E-Pack Bianca y Deseo febrero 2020 - Carol Marinelli - E-Book

E-Pack Bianca y Deseo febrero 2020 E-Book

Carol Marinelli

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

La fruta prohibida Carol Marinelli La fruta prohibida... ¡y las consecuencias de sucumbir a la tentación! Esposa por encargo Susannah Erwin Contrató a una profesional para que le buscara una esposa, pero no podía ser la mujer a la que deseaba.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 357

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

 

 

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Pack Bianca y Deseo, n.º 186 - febrero 2020

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-335-1

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

La fruta prohibida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Si te ha gustado este libro…

 

Esposa por encargo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

SEÑOR Caruso, Aurora va a acompañarme a lo largo del día de hoy, para que pueda enseñarle todo lo que necesita saber –anunció Marianna, entrando en el despacho, seguida de una joven.

Nico levantó la vista de la pantalla de su ordenador para mirarlas y frunció el ceño.

–Aurora Messina, del nuevo hotel de Sicilia –añadió Marianna, como suponiendo, por el gesto, que no sabía quién era.

Pero lo sabía muy bien… Aurora Eloise Messina, de veinticuatro años, seis menos que él, con esos bellos ojos negros y ese cabello que, si bien no podía decirse que fuera de color azabache, era demasiado oscuro como para llamarlo «castaño»…

–¿Es que no te acuerdas de mí, Nico? –inquirió ella en un tono burlón.

Traía consigo el aroma de Sicilia. Debía haber recogido esa mañana del tendedero el vestido de croché blanco que llevaba, porque olía a sol, a la brisa del océano, y también a jazmín, como el jardín de casa de sus padres.

–Eso demuestra lo desagradecido que eres… –continuó picándolo Aurora–. ¡Después de todas las veces que has dormido en mi cama!

Aquella insinuación arrancó un gemido de sorpresa de Marianna, pero Nico ni se inmutó antes de responderle con aspereza:

–Solo que jamás la compartí contigo.

–Cierto… –admitió Aurora, con una sonrisa.

Se había propuesto mantenerse imperturbable en presencia de Nico, pero le estaba costando. No estaba abrumada por la impresionante vista de Roma que se veía a través del inmenso ventanal detrás de él, ni por el lujoso despacho. Lo que la tenía abrumada era Nico, que estaba demasiado guapo para ser un lunes por la mañana.

Llevaba el cabello negro con un corte impecable, y la recia mandíbula, con ese característico hoyuelo en el centro, estaba tan bien afeitada que estaba impaciente por saludarlo con un par de besos en la mejillas, como era costumbre en su tierra.

Sin embargo, cuando rodeó el escritorio para hacerlo y Nico levantó una mano para detenerla, dio un paso atrás, aturdida. El rechazo de Nico le había dolido, pero hizo un esfuerzo para que no se le notara.

–Siéntate –le dijo Nico, antes de volverse hacia su secretaria–. Empecemos, Marianna. Tenemos mucho por hacer.

–Espera un momento. Antes de nada… –intervino Aurora. Y en vez de sentarse, como le había dicho, se descolgó del hombro el bolso y sacó de él un bote de salsa de tomate que plantó sobre su reluciente escritorio de madera de nogal–. Passatta casera de mi madre –anunció–. Y limoncello hecho por mi padre –añadió, sacando también una botella de licor de limón.

Nico miró a Marianna, que trataba de disimular lo anonadada que estaba.

–No quiero nada de eso –le dijo a Aurora, con un ademán desdeñoso–. Vuelve a guardar esas cosas.

–¡No! –exclamó ella, ofendida.

Se suponía que como buen siciliano debía darle las gracias, diciéndole cuánto añoraba la salsa de tomate casera. Claro que Nico nunca había sido de los que seguían las costumbres… Si así fuera, ahora ella sería su esposa. «Aurora Eloise Caruso»… En su adolescencia lo había escrito en su diario infinidad de veces y lo había leído en voz alta, para ver cómo sonaba.

–Sabes muy bien que mis padres no me habrían dejado venir a verte sin traerte regalos –le espetó, esforzándose por contener la ira que estaba apoderándose de ella.

–Estás aquí por trabajo, no de visita –replicó Nico–. Vas a estar cinco días aquí para recibir formación. Y ahora quita esas cosas de mi mesa.

Sabía que estaba siendo un poco duro con ella, pero tenía que establecer unas pautas. Y no solo con Aurora, sino con todo el contingente de Silibri, la localidad siciliana en la que se había criado y en la que había construido su nuevo hotel. Había reclutado a varios vecinos del pueblo para que trabajaran en él. Habían ido todos a Roma para recibir la formación necesaria y aunque no llevaban allí ni veinticuatro horas ya lo tenían más que harto.

Francesca, que iba a ser la gerente regional, le había traído un salami y se lo había dejado en recepción. ¿Es que pensaba que no vendían salami en Roma? Y Pino, que iba a ser el conserje, había conseguido, no sabía cómo, su número de móvil y lo había llamado el día anterior, a su llegada, para preguntarle por un buen restaurante donde pudieran ir a cenar y si quería acompañarlos. Había declinado la invitación, lógicamente.

–Quita esas cosas de mi mesa, Aurora –repitió en tono de advertencia.

–Pero es que yo no las quiero –replicó ella, sacudiendo la cabeza–. Tengo que comprar unos zapatos y necesito dejar espacio en mi maleta. A menos… –añadió con los ojos entornados– que no se me permita ir de compras fuera de mi horario de trabajo.

