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Dos pequeños secretos Maureen Child Una noche condujo a dos bebés. Colton King puso fin a su intempestivo matrimonio con Penny Oaks veinticuatro horas después de la boda. Pero más de un año después, Colton descubrió el gran secreto de Penny… de hecho, se trataba de dos pequeños secretos: un niño y una niña. Colton quería reclamar a sus gemelos y enseguida se dio cuenta de que también estaba reclamando a Penny otra vez. No le quedó más remedio que preguntarse si su matrimonio relámpago estaba destinado a durar toda la vida. Esposa olvidada Brenda Jackson ¿Podría mantenerla a salvo y convencerla para que le diera una segunda oportunidad? Tras una separación forzosa de cinco años, Brisbane Westmoreland estaba dispuesto a recuperar a su esposa, Crystal Newsome. Lo que no se esperaba era encontrarse con que una organización mafiosa estaba intentando secuestrarla. Crystal, una brillante y hermosa científica, no podía perdonarle a Bane que se casara con ella para después desaparecer de su vida, pero estaba en peligro y necesitaba su protección. Rendidos a la pasión Karen Booth Lo que empezó como un simple negocio, se convirtió en un apasionado romance. Anna Langford estaba preparada para convertirse en directora de la empresa familiar, pero su hermano no quería cederle el control. Cuando ella vio que tenía la oportunidad de realizar un importante acuerdo comercial, decidió ir a por todas, aunque aquello significara trabajar con Jacob Lin, el antiguo mejor amigo de su hermano y el hombre al que jamás había podido olvidar. Jacob Lin era un implacable empresario. Y Anna le dio la oportunidad perfecta de vengarse de su hermano. Sin embargo, un embarazo no programado les enfrentó al mayor desafío que habían conocido hasta entonces.
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Seitenzahl: 561
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Deseo, n.º 114 - diciembre 2016
I.S.B.N.: 978-84-687-9090-9
Créditos
Índice
Esposa olvidada
Portadilla
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Capítulo Diecinueve
Capítulo Veinte
Capítulo Veintiuno
Capítulo Veintidós
Epílogo
Rendidos a la pasión
Portadilla
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Epílogo
Dos pequeños secretos
Portadilla
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Brisbane Westmoreland llamó con los nudillos a la puerta del estudio de su hermano Dillon.
La ventana se asomaba al lago Gemma, la principal masa de agua en esa zona rural de Dénver a la que los lugareños llamaban Westmoreland Country. Para él era su hogar. Ya no estaba en Afganistán, ni en Irak, ni en Siria, y no tenía que preocuparse por las trampas, los enemigos ocultos tras los árboles o los matorrales, ni de explosivos a punto de explotar.
La cena de Acción de Gracias había terminado hacía horas y, siguiendo la tradición familiar, todos habían salido a jugar un partido de voleibol en la nieve. Luego habían vuelto dentro, y las mujeres se habían sentado en el salón a ver una película con los niños, mientras los hombres jugaban a las cartas en el comedor.
–¿Querías verme, Dil?
–Sí, pasa.
Bane cerró la puerta tras de sí y se quedó de pie frente al escritorio de su hermano, que estaba escrutándolo en silencio. Se imaginaba lo que estaría pensando: que ya no era el chico que andaba siempre metiéndose en líos, el chico que cinco años atrás había dejado Westmoreland Country para hacer algo con su vida.
Ahora era un militar, un SEAL de la Armada de los Estados Unidos, y desde su graduación había aprendido mucho y había visto mucho mundo.
–Quería saber cómo estás.
Bane inspiró profundamente. Querría poder contestar con sinceridad. En circunstancias normales le habría dicho que estaba en plena forma, pero la realidad era otra. En la última operación encubierta de su equipo una bala enemiga había estado a punto de mandarlo al otro barrio, y había pasado casi dos meses en el hospital. Pero no podía contárselo. Le había explicado a su familia que todo lo relativo a las operaciones en las que tomaba parte era información clasificada, ligada a la seguridad de Estado.
–Bien, aunque la última misión me dejó un poco tocado. Perdimos a un miembro de nuestro equipo que también era un buen amigo, Laramie Cooper.
–Vaya, lo siento –murmuró Dillon.
–Sí, era un buen tipo. Estuvo conmigo en la academia militar –añadió Bane.
Sabía que su hermano no le haría ninguna pregunta.
Dillon se quedó callado un momento.
–¿Por eso estás tomándote tres meses de permiso?, ¿por la muerte de tu amigo? –inquirió.
Bane acercó una silla y se sentó frente a su hermano. Después de que sus padres, su tío y su tía perdieran la vida en un accidente de avión, veinte años atrás, Dillon, el mayor del clan, había adoptado el papel de guardián de sus seis hermanos –Micah, Jason, Riley, Stern, Canyon y él– y de sus ocho primos –Ramsey, Zane, Derringer, Megan, Gemma, los gemelos Adrian y Aidan, y Bailey. Y no solo había conseguido mantenerlos unidos y se había asegurado de que todos hicieran algo de provecho con sus vidas, sino que además había logrado que la Blue Ridge Land Management Corporation, el negocio que habían fundado su padre y su tío, entrase en el ranking de las quinientas empresas más importantes de los Estados Unidos.
Como era el mayor, había heredado la casa de sus padres junto con las ciento veinte hectáreas que la rodeaban. Todos los demás habían recibido en propiedad, al cumplir los veinticinco, cuarenta hectáreas cada uno. Eran unas tierras muy hermosas que abarcaban zonas de montaña, valles, lagos, ríos y arroyos.
–No, esa no es la razón –contestó Bane–; todo mi equipo está de permiso porque nuestra última misión fue un auténtico infierno. Pero yo he decidido aprovechar estos meses para ir en busca de Crystal –hizo una pausa antes de añadir en un tono sombrío–; la muerte de Coop me ha hecho ver lo frágil que es nuestra existencia. Hoy estamos aquí y mañana puede que ya no.
Dillon se levantó y rodeó la mesa. Se sentó en el borde, delante de él, y se quedó mirándolo con los brazos cruzados. Bane se preguntó qué estaría pensando. Crystal era la razón por la que sus hermanos y sus primos habían apoyado su decisión de alistarse en la Armada. En su adolescencia habían tenido una relación tan obsesiva que habían traído de cabeza a sus familias.
–Como te dije cuando viniste a casa por la boda de Jason, los Newsome no dejaron una dirección de contacto cuando se mudaron –le dijo su hermano–. Y creo que es evidente que querían poner la mayor distancia posible entre Crystal y tú –se quedó callado un momento antes de continuar–. Después de que me preguntaras por ellos contraté a un detective para averiguar su paradero y… bueno, no sé si lo sabes, pero Carl Newsome falleció.
Él nunca le había resultado simpático al señor Newsome, y no habían estado de acuerdo en muchas cosas, pero era el padre de Crystal y ella lo había querido.
–No, no lo sabía –respondió Bane, sacudiendo la cabeza.
–Llamé a la señora Newsome y me dijo que había muerto de cáncer de pulmón. Después de darle el pésame le pregunté por Crystal. Me dijo que estaba bien y que estaba centrada en terminar su carrera. ¡Bioquímica nada menos!
–No me sorprende. Crystal siempre fue muy lista. No sé si te acuerdas, pero iba dos cursos por delante del que le correspondía y podría haber terminado el instituto a los dieciséis.
–Entonces, ¿no has vuelto a verla ni a saber de ella desde que su padre la envió a vivir con su tía?
