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Adolf Hitler ufano frente a la torre Eiffel. El meridiano de generaciones de intelectuales latinoamericanos se enturbia ante la certeza de una Francia ocupada. Figuras descollantes de las letras y las artes se exilian en el Nuevo Continente. Quienes colaboran con los nazis y el gobierno de Vichy, contrastan con valerosas posiciones de resistencia e integridad como las del filósofo Henri Bergson. Vivas aún las experiencias de los años treinta en París, Alejo Carpentier da a conocer en la revista Carteles un conjunto de artículos con el propósito de escrutar su presente en los instantes más álgidos de la Segunda Guerra Mundial y alertar de la cultura como terreno de indiscutible poder simbólico. Bajo el título de El ocaso de Europa, el presente volumen reúne esos textos publicados entre noviembre y diciembre de 1941. Se incluye además como material complementario, un bosquejo inconcluso con el cual el autor proyectaba introducir la serie y, por su estrecha relación temática, las entregas periodísticas que destinara al diario Tiempo Nuevo. Enriquece esta edición un prólogo de Graziella Pogolotti, y las notas y la cronología preparadas por Rafael Rodríguez Beltrán y Armando Raggi.
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Seitenzahl: 305
Veröffentlichungsjahr: 2024
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Edición: Elizabeth Mirabal
Diseño de cubierta e interior y diagramación: Yodanis Mayol González
Conversión a ebook: Alejandro Villar Saavedra
© Fundación Alejo Carpentier, 2014
Sobre la presente edición:
© Ediciones ICAIC, 2024
ISBN: 9789593043960
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos
Ediciones ICAIC
Calle 23 no. 1155, entre 10 y 12, El Vedado, Plaza de la Revolución, La Habana, Cuba
Correo electrónico: [email protected]
Teléfono: (53-7) 838 2865
Wotan clava profundamente su lanza
y provoca un incendio devastador
que se propaga por un mundo en ruinas.
Ricardo Wagner
El crepúsculo de los dioses
En fecha reciente, un editor español solicitó autorización para publicar en forma de libro la serie de artículos que, bajo el título El ocaso de Europa, Alejo Carpentier escribió para la revista Carteles. La actual crisis económica devolvía al presente trabajos concebidos para otro momento histórico. Eran entonces los días más dramáticos de la Segunda Guerra Mundial. Después de la ocupación de Francia, los nazis parecían invencibles en su proyecto de dominación. El tableteo apremiante de la inmediatez noticiosa ha quedado atrás. Hemos entrado en otro milenio.
Sin embargo, en un planeta transformado en muchos aspectos, los acontecimientos pasados recobran presencia viva. Incitan a una reflexión productiva sobre el sentido de la historia, la función del intelectual e iluminan zonas poco estudiadas del pensamiento de Carpentier, como lo atinente a la tan traída y llevada influencia de Oswald Spengler. Con la expansión del nazismo y su secuela xenófoba y concentracionaria, la barbarie arrasaba los valores culturales acumulados a través de una tradición secular. Ahora, el contexto es otro. La crisis económica socava las bases del estado de bienestar, aumentan los índices de pobreza, se quiebran las conquistas obreras y las grandes oleadas migratorias reverdecen el racismo y auspician el avance de ideas de inspiración fascista. Algunos intelectuales se preocupan por la organicidad del pensamiento y de la cultura.
La distancia abismal que separa el paso breve del hombre por la vida respecto a los trancos de la historia, fue tema recurrente en la obra de Alejo Carpentier. La historiografía contemporánea ha reconocido que nuestro devenir transcurre en medio de procesos de larga duración. El narrador cubano lo intuye en«Semejante a la noche»,y al remitirse en este conjunto de artículos al rescoldo de la Primera Guerra Mundial, centenario que conmemoramos en 2014. Como ocurrió con la invasión de Polonia en septiembre de 1939, Sarajevo constituyó el pistoletazo detonador de una contienda que se venía preparando desde muy atrás, motivada por la expansión colonial y el reparto de África. La socialdemocracia, agrupada en la Segunda Internacional, lo sabía. El respaldo popular la había conducido a tener una amplia representación en los parlamentos europeos, sobre todo en Francia y Alemania. La plataforma común de los partidos socialistas establecía el compromiso de votar contra la guerra en cualquier circunstancia. En el Bundestag, los alemanes rompieron el acuerdo. A modo de respuesta, los franceses pudieron hacer lo mismo luego del asesinato de su dirigente Jean Jaurès, voz insobornable en defensa de la paz. Comenzaban a manifestarse así los primeros síntomas de descrédito de la clase política en el contexto de la democracia burguesa, acrecentados en la etapa de entreguerras y agigantados en la actualidad.
