El acoso - Alejo Carpentier - E-Book

El acoso E-Book

Alejo Carpentier

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En La Habana de 1933, durante la dictadura de Gerardo Machado, un estudiante de arquitectura se refugia en un teatro para huir de sus perseguidores. Durante los 46 minutos que dura la ejecución de la tercera sinfonía de Beethoven, la Eroica, los últimos en la vida del protagonista, el joven acosado realiza un peregrinaje a través de episodios inconexos —sus relaciones amorosas y familiares, sus inquietudes religiosas, su militancia política, el arbitrio entre la delación y la grandeza—, donde Carpentier traza el retrato fidedigno de una sociedad atada a tradiciones y represiones apuntaladas en el simbolismo cristiano. El traslape de voces, el monólogo interior como sintaxis melódica y el desgarramiento de la consciencia —tanto de acción como discursivo— hacen de la novela el equivalente a una composición musical.

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Seitenzahl: 145

Veröffentlichungsjahr: 2024

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COLECCIÓN POPULAR

933

EL ACOSO

ALEJO CARPENTIER

El acoso

Prólogo deGRAZIELLA POGOLOTTI

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición, 2024[Primera edición en libro electrónico, 2024]

Distribución mundial

© 2024, Fundación Alejo Carpentier © Graziella Pogolotti, por el prólogo

La primera edición de esta obra fue publicada por Editorial Losada en 1956.

D. R. © 2024, Fondo de Cultura EconómicaCarretera Picacho-Ajusco 227; 14110 Ciudad de México

Comentarios: [email protected].: 55-5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

ISBN 978-607-16-8309-0 (rústica)ISBN 978-607-16-8348-9 (electrónico-epub)ISBN 978-607-16-8358-8 (electrónico-mobi)

Impreso en México • Printed in Mexico

ÍNDICE

El mito y la historia, por Graziella Pogolotti

I

II

III

EL MITO Y LA HISTORIA

Alejo Carpentier viajó a Caracas en 1945. Era el inicio de catorce años de fructífera estancia en Venezuela. En pleno auge petrolero, el país transitaba de los tiempos de Doña Bárbara a una acelerada modernización. Por primera vez, el cubano no estaría sometido a una agotadora lucha por la subsistencia. Las habilidades adquiridas en la arrancada de la radiodifusión francesa le aseguraron un bien remunerado empleo en una agencia publicitaria. Dispondría del tiempo necesario para dedicarse a su tarea de escritor. Adoptó para siempre su modo de vivir a un rígido horario. El amanecer lo sorprendía en la redacción de algunas cuartillas. Cumplía luego con las demandas de sus compromisos laborales. Después del mediodía, en la redacción de El Nacional escribía la crónica habitual para su columna Letra y Solfa. De regreso al hogar, revisaba lo hecho en el amanecer. Reservaba las noches a sus pasiones de músico y lector omnívoro.

Con ese sistemático laboreo de alquimista medieval dio los toques finales a El reino de este mundo y extrajo de su viaje al Orinoco la materia de Los pasos perdidos. Publicó los cuentos incluidos en Guerra del tiempo, así como El camino de Santiago y El acoso. Al regresar a Cuba en 1959, tenía en cartera la versión casi definitiva de El siglo de las luces. Había alcanzado la plenitud creadora por una senda angustiosa, cargada de numerosas interrogantes acerca del modo de articular, en la literatura latinoamericana, lo local y lo universal, tal y como lo expresó en su ensayo Tristán e Isolda en Tierra Firme. Remiso siempre al desahogo confesional, se vio precisado, por única vez en su vida, a llevar un diario, encontrado en sobre sellado en su casa, sede actual de la Fundación Alejo Carpentier. Como suele suceder en textos de esta índole, coexisten breves apuntes motivados por el acontecer cotidiano, abruptas apariciones del ayer, comentarios sobre lecturas recientes e iluminadoras reflexiones de mayor trascendencia. Una breve alusión al jansenismo revela obsesiones recurrentes de Carpentier acerca de la condición humana, escindida entre el ser y la historia, entre el determinismo y el libre arbitrio, asediada por el mito y el devenir del tiempo histórico, todas ellas útiles para abordar el examen de El acoso.

