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Regreso a la isla del amor Michelle Smart Ella le debe una noche de bodas… ¡y él se la cobrará en Grecia! Enamorada del hombre equivocado Anna DePalo Enamorarse del hombre equivocado nunca había resultado tan peligroso… ni había sentado tan bien.
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Seitenzahl: 377
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Bianca y Deseo, n.º 275 - octubre 2021
I.S.B.N.: 978-84-1105-236-8
Créditos
Índice
Regreso a la isla del amor
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Enamorada del hombre equivocado
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
HELENA Armstrong comprobó su aspecto por última vez.
¿El rímel y el delineador de ojos estaban intactos? Comprobado.
¿No se había manchado los dientes con lápiz de labios? Comprobado.
¿Llevaba el cabello castaño recogido en un moño y no tenía ningún mechón suelto? Comprobado.
¿La falda plateada y azul acampanada estaba limpia y sin arrugas? Comprobado.
¿La blusa negra estaba limpia, sin arrugas y bien abrochada en la zona del pecho? Comprobado.
¿Llevaba limpios los zapatos de tacón, aunque le fuera difícil caminar con ellos? Comprobado
¿Tenía el portaplanos preparado? Comprobado.
¿Tenía bajo control el latido de su corazón? Bueno, una chica no podía tenerlo todo.
Helena estaba todo lo preparada como podía. Había llegado el momento de lanzar su primer envite a un cliente. El proyecto en el que tanto se había esforzado durante un mes estaba listo para ser desvelado al cliente misterioso que había conseguido asombrar a todos.
El cliente misterioso, que incluso había utilizado abogados para permanecer en el anonimato, y que había provocado que en la empresa se especulara acerca de quién podía ser, había invitado al estudio, y a otros cuatro más, a pujar por la oportunidad de diseñar una casa para él. O para ella. No sería una casa corriente, ni siquiera una mansión corriente. El arquitecto elegido tendría que volar hasta una isla griega, cuyo nombre todavía no se había revelado, y diseñar una casa de mil metros cuadrados al estilo de las Cícladas. Cada estudio debía presentar a un arquitecto que hablara griego y tuviera inclinación por la arquitectura clásica europea. Helena, cuya madre era de origen griego y adoraba la arquitectura clásica, era la persona ideal de su estudio. La manera cruel en que su padre le forzó a aprender griego por fin compensaba.
Helena había tratado de calmar la inquietud que sentía al pensar en que tendría que irse a trabajar a una isla del país que llevaba evitando durante tres años y se había presentado al concurso. No se había engañado pensando que tenía posibilidades de ganar puesto que sería la candidata más joven e inexperta, pero era una buena manera de practicar y el ganador se vería recompensado con un premio único. El estudio ganador obtendría una buena cantidad de dinero y, además, el arquitecto recibiría un bonus a la firma del contrato y otro al término, algo que permitiría que Helena saldara sus deudas y tuviera un remanente. Lo único que le habían pedido era mostrar cómo convertiría una vieja escuela griega en tres apartamentos vacacionales de lujo.
Helena se dirigió hacia la sala de juntas, acompañada de los murmullos con los que le deseaban buena suerte. La mayoría de los empleados había visto cómo con el tiempo había dejado de ser una licenciada de veintiún años y se había convertido en una arquitecta de veintiséis.
Al entrar en la sala de juntas, Helena vio que Stanley la miraba y le guiñaba un ojo para darle ánimos. Ella deseaba que el arquitecto que la había acogido cinco años antes se sintiera orgulloso. Helena había trabajado para él durante un año nada más graduarse y, después, él había estado siempre disponible cuando ella lo había necesitado durante sus estudios y también le había ofrecido un hueco en su estudio para que pudiera tener experiencia laboral antes de realizar el examen final. Stanley había sido quien había creado un puesto permanente para ella cuando, después de siete años de esfuerzo, se había convertido en una verdadera arquitecta.
Junto con Stanley estaban otros dos socios principales, una asistente personal y el cliente misterioso, quien estaba de espaldas a la puerta y no hizo ningún esfuerzo por volverse para saludarla.
Helena se apresuró para sentarse frente a él con una cálida sonrisa y, finalmente, vio su cara.
Y ese fue el instante en que se le congeló el pensamiento.
El hombre que estaba sentado frente a ella era Theo Nikolaidis. El mismo Theo Nikolaidis que ella había dejado plantado tres años atrás, veinticuatro horas antes de que fueran a contraer matrimonio.
Theo no se molestó en ocultar la gran sonrisa que se había formado en sus labios.
Ese momento, en el que a Helena Armstrong se le había borrado la sonrisa, era un momento para saborear, un momento que merecía una copa de vino bueno y, si hubiese sido un hombre al que le gustasen los canapés exquisitos, un plato lleno. Sin embargo, a pesar de que Theo era un hombre que prefería la comida sustanciosa, en aquel momento tampoco encajaba un gran cuenco del kokkinisto que preparaba su abuela.
Theo se puso en pie y le tendió la mano.
–Buenos días, Helena –dijo con una amplia sonrisa, antes de apreciar cómo ella se ponía colorada como un tomate–. Es un placer volver a verte.
Él estaba seguro de haber oído que las otras personas que estaban en la sala habían contenido la respiración.
Al cabo de unos instantes, ella extendió su mano pequeña y de piel pálida hacia la de Theo. Se la estrechó durante una décima de segundo y la retiró.
–Señor Nikolaidis –murmuró ella sin mirarlo, mientras tomaba asiento y dejaba su bolso en el suelo y el tubo portaplanos sobre la mesa.