Sobre el trasfondo de la expansión imperial, las características que matizaron ambas guerras mundiales no fueron las mismas. Desde la toma del poder en 1932, el diseño del nacionalsocialismo implicaba el dominio planetario sustentado en una industria bélica en pleno desarrollo y de una ideología racista, raigalmente antihumanista, respaldada por un proyecto genocida. No había lugar para la prédica pacifista alentada otrora por Romain Rolland, exiliado en Suiza. La incapacidad francesa para ofrecer resistencia mínima ante el embate invasor respondió a varios factores, entre los cuales el papel de la subjetividad resultó decisivo. La imprevisión de los estrategas militares, confiados en el sistema de fortificaciones en torno a la Línea Maginot, al punto de descuidar la vulnerable frontera con Bélgica, fue uno de ellos. Mientras sus ingenieros dirigían a toda prisa la construcción de aviones y tanques de última generación, Alemania inauguraba una nueva modalidad bélica. Para socavar la moral y ablandar el terreno enemigo, sistematizó el trabajo subterráneo, a fin de incitar al derrotismo y al espíritu de colaboración con el futuro ocupante. Estimuló a los grupos de derecha, sobornó a la prensa y favoreció un acercamiento a los intelectuales. Proyectó una imagen de invencibilidad e hizo de la cultura un instrumento ideológico. En este contexto, El ocaso de Europa evoca una alusión irónica a la instrumentalización de la obra de Ricardo Wagner.
Observador lúcido de la cotidianidad, lector insaciable de diarios y revistas, inmerso en el mundo naciente de la radio, Carpentier trasmutó en vivencias productivas los años treinta del siglo xx, instalado en un promontorio privilegiado. En el París cosmopolita, el entrechocar de las ideas se acentuaba con la llegada de hombres y mujeres de todas partes, refugiados políticos de América Latina y de una Europa que empezaba a padecer el asedio del nazismo. En esa atmósfera tensa, animada por el contraste entre quienes seguían las corrientes renovadoras en el arte, la política y las ciencias sociales, frente a aquellos otros que discernían las señales del peligro inminente, percibió que la cultura había dejado de ser territorio neutral. La prédica pacifista ya no tenía lugar. El momento exigía firmeza para detener el avance de la catástrofe. En España se dilucidaba el futuro inmediato. Como parte de una izquierda multicolor, asumió la solidaridad activa con la República. Estuvo en Valencia y en Madrid. Escribió una serie de crónicas para mostrar la verdad de un pueblo lacerado por el hambre, los bombardeos indiscriminados y el desamparo.
Por intervenir de manera directa en el ámbito de la subjetividad, cultura y política se entrelazan. Conforman un imaginario que alienta la resistencia o el derrotismo. Preparan el terreno para la acción militar. Con el andar del tiempo, se ponen en práctica fórmulas cada vez más sofisticadas de manipulación de las mentes y los corazones. Por esto, Carpentier se detiene en el ambiente que favoreció la derrota moral de Francia. Acentúa el ángulo satírico de los rejuegos del Parlamento, de espaldas a la dimensión real de los acontecimientos que se precipitan. En la gran mascarada, los políticos se comportan como marionetas. El poder real ha comenzado a pasar a manos del capital financiero, fenómeno que apuntaba entonces y resulta aún más evidente en la actualidad. A pesar del enorme respaldo de las masas al Frente Popular que encabezaba, León Blum, víctima del chantaje del Banco de Francia, no pudo ofrecer el apoyo requerido a la España republicana.
Carpentier no escribe como un espectador distante. Lo hace con pasión y dolor. Su condena implacable al parasitismo irresponsable de París, expresa el desgarramiento ante el derrumbe de un símbolo irradiante de cultura que, desde el iluminismo y la Revolución, fue un foco cultural preeminente para sucesivas generaciones de intelectuales latinoamericanos.
El ocaso de Europa tiene un tono polémico infrecuente en el autor, afligido por la revelación del regreso a la barbarie y por la dramática fragilidad de una tradición humanista, latente todavía el recuerdo del despliegue renovador del París de entreguerras. La serie publicada en Carteles no constituye un hecho aislado. Tiene conexión directa con los artículos destinados al diario Tiempo Nuevo desde 1940. Para los jóvenes latinoamericanos de su generación, a orillas del Sena aparecía, restallante de vitalidad y desacralizadora, la revolución vanguardista en la música, la danza, las artes visuales y la literatura. Las crónicas de aquella década reflejan ese entusiasmo. Su estancia allí fue lo suficientemente duradera para percibir el declive del impulso inicial. El grupo surrealista se fragmentó. Los pintores encontraron sus marchands. Los Ballets Rusos se desintegraron. Nunca indiferente en materia política, acompañó la inquietud de otros intelectuales ante la creciente agresividad del fascismo. Periodista de fibra, se mantenía al tanto del panorama de la prensa. Podía diagnosticar el matiz de cada periódico y adivinar y discernir los entretelones de las tendencias ideológicas y la sumisión a intereses espurios. En ese contexto, comprendió la necesidad de sistematizar su aprendizaje de América. Ya en Cuba, al iniciarse el conflicto bélico, el conocimiento acumulado aflora, estimulado por las noticias trasmitidas a través del teletipo. Perfila siluetas de las figuras más comprometidas en el colaboracionismo con el invasor y repasa los antecedentes.