–No. Tenías razón en que no podía ofrecerle nada; era un cabeza hueca que solo sabía meterse en líos. Crystal se merecía algo mejor, y por eso decidí que tenía que convertirme en un hombre de provecho antes de volver a presentarme ante ella.
Dillon se quedó mirándolo un buen rato en silencio, como si estuviese sopesando si debía o no decirle algo.
–No quiero herirte ni enfadarte, Bane, pero hay una cosa en la que no sé si te has parado a pensar. Quieres ir en busca de Crystal, pero no sabes cómo se siente ahora con respecto a ti. Erais muy jóvenes, y a veces la gente cambia. Aunque tú aún la quieras, puede que ella haya pasado página y rehecho su vida sin ti. Has estado cinco años fuera. ¿Se te ha pasado siquiera por la cabeza que podría estar saliendo con alguien?
Bane se echó hacia atrás en su asiento.
–No, no lo creo. Lo que había entre nosotros era especial; los lazos que nos unen no pueden romperse.
–Hasta podría haberse casado –insistió Dillon.
Bane sacudió la cabeza.
–Crystal no se casaría con ningún otro.
Dillon enarcó una ceja.
–¿Y cómo estás tan seguro de eso?
Bane le sostuvo la mirada y respondió:
–Porque ya está casada; conmigo.
Dillon se incorporó como un resorte.
–¿Que estáis casados? Pero… ¿cómo? ¿Cuándo?
–Cuando nos fugamos juntos.
–Pero si no llegasteis a Las Vegas…
–Ni era nuestra intención –respondió Bane–. Os hicimos creer que nos dirigíamos allí para despistaros. Nos casamos en Utah.
–¿En Utah? ¿Cómo? Para casarte allí sin consentimiento paterno tienes que tener los dieciocho, y Crystal no tenía más que diecisiete.
Bane sacudió la cabeza.
–Tenía diecisiete el día que nos fugamos, pero cumplía los dieciocho al día siguiente.
Dillon se quedó mirándolo con incredulidad.
–¿Y por qué no nos dijisteis que os habíais casado? ¿Por qué dejaste que su padre la mandara a vivir con su tía?
–Porque aunque fuera mi esposa podrían haberme acusado por secuestro. Ya violé la orden de alejamiento del juez Foster cuando entré en la propiedad de sus padres y, por si no lo recuerdas, estuvo a punto de mandarme un año entero a un correccional. Además, conociendo al señor Newsome, si le hubiera dicho que nos habíamos casado, lo que habría hecho sería pedirle al juez que me internaran allí más de un año. Y luego habría buscado el modo de anular nuestro matrimonio, o de obligar a Crystal a que se divorciara de mí. Los dos acordamos mantenerlo en secreto… aunque eso supusiera que tuviésemos que estar separados durante algún tiempo.
–¿Algún tiempo? Han sido cinco años…
–Bueno, no entraba en mis planes que fuera a ser tanto tiempo. Pensamos que su viejo la tendría vigilada unos meses, hasta que terminara el instituto. No se nos ocurrió que fuera a mandarla a kilómetros de aquí –dijo Bane, sacudiendo la cabeza–. Antes te dije que no había visto a Crystal, pero sí conseguí hablar con ella antes de que se fuera.
Dillon frunció el ceño.
–¿Te pusiste en contacto con ella?
–Solo hablamos una vez; unos meses después de que su padre la mandara con su tía.
–¿Pero cómo? Sus padres se aseguraron de que nadie supiera su paradero.
–Bailey lo averiguó por mí.
Su hermano sacudió la cabeza.
–¿Por qué será que no me sorprende? ¿Y cómo lo consiguió?
–¿Seguro que quieres saberlo?
Dillon se pasó una mano por la cara y resopló.
–¿Es algo que roza la ilegalidad?
Bane se encogió de hombros.
–En cierto modo.
Bailey era una de sus primas, un par de años menor que él, y la benjamina de la familia. En su adolescencia habían sido uña y carne con los gemelos. Los cuatro se habían metido en todo tipo de problemas, y la amistad de Dillon con el sheriff Harper era lo que los había salvado de acabar en la cárcel.
–Y si sabías dónde estaba, ¿por qué no fuiste a reunirte con ella? –le preguntó Dillon.
–No sabía dónde estaba, y le hice prometer a Bailey que no me lo diría –le explicó él–. Solo necesitaba decirle algunas cosas a Crystal, y Bailey lo organizó todo para que pudiéramos hablar por teléfono. Le dije que iba a alistarme en la Armada, le prometí que durante el tiempo que estuviéramos separados le sería fiel, y que volvería a por ella. Esa fue la última vez que hablamos –se quedó callado un instante–. Y había otro motivo por el que tenía que hablar con ella: para asegurarme de que no se había quedado embarazada cuando nos fugamos. Un embarazo habría cambiado las cosas por completo. No me habría alistado, sino que habría ido inmediatamente a reunirme con ella para estar a su lado y criar juntos al bebé.
Dillon asintió.
–¿Y sabes dónde está?
–Bailey perdió contacto con ella hace año y medio, pero la semana pasada yo también contraté a un detective, y hace unas horas recibí una llamada suya. La ha encontrado, y salgo para allá mañana.
–¿Que te vas? ¿Adónde?
–A Texas, a la ciudad de Dallas.
Crystal Newsome miró hacia atrás mientras se dirigía hacia su coche. Acababa de salir del edificio de Industrias Seton, donde trabajaba, y le había parecido oír pasos a sus espaldas. Intentó calmarse, diciéndose que probablemente solo habían sido imaginaciones suyas. Y todo por esa nota anónima mecanografiada que había encontrado en un cajón de su mesa.
Alguien está interesado en la investigación en la que estás trabajando. Te aconsejo que desaparezcas una temporada. Pase lo que pase, no te fíes de nadie.
Después de leerla había mirado a su alrededor, pero sus cuatro compañeros de laboratorio estaban enfrascados en sus proyectos. Se preguntaba quién habría escrito esa nota. Quería quitarle importancia, pensar que solo era una broma, pero después del incidente del día anterior…
Alguien había abierto su taquilla y no a la fuerza, sino usando la combinación. No sabía cómo la habían averiguado, pero quien lo hubiera hecho se había tomado la molestia de intentar dejarlo todo como estaba.
Al llegar a su coche entró a toda prisa y echó el cierre de seguridad. Echó un vistazo a su alrededor y salió del aparcamiento. Cuando tuvo que pararse al llegar a un semáforo cerrado, sacó la nota del bolso y volvió a leerla. ¿Que desapareciera una temporada? Aunque quisiera, no podía ausentarse de su trabajo. Estaba haciendo el doctorado y había sido escogida, junto a otros cuatro estudiantes, para participar en un programa de investigación en Industrias Seton.
Y respecto a lo de que había personas interesadas en su investigación, era algo que ya sabía. El mes anterior habían hablado con ella dos funcionarios del Gobierno que querían que continuara su investigación bajo la protección del Departamento de Seguridad Nacional. Le habían hecho hincapié en las graves consecuencias que podría tener el que los datos de su investigación cayesen en las manos equivocadas, en las manos de alguien con intenciones delictivas.
Les había asegurado que, a pesar de los avances que había documentado en su investigación, el proyecto en sí aún seguía siendo poco más que un concepto teórico, pero ellos le habían insistido en que estaría mejor bajo la tutela del Gobierno y le habían dicho que, si aceptaba, la pondrían a trabajar en colaboración con otros dos químicos que estaban llevando a cabo una investigación similar.
Aunque la propuesta era tentadora, había terminado rechazándola. Al fin y al cabo en primavera terminaría el doctorado, y ya había recibido varias ofertas de trabajo.
