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Inesperada luna de miel Donna Alward Un apuesto ranchero y una novia a la fuga Luna de miel en Italia Chantelle Shaw Una amante embarazada… ¿Habría matrimonio de conveniencia? Luna de miel con otra Maisey Yates ¡Sus más exóticas fantasías estaban a punto de hacerse realidad!
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Veröffentlichungsjahr: 2020
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
E-pack Luna de miel, n.º 199 - junio 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-429-7
Créditos
LUNA DE MIEL INESPERADA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
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LUNA DE MIEL EN ITALIA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
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LUNA DE MIEL CON OTRA
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
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–SEÑORITA, ya hemos llegado.
Sophia se incorporó en su asiento y miró por la ventanilla. Estaban en medio de una gran llanura. Frunció el ceño al verlo, estaba algo confusa. Antoine le había dicho que el rancho se llamaba Vista del Cielo. Le había encantado el nombre. Se había imaginado contemplando un cielo azul con nubes esponjosas y blancas desde el porche de una casa. Era tal y como se lo había imaginado, pero no había nada más alrededor, solo hierba y un camino de tierra flanqueado por árboles.
–No puede ser. Creo que no es aquí.
–Sí, señorita –respondió el taxista con su fuerte acento–. Estamos en Vista del Cielo –agregó mientras señalaba una señal de madera que así lo indicaba.
Se le hizo un nudo en el estómago. La pampa argentina se extendía hasta el infinito. Era una inmensa llanura en tonos verdes y marrones. Se acercó a la otra ventanilla del coche, la vista era la misma. Mirara donde mirara, solo había prados, nada más. A su derecha, vio un enorme y solitario árbol, tenía el tronco retorcido y parecía el guardián de todo aquello. Y, un poco más adelante, vio una casa. Estaba bien, pero se dio cuenta de que no era un hotel. El edificio era grande y de una sola planta. Estaba construido en forma de letra «u» y el patio que formaba estaba cubierto con un tejado que le daba un aire acogedor a la casa. Grandes y coloridas macetas con plantas y flores decoraban el exterior. Se fijó en que a un lado de la casa había otro árbol similar al que acababa de ver. La vivienda era muy agradable, pero le quedó muy claro que no se trataba de un hotel de cuatro o cinco estrellas, el tipo de alojamiento que Antoine solía elegir.
El taxista detuvo el coche frente a un cobertizo y apagó el motor.
–No se vaya –le ordenó ella–. Estoy segura de que no es aquí.
Pensando que quizás no la había entendido, trató de comunicarse con el poco español que hablaba. No recordaba demasiado bien la gramática, pero esperaba que le hubiera quedado claro lo que quería.
–Sí, señorita –repuso el conductor.
Quería hablar con alguien para poder aclarar las cosas. En cuanto le dieran la dirección del hotel, pensaba decirle al conductor que la llevara hasta allí.
Porque estaba convencida de que aquel no podía ser el lugar. Creía que allí no podía haber lujosas habitaciones, zona de balneario o gimnasio. Y vio que tampoco iba a encontrar un restaurante a su gusto.
Por un momento, sintió que se quedaba sin fuerzas y sin la valentía que la había llevado hasta allí. Había decidido hacer ese viaje sola, tenía la necesidad de demostrarse a sí misma que podía hacerlo. Era su manera de vengarse después de que Antoine la hubiera humillado como lo había hecho. Creía que ir sin él a su luna de miel era la mejor manera de demostrárselo.
Pero no se le había pasado por la cabeza la posibilidad de que algo no saliera como lo había planeado. Se dio cuenta de que debería haber estudiado con más detenimiento sus acciones y su decisión. Lamentó no haberse parado a mirar un mapa para asegurarse de que estaba en el lugar adecuado. Sobre todo, cuando estaba viajando sola.
No sabía qué hacer. Pero recordó en ese momento por qué estaba allí y se enderezó un poco más.
Había sido un error desde el principio. No debería haber accedido a casarse con él y la indiscreción de ese hombre no había hecho si no recordarle hasta qué punto había estado equivocada. De todos modos, creía que debía estar agradecida. Al menos había descubierto cómo era antes de la boda. A ese hombre le había entregado tres años de su vida, había dejado que sus amables palabras y sus sonrisas la sedujeran. Cuando comenzó a salir con él, se había sentido la mujer más afortunada del planeta. Después de unos años juntos, el matrimonio le había parecido el siguiente paso en su relación. Todos parecían estar de acuerdo con ellos y creían que estaban hechos el uno para el otro.
Pero había descubierto, muy a su pesar, que Antoine solo había estado interesado en ella porque necesitaba una esposa que proyectara al resto del mundo la imagen que quería dar. Pero ella necesitaba más. Era algo de lo que no había sido consciente hasta el fatídico instante en el que lo sorprendió en la cama con su amante. No estaba dispuesta a conformarse con ser una mujer florero y no tener ningún otro objetivo en su vida que el club social y las obras de caridad. Esas cosas eran muy importantes para su madre, pero ella quería algo más. Quería respeto, amor y tolerancia. No estaba dispuesta a soportar más traiciones ni a perder su tiempo al lado de alguien que no la amaba.
Había sido lo suficientemente valiente como para rechazar su destino.
Por eso estaba allí en esos momentos. Aun así, estaba segura de que debía de haber algún error. Se acercó a la casa para poder leer la placa que había junto a la puerta. Era bastante vieja y estaba en español, pero pudo distinguir las palabras Vista del Cielo y el año en el que había sido construida, 1935.
Se sobresaltó al oír el rugido de un motor. Se dio la vuelta y vio que el conductor había sacado su equipaje y se alejaba ya por el camino.
–¡Espere! –exclamó mientras corría hacia el coche.
Pero los zapatos de tacón que llevaba no eran el calzado más adecuado para correr en ese tipo de terreno.
El taxista no se detuvo, ni siquiera disminuyó la velocidad. No tardó en desaparecer, dejándola abandonada en medio de la nada.
El corazón comenzó latirle con fuerza. No había salido nadie de la casa para recibirla. El sitio parecía no estar ni siquiera habitado. Inspiró profundamente y trató de calmarse. Esperaba poder encontrar la manera de salir de ese lío.
Pero lo único que tenía claro era que no debía perder los nervios. No podía llorar ni dejarse llevar por un ataque de pánico. Abrió su bolso y sacó el teléfono móvil, pero no lo utilizó. No quería llamar a su madre para que le sacara las castañas del fuego. Le había dolido mucho que su progenitora no la apoyara cuando decidió suspender la boda.
Frunció el ceño al notar que uno de sus tacones se hundía en la tierra. Llevaba sus zapatos favoritos y no quería estropearlos. Para una vez en su vida que hacía algo impulsivo, todo parecía estar saliéndole mal. Se sentía como la protagonista de una comedia de Hollywood. Reconocía que su situación era cómica, pero no tenía humor en esos momentos para reírse de sí misma. Aunque su aspecto era impecable, desde los zapatos hasta la manicura, nunca había estado tan asustada.
Llevaba semanas indignada, había conseguido sobrevivir gracias a la energía que sacaba de esa indignación. Pero la situación en la que se encontraba en esos momentos, sola y en el extranjero, era demasiado incluso para ella.
–Hola –dijo alguien en español.