En la áspera tesitura polémica de estas páginas, subyace la sensación de pérdida de un conjunto de valores: la política devenida mascarada, la volatilización de los principios éticos y la derrota moral de los intelectuales. Nombres reconocidos en el campo literario de la época se comprometen al plantear definiciones programáticas. En cambio, Carpentier propone una línea de conducta que delimita en la práctica las funciones del intelectual y del político.
Consecuencia de este proceso, la posguerra conocerá el debate acerca del compromiso sartreano. Ese momento aún no ha llegado. En medio de la contienda, corresponde al intelectual descubrir las coordenadas mínimas indispensables para reconocer las fuerzas en pugna e indagar sobre las causas de los fenómenos. No se trata de permanecer «por encima de la pelea», sino de combatir, en primera instancia, en el terreno de las ideas y construir entre todos las herramientas adecuadas para neutralizar el desconcierto. En la Francia de aquel entonces, doblegada por el espíritu derrotista, algunos intelectuales intentaron organizar las primeras células de resistencia. Apresados, cayeron ante el pelotón de fusilamiento. Poco a poco, se tejieron redes que propiciaron la circulación de una prensa clandestina que, en los casos de Combat y Les Lettres Françaises, sobrevivió el armisticio. Otros pasaron a la acción directa. Con un gesto simbólico, el filósofo Henri Bergson reivindicó la esencial dignidad humana: a punto de convertirse al catolicismo, se inscribió como judío y se hizo portador voluntario de la estrella de David, impuesta a los hebreos como señal pública de oprobio y exclusión. Pero la gran mayoría se adaptó a las circunstancias.
Esta edición inserta un mecanuscrito encontrado en la papelería de Carpentier. Se trata de un bosquejo inconcluso destinado, al parecer, a servir de introducción para El ocaso de Europa. Confirma la preocupación del autor por analizar las causas profundas de los fenómenos ocultos bajo el anecdotario intrascendente diseminado por el periodismo sensacionalista. A su entender, obedecen a factores múltiples. Entre todos ellos, concede primordial peso a la subjetividad en la conducta de un conglomerado humano. La influencia ejercida por la crisis de la política y la manipulación de la prensa, se complementan con la influencia derivada de las representaciones simbólicas de la cul-tura. Al nazismo se debe un diseño de estrategias de propaganda empleadas sistemáticamente como instrumentos de guerra al servicio del ablandamiento de los pobladores, del silenciamiento de los intelectuales y de la fractura de las identidades culturales. Después del armisticio y a partir de la Guerra fría, este proceder se desarrollaría con base científica y extrema sofisticación.
Durante la ocupación, los alemanes concedieron prioridad a los asuntos culturales. Las luces de París no podían apagarse. Los espectáculos mantuvieron su prestancia, aunque la presencia del uniforme invasor se desplegara por todas partes. Una ambivalente cordialidad de autoridades conocedoras de la mejor tradición francesa indujo a muchos intelectuales a complicidades comprometedoras. Al mismo tiempo, se producía el saqueo de los bienes nacionales depositados en museos, galerías y bibliotecas con el propósito de acumular valores tangibles y, sobre todo, lacerar el espíritu y la identidad de la nación, a fin de corromper el alma a todos con la mentalidad del vencido.
Agonizante en vísperas de la guerra, Montparnasse había muerto definitivamente. Al término de la contienda, el relumbre de Saint-Germain-des-Près con su bohemia de sabor existencialista, resultaría efímero. En las décadas que siguieron, Francia conservó una influencia significativa en algunas zonas del pensamiento orientadas a la filosofía, al debate político, a la difusión del estructuralismo en distintas áreas del saber, pero el meridiano del arte se había trasladado a la otra orilla del Atlántico. Carpentier advirtió con temprana sagacidad las señales del cambio. Suplió la insuficiencia de información factual con el saber adquirido en su experiencia. La historia ha confirmado sus aprehensiones de entonces. Ante la estampida general provocada por la derrota de Francia, los animadores del movimiento artístico se dispersaron. Salieron por Marsella, atravesaron la España franquista para encontrar en Portugal un puente hacia el otro lado del Atlántico. Valida de su pasaporte norteamericano, Peggy Guggenheim recopiló valiosísimas obras de los maestros de la vanguardia y auspició el traslado y la instalación en Nueva York de figuras prominentes que contribuyeron a renovar el clima atado todavía a una tradición conservadora. El surrealismo recobró aire. El mercado del arte se transformó bajo el influjo de la especulación financiera. A pasos agigantados, las obras empezaron a cotizarse por su valor de cambio más que por su valor de uso. Mediaba el siglo cuando las librerías de París exhibían las obras de Sartre, Camus, Lévi-Strauss y los primeros textos de Barthes, pero en las grandes galerías de la orilla derecha se producía el despliegue del expresionismo abstracto. También en la América Latina el cambio de meridiano tuvo sus consecuencias. Más que del francés, aunque hubo casos aislados, la influencia vino del exilio español. Los escritores encontraron voz en las editoriales de México y del Cono Sur. Ya apuntaba la explosión de la Nueva novela latinoamericana, síntoma de un cambio decisivo en las relaciones entre el acá y el allá. La generación emergente siguió viajando a Europa. Ahora, sin embargo, el diálogo se planteaba en términos diferentes.