En ese momento, sin embargo, estaba empezando a preguntarse si no debería haberse tomado en serio la advertencia de aquellos dos hombres. ¿Podría ser que de verdad hubiera alguien detrás de los descubrimientos que había registrado en sus notas?
Miró por el retrovisor y el corazón le dio un vuelco. Un coche azul en el que se había fijado unos cuantos semáforos antes seguía detrás de ella. ¿Se estaría volviendo paranoica?
Al cabo de un rato supo que no, que no se estaba imaginando nada. Aquel coche azul aún iba detrás de ella, aunque a una distancia discreta. No podía irse a casa; la seguiría. ¿Dónde podía ir? ¿A quién podía llamar? No tenía una relación estrecha con sus compañeros de laboratorio, aunque eran estudiantes como ella.
De hecho, había uno de ellos, Darnell Enfield, con el que procuraba mantener las distancias a toda costa. Desde un principio había intentado flirtear con ella y a pesar de que le había dejado bien claro que no quería nada con él, no se había dado por vencido, y había tenido que amenazarlo con presentar una queja al director del programa. Enfadado, Darnell la había acusado de ser una estirada, y le había deseado que pasase el resto de su vida triste y sola.
Lo que ignoraba era que su vida ya era así. Muchos días tenía que hacer un esfuerzo para no pensar en lo sola que se había sentido durante los últimos cinco años. Claro que esa sensación de soledad le venía de mucho más atrás.
Hija única de unos padres mayores y sobreprotectores, se había educado en casa en vez de ir al colegio, y apenas había salido salvo para ir con ellos a la iglesia o al supermercado. Durante años ni siquiera le habían permitido salir a jugar fuera. Una de las hijas de sus vecinos había intentado trabar amistad con ella, pero lo más que podía hacer era hablar con la otra niña por la ventana de su dormitorio.
Solo la matricularon en el colegio cuando el pastor de su parroquia los convenció de que así mejorarían sus habilidades sociales. Para entonces ya había cumplido los quince años y estaba ávida de amigos, pero descubrió lo cruel que podían ser a veces los demás. Las chicas de su clase la habían tratado con desdén y los chicos se habían burlado de ella, llamándola «sabelotodo», porque iba más avanzada que ellos en sus estudios.
Se había sentido muy desgraciada hasta que había conocido a Bane, con quien se había casado en secreto al cumplir los dieciocho… y al que no había vuelto a ver desde entonces.
En su adolescencia Bane había sido su mejor amigo, alguien con quien podía hablar y que la comprendía mejor que nadie. Sus padres siempre lo habían mirado con recelo porque tenía cuatro años más que ella y habían intentado alejarla de él, pero cuanto más empeño habían puesto en ello, más los había desafiado ella.
Y luego estaba el problema añadido de que Bane era un Westmoreland. Años atrás sus bisabuelos y los de Bane habían roto su amistad por una disputa sobre los límites de su propiedad, y su padre se había negado a enterrar el hacha de guerra.
Al tener que detenerse en otro semáforo, Crystal aprovechó para sacar de su monedero la tarjeta de negocios que le habían dejado los dos funcionarios. Le habían dicho que se pusiera en contacto con ellos si cambiaba de idea con respecto a su propuesta o si advertía algo raro.
«¿Debería hacerlo?», se preguntó. Pero luego recordó lo que decía la nota: «Pase lo que pase, no te fíes de nadie». ¿Qué debería hacer? ¿Dónde podía ir?
Tras la muerte de su padre, su madre se había hecho misionera y se había ido a Haití. Podría ir a Orangeburg, en Carolina del Sur, donde vivía su tía Rachel, pero ya era muy anciana, y lo último que quería era darle problemas.
Bueno, también había otro sitio donde podía ocultarse: en Dénver, en el que había sido su hogar durante su infancia. Tras organizar los papeles de su padre, su madre y ella habían descubierto que no había vendido la propiedad después de que se mudaran a Connecticut. Y lo que le había chocado aún más era que se lo había dejado a ella en su testamento.
Crystal se mordió el labio. Volver allí supondría enfrentarse a los recuerdos que había dejado atrás. Además, ¿y si Bane estaba allí? ¿Y si había vuelto y estaba con otra mujer, a pesar de las promesas que le había hecho?
No quería creer eso. El Bane Westmoreland del que se había enamorado le había prometido que respetaría sus votos matrimoniales, y estaba segura de que antes de casarse con otra mujer al menos la buscaría para pedirle el divorcio.
Pensó en la otra promesa que le había hecho, y se preguntó si era la persona más tonta sobre la faz de la Tierra por haberle creído. Le había prometido que volvería a por ella. Pero ya habían pasado cinco años y ella aún seguía esperando. ¿Estaba malgastando su vida? Podían haber pasado muchas cosas desde que le hizo esa promesa.
Ante la ley era una mujer casada, pero lo único que le quedaba de ese matrimonio era un apellido que nunca usaba y promesas incumplidas. La última vez que habían hablado fue después de que su padre la mandara a vivir con su tía, cuando él la llamó para decirle que iba a alistarse en la Armada.
Metió la mano en su blusa y extrajo el colgante de plata con forma de corazón que Bane, como no tenía dinero para comprarle un anillo, le había dado el día de su boda. Cuando se lo puso, le dijo que había sido de su madre, que quería que lo tuviera y que lo llevase siempre, como un recordatorio de su amor hasta que volviese a por ella.
A Crystal se le hizo un nudo en la garganta. Si tanto la quería, ¿por qué no había cumplido su promesa?, ¿por qué no había vuelto a por ella?
Su madre había mencionado que Dillon, el mayor de los hermanos de Bane, la había llamado al enterarse de la muerte de su padre. La conversación había sido breve, pero Dillon le había preguntado por ella, y lo único que le había dicho de Bane era que seguía en la Armada.
Inspiró profundamente y apartó esos pensamientos para centrarse en el coche que estaba siguiéndola. ¿Debía llamar a la policía? De inmediato descartó esa posibilidad. ¿Acaso no decía la nota que no se fiara de nadie?
De pronto se le ocurrió una idea. Estaba empezando la campaña de Navidad, y la gente iba en bandadas a comprar regalos. Se dirigiría al centro comercial más concurrido de Dallas para tratar de perder en el tráfico al coche que la seguía. Tenía que evitar a toda costa que la siguieran a casa. Una vez allí reservaría por Internet un billete de avión a algún lugar lejano, como Las Bahamas –¿por qué no?, no sería un mal destino–, recogería sus cosas y desaparecería una temporada.
¿Qué pensarían de ella cuando no se presentase en el laboratorio como todos los días? En ese momento esa era la menor de sus preocupaciones; su prioridad era mantenerse a salvo.
Una media hora después consiguió zafarse del coche que iba tras ella. Lo único que tuvo que hacer fue zigzaguear entre el tráfico hasta que el conductor ya no pudo seguirla. Y luego, para asegurarse de que lo había despistado, dio unas cuantas vueltas más por la zona.
Bane ya estaba en Dallas. Había alquilado un todoterreno en el aeropuerto y estaba delante de la casa de Crystal, sentado al volante y con el motor apagado. Volvió a mirar el reloj. Según el informe del detective, Crystal estaba trabajando en el departamento de investigación de Industrias Seton, dentro de un proyecto enmarcado en el máster que estaba haciendo en la universidad, y normalmente salía a las cuatro.
Pero ya eran cerca de las siete y todavía no había aparecido. ¿Dónde estaría? Bueno, tal vez se hubiera ido de compras; ya faltaba poco para Navidad. O a lo mejor estaba con una amiga. Fuera como fuera, no le quedaba más remedio que esperar.