–¿Se conocen? –preguntó uno de los socios, un hombre lo bastante mayor como para ser el padre de Helena, pero que la miraba de una manera que provocó que Theo deseara hacerle daño.
No obstante, Theo había aprendido a controlarse y en lugar de dejarse llevar, sonrió de nuevo y dijo:
–Helena y yo somos viejos amigos. ¿No es cierto, agapi mou?
Su comentario hizo que ella lo mirara. Sus ojos marrones brillaban con furia y sus labios carnosos mostraban tensión. ¿Pensaba que estaba enfadada? Aquello solo era el comienzo.
Helena asintió con la cabeza, abrió el tubo portaplanos y dijo:
–¿Nos ponemos con esto?
Theo extendió las manos.
–Sí. Muéstrame tu diseño. Déjame ver si tienes tanto talento como me han hecho creer.
Ella entornó los ojos y puso una falsa sonrisa antes de decir:
–Tendrás que ser tu propio juez.
–Créeme, agapi mou, aprendí a la fuerza que la reputación es igual de engañosa que las apariencias –Helena era la base de ese aprendizaje forzado. Era la mujer más bella que había visto nunca y la había conocido en Agon, su isla natal. Él había ido a visitar a su buen amigo Theseus Kalliakis, el príncipe de Agon, que en aquellos momentos vivía en el palacio. Como hacía muy buen día y Theo era un hombre que disfrutaba al sentir el sol en la cara, decidió dar un paseo por los jardines del palacio y dirigirse a la residencia privada de Theseus. En el jardín vio a una mujer joven sentada en un banco, junto a la estatua de la diosa Artemisa. La mujer tenía un cuaderno abierto sobre el regazo y un lápiz en la mano. Estaba inclinada hacia delante y su melena de color castaño caía como un velo sobre su rostro y sus hombros. Ella se retiró el cabello y se lo sujetó detrás de la oreja, dejando al descubierto un rostro que, incluso a pesar de las enormes gafas que llevaba, podía decirse que era el de una diosa.
Él respiró hondo y la miró durante largo rato.
Preguntándose qué era lo que ella estaba haciendo, se colocó detrás para mirar por encima de su hombro. En una hoja de papel había dibujado el palacio. Era un dibujo muy bonito y para hacerlo solo había utilizado lápices. Incluso había conseguido que pareciera que salía luz de algunas de las ventanas.
No era extraño que él se hubiera quedado embelesado. ¿Una mujer bella, talentosa e inteligente? Al instante, él la colocó sobre un pedestal y la veneró como sus paisanos habían venerado a Artemisa miles de años atrás.
Era una lástima que hubiera olvidado que los escrúpulos y el honor también eran cosas deseables a la hora de elegir a una mujer para convertirla en tu esposa. Debería haber tomado como señal de advertencia a la estatua que presenció su primer encuentro, Artemisa, una de las diosas más veneradas de la antigüedad y que, según la leyenda, había prometido que no se casaría nunca.
Al contrario que Artemisa, Helena no mencionó que sentía aversión hacia el matrimonio hasta el día anterior al que se suponía iban a pronunciar sus votos en la catedral de Agon. Como tonto que era, Theo no la creyó, a pesar de que ella se lo había gritado con rabia. ¡Por supuesto que ella aparecería en la catedral!
Tiempo después, cuando Theo recordaba el momento en que Helena le había destrozado el ego, terminaba pensando en que debía agradecérselo. Él podría haber pasado los últimos tres años viviendo una vida aburrida y estable en lugar de retomar el estilo de vida juerguista que había decidido abandonar por estar con ella. Lo cierto era que el hecho de que Helena lo dejara plantado lo había liberado y él había aprovechado cada minuto de su libertad, pero solo hasta cierto punto.
Tres años después de su humillación pública, todavía no se había acostado con otra mujer. A pesar de que lo había intentado su libido voraz había entrado en hibernación. Él, el hombre que podía elegir a cualquier mujer que deseara, había perdido todo interés en el sexo opuesto. Seguía saliendo con mujeres, cualquier excusa para demostrarle a Helena lo que se estaba perdiendo, pero acostarse con ellas le resultaba imposible.
Lo que había comenzado con una molestia menor se había convertido en un serio problema. Theo no quería mantener otra relación. Las relaciones eran para tontos ingenuos. En ellas estaban involucradas las emociones y la confianza, algo que no se permitiría experimentar nunca más, pero solo tenía treinta y tres años y era demasiado joven como para pensar en la vida célibe de un monje.
No obstante, seis meses atrás, Theo había visto un artículo en una revista de arquitectura en el que se anunciaba que el estudio Staffords le había ofrecido un contrato permanente a la arquitecta recién habilitada Helena Armstrong. Junto al artículo aparecía una fotografía de ella. A la mañana siguiente él se había despertado con la primera erección que había tenido desde que ella lo había dejado. El sentimiento de alivio que experimentó por haber recuperado su virilidad le duró muy poco. Esa misma noche, durante la fiesta que celebró un amigo suyo en un yate donde había varias mujeres casaderas, su virilidad no hizo ningún acto de presencia. Al menos no hasta que se quedó a solas en su cama y cerró los ojos para recordar a Helena desnuda. Entonces, su miembro se disparó como el muñeco de una caja sorpresa.