–Cuando no estés trabajando, Aurora, me da igual lo que hagas con tu tiempo. Y ahora… ¿podemos deshacernos de esto y ponernos a trabajar? –dijo Nico, señalando con un ademán impaciente la botella de limoncello y el bote de passatta–. Ya vamos con retraso…

–Me los llevaré yo –dijo Marianna–. E iré por las muestras de tela para la reunión.

–¿Qué muestras de tela? –inquirió Nico.

–Hay que tomar una decisión sobre los uniformes para el hotel de Silibri.

–¿Qué pasa con los uniformes? –Nico inspiró profundamente e intentó reprimir su irritación.

¿Desde cuándo tenía que ocuparse él de nimiedades como los uniformes de los empleados?

–No les gusta el color –dijo Marianna.

–¡Pero si es el mismo en todos nuestros hoteles…! Es lo lógico; quiero que…

No terminó la frase. Mejor dejarlo para la reunión. Le indicó con un movimiento de cabeza a Marianna que recogiera los presentes de los padres de Aurora. La secretaria obedeció y salió del despacho, pero para su sorpresa Aurora no la siguió, sino que se sentó.

–¿No se supone que tienes que acompañar a Marianna? –le preguntó.

Aurora, que advirtió la nota de irritación en su voz, se apresuró a responderle:

–Es que… quería disculparme. He sido un poco indiscreta con esa broma sobre las veces que te quedabas a dormir en nuestra casa.

Nada más decir eso, Aurora contrajo el rostro. Tampoco era un tema sobre el que bromear. Cuando eran niños, más de una vez, su padre lo había encontrado dormido en un banco del parque al caer la noche, tras una de las frecuentes palizas de su padre, y se lo había llevado a casa. Lo acostaban en su cuarto, y ella dormía en una camita improvisada a los pies de la cama de sus padres.

–Disculpa aceptada –dijo Nico, antes de bajar de nuevo la vista a la pantalla del ordenador.

Sin embargo, se notaba que seguía enfadado.

–De todos modos, tampoco puede decirse que llegáramos a compartir la cama –continuó Aurora en un tono juguetón, dándole unos golpecitos en la rodilla, por debajo de la mesa, con la punta del pie–. ¡Si me robaste la virginidad en el sofá!

Cuando la agarró por el tobillo para que parase, a Aurora se le cortó el aliento. Deseó fervientemente que su mano subiera hacia el muslo, pero lo que hizo Nico fue reprenderla.

–No te la robé –le recordó, soltándole el tobillo–. Fuiste tú quien te entregaste a mí. De hecho, me suplicaste. Aunque de eso ya ni me acuerdo –concluyó, volviendo a bajar la vista a la pantalla.

«Mentiroso», le recriminó su conciencia. Para él el sexo se había convertido en un asunto escrupulosamente controlado, algo que siempre ocurría en la suite de un hotel; jamás en su casa. Nada comparable al sexo sudoroso y ardiente que había compartido con Aurora en esa ocasión; nada podría llegar a comparársele.

–Solo pasó una vez, y de eso hace mucho tiempo –añadió.

–Cuatro años –le recordó ella.

No alzó la vista cuando Aurora se levantó y fue hasta el ventanal. Sabía que la había tratado de un modo detestable, y se sentía culpable. Sus familias habían dado por hecho que iban a casarse, aunque por supuesto a ninguno de los dos les habían pedido su opinión. De hecho, al morir la abuela de Aurora, su padre había heredado la casa y les había dicho que se la dejaría para que vivieran en ella cuando se casaran.

A Nico no se le antojaba nada peor que quedarse en aquel maldito pueblo, viviendo enfrente de sus suegros, y trabajando todo el día en los viñedos. Aurora se lo había tomado bien cuando le había dicho que jamás se casarían. Se había reído y le había contestado algo como «¡Gracias a Dios!». Los ojos le brillaban, pero Nico se había dicho que era por el sol, no porque se le hubiesen saltado las lágrimas. Por aquel entonces Aurora no había sido más que una chica flacucha de dieciséis años, y no había vuelto a verla hasta unos años después.

Pero cuando había vuelto a verla… Giró la cabeza hacia Aurora, que estaba de pie, admirando la vista del Vaticano a través del cristal. Se había convertido en una mujer de curvas voluptuosas. El escote del vestido estaba cerrado con dos cordoncillos de cuero que se entrecruzaban y los extremos estaban anudados con un lazo. Se moría por deshacer ese lazo, por dejar al descubierto sus pechos, por sentarla en su regazo para besarla y…

Bajó la vista, pero sus ojos se posaron entonces en las piernas de Aurora, largas y torneadas. No había olvidado el momento en que esas mismas piernas habían rodeado sus caderas. Aurora era auténtico fuego, y no podía dejar que la mecha volviera a prenderse. Lo que ansiaba era que hubiera orden en su vida…

Al notar que estaba mirándola, Aurora sintió un cosquilleo en el estómago, y una ola de calor afloró entre sus piernas.

–Me gusta Roma –comentó, probando con un tema de conversación menos personal–. Pero cuando de verdad me gusta es en las primeras horas del día, cuando no hay casi gente ni coches por la calle. Esta mañana salí a explorar un poco, y me sentía como si tuviera toda la ciudad para mí –añadió–. Esta noche nos vamos todos a hacer un tour en autobús por la ciudad y… –se quedó callada, al darse cuenta de lo provinciana que debía parecerle diciendo eso–. ¿Estás ilusionado con la apertura del nuevo hotel? –le preguntó.