Ninguno de sus hermanos ni de sus primos se había sorprendido cuando les dijo que iba a ir a buscar a Crystal. Pero todos, excepto Bailey, que sí conocía toda la historia, se habían quedado patidifusos al enterarse de que se había casado con Crystal cuando se fugaron años atrás. Algunos le habían advertido, como había hecho Dillon, de que no debía hacerse ilusiones, pero él estaba seguro de que Crystal no habría perdido la fe en él.
Había vuelto como le había prometido, y estaba dispuesto a quedarse a vivir en Dallas si era lo que ella quería. Era lo bueno que tenía ser un SEAL, que podía vivir donde quisiese, siempre y cuando estuviese dispuesto a desplazarse para las sesiones periódicas de entrenamiento y las operaciones encubiertas a las que lo destinasen.
El pensar en su trabajo le hizo acordarse de su amigo y compañero Coop. Aún le costaba creer que lo hubiesen perdido.
Durante mucho tiempo le había ocultado a sus compañeros que estaba casado, pero le había resultado cada vez más difícil cuando se habían empeñado en presentarle a chicas para intentar emparejarlo, así que al final había acabado contándoselo.
Y lo había lamentado, porque desde ese día no habían hecho más que picarlo con todas las chicas a las que se ligaban cada vez que salían de permiso. Pero lo aguantaba con estoicidad, porque él solo quería a una mujer, y sus compañeros habían acabado por aceptar su intención de respetar sus votos matrimoniales y lo respetaban y admiraban por ello.
Estudió la casa de Crystal y sus alrededores a través del parabrisas. Las calles estaban bien iluminadas y parecía un barrio seguro. La casa en la que vivía Crystal era de ladrillo, estaba en buen estado, y el jardín muy cuidado. Lo único que la diferenciaba de las otras casas era que no tenía ninguna decoración navideña. ¿Es que ya no celebraba la Navidad? Se le hacía raro; ¡con lo que a ella le había gustado siempre!
Aunque no había podido mandárselas porque no tenía su dirección, cada uno de los años que habían pasado separados le había comprado una tarjeta por Navidad, por su cumpleaños, por San Valentín, y otra por su aniversario. Había escrito un mensaje en cada una de ellas y las había guardado en un arcón, junto con las cartas que tampoco había podido enviarle, esperando poder dárselas algún día. Ese día por fin había llegado, y por eso las llevaba todas en la maleta.
De pronto vio las luces de un coche que se acercaba. ¿Sería Crystal? El corazón le palpitó con fuerza y se preguntó si estaría muy cambiada. ¿Seguiría llevando el pelo largo? ¿Se mordería aún el labio cuando estaba nerviosa por algo?
Bane siguió el coche con la mirada hasta que se detuvo, y vio bajar a una figura femenina. Era ella. Una profunda emoción lo embargó, y se le hizo un nudo en la garganta.
La luz de una farola iluminaba sus facciones, y a pesar de la distancia pudo ver que seguía siendo preciosa. Estaba más alta, y su cuerpo adolescente se había transformado en el de una mujer, pensó, admirando lo bien que le quedaban los pantalones negros que llevaba y cómo se insinuaban sus senos bajo la chaqueta.
Mientras la observaba, su instinto de SEAL lo alertó de que algo no iba bien. Estaba entrenado no solo para mantenerse vigilante con respecto a lo que le rodeaba, sino también con la gente. Esa capacidad para reconocer indicios de peligro le había salvado la vida en más de una misión.
No sabría decir qué era, pero era evidente que a Crystal le pasaba algo. Tal vez fuera la prisa que parecía tener por entrar en la casa, o el número de veces que miró por encima del hombro. Parecía bastante nerviosa. Tal vez incluso asustada. Pero… ¿de qué?
Esperó un poco antes de bajarse del todoterreno para darle tiempo a Crystal a soltar sus cosas, cambiarse y relajarse un poco. Fueron solo veinte minutos, pero se le hicieron eternos. Tenía que averiguar qué estaba pasando.
Con el corazón martilleándole en el pecho, Crystal empezó a meter ropa en la maleta que tenía abierta sobre la cama. ¿Había sido su imaginación o habían estado observándola al llegar? Había mirado a su alrededor antes de entrar en la casa y no había visto a nadie, pero aun así…
Inspiró profundamente. No podía perder los nervios; tenía que mantener la cabeza fría. Decidió que dejaría allí el coche y unas cuantas luces encendidas para que diera la impresión de que estaba en casa. Llamaría a un taxi para ir al aeropuerto, y solo se llevaría lo imprescindible.
Únicamente haría una excepción, decidió, bajando la vista al álbum de fotos que tenía en sus manos. Lo había comprado justo después de haber hablado con Bane por última vez.
Antes de volver a Dénver, después de que se fugaran juntos, Bane la había convencido para que terminara el instituto. Le había dicho que aunque sus padres no la dejasen verlo podrían soportarlo, que solo serían unos meses, hasta que acabase los exámenes.
No habían contado con que fueran a mandarla a kilómetros de allí, pero aun así había estado convencida de que iría a buscarla cuando terminara el curso.
Sin embargo, un par de meses después de abandonar Dénver había recibido una llamada de él. Había dado por hecho que la llamaba para decirle que no podía soportar más aquella separación forzosa y que iba a ir a buscarla, pero no había sido así.
Bane quería saber si se estaba embarazada y, cuando le contestó que no, le dijo que se había alistado en la Armada y que se iba a hacer la instrucción en un cuartel en los Grandes Lagos, en Illinois. Le explicó que sentía que necesitaba crecer, aprender a ser responsable y convertirse en un hombre digno de tenerla como esposa. Le aseguró que cuando hubiera cumplido ese objetivo iría en su busca, le prometió que durante el tiempo que estuviesen separados respetaría sus votos matrimoniales, y ella le hizo la misma promesa y decidió hacer como él: hacer algo por sí misma. Por eso cuando terminó el instituto se matriculó en la universidad.
Se sentó en el borde de la cama y se puso a pasar las hojas del álbum que había preparado para él. Incluso había hecho que grabaran su nombre en la cubierta. Durante el tiempo que habían estado separados había ido añadiendo fotos en distintos momentos, una especie de crónica de su vida durante esos años. Había fotos de su graduación en el instituto y la universidad, y otras de pequeños momentos que quería compartir con él. Con un suspiro, guardó el álbum en la maleta.
Ya había hecho la reserva para las Bahamas. Sería algo así como unas vacaciones, se dijo; las primeras que se tomaba en cinco años. Llamaría a su madre y a su tía, cuando ya estuviera allí.
Momentos después ya había sacado la maleta al salón y se disponía a pedir un taxi por teléfono cuando sonó el timbre de la puerta.
Se quedó paralizada. ¿Quién podía ser? Retrocedió en silencio hacia el pasillo que iba a su dormitorio, rogando por que quien fuera se cansara de esperar y creyera que no estaba en casa. Contuvo el aliento cuando el timbre volvió a sonar. ¿Podría ser que alguien la hubiera visto entrar en la casa y supiera que estaba allí?
Como pasó un buen rato sin que el timbre volviera a sonar, suspiró aliviada, pero de repente se oyeron un par de fuertes golpes en la puerta. Tragó saliva. Podía contestar o seguir fingiendo que no estaba allí. Como la segunda opción no había funcionado, fue al dormitorio y sacó la pistola que guardaba en la mesilla de noche. Aquel barrio era muy tranquilo, pero la había comprado porque una mujer que vivía sola debía tomar ciertas precauciones.