Se giró para ver quién había hablado y su sensación de alivio fue inmediata. Era una suerte que al menos hubiera allí alguien a quien pudiera explicarle lo que le había pasado. Antoine le había dicho que iban a pasar la luna de miel en una especie de hotel rural, que en realidad era un rancho argentino que alquilaba habitaciones. La idea le había gustado, le había parecido algo muy bucólico. Pero conocía muy bien a su exprometido y sabía que no se conformaba con cualquier cosa. Se había preparado para ese viaje con eso en mente y acababa de darse cuenta de que había cometido un error. Últimamente, le daba la impresión de que todo en su vida había dado un giro de ciento ochenta grados y nada era en realidad como había creído.
Vio a un hombre saliendo del granero y tragó saliva.
No sabía qué tipo de persona había esperado encontrar en un lugar tan remoto como aquel, pero no a alguien como ese hombre. Se le acercó lentamente, dando grandes zancadas y vio que no se había equivocado. Era el hombre más apuesto que había visto en su vida. Llevaba pantalones vaqueros algo desgastados, botas y una camiseta vieja. Lo que más le sorprendió fue su cara. Tenía el cabello oscuro y algo rizado. Le llamaron la atención sus ojos castaños, rodeados de espesas pestañas, que habrían conseguido que cualquier mujer se derritiera. Su piel tenía un tono dorado y exótico. No entendía qué podía hacer un hombre como aquel en un sitio como ese.
–Hola –repuso ella en inglés mientras trataba de calmarse–. ¿Habla inglés? –agregó con el poco español que sabía.
Se había jurado a sí misma que no volvería a dejarse engañar por ningún hombre y, en esos momentos de su vida, solo quería estar tranquila, pero no estaba muerta y su corazón reaccionó latiendo con fuerza al ver a ese hombre.
–Espero que pueda ayudarme –le dijo con una sonrisa.
–Por supuesto. ¿Qué problema tiene? –le preguntó el hombre entonces.
Vio que miraba sus maletas y que después la estudiaba a ella de arriba abajo, fijándose especialmente en los zapatos de tacón. No parecía aprobar su atuendo, pero ella consiguió controlarse y pensar solo en que necesitaba la ayuda de ese hombre. Poco le importaba si le gustaban o no sus zapatos.
–Me temo que el taxista me ha dejado en el lugar equivocado. No hablaba inglés y mi español tampoco es demasiado bueno. Ha sacado las maletas del coche y me ha dejado aquí. Espero que me pueda ayudar.
–Por supuesto.
Sonrió aliviada al ver que tenía un aliado, alguien que iba a solucionar el error.
–Tengo una reserva en el rancho Vista del Cielo. El taxista me dijo que era aquí, pero sé que es imposible…
–Bueno, está en el lugar adecuado. Este rancho es el Vista del Cielo, pero la verdad es que no esperaba a nadie.
Sus palabras solo consiguieron asustarla más aún.
–¿Hay otros ranchos que se llamen igual? –preguntó ella mientras trataba de que su voz no reflejara sus nervios–. Tengo una reserva para pasar en ese sitio una semana.
Vio que el hombre fruncía el ceño.
–No, este es el único rancho que tiene ese nombre. Pero no tenemos ninguna reserva para esta semana. De hecho, la teníamos, pero la cancelamos el mes pasado.
–Entonces, esto es un hotel.
–Sí, un hotel rural.
Angustiada, se dio cuenta de que estaba en el lugar adecuado. Recordó entonces las palabras de Antoine cuando le habló del lugar en el que iban a pasar su luna de miel. Le dijo que iba a ser algo muy distinto a lo que estaban acostumbrados y que iba a llevarla al sitio perfecto para una pareja de recién casados que estaría deseando pasar una semana a solas.
No pudo evitar sonrojarse al pensar en ello. Después de todo lo que había pasado durante esas últimas semanas, no podía imaginarse pasando una semana en ese rancho con Antoine.
Aun así, no terminaba de entender que alguien como su exprometido, amante del lujo y la comodidad, hubiera elegido un lugar como aquel. Parecía muy tranquilo y apartado. Eso le gustaba, pero no tenía nada que ver con lo que había esperado.
–¿Dónde está la piscina? ¿Y el balneario? –preguntó ella.
Después del largo viaje, le habría encantado poder darse un refrescante baño. Tampoco habría estado mal dejarse mimar en una bañera con burbujas o que alguien le diera un masaje. Ese rancho era mucho más rústico de lo que había esperado, pero sabía que no podía estar tan mal.
–Por eso tuvimos que cancelar las reservas que teníamos. Hubo un fuego que destruyó el edificio del balneario y otros más. Afortunadamente, no llegó a la casa.
Se quedó perpleja al oírlo y se le borró la sonrisa del rostro.
–¿Un fuego?
–Sí. Hemos cancelado todas las reservas hasta que podamos reconstruir lo dañado y reparar algunas cosas. A la piscina no le pasó nada, pero hemos tenido que vaciarla. Estaba llena de cenizas y escombros.
Cada vez sentía más desesperación. Miró a su alrededor. No entendía cómo las cosas podían estar saliéndole tan mal. Se quedó con la vista perdida en el árbol que había visto junto al camino, solitario y vigilante. Ella estaba igual. Nunca se había sentido tan sola.
–¿Por qué no me dice su nombre para que podamos aclarar las cosas? –le preguntó el hombre con algo de impaciencia.
–La reserva estaba a nombre de Antoine Doucette.
Él asintió con la cabeza.
–Es verdad, la luna de miel –murmuró el hombre–. ¿Y dónde está su flamante esposo? –agregó algo confundido.
Sophia levantó con orgullo la cara. Creía que podía hacerlo, tenía que hacerlo. Durante las últimas semanas, había pasado por situaciones semejantes. Era doloroso, pero creía que podía explicar lo que había pasado con frialdad, como si no fuera con ella. Después de todo, había sido mucho más duro contárselo a su familia, sus amigos e incluso a la prensa.
–He venido sola. Me temo que el matrimonio no se celebró.
–Entiendo… Lo siento mucho, señorita.
Su tono no reflejaba lo que decían sus palabras. Le pareció que era bastante frío y que se estaba limitando a ser educado.
–No lo sienta. Yo no lo hago.
Pero no era del todo cierto. No lamentaba haberse echado atrás y haber suspendido la boda, pero había sido el peor momento de su vida. Sabía que sus heridas iban a tardar mucho tiempo en curarse.
El hombre murmuró algo en español al oír sus palabras. No pudo entenderlo y eso le molestó. Hizo que se sintiera fuera de lugar y no era la primera vez que le pasaba algo parecido.
–¿Por qué no nos informaron de que la estancia había sido cancelada? –preguntó enfadada.
–No lo sé –repuso él–. María se encarga de las reservas y de la parte administrativa. La verdad es que me extraña que haya cometido un error de ese tipo.
–Pues está claro que alguien lo hizo, ¿no le parece? Después de todo, estoy aquí.
Estaba allí y tenía que convencer a ese hombre para que le permitiera quedarse.
Antoine le había echado en cara que cancelara todos sus planes. Le dijo que no había contratado un seguro de viaje y que iba a perder mucho dinero si ella se empeñaba en suspender la boda. Le parecía increíble que le hubiera hablado de ese modo, para conseguir que se sintiera culpable. Después de todo, ella no había sido a la que había sorprendido en la cama con otra persona.