–Estoy deseando que pase.

Se alegraría cuando estuviera funcionando, cuando por fin pudiera desentenderse. Fue un alivio ver reaparecer a Marianna para repasar con él su agenda del día, aunque fuera con Aurora presente. Iba a tener una reunión con el personal del hotel de Silibri en quince minutos, y después tendría todo el día ocupado con otros asuntos.

–Mañana a las siete tienes un desayuno de trabajo, y el helicóptero estará esperándote a las nueve –leyó Marianna en voz alta.

–¿Podemos pasar a mi agenda en Silibri? –la interrumpió Nico con impaciencia–. Quiero ir a ver al médico de mi padre tan pronto como llegue.

–¿Te vas a Silibri? –repitió Aurora parpadeando–. ¿Cuando todos acabamos de llegar?

–Por enésima vez… –dijo Nico con un suspiro–: Habéis venido aquí para recibir formación.

Miró a Marianna, y sintió una profunda gratitud hacia ella cuando intervino.

–El señor Caruso y yo repasamos su agenda todas las mañanas –le dijo a Aurora–. Esto no es una reunión, ni una discusión; hacemos esto para asegurarnos de que las fechas y las horas son las correctas.

–Lo entiendo –murmuró Aurora.

Cuando hubieron terminado de repasar su apretadísima agenda para toda la semana, salieron del despacho para ir a la sala de reuniones. Al llegar ya estaba allí esperándolo el contingente de Silibri, y todos lo saludaron efusivamente. Demasiado efusivamente. Y había más regalos sobre la mesa: entre otras cosas unos biscotti caseros que había traído Francesca para acompañar el café que uno de ellos estaba sirviendo.

Vincenzo, su gerente de marketing, estaba sentado con la espalda rígida, visiblemente aturdido por el ambiente festivo de la reunión. Se pasó una mano por el cabello pelirrojo y le lanzó una mirada de espanto.

–Bien, empecemos –dijo Nico.

Vincenzo habló del entusiasmo que el hotel había generado en la zona, y dijo que había previstas unas cuantas entrevistas en medios nacionales, en programas de televisión de turismo, matinales y demás.

–Yo me haré cargo de esas entrevistas –añadió.

–Puedes dividírtelas con Aurora –intervino Nico.

Aurora iba a ser la gerente auxiliar de marketing. Conocía bien el lugar y tenía buenas ideas.

–Pero es que yo sé cómo tratar con los medios –apuntó Vincenzo–. Aurora puede resultar un poco… agresiva, y lo que queremos es ofrecer una imagen amable, que invite a venir a nuestro hotel.

–Vincenzo, no era una sugerencia: os dividiréis las entrevistas entre los dos –le aclaró Nico.

–Vamos con el siguiente punto de la reunión –dijo, con un asentimiento de cabeza dirigido a Francesca.

–Se han retrasado las pruebas de los uniformes –le informó esta–. Al personal no le gusta el color.

–Ni la tela… –intervino Aurora–. La lana es demasiado pesada, y el verde nos haría parecer la cuadrilla de Robin Hood.

Nico contuvo a duras penas una sonrisa. Vincenzo carraspeó y dijo:

–Pensamos que los uniformes deberían tener un toque más informal.

–Es un hotel de cinco estrellas –replicó Nico, sacudiendo la cabeza–. No quiero que mis empleados tengan un aire descuidado.

–Por supuesto que no –asintió Vincenzo–, pero hay un lino azul oscuro que quedaría espectacular con una camisa blanca de…

–Pareceríamos marineros –protestó Aurora con un mohín.

Nico se apretó el puente de la nariz con el índice y pulgar. ¿Cómo se le había ocurrido construir un hotel en Silibri? Debería haber vendido las tierras…

–¿Y qué tal en verde, como el uniforme de los otros hoteles de la cadena, pero en lino? –sugirió Francesca.

Aurora sacudió la cabeza.

–Seguiríamos pareciendo la cuadrilla de Robin Hood.

–¿Y qué sugieres tú, Aurora? –le espetó Nico, arrojando su bolígrafo sobre la mesa, exasperado.

Pero, por supuesto, Aurora ya tenía la respuesta:

–Naranja persa.

De su bolso sacó varias muestras de tela y se las pasó al resto. Era una mezcla de lino que no se arrugaba, les aseguró.

–El naranja es un color llamativo –objetó Vincenzo–. Quizá demasiado llamativo, ¿no?

–Este naranja no. De hecho, es bastante discreto –replicó Aurora. Ladeó la cabeza y miró a Vincenzo pensativa–. ¿Te preocupa que choque con tu pelo?

–Por supuesto que no –replicó Vincenzo azorado, pasándose la mano por el cabello pelirrojo.

–Porque, si es por eso –continuó Aurora–, podríamos tener uniformes en distintos tonos de naranja persa para cada escalafón del personal.

–¿Para cada… escalafón? –repitió Vincenzo, como sopesándolo.

Por su expresión, Nico supo que ya no le disgustaba tanto la idea, y vio que una sonrisilla de satisfacción afloraba a los labios de Aurora. Vincenzo lo llevaba claro si pensaba que iba a mandar sobre ella, a pesar de ser su superior. Aurora era como una fuerza de la naturaleza a la que no se podía contener.

–Lo pensaré –dijo Nico.

–¿Pero qué hay que pensar? –exclamó Aurora–. ¡Si es perfecto…!

–Hay mucho que pensar –insistió Nico–. Vamos con lo siguiente.

