo, hasta el final –Grace comprendió enseguida por dónde iba
–Está bien… no te sulfures. Solo estoy cubriendo las posibilidades.
–Estoy segura de que eres un muy buen abogado, Simon, pero también eres mi hermano.
–Exactamente –intervino Rob, el psiquiatra–, Grace necesita apoyo –antes de que ella pudiera agradecérselo, él añadió: –¿Te acostabas con el viejo? He visto fotos. Era atractivo para su edad.
«Serías el único en no juzgar», pensó ella sombríamente. El director de la agencia había hecho un par de comentarios mordaces sobre los pacientes ancianos vulnerables y la ética.
Llegó el turno de su hermana, y fue casi un alivio que Hope pareciera más preocupada por la posible interferencia con su agenda.
Grace se apartó de la pantalla mientras su hermana se acercaba tanto que le habría podido ver cualquier mancha en la piel. Si la tuviera. Porque su hermana tenía una piel perfecta.
Y un aspecto de supermodelo, lo tenía todo perfecto.
También al único hombre que Grace había amado.
A veces se preguntaba si todavía amaba a George… si por eso no había tenido otro novio después.
George no había cambiado nada, excepto que ya no tenía ese flequillo del que Grace se había enamorado, ni el hueco entre los dientes delanteros que su hermana había insistido en eliminar.
–Tienes que volver a casa, Grace. Sabes que George y yo pasaremos el fin de semana en París.
Detrás de ella, su marido la saludó con la mano. Se había disculpado al confesarle que estaba enamorado de su hermana, pero que seguía queriéndola como a una hermana. Al parecer, pensaba que eso lo compensaría. Pero no.
–He estado muy ocupada con la nueva serie. Y, por si a alguien le interesa, estoy agotada y George estresadísimo.
–En realidad, no…
–Grace, prometiste hacer de canguro. Sabes que solo podemos dejar a Artie contigo. Es tan sensible. Y, bueno, Aria se muestra totalmente intransigente –Hope hizo un mohín al hablar de la niñera–. Estoy segura de que su hermana entendería que no fuera a la boda.
–Lo siento –Grace se mordió la lengua. Artie era un amor, seguramente el bebé más fácil de cuidar del planeta, pero no iba a dejarse convencer.
–Hope, no todo gira en torno a ti.
La defensa en línea llegó del lugar más inesperado: su madre.
–Es una gran oportunidad para tu hermana. Ella no tiene carrera…
–Sí la tengo…
–No tiene pareja. Está siendo muy sensata al plantarse y demostrar que no es una pusilánime. Es una buena táctica para sacar más dinero. Procura no ser tan complaciente con la gente. Defiéndete.
Grace suspiró. Era raro que recibiera la aprobación de sus padres, y si la recibía en esa ocasión era porque habían confundido sus motivos.
–Buena chica, Grace –añadió su padre–. No dejes que este tipo te intimide. Lo he buscado en Internet. Es brillante, por supuesto, pero tiene fama de despiadado y manipulador.
–No quiero sacar más dinero, papá. No me interesa el dinero. Y la muerte de Salvatore no es una oportunidad.
–Claro que no, cariño. Adopta una postura moral –interrumpió su madre–. La sinceridad es tan propia de ti. Pero hay que ser práctica en la vida, especialmente alguien sin perspectivas. No sabes cuánto nos preocupamos por tu futuro, cuando nos hayamos ido.
La imagen de su enérgica madre, que se levantaba a las cinco de la mañana para hacer ejercicio y prohibía el pan blanco en casa, en el lecho de muerte obligó a Grace a contener una carcajada. Su enfado se desvaneció ante lo ridículo de la situación. Hacía tiempo que había decidido que la mejor manera de lidiar con su familia y no pelearse cuando intentaban «animarla», era considerarlos un número cómico.
A veces se sentía como un poni de Shetland en una familia de purasangres.
–No creo que sea inminente, mamá. Y en cuanto a cuidar de mí misma, me fui de casa a los dieciocho.
En cuanto las palabras salieron de su boca, supo que había sido una mala decisión sacar el tema, aún delicado, de su marcha de casa.
Rechazar una plaza en Oxford para estudiar enfermería en Londres no había conseguido que su familia la repudiara, pero casi. Los quería mucho, pero eran una panda de esnobs intelectuales de alto nivel. Aunque sabía que, si alguna vez se encontrara en apuros, estarían allí para ayudarla.
–Realmente no me interesa el dinero. ¡Vaya! –añadió rápidamente–. Se va la señal.
Grace cortó la conexión sin sentirse ni un poco culpable.
Theo se aflojó la corbata y la arrojó junto a la chaqueta al asiento trasero. Había conducido directamente desde la oficina de Florencia al palacete. Aunque trabajaba principalmente en Estados Unidos de Norteamérica y el Reino Unido, conservaba su base original en Italia.
No había recorrido ese trayecto desde los dieciocho años, en la dirección opuesta, su medio de transporte los pies y el pulgar, su combustible la ira.
Recordaba la euforia al sentirse libre por fin. Había contado los días para cortar todas las ataduras desde el fatídico día en que descubrió quién era su padre. Gracias al internado en Inglaterra, solo vivía en casa durante las vacaciones que, cuando podía, pasaba con los amigos. Pero cuando se veía obligado a regresar al palacete, ignoraba a su padre. Salía todos los días a las colinas, solo o con Nico, el hijo del administrador de la finca, que odiaba ese lugar tanto como él.
La ira seguía allí, pero el ruido de las pisadas había sido sustituido por el rugido silencioso del motor eléctrico que impulsaba el descapotable.
Theo había jurado no volver a pisar aquel lugar. Había anunciado a su padre que aquel ya no era su hogar.
Pero allí estaba.
Y todo por culpa de una tal Grace Stewart. Cuando su equipo legal había anunciado que ella no vendería, se había enfurecido y dado órdenes para descubrir qué pedía, y dárselo.