Cuando regresó al salón sin hacer ruido, volvieron a llamar al timbre. Se detuvo a unos pasos de la puerta.
–¿Quién es? –preguntó, apretando con fuerza la pistola entre sus manos.
Hubo un momento de silencio y, entonces, una voz contestó:
–Soy yo, Crystal, soy Bane.
A Crystal casi se le cayó la pistola de la mano. «¿Bane? ¿Mi Bane? No puede ser…», pensó, dando un paso atrás. Tenía que ser un impostor. Ni siquiera parecía su voz. Sonaba más profunda, más ronca. Pero si no era él, si era un truco… ¿Quién sabía de su relación con Brisbane Westmoreland? Y si de verdad era él, ¿por qué se había presentado en ese momento?
–Usted no es Bane. Márchese o llamaré a la policía –amenazó alzando la voz–. Tengo una pistola y la usaré si es necesario.
–¡Por amor de Dios, Crystal Gayle! Soy yo, Bane. De verdad.
Crystal parpadeó. Nadie la llamaba así excepto sus padres… y Bane. De adolescente odiaba su nombre completo, pero desde el día en que Bane, que lo sabía, había empezado a llamarla así para picarla, había dejado de importarle. ¿Podía ser que de verdad fuera él?
Dio un paso hacia la puerta y escudriñó por la mirilla. Vio un par de ojos castaños y de inmediato reconoció en esa mirada a Bane.
Estaba a punto de abrir cuando se acordó de la nota. «No te fíes de nadie…». Pero Bane no era cualquiera, se dijo. Quitó el cerrojo, abrió y dio un paso atrás.
Bane siempre había sido alto, pero estaba mucho más alto de lo que recordaba. Y, mientras que el Bane del que se había separado hacía cinco años era un adolescente desgarbado, el que tenía frente a sí era todo músculo. Hasta sus facciones se veían distintas, más definidas, como si las hubiesen esculpido a golpe de cincel y martillo. Estaba guapísimo.
Y no solo se le veía más mayor y más maduro, sino que, a pesar de los vaqueros, la chaqueta de cuero, las botas y el sombrero vaquero, saltaba a la vista que era militar. Se le notaba en el porte, en la posición erguida y marcial que mantenía todo el tiempo.
Bane entró, cerró la puerta tras de sí y se quedó mirándola en silencio. El corazón le palpitaba con fuerza. Una parte de ella quería abrazarlo, decirle cuánto se alegraba de verlo, cuánto lo había echado de menos… pero aquel Bane era un extraño para ella.
–Hola, Crystal.
Sí, no había duda de que su voz se había vuelto más profunda… y de lo más sexy.
–Hola, Bane.
–Tienes buen aspecto.
–Tú también. Estás muy cambiado.
Cuando Bane sonrió, una sensación cálida afloró en su pecho. Seguía teniendo la misma sonrisa, esa sonrisa que iluminaba todo su rostro y dejaba al descubierto sus dientes, blancos y perfectos.
–Es que he cambiado; ya no soy el mismo. El Ejército te cambia.
Sus palabras la inquietaron. ¿Estaba tratando de insinuar algo más, como que esos cinco años lo habían hecho cambiar en otros sentidos? ¿Se habría presentado allí para decirle que quería el divorcio para poder casarse con otra mujer?
El corazón le dio un vuelco, pero tragó saliva y se negó a dejarle entrever su dolor. No le quedaba más remedio que aceptarlo. Además, tampoco sabía si le habría gustado ese nuevo Bane, se dijo. Probablemente le estaba haciendo un favor. Pero eso no la consoló.
–Está bien –murmuró, yendo hasta la mesita para depositar sobre ella la pistola–. Si has traído los papeles para que los firme, dámelos y acabemos con esto.
Bane arqueó una ceja.
–¿Qué papeles?
En vez de contestarle, Crystal miró su reloj. Tenía que pedir el taxi ya; tenía que irse al aeropuerto. Su vuelo despegaba en tres horas.
–¿Crystal? ¿De qué papeles estás hablando? –repitió Bane.
Lo miró y, sin saber por qué, sus ojos bajaron automáticamente a sus labios, los mismos que la habían enseñado a besar y que tanto placer le habían dado. Inspiró temblorosa y respondió:
–Los papeles del divorcio.
–¿Crees que he venido por eso? ¿Para pedirte el divorcio? –le preguntó él con aspereza.
Ella le sostuvo la mirada.
–¿Por qué otra razón podrías haber venido si no?
Bane se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y separó las piernas en una pose tan desafiante como sexy, que resaltaba sus anchos hombros y su torso musculoso.
–¿Te has parado a pensar que quizá haya venido a cumplir la promesa que te hice?
Crystal parpadeó.
–Bueno, han pasado cinco años –murmuró.
–Te dije que volvería.
–Sí, pero nunca pensé que tardarías cinco años en volver –insistió ella, plantando las manos en las caderas–. Cinco años sin saber nada de ti. Además, acabas de decir que has cambiado.
Bane frunció el ceño, visiblemente confundido, y respondió:
–He cambiado, sí, porque ser un SEAL te cambia, pero eso no tiene nada que ver con…
–¿Un SEAL? ¿Eres un SEAL?
–Pues sí.
–Sabía que te habías alistado en la Armada, pero pensaba que te habrían destinado a una fragata.
–Bueno, así habría sido si no fuera porque el que fue mi capitán durante la instrucción pensó que encajaría bien en los SEAL. Se ocupó de todos los trámites para enviarme a la escuela naval.
–Vaya… No tenía ni idea.
–Lo imagino. Bailey me dijo que perdió el contacto contigo hace un par de años.
Crystal no quiso decirle que había sido algo deliberado, porque, como su prima no podía darle ningún detalle acerca de Bane, sus llamadas se le habían hecho cada vez más deprimentes.
Aquella peculiar regla había sido idea de él. Le hizo prometer a Bailey que, aunque él le preguntara por ella, o ella por él, no les diría nada excepto si el otro se encontraba bien. Había pensado que cuanto menos supieran de la vida del otro, menos tentados se sentirían de intentar reunirse antes de tiempo, antes de que él hubiese podido cumplir el objetivo que se había fijado de convertirse en un hombre de provecho.
–Aunque hubiéramos mantenido el contacto, tampoco me habría dicho qué estabas haciendo –le espetó–. Eso fue lo que le hiciste prometer, ¿recuerdas?
–Podrías haber llamado a mi hermano Dillon –apuntó él, recorriéndola con la mirada.
Probablemente estaría fijándose, como ella había hecho con él, en cuánto había cambiado. Ya no era la chica de dieciocho años recién cumplidos con la que se había casado, sino una mujer hecha y derecha de veintitrés.
–No, no podía llamar a tu hermano ni a ningún otro miembro de tu familia –le dijo, volviendo a mirar su reloj–, y tú sabes por qué: porque me veían como la culpable de que siempre estuvieses metiéndote en problemas.
Bane suspiró y sacudió la cabeza.
–Eso no es verdad, pero podríamos tirarnos horas discutiendo, y hay algo que quiero preguntarte.
–¿El qué?
–¿Por qué tienes esa pistola?
¿Cuántas veces había soñado con reunirse con Crystal por fin?, se preguntó Bane. Sin embargo, las cosas no estaban saliendo tal y como esperaba. Tenía la esperanza de que, a pesar de los años que habían pasado separados, al menos habría un beso, un abrazo… algo. En cambio, Crystal estaba a metro y medio de él, como si no acabase de comprender qué estaba haciendo allí.
Él, por su parte, no conseguía entender por qué había dado por hecho que quería el divorcio solo porque le hubiese dicho que había cambiado.