Se había previsto que la reunión durara unos treinta minutos, pero acabó siendo de más de una hora. Cuando todos los demás habían salido y Nico se disponía a cruzar la puerta, Aurora le cortó el paso.

–Me preguntaba si podríamos hablar un momento; se me ha ocurrido una idea.

–Todo lo que había que decir ya se ha dicho en la reunión –replicó él.

–Es que creo que puede ser una idea estupenda.

–Pues háblalo con Vincenzo, que es el gerente. Yo no suelo tratar con el personal auxiliar. Mira, Aurora, quiero dejarte una cosa bien clara. Vas a estar aquí una semana para recibir formación laboral y enterarte de cómo me gusta que se hagan las cosas en mi hotel. No estás aquí para hacer sugerencias, charlar conmigo y tomarnos una copa mientras nos ponemos al día. ¿Y no se supone que deberías estar con Marianna?

–Bueno, sí, pero…

–¿Y entonces qué haces ahí, plantada en mi camino?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MALDITO Nico! ¿Podría haberle dejado más claro que no la quería cerca de él? No podría haber sido más desagradable con ella aunque lo hubiera intentado. Mientras se alejaba, pensó en cómo le gustaría deshacerse de sus sentimientos por él, pisotearlos y lanzarlos lo más lejos posible de un puntapié. Aquel amor no correspondido la tenía harta y agotada.

–¡Aurora! –la llamó Marianna, apareciendo a su lado–. Tenemos que hablar. O, más bien, tienes que escucharme.

–Ya sé lo que vas a decirme –murmuró Aurora.

Pero Marianna se lo dijo de todos modos: que o se comportaba con un poco más de decoro y se mostraba menos impertinente, o no dejaría que la acompañase durante el resto de la jornada mientras cumplía con sus tareas.

Aunque Aurora entendía por qué le molestaba su actitud, no sabía cómo encajar en el molde en el que se esperaba que encajara, ni cómo podría dejar de ser ella misma cuando estaba cerca de Nico.

De niña, cuando Nico iba a su casa y ella le abría la puerta, lo saludaba con un «¡hola, marido!» para picarlo. Él sacudía la cabeza y ponía los ojos en blanco, desdeñando a aquella chiquilla precoz que buscaba constantemente su sonrisa y su atención.

Nico contestaba con un «tu padre me ha dicho que quiere que le corte leña», o algo así. Y aunque la ignoraba, se sentaba a verlo cortar la leña, y se le encogía el corazón cuando Nico se quitaba la camisa y veía un nuevo moretón o un nuevo corte en su espalda. ¿Cómo podía hacerle eso su padre?

Alguna vez, mientras cumplía con la tarea encomendada, Nico alzaba la vista y no la miraba irritado, sino que le regalaba una sonrisa, y eso la hacía muy feliz. De hecho, Nico no le había roto el corazón cuando se había ido de Silibri la primera vez, entonces ella solo tenía diez años, aunque durante un tiempo había llorado cada noche antes de quedarse dormida.

No, cuando le había roto el corazón había sido durante una de las raras visitas que les había hecho después de marcharse, cuando ella tenía dieciséis años. Estaba como loca solo porque Nico estaba allí. Esa tarde había estado charlando con su padre a puerta cerrada en el estudio. Ella había dado por hecho que estarían bebiendo el aguardiente de orujo que su padre había estado guardando para aquella ocasión.

Al cabo, Nico había salido y le había preguntado si quería dar un paseo con él. Ella le había pedido cinco minutos para ir al baño antes de irse, y allí se había limado un poco las uñas para que su mano estuviese más bonita cuando le pusiese el anillo. Hasta se había lavado los dientes para que el aliento le oliese a fresco cuando le diese su primer beso.

Habían bajado la colina y rodeado el viejo monasterio, pero en vez de dirigirse a las ruinas del antiguo templo, su lugar favorito, Nico le había propuesto que bajaran a la playa por la escalera esculpida en el acantilado.

–Tu padre y el mío están algo anticuados –había dicho Nico mientras caminaban por la playa desierta.

–¡Ya lo creo! –había exclamado Aurora nerviosa.

–Siempre intentando tomar decisiones por nosotros… –había añadido Nico.

Al oírle decir aquello había tenido la impresión de que quizá aquella no fuera a ser la conversación que tanto tiempo llevaba esperando.

–Sí, es verdad –había asentido con cautela.

–Mira, yo hace mucho que me negué a seguir dejando que mi padre me dijera lo que tengo que hacer –le había confesado Nico.

–Sé que es un hombre difícil, y que lo detestas, pero…

–Aurora –la había interrumpido él–, no me veo casándome. No quiero formar una familia. Quiero ser libre…

Aquel había sido el peor momento de su vida.

–¡Aurora!

La voz de Marianna irrumpió en esos recuerdos dolorosos.

–¿Has escuchado siquiera lo que te he dicho?

–Pues claro –contestó Aurora. La verdad era que no, pero podía imaginarse que sería más de lo mismo. Inspiró profundamente y le dijo–: No te preocupes, te prometo que no volveré a portarme como una idiota.

Iba a olvidarse de Nico Caruso de una vez por todas. Durante ocho años lo había amado en secreto, ¡un tercio de su vida!, y ya estaba bien. Había llegado el momento de poner fin a sus ridículas fantasías románticas. Si volvía a cruzarse con él actuaría con calma y se mostraría distante y profesional.

