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Salvada de la ruina, pero presa de la tentación… El multimillonario Dante King no había podido olvidar a Talitha St. Croix Hamilton y en esos momentos tenía la oportunidad perfecta para retomar su relación: contratándola como curadora de su nueva colección de arte. Y pidiéndole que lo hiciese desde su casa de Siena. Con su familia acuciada por las deudas, Talitha no podía rechazar la propuesta de Dante, aunque a este le importase más su imperio que ella. ¡Motivo por el que lo había dejado! Sin embargo, su química seguía intacta y Talitha sabía que, si volvía a meterse en la cama con él, iba a querer quedarse para siempre.
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Seitenzahl: 174
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Louise Fuller
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El arte del deseo, n.º 2920 - abril 2022
Título original: The Italian’s Runaway Cinderella
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-685-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
DE ACUERDO, luego hablamos. Salvo que quieras repasarlo una vez más.
Talitha St. Croix Hamilton mordió con fuerza el bolígrafo que tenía entre los dientes porque era la única manera de evitar gritarle a su jefe.
Le había sorprendido que Philip la eligiese a ella y no a su compañera Arielle, que tenía más experiencia, para que se reuniese con aquel posible nuevo cliente.
–He decidido lanzarte al agua –le había explicado Philip–, a ver si te hundes o sabes nadar. O si necesitas flotador.
Faltaba media hora para la reunión y Talitha no tenía claro que su jefe no se hubiese arrepentido ya de la decisión que había tomado.
–No es necesario –le respondió con firmeza, sacudiendo la cabeza y haciendo que su larga cola de caballo rubia se moviese–. Lo tengo claro, Philip.
–Bien, perdona que te lo haya preguntado. Confío en ti, Talitha, pero es mi nombre el que figura en la puerta, así que tengo que estar completamente seguro.
Ella se sintió agradecida, pensó que Philip Dubarry era un buen jefe. Le caía bien. Pagaba bien. Trataba a sus empleados con respeto. Tenía paciencia y era generoso con su tiempo y su conocimiento, pero también era muy controlador y le costaba soltar las riendas.
Y ella lo entendía.
Para empezar, solo llevaba siete meses trabajando para él. Además, tenía la sospecha de que había conseguido el trabajo porque Philip había comprado y vendido unos cuadros de su abuelo Edward.
En su día, y gracias al éxito de la empresa de ingeniería de su bisabuelo, su familia se había hecho muy rica y la casa familiar, Ashburnham, había albergado una de las colecciones de arte privadas más importantes de toda Inglaterra.
Talitha se sacó el bolígrafo de la boca y lo dejó encima del escritorio.
El apellido St. Croix Hamilton todavía tenía cierto peso, pero casi todas las obras de arte se habían ido vendiendo y la bella mansión de estilo georgiano estaba cada vez más descuidada. Hubiese valido lo que hubiese valido, en esos momentos se debía tres veces más al banco.
Pero no era el momento de pensar en eso. Tenía que darlo todo en aquella reunión tan importante. Sintió que se le aceleraba el pulso. No era sencillo, sin saber siquiera con quién iba a reunirse.
Solo sabía que era una persona muy rica que quería salvaguardar su identidad.
Muy, muy rica.
Al menos, se había vestido para la ocasión con un vestido del diseñador Giler Deacon, de tirantes y falda de seda que llegaba hasta el suelo, que no era suyo, sino que había encontrado en un sitio de alquiler de vestidos en Chelsea.
Había sido una buena elección, a juzgar por cómo la habían mirado mientras caminaba por Bond Street en aquella cálida tarde de junio. Y para ella era algo más que un vestido, era una armadura.
Debajo de ella podía estar temblando, pero nadie se daría cuenta. Nadie sabía que los St. Croix Hamilton no eran capaces de pagar sus hipotecas, ni que los pendientes de brillantes que llevaba puestos eran falsos.
–Lo harás bien –le dijo Philip–. Habla con claridad. Sonríe si te apetece hacerlo. Y, sobre todo, recuerda que el cliente…
–Siempre tiene la razón –terminó ella en su lugar antes de preguntarle–: Entonces, ¿de verdad no sabemos nada de él?
–Nada en absoluto, pero ese es el motivo por el que nos han buscado, Talitha. Si hubiesen querido un circo, habrían ido a Broussard’s.
Broussard’s tenía entre sus clientes a coleccionistas de arte famosos, estrellas del rock, actores y directores de cine a los que les gustaba aquel tipo de subastas.