Ella decía no querer nada, pero todo el mundo tenía un precio, y esa mujer no sería la excepción.
El escueto expediente que había llegado a su correo no contenía nada que pudiera utilizar en su contra. Aunque, para asegurarse, había contratado a Rollo Eden para que indagara un poco más.
A Theo no le caía especialmente bien Rollo, pero tampoco hacía falta. ¿Y qué si a veces bordeaba el límite? Mientras se mantuviera al margen, y produjera resultados, Theo seguiría utilizando sus habilidades cuando fuera necesario.
Sin esperar el informe, Theo puso en marcha un plan. Al principio había pensado hablar directamente con la cazafortunas, pero se le ocurrió otra solución, brillante por su sencillez.
Si ella no se iba, él se instalaría en su casa, lo que entorpecería su agenda social. Probablemente se consideraba la reina del castillo, concluyó con desprecio.
Si no podía vender sin su consentimiento, lo contrario también era cierto. Y si ella tenía algún plan para la propiedad, tendría que pasar por él. Y no encontraría cooperación alguna.
A pesar de la sonrisa que se dibujó en sus labios al pensarlo, Theo sintió la tensión subir por los hombros. Sabía que en cuanto doblara la siguiente curva tendría el palacete a la vista. Ya no lo consideraba su hogar, había dejado de serlo el día del entierro de su madre. Estaba furioso con ella por haberlo abandonado hasta que, por accidente, había descubierto la razón de ese abandono. Y su ira se había trasladado al responsable.
Levantó el pie del acelerador, retrasando el momento de su primer contacto visual, una vista que se reproducía en innumerables libros sobre las joyas arquitectónicas de la Toscana. Tanto si se acercaban en helicóptero o en coche, los invitados tenían garantizado un momento sobrecogedor.
El palacete estaba construido en el emplazamiento original del monasterio soñado por un antepasado suyo en el siglo XVI. Sus proporciones clásicas incorporaban una antigua torre del reloj y los edificios eclesiásticos originales esparcidos alrededor del palacete principal como un pueblo.
En su mente visualizó las puertas renacentistas que marcaban el punto en el que el visitante era golpeado por el espectáculo visual. Siguiendo la avenida arbolada hacia el palacete, el visitante se veía rodeado de hileras de jardines inmaculadamente cuidados y floridos, entrecruzados por caminos de piedra y estatuas, hasta llegar a un acantilado que se abría al mar azul.
Consciente del fuerte latido de su corazón, apartó el coche de la polvorienta pista y paró en seco.
Se dijo a sí mismo que había parado para estirar las piernas, pero el autoengaño se esfumó cuando abrió la puerta y fue golpeado por el penetrante, cálido y terroso olor que no había olvidado.
No quería admitir, ni siquiera a sí mismo, cómo le inquietaba la familiaridad, estar allí. No estaba preparado para sentirse así, y todo era culpa de aquella maldita mujer.
Había pasado página. La muerte de su padre había sido el broche final de un capítulo, cuyo cierre se completaría cuando vendiera la herencia.
Lo único que se interponía en su camino era la mujer que había atrapado a su padre. Ya decían que no había más tonto que un viejo tonto.
Theo se había enterado de su muerte por los abogados. Las frías palabras del correo electrónico grabadas en su mente:
Lamento informar… muerto… perdió la valiente lucha…
Theo había tardado un rato en conectar las palabras para que cobraran sentido. No había habido ningún aviso. ¿Se había planteado su padre contactar con él cuando supo que el final estaba cerca?
«¿Y si lo hubiera hecho?».
Theo se encogió de hombros. Ya no tenía sentido especular. Su padre no lo había llamado, pero sí, pensó cínicamente, a la oportunista enfermera, su «compañera», en las últimas semanas.
Sería mejor concentrarse en el obstáculo que se interponía en su camino. Sus pensamientos se volvieron hacia la cazafortunas, su orgullo insultado por la idea de que alguien pensara que podía extorsionarlo. ¿Pensaba que de tal palo tal astilla?
Pronto descubriría que no.
Estaba volviendo sobre sus pasos cuando oyó un ruido. Se detuvo, frunciendo el ceño y recordó el encuentro que había tenido una vez con un jabalí casi en ese mismo lugar. Sería un ciervo.
Volvió a oírlo. Ni ciervo, ni jabalí. Esos no soltaban juramentos.
Grace no estaba perdida, solo algo desorientada.
Sabía exactamente dónde estaba, y que su error de cálculo tras resbalarse junto al arroyo había añadido kilómetro y medio a su caminata matinal. Lo que no sería un problema si no se hubiera torcido el tobillo…
Mordiéndose el labio inferior, se inclinó hacia delante y su optimismo vaciló al desenrollar la sudadera mojada, vendaje improvisado para el tobillo. Empezaba a cambiar de color y era el triple de grande que el otro.
–Parece peor de lo que es –se dijo a sí misma sin convicción.
Desde su posición en la arboleda, Theo observó el tobillo lesionado con un desapego clínico. Desapego que pronto se transformó en algo menos objetivo cuando su mirada se desplazó hacia arriba, recorriendo la sinuosa longitud de las piernas de la mujer, hasta llegar a las caderas, acentuadas por la estrechez de una cintura que, según sus cálculos, podría abarcar con las manos.
Quién era ella y cómo había llegado hasta allí pasaron a un segundo plano cuando un tirante de la camiseta se deslizó sobre un hombro, dejando al descubierto parte del sujetador deportivo que llevaba debajo. Un hilillo de sudor descendía lentamente desde la base de su garganta hasta el escote que, sin el sujetador, habría quedado al descubierto.
Theo dejó de oír los suaves sonidos de la naturaleza mientras sus ojos seguían el lento avance de aquella perla de humedad sobre la pálida piel, provocándole un destello de calor que se asentó sólidamente en su entrepierna.