Y así, sin más, le quedó claro cuál era el motivo de su impotencia y qué debía hacer para solucionarla. Por mucho que él hubiera intentado olvidarse de ella, Helena estaba tan arraigada en su cabeza que había afectado a las funciones de su virilidad. Necesitaba olvidarla, y para ello debía conseguir que formara parte de su vida. En esa ocasión, se acostaría con ella tal y como debía haber hecho tres años antes. Haría que se enamorara de él otra vez. Y después, sería él quien la abandonara y la humillara.
Entonces, por fin, podría olvidarse de ella y continuar con su vida.
Helena nunca averiguaría cómo pudo sobrevivir a la siguiente hora. Más tarde, esa noche, de camino a casa en metro, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos.
¿Lo había soñado?
¿De veras Theodoros Nikolaidis era el cliente misterioso que los había mantenido en vilo durante los dos últimos meses?
De algún modo, ella había conseguido mantener la compostura y defender su proyecto. Sabía que cada palabra pronunciada era en vano, pero el orgullo no le permitiría hacer nada que no fuera dar lo mejor de sí. Cuando Theo eligiera otro arquitecto de un estudio distinto, al menos sus colegas no podrían decirle que su falta de profesionalidad los había decepcionado.
Y Theo nunca se enteraría de que bajo su apariencia profesional latía en realidad un corazón herido.
Cuando ella terminó la presentación, él la miró muy serio. No hizo una sola pregunta. Simplemente, miró el reloj, se puso en pie, agradeció a todos sus esfuerzos, le guiñó un ojo a Helena y salió de la sala sin mirar atrás, dejando a cinco personas boquiabiertas a su paso.
No fue necesario que Helena, los asociados, o el resto de los empleados dijera nada, ya que el ambiente de la sala hablaba por sí mismo. Todo el esfuerzo que Helena había puesto en el proyecto, toda la ayuda y apoyo que le habían ofrecido sus colegas, no había servido para nada.
Helena respiró hondo, sin importarle el ambiente cargado del salón.
Ver a Theo después de todo ese tiempo…
«No pienses en él».
No pudo evitar que su memoria empezara a evocar recuerdos y, de pronto, se encontró pensando en aquella época en la que su corazón permanecía intacto y su cuerpo era como una flor preparada para abrirse bajo el sol.
El sol había aparecido en la forma del hombre más sexy que ella había visto nunca.
Aquel día había ido al palacio por capricho. Había decidido ir a visitar a la familia de su madre en Agon, para tomarse un descanso después del primer año de estudiar el máster. El sol siempre brillaba en Agon y la vida allí siempre parecía ofrecer más libertad. Sencillo. Incluso su padre se relajaba lo suficiente como para no hacer una crítica cada cinco minutos cuando estaba allí.
El tercer día, ella se levantó temprano y decidió visitar el palacio que le había encantado de niña.
Llevando tan solo su cuaderno de dibujo, sus lápices, una botella de agua y un picnic, se sentó en un banco y dibujó su edificio favorito en el mundo.
Tras cinco horas de concentración y de tratar de ignorar a los turistas que pasaban junto a ella, de pronto se dio cuenta de que alguien la observaba. Helena levantó la vista al mismo tiempo que una voz le dijo desde atrás.
–Tiene mucho talento, señorita. Ponga un precio.
Ella se volvió y se encontró cara a cara con un hombre que provocó que se le agrandara el corazón. Era alto y musculoso, con el cabello corto alborotado, castaño y con las puntas aclaradas por el sol. Tenía la piel bronceada, lo que sugería que disfrutaba de mucho tiempo al aire libre.
Y cuando ella vio sus alegres ojos azules, su corazón comenzó a latir muy deprisa.
Tres años después, ella había experimentado exactamente lo mismo al verlo.
Tres años después, Helena seguía pagando el precio de aquella espontánea visita al palacio.
Había llegado a su estación. Agarró su bolso y salió del metro por las escaleras mecánicas. Había anochecido y estaba lloviendo. Por supuesto, lo primero que hizo fue pisar un charco y empaparse los zapatos de lona que se había puesto después de la desastrosa presentación.
Maravilloso. Lo único que le faltaba para completar el día era que la atropellara un autobús.
Cuando llegó a su apartamento, estaba calada hasta los huesos.
La casa estaba helada y, tiritando, ella se amonestó en silencio por pensar que mayo empezaría con un sol radiante.
Encendió la calefacción, se quitó la ropa empapada y se puso un albornoz. Estaba llenando la bañera cuando llamaron al timbre.
Helena suspiró, se quitó las gafas y se cubrió el rostro con las manos. Había consumido toda su energía.
Cuando volvió a sonar el timbre, cerró el agua y se puso las gafas otra vez. En los tres años que llevaba alquilando aquel apartamento en Londres, solo había tenido una visita inesperada: un repartidor que le pidió que aceptara un paquete para la pareja que vivía en el piso de arriba.
Helena se dirigió a la puerta y miró por la mirilla Inmediatamente, se echó atrás asustada.
¿Cómo diablos la había encontrado?
El timbre sonó de nuevo.
A menos que Theo tuviera visión rayos-X, él no podía saber que ella estaba en casa. Decidió que volvería a meterse en el baño
El timbre comenzó a sonar de manera continua, como si un hombre impaciente hubiera decidido presionarlo hasta molestar a todos los residentes del edificio.
El egoísta, exasperante, inoportuno… Helena no podía pensar en ningún adjetivo positivo.
El asombro que la había invadido desde que se había encontrado con Theo en la sala de juntas dejó paso a una energía furiosa que provocó que se dirigiera a la puerta, quitara las tres cadenitas de seguridad y corriera el cerrojo para abrir la puerta.