–Bueno, no pretendía que te lo tomaras así… –murmuró Marianna, esbozando por primera vez una sonrisa amable–. Nico es un jefe estupendo, pero para él solo somos empleados. Intenta recordar eso y todo irá bien.

–Lo haré.

–Bien. Vamos; el chófer está esperando.

–¿El chófer?

–Va a llevarnos a casa de Nico; tengo que hacerle la maleta, porque como sabes se va de viaje mañana.

Aurora estaba deseando que el día acabase, irse a su habitación en el hotel, tirarse en la cama, llorar… y a la mañana siguiente despertar sintiéndose más fuerte para avanzar hacia un futuro sin Nico en él. Pero en vez de eso tenían que ir precisamente a casa de Nico…

Era tan bonita como había imaginado que sería, por supuesto. Nico vivía en el barrio Parioli, y su casa estaba a un breve trayecto en coche del hotel. Era elegante, y a cada paso que daban sus tacones repiqueteaban en los suelos de mármol. Había una cocina enorme e inmaculada, en uno de cuyos armarios medio vacíos Marianna dejó la botella de limoncello y el bote de passatta. Luego regresaron al corredor principal, con su altísimo techo, y llegaron a una escalera monumental que Aurora subió con cierta reticencia. Visitar el dormitorio de Nico no le parecía la mejor manera de olvidarse de él.

Tenía un balcón con puertas cristaleras que se asomaba al parque Villa Borghese y una cama de matrimonio con una colcha blanca y cojines oscuros. La intimidaba un poco estar en el dormitorio de Nico, aunque era evidente que Marianna estaba más que acostumbrada a entrar allí, porque de inmediato sacó una maleta de un armario y se puso a seleccionar trajes y camisas.

–Aurora, ¿podrías ocuparte de la ropa interior?

Genial… Aquello era una tortura, una auténtica tortura, pensó Aurora mientras abría uno de los cajones que le había indicado Marianna. Una vez, años atrás, había deslizado su mano dentro de unos boxers negros como aquellos que tenía delante, y había palpado su… Sacudió la cabeza. Tenía que mantener la promesa que le había hecho a Aurora y centrarse.

–¿Metemos esto en la maleta también? –le preguntó a Marianna, enseñándole un pantalón de pijama en algodón negro que encontró en el mismo cajón.

Para su sorpresa, Marianna se rio.

–No, se los compré por si tiene que ingresar en el hospital por una operación, o algo así.

–Ah.

–Cuando trabajas como secretaria tienes que pensar en todas las eventualidades que pueden ocurrir.

Cierto, pensó Aurora. Solo que ella no quería ser secretaria.

–Marianna, ¿por qué estoy haciendo esto? No es que no quiera acompañarte, pero pensaba que se ocuparía de mi formación el equipo de marketing.

Marianna dejó sobre la cama el traje que estaba doblando antes de contestarle.

–Bueno, no siempre acompaño a Nico en sus viajes, y como supuestamente va a pasar bastante tiempo en Silibri hasta que el hotel esté funcionando a toda máquina, pensé que sería prudente enseñar a alguien las cosas de las que me encargo, para cuando esté allí. Tengo un empleado que hace «de enlace» en cada hotel, y cuando hablé con Francesca me sugirió que mi enlace en el hotel de Silibri fueras tú.

–¿Y Nico está al tanto de esto?

–No, solo lo he hablado con Francesca. No iba a molestar a Nico con estas menudencias cuando además me parecía perfectamente viable que te encargaras tú y…

Por la leve sonrisa con que dejó la frase en el aire, Aurora tuvo la impresión de que estaba empezando a tener dudas al respecto. Ella también las tenía. Difícilmente iba a lograr deshacerse de sus sentimientos hacia Nico si tenía que trabajar codo a codo con él… Eso no haría sino avivar la llama. Por eso, hizo lo más valiente que podía hacer:

–Me siento halagada de que quieras confiarme esa responsabilidad, pero… no –le dijo sacudiendo la cabeza–. No creo que pueda hacerlo.

Esa noche, cuando volviera al hotel, lloraría en la soledad de su habitación una última vez. No iría al tour por la ciudad en autobús con los demás. Además, estaba un poco cansada del grupo. Se veían todos los días y todos eran mucho mayores que ella.

No, esa noche recordaría con vergüenza su comportamiento de esa mañana con Nico, se desahogaría llorando todo lo que tuviese que llorar y luego… Luego tendría que pasar página. Empezar a flirtear con otros hombres, a tener citas, a comportarse como cualquier otra joven soltera de veinticuatro años en Roma. ¡Quizá incluso se descargase la app de citas de la que Chi-Chi y Antonietta le habían hablado! «¡Al diablo contigo, Nico Caruso! Quiero estar con un hombre que me quiera. Se acabó estar bajo tu sombra…».

 

 

–¿Dónde está Aurora? –le preguntó Nico a Marianna unas horas después.

–Con el equipo de marketing –contestó ella. Pero al mirar el reloj de la pared añadió–: Aunque a esta hora probablemente ya se habrán ido todos a ese tour en autobús.

Nico puso los ojos en blanco, aunque no con malicia. Más que nada lo divertía que Pino lo hubiese llamado otra vez para unirse a ellos. Y por supuesto había vuelto a declinar la invitación.

–¿Sabes?, nunca había conocido a un grupo de gente tan entusiasta –comentó Marianna–. Con toda esa energía y esa alegría que tienen… estoy segura de que el nuevo hotel va a ir muy bien.