De inspiración irónicamente wagneriana, El ocaso de Europa sugiere una premonitoria advertencia acerca de la manipulación, en beneficio de las peores causas, del valor simbólico de la cultura. La obra de Wagner acompañó a Carpentier desde su primera juventud. Su silueta estará junto a la de Stravinski en la celebración carnavalesca del cementerio veneciano en Concierto barroco, triunfo de la vida sobre la muerte, tópico recurrente de las arremetidas del escritor contra el fascismo. Aun cuando el entorno de una danza macabra se vuelve aplastante, el arte constituye afirmación de vi-da. Entonces, corresponde al intelectual tomar la palabra. Así lo comprendió Carpentier. Observador del mundo que lo rodeaba, devino cronista de su tiempo. Periodista o narrador, su tarea consiste en buscar el sentido de las cosas, en indagar el universo oculto tras las apariencias. En cada indagación hay una luz de futuridad. Por ese motivo, a pesar de que las páginas efímeras de un periódico amarillean hasta hacerse polvo, los artículos de Carpentier regresan, aleccionadores, en otro siglo nuevamente amenazado por inéditas formas de exterminio, arrasadoras también de imprescindibles valores culturales.
Graziella Pogolotti
¡París, cerebro del mundo!
América, refugio de la inteligencia europea. Europa en las tinieblas. La rehabilitación de nuestro continente. Una frase absurda de Georges Duhamel. La religión del derrotismo. La democracia, víctima propiciatoria.
Los más grandes compositores europeos de la hora presente se encuentran en América: Ígor Stravinski, Schönberg, Sibelius, Paul Hindemith, Darío Milhaud… Manuel de Falla1 está en Buenos Aires. Los escritores André Maurois, Jacques Maritain, Jules Romains2 y tantos otros, en Nueva York. Navarro Tomás, Alberti, Bergamín, Casona, Rodolfo Halffter,3 andan dispersos por naciones de nuestro hemisferio. Toscanini4 no quiere regresar a Italia. René Clair5 está en Holly-wood. Einstein6 se ha olvidado de Alemania. Y con ellos, una legión de pintores, escultores, cineastas, filósofos, coreógrafos ilustres. Añádase a esto que la edición europea —en letras, música, erudición, en revistas— ha sufrido un colapso total. Hoy, si queremos hallar libros que nos pongan al tanto del verdadero movimiento universal de las ideas —sin restricciones, sin censuras, sin propaganda solapada— habremos de buscarlos en las editoriales de Nueva York, Buenos Aires, México o Santiago de Chile.
1 En esta secuencia de famosos compositores de la primera mitad del siglo xx, está implícita la diversidad nacional: Ígor Stravinski (1882-1971), ruso; Arnold Schönberg (1874-1951), austríaco; Jean Sibelius (1865-1957), finlandés; Paul Hindemith (1895-1963), alemán; Darius Milhaud (1892-1974), francés y Manuel de Falla (1876-1946), español.
2 André Maurois, seudónimo literario de Émile Herzog (1885-1967), escritor francés de origen judío, más conocido por sus biografías de Honoré de Balzac, Víctor Hugo, Alejandro Dumas y George Sand, entre otras, cuya biblioteca fue saqueada por los nazis. Jacques Maritain (1882-1973), filósofo francés, discípulo de Henri Bergson, fue un estudioso de santo Tomás de Aquino; su obra A través del desastre vio la luz en la editorial clandestina Éditions de Minuit. Jules Romains (1885-1972), novelista francés, autor del conjunto de veintisiete novelas que integran Los hombres de buena voluntad, después de una estancia en los Estados Unidos, se trasladó a México y regresó a su país al finalizar la guerra.
3Estos notables intelectuales españoles abandonaron su patria a consecuencia de la caída de la República o a inicios de la Segunda Guerra Mundial: Tomás Navarro Tomás (1884-1979), eminente filólogo y crítico literario, consagrado especialmente al estudio de la fonética y de la métrica españolas, se instaló mayormente en Estados Unidos; Rafael Alberti (1902-1999), poeta y dramaturgo gaditano, se trasladó a Argentina; José Bergamín (1895-1983), poeta, dramaturgo y ensayista, vivió la mayor parte del tiempo en México; Alejandro Casona (1903-1965), dramaturgo que residió hasta poco antes de su muerte en Argentina; Rodolfo Halffter (1900-1987), compositor, alumno de Falla que residió, hasta su fallecimiento, en México, su segunda patria.
4 Arturo Toscanini (1867-1957), uno de los más reconocidos directores de orquesta italianos, se negó a dirigir en Italia y en Alemania bajo los regímenes fascistas de Mussolini y Hitler.
5 René Clair (1898-1981), cineasta francés, dirigió, entre otros muchos filmes notables, Grandes maniobras, en 1955. Luego de la ocupación alemana, se trasladó a Estados Unidos, donde dirigió algunas películas, hasta que regresó a su patria al finalizar la guerra.