Ella también se había gastado mucho dinero. Había pagado las invitaciones, el vestido, el banquete de boda, las flores, el magnífico pastel y todos los demás gastos que suponían una boda de cierto rango como la que estaban preparando. Para ella solo era dinero, no le preocupaba no poder recuperar el importe que Antoine había pagado por la luna de miel. Le iba a costar recuperarse económicamente, pero más difícil iba a ser borrar las heridas de su corazón. Había estado tan equivocada con ese hombre que no se veía capaz de volver a fiarse de su propio criterio.
Por culpa de Antoine, estaba en Argentina y sin un sitio en el que hospedarse.
Supuso que podría volver a Buenos Aires y tratar de cambiar su billete de vuelta. También podía quedarse en algún otro hotel durante esa semana. No le gustaba la idea de gastar más dinero aún, pero no estaba preparada para volver a casa y que todos vieran que su plan había fracasado.
Creía que Antoine ya se había reído bastante de ella. No pensaba darle ese gusto. Y a su madre le faltaría tiempo para recordarle lo que le había dicho antes de salir de viaje, Margaret Hollingsworth estaba convencida de que era una mala idea.
Le habían dolido mucho sus palabras. A su madre le había parecido una locura que suspendiera la boda y que renunciara a una vida cómoda y segura. No entendía por qué era tan importante para ella que su madre estuviera de su lado.
Recordó en ese instante algo que había marcado su niñez. Sus padres acababan de separarse y ella echaba mucho de menos a su padre. No quería que su madre la viera llorar y se escondió en el sótano. Alguien cerró la puerta y no pudo salir. Paso horas allí, hasta que un vecino la oyó. A pesar de los años que habían pasado, aún podía sentir la soledad, la oscuridad y el miedo. Y también recordaba las palabras de su madre, que había estado furiosa, cuando ella había necesitado un abrazo más que nada en el mundo.
Pero sabía que no merecía la pena pasar el resto de sus días esperando un apoyo y un cariño que no llegaba. Era algo que había aprendido con el tiempo. Había llegado el momento de librar sus propias batallas y conseguir ser feliz por sí misma. Respiró profundamente y levantó aún más la barbilla.
–Lo siento, pero tengo que insistir. Quiero quedarme aquí una semana, tal y como estaba convenido –le dijo al hombre–. No he recibido aviso de la cancelación y he venido desde Ottawa, en Canadá. No pienso volver a casa sin disfrutar de mis vacaciones –agregó con seguridad.
Pero en realidad, estaba temblando. Esperaba que le permitiera quedarse allí. Tenía unos ahorros que pensaba usar para poder mudarse a un apartamento más pequeño y sencillo. Ya no podía contar con los ingresos que había tenido mientras había estado trabajando para Antoine. Pero tenía que pensar en su dignidad. Eso era lo más importante para ella en esos momentos.
El hombre apretó los labios y frunció aún más el ceño. Vio que no le había gustado el tono que ella había usado.
–Yo también lo siento, pero no estamos preparados para recibir huéspedes. Si quiere, puedo llevarla a San Antonio de Areco. Allí hay un hotel. O, si lo prefiere, a Buenos Aires.
Era una solución, pero no se decidía. Volvió a fijarse en el solitario árbol. Sin saber por qué, le transmitía seguridad. Creía que ese sitio no estaba tan mal como le había parecido en un principio. Allí podría tener tiempo para relajarse, aclarar sus ideas y fortalecer su espíritu. Además, no le gustó que ese hombre le dijera lo que tenía que hacer. Estaba decidida a tomar las riendas de su vida, llevaba demasiado tiempo haciendo lo que los demás querían que hiciera y creía que había llegado el momento de cambiar.
–Pero quiero quedarme aquí –insistió con firmeza.
–No, no quiere –repuso el hombre–. Me di cuenta nada más ver su cara. Y lo entiendo, la vida en un rancho no es para cualquiera –añadió mientras miraba con algo de desprecio sus zapatos de tacón y su caro bolso.
Apretó los dientes al oírlo. Le molestó que ese hombre creyera que ella no podría soportar vivir en un rancho durante una semana. Si la hubiera visto tratando a los paparazzi frente al edificio del parlamento o esquivando a los fotógrafos, no opinaría lo mismo.
–Insisto –le dijo ella–. A no ser que pueda demostrarme que ya han devuelto el dinero de la reserva. En ese caso, no me importará hacerme cargo del pago.
Cada vez parecía más consternado. Lo último que quería era dejarse sus ahorros en aquel sitio, pero no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer. Estaba haciendo todo lo que podía para mostrarse fuerte. Quería que ese hombre le permitiera quedarse allí. Era la manera en la que podría probarle a Antoine de lo que era capaz, aunque estaba segura de que a él ya no le importaba. También necesitaba demostrarse a sí misma que era más fuerte de lo que pensaba.
Pero, más que nada, estaba deseando poder llegar a su habitación, cerrar la puerta y relajarse. Le temblaban las piernas y tenía ganas de llorar. Estaba muy cansada y no solo por culpa del largo viaje. Sabía que, tarde o temprano, acabaría por derrumbarse y esperaba estar a solas cuando ocurriera. Sin saber por qué, sintió de repente toda la presión que había estado sufriendo durante las últimas semanas, pero no quería llorar delante de un desconocido.
El hombre se quedó mirándola con intensidad.
–Intentaré aclarar las cosas. De momento, será mejor que pase –le dijo el ranchero.
Habría preferido que fuera un poco más educado, pero se sentía demasiado aliviada como para echárselo en cara. Esperaba que saliera alguien de la casa para ayudarla con sus maletas. Supuso que ese hombre volvería al trabajo. Si aquello era un hotel rural, tenía que haber más personal que se encargara de la comida, la limpieza y otras cosas. No necesitaba nada lujoso ni extravagante. Un plato de comida caliente y una copa de vino era todo lo que necesitaba.
–Soy Sophia Hollingsworth –le dijo ella mientras le ofrecía la mano.
–Tomás Mendoza –repuso él.
Algo en su interior se estremeció cuando tocó su mano. Fue una sensación inesperada, pero deliciosa. Era firme y algo callosa. También era cálida y fuerte, mucho más grande que la de ella. Era la mano de un hombre trabajador, honesto y capaz.
–Señorita Hollingsworth, no sé si es consciente de lo que me está pidiendo. El hotel va a seguir cerrado durante varias semanas y no están las personas que lo dirigen.
No entendió bien sus palabras.
–María y Carlos Rodríguez están en Córdoba, visitando a su hijo Miguel. Tendré que revisar la información que tenemos sobre las reservas para ver qué ha pasado en su caso. Lo que tiene que quedarle claro es que, mientras continuemos con las obras, no están a su disposición todos los servicios que tenemos normalmente.
No podía creerlo. Iba a pasar una semana en aquel lugar con el hombre encargado de las reparaciones. Pero no podía echarle la culpa a nadie, sino a ella misma. Lamentó no haber llamado antes de hacer el viaje. Era un error más que tenía que añadir a su larga lista.
–¿Y de qué se encarga usted?
–Hago un poco de todo. Ayudo a Carlos con el ganado, arreglo cosas y organizo las excursiones. Uno de los encantos de este lugar es que ofrecemos a los huéspedes la posibilidad de experimentar durante unos días la auténtica vida en un rancho argentino. Tratamos de convencer a los turistas para que trabajen con nosotros.