Crystal se mordió el labio, y de nuevo se encontró pensando en lo preciosa que estaba. Su belleza no había hecho sino aumentar con el paso de los años. ¿Y de dónde habían salido todas esas curvas?, se preguntó, admirando una vez más su femenina figura, ataviada con unos vaqueros ajustados, un suéter y unas botas. Se había cortado el pelo, y le sentaba muy bien. Estaba seguro de que a diario tendría que andar espantando a los hombres como moscas.
Se moría por tocarla. Hubiese dado lo que fuera por recorrer con los dedos la curva de sus caderas, sus nalgas, y tomar sus pechos en sus manos.
–¿Por qué tienes una pistola? –inquirió de nuevo–. Te vi bajarte del coche y entrar en casa. Parecías nerviosa. ¿Han intentado entrar en tu casa?
–No.
–Entonces, ¿qué es lo que pasa? ¿Por qué tenías esa pistola en la mano y qué hace ahí esa maleta? ¿Es que vas a algún sitio?
Al ver que no respondía y que no parecía dispuesta a hacerlo, a juzgar por la expresión de rebeldía en su mirada, le hizo una pregunta que no había querido hacerle, pero que necesitaba que le respondiera, y rogó para sus adentros por que estuviera equivocado.
–¿Sales con alguien que te está dando problemas?
Aquella pregunta enfureció a Crystal.
–¿Que si estoy saliendo con alguien? ¿Estás acusándome de serte infiel?
–No te estoy acusando de nada, pero me parece raro que no quieras contestar a mis preguntas. ¿A qué viene tanto secretismo?
–No eres el único que ha cambiado, ¿sabes? Igual que tú no eres el mismo, yo tampoco soy la misma persona que era hace cinco años.
–Pero has respetado nuestros votos matrimoniales.
Lo había dicho con tal certeza, que a Crystal le entraron ganas de preguntarle cómo estaba tan seguro. Pero sí, tenía razón.
–Sí, los he respetado.
Bane asintió.
–Pues antes de que te asalten las dudas y empieces a imaginarte cosas raras, deja que te diga que yo también.
Imposible. No es que no le concediese el beneficio de la duda, porque seguramente había intentado resistir la tentación, pero la mayoría de los hombres no podían pasar sin sexo mucho tiempo. Y ella sabía de primera mano lo mucho que al Bane que conocía le gustaba el sexo. Resultaba difícil de creer que hubiese cambiado también a ese respecto, sobre todo con ese nuevo aspecto tan viril, tan de macho alfa.
–Y ahora, volviendo al tema del que estábamos hablando… ¿por qué tenías esa pistola en la mano cuando has venido a abrir, y qué hace ahí esa maleta?
Por el mismo motivo que no quería involucrar a su madre ni a su tía Rachel, tampoco quería involucrarlo a él. Tal vez debería haberle mentido y haberle dicho que sí estaba saliendo con alguien. Así quizá se habría puesto furioso y se habría marchado, y ella podría haber pedido ese taxi y estar ya camino del aeropuerto.
Se mordió el labio e intentó pensar una excusa que sonara razonable, una verdad a medias.
–Me voy de viaje.
Él la miró a los ojos y le preguntó:
–¿Por negocios o por placer?
–Por negocios.
–¿Y dónde vas?
Si le dijese que a las Bahamas pondría en tela de juicio que fuera un viaje de negocios, así que respondió:
–A Chicago.
–Pues me voy contigo.
Una ansiedad repentina se apoderó de Crystal, que parpadeó.
–¿Que te vienes conmigo?
–Pues claro. Estoy de permiso, así que no hay problema –respondió él calmadamente–. Además, nos vendrá bien pasar tiempo juntos para ponernos al día y recuperar el tiempo perdido.
Crystal supo que estaba perdida cuando Bane le preguntó con esa voz aterciopelada:
–Es lo que quieres tú también, ¿no?
La idea de pasar tiempo a solas con Bane y recuperar el tiempo perdido hizo que Crystal sintiera mariposas en el estómago. Ya no era una adolescente que tenía que hacer lo que le decían sus padres; ahora era una mujer madura y dueña de su vida.
Como si supiera lo que estaba pensando y quisiera acabar de convencerla, Bane le acarició la mejilla con los nudillos y le susurró:
–Me muero por conocer mejor a la nueva Crystal.
Cuando dio un paso hacia delante, acercándose a ella aún más, notó que estaba excitado. El sentir el miembro erecto de Bane empujando contra su vientre hizo que se despertara el ansia que hasta ese momento había permanecido dormida en su interior.
Reprimió un gemido y lo miró a los ojos. Bane había dicho que él también le había sido fiel durante esos cinco años. Cinco años de deseo contenido… El solo pensamiento hizo que la asaltase una ola de calor.
Bane se inclinó lentamente hacia ella para besarla. En eso no había cambiado: siempre había ido despacio, para que se sintiera cómoda a pesar de la diferencia de edad entre ellos y de que él tenía más experiencia. Siempre la había tratado con una ternura especial.
De pronto ya no le importaba que los dos hubiesen cambiado; quería que la besase, que la acariciase… En realidad quería mucho más, pero por el momento se conformaría con eso, incluso aunque no fuese a haber otro momento. Por eso, se agarró a sus hombros y se puso de puntillas para plantar sus labios sobre los de él.
Los labios de uno se movían contra los del otro con la misma naturalidad con que respiraban, y a Bane lo alivió comprobar que aquellos cinco años de separación no habían disminuido el deseo mutuo que siempre habían sentido.
Cuando Crystal deslizó la lengua dentro de su boca, los recuerdos de la última vez que se habían besado inundaron su mente. Fue en su noche de bodas en un pequeño hotel de Utah. Recordaba poco de la habitación, pero sí lo que habían hecho en ella durante buena parte de la noche.
Ahora estaban creando juntos nuevos recuerdos. Había soñado y esperado tanto tiempo ese momento… Le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo hacia sí, deleitándose en la gloriosa sensación del cuerpo de Crystal pegado contra el suyo.
Cuando succionó su lengua, los latidos de su corazón se dispararon, y su miembro endurecido palpitó, constreñido por la cremallera del pantalón. Por más que se esforzó por reprimir su deseo, aquellos cinco años le habían pasado factura y de pronto se encontró devorando su boca y enroscando su lengua con la de ella, casi con frenesí.
Pero tenía que parar, o acabaría tomándola en brazos y llevándola al dormitorio. Tenía que demostrarle que había cambiado de verdad, que ahora era más juicioso, y que el esfuerzo que habían hecho al permanecer separados todos esos años no había sido en balde.
De mala gana puso fin al beso. Sin embargo, aún no se sentía preparado para apartarse de ella, y se arriesgó a soliviantarla bajando las manos de su cintura a su trasero. Y luego, como Crystal no protestó, le acarició la espalda antes de volver a tomar posesión de sus nalgas.
Ahora que Crystal volvía a estar en su vida no podía imaginarla sin ella, y ese pensamiento le hizo reiterar lo que acababa de decirle hacía un momento:
–Me voy a Chicago contigo.
Crystal, que aún estaba recobrándose del beso, echó la cabeza hacia atrás para mirar a Bane. La pasión la había consumido de tal modo que por un momento se había olvidado de todo, pero las palabras de Bane la devolvieron a la realidad. No podía dejar que la acompañase.
Estaba a punto de abrir la boca para decírselo cuando le sonó el móvil. Se puso tensa nada más oírlo, y se preguntó quién podría estar llamándola. Le había dado a muy poca gente su número.