6 El destacado físico alemán Albert Einstein (1879-1955), después del ascenso de Hitler al poder, abandonó su país en 1933.
En su milenario desplazamiento hacia Occidente, siguiendo la trayectoria del sol, el foco de la cultura universal ha alcanzado nuestras latitudes. América, madura ya para la producción propia, ve arribar a sus costas todo lo que valía la pena de ser salvado en el naufragio de Europa. Todo lo que admirábamos de lejos, cuando el Viejo Continente dictaba normas al mundo. Y en este éxodo de inteligencias se observa, además, la feliz circunstancia de que la mayoría de los cuerpos contaminados, de los frutos podridos, de los espíritus tarados, ha quedado atrás. Italia nos lega a un Toscanini, pero se queda —¡por suerte!— con Marinetti.7 Francia nos cede a Jules Romains, el autor de Los hombres de buena voluntad, pero conserva en su seno la disolvente podredumbre de Louis-Ferdinand Céline.8 Y, dejando escapar a Hindemith, Alemania pierde la única gran fuerza musical que poseía, guardando para sí una colección de compositores muerto-nacidos, expertos en el arte de escribir «sinfonías arias», tan soporíferas como bien vistas por los tratados de estética del régimen.
7 Filippo Marinetti (1876-1944), escritor italiano, exponente del futurismo en su país; se sumó a las filas del fascismo.
8 Louis-Ferdinand Destouches, conocido como Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), ta-lentoso escritor francés, connotado antisemita, colaboró decididamente con la ocupación nazi en Francia. Al finalizar la guerra fue juzgado y condenado al exilio. Su novela Viaje al fin de la noche (1932) es acaso lo más valioso de toda su producción. Su enfermiza aversión por los judíos se manifestó en los ensayos Bagatelas para una masacre (1937) y Escuela de cadáveres (1938).
Al quedar en pie, en el extremo oeste de un continente en ruinas, Inglaterra ha tenido el buen cuidado de salvaguardar sus valores espirituales con tanto empeño como el que pone en erizar sus costas de alambradas y nidos de ametralladoras. No así Francia, que se entierra a sí misma absurdamente, tras de una derrota militar, siendo precisamente la única nación en el mundo a la que no era necesaria una victoria por las armas para conservar su prestigio. Y ello, porque desde hace más de un siglo el universo pedía a Francia algo situado muy lejos de uniformes y cañones. Porque si Francia perdió la guerra del 70,9 la ganaron, en fin de cuentas, hombres como Hugo, Baudelaire o Zola… Pero lo grave, ahora, está en que Francia parece haber perdido toda noción de sus propias riquezas. Destruye lamentablemente su inteligencia —¡lo único que le queda!— al alejar de sus cátedras a sus más ilustres hombres de ciencia (Rivet,10 Langevin11), al expulsar de la Sorbona hombres que ganaron el Premio Nobel; al hacer a Bergson,12 poco antes de su muerte, tan vergonzantes ofertas de indulgencia, que este se creyó obligado a rechazarlas con indignación. La Francia de Vichy13 ha dejado saquear los archivos hebraicos de la Biblioteca Nacional de París por «expertos» alemanes. Ha dejado «depurar» sus librerías. Ha hecho desaparecer, literalmente, a escritores universalmente admirados como Louis Aragon y André Malraux.14 En otras palabras: ha instaurado un régimen de antiinteligencia comparable únicamente con los que conocieron algunas repúblicas de la América Latina en días de gobierno de un Rosas15 o un Estrada Cabrera.16
9 Se refiere a la Guerra Franco-prusiana, que significó una total derrota para Francia.
10 Paul Rivet (1876-1958), físico, etnólogo y lingüista francés. Realizó estudios sobre las poblaciones de Asia, Australia y América, entre otras. Fundador, en 1937, del Museo del Hombre de París. Desde 1934 presidía el grupo de vigilancia de los intelectuales contra el fascismo. A diferencia de muchos otros intelectuales, reaccionó de inmediato contra la ocupación y el régimen de Vichy, creando un grupo clandestino cuyo órgano, Résistence, fue una de las primeras publicaciones antifascistas que circularon en París. Perseguido por la Gestapo, se trasladó a la zona no ocupada y más tarde a América del Sur.
11Paul Langevin (1872-1946) físico francés, difusor de la teoría de la relatividad. Por sus actividades clandestinas contra la ocupación alemana fue arrestado, sometido luego a reclusión domiciliaria y posteriormente logró huir a Suiza.
12 Henri Bergson (1859-1941), filósofo y escritor francés de origen judío, de tendencia espiritualista. Manifestó en varios escritos su oposición al régimen de Vichy. Entre sus obras más destacadas se encuentran Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia (1889), La risa (1899), La evolución creadora (1907), La energía espiritual (1919) y Las dos fuentes de la moral y la religión (1932). Carpentier alude al hecho de que, dada su notoriedad, le propusieron eximirlo de la inclusión de su nombre en la lista de franceses judíos impuesta por el régimen de Vichy, oferta que rechazó; según se cuenta, Bergson se levantó de su lecho de enfermo, fue a inscribirse como judío y declaró: «Estuve a punto de convertirme [al catolicismo], pero desde hace mucho tiempo comprendí que una formidable ola de antisemitismo se abatía sobre el mundo. Por ello quise mantenerme junto a los que en un futuro muy inmediato serían perseguidos».