Durante un momento de autocomplacencia, permitió que su libido se desatara sin control contemplando las esbeltas curvas, el cuello fino y elegante, el cabello plateado que se le pegaba a la cara y le caía suelto por la espalda.
–Tiene bastante mala pinta.
La mujer se sobresaltó y levantó la cabeza, justo a tiempo para ver aparecer a Theo.
El azul eléctrico de los ojos grandes y asustados provocaron en Theo una nueva descarga sexual.
La adrenalina en el torrente sanguíneo de Grace gritaba lucha o huida, pero huir no era una opción. Y lo comprendió al ponerse en pie.
Gritando de dolor, se sujetó sobre una pierna, sin apartar la mirada del hombre, mientras blandía la rama que le servía de muleta. Se mantuvo en pie un segundo antes de caer sentada.
Pero antes, puso nombre a la cara del siniestro desconocido.
Theo Ranieri.
Había versiones más jóvenes y menos amenazadoras del copropietario del palacete en fotos enmarcadas por toda la casa, pero, aunque no las hubiera, ella lo habría reconocido. Mucho antes de trabajar allí, lo había visto destrozar verbalmente a un periodista engreído que había cometido el error de no haberse preparado la entrevista.
Lo había reconocido en un destello, casi como ver pasar la vida ante los ojos antes de morir.
Salvo que ella no se estaba muriendo… o solo de vergüenza.
Lo bueno era que ya no estaba aterrorizada, aunque su galopante corazón no lo supiera.
–Eso ha debido doler.
Grace se apoyó sobre una cadera y levantó el tobillo del suelo, alzando desafiante la barbilla.
Parte del desafío se convirtió en algo más confuso cuando sus miradas se cruzaron.
–Estoy bien –masculló, pasándose una mano por la cara sudorosa, dejándola manchada de polvo.
En carne y hueso, Theo Ranieri era más de lo que parecía en las fotografías o en la pantalla. Mirarlo la hacía sentir mareada y acalorada. Sería el dolor, se dijo a sí misma. Eso y una reacción a la fracción de segundo de miedo visceral experimentado cuando él había aparecido de la nada.
Alguien tan corpulento debería hacer más ruido, pensó resentida mientras deslizaba la mirada por sus largas piernas. Los pantalones a medida no disimulaban la fuerza de sus muslos. Las caderas eran estrechas en comparación con la anchura de sus poderosos hombros y, a través de la camisa blanca, vio una tenue sombra de vello corporal.
Afinó su justa indignación para distraerse del pequeño temblor sexual en la boca del estómago, consecuencia de la imagen de macho que él presentaba.
Theo Ranieri poseía una presencia física que intimidaría en cualquier estancia abarrotada. Pero, de algún modo, no resultaba fuera de lugar en aquel entorno natural. Parecía formar parte de él.
Sus rasgos eran perfectos. La inclinación de los altos pómulos, el filo aguileño de la nariz, las cejas color azabache y su mirada oscura, casi negra, no se veían suavizados en absoluto por las larguísimas pestañas que enmarcaban sus ojos. El carnoso labio inferior contrastaba con la firmeza del superior, dando a la boca una expresión provocadora inquietantemente sensual y una pizca de crueldad.
Theo enarcó una ceja oscura y ella bajó la mirada. Seguramente consideraba un deber que lo miraran, pero ella no iba a alimentar su, sin duda, enorme ego.
Irónicamente, durante semanas había ensayado los comentarios cortantes que le gustaría hacerle al insensible hijo de Salvatore cuando tuviera la oportunidad, sabiendo que su profesión se lo impedía. Pero las normas profesionales ya no se aplicaban a su situación, y él estaba allí a merced de su lengua. Podía enfrentarlo por el trato cruel que había dado a su padre moribundo. Un hombre que se había merecido algo mucho mejor.
Tenía la oportunidad de verbalizar sus emociones sin perder la cabeza. Pero no pudo. Se lo impedía un doloroso nudo en la garganta. Y no quería llorar delante de ese hombre.
–Estoy bien –mintió, malhumorada y jadeante.
–Discutible… –contestó él, más divertido que preocupado–. ¿Has llamado a alguien?
–Olvidé mi teléfono –masculló Grace.
–Qué imprudente.
–No pasa nada –cómo odiaba ese tonito–. Vivo muy cerca.
Grace le sostuvo la mirada fingiendo una compostura que, considerando que estaba tirada en el suelo, con aspecto de haber sido arrastrada por varios arbustos, era merecedor de un aplauso.
–¿Eres Grace Stewart? –Theo frunció el ceño al comprenderlo.
Theo sintió una oleada de irritación. Él no hacía suposiciones. Y, sin embargo, las había hecho.
Si a alguien se le hubiera ocurrido incluir una foto en el patético archivo que había leído, no la habría juzgado como aburrida y corriente. La mujer sentada en el suelo del bosque, mirándolo fijamente con ojos de un azul impresionante, no era corriente ni aburrida. La piel bajo las manchas de suciedad poseía una pálida claridad casi brillante.
El descubrimiento requirió un rápido reajuste mental, nada fácil cuando su libido seguía desatada. ¿De tal palo, tal astilla?
Theo encajó la mandíbula mientras rechazaba cualquier comparación con su padre. A diferencia de su difunto progenitor, nunca había fingido ser un santo, y no era infiel. Nunca había llevado a la mujer que aseguraba amar, hasta un punto de desesperación total en el que ella no viera salida.
–¿Qué haces aquí?
–¿Necesitaba pedir permiso? –Theo regresó al presente y a la figura sentada a sus pies.
–Quiero decir –ella se ruborizó ante el sarcasmo de Theo–, que no sabíamos que venías. Habría estado bien avisar.