Allí estaba él, vestido con una camisa y unos pantalones de color negro, bajo la lluvia y con el abrigo abriéndose por el viento. En el rostro, una amplia sonrisa que ella podría haber confundido con una sonrisa de éxtasis, de no ser porque había visto el destello del peligro en sus ojos azules.
Levantando las palmas de las manos, Theo inclinó la cabeza y exclamó:
–¡Sorpresa!
THEO saboreó durante un instante la expresión de enfado que mostraba Helena y después pasó junto a ella y entró en su casa. Que aquella nunca debía haber sido su casa era algo en lo que no podía pararse a pensar.
Se secó las gotas de lluvia del rostro y comentó:
–Bonita casa.
Helena cerró la puerta y se apoyó en ella.
–¿Qué haces aquí?
Él la miró y se llevó la mano al pecho.
–Parece que no te alegra volverme a ver, agapi mou.
–La disentería habría sido mejor bienvenida. Por favor, Theo, han pasado tres años. Apareces en mi lugar de trabajo de forma misteriosa y después en mi casa. ¿Qué pretendes?
–Pensé que te gustaría saber que has ganado de primera mano.
–¿Que he ganado el qué? –preguntó frunciendo el ceño.
–El trabajo –Theo puso una amplia sonrisa. Estaba disfrutando de aquello–. Enhorabuena. Eres la arquitecta que he elegido para mi nueva casa.
Helena se puso pálida.
–¿Por qué no abres una botella de vino mientras hablamos de los detalles? –miró a través de una puerta y vio una cocina muy pequeña.
–¿De qué estás hablando?
Él se volvió y chasqueó los dedos.
–Los detalles son importantes. ¿No estás de acuerdo?
–Bueno, sí
–Y el alcohol siempre hace que los detalles tediosos sean más llevaderos –se dirigió a la nevera y la abrió. Al momento, suspiró de forma dramática–. No hay vino blanco. ¿Dónde guardas el vino tinto?
–No tengo.
–¿Nada? ¿No tienes nada de alcohol?
–No…
Él sacó el teléfono del bolsillo y guiñó el ojo a Helena.
–Tiene fácil solución.
–Espera –comentó ella.
–¿Nai, agapi mou?
–¿Me estás diciendo que he ganado el concurso?
–Nai. Has ganado. Enhorabuena.
Ella frunció el ceño con suspicacia.
–Tienes permiso para sonreír, ya sabes.
Ella se cruzó de brazos y, sin dejar de mirarlo a los ojos, dijo:
–Sonreiré cuando me digas por qué has venido a mi casa para darme la noticia en lugar de emplear el canal adecuado. Ahora que lo pienso, ¿quién te ha dado mi dirección? ¿Y quieres dejar de revisar mis armarios y mis cajones?
–El contenido de una cocina es un buen indicador del carácter de una persona –bromeó él, mientras abría un cajón que contenía un rollo de papel de horno, otro de papel film y dos paños de cocina.
–Y no dejar de cotillear en esa cocina después de que el dueño lo haya pedido es un indicador igual de bueno.
Suspirando con dramatismo, él cerró el cajón. A juzgar por lo que había visto hasta el momento, Helena cocinaba tan poco como tres años antes.
–¿Has comido? –le preguntó Theo.
–No… Sí.
Riéndose al descubrir su mentira, Theo sacó el teléfono otra vez.
–¿Qué te apetece?
–Que dejes de comportarte como un niño hiperactivo y maleducado y te largues de mi casa.
Theo frunció el ceño y movió el dedo a modo de regañina antes de activar la pantalla.
–¿Esa es la manera de hablar con el hombre que te va a hacer rica?
–Si me importaran los ricos, me habría casado contigo.
Él se llevó la mano al pecho.
–¡Ayyy! Veo que te has afilado la lengua en los últimos años.
–Y tú has perdido oído. Por última vez, ¿puedes responder a mi pregunta?
–¿A cuál? Has hecho muchas.
Ella rezongó y Theo se rio al ver que por fin reaccionaba. Durante la reunión, ella había se había mostrado sorprendida, pero se había recuperado rápidamente. Había mostrado que seguía siendo capaz de controlarse, sin embargo, Helena seguía siendo apasionada. La rabia y el deseo se ocultaban bajo su vestimenta, pero cuando se desataban ¡Guau! Él no podía esperar para verla arder.
–Puedes empezar por decirme cómo has conseguido mi dirección –soltó ella.
–Me la dio tu madre –una fotografía que había en la pared de la cocina llamó su atención. Era una foto de Helena abrazando a un bebé. Él acarició el marco de cristal sobre el rostro del niño–. ¿Quién es?
–¿Has visto a mi madre? –preguntó ella, ignorando su respuesta.
–Quería encontrarte, agapi mou. ¿Quién iba a ayudarme mejor que tu madre?
Él percibió que ella lo miraba, pero decidió mirar hacia otro lado.
Era una escena que Theo se había imaginado muchas veces desde que formuló su plan. Hasta ese momento, solo había dos cosas que habían estropeado su plan: empaparse durante los tres metros que recorrió desde el coche hasta casa de Helena, y que Helena llevara un albornoz de toalla gris. Si su aspecto se hubiese correspondido con el de sus fantasías, ella habría llevado un kimono de seda ajustado a su cuerpo, y no ese albornoz ancho que le cubría de pies a cabeza. A pesar de todo, él deseaba quitárselo y prometió que se lo quemaría en cuanto tuviera la oportunidad.
–¿Cuándo la has visto? –inquirió ella.
–Hace tres meses. ¿Quién es el bebé?