–Si te gusta el naranja persa… –murmuró Nico, empujando hacia ella el pedido para los uniformes que acababa de firmar.

¡Naranja persa! En tonos tofe y caramelo para aquellos a los que no les sentase bien, por supuesto. Le dolía la cabeza de todas las muestras de las distintas tonalidades que había estado mirando.

–Por cierto, ¿por qué ha estado acompañándote Aurora hoy? Se supone que va a trabajar en el departamento de marketing…

–Cierto –asintió Marianna–, pero había pensado que… como tú vas a pasar mucho tiempo en Silibri…

–Solo hasta que el hotel ya esté a pleno rendimiento.

–Ya, pero siempre estás entre un hotel y otro, supervisándolos, y en cada uno tengo a alguien que me hace de enlace: Teresa en el de Florencia, Amelie en el de Francia… El caso es que Francesca había pensado que Aurora sería la persona idónea para…

–No –la cortó Nico. Lo había dicho en un tono tan abrupto y con tanta vehemencia, que se vio obligado a añadir a modo de explicación–: Es que… bueno, estoy seguro de que Aurora hará muy bien su trabajo en el departamento de marketing, pero no creo que sea una buena idea que…

–No pasa nada –lo interrumpió Marianna–. Aurora me ha dicho lo mismo.

–¿Ah, sí?

¿Por qué el oír eso no lo había aliviado?, ¿por qué se había sentido como si le hubiesen pegado un puñetazo en el estómago? ¿Y por qué lo hacía sentir tan incómodo la idea de trabajar codo con codo con Aurora? Agarró su chaqueta y bajó en el ascensor para irse a casa. No le hacía falta ahondar mucho para encontrar la respuesta: era porque se conocían demasiado bien, y por todo lo que había ocurrido entre ellos.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Las horas previas a esa noche, cuatro años atrás, que ninguno de los dos podía olvidar…

 

PUEDES decirle a Nico que no pienso abandonar mi hogar.

El oír al padre de Nico pronunciar el nombre de su hijo hizo que a Aurora el corazón le diese un brinco y se le encogiese al mismo tiempo. Era algo que le ocurría a menudo, porque allí, en Silibri, el nombre de Nico Caruso se mencionaba con frecuencia.

Decidida a no dejarle entrever cómo se sentía, le espetó en un tono despreocupado mientras ahuecaba los almohadones que el anciano tenía detrás:

–¿Qué te hace pensar que tengo línea directa con tu hijo, Geo? Hace siglos que no hablo con él.

–Va a mandar su helicóptero a por mí, para llevarme a Roma.

Aurora dejó lo que estaba haciendo. A veces Geo, a su edad, se mostraba un poco confundido. Por ejemplo, hacía unas semanas había pasado por allí para dejarle la compra, y Geo le había dicho que acababa de marcharse María. Ese era el nombre de su esposa, el nombre de la madre de Nico… que había muerto hacía ya casi veinte años, al poco de nacer ella. También era un cuentista y decía unas cosas que no se creía nadie, pero aquello era demasiado absurdo hasta para él.

–¿Quién te ha dicho eso? –le preguntó irguiéndose.

–El médico.

–¿Ah, sí? ¿El mismo médico que te dijo que beber te mataría? –inquirió Aurora.

Geo esbozó una sonrisa culpable.

–¿El mismo médico que dijo que ya no podías valerte por ti mismo, y que deberías irte a vivir a una residencia de ancianos? –añadió ella–. Porque, si no recuerdo mal, decías que a ese médico no se le podía tomar en serio, que no decía más que sandeces.

–Quizá –concedió Geo–, pero esta vez dice la verdad: Nico va a mandar un helicóptero para recogerme.

Hacía más de una semana que varios incendios descontrolados estaban devorando la costa sur de Sicilia y avanzaban hacia su pequeño pueblo. Les habían dicho que tenían que ser evacuados, pero, al igual que Geo, su padre se había negado a marcharse.

No dudaba que Nico quisiera alejar a su padre del peligro, pero que Geo pretendiera hacerle creer que su hijo tenía un helicóptero privado era demasiado, ¡por muy bien que le fuera desde que se había marchado! Los cuentos que contaba Geo eran cada vez más exagerados. La semana pasada le había dicho que Nico poseía tres hoteles en Europa, y cuando ella se había negado a creerle, Geo se había limitado a corregirse: no eran tres, ¡sino cuatro!

–¡Me robó! –exclamó Geo, y maldijo entre dientes–. Me quitó lo que era mío.

–Las cosas que dices no te las crees ni tú, Geo –le dijo Aurora con suavidad.

–No pienso dejar que me lleve a una residencia en Roma. Le odio. ¿Por qué querría vivir cerca de él?

Aurora sabía que padre e hijo no se llevaban bien, pero, a pesar de que detestaba el modo en que Geo había tratado a Nico, no podía pasar por delante de su casa y no entrar a verlo. Si Nico se quedaba un poco más tranquilo sabiendo que su padre estaba bien cuidado, no le importaba hacer el esfuerzo.

–¿Necesitas alguna cosa? –le preguntó al anciano.

–Saca dinero del cajón de mi mesilla y ve a la tienda.

–No pienso comprarte whisky, Geo –le advirtió ella.

–¿Por qué no? ¡Todos moriremos cuando lleguen aquí las llamas!

Aurora sonrió con picardía.

–Precisamente por eso: es mejor que estés sobrio cuando te reúnas con Dios.

–¡Ve a por ese dinero y tráeme una botella, maldita sea! –insistió el viejo.

–No lo hagas.