Tragó saliva al oírlo. No podía echarse atrás, no quería dar su brazo a torcer. Sobre todo porque así le habría dado la razón a ese hombre. Necesitaba enfrentarse a sus miedos y hacer aquello, aunque fuera un gran reto para ella. Pero, de momento, necesitaba entrar y descansar. No soportaba seguir allí, con el sol de la tarde acalorándola aún más.
–¿Podría acompañarme a una de las habitaciones, por favor? Tengo mucho calor. No había aire acondicionado en el taxi. Y necesito descansar y aclarar un poco mis ideas.
–Por supuesto.
Tomás agarró las dos maletas grandes y dejó la bolsa más pequeña para ella. Se la colgó del hombro y lo siguió.
Entró tras él. Para bien o para mal, allí iba a pasar toda la semana.
Pensaba que su situación solo podía mejorar. Eso era al menos lo que esperaba. Trató de tranquilizarse mientras seguía a Tomás por el pasillo hasta un dormitorio. Ya no sonreía con educación, parecía algo más frío y su rostro no expresaba lo que sentía.
–Creo que aquí estará cómoda –le dijo mientras abría la puerta y se apartaba para que ella pudiera entrar.
Le bastó con verse allí para que empezara a desaparecer el estrés de los últimos meses.
–Es preciosa, gracias.
Era un dormitorio sencillo, no había lujos, pero estaba limpio y cuidado. Las paredes eran blancas, parecían recién pintadas y fue directamente hasta la ventana. Estaba abierta y desde ella se contemplaba la gran planicie que se extendía hasta donde alcanzaba a ver. El aire era limpio, sin rastro de contaminación. Y lo que más le gustaba era estar alejada de todo, sin tener que soportar las miradas ni la curiosidad de los demás.
Le encantó el cabecero de la cama. Era de hierro forjado y hacía que destacara aún más la colcha de algodón azul. Estaba deseando tumbarse en esa cama y olvidar todo lo que había pasado ese día.
Se giró para mirar a Tomás y fue consciente en ese instante de que estaban los dos a solas en lo que iba a ser su dormitorio. Se quedó sin habla durante unos segundos. No había nada inapropiado en esa situación. Ese hombre se había limitado a acompañarla como lo haría el botones de un hotel. No entendía por qué se sentía tan incómoda.
–Me encanta la habitación.
–Me alegra que le guste –repuso él con un poco más de suavidad en la mirada.
Pero no tardó en desaparecer ese gesto y se dio cuenta de que sería muy difícil ganarse a una persona como Tomás Mendoza. Creía que iba a ser la semana más larga de su vida si era un hombre de tan pocas palabras como parecía.
–Hay tanta paz aquí… Escuche –le pidió ella mientras volvía a la ventana y apartaba las cortinas–. ¿Oye eso?
Tomás se acercó a ella. Podía sentir su presencia y el calor que desprendía su cuerpo, aunque estuviera a varios centímetros de distancia.
–¿El qué?
Se echó a reír entonces. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Algo más tranquila, se dio cuenta de que su situación no era tan catastrófica como había llegado a pensar. Durante esa semana, se iba a concentrar en sí misma y en nadie más.
–De eso se trata, no se oye nada. Es maravilloso –murmuró ella mientras cerraba los ojos y dejaba que el sol calentara su rostro.
Unos segundos después, cuando se giró para mirarlo, vio que su rostro reflejaba un poco más de amabilidad. Tomás parecía entender perfectamente cómo se sentía. Ya no le pareció incómodo estar a solas con él, pero no pudo evitar sentir algo en su interior, lo mismo que había sentido al darle la mano frente a la casa. Algo que se parecía demasiado a la atracción y no sabía qué hacer al respecto.
Lo único que tenía claro era que debía alejarse de él. No podía soportar que la mirara de esa manera. Fue hasta la cómoda y se distrajo tocando las toallas que alguien había dejado encima. El mueble era antiguo, la madera tenía algunas marcas y fue algo que le encantó. No era una típica habitación de hotel, fría y estéril. Ese sitio tenía un aire muy familiar y acogedor. Era como estar en casa, aunque ella nunca hubiera podido disfrutar de un hogar como aquel.
–Bueno, de eso se trata –comentó Tomás entonces–. La ciudad tiene sus encantos, pero todos necesitamos a veces estar en un sitio donde las cosas son…
Le sorprendió que no terminara la frase. A ella le había dado la impresión de que incluso los problemas más grandes podrían volverse pequeños en un sitio como ese rancho. Miró a Tomás Mendoza con interés, preguntándose quién era y por qué había decidido vivir en ese apartado lugar.
–¿Menos complicadas? –preguntó ella.
–Sí, es un sitio donde las cosas parecen menos complicadas –le confirmó Tomás con la vista perdida en el paisaje.
Sus palabras despertaron aún más su curiosidad. Supuso que la vida de ese hombre también habría sido complicada. Era apuesto y parecía muy seguro de sí mismo, pero tampoco se le había pasado por alto la barrera que parecía haber levantado a su alrededor. Era distante y no parecía querer que nadie se acercara demasiado. Era imposible saber lo que estaba pensando en esos momentos ni lo que sentía.
–¿Puede dejar aquí las maletas, por favor? –le sugirió ella–. Estoy deseando cambiarme y echarme una siesta.
Aún con la bolsa de viaje colgada de su hombro, Sophia se acercó a él para agarrar una de las maletas. Pero la bolsa se deslizó por su brazo cuando se agachó y le hizo perder el equilibrio. No ayudaron nada sus tacones de diez centímetros y, sin saber cómo, acabó en los brazos de Tomás, que la había agarrado para que no cayera al suelo.
Sin pensar en lo que hacía, levantó la cara para mirarlo. Y se dio cuenta enseguida de que no debía haberlo hecho. Fue en ese instante consciente de que Tomás tenía una de sus manos en la parte baja de su espalda y no pudo evitar sonrojarse. Era muy tentador sentirlo tan cerca, pero más peligroso aún fue la manera en la que se quedaron mirándose a los ojos. Hacía mucho tiempo que no tenía a un hombre tan cerca y lo que más le sorprendió fue lo que estaba sintiendo en ese momento. Vio que él apretaba la mandíbula y a ella le costaba respirar. Durante unos segundos, se preguntó cómo besaría ese hombre.
Pero recordó que iban a pasar mucho tiempo juntos durante los próximos días. Era una idea tentadora, pero no podía dejarse llevar por ese tipo de pensamiento. Estaba allí para demostrarse a sí misma que podía ser una mujer independiente. No había ido hasta Argentina en busca de una breve aventura. Se apartó de él y reajustó su blusa.
–Además de no saber planificar mis viajes, parece que también soy un poco patosa –bromeó ella.
–Espero que no sea así –contestó Tomás mientras colocaba una maleta junto a la cama–. Esto no es un hotel de cinco estrellas, sino un rancho, señorita Hollingsworth. Como le dije antes, ofrecemos a nuestros invitados la posibilidad de vivir como un gaucho de verdad. Ya que, en nuestras circunstancias actuales, no podemos ofrecerle todas las actividades que teníamos antes del incendio, espero que aproveche bien su tiempo en el rancho –le dijo mientras volvía a fijarse en sus zapatos y en su ropa–. Espero que haya traído ropa más adecuada.
Se sintió como una tonta. Había metido en esas maletas lo mejor que tenía. Y no le gustaba la manera tan despectiva con la que ese gaucho la miraba. Estaba decidida a demostrarle que no era como pensaba. Iba a participar en todas las actividades que le propusiera.