Pero luego había clientes que preferían el anonimato y, para aquellos, la única opción era Philip, al que valoraban tanto por su discreción como por su experiencia.
Philip colgó el teléfono y Talitha abrió el ordenador portátil y repasó su presentación. Tenía que salir bien.
Porque eso significaba que tenía aquel trabajo por méritos propios. Y lo necesitaba, porque se estaba quedando sin alternativas.
«No pienses en eso», se dijo. «No te preocupes por algo que, tal vez, no vaya a ocurrir».
Pero sí que iba a ocurrir. Si no conseguía convencer al banco de que les ampliase la hipoteca, lo perderían todo. La finca se vendería al mejor postor y su abuelo se quedaría sin casa.
Intentó tragarse el nudo que se le había hecho en la garganta y respirar hondo. Su abuelo se merecía algo más. Él había hecho lo correcto. Y, además, era la única persona en la que Talitha podía confiar.
Su abuelo jamás la había decepcionado y aquel era el momento de que ella lo ayudase. Costase lo que costase.
–¿Talitha?
Levantó la vista y vio en la puerta a la secretaria de Philip, Harriet James, siempre impecable y profesional.
–Ya están aquí. Voy a bajar a recepción a recibirlos.
–Gracias, Harriet. Te veré en el estudio.
Talitha se dio cuenta de que estaba temblando, pero mientras subía las escaleras se dijo que no era malo estar nerviosa. Además, no solo temblaba por los nervios, sino también por la emoción.
Se dirigió al estudio, que era su lugar favorito de todo el edificio.
Treinta años antes, Philip había comprado el primero de los cuatro edificios anexos que, con el tiempo, se convertirían en sus oficinas y galería de arte. El estudio ocupaba la última planta de los cuatro edificios y, además de ser una sala de reuniones, era un lugar muy luminoso en el que se exponía una muestra de la colección de Dubarry’s, incluido su cuadro favorito, Blackboard, de Cy Twombly.
Aquel lugar era inspirador incluso en los días más grises de Londres. Con un poco de suerte, el misterioso comprador también se sentiría inspirado.
A Talitha se le aceleró el pulso al oír pasos y la voz de Harriet, que hablaba deprisa y en voz muy alta, como si estuviese nerviosa. Talitha frunció el ceño. Eso era una novedad. Harriet había mantenido la calma incluso cuando un trabajador había prendido fuego al edificio durante los trabajos de renovación de uno de los despachos.
Si Harriet estaba tan nerviosa tenía que ser porque el cliente pertenecía a la realeza. Debía de ser un emir, tal vez, o el rey de algún principado.
Se atusó el pelo, respiró hondo, esbozó una sonrisa y se giró justo en el momento en que Harriet entraba acompañada por un grupo de hombres vestidos de traje.
Aunque ella solo vio a uno.
Durante unos segundos, se quedó con la vista clavada en el hombre alto y moreno que iba delante y sintió un dolor que no había sentido antes… un dolor que no podía describir con palabras.
No podía ser él. Todo el mundo tenía un gemelo y aquel debía de ser el suyo.
Harriet siguió hablando, pero Talitha no consiguió escuchar lo que decía. Sintió que se le nublaba la vista y que estaba sola con aquel hombre.
Durante los últimos años, no había pasado un día sin pensar en él ni una noche sin soñar con él.
Pero nada era comparable con el hombre de carne y hueso. Y, por supuesto, podía ser su coleccionista de arte secreto.
Dante King.
Desde el principio había sido un hombre muy reservado con respecto a su vida privada. Talitha sabía de él que tenía muy buena relación con sus padres, con los que siempre había hablado en italiano. Y aquella clara devoción que sentía por ellos había hecho que Talitha pensase en su abuelo.
Ella había dado por hecho que, cuando se conociesen mejor, Dante se abriría a ella.
Se le encogió el pecho.
Irónicamente, a pesar de que habían planeado un futuro juntos, Dante la había excluido de su vida y la había mantenido alejada de todas las personas importantes para él.
Se le encogió el estómago. Sabiendo lo importante que era para este su familia, Talitha había intentado no hablar de sus padres, pero eso no había servido de nada, porque a él solo le interesaban las personas que podían ayudarlo a convertirse en el amo del universo.
Y allí estaba.
Era el hombre más rico del que ella había oído hablar.