Alejo Carpentier había adquirido un sólido aprendizaje de musicalizador en la radiodifusión francesa. Ejerció similar función en el montaje de La Numancia de Cervantes, rescatada por Jean-Louis Barrault en los días de la guerra de España. Comprendió desde entonces que el arte de los sonidos se integra de manera decisiva al lenguaje expresivo y la producción de sentidos en el teatro y el cine. De regreso a Cuba, al cabo de una larga estancia en Europa, se dispuso a poner sus conocimientos al servicio de la renovación escénica del país. Una noche, mientras Teatro Universitario ofrecía una representación de Las coéforas de Esquilo en el pórtico neoclásico de la habanera Facultad de Ciencias, se escuchó un breve intercambio de disparos en la cercanía. De tan inesperado incidente surgió en el escritor la idea matria de El acoso. De repente, mito e historia se interconectaban. En la obra de Esquilo, Orestes, atado a su némesis trágica, se desdobla en víctima y victimario. Cumplido su mandato justiciero, la culpabilidad, corporeizada en realidad objetiva, habrá de perseguirlo para siempre.

Carpentier había enunciado, en los apuntes de su Diario de Caracas, su rechazo radical del concepto filosófico de predestinación, por lo cual introduce en El acoso un prodigioso rejuego de temporalidades. Del tiempo mítico pasa al tiempo de la historia inscrita en el reducido transcurrir de la existencia humana. Alcanza el grado sumo de concentración al sumergirse el personaje en un infructuoso examen de conciencia ajustado a los 42 minutos de duración de la sinfonía Eroica de Beethoven. La literatura es, ante todo, una riesgosa aventura comprometida con la ininterrumpida búsqueda de la verdad.

 

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte […]

 

Las admonitorias palabras de Jorge Manrique atraviesan los siglos. Apuntan hacia la clave esencial de la condición humana, la conciencia de su brevísimo existir, inscrito en el despliegue de varias instancias del tiempo, presidido y modelado por contextos y circunstancias específicos. Solitario el escritor, a partir de la revelación de esa verdad fundamental plantea numerosas interrogantes, atemperadas a las demandas de su época. Desde una perspectiva ética, redefine el sentido de la vida, su compromiso social y el modo de desempeñar su oficio de hombre. Andando sobre el filo de la navaja, tiende puentes entre lo local y lo universal, entre lo duradero, lo trascendente y el acontecer perecedero. Los personajes de la narrativa de Carpentier se debaten entre las distintas instancias del tiempo.

Situada a ras de tierra, en el desamparo más absoluto, la mirada de Ti Noél intenta en vano, escindido entre el mito y la historia, descifrar las claves de El reino de este mundo. De la inmensa carga que pesa sobre sus hombros dimana la grandeza de su condición humana. En su viaje hacia lo profundo de la selva del Orinoco, el narrador de Los pasos perdidosdescubre las convergencias de tiempos históricos que comparten una misma época. Es también un viaje de rencuentro y reconciliación con su memoria personal, liberador y desenajenante, ocasión propiciatoria del rescate de su perdida inspiración hasta el punto de emprender la escritura de su Prometheus. Hijo de su tiempo, apremiado por la necesidad de papel y seducido por sabores olvidados, no podrá volver a encontrar el camino de la utopía. Sobre la cubierta del barco que lo conduce a América para cumplir su papel de escribiente de la Revolución francesa, Esteban, protagonista de El siglo de las luces, contempla el parpadeo distante de las estrellas y el perfil ominoso de la guillotina, el tiempo infinito de las galaxias y el acontecer concreto de la historia.

Desde El reino de este mundo hasta El arpa y la sombra, el viaje constituye un motivo recurrente en la obra de Carpentier. En El acoso, los personajes, despojados de nombre propio y definidos por la función que desempeñan, emprenden tan sólo una breve travesía circular por un espacio delimitado de La Habana. Imantados ambos por la seducción de Estrella —apelativo simbólico—, punto de partida en el Teatro Auditorium donde se ejecuta la Eroica de Beethoven, uno de ellos habrá de encontrar la muerte anunciada. Al final del periplo, el taquillero prosigue sus estudios de música. Por el contrario, en su búsqueda de un asidero, el acosado intenta una travesía hacia el pasado y sobrevive en una memoria fragmentada en episodios inconexos. Perdida la lucidez, no logra descubrir, entre los caminos que se bifurcan, la clave de un error fatal, origen de su caída en el despeñadero. No lo sabrá nunca. Había tomado por falsa la moneda auténtica.

El hecho narrado en El acoso tiene su antecedente lejano en un suceso real. Es el ajusticiamiento de un delator por parte de sus compañeros de lucha contra la tiranía de Gerardo Machado en la Cuba de los años treinta del siglo XX, preludio de sucesivos ajustes de cuentas que se prolongaron en la isla hasta finales de los cincuenta. En su relato, Carpentier descarta ese antecedente. Plantea un conflicto de mayor alcance que concierne a cada ser humano inserto a la vez en contextos específicos y en el continuo transcurrir de la historia. La asunción filosófica de libre arbitrio define su servidumbre y su grandeza. Habrá de vivir en la “guerra del tiempo”.