Se sentía herida. No creía que fuera culpa suya que terminara viéndose en ese tipo de situaciones, pero sí se sentía responsable por no haber elegido bien a los hombres.
En ese momento, su mayor preocupación era el contenido de sus maletas, no había metido nada apropiado para la vida en un rancho. Tenía bañadores, vestidos, faldas y unos cuantos zapatos a juego.
Ese hombre no tenía la culpa, ella era la única responsable por no haber confirmado de antemano los detalles del viaje. De haber sabido dónde iba a alojarse, habría metido en su equipaje ropa más adecuada. A veces sentía que lo hacía todo mal y que confiaba más en los demás que en ella misma.
Pero estaba decidida a cambiar y a que esa transformación comenzara cuanto antes. Estaba deseando demostrarle a Tomás Mendoza que podía hacer cualquier cosa que le propusiera.
–Estoy deseando participar en todas esas actividades –le dijo ella con firmeza.
Pero esperaba no tener que montar a caballo. Solo lo había hecho dos veces en su vida y recordaba con terror el miedo que había pasado a lomos de una tranquila yegua cuando esta comenzó a trotar. Entonces, había sido una niña de doce o trece años. Ya no era tan pequeña y estaba decidida a mostrar más valentía y madurez. Sobre todo si iba a tener que hacerlo frente a Tomás Mendoza, que parecía el hombre perfecto en todos los sentidos.
–Pero primero, necesito descansar –murmuró entonces–. Ha sido un vuelo muy largo y el trayecto hasta aquí en taxi también ha sido agotador.
–Muy bien. Mientras descansa, intentaré averiguar qué ha pasado con su reserva.
Le molestaba que insistiera tanto en demostrar que era ella la que había cometido un error cuando, en realidad, nadie le había avisado de que su reserva en el rancho había sido cancelada.
–Señor Mendoza –lo llamó al ver que se disponía a salir de la habitación.
Tomás Mendoza se detuvo y se giró para mirarla.
–¿Sí?
Se esforzó por sonreír con dulzura antes de hablar.
–Le agradezco que haya accedido a darme una habitación a pesar de las obras. Siento mucho molestarlo de esta manera.
Intentó sonreír de nuevo. Era una especie de oferta de paz. Esperaba poder llevarse bien con él. Además, sabía que le convenía no molestar más a quien iba a ser su anfitrión durante esa semana o el servicio que iba a recibir de él dejaría mucho que desear.
–La cena es a las siete –replicó Tomás con frialdad mientras cerraba la puerta.
Aunque sabía que era demasiado mayor para ese tipo de gestos, Sophia no pudo evitar sacar la lengua a la puerta en cuanto él la cerró. Después, se dejó caer en la cama con un gran suspiro.
TOMÁS había pensado prepararse una cena sencilla, pero sus planes habían cambiado por completo y, en esos momentos, se encontraba cocinando locro, un estofado de judías, carne, maíz y calabaza. Era lo bastante sencillo como para que pudiera hacerlo él mismo y se le había ocurrido que era la mejor manera de ofrecerle a su huésped un plato típicamente argentino.
Resopló irritado mientras removía el estofado. Su presencia le iba a complicar mucho las cosas. Todo había sido fruto de un error. Lo primero que había hecho, después de dejarla en su habitación, había sido repasar los libros de reservas y no encontró ninguna anotación al lado del nombre de Antoine Doucette. Al verlo, llamó a Miguel en Córdoba. María recordaba haber hecho la reserva, pero no estaba segura de haber avisado para cancelarla. Tomás decidió no presionarla. A María le estaba costando mucho recuperarse después del incendio. Cuando su hijo Miguel los invitó a que pasaran algún tiempo en Córdoba con él, tanto Carlos como Tomás decidieron que era lo mejor para María. Estaba deseando aprovechar esos días para que María pudiera regresar a un rancho muy recuperado tras el fuego. Había que reconstruir el edificio donde tenían el balneario, pero el resto de las construcciones avanzaban ya a muy buen ritmo. Si todo iba como planeaba, esperaba poder tener la piscina llena de agua y lista para usarse en unos días.
Pero lo que más le había preocupado de la conversación que había tenido con María esa tarde había sido lo que la mujer le había comentado después de que él le explicara la situación en la que se encontraba.
–Cuida de esa joven, Tomás –le había pedido María con firmeza–. Debe de ser de armas tomar si ha decidido pasar sola su luna de miel. Eres responsable de su bienestar y espero que te encargues de todo hasta que regresemos.
Frunció el ceño al recordar sus palabras. Siguió cortando la calabaza cada vez más enfadado. María llevaba tanto tiempo tratándolo como si fuera su hijo que la mujer parecía olvidar a veces que era un hombre hecho y derecho. Sabía muy bien que él era el responsable. Era algo que no podía olvidar.
–Ya nos ocuparemos de aclarar la confusión cuando regresemos Carlos y yo. A lo mejor deberíamos volver el miércoles –le había dicho María.
–No hace falta…
Pero María se había echado a reír.
–Esa pobre mujer va a cansarse mucho antes de tu comida. Regresaremos el miércoles. Hasta entonces, sé agradable con ella, Tomás.
–No sé por qué lo dices, yo…
–Lo sabes muy bien –lo había interrumpido María.
Después de eso, había decidido no defenderse. María y su familia lo conocían mejor que nadie. Casi demasiado bien.
Si iban a regresar el miércoles, tenía tres días muy difíciles por delante hasta entonces. Iba a tener que hacer su trabajo y entretener a Sophia. La joven había tratado de parecer fuerte, pero estaba seguro de que no era ese tipo de vacaciones el que había esperado. Sonrió al recordarlo, pero dejó de hacerlo cuando se le vino a la cabeza la cara que había puesto Sophia cuando pensó que él no le iba a permitir quedarse en el rancho. Le había parecido que estaba muy asustada y fue entonces cuando cometió el error de sentir cierta compasión por ella y consentir que se quedara.
Agregó los trozos de calabaza al estofado y colocó la tapa de la olla mientras bajaba la llama. Tenía que dejar que se cocinara poco a poco. Creía que no era el mejor momento para sentir compasión por otros y complicar su vida. Aún tenía que hacer muchas reparaciones en el rancho y le iba a faltar tiempo para poder reabrir el hotel en un par de semanas. Había terminado de pintar la boutique y tenía que encargarse de reponer artículos y volver a llenar los estantes. Tenía que cuidar de los caballos y del ganado que criaba Carlos. Ya estaba terminado el cobertizo que había detrás del granero, pero faltaba pintarlo. Los albañiles estaban trabajando en otra propiedad a la vez y por eso no habían podido empezar aún la reconstrucción de la caseta de la piscina.
Le habría resultado mucho más fácil poder cumplir los plazos si estuviera Carlos en el rancho, pero los dos habían decidido que María necesitaba pasar algún tiempo lejos de allí, visitando a su hijo Miguel.
Lo último que había esperado era tener además que cuidar de una princesita mimada como Sophia Hollingsworth. No tenía tiempo para encargarse también de la limpieza y de cocinar para ella. María era la que solía hacer esas cosas. Carlos y él trabajaban normalmente en los establos o en el campo. Durante el tiempo que llevaba funcionando, el rancho había sido un negocio rentable, tal y como lo habían planeado desde el principio. Cada uno se encargaba de las actividades que mejor se le daban. Él solía estar siempre en un segundo plano, donde se encontraba más cómodo. Era educado y agradable con los huéspedes. Estos se limitaban a hacerle preguntas sobre la pampa argentina, su trabajo en el rancho e historias locales. Solían cometer el mismo error que había cometido Sophia esa tarde. Daban por supuesto que él había pasado allí toda su vida y conocía bien el lugar. No le importaba. Se limitaba a llevar una existencia lo más sencilla posible en Vista del Cielo. Allí tenía la paz y el aislamiento que tanto había buscado. Carlos y María tenían una forma de ganarse la vida. Todos salían ganando.