–Deja de cambiar de tema –repuso ella desde la puerta de la cocina. La habitación era tan pequeña que, de haber entrado, habría tocado a Theo. Y Helena prefería tocar una tarántula que tocarlo a él–. Mi madre no me ha dicho que te ha visto.
Theo sonrió. Estaba disfrutando de aquello.
–Le pedí que no lo hiciera.
El bonito rostro que brillaba cual diamante cuando recibía los rayos del sol, se tensó:
–¿Por qué?
–Te lo contaré cuando me digas quién es el niño de la foto –no podía ser de ella. Su madre lo habría mencionado. Además, el apartamento no era lo bastante grande para Helena, y mucho menos para Helena, su hijo y posiblemente el padre, es decir, el amante de Helena.
A él no le importaba cuántos amantes hubiera tenido. Bueno, sí le importaba. Un poquito. Aunque solo fuera por el hecho de que él no la había poseído. Helena había querido que hicieran el amor. Había intentado todos los trucos para convencerlo. Una tortura. Él pensaba que estaba enamorado de ella y que estarían juntos para siempre. La amaba y quería demostrarle su amor respetando su virginidad y esperando a que fueran marido y mujer antes de hacerle el amor. Después de todo, tendrían toda la vida para hacer el amor. Sin embargo, ella lo dejó plantado en el último momento, dejando su ego magullado y su deseo insatisfecho. ¿Y tenía dudas de por qué no había sido capaz de estar a la altura de la ocasión desde entonces?
Compartir el mismo aire que ella le demostró que su plan iba a tener éxito. Una ola de calor lo invadió por dentro, su piel se erizó y su erección… Por una vez tenía que tratar de ocultarla en lugar de tratar de forzarla.
Helena frunció el ceño y miró a Theo mientras él contemplaba las fotos de la pared.
–Es la nieta de mi jefe. Ahora, deja de mirar mis fotos y dime por qué has molestado a mi madre.
Su pobre madre, educada para obedecer al hombre, le habría contado a Theo todo lo que él hubiese querido saber.
Helena comprendía por qué se había mostrado más nerviosa de lo normal la última vez que estuvieron juntas. Su madre quería advertirle de que Theo había vuelto, pero había sido incapaz. Su madre conocía muy bien las consecuencias de ir contra un hombre poderoso.
–Ya te lo he dicho –él le guiñó un ojo–. Quería encontrarte.
–Será mejor que no la hayas disgustado.
–¿Por qué haría tal cosa? Tu madre me cae bien.
–¿Y mi padre estaba allí? ¿También está implicado en esto?
–No estaba allí cuando yo fui. No sé si tu madre se lo contó.
–Bueno, ya me has encontrado. Enhorabuena. Ya puedes marcharte.
Theo le dedicó una mirada que provocó que le hirviera la sangre y ella deseó que se debiera al sentimiento de rabia que la invadía. Theo siempre había sido un hombre atractivo que tenía un magnetismo que provocaba que todo el mundo de los alrededores lo mirara. Además, su encanto hacía que un completo desconocido sintiera que acababa de conocer a su mejor amigo.
Durante tres meses Helena había sido el centro de su fuerza vital. Él la había tratado como a una princesa. No había nada que no hubiera hecho por ella. Si le hubiera pedido la luna, él se la habría bajado del cielo. Si se hubiera casado con él, ella no habría deseado nada, excepto su propia autonomía. Porque para Theo, el mundo giraba a su alrededor. Todo giraba alrededor de él.
El temor que había surgido en Helena a medida que se aproximaba la fecha de la boda se había cristalizado durante la fatídica comida con sus padres el día anterior al que debían intercambiarse los votos. De pronto se le había iluminado el futuro, un futuro que la convertiría en un clon de su madre, una mujer llena de vitalidad que se convirtió en un ratón asustado bajo el peso de su marido, intimidada por abandonar sus sueños y convertirse en alguien dependiente como un niño. Retirarse del mundo de Theo y alejarse de él había sido lo más difícil que había hecho Helena en su vida, pero nunca se arrepintió de ello. Si se le encogía el corazón cuando veía una foto suya con otra mujer del brazo, pensaba que solo era un pequeño resto del viejo amor.
Encontrarse a poca distancia de él, mientras la miraba con sus penetrantes ojos azules, provocó que una ola de calor la invadiera por dentro Ciertas partes de su cuerpo, dormidas desde hacía años, empezaban a recobrar vida y, con total claridad, ella se percató de que necesitaba acallarlas de nuevo.
Helena se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta:
–Sal.
Aquella era su casa. Su santuario. Su piso pequeño, pero suficiente para ella. Sin embargo, con la presencia de Theo, parecía como si hubiera encogido. Helena quería que se fuera inmediatamente, antes de que no pudiera resistir las ganas de darle un puñetazo en su rostro arrogante, o peor aún, romper a llorar o abrazarlo.
Él salió de la cocina y negó con la cabeza:
–Todavía no hemos hablado de los detalles del proyecto ni contestado a las preguntas que nos surjan a ambos.
–No me importa –soltó ella–. Te dije hace tres años que no quería volver a verte. Si hubiese sabido que eras el cliente misterioso jamás me habría presentado al concurso.
–Lo sé –guiñó el ojo de nuevo–. Por eso oculté mi identidad y le pedí a tu madre que no dijera nada.
Ella se estremeció.
–¿Ocultaste tu identidad a propósito?
Él guiñó un ojo y chasqueó los dedos.
–Los detalles, agapi mou. Uno siempre ha de cuidar los detalles. Necesitaba llegar a este punto, justo donde estamos en este preciso momento. Todos los detalles surgieron de ese juego.