Hijo de madre rusa y padre francés, Alejo Carpentier nació en Lausana en 1904. Su infancia, su adolescencia y su primera juventud transcurrieron en La Habana. Obligado desde temprano a ganar el sustento, se comprometió de lleno con la generación de escritores y artistas que estaban forjando un proyecto de renovación vanguardista muy ambicioso, abarcador de los campos de la política y la cultura. Después de una prolongada lucha por la independencia, la intervención estadunidense había frustrado los sueños de emancipación. Apéndice impuesto a la aprobación de la Constitución de 1901, la Enmienda Platt institucionalizaba el propósito injerencista en los asuntos internos del país. La corrupción administrativa permeó la vida pública. Una pesada herencia colonial arrastraba el legado de la esclavitud abrogada tan sólo veinte años antes con su secuela de racismo, desigualdad social y subestimación de los valores culturales latentes en la tradición africana. En el ámbito de las artes, el modernismo periclitaba.

El Manifiesto del grupo minorista definía, en 1923, una plataforma programática, síntesis de las inquietudes que animaban a la generación emergente en radical ruptura frente al estancamiento económico, social y cultural dominante en Cuba. El joven Carpentier se encontraba entre ellos. Desde París le llegaban noticias acerca de los códigos innovadores impuestos por la vanguardia europea en todas las manifestaciones de la creación artística. Por esa vía, en el terreno de la música, podía erigirse una corriente nacionalista integradora de la contribución africana a la cultura nacional. Se intensificaba a la vez el diálogo intelectual con la América Latina donde se habían producido la Revolución mexicana, la reforma universitaria y se difundía el pensamiento de José Carlos Mariátegui. Un breve viaje a México en 1926 dejó en Carpentier una profunda impronta. Deslumbrado por el esplendor de la naturaleza, por la fuerza telúrica latente, percibió el aire renovador de la reciente revolución, frecuentó el ámbito popular y descubrió las obras de José Clemente Orozco y Diego Rivera, este último con quien entabló una sólida y definitiva amistad.

Gerardo Machado advirtió el peligro potencial manifiesto en la insurgencia intelectual. Con el pretexto de una imaginaria conspiración comunista, desencadenó una extensa ofensiva opresora. Apresado a la salida del bufete de Emilio Roig, historiador, periodista y figura prominente del grupo minorista, Carpentier fue encarcelado en el ominoso Castillo del Príncipe. La convivencia forzosa le permitió atisbar en lo profundo de la sociedad cubana donde convergían el tiempo mítico y el tiempo de la historia. Ratificó allí lo que ya había advertido en sus incursiones a los rituales ñáñigos, todo lo cual constituyó la materia prima de ¡Écue-Yamba-Ó!, su primera novela. Liberado bajo fianza, permanecía bajo vigilancia policiaca. Valido de la complicidad del poeta surrealista Robert Desnos, pudo escapar ilegalmente a Francia.

Europa le ofreció un observatorio privilegiado para conocer la compleja realidad histórica y cultural de la época. El respaldo de Desnos le abrió las puertas del surrealismo. Valoró el indiscutible alcance renovador del movimiento. Unido a los disidentes del grupo firmante de “Un cadáver”, documento crítico implacable de André Breton contra el autoritarismo, se limitó a señalar que el autor de los manifiestos fundadores mostraba total indiferencia ante la realidad latinoamericana que, para el cubano, seguía siendo una asignatura pendiente. En busca de información, frecuentó bibliotecas. Estableció estrechos vínculos con el guatemalteco Miguel Ángel Asturias —asociado siempre a su perfil maya—, con el venezolano Arturo Uslar Pietri —autor de Las lanzas coloradas—, con el peruano César Vallejo y el chileno Vicente Huidobro. Intentó edificar con la revista Imán un proyecto ecuménico, de diálogo abierto a la contemporaneidad literaria de las dos orillas del Atlántico. Por falta de financiamiento, el propósito no sobrepasó un solitario primer número.

Europa vivía la incertidumbre de un confuso periodo de entreguerras. Tras las luces de las ciudades se percibían las señales premonitorias del inminente holocausto. La subida del fascismo en Italia y Alemania encontraba resonancias cómplices en otros países de Europa. La guerra de España sería el preludio de la catástrofe inminente. Alejo Carpentier se implicó de lleno en la defensa de la causa republicana. La serie de crónicas recogidas en España bajo las bombas, testimonio de la experiencia vivida en el país, se propuso sacudir la conciencia de quienes permanecían indiferentes ante el peligro que se cernía sobre la humanidad. De retorno a Cuba, ejerció un activo periodismo político, implicado de lleno en el tiempo de la historia.

Los artículos recogidos más tarde en El ocaso de Europa evidencian su aguda percepción de los vericuetos del intrincado acontecer político durante su prolongada permanencia en el viejo continente.