Oyó un ruido al otro lado del pasillo y supuso que la princesa se habría despertado ya de su siesta. Durante unos segundos, se distrajo imaginándola dormida sobre la colcha azul con su larga melena caoba extendida alrededor de su cara. Irritado, sacudió la cabeza y sacó un par de cuencos del armario. No se le había pasado por alto que era guapa. De hecho, era preciosa. Tenía el pelo de un color rojo oscuro y algo rizado, hacía que destacara aún más su clara tez. A lo mejor esa mujer tenía la sensación de que sus deseos debían siempre ser cumplidos, parecía acostumbrada a salirse con la suya y no le había costado entender por qué. Se había limitado a mirarlo con sus ojos oscuros y a decirle que estaba cansada y él, sin pensárselo dos veces, había accedido a salir del dormitorio para permitirle que durmiera. Estaba terminando de prepararle la cena y poniendo la mesa cuando en ese rancho los huéspedes siempre participaban en las tareas y experimentaban así la auténtica vida de un gaucho. Ese era el principal atractivo que tenía el establecimiento. Ese y el ofrecer al visitante la sensación de que el recién llegado también era parte de la familia. Pero eso era lo último que se le pasaba por la cabeza cuando pensaba en Sophia Hollingsworth.
–Huele fenomenal.
Sobresaltado, estuvo punto de que se le cayeran los cuencos de las manos cuando la oyó.
Lo observaba desde el umbral de la puerta. Llevaba el pelo suelto y estaba algo despeinado tras la siesta. Tenía los ojos hinchados y vio que parecía más baja. Se había quitado los zapatos de tacón y no pudo evitar fijarse en que llevaba pintadas de rosa las uñas de los pies. Sus pies eran perfectos. Y, a pesar de estar descalza, podía adivinar que la falda recta y estrecha que llevaba escondía piernas muy bonitas.
Le pareció que era la misma princesa mimada, pero sin el envoltorio de antes. Tragó saliva, cada vez le resultaba más atractiva, al menos físicamente.
Era lo último que necesitaba.
–¿Has dormido bien? –le preguntó tuteándola por primera vez mientras colocaba los cuencos en la mesa.
–Sí, gracias. Me encuentro mucho mejor.
Su voz era dulce y suave, sintió cómo se deslizaba por sus venas.
–No era mi intención dormir tanto –se disculpó Sophia–. No sé qué has preparado, pero huele muy bien.
–Es un plato bastante sencillo –repuso él mientras le daba la espalda para volver al fogón.
Trató de calmarse. No iba a permitir que una cara bonita y una dulce voz consiguieran afectarlo. Lamentó que no estuvieran allí Carlos y María para encargarse de esa princesa. Habría preferido esconderse en el granero durante el resto de su estancia en el rancho.
–No soy yo el que suelo encargarme de la cocina –le explicó.
–Yo no estoy acostumbrada a que un hombre cocine para mí, así que es todo un regalo –le dijo ella con una tímida sonrisa.
Se le aceleró el pulso y eso lo contrarió más aún. No le gustaba reaccionar de esa manera.
–Supongo que estarás más acostumbrada a comidas de cinco platos y camareros que atiendan todas tus necesidades, ¿no?
Vio que su comentario le había dolido y se sintió culpable. Estaba a punto de disculparse cuando habló ella.
–¿Qué es lo que te hace suponer que es así?
–Se nota que eres difícil de complacer. Estoy seguro de que estás acostumbrada a lo mejor, por eso me extraña tanto que estés aquí.
–¿Eso es lo que crees? –replicó sonrojándose.
No había conocido a nadie como ella, era una mezcla de ingenuidad y estrella de cine. Cada vez le intrigaba más. Pensó que no le vendría nada mal pasarse unos días trabajando y ensuciándose las manos en el rancho. Lo podía decir por experiencia propia.
Sophia se le acercó con gesto dolido.
–Así que piensas que soy una mujer mimada y malcriada y que estoy acostumbrada a que me sirvan.
–¿No es así?
–En absoluto.
–¡Claro! ¡Claro que no! –repuso con ironía–. Llevas ropa de marca, el pelo perfecto… Creías que aquí te esperaba un balneario de lujo o algo parecido, ¿acaso me equivoco? Admítelo.
Cada vez se ruborizaba más. Pero vio que no estaba avergonzada sino furiosa.
–Muy bien, de acuerdo. No es esto lo que esperaba. Y tú tampoco lo eres.
Sonrió con satisfacción al oírlo.
–No, no lo soy. Si no estas dispuesta a trabajar, me encargaré de que puedas volver a Buenos Aires mañana mismo.
Acababa de darle la posibilidad de salir de allí con la cabeza muy alta. Perdería bastante tiempo en el trayecto hasta la capital, pero estaba convencido de que iba a merecerle la pena si podía librarse de ella y centrarse en su trabajo. Además, creía que era mejor que se fuera antes de que regresaran María y Carlos. No le habría extrañado nada que María se hiciera una idea equivocada. Llevaba algún tiempo haciéndole demasiadas preguntas e insistiendo para que saliera más. La mujer creía que no podía seguir escondiéndose allí y que debía encontrar de nuevo el amor.
Dudaba mucho de que Sophia, una mujer capaz de pasar sola su luna de miel, fuera a ser la candidata perfecta a ojos de María, pero prefería evitar que se conocieran. Tomás estaba satisfecho con su vida en la pampa, no quería salir de allí ni conocer a nadie. Era una existencia simple, sin complicaciones, justo lo que necesitaba para poder olvidar.
Se le hizo un nudo en el estómago. Algunos días, no quería olvidar, sino recordar. Le daba la impresión de que olvidar era una especie de traición.
–Supongo que eso te encantaría, ¿verdad?
Giró la cabeza al oírla de nuevo.
–¿Cómo?
–¿Estás intentando librarte en mí, Tomás Mendoza? No es culpa mía que haya habido una confusión con mi reserva. ¿Crees que vas a conseguir asustarme con algo de trabajo y que salga corriendo de aquí?
–¿No es eso lo que quieres?
Sophia se quedó callada unos instantes, mirándolo con intensidad a los ojos.
–No.
–¿No? –repitió él con incredulidad.
–No. Quiero quedarme.
–Por cierto, he revisado el libro de reservas y he hablado con María.
–¿Y?
–No consta en ninguna parte que se cancelara la reserva y María no recuerda lo que ocurrió. Pero me ha dicho que tratará de aclararlo todo cuando vuelva el miércoles.
–Entonces, el miércoles te darás cuenta de que estoy en lo cierto –repuso Sophia con seguridad.
–Y tú te das cuenta de lo que te estoy diciendo, ¿verdad? La gente que viene al rancho participa en todo tipo de actividades. Ayuda en el granero, con los animales e incluso en la casa. Durante los días que dura la estancia, son parte de la familia con los beneficios y el trabajo que eso supone.