Ella cerró la puerta despacio.
–¿Ha sido una emboscada?
Él la miró con cara de lástima.
–El concurso se creó para ti.
–No –ella negó con la cabeza–. No puede ser. No me pidieron que participara personalmente…
–Los detalles –le recordó él, con otro guiño–. Necesitaba que mordieras el anzuelo sin levantar tus sospechas.
–¿Iba a ganar siempre?
–A menos que tu proyecto fuese desastroso. En ese caso le habría dado el proyecto a un estudio griego, pero sabía que no sería así. Sabía que tu proyecto sería fantástico. Sabía que eras la mujer adecuada para el proyecto.
–Entonces, ¿todos los arquitectos que han perdido su tiempo?
–Los otros estudios que fueron invitados al concurso no tienen personas que hablen griego. Si fueron lo bastante idiotas como para hacer un diseño cuando no cumplían el requisito de tener una persona que hablara griego, es problema suyo –se encogió de hombros igual que los alumnos traviesos de primaria cuando tratan de convencer a la profesora que no son culpables cuando es evidente–. Hace mucho tiempo que puse en marcha este plan.
Helena tardó unos instantes en darse cuenta de que era una venganza. No sabía cómo podía ser una venganza el hecho de que ella diseñara una casa para él, pero sabía que así era.
Ella lo había humillado sin saberlo. Se había dado cuenta después de que él estuviera una hora esperando en el altar antes de informar a sus invitados que se cancelaba la boda. No podía creer que ella no quisiera casarse con él, hasta que ya no consiguió negar la evidencia.
–No voy a hacerlo.
–Sí, vas a hacerlo.
–No. No lo haré. Ninguna cantidad de dinero compensa los inconvenientes que me encontraré al trabajar contigo.
Theo se llevó la mano al pecho y pestañeó en modo lastimero.
–Has vuelto a herirme, agapi mou. Te estoy ofreciendo una rama de olivo, pero no paras de devolvérmela.
–Por favor, nunca he querido recibir una rama de olivo y, desde luego, no esta. Esto es un plan maquiavélico que has preparado. No soy estúpida. Te has tomado muchas molestias para…
–¿Recuerdas los planes que hicimos en Sidiro? Cuando yo heredara la península, tú diseñarías la casa en la que criaríamos a nuestros hijos.
Sidiro era la pequeña isla griega en la que ella había pasado el mes más mágico de su vida. Helena había pasado tres años tratando de olvidarse de su existencia. Y cuando la recordaba siempre sentía que se le rompía el corazón.
–Bueno, mi querida seductora, la península es mía.
Helena sintió una punzada en el corazón al darse cuenta de que eso significaba que su abuela había fallecido. Otra pérdida para un hombre que había perdido a sus padres en un periodo de tres meses cuando tan solo tenía dieciocho años.
Helena respiró profundamente para tratar de parar la sensación que tenía de que la habitación estaba dando vueltas. De pronto, se le ocurrió otra idea.
Si él quería construir una casa en la península, significaba que pensaba casarse. La península significaba mucho para él como para hacer uso de ella con otro propósito.
Así que así era como pretendía conseguir su venganza, consiguiendo que su exprometida diseñara la casa que él compartiría con su futura esposa.
LA RELACIÓN de Theo debió de ser un romance relámpago igual que había sido la relación que ellos habían tenido. Un mes antes, Helena había visto una foto de Theo con su nueva novia en una de esas fiestas de la alta sociedad que a él tanto le gustaban. Su amante, una modelo de ropa interior de lujo, no llevaba mucha ropa como tal y eso garantizó que salieran en las portadas de la mayoría de los tabloides.
Ella suponía que era inevitable que él se hubiera enamorado de una de las muchas mujeres con las que había tonteado durante los tres últimos años. Confiaba en que la pobre mujer supiera dónde se estaba metiendo.
Y en cuanto a Helena…
Sabía exactamente en qué se metería si aceptaba el trabajo.
–Siento lo de tu abuela –le dijo.
–¿Qué es lo que sientes?
Eso la sorprendió. Theo debía de haberle leído la mente.
–No te preocupes, agapi mou. Mi abuela está vivita y coleando.
–Bien –contestó aliviada. Solo había conocido a la abuela de Theo en un par de ocasiones, pero le había caído muy bien.
–Ella me ha donado la península.
–Me alegro por ti, pero no voy a aceptar el trabajo.
–¿He de recordarte que no solo eres tú la que se beneficiará económicamente?
Helena se apoyó en la puerta de entrada. El cambio en su tono de voz había provocado que le temblaran las piernas.
–Staffords –añadió él, refiriéndose al estudio para el que ella trabajaba–. He visto la contabilidad. Tu estudio tiene dificultades para conseguir proyectos.
–Eso no es cierto.
–Para conseguir proyectos que merezcan la pena. Las oficinas son caras. Hay rumores sobre posibles despidos –ladeó la cabeza–. Creo que tu trabajo está a salvo por ahora. Sin embargo, el otro arquitecto más joven y el personal de administración –Theo chasqueó la lengua–. Estarán fuera para finales de verano. Si las cosas continúan como están, el estudio cerrará para Navidad y tú te quedarás sin trabajo.
Sintiendo que podía desmayarse, se apoyó en la puerta con más fuerza.
–¿Cómo sabes todo esto?
Todo lo que Theo había dicho era cierto. Staffords tenía problemas serios. Si se hundían, ella se hundiría con ellos. Helena tenía muchas deudas y vivía completamente al día.