Aquella profunda voz hizo que a Aurora el estómago le diese un vuelco. Antes de volverse ya sabía quién era.

–Nico… –murmuró–. ¿Cómo has llegado aquí? La carretera del aeropuerto está cerrada.

Iba vestido con unos pantalones de traje y una camisa blanca, inmaculada a pesar de la ceniza que flotaba en el aire. Todo lo contrario que ella, que llevaba horas barriendo alrededor de la casa, en un intento por que Geo estuviese a salvo del fuego, por lo que pudiera pasar.

¿Por qué no podría haber llegado dentro de un par de horas, cuando ya estuviese duchada y vestida para la fiesta de Antonietta? Aunque tampoco era que importase; Nico jamás la miraría de esa manera…

–He venido en helicóptero –respondió Nico.

–Te lo dije –le espetó el anciano a Aurora, antes de dirigirse a su hijo–: No pienso ir a ninguna parte y no eres bienvenido aquí. ¡Lárgate! –le gritó, señalándolo con su bastón.

–Pa-…

–¡Fuera! –rugió Geo–. Quiero que te vayas. No me das más que problemas. No eres bienvenido en mi casa. Eres un ladrón y un mentiroso. Me llevaste a la ruina.

Fue Aurora quien lo calmó.

–Llevaré a Nico fuera y le enseñaré lo que hay que hacer para prepararse por si llega aquí el fuego –sugirió. Cuando salieron de la casa se volvió hacia Nico y le dijo–: No te lo va a poner fácil; está empeñado en que no quiere irse.

–Lo sé –murmuró él con un suspiro.

Miró a su alrededor con los brazos en jarras y resopló. Tenía un helicóptero esperando y había reservado una plaza en una residencia de Roma para su padre, pero cuando le había pedido a su secretaria que se ocupara del papeleo había sabido que era inútil.

–¿Y cómo es que tú sigues aquí? –le preguntó a Aurora–, ¿cómo es que no te has ido?

–Tengo que proteger el pueblo.

–Si el fuego llega aquí, tú no podrás hacer nada para detenerlo –le espetó Nico.

Aurora no medía más de un metro sesenta. Era menuda y flacucha como una raspa de… Bueno, ya no parecía una raspa de pescado. Se habían evitado mutuamente desde aquel día, cuatro años atrás, en que le había dicho que no iba a casarse con ella.

La chiquilla a la que había rechazado era ahora toda una mujer. La mocosa precoz que andaba siempre detrás de él se había convertido en una mujer asertiva y directa que lo excitaba enormemente, cosa que jamás se habría imaginado que pudiera llegar a ocurrirle. Pero no se lo dejó entrever, por supuesto, porque había una cosa que no había cambiado: seguía sin querer casarse, sin querer formar una familia, y no quería romperle el corazón.

–Puedo preparar comida para los bomberos –le respondió Aurora–. De todos modos, mi padre dice que el pueblo está a salvo.

–Aurora… –murmuró Nico sacudiendo la cabeza.

El pueblo no estaba a salvo, en absoluto. Había visto los incendios desde el aire, en su helicóptero, y había oído el tono de preocupación en los comentarios que había hecho el piloto, que antes había sido militar. Estaba seguro de que Bruno, el padre de Aurora, estaba arrepintiéndose de la estúpida decisión de quedarse y solo estaba intentando mantener las apariencias.

–Tenéis que iros –le insistió.

–No.

–Si tu padre se ha encabezonado, allá él. Déjalo y vente conmigo.

–Te he dicho que no –replicó ella una vez más, resoplando.

Nico estaba cada vez más irritado. ¿Es que no se daba cuenta de que el pueblo podía acabar devorado por las llamas?

–Podría cargarte sobre mi hombro y sacarte de aquí a la fuerza. Justo lo que me estoy sintiendo tentado de hacer con mi padre.

–¿Y luego qué, Nico? ¿Qué iba a hacer yo en Roma?

Nico apretó los dientes.

–¿De verdad nunca has pensado en marcharte? –le preguntó.

–¿Por qué iba a marcharme? –replicó ella encogiéndose de hombros–. Mi familia lo es todo para mí. Dame un plato de buena comida y la compañía de los míos y habrá sido un buen día. ¿Qué más podría querer?

–Cuando quieras imitar a tu padre, deberías poner una voz más profunda.

–No estaba imitándole.

–¿Ah, no? Será que de oírle decir esas cosas tantas veces, has acabado por creer que esos pensamientos son tuyos.

–¿Por qué tienes que criticarlo todo?

Nico inspiró profundamente. Tenía razón. Estaba mostrándose muy crítico y no tenía ningún derecho. Y menos con todo lo que ella hacía por su padre. Decidió abordar ese asunto.

–Aún no me has mandado tu número de cuenta para que pueda pagarte por todo el tiempo que has pasado con mi padre.

–No lo veo como un trabajo.

No, lo veía como un deber. Y él lo sabía. Aunque no se hubiera casado con ella, Aurora se había autoimpuesto el deber de cuidar de su familia.

–Aurora…

–No tengo tiempo para esto, Nico. Quiero llevarme la leña cortada lejos de la casa de tu padre. Pensaba que mi hermano lo había hecho, pero no…

–Dame un segundo –la interrumpió Nico.