–¿Es que crees que no puedo hacerlo?
La miró de arriba abajo e hizo una mueca al ver su perfecta manicura.
–Así es.
–Entonces, creo que va a ser una semana llena de sorpresas. Puedes empezar por sorprenderme con lo que has cocinado –le dijo con una sonrisa–. Estoy muerta de hambre.
Había esperado que aceptara su ofrecimiento. No sabía si admirarla por su valentía o echarse a temblar.
Pero solo el tiempo podría darle o quitarle la razón. Pensaba permitir que disfrutara de la cena y de un relajante baño esa noche. Al día siguiente, tendría la oportunidad de comprobar hasta qué punto estaba dispuesta a trabajar.
Lo más difícil era decidir qué ponerse.
Sophia volvió a revisar el contenido de sus maletas buscando algo apropiado. Tenía casi todo sobre la cama. Miró de nuevo el reloj.
Tomás le había dicho que el desayuno se servía a las siete en punto y ya pasaban quince minutos de la hora. No quería darle más razones para echarle en cara su actitud, pero no encontraba nada que ponerse.
Tenía unos pantalones marrones, pero lo único que podía ponerse a juego con esa prenda eran unas carísimas sandalias de Jimmy Choo que había comprado en las rebajas. Lamentó una vez más no haber metido en la maleta algo más cómodo, como unas zapatillas de deporte o unos pantalones de yoga. Había creído que unos cuantos largos en la piscina era todo el deporte que iba a tener que hacer durante esas vacaciones. Se sintió muy estúpida.
Ya eran las siete y veinticinco. Iba a llegar muy tarde. Recordó la manera en la que Tomás la había observado la noche anterior y se sintió furiosa. La trataba como si fuera una niña tonta y mimada. Entendía que no le hubiera causado muy buena impresión, pero había sido un día muy duro para ella. Sin tiempo para nada más, se puso un veraniego vestido.
Se dio cuenta de que llevaban tres años tratándola de la misma manera. No se había dado cuenta entonces, pero había dejado que su pareja la convirtiera en un adorno, un complemento decorativo y nada más. Estaba decidida a cambiar las cosas ese mismo día. No pensaba permitir que Tomás Mendoza la tratara como si fuera un ser inferior e inútil. Si para ello tenía que rebajarse y tragarse su orgullo, estaba dispuesta a hacerlo.
Fue corriendo la cocina. Olía fenomenal. Nada más entrar, vio una cesta de mimbre en la mesa. Estaba cubierta con una servilleta. La levantó y vio que había panes recién hechos. Le parecía increíble que Tomás se hubiera levantado temprano para prepararlo. No podía siquiera imaginarse a Antoine haciendo algo parecido. Pero se dio cuenta de que no podía ser injusta, a ella tampoco se le habría ocurrido hacer pan.
Había también fruta fresca y un termo con café recién hecho. Había llegado demasiado tarde al desayuno. Iba a tener que comer algo deprisa y salir después en busca de Tomás. No era la mejor manera de empezar su primer día de trabajo en el rancho, pero ya no había remedio. Se sirvió media taza de café y preparó rápidamente algo de pan con mantequilla. No tardó más de unos minutos en desayunar. Después, llevó su plato al fregadero y guardó la fruta en el frigorífico.
Aunque era temprano, ya hacía calor. Comenzó a buscarlo por los alrededores y estuvo a punto de darse de bruces con él cuando dio la vuelta a la casa para ir hacia el granero.
Se detuvo de golpe y habría perdido el equilibrio si él no hubiera sujetado su brazo. No pudo evitar estremecerse al sentir que la tocaba, pero Tomás la soltó rápidamente.
–Veo que ya te has levantado.
–Sí, siento haberme retrasado, pero he dormido tan bien… –le dijo con dulzura para que se apiadara de ella–. La cama era muy cómoda.
–Eso parece.
Frustrada al ver su fría reacción, suspiró y dejó de sonreír. Pero no estaba dispuesta a echarlo todo a perder. Pensaba ganárselo con amabilidad o lo que hiciera falta.
–El pan aún estaba caliente. ¿Lo has hecho tú?
Tomás la estudiaba como si estuviera tratando de decidir si merecía la pena o no hablar con ella.
–Sí, María me enseñó a hacer pan hace bastante tiempo. Cuando vuelva, podrás disfrutar de su comida y no tener que sufrir la mía.
–A mí me parece que cocinas muy bien. El estofado de anoche estaba delicioso.
–Me alegra que te gustara.
Se mostraba educado, pero seguía siendo frío y distante. Le daba la impresión de que no era sincero.
–Bueno, ¿qué me he perdido?
–En esto consiste la actividad de hoy –repuso él mientras señalaba el cobertizo.
A su lado había un gran bote de pintura, dos más pequeños y varias brochas.
–¿Vamos a pintar?
Le parecía increíble. Después de todo, estaba de vacaciones. Había esperado hacer alguna excursión con él o algo similar. Aunque estuvieran de obras, no le parecía que pintar un cobertizo pudiera ser considerada una actividad típicamente argentina.
–Me dijiste que ibas a sorprenderme –le recordó Tomás–. Ahora tienes la oportunidad de hacerlo.
Sabía que estaba tratando de provocarla. Parecía dispuesto a hacer que su estancia allí fuera un infierno para poder librarse de ella. Pero no pensaba dejar que se saliera con la suya. Decidida, levantó la barbilla y sonrió. Si Tomás le había pedido que pintara, eso era exactamente lo que iba a hacer.
Pero antes tenía que quitarse ese vestido y los zapatos de tacón.
–Voy a tener que cambiarme. Cuando hice la maleta, no pensé que iba a necesitar ropa para pintar un cobertizo.
Él se encogió de hombros y fue hacia donde tenía la pintura.
–¡Señor Mendoza! –exclamó irritada–. ¿Podrías, por favor, prestarme algo de ropa? Te lo agradecería infinitamente.
–¿Qué te hace pensar que tengo ropa para ti?
–He visto los folletos en mi habitación y sé que tienen una boutique en el rancho. ¿No habría algo allí que pudiera usar?
Vio que Tomás Mendoza fruncía el ceño y se sintió muy satisfecha.
–Si tienes pantalones, póntelos. Te veo aquí dentro de cinco minutos –le dijo mientras se alejaba de allí.
Se dio cuenta de que había conseguido sacarlo de sus casillas y, aunque no era una gran victoria, se sintió mejor. Quería que Tomás Mendoza se diera cuenta de que no era tan inútil ni mimada como creía. Estaba descubriendo que tenía una faceta aventurera y valiente de la que no había sido consciente hasta ese momento. Pintar un cobertizo no podía considerarse una peligrosa aventura, pero le pareció liberador. Sobre todo después de haberse pasado media vida haciendo lo que querían los demás.
Entró en la casa y salió poco después con los pantalones marrones y una blusa de lino blanco. Era lo más adecuado que había encontrado entre sus cosas. Tomás la esperaba frente a la puerta. Vio que llevaba algo azul marino entre sus manos. Frunció el ceño al verlo, no parecía salido de una boutique.
–Ponte esto sobre la ropa –le dijo mientras le entregaba un mono manchado de pintura.
–¡No hablarás en serio!
–Y tú no querrás manchar de pintura tu ropa, ¿no?
–No, pero…
–Si te traigo algo de la boutique, sería ropa a estrenar. Supongo que tampoco querrías mancharla, ¿verdad?