Sonó petulante y Grace se sintió estúpida. ¡No se encontraba precisamente en una posición de autoridad, caída en el suelo!
–Solo quería comprobar si habías robado la plata.
–Muy gracioso –ella alzó la barbilla ante la corrosiva broma… hasta que comprendió que no bromeaba–. La mitad es mía –replicó, viendo por el gesto que le había fastidiado. «Bien», se alegró.
El duelo de miradas, azul contra negro, duró una eternidad antes de que él rompiera el silencio.
–¿Vas a quedarte ahí todo el día o quieres que te lleve?
Ella parpadeó. Por supuesto… había llegado en coche.
–Siempre está la opción, aunque dolorosa, de arrastrarte sobre manos y rodillas –Theo enarcó las cejas–. Depende de ti.
–Aceptaré el coche –Theo no era tan malo como ella había imaginado, ¡era mucho, mucho peor!
¿Debía tomar la mano que le tendía?
Al mirar los largos y bronceados dedos, la opción de arrastrarse ya no le pareció tan terrible…
Theo la vio mirar su mano con el mismo entusiasmo reservado para una serpiente. Casi podía verla ahogarse en su orgullo mientras, por fin, estiraba la mano.
Su diversión se desvaneció cuando atrapó sus dedos delgados, pálidos y fríos entre los suyos y la descarga de electricidad sexual lo dejó sin aliento ante su inesperada intensidad. El único consuelo era saber que ella también lo sentía. Lo vio en los impresionantes ojos azules.
La idea de perder el control de la situación debía gustarle tan poco como a él.
En cuanto pudo, Grace se soltó y se sacudió la mano en los pantalones.
–Gracias –murmuró mientras intentaba sujetarse sobre una pierna, antes de apoyar tentativamente el pie herido en el suelo.
–¿Cuánto daño te has hecho? –preguntó él, impaciente.
–Solo es un esguince.
–¿Eres médico?
–Enfermera.
–Así que eres…
Grace percibió un destello de ira en los ojos oscuros.
–Un orgullo para tu profesión, estoy seguro.
–Exprofesión –precisó ella para pincharle. Y lo consiguió.
–Supongo que querrás que te lleve.
–Sería muy amable –ella suspiró y respondió con formalidad–, señor…
–Dadas las circunstancias, creo que Theo será mejor.
–¿Circunstancias? –preguntó Grace mientras él se alejaba.
–Bueno, viviremos juntos –contestó él por encima del hombro, sonriendo para sí.
–¿Juntos? Yo vivo aquí, tú en Inglaterra.
–Tú también –replicó él, la sonrisa desvaneciéndose al verla dar saltitos claramente dolorosos.
Theo maldijo en voz baja.
Grace no se percató de sus intenciones hasta que Theo la tomó en brazos sin esfuerzo.
–Soy más que capaz –protestó, manteniéndose rígida mientras descubría que la dureza de su cuerpo y el calor de su piel, la inquietaban profundamente.
–Me gustaría llegar este año.
Ella suspiró aliviada cuando él la dejó junto a un reluciente descapotable, abrió la puerta del copiloto y la dejó subirse sola mientras él se dirigía al lado del conductor.
Para cuando Grace logró sentarse, él ya estaba al volante.
–No está lejos –observó ella, sintiéndose inmediatamente estúpida.
–¿Me indicas cómo llegar? –Theo parecía disfrutar de su incomodidad.
–¿En serio? –preguntó ella.
–No, recuerdo el camino.
–Pero no te quedarás aquí…
–La casa es grande –él sonrió maliciosamente–. Seguro que nos llevaremos bien.
Una vez frente a la entrada del palacete, Theo se dirigió a ella con voz brusca.
–Enviaré a alguien a recogerte.
«Como si fuera un paquete», pensó Grace indignada. Antes de poder responder, él había desaparecido.
Grace había llegado, lenta y dolorosamente, hasta la escalinata que conducía a la enorme puerta de roble cuando apareció Marta, más azorada de lo normal.
–¡Pobrecita! Menos mal que te encontró Theo.
Grace apretó los labios. Sonaba como si él la hubiera estado buscando.
–Es mi héroe –dijo mientras la mujer mayor le rodeaba la cintura con un brazo y se apoyaba en ella aliviada.
–Hemos llamado al médico –Marta ignoró su sarcasmo.
–No será necesario.
–Theo dijo que deberíamos.
–Me da igual lo que diga Theo. No quiero un médico –Grace vio la expresión de dolor y sorpresa de Marta y sonrió–. El doctor solo dirá que me ponga una compresa fría y mantenga la pierna en alto, y tome analgésicos.
–Theo…
«Señor, dame fuerzas», pensó Grace, harta de toda una vida rodeada de gente que creía saber más que ella.
–Bien.
Marta asintió, pero dudó cuando Grace se agarró a la barandilla de la espectacular escalera curvada que dominaba el enorme vestíbulo.
–Buscaré a alguien que te suba.
–No, en serio. Estoy bien –Grace sonrió alegremente para demostrar lo bien que estaba.
–¿No es maravilloso que Theo esté por fin en casa?
Grace comprendió que la mujer hablaba en serio.
–Maravilloso –repitió, aunque habría sido mucho más maravilloso si hubiera regresado a tiempo de despedirse de su padre.
En cuanto subió la primera curva de la escalera, y estuvo segura de que no la veían, Grace se sentó y arrastró las nalgas el resto del camino hasta su habitación del primer piso. No era la forma más elegante de hacerlo, pero comparada con la alternativa de ser llevada en brazos…
La imagen de los largos dedos de Theo apretados contra su espalda era tan vívida que, al ponerse en pie apoyándose en la barandilla, casi se cayó de nuevo.
El médico aprobó el tratamiento que se había prescrito a sí misma y sugirió un vendaje de compresión para cuando comenzara de nuevo a caminar.