13Durante la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi derrotó a las tropas francesas en 1940 y ocupó toda la zona norte de Francia. En el sur, con capital primero en Burdeos y más tarde en la ciudad de Vichy, se formó un gobierno pro-alemán encabezado por el mariscal Henri Philippe Pétain (1856-1951). En 1942 los alemanes ocuparon también ese territorio y Pétain desarrolló una política de colaboración con los invasores.
14Louis Aragon (1897-1982) y André Malraux (1901-1976), escritores franceses de marcada orientación progresista. El primero, miembro del Partido Comunista Francés, uno de los intelectuales que combatió el colaboracionismo, escribió muchos poemas patrióticos que tuvieron amplia difusión durante la guerra. En cuanto a Malraux, que había participado como aviador apoyando la causa republicana durante la Guerra Civil Española, su oposición ante los ocupantes fue inmediata y más tarde se incorporó a la Resistencia.
15Juan Manuel de Rosas (1793-1877), militar y político argentino, su mandato dictatorial fue derrocado en 1852. Vivió exiliado a partir de esa fecha hasta su muerte, ocurrida en Inglaterra.
16 Manuel Estrada Cabrera (1857-1924), político guatemalteco. Durante su prolongado período presidencial (1898-1920) estableció un régimen dictatorial; fue finalmente derrocado y murió en prisión.
«Todo está perdido, salvo el honor», afirmaba orgullosamente el rey Francisco I derrotado y preso. «Todo está perdido, salvo la inteligencia», habría podido decir Francia después de la tragedia del bosque de Compiègne.17 Pero ahora, ¡ni eso! Francia ha caído en las tinieblas de una Europa invadida por los lansquenetes y que parece haber regresado a los días más sombríos de la Edad Media. Una Europa hambrienta sobre la que se desatan, cada noche, traducidas a acero y aluminio, las figuras de la Danza macabra, trazadas antaño por Holbein18 en las tapias del cementerio de Basilea.
17El Bosque de Compiègne fue escenario de sangrientos combates durante la Primera Guerra Mundial. El armisticio del 11 de noviembre de 1918 y el de 1940 fueron firmados allí. Carpentier alude a este último acontecimiento.
18Hans Holbein el Joven (1497-1543), pintor renacentista alemán.
Porque a nosotros, hombres de la joven América, de la primaria América, de la bárbara e indígena América —objeto de tantas ironías aún recientes por parte de Europa—, se nos hace casi imposible imaginar que millones y millones de seres estén condenados a vivir sin luz, sin teléfono, sin telégrafo, sin correo, sin sueros, sin hielo, sin calefacción, sin risa y sin dignidad, como viven hoy los infelices vencidos de Holanda, Bélgica y Noruega —países que representaron, por su cultura colectiva, por su ausencia de cárceles, el más elevado grado de civilización conocido en el mundo moderno—. ¡Rotter-dam, transformado en trágico pedregal por las bombas nazis! ¡Milton,19 herido en efigie, en el claustro de Westminster! ¡El cólera surgiendo de los pozos de Polonia! ¡Noruega, saqueada por un Gauleiter!20 ¡Bélgica, la suave, la culta, la bien guarnecida, cayendo bajo el puño rústico del tonto de León Degrelle!21 ¡Grecia, mutilada en su nueva gesta espartana, sangrante como Agamenón, gimiente como Filoctetes! ¡¿Hasta cuándo?! ¿Y es esa la Europa que nuestros mayores nos habían acostumbrado a admirar, a saludar, a reverenciar, como cuna suprema de la inteligencia?
19 John Milton (1608-1674), poeta y ensayista inglés, autor, en particular, de Paraíso perdido (1667).
20 El Tercer Reich estaba dividido en cuarenta y dos regiones o territorios (Gaue), al frente de los cuales se designaba a un jefe (Gauleiter) escogido por su probada fidelidad a Hitler.
21Léon Degrelle (1906-1994), político belga, colaborador de los ocupantes nazis. Al producirse la liberación de Bélgica, huyó a España, donde fue acogido por el régimen dictatorial de Francisco Franco.
¡Con cuánta crueldad supieron echarnos en cara nuestro «indigenismo», nuestra «falta de raza», nuestra extrema juventud aquellos mismos espíritus superiores que hoy suspiran por verse en nuestro continente —último refugio de una libertad y una alegría del vivir, que han perdido para siempre los que nos legaron idiomas, principios y ritos—! Todavía recuerdo una comedia estrenada con éxito en el Théâtre Montparnasse, en que Fernand Fleuret22 presentaba nuestros países como feudos de generales descalzos, con un papagayo en el hombro. Todavía recuerdo los libros de Marius André,23 en que este declaraba que lo peor que habíamos hecho era independizarnos de la Metrópoli. Todavía recuerdo los artículos del estúpido de Maurras,24 declarando que «América no había producido verdaderos patriotas» (¡!), porque donde «no había raza no podía haber patriotas» (¡cuando América Latina es precisamente el único continente que ha producido patriotas integrales, completos, totales, del tipo de Martí!). Todavía recuerdo los sarcasmos de Pío Baroja y las «parisianadas» de Paul Morand.25 ¡La Pericola,26 los cazadores de cabezas y el general Fombombo!27 ¡Síntesis de lo que Nuestra América, nuestra parturienta, telúrica y noble América, representó para la culta y civilizada Europa, hasta hace poco!