Sabía que Tomás tenía razón y no le gustaba. Suspiró y se puso el mono. Las mangas eran muy largas y tuvo que doblar los puños. Con esa prenda tan amplia y poco atractiva y sus sandalias de tacón, se sintió muy absurda.
Vio que él estaba tratando de no sonreír.
–No te contengas, por favor. Ríete. Sé muy bien lo que debo parecer con esta ropa.
–Ponte esto –le dijo mientras le daba unos zapatos.
–¿Qué es eso?
–Son alpargatas.
Se puso el calzado. Parecían casi zapatillas de estar en casa y estaban hechas de cuerda y tela de algodón. Eran más cómodas de lo que parecían.
–Bueno, creo que ya estoy lista.
–Eso espero. Estamos perdiendo media mañana.
Frunció el ceño al oír su reproche. Sabía que se había levantado demasiado tarde, no necesitaba que se lo recordara.
Tomás fue hacia el cobertizo y ella lo siguió. De camino hacia allí, no pudo evitar distraerse con la vista que tenía frente a ella. Tomás llevaba pantalones de algodón marrón y una camiseta roja que conseguían destacar aún más el tono dorado de su piel. Tenía una espalda fuerte y musculosa, con anchos hombros.
–¿No tienes que ir a dar de comer a los caballos o algo así? –le preguntó ella.
–No, ya hice algunas de esas tareas mientras dejaba fermentar la masa del pan.
–No tenías por qué hacer el pan para mí, sé que tienes mucho trabajo.
Se estremeció al imaginarlo amasando con sus fuertes manos los ingredientes para hacer el pan. Parecía ser bueno en todo lo que hacía y podía hacer muchas cosas. También era atractivo y misterioso. Lo tenía todo y conseguía que ella se sintiera muy poco productiva, casi inútil.
–Me levanté temprano y vi que tenía tiempo para prepararlo. Durante los días que esté ausente María, soy yo el que debo encargarme de ti.
Estaba claro que la consideraba una carga, un problema más.
–¿Hay algo que no sepas hacer? –le preguntó ella.
–Cuando un gaucho está solo en mitad de las pampas, tiene que ser totalmente autosuficiente. Debe encargarse de la comida, el refugio, el cuidado de los animales. Hay que hacerlo todo.
–¿Y a ti siempre se te han dado bien todas esas cosas?
Vio algo extraño en sus ojos y se quedó pensativo unos segundos, pero no tardó en recuperarse.
–No, ha sido Carlos el que me ha enseñado todo lo que sé. Siempre estaré en deuda con él –repuso con una sonrisa.
Pero era un gesto que no parecía auténtico. Sus ojos no sonreían.
Quería hacerle más preguntas. Tomás se agachó y comenzó a remover la pintura con un palo.
–¿Tomás?
–¿Sí? –repuso sin levantar la vista.
El corazón comenzó a latirle con fuerza. Le estaba costando demasiado trabajo conectar con ese hombre. Entendía que su presencia lo incomodara, pero iba a pasar una semana muy difícil si no conseguía poder al menos hablar con él. En ese tranquilo rancho no había ningún sonido, nada que le pudiera resultar familiar. Lo único que tenía era la posibilidad de hablar con alguien y, por desgracia, Tomás era la única persona disponible.
–¿Podríamos firmar una tregua?
Sus palabras consiguieron que Tomás dejara de agitar la pintura y la mirara.
–Sé que ninguno de los dos esperaba estar en esta situación. Pero, ¿no podríamos intentar llevarnos bien?
Siguió mirándola y le dio la impresión de que sus palabras habían conseguido cierta admiración y respeto por su parte.
–Me temo que no soy muy buena compañía –reconoció Tomás.
–¿En serio? –le preguntó ella fingiendo sorpresa.
Tomás no pudo resistirse y sonrió. Agachó la cabeza para que ella no lo viera, pero ya era demasiado tarde.
Siguió removiendo la pintura durante unos minutos más. Después, le entregó una lata y una brocha.
–Empieza pintando los bordes. Seguro que te tiemblan las manos menos que a mí –le dijo Tomás.
El cobertizo no era demasiado grande, pero tenía puertas dobles que se abrían hacia afuera y dos ventanas, una a cada lado de la construcción. No sabía por dónde empezar. Él ya había protegido con cinta los cristales de las ventanas y la puerta. Metió la brocha en la lata de pintura y la sacó, pero vio que goteaba, la había cargado demasiado.
–¿No has pintado nunca?
Ella negó con la cabeza.
Tomás suspiró y la miró con cierta impaciencia.
–Nunca he…
Iba a explicarle cómo había sido su vida desde pequeña, pero se detuvo a tiempo. Era demasiado complicado. Su madre creía que no debían hacer ese tipo de cosas. Las reparaciones, la limpieza y otros trabajos similares se encargaban a los empleados. Era algo que había tratado de dejarle muy claro desde que su padre se fuera de casa. A su madre le importaba más que nada hacerse un hueco entre los miembros más destacados de la sociedad.
–Nunca nos gustó demasiado el bricolaje –le dijo entonces.
Tomás se acercó y colocó la mano sobre la de ella.
–Tienes demasiada pintura en la brocha. No puedes usarla así, gotearía. Deja que te muestre cómo hacerlo.
Se mordió el labio inferior. La mano de Tomás era firme y segura. Tenía su cuerpo muy cerca y trató de concentrarse en lo que estaba haciendo. Tomás metió la brocha en la lata y se deshizo del exceso de pintura en el borde de la misma.
–Es así –le explicó–. Después, colocas la brocha en este ángulo y pintas de arriba abajo –añadió mientras le mostraba cómo hacerlo–. ¿De acuerdo?
Se limitó a asentir con la cabeza, no le salían las palabras. No sabía por qué pero, a su lado, se sentía como una colegiala. Su cuerpo era una muralla firme y fuerte. No pudo evitar pensar en cómo sería que la abrazara.
Se apartó rápidamente de él y comenzó a pintar el borde de la ventana tal y como le había indicado. No le gustó reaccionar como lo estaba haciendo. Estaba allí para demostrarse a sí misma que podía ser una mujer fuerte e independiente y no lo iba a conseguir si dejaba que un malhumorado gaucho como Tomás Mendoza la sedujera.
Los dos estuvieron trabajando durante un buen rato.
De vez en cuando, aprovechaba para mirar a su alrededor. Hacía muy buen día. El cielo estaba despejado y el aire era fresco y limpio. Esa parte del rancho estaba bastante cuidada. Cerca de allí había media docena de caballos metidos en una zona vallada. Vio muchos pájaros, revoloteaban sobre las altas hierbas de la pampa.
No había tráfico, ruidos ni multitudes. Pero tampoco había tiendas, restaurantes ni comodidades de ningún tipo.
Era un sitio maravilloso, pero también muy aislado.
–¿Cuánto tiempo llevas en Vista del Cielo?
–Tres años –respondió Tomás.
–¿Y has pasado todo ese tiempo trabajando para los Rodríguez? –le preguntó entonces.
Lo miró de reojo al ver que tardaba en contestar.
–Más o menos.
Había pensado que sería una buena manera de romper el hielo, pero Tomás no le estaba poniendo las cosas fáciles.
–Esto es precioso –comentó ella–. Es increíble cuánto terreno se puede ver mires donde mires. Y el aire está tan limpio…
–Me alegra que eso al menos sea de tu gusto –repuso Tomás.