Grace resistió la tentación de decirle «te lo dije», a Marta mientras la mujer se desvivía por ella, algo novedoso para Grace. El té y la simpatía no eran propias del clan Stewart.
–Es una pena –observó Marta tras comprobar por enésima vez que Grace tenía todo lo necesario–, que no puedas cenar con Theo en su primera noche aquí.
–¡Dios, no! –exclamó Grace sin pensar, antes de moderar su respuesta–. Demasiado doloroso.
–Por supuesto –la otra mujer asintió, apaciguada por la aclaración, mientras Grace se preguntaba perpleja por qué la gente que amaba a Salvatore parecía tan feliz de ver a su odioso hijo.
Una hora más tarde recibió un mensaje de Nic, el administrador de la finca. Frunció el ceño y contestó rápidamente:
Debe ser un malentendido.
Dos horas y cinco mensajes después, estaba claro que no lo era. El banco había bloqueado el pago a los proveedores.
Eso detendría la nueva almazara, y las renovaciones de los edificios destinados a ecoturismo, detenidas ante la cancelación de la entrega del mármol de la cantera local.
Habían sido los proyectos favoritos que Salvatore le había mostrado, y había varios más.
–Parece que alguien nos estuviera saboteando deliberadamente –observó Nic, frustrado.
Grace había ido bajando sus defensas con Nic, catalogándolo mentalmente como uno de los buenos. Quizá fuera porque su madre era inglesa.
–No te preocupes, lo arreglaré…
–Déjamelo a mí –lo interrumpió ella–. Vete a casa con tu familia.
Por primera vez se sorprendió por el peso de la responsabilidad que suponía su herencia, por la confianza que Salvatore había depositado en ella.
–Es tarde. Te llamaré por la mañana.
Dejando a un lado la bandeja de la cena, que no había tocado, Grace se quitó las bolsas de hielo del pie y se levantó de la cama. Se arrebujó en la bata y, agarrando el bastón de mango plateado que Marta le había proporcionado, tomó un par de analgésicos antes de salir al pasillo.
Prácticamente se deslizó escaleras abajo, apoyándose en la barandilla, demasiado enfadada para notar el dolor en el tobillo. La ira era el mejor antiinflamatorio del mercado.
Apoyándose en el bastón, fue en busca de su presa, la ira aumentando a cada paso.
El estudio de Salvatore estaba abierto. Grace se detuvo, el corazón acelerado. Empujó la puerta y entró. Las luces sobre el retrato de la difunta esposa de Salvatore iluminaban el cuadro de la bella mujer y proyectaban sombras en la habitación vacía.
Continuó su camino.
Mientras Grace se dirigía por el pasillo, se preguntó qué dirían si la vieran… luego se rio. Nadie le preguntaría qué hacía. No trabajaba allí. El palacete era suyo y nadie la iba a echar.
Porque eso intentaba hacer Theo. Se sintió estúpida por no haberse dado cuenta inmediatamente.
La puerta del comedor pequeño, donde solía comer, estaba abierta y se oía un piano que tocaba una melodía suave que le oprimió el corazón. Empujó la puerta y vio las velas medio quemadas sobre la mesa, la botella de vino medio llena, una copa vacía y un plato.
La figura sentada al piano tenía los ojos cerrados y tocaba ajeno a su presencia.
La triste melodía le recordó a Grace los ojos del retrato del estudio. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta? ¿La había conocido su hijo? Nadie hablaba de ella ni de las circunstancias de su muerte.
Se sobresaltó cuando la música se detuvo. El taburete arañó el suelo cuando Theo se puso en pie, alto y elegante, con una camisa negra abierta por el cuello y pantalones negros a medida.
Grace se despreció a sí misma por el temblor que sentía. Aunque, en su defensa, era imposible que una mujer no fuera sexualmente consciente de él.
–¿Me estás buscando? ¿Para comer? –Theo enarcó una ceja–. ¿O has venido para hacer un trato?
–Te buscaba –contestó ella, clavando en él su mirada azul.
–¿Deberías estar de pie? –preguntó Theo.
Iba descalza. La bata, del mismo azul que sus ojos, le llegaba a los pies.
Theo se preguntó qué llevaría debajo, si llevaba algo, y fantaseó con pasar los dedos por los mechones de pelo rubio que caían alrededor de la cara como una cortina sedosa, enmarcando el óvalo de su rostro. Era fácil comprender que un anciano vulnerable se hubiera enamorado de esa mezcla de ojos grandes y sinceros, con cierta sensualidad, dejándole parte de su fortuna.
Sintió la aguda punzada del deseo. No era ni anciano ni vulnerable, pero el celibato no le iba bien.
Necesitaba sexo, aunque no con esa mujer.
–Tu preocupación es conmovedora –contestó ella, negándose a distraerse por la oscura mirada.
Theo hundió las manos en los bolsillos y avanzó hacia ella. Grace quiso gritar: «¡Alto ahí!», pero no lo hizo. Porque eso significaría que le tenía miedo, y no era así.
De él no… ¿y de los sentimientos que estaba liberando en su interior?
Rechazó la idea y alzó la barbilla.
–Ahora que me has encontrado, ¿qué quieres hacer conmigo?
La pregunta ronroneada ruborizó a Grace.
–He recibido algunas llamadas de Nic –a pesar de sus esfuerzos, su voz temblaba de rabia.
–Tienes a tu novio bien entrenado.
–Nic es el administrador de la finca –replicó ella.
–¿Es nuevo? –Theo frunció fugazmente el ceño.
En su época, el administrador de la finca era Luis. Casualmente, su hijo se llamaba Nico…
–Lleva ocho años como administrador.
–Como he dicho, para mí es nuevo –Theo sonrió sin humor mientras observaba los carnosos labios apretados en una expresión de desaprobación para la que no estaban hechos. La idea de para qué estaban hechos escapó de su fortaleza, y su concentración se nubló ante el golpe de testosterona.