22 Fernand Fleuret (1883-1945), poeta, novelista, periodista y bibliógrafo francés.
23Marius André (1868-1927), poeta francés de expresión occitana. Traductor al francés de Raimundo Lulio y de Luis de Góngora.
24Charles Maurras (1868-1952), escritor y político francés que apoyó decididamente el gobierno colaboracionista de Pétain. Había fundado en 1899 el grupo Action Française, de tendencia cada vez más nacionalista, antidemocrática, antisemita y fascista. Al finalizar la guerra, fue condenado a cadena perpetua, si bien más tarde se le conmutó la pena a confinamiento domiciliario. Véase en la presente edición un artículo de Carpentier publicado en el diario Tiempo Nuevo.
25Paul Morand (1888-1976), escritor francés, colaborador del régimen de Vichy como embajador.
26Personaje protagónico de la opereta La Périchole (1868) del compositor francés Jacques Offenbach (1819-1880).
27Personaje de una novela del escritor norteamericano T.S. Stribiling (1881-1965), premio Pulitzer por The Store (1933).
Hace cinco años tuve una conversación reveladora con el ilustre Georges Duhamel,28 en su jardín de Valmondois. Duhamel acababa de publicar un libro sobre Norteamérica titulado Escenas de la vida futura, que era un singular exponente de incomprensión, de ceguera voluntaria. Pero en aquellos tiempos estaba de moda admitir, a priori, que la civilización americana era una civilización estrictamente materialista, desligada de toda preocupación espiritual. Todavía andaba resonando, aquí y allá, algún grito rezagado de: «¡Abajo el imperialismo yanqui!» Por ello, el libro de Duhamel había parecido algo normal y aceptable, sin que hubiesen llamado mayormente la atención sus monstruosidades estimativas. Y recuerdo que pregunté aquella tarde a Duhamel si tenía deseos de conocer nuestros países de América Latina:
28 Georges Duhamel (1884-1966), escritor francés, autor, en particular, de la serie de diez volúmenes que integran las Crónicas de los Pasquier (1933-1945). Aunque mantuvo silencio con respecto a la ocupación, gracias a su prestigio literario intervino, si bien infructuosamente, junto a Malraux y Valéry, para salvar la vida, entre otros, de Boris Vildé, resistente clandestino de origen ruso, vinculado al Museo del Hombre. Por otra parte, algunas de las obras de Duhamel figuraron en la lista negra de autores franceses elaborada por los ocupantes alemanes.
—Sí —me respondió Duhamel—. Quisiera ir allá, para ver si la civilización que ustedes poseen concuerda con la imagen que me hago de lo que debe ser una civilización.
—¿Y a qué llama usted «civilización»? —le pregunté con disimulada ironía.
—A esto… —respondió el ilustre literato, señalando con gesto amplio el valle de Valmondois, donde las aldeas, los cortijos, las capillas, los mismos árboles, llevaban la huella de un trabajo de generaciones y generaciones, conservando el invariable sello del siglo xviii, inseparable del paisaje francés, cuya presencia fue tan lúcidamente observada por Ortega y Gasset.
Sin quererlo, Duhamel estaba haciendo el testamento de esa civilización que aún creía viviente y activa. Porque en aquellos momentos, esa misma civilización estaba ante nuestros ojos muerta y de cuerpo presente. La civilización que Duhamel pretendía hallar en Nuestra América no concordaría nunca con lo que me mostraba como ejemplo y dechado, en aquella suave tarde de otoño. Y es porque el hombre no tiene la facultad mágica de percibir el futuro que ya lo rodea. Siempre vive en un pasado inmediato… Y en aquellos tiempos que creíamos tan felices, Europa había dejado de existir, penetrando en su estadio de inevitable ocaso. Europa vivía con años y años de retraso sobre lo que constituía el verdadero ritmo, la diástole y la sístole de la civilización. Alemania, Francia, Italia, se desintegraban ante nuestras miradas, sin que quisiéramos admitirlo, babeantes, crispadas, dándose furiosas inyecciones de aceite alcanforado en los costados, para levantar su propio espíritu. El Viejo Continente andaba —como diría el poeta— «con su cadáver a cuestas»; se asemejaba a aquel genial disparate de Goya, que nos muestra a un personaje decapitado, tratando aún de alimentar con cucharadas de sopa a una cabeza exangüe que yace sobre sus rodillas.