Él le guiñó el ojo.
–Detalles…
–Si vuelves a guiñarme el ojo, te daré una bofetada.
–Promesas, promesas. Acepta el trabajo y podrás darme bofetadas siempre que quieras.
–Se te hincharía la cara el primer día.
–Así haría juego con otra parte de mi anatomía.
¿Cómo podía lanzarle esas indirectas cuando estaba a punto de casarse con otra persona?
Bueno, ella recordaba que a Theo siempre le había gustado tontear. Siempre le había molestado cómo las mujeres se lanzaban a sus brazos y cómo él les prestaba atención. No tenía motivos para pensar que él le había sido infiel durante los tres meses que estuvieron juntos, ya que él nunca la perdió de vista, pero en el fondo temía que sucediera en el momento en que se separaran un día. Sus temores se reforzaron cuando, semanas después de que ella lo dejara plantado, él apareció en público con su primera modelo. La primera de muchas. Todas iguales. Altas, muy delgadas, rubias, guapas y con la capacidad para no despegarse de él. Justo lo contrario a ella: de baja estatura, rellenita, con cabello oscuro, no especialmente guapa y contraria a las muestras de afecto en público.
Ajeno a sus pensamientos y sin darle oportunidad de contestar, él continuó:
–Acepta el trabajo y tanto tú como el estudio que te ha apoyado durante tus prácticas, os veréis gratamente recompensados. El prestigio de diseñar una casa para mí, y no cualquier casa, puesto que quiero algo espectacular, os dará una cobertura que normalmente se reserva para Pellegrinis.
Pellegrinis era un estudio de arquitectura que había ganado muchos premios y que ganaba los proyectos con gran facilidad.
Sonó el timbre y Helena se sobresaltó.
–Será la comida –dijo Theo, dirigiéndose hacia la puerta. Hacia donde estaba ella
Helena se echó a un lado y se apoyó en la pared, pero el recibidor era tan pequeño que Theo se rozó con ella.
Una ola de aire frío entró en el apartamento. Theo agarró la caja de comida, le entregó un billete al repartidor y le dio las gracias.
Después, cerró la puerta y se dirigió al salón.
–Si sacas platos y cubiertos, yo llevo esto a la mesa.
Al instante, Theo regresó del salón y abrió la puerta del baño. Entonces miró a Helena arqueando una ceja.
–¿Dónde está el comedor?
–No tengo.
Él la miró sorprendido.
–¿Y dónde comes?
–Con una bandeja sobre mi regazo ¿Por qué sigues aquí? Te he dicho que te fueras. Sal. No tengo interés en comer contigo.
–Recuerdo que una vez tuviste mucho interés en devorarme, pero supongo que es un recuerdo de otra época –comentó, y se atrevió a guiñarle el ojo una vez más–. Está bien, me conformo con una bandeja.
–Solo tengo una –entonces, se percató del comentario que él había hecho y se sonrojó.
Theo entró en la cocina y empezó a abrir los armarios y cajones.
–¿Quieres vino tinto o blanco?
Helena apretó los dientes para no temblar y entró en la cocina.
–¿Dónde tienes las copas? –preguntó él, antes de que ella pudiera decir algo.
–Ya te he dicho que no tomo vino y, si lo hiciera, no lo compartiría contigo. Por última vez, sal de mi apartamento o…
–¿Sabes cuál es tu problema? –dijo él, abriendo el lavavajillas y sacando dos vasos de tubo sucios–. Estás demasiado tensa. Durante los próximos meses pasaremos mucho tiempo juntos. Será más agradable si consigues relajarte un poco.
–¿Relajarme? ¿Estás de broma?
Theo lavó los vasos bajo el grifo.
–No temas, agapi mou, en cuanto hayamos cenado y hecho planes, te dejaré en paz.
–Das muchas cosas por hecho. No he aceptado nada.
–Lo harás. O sufrirás las consecuencias y tendrás que esperar a que ocurra un milagro para que tu estudio salga adelante y no pierdas tu casa y tu independencia.
Theo había descubierto que Helena había acumulado una deuda de miles de libras durante sus estudios. La mitad de su sueldo lo destinaba al alquiler de aquel piso minúsculo. El resto iba destinado a pagar la deuda, los gastos de la casa, la comida y el transporte. Tendría suerte si pudiera sobrevivir un mes sin trabajar antes de dejar el piso y regresar a vivir con sus padres. No le sorprendía que no les hubiera pedido ayuda para pagar la deuda ya que era una mujer muy independiente, pero sí le sorprendía la deuda en sí. Sus padres siempre habían sido muy generosos con su única hija y Theo suponía que ella no les había pedido ayuda para sentirse completamente independiente.
Después de lavar los vasos, Theo abrió la bolsa y sacó dos botellas de vino y las cajitas de comida.
–He pedido comida tailandesa.
Era la comida favorita de Helena.
–No tengo hambre.
Él se encogió de hombros.
–Tú verás. Yo estoy hambriento.
–Viendo que estás sordo como una tapia como siempre y que no vas a ceder, me iré a cambiar.
–¿Sordo? ¿Es un cumplido?
–No, cabezota, era un insulto –dijo ella, y salió de la habitación antes de que él pudiera contestar.
Se oyó un fuerte portazo que hizo temblar los vasos que estaban junto al fregadero.
Theo abrió la botella de vino blanco y rellenó los vasos. Después de dar un trago, se frotó la nuca y cerró los ojos.