–Nic no ha tenido un buen día. Hay problemas. Entregas canceladas, pagos no realizados… ¿Sabes algo de eso?
–No seré un socio silencioso –observó él.
Ni siquiera había intentado negarlo.
–Yo tampoco –espetó ella. Hizo una pausa y trató de recomponerse–. No entiendo… ¿por qué haces esto? –preguntó, desconcertada por tanta malicia.
–¿Por qué te importa?
–Los proyectos que intentas sabotear eran importantes para tu padre –buscó en vano alguna señal en su rostro indicativa de que sus palabras hubieran tenido algún impacto en él–. Todo el mundo trabaja duro para que se hagan realidad. Se lo prometí.
Mordiéndose el labio tembloroso y parpadeando con fuerza, Grace abrió la boca para continuar, pero se detuvo, con una expresión de horrible sospecha dibujándose en su rostro.
–¿Por eso lo haces? ¿Por despecho? Está muerto –le recordó, segura de haberse imaginado el respingo–. Ya no puedes hacerle daño. ¿Por qué lo odias tanto? –las palabras salieron antes de poder detenerlas.
–El tema no es por qué… es más bien que puedo hacerlo.
A Grace no se le pasó por alto que él no lo había negado.
–Tú podrás impedir que venda las tierras –continuó él–, y yo paralizar tus pequeños proyectos.
Theo observó cómo Grace palidecía y sus ojos azules se abrían desorbitados con una expresión de asombro que habría sido convincente si no supiera que le había arrancado una fortuna a su padre.
–¿Has visto las cuentas? –preguntó–. ¿O simplemente firmaste?
–Claro que las he visto. No soy idiota –se indignó Grace–. Y si te hubieras molestado en hacer tu propia investigación –continuó con el mismo desprecio que él–, sabrías que tiene mucho sentido económico pagar esos precios. Soy consciente de que se puede conseguir mármol por una cuarta parte del precio que estamos pagando, pero sería un producto inferior. Y, sobre todo…
Theo la interrumpió antes de que pudiera terminar su explicación.
–Supongo que estarás al tanto de los costes de mano de obra previstos para esta… ¿Almazara? ¿Quién se embolsa el dinero de esa estafa? Ni siquiera es ingeniosa.
–Puedes calumniarme todo lo que quieras –Grace estaba blanca como el papel–. Pero la gente que trabaja aquí merece más respeto, más que ser peones en esta venganza infantil. Puedes patalear por no salirte con la tuya, pero no calumnies a la gente que solo hace su trabajo.
Grace se cruzó de brazos y lo miró con desprecio.
–¿Sabes lo patético que resulta?
Grace vio el asombro en el rostro de Theo transformarse rápidamente en ira.
–¡No vuelvas a hablarme así! –rugió él.
–¿O qué? –Grace estaba demasiado enfadada para mostrarse cautelosa–. ¿Qué tal unos cuantos datos más? –continuó desafiante–. Como te decía, el mármol podrías conseguirlo más barato. Pero este mármol procede de aquí, y dará trabajo al proveedor local y, a su vez, a los artesanos locales. No habrá que recorrer kilómetros para llevarlo a la obra, y aunque a ti no te importe, a otras personas sí. ¿Entiendes de dinero? Bien. Entonces reconocerás un buen marketing. ¿Esos costes laborales que te parecen demasiado altos? ¿Esos hombres que desprecias? Son canteros altamente cualificados, artesanos, talento local. Se trata de utilizar habilidades que podrían perderse y de la gente que se alojará en esos edificios restaurados. Si la mitad de ellos lo entienden, merecerá la pena, y a largo plazo recuperaremos la inversión.
El enfado de Theo se había convertido en asombro. No solo por los conocimientos de Grace, sino por su aparente pasión.
¿Sería sincera?
Descartó esa posibilidad. Con una mujer como ella siempre habría truco.
–¿Cómo demonios sabes todo esto? –preguntó.
Grace respiró hondo para calmarse tras el arrebato. Toda una vida con su encantadora y exasperante familia le había enseñado que la confrontación no era una solución, y se enorgullecía de reaccionar a las provocaciones con serenidad… Hasta toparse con Theo y sus burlas.
–Me interesa –respondió, esforzándose por rebajar la temperatura emocional de la conversación–. La pasión puede ser contagiosa, y tu padre era un apasionado de estos proyectos.
Una sonrisa lenta y triste se dibujó en el rostro de Theo.
–Tenía tantos conocimientos y entusiasmo. Era tan… ¡Oh, Dios! –Grace se llevó la mano a la boca para contener un sollozo–. Era un hombre encantador y lo echo de menos –concluyó.
Theo podría haber destruido la imagen idealizada que aparentemente se había forjado de su padre con una sola frase brutal.
¿Por qué no lo hizo?
Porque no importaba la relación de esa mujer con su padre. Ni si era sincera o una actriz brillante. Debía concentrarse en el hecho de que se interponía en su camino. Lo demás era una distracción.
–Bueno, él no está aquí. Pero yo sí. Y unas cuantas lágrimas y alusiones a mis credenciales ecológicas no van a funcionar conmigo. Si quieres mi firma, tendrás que darme razones financieras sólidas.
–Creía haberlo hecho.
Maldita fuera.
Lo había hecho.
–¡Eres un hombre horrible!
No muy original, pero indiscutible.
–No tienes ni idea de lo dolido que estoy –Theo esbozó otra de sus desagradables sonrisas–. Pensé que en tu trabajo hacía falta distancia profesional. ¿Te rompes cada vez que muere un paciente? ¿O solo cuando te han dejado una fortuna?
–En realidad, sí –ella lo miró con aversión–. Me cuesta mantener un desapego.