Porque no hay que hacerse ilusiones. Spengler29 dijo cierta vez que ningún esfuerzo humano podía hacer que un árbol, llegado al ocaso de su existencia, reverdeciera una vez más. Las naciones no son gatos de siete vidas. Civilizaciones de bastante más importancia histórica que la francesa o la alemana han durado, en suma, bastante menos que estas últimas. La grandeza de Grecia solo ha durado cuatro siglos. La grandeza de Roma, tres siglos apenas. ¿Creéis acaso que el poderío espiritual y material de ciertas naciones europeas haya de ser algo inacabable? ¡Hace tiempo ya que la antorcha de la civilización ha pasado, de manos del viejo corredor exhausto, a las del juvenil y atlético campeón americano!
29Oswald Spengler (1880-1936), filósofo alemán que alcanzó notoriedad con los dos volúmenes de su ensayo La decadencia de Occidente (1918-1922). Ejerció gran influencia entre muchos intelectuales de su época. Se retiró de la vida pública cuando los nazis asumieron el poder en su país.
Pero esta verdad, que para muchos es verdad de Perogrullo, es menos fácil de estampar en letras de molde de lo que parece. Durante demasiados años nos hemos cebado de «cultura europea», para admitir hoy la bancarrota de tantas cosas que hemos amado. Gómez Carrillo,30 que ya en su tiempo no andaba cazando sino fantasmas pretéritos, ha contribuido a destilar un virus que ha envenenado muchas adolescencias. Poveda31 se ha dejado contaminar por Jean Lorrain,32 siendo casi contemporáneo del fuerte, del claro, del profético sagitario Walt Whitman.33 Y hoy, con místicas del «orden nuevo», con huecas palabrerías, con slogans impotentes, se intenta insinuar que Europa sufre una convulsión necesaria, de la que habrá de resurgir —tanto afirman vencedores como vencidos— redimida y lista «para volver a empezar». Porque Vichy cree tanto en la victoria final como Hitler, acabando por forjarse una religión del derrotismo. ¡La purificación por el dolor! ¡El regreso a las tradiciones del pasado! ¡La depuración del pensamiento! ¡La cruz aceptada! «Nunca Francia ha estado tan fuerte como después de sus derrotas», etc., etc.
30Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), escritor y periodista guatemalteco, autor de numerosas crónicas de inspiración modernista.
31José Manuel Poveda (1888-1926), poeta cubano de orientación posmodernista.
32Jean Lorrain (1855-1906), escritor francés asociado al decadentismo de fines del siglo xix. Su novela más conocida es Monsieur de Phocas (1901).
33Walt Whitman (1819-1892), poeta norteamericano, autor de Hojas de hierba (entre 1855, fecha de la primera edición y 1892, fecha de la versión final en vida del autor).
¡Y frente a esto, los «mil años» de Hitler!34
34En su propaganda demagógica dirigida a los alemanes, Hitler aseguraba que el Tercer Imperio alemán duraría mil años.
Ni mil años ni resurgimiento. Ni imperio ni renacimiento. Spengler, precursor del «orden nuevo», afirmó antes de morir, en su prodigioso ensayo sobre la técnica, que el mejor papel que podía desempeñar hoy el hombre europeo era el de aquel centurión, «hallado muerto en Pompeya, porque habiendo sido uno de los primeros en observar la erupción del Vesubio, no había abandonado su posta, por no tener orden de hacerlo».
Esta idea de Spengler es cruelmente profética. Porque ese y no otro es el fin que espera al hombre de Europa. La derrota de Francia estaba ya inscrita con caracteres de fuego en el cielo de París, hace más de quince años. También la muerte de los países balcánicos. Y en cuanto a Alemania, sería absurdo creer que las aparatosas victorias de la blitzkrieg35y de las divisiones panzer36 signifiquen una proyección hacia el porvenir. Forman parte del desbarajuste final. Eso es todo. Desbarajuste anunciado, teóricamente, por la impotencia de Italia en transformarse en imperio por sus propios medios. Y ello, porque el mal es más profundo de lo que parece. Porque —volviendo a Spengler— nadie puede hacer reverdecer un árbol llegado a su extrema vejez. Los ciclos europeos están colmados. Y esto lo demuestra, más que nada, el auténtico fracaso de las democracias en Europa.
35Término alemán compuesto de blitz (relámpago)y krieg (guerra): guerra violenta y sorpresiva con gran despliegue de fuerza.
36Término alemán que designa los tanques.
¿Fracaso de la democracia?
Fracaso de sistemas propuestos a países demasiado viejos para soportarlos. Fracaso del cauterio en pata de palo.
Porque la democracia ha florecido, plena, eficiente, admirable, adaptada a sus fines, en los Estados Unidos de América. Por lo tanto, la caída lastimosa de la democracia en Francia no señala un mal de régimen, sino un mal de pueblos. Una honda y penosa enfermedad, de la que el hitlerismo solo marca la crisis extrema, la fiebre de cuarenta, la rotura de los termómetros.
El ocaso de Europa, drama del siglo xx, debe ser analizado en todas sus fases, aun en las más secretas. Es esto lo que nos proponemos hacer en artículos sucesivos.
16 de noviembre de 1941