–¿No vas a contestar? –susurró Bane junto a su oído, antes de besarla en el cuello.
Crystal tragó saliva. ¿Debería hacerlo? Tal vez fuera alguien de la compañía aérea; tal vez hubiera algún problema con su vuelo.
–Sí –dijo, y se apartó de él para ir a por el teléfono, que estaba en la mesita, junto a la pistola–. ¿Diga?
–No intente escapar, señorita Newsome. La encontraremos.
A Crystal el corazón le martilleaba contra las costillas cuando se cortó la llamada. ¿Quién era ese hombre? ¿Cómo había conseguido su número? ¿Y cómo podía saber que estaba intentando escapar?
Se volvió hacia Bane, que debió de notar su inquietud, porque de inmediato fue junto a ella.
–Crystal, ¿qué ocurre?
Ella inspiró profundamente, sin saber qué hacer ni qué decir. Se quedó mirándolo, y se mordió el labio. ¿Debía contárselo? La nota decía que no confiara en nadie, se recordó una vez más, pero ¿cómo no iba a confiar en la única persona en la que siempre había confiado?
–No lo sé –murmuró. Fue a por su bolso y sacó la nota–. Hoy he encontrado esto en un cajón de mi mesa –dijo tendiéndosela–. No sé de quién es –esperó a que la leyera y cuando alzó la vista añadió–: Ayer abrieron mi taquilla y hoy, cuando volvía a casa vi que un coche estaba siguiéndome. Al principio pensé que eran imaginaciones mías, pero era evidente que el conductor, aunque estaba guardando una distancia discreta, iba detrás de mí. Conseguí darle esquinazo cerca de un centro comercial.
–¿Y la llamada de ahora? –inquirió él, escrutándola con la mirada.
Crystal le repitió lo que había dicho aquel tipo y Bane se quedó callado un momento.
–¿Por eso está ahí esa maleta? ¿Ibas a hacer lo que te aconseja la nota, desaparecer una temporada?
–Sí. El mes pasado estaba almorzando en un restaurante y se me acercaron dos hombres. Me dijeron que eran funcionarios del Gobierno y me enseñaron su placa para demostrármelo. Estaban al tanto del proyecto en el que estoy trabajando en Industrias Seton y me dijeron que al Departamento de Seguridad Nacional le preocupaba que mi investigación pudiera caer en las manos equivocadas. Me hicieron una oferta para proseguir con mi investigación bajo la tutela del Gobierno en Washington junto con otros dos químicos, pero la rechacé. No insistieron, pero me advirtieron de que había gente que estaba interesada en usar mis descubrimientos con propósitos delictivos y que harían lo que fuera para conseguir esos datos. Me dejaron su tarjeta y me dijeron que me pusiera en contacto con ellos si notaba algo raro.
–¿Y los has llamado?
–No. Después de leer esa nota ya no estaba segura de en quién podía confiar.
–¿Aún tienes esa tarjeta? ¿Puedo verla?
Crystal alcanzó su bolso, sacó la tarjeta y se la dio. Bane la estudió en silencio antes de sacar su móvil para hacerle una foto.
–¿Qué haces?
–Asegurarme de que esos tipos son quienes dicen ser –contestó Bane mientras tecleaba en su móvil–. Voy a enviarle una foto a un amigo que puede comprobarlo –le devolvió la tarjeta–. ¿En qué clase de investigación estás trabajando?
Ella vaciló un momento antes de responder.
–Tecnología Furtiva, o T.F., como solemos llamarla para abreviar.
–¿Tecnología Furtiva?
Crystal asintió.
–Hacer invisibles los objetos.
Bane enarcó una ceja.
–¿Estás investigando un modo de hacer invisibles los objetos?
–Aún no lo he perfeccionado, pero dentro de poco podré hacer las primeras pruebas.
Como era un SEAL, Bane estaba al tanto de avances tecnológicos que la mayoría de la gente desconocía, sobre todo en lo que se refería a armamento, pero nunca hubiera pensado que se pudiese hacer invisible un objeto al ojo humano. No era difícil imaginar el caos que provocaría un invento así si cayese en manos erróneas.
–Por eso me voy –añadió Crystal.
Él asintió.
–Y por eso yo me voy contigo.
Crystal sacudió la cabeza.
–No puedes venir conmigo, Bane, y no tengo tiempo para ponerme a discutir contigo. Voy a perder mi vuelo.
Viendo que no iba a conseguir convencerla, Bane le preguntó:
–¿Cómo pensabas ir al aeropuerto? ¿En tu coche?
–No, mi idea era dejarlo aquí y pedir un taxi.
–Pues te llevo yo; podemos hablar un poco más de camino allí.
Crystal vaciló un momento antes de aceptar su ofrecimiento.
–De acuerdo. Dame un momento para acabar de cerrar la casa; no tardaré ni cinco minutos.
Bane la siguió con la mirada mientras iba de habitación en habitación, apagando luces y desenchufando aparatos eléctricos. Cuando volvió al salón y se agachó para recoger algo del suelo, sus ojos se posaron en su redondeado trasero, y al ver la tela de los vaqueros de Crystal ponerse tirante sintió una ráfaga de calor.
–Al menos donde voy hará buen tiempo –comentó ella distraídamente, mientras se incorporaba.
Bane frunció el ceño. ¿Sol en Chicago en esa época del año? Sus ojos se encontraron, y por la expresión de Crystal comprendió que se le había escapado sin querer.
Bane cruzó el salón y se plantó delante de ella.
–¿Me has mentido?
Crystal contrajo el rostro.
–Está bien, sí, te he mentido: no voy a Chicago, sino a las Bahamas. Pero si te he mentido ha sido por tu bien.
–¿Por mi bien? –repitió él, mirándola de hito en hito.
–Sí. Por mi culpa te metiste en problemas en el pasado y no puedo dejar que eso vuelva a ocurrir.
Bane no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Es que no sabía que lo que hizo en su adolescencia lo había hecho por voluntad propia? En aquella época habría hecho cualquier cosa para estar con ella. Su familia pensaba que estaba loco, y en cierto modo lo estaba: loco por ella.
–Deja de pensar que me metía en líos por tu culpa; cuando nos conocimos ya me había metido en unos cuantos. Es más, cuando empezamos a salir empecé a comportarme de un modo más responsable.
–Pues yo no lo recuerdo así.
–Porque solo recuerdas lo que tus padres querían que recordaras –le espetó él–. Sí, desafiaba a tu padre cuando intentaba separarnos, pero no era un delincuente ni nada de eso. Al menos no después de conocerte a ti –añadió con una sonrisa–. A partir de entonces intenté conducirme de un modo más maduro porque quería impresionarte. Hasta diste en el clavo con la razón del comportamiento rebelde que teníamos Bailey, los gemelos y yo: la pérdida de nuestros padres en aquel accidente de avión. Su muerte nos abrumaba hasta tal punto que nuestro comportamiento temerario era la única manera que encontrábamos, inconscientemente, de sacar fuera nuestro dolor. ¿Te acuerdas de las largas conversaciones que solíamos tener?
Crystal asintió.
–Sí, lo recuerdo. Nuestras familias pensaban, cada vez que el sheriff nos encontraba, que habíamos estado haciéndolo en tu camioneta, cuando lo único que hacíamos era charlar y besarnos. Intentaba explicárselo a mis padres, pero no me escuchaban. Porque tú eras un Westmoreland y siempre pensaban lo peor.
Sí, el sheriff los había pillado varias veces besándose en su camioneta, pero como Crystal había dicho, no habían ido más allá porque él había decidido esperar a que ella fuera un poco mayor. La primera vez que lo hicieron fue cuando ella había cumplido los diecisiete, dos años después de que empezaran a salir.