Y esa incapacidad para desconectar después de un largo día en el que se había volcado emocionalmente con un paciente le pasaba factura.
–Pero a pesar de ello soy una buena enfermera– si hubiera sido más objetiva habría sido mejor enfermera, y su vida sería más fácil–. No espero que te interese. Ni quiero saber si eres desagradable por naturaleza o si entrenas. Pero supongo que crees que, si eres lo suficientemente desagradable, si pones suficientes obstáculos en mi camino… me rendiré.
Grace enarcó sus perfiladas cejas y obligó a su mirada azul a sostener la de él durante unos fríos instantes antes de que el tirón de su boca pudo con ella.
Ese contorno esculpido y sensual ejercía sobre ella una fascinación insana e inquietante.
–No me moveré –insistió–. Puedes ser tan vil y desagradable como quieras. No permitiré que destruyas el Palazzo della Stellato.
La cosa no iba según lo planeado. El nudo de frustración en el pecho de Theo se tensó. No había ni pizca de compromiso en la desafiante mirada azul que tan fríamente sostenía la suya. El pulso latiendo salvajemente en la base de la garganta y los puños cerrados eran el único indicio externo de que Grace no estaba tan tranquila como parecía.
–¿Cuál es tu problema? –preguntó ella–. ¿Por qué quieres destruirlo todo? Tu padre solo hablaba maravillas de ti… ¡estaba orgulloso de ti!
Theo mostró una sonrisa de brillante falsedad mientras daba un paso hacia ella…
Los instintos igualmente fuertes que la impulsaban a dar un paso hacia él y a retroceder se anularon mutuamente, y Grace permaneció con los pies pegados al suelo, el corazón latiéndole dolorosamente en el pecho…
–No te imaginas las ganas que tengo de tener más charlas como esta, cara –murmuró él, entornando los ojos, ocultando el destello de sorpresa al darse cuenta de que los largos dedos de su mano derecha parecían actuar de forma automática y se habían dirigido a la barbilla de ella.
Frunció el ceño. Su intención había sido romper el contacto, soltar la mano como si la suave piel de ella escociera, pero antes de poder hacerlo sintió un temblor recorrer el cuerpo de Grace, sintió el calor de su mirada azul cuando levantó la vista hacia él y su respiración se convirtió en una serie de pequeños jadeos que levantaban sus pechos contra el azul de su fina bata.
Theo se enorgullecía de su lógica y, aparte de la testosterona que le adormecía los sentidos y lo inmovilizaba, su cerebro analizó de forma perfectamente lógica la situación.
Sí, había atracción sexual, pero era una distracción, y si no se abordaba seguiría ahí, estorbando. La mejor y más eficaz forma de manejarlo sería dejar de preguntarse a qué sabía, y averiguarlo.
Besarla y acabar de una vez.
Matar la curiosidad y seguir adelante.
Unos sorprendidos ojos azules se encontraron con los suyos mientras inclinaba la cabeza…
Grace cayó casi literalmente en el beso.
La mano que se deslizó hasta su cintura era lo único que la mantenía en pie.
Le siguió una exploración lenta, sensual, cada vez más profunda, mientras sus labios se movían sobre los de ella, la lengua sondeaba, saboreaba…
Respirando con dificultad, Theo retrocedió un segundo antes de perder la última pizca de cordura por la explosión de calor generada entre ellos.
Grace se obligó a abrir los ojos y mirarlo a la cara. En los ojos negros vislumbró emociones que tensaron dolorosamente los músculos de su estómago.
–Grace, aquí estás.
Marta, ajena a la atmósfera que podría cortarse con un cuchillo, entró en la habitación.
Grace sintió tanto alivio que podría haber besado a la mujer.
Pero había besado al hombre.
No sabía que los besos podían ser así.
Y ojalá no lo hubiese averiguado.
Sin levantar la vista, se alejó.
–Si hubiera sabido que querías comer aquí abajo, habría…
–No –interrumpió Grace, algo jadeante–. Solo quería estirar las piernas… tomar un vaso de leche.
«Aprender algo sobre una atracción sexual descarnada que habría preferido seguir ignorando».
–Deberías haber llamado –la reprendió la mujer, como una elegante madre gallina.
–Cierto –asintió Grace dócilmente.
«Debería haber hecho muchas cosas», pensó. «O no debería haber hecho una en concreto».
–¿Me echarías una mano para volver a mi habitación’? –Grace no fingió el palpitante dolor.
–Claro.
Grace fue muy consciente de los ojos oscuros que la seguían mientras aceptaba el brazo de Marta.
Para despejarse después de una noche agitada, Theo decidió salir a correr. Sin pensar en la ruta, se encontró en un camino que recordaba de su juventud. Antaño, desgastado por sus pisadas, pero vuelto a colonizar por la vegetación. En un punto, chupones de roble habían echado raíces.
Habría que limpiarlo…
Casi inmediatamente lo borró de su lista mental de tareas. No habría que limpiarlo porque no se iba a quedar. No habría más mañanas corriendo para despejarse tras una noche en vela.
Había sido un error regresar. Pero todo el mundo cometía errores. El truco, se dijo a sí mismo, era vivir el momento sin mirar atrás, aunque la vocecilla en su cabeza le señaló que él, precisamente, era culpable de mirar atrás.
Aceleró el paso. La mezcla de olor a mar y hierbas silvestres llenó sus fosas nasales mientras avanzaba, perdiendo momentáneamente el hilo de sus pensamientos al recordar la sensación cuando su lengua se encontró con la de ella.
Entornó los ojos y empezó a correr hacia el sol, deslumbrado mientras retomaba su pensamiento. Lo importante de los errores era asumirlos y no volver a cometerlos… no castigarse por ellos.
Y el beso había sido un error que no iba a repetir.
Aunque, Dio, ¡qué agradable!