Recordaba cada centímetro del cuerpo de Helena, desde el pequeño lunar que tenía en el pecho izquierdo hasta la cicatriz que tenía en la cadera y que se hizo de pequeña con un alambre de espino, al caerse de la bicicleta. No había nada acerca de Helena Armstrong que no hubiera grabado en su memoria. Había pasado seis meses planificando ese día y tenía planes de contingencia para cualquier eventualidad. Siempre a su favor, por supuesto.
El tiempo no había borrado sus recuerdos de la mujer que en su día había venerado. Recordaba cómo se había sonrojado cuando él la provocaba y coqueteaba con ella, o cómo ardía de pasión cuando él le provocaba el orgasmo con la lengua, o con las manos.
Theo respiró hondo para tratar de calmar el dolor que sentía en la entrepierna y librarse del aroma que recordaba del cuerpo de Helena y que había invadido sus sentidos. Pronto podría saborearla otra vez, pero hasta entonces era mejor que no caminara por el apartamento con una erección. Con el humor que ella tenía, igual le hacía una llave de kárate para cortársela.
Theo llevó los vasos y la botella de vino al salón, donde había un sofá de dos plazas y una butaca alrededor de una mesa de café. Después, regresó a la cocina y sirvió los platos de comida y regresó al salón. Hizo un último viaje a la cocina y encontró la bandeja detrás del microondas, la llevó al salón y se sentó en el sofá de dos plazas. El sofá era tan viejo que tenía los muelles cedidos y Theo acabó con el trasero muy cerca del suelo. Helena apareció vestida con una camiseta roja muy fea y unas mallas de cuadros negros y blancos. Theo sabía que ella había elegido la ropa más fea que tenía especialmente para él. No obstante, a pesar de lo mal que iba vestida, resaltaba su silueta de forma inimaginable.
–Veo que has encontrado un sitio a tu nivel –dijo ella con una sonrisa malvada.
Theo respondió con otra sonrisa sugerente.
–Ya me conoces, me gusta llegar bien abajo.
Ella lo fulminó con la mirada, pero él se fijó en que se había sonrojado.
Pensando que en el suelo estaría más cómodo que en ese sofá, Theo se cambió de sitio y movió la mesa para colocar las piernas por debajo.
Una vez acomodado, comió el primer bocado de phat kaphrao, una comida que había descubierto durante su primera visita de mochilero en Bangkok.
Helena esperó a que Theo tuviera la boca llena de comida para decir:
–Dejemos una cosa clara. Si… Y digo Si… Si aceptase el trabajo, no habrá ningún coqueteo. Se que lo ves de otra manera, pero es inapropiado.
Theo tragó y contestó negando con la cabeza.
–Me encantaría poder asegurártelo, pero mi madre me enseñó a no hacer promesas que no pudiera cumplir.
–Esa es mi condición.
–Es una condición que no puedo aceptar. Deberías comer antes de que se enfríe la comida.
–Ya te he dicho que no tengo hambre –no quería ni mirar el plato, ya que temía que le rugiera el estómago.
Maldita sea, desde que había llegado la comida ella había tenido que esforzarse por no respirar el aroma de su terrible colonia y el de su comida favorita. No podía creer que él recordara que le gustaba la comida tailandesa. Pensaba que después de todas las mujeres que había conocido desde entonces, ella se había convertido en una más. Hasta le sorprendía que recordara su nombre.
Helena deseaba haber podido olvidar su rostro. Deseaba haber olvidado todo lo que había sentido por él.
Decidió que no comería, pero sí bebería el vino. Theo solo compraba lo mejor, así que sabía que el vino sería delicioso. Inclinándose, agarró el vaso de la mesa y se lo llevó a los labios. Theo observó cada uno de sus movimientos.
El vino se deslizó por su garganta como si fuera néctar y ella tuvo que resistirse para no cerrar los ojos y saborearlo.
–Respecto a mi condición –dijo ella.
–Una condición que no aceptaré –comentó él, comiendo otro bocado de pollo, chile y albahaca.
Ella entornó los ojos.
–Coquetear con una empleada no solo es inapropiado, muestra falta de profesionalidad y puede considerarse acoso sexual.
Él bebió un trago de vino y sonrió.
–Serás una trabajadora independiente, no una empleada.
–No creo que a tu prometida le importe la diferencia si te pilla coqueteando conmigo.
Él frunció el ceño y se rio.
–¿Qué prometida?
–La prometida para la que estás construyendo la casa.
–Debes confundirme con otra persona. No voy a casarme.
Helena tuvo que contenerse para no levantarse de la silla.
–Lo siento –le dijo–. Cuando dijiste que ibas a construir en la península, saqué mi propia conclusión.
–Primera norma de los negocios: nunca saques conclusiones. No tengo intención de casarme nunca, agapi mou, así que tranquila. Puedo coquetear contigo día y noche.
–¿Y qué pasa con los sentimientos de tu novia?
Theo soltó una carcajada.
–¿Qué novia?
Sin querer admitir que había leído un artículo sobre él, puso cara de sorpresa y dijo:
–¿Me estás diciendo que no tienes novia?
–¿Te importaría si la tuviera?
–No seas ridículo. Simplemente pienso que es cruel comprometerse con una persona y coquetear con otra.
–Solo me he comprometido con una persona una vez, y me dejó –levantó la copa y le guiñó un ojo–. Nunca volvería a cometer el mismo error.
Ella apretó los labios.
–Aunque, viendo lo que piensas acerca de mi vida amorosa, te diré que soy de la misma opinión que tú –sonrió él–. Es cruel ir encadenando amantes. La sinceridad siempre es lo mejor, ¿no crees?