Al volver a Cuba en vísperas de la segunda Guerra Mundial, al cabo de más de diez años de ausencia, Carpentier recibe inicialmente el impacto deslumbrante de un redescubrimiento. De la antigua memoria brota el disfrute sensorial del aire, la luz, la naturaleza, el perfil de la ciudad. El entorno social muestra la pátina de una aparente modernización, ahora menos pacato y aldeano. Pero el tiempo de la historia acaba por imponerse y acrecienta la decepción acumulada con la derrota de la España republicana y los horrores del holocausto fascista en marcha. Escribió centenares de folios de El clan disperso, novela inconclusa, empeño frustrado por rescatar las huellas del disuelto grupo minorista, animador de transformaciones radicales en el arte y en la vida de la política. En lo nacional y en lo internacional, el tiempo de la historia mostraba sus tonalidades más sombrías.

Entre la pesadumbre y la esperanza postergada, el problema se planteaba en términos éticos, en el plano de la conciencia humana teniendo en cuenta que los brevísimos pasos de la existencia individual se inscriben en un relato histórico de larga duración, tal y como lo advertía Semejante a la noche, uno de los cuentos incluidos en Guerra del tiempo. En ese contexto, la asunción del libre arbitrio en radical oposición a la predestinación se convierte en pesada carga para Sísifo, plenamente responsable de sus actos ante los caminos que se bifurcan.

Alegoría de la condición humana, El acoso trasciende la anécdota del delator ajusticiado que le dio origen. Concierne a cada uno de nosotros, asediados por la necesidad de cumplir de manera responsable una tarea en el contradictorio devenir del tiempo de la historia. La dimensión trágica del personaje dimana de su ceguera. Cae abatido por sus perseguidores sin haber logrado descubrir la razón de su error fatal. Transcurridas décadas desde su publicación, el libro conserva plena vigencia para el lector contemporáneo, escindido entre las propuestas hedonistas de un mundo ilusorio y los peligros que se ciernen sobre un planeta amenazado.

GRAZIELLA POGOLOTTI

I

SINFONIA EROICA, composta per festeggiare il sovvenire di un grand’uomo, dedicata a Sua Alteza Serenissima il Principe di Lobkowitz, da Luigi van Beethoven, Op. 55, No. III delle Sinfonie… Y fue el portazo que le quebró, en un sobresalto, el pueril orgullo de haber entendido aquel texto. Luego de barrerle la cabeza, los flecos de la cortina roja volvieron a su lugar, doblando varias páginas al libro. Sacado de su lectura, asoció ideas de sordera —el Sordo, las inútiles cornetas acústicas…— a la sensación de percibir nuevamente el alboroto que lo rodeaba. Sorprendidos por el turbión, los espectadores dispersos en la gran escalinata regresaban al vestíbulo, riendo y empujando a los hacinados que se llamaban a voces por entre los hombros desnudos, rodeados de una lluvia que demoraba en el acunado de los toldos para volcarse, como a baldazos, sobre peldaños de granito. A pesar de que estuviese sonando la segunda llamada, permanecían todos allí, enracimados, por respirar el olor a mojado, a verde de álamos, a gramas regadas, que refrescaba los rostros sudorosos, mezclándose con alientos de tierra y de cortezas cuyas resquebrajaduras se cerraban al cabo de larga sequía. Después del sofocante anochecer, los cuerpos estaban como relajados, compartiendo el alivio de las plantas abiertas entre las pérgolas del parque. Las platabandas, orladas de bojes, despedían vahos de campo recién arado. “El tiempo está bueno para lo que yo sé”, murmuró alguno, mirando a la mujer que se adosaba a la reja de la contaduría, de perfil oculto por el pelaje de un zorro, y que no parecía considerar como hombre a quien estaba detrás, ya que acababa de desceñirse de la molestia de una prenda muy íntima —no le importaba, evidentemente, que él lo viera— con gesto preciso y desenfadado. “Detrás de una reja como los monos”, decían los acomodadores en burla de aquel taquillero distinto a todos los demás taquilleros, que permanecía hasta el final de los conciertos, cuando le estaba permitido marcharse después del arqueo de las diez —aunque el Reglamento especificara: “Media hora antes de la terminación del espectáculo”—. Quiso humillar a la del zorro, haciéndole comprender que la había visto, y, con mañas de contador, hizo correr un puñado de monedas sobre el angosto mármol del despacho. La otra, asomando el perfil, le miró las manos suspendidas sobre dineros —nunca le miraban sino las manos— y volvió a hacer el gesto. Tal impudor era prueba de su inexistencia para las mujeres que llenaban aquel vestíbulo tratando de permanecer donde un espejo les devolviera la imagen de sus peinados y atuendos. Las pieles,