Grace no se opuso a que le sirvieran el desayuno en la habitación. El tobillo le daba la excusa perfecta para quedarse allí. No iba a escaparse. No había hecho nada malo.
La implicación de que él sí lo había hecho y ella era una víctima inocente le hizo fruncir el ceño.
En su defensa, Grace no había iniciado el beso. Pero la súplica de impotencia no funcionó. No se había resistido precisamente, se dijo a sí misma con desprecio. Cuando repasaba mentalmente el momento, no podría jurar que no se hubieran encontrado a medio camino.
Era el hombre más hombre que había conocido, y una parte de ella había respondido a toda esa masculinidad. Una debilidad que desconocía que poseyera.
¿Iba a esconderse?
La respuesta llegó cuando apartó la bandeja del desayuno y se levantó de la cama. En el baño, mientras se quitaba el camisón, comprobó que el tobillo estaba mucho mejor. Estaba hinchado, dolorido y amoratado, desde luego, pero aguantó su peso sin problemas, y podría caminar.
El dolor, pensó amargamente, estaba en su cabeza. Donde Theo se había instalado.
Se acercó a la ducha, y se paró. Alguien limpiaría la habitación en cuanto ella saliera, pero en la mente de Grace cada uno recogía lo suyo. Echó el camisón al cesto y se metió en la ducha.
Rara vez se maquillaba por las mañanas, y el mero hecho de pensar en ello la irritó. No pretendía impresionar a nadie. Bastaba con elegir unos vaqueros pasados de moda y una camiseta que gritara «no busco nada».
Salvatore, siempre impecablemente vestido, desayunaba con ella en el pequeño comedor, eligiendo su desayuno entre los platos que había junto al aparador. Tras su muerte, Grace había optado por desayunar en la cocina, a veces con Marta.
Tal vez, pensó, regresaría al comedor dado que Theo había vuelto.
Se dirigió a la cocina y se detuvo ante la puerta, pensando que, si Marta estaba allí, quizá no estuviera sola. Era demasiado temprano para enfrentarse a esa petulante y arrogante sonrisa.
Cuadrando sus delgados hombros, entró en una cocina vacía. Y detestó sentirse aliviada.
No tenía por qué esconderse. Era su casa, y ya era hora de que se notara. Nada le gustaría más a Theo que verla andar a hurtadillas.
El desafío, ¿o era aprensión?, le abrió el apetito y, a pesar del ligero desayuno que ya había tomado en su habitación, Grace no pudo resistirse al olor del pan recién horneado.
Solo una rebanada, se dijo entrando en la despensa, tan grande como toda la cocina de sus padres.
Tomó una crujiente rebanada y la untó con una generosa capa de mantequilla, antes de añadirle un poco de miel por encima y volver a la mesa con su café. Iba por el segundo bocado cuando la puerta se abrió de golpe e irrumpió en la habitación una figura vestida con pantalones cortos negros y una camiseta empapada en sudor, ceñida a un torso impresionantemente musculoso.
El segundo bocado quedó en el aire y la miel se deslizó sobre el plato.
De pie, con las manos apoyadas en sus musculosos muslos, Theo tardó un par de instantes en erguirse y fijarse en ella. El sonido que surgió de su garganta podría haber indicado cualquier cosa, desde repulsión hasta placer.
Grace descartó lo segundo.
–¿Buen entrenamiento? –le preguntó alegremente, intentando ignorar su reacción física al verlo con el cuerpo cubierto de sudor.
Con el traje a medida ya era obvio que tenía un cuerpo impresionante. Sin él, resultaba incómodamente claro hasta qué punto.
La definición del tren superior de su cuerpo era poderosa, sin ser exageradamente voluminosa. Las piernas eran imposiblemente largas, las caderas estrechas, y los muslos fuertes ligeramente cubiertos de un vello oscuro que destacaba sobre la brillante piel.
El estómago de Grace dio unas dolorosas y humillantes volteretas, que ella permitió sin sentir ni una pizca de desprecio por sí misma. Era humana y mujer, aunque él fuera un hombre horrible.
Theo permaneció allí un momento, respirando hondo, levantando el pecho y hundiendo los músculos de su vientre plano, perfectamente visible bajo la tela húmeda y pegajosa. Sería horrible… pero, Dios, ¡cómo estaba!
–¿Café? –ofreció ella despreocupadamente, cruzando los tobillos, esperando que él dijera que no, porque las rodillas le temblaban visiblemente.
Grace no pensó por encima de esas rodillas, sería demasiado embarazoso ver lo que ocurría allí.
Después de lanzarle una mirada nada amistosa, pero que hizo que se acelerara el corazón de Grace, lo vio dirigirse a la nevera, de donde sacó una jarra de agua. Llenó un vaso y se lo bebió mientras se acercaba al fogón, donde burbujeaba una cafetera.
–¿Has dormido bien? –se volvió hacia Grace.
–No.
–Yo tampoco –Theo esbozó algo parecido a una sonrisa, la mirada oscura y peligrosa.
Tomó una taza de la estantería y la llenó.
Ella trató de apartar la mirada del ondulante movimiento de los músculos de sus hombros y espalda. Seguía mirándolo fijamente cuando él se dio la vuelta.
–¿Buen entrenamiento?
–Ya me lo has preguntado.
–Estaba siendo educada –los buenos modales eran algo que él, claramente, desconocía.
–Pareces nerviosa –observó él.
–En realidad –ella lo miró fijamente a los ojos–, esta situación me resulta bastante… incómoda –respiró hondo–. Eres dueño de la mitad de la finca y, técnicamente –concedió–, quizá debería habértelo consultado antes. Anoche dejamos las cosas sin resolver, pero sinceramente…
–Claro –interrumpió él–, seamos sinceros.
–Solo te has puesto en contacto conmigo para intentar comprar mi parte –Grace apretó los labios–, y no pensé que te interesara la gestión de la finca.
–Así es.