Se alejó unos pasos, se sacó el móvil del bolsillo y llamó a su piloto. Los dos estuvieron de acuerdo en que sería una pérdida de tiempo que siguiera sentado en el helicóptero esperando, por si su padre cambiaba de idea. Y, sin embargo, no podía abandonarlo a su suerte, ni dejar atrás a Aurora. Giró la cabeza hacia ella después de colgar y vio que estaba atareada levantando leños del suelo para llevárselos a otra parte, haciendo todo lo posible para mantener a su padre a salvo.

–Está bien, deja que yo me ocupe de eso –masculló yendo hacia ella.

Aurora, que estaba sudando por el esfuerzo, lo miró contrariada.

–¿No te marchas?

–No.

Su conversación se vio interrumpida por la llegada de Bruno, el padre de Aurora, que saludó a Nico calurosamente, como hacía siempre. Era algo que no dejaba de sorprender a Nico. Cualquiera pensaría que lo habría ofendido que no se hubiera querido casar con su hija, pero Bruno seguía tratándolo como si fuera a convertirse en su yerno algún día.

–Te quedarás con nosotros –le dijo.

–No, no… No quiero molestar –murmuró Nico, que lo último que quería era estar bajo el mismo techo que Aurora.

O, más bien, lo que querría sería estar bajo el mismo techo, pero a solas con ella. Le encantaría desnudarla, meterse con ella en la ducha y enjabonar esos pechos por entre los que se deslizaba en ese momento una gota de sudor. ¡Por amor de Dios!, ¿cómo podía estar hablando con su padre y pensando esas cosas?

–¿Qué pasa, que nuestra casa ya no es digna de ti? –quiso saber Bruno.

Rechazar la hospitalidad de Bruno sería un insulto y, le gustase o no, mientras su padre siguiera vivo, necesitaba de aquellas personas. Y, sin embargo, no estaría bien.

–Puedes dormir en la cama de Aurora.

–¡Ni hablar! –exclamó Nico.

–Si esta noche estará fuera, en la fiesta de cumpleaños de Antonietta…

–Pues debería quedarse en casa –replicó Nico–. Creía que con los incendios las carreteras estarían cortadas.

–La carretera principal sí, pero las que van a los pueblos de los alrededores no. Además, llevamos semanas enfrentándonos a esa amenaza –dijo Bruno–. La vida sigue, y el padre de Antonietta es el jefe del cuerpo de bomberos. Sus hombres están acampados en sus tierras, así que Aurora no podría estar en un lugar más seguro.

Nico no estaba tan seguro de eso; el peligro no sería precisamente el fuego…

–Me quedaré aquí fuera, haciendo guardia –dijo Nico, pero Bruno sacudió la cabeza.

–Esta noche le toca a Pino. Yo la hice anoche. Tú te quedarás en nuestra casa.

–Bueno, te lo agradezco –murmuró Nico–, pero dormiré en el sofá.

–Como quieras –contestó Bruno, encogiéndose de hombros.

Antes de cenar Nico fue a ver cómo estaba su padre y se encontró con que había estado bebiendo y se había quedado dormido. Aurora se le había adelantado, y estaba poniéndolo de costado en la cama para evitar que se ahogara si vomitaba durante la noche.

–Dejé dicho en la tienda que no le vendieran alcohol –le dijo Nico.

–Ahora lo compra por Internet y se lo mandan –respondió Aurora encogiéndose de hombros–. Es un adulto; no puedes controlarlo.

–Quizá debería dejar de mandarle dinero.

–Si dejaras de mandárselo lo que haría sería comprarse un vino barato –apuntó ella–. Vamos, volvamos a mi casa. Pronto estará lista la cena.

–Primero tengo que pasar por la consulta del médico para hablar con él.

Este le reiteró lo que ya le había dicho: su padre tenía que dejar de beber y necesitaba unos cuidados integrales que no podían proporcionársele allí, en Silibri, porque no había personal geriátrico cualificado.

–He hablado con una agencia de cuidados a mayores para preguntarles si podrían enviarme a dos o tres personas –le dijo Nico–, y estoy pensando en comprar la casa al otro lado de la calle; podrían alojarse allí y…

–Como si compras diez casas –lo interrumpió el médico–. Nadie quiere vivir aquí. Este pueblo habrá muerto antes de que muera tu padre.

Pero, si era así, ¿por qué Aurora no se marchaba de allí?, se preguntó Nico. Recordaba las cenas en su casa, años atrás. Aurora hablaba de las fotografías que hacía, y de cómo le daba la lata al dueño de la bodega para que cambiara las etiquetas de sus vinos, para que les cambiara el nombre y renovase la imagen del producto. Era una persona apasionada, con sueños, pero era como si aquel pueblo hubiera ahogado esos sueños, igual que el humo que se extendía por el valle.

–Venid a sentaros –les dijo Bruno cuando llegaron a la casa de los Messina. Su esposa, su hijo y él ya estaban sentados a la mesa.

–Yo no ceno hoy –replicó Aurora–. Habrá comida en la fiesta y tengo que prepararme.

–¿Y no habrá bomberos en esa fiesta? –preguntó su padre, mirando a Nico, aunque se estaba dirigiendo a ella.

–No creo; están un poco ocupados intentado apagar el fuego –le contestó Aurora con una sonrisa burlona, antes de abandonar el salón.

A Nico se le hizo un nudo en el estómago.

–A Aurora le hace tilín uno de los bomberos –le dijo Bruno, y puso los ojos en blanco–. Vamos, Nico,come, come, por favor.

Aunque la pasta estaba deliciosa, Nico apenas la saboreó. Y fue peor aún cuando oyó el ruido de las cañerías, señal de que Aurora había abierto el grifo de la ducha….