Al menos Dillon le había creído cuando le aseguró que no la había tocado. Sin embargo, por la relación tan intensa que tenían, era evidente que acabarían haciéndolo antes o después, así que su hermano, en vez de reñirle, le aconsejó que, llegado el momento, tenía que comportarse de un modo responsable y tomar las precauciones necesarias.
Nunca olvidaría la noche que por fin hicieron el amor. No fue en el asiento de atrás de su camioneta. La llevó a una cabaña que había construido para ella, como regalo de cumpleaños, en las tierras que iba a heredar, el rancho que bautizaría con el nombre de La Ponderosa.
Jamás olvidaría aquella noche. La larga espera casi había podido con ellos más de una vez, pero esa noche supieron que habían hecho bien al esperar. Fue increíblemente especial, y Bane supo entonces que quería pasar el resto de su vida a su lado.
Esa misma noche le pidió que se casara con él cuando terminara sus estudios, y ella le dijo que sí. Y ese había sido el plan hasta que los padres de Crystal se lo pusieron aún más difícil.
Ella, en represalia, se negó a ir al instituto, y cuando sus padres amenazaron con que harían que lo mandaran a un reformatorio si entraba en su propiedad, Crystal y él se fugaron. Con lo que ninguno de los dos había contado era con que sus padres la mandarían lejos de Dénver después de que el sheriff Harper los encontrara.
Él estuvo a punto de desvelar que se habían casado porque le parecía que no tenían derecho a separarlos, pero Dillon le dijo algo que le hizo pararse a pensar: Crystal, con tal de llevarles la contraria a sus padres, no querría volver al instituto, y sería una lástima que desperdiciara su inteligencia.
Fue entonces cuando decidió hacer el sacrificio de separarse de ella una temporada. Fue la decisión más difícil que había tomado en toda su vida. Por suerte Bailey, que tenía la habilidad de un carterista, le birló el móvil al señor Newsome del bolsillo sin que se diera cuenta, y consiguió el número de la tía de Crystal.
–Mira, no hace falta que me lleves al aeropuerto –dijo ella–. Pediré un taxi y te llamaré cuando llegue a mi destino para que sepas que estoy bien.
Bane se quedó mirándola. Era evidente que no acababa de entenderlo.
–Crystal, si crees que voy a dejar que te vayas sola, es que no me conoces. Ya sé que han pasado cinco años y que los dos hemos cambiado, pero hay una cosa que no ha cambiado.
–¿El qué? –inquirió ella en un tono irritado.
–Pues que, pase lo que pase, voy a estar a tu lado –respondió Bane–. Igual que harías tú si la situación fuera a la inversa. Estamos casados –alargó la mano y tocó el colgante que le había regalado el día de su boda. El hecho de que aún lo llevara significaba muchísimo para él–. Estamos juntos en esto, Crystal, y no vamos a discutir más; me voy contigo.
–Siento lo de tu padre, Crystal –le dijo Bane cuando salieron a la autopista–. Me enteré por mi hermano.
–Gracias –murmuró ella–. El que me mandara a vivir con mi tía Rachel nos distanció aún más, pero hicimos las paces antes de que muriese –se quedó callada un momento antes de añadir–: Hasta me dijo que me quería. Me llevé una sorpresa cuando me enteré de que me había dejado el rancho en herencia porque me dijo que lo vendería para que nunca tuviera una razón para volver a Dénver. De hecho, como mi madre y él hacía tiempo que no vivían allí, di por hecho que lo habría vendido.
–Dillon también me dijo que has terminado tu carrera y estás haciendo un doctorado. Para alguien que decía que odiaba estudiar, es todo un logro –añadió con una sonrisa.
–Tampoco tiene tanto mérito –contestó ella, encogiéndose de hombros–. Centrándome en mis estudios por lo menos tenía a mis padres contentos.
Él le lanzó una mirada de reojo, y se quedó callado un momento.
–¿Puedo hacerte una pregunta?
Ella volvió a encogerse de hombros.
–Claro.
–¿Cómo conseguías mantener alejados a los chicos en el campus? Porque con lo guapa que te has puesto estoy seguro de que más de uno intentó ligar contigo.
La miró de nuevo y vio que se había puesto colorada. Pero no había dicho más que la verdad; tenía esa clase de belleza difícil de describir con palabras.
–No se me acercaban… porque pensaban que era lesbiana.
A Bane se le fue el volante al oír su respuesta, y estuvieron a punto de pasarse al otro carril.
–¡¿Que pensaban qué?! –exclamó, mirándola con incredulidad.
–Que era lesbiana. No tenía novio ni quería salir con ninguno de ellos, ¿qué iban a pensar si no? El rumor surgió después de que les diera calabazas a unos cuantos, incluidos varios miembros del equipo de rugby. Todas las chicas del campus se morían por salir con ellos.
–¿Y por qué no les dijiste que estabas casada?
–¿De qué habría servido cuando mi marido ni estaba ni se le esperaba?
Bane imaginaba cómo debió de sentirse al enterarse de ese falso rumor que circulaba sobre ella.
–Pensaba en ti cada día, Crystal.
–¿Ah, sí?
No le pasó desapercibido el matiz escéptico en su voz. ¿Es que no le creía? Estaba a punto de preguntárselo cuando Crystal le dijo:
–Bane, por aquí no se va al aeropuerto…
–Es que no vamos al aeropuerto.
–¿Que no vamos al aeropuerto? ¿Y cuándo has decidido eso?
–Cuando me di cuenta de que nos están siguiendo.
Crystal se puso tensa de inmediato.
–¿Están siguiéndonos?
–Hay un coche azul que lleva un buen rato detrás de nosotros.
–¿Azul? El coche que estuvo siguiéndome antes de llegar a casa también era azul –le dijo–. ¿Pero cómo puede ser que esté siguiéndonos también ahora? No vamos en mi coche.
–Alguien debía de estar observándonos cuando hemos salido.
A Crystal se le erizó el vello de la nuca.
–Pero si nos han visto marcharnos… entonces saben dónde vivo.
–Me temo que sí. Pero no debes preocuparte por eso.
–¿Que no me preocupe?
Lo más probable era que intentasen entrar por la fuerza y lo revolvieran todo.
–Flip, un miembro de mi equipo, está vigilando tu casa.
Ella parpadeó.
–¿Un miembro de tu equipo?
Bane salió de la autopista.
–Sí. En realidad se llama David, David Holloway. Su nombre en clave es Flipper porque es el mejor buceador del equipo, pero todos lo llamamos Flip. Me puse en contacto con él cuando llegué al aeropuerto. Y luego volví a llamarlo cuando salí a meter tu equipaje en el maletero porque vi un coche al otro lado de la calle que me pareció sospechoso.
A Crystal le estaba costando seguirlo.
–¿Y qué es lo que te hizo sospechar?
–Pues que yo llevaba dos horas esperando a que volvieras a casa, y en todo ese tiempo no estaba ahí –le explicó él mientras tomaba una curva.
Crystal no reconocía la zona en la que estaban.
–¿Y ya está? ¿Te pareció sospechoso porque antes no estaba ahí?
–Estoy entrenado para fijarme en todo lo que me rodea. En una misión ser observador y mantenerte vigilante puede salvarte la vida.
–¿Y ese tal Flipper ha ido a mi casa después de que nos marcháramos?
–Llegó allí justo cuando nos marchábamos. Sus hermanos y él la vigilarán mientras estés fuera.
Crystal enarcó una ceja.