Y el más impresionante.
Desde el pelo moreno y despeinado hasta la suela de sus caros zapatos de piel. Asombrosamente guapo e inequívocamente masculino.
Un hombre al que había adorado de tal manera que le había dolido alejarse de él, aunque fuese un momento.
El único hombre que le había dicho que la amaba en su vida y que después le había roto el corazón en mil pedazos.
Talitha se estremeció.
Tres años antes, en un bar de Milán lleno de hombres italianos fanfarrones y bulliciosos, todo el mundo se había girado a mirarlo cuando había entrado él. Y no solo por la perfección de su rostro. Por aquel entonces había habido en él una dulzura, una vulnerabilidad, que había hecho que todas las mujeres del bar, incluida ella, se quedasen fascinadas.
Pero en esos momentos era una persona diferente.
Y ella ya no se hacía ilusiones. Sabía que Dante King no era dulce, sino un hombre con una misión, implacable, despiadado. Cegado por construir un imperio, por una ambición que consumía su vida, sin que hubiese espacio para nada más. Incluida ella.
Mucho menos, ella.
Con un nudo en el estómago y sin poder respirar, Talitha clavó la mirada en su rostro. Estaba más guapo que nunca. Era increíble.
Harriet se aclaró la garganta.
–Señor King, me gustaría presentarle a nuestra encargada de adquisiciones, Talitha St. Croix Hamilton.
Y la señaló con un gesto de cabeza.
–Talitha será su guía, su consejera, su asesora. Aunque en Dubarry’s pensamos que el mejor consejo que podemos dar a nuestros coleccionistas es que confíen en su propio instinto y en su gusto. Sus deseos son órdenes para nosotros, podemos conseguirle lo que quiera.
Dante arqueó una ceja.
–¿Cualquier cosa? –preguntó.
Talitha tragó saliva al darse cuenta de que la miraba a ella. Se sintió frágil y nerviosa. Tenía la garganta seca.
–Incluso obras que no estén oficialmente a la venta –le respondió Harriet–. Por ejemplo, la semana pasada, Talitha consiguió una obra en blanco y negro de Koonig a través de un coleccionista en Japón.
–Qué talento –comentó Dante en tono frío.
A Talitha se le encogió el pecho. El gesto de Dante era indescifrable, pero el sonido de su voz, con aquel ligero acento italiano, hizo que se le acelerase el pulso.
Y cuando sus ojos grises, implacables, se clavaron en los marrones claros de ella, sintió que agonizaba.
–¿Qué tal está, señorita Hamilton?
Hubo un breve silencio.
–¿Se conocen? –preguntó Harriet con curiosidad.
Y, por un instante, Talitha creyó ver que algo cambiaba en la expresión de Dante.
–Yo no diría tanto como eso –respondió él–, pero nuestros caminos se cruzaron brevemente. Hace mucho tiempo.
Ella se obligó a mantener la mirada clavada en sus ojos.
Pensó que era una manera de decirlo. Otra habría sido que él había jugado con ella con la misma crueldad y eficacia con la que dirigía su empresa y con la que se había convertido en uno de los multimillonarios más jóvenes de la historia.
KCX no era la primera, todavía, pero sí era la empresa digital que más deprisa estaba creciendo del mundo. No obstante, Dante King evitaba la publicidad y casi nunca daba entrevistas.
Aunque eso no significase que se le pudiese infravalorar.
Talitha se preguntó si habría sentido algo por ella en el pasado, o si solo le habían interesado sus contactos.
Él giró la cabeza hacia donde estaba Harriet.
–Señorita James, caballeros, ¿les importaría dejarme a solas con la señorita Hamilton, por favor?
Lo dijo en voz baja y no hubo nada en su rostro que delatase sus intenciones, pero el tono utilizado fue lo suficientemente autoritario como para que un par de segundos después se hubiesen quedado los dos solos.
De repente, Talitha sintió que se ahogaba en la enorme habitación, que todos los músculos de su cuerpo se ponían tensos. En cuanto la puerta se cerró, se sintió furiosa.
–¿Qué estás haciendo aquí? Han pasado tres años, Dante.
Tres años en los que ella había estado escondiéndose del pasado, ocultando sus sentimientos. Tres años intentando recuperar su vida. Decían que el tiempo lo curaba todo, pero eso era porque no les había roto el corazón Dante King.
Él dio un paso al frente.
–Lo sé, Talitha.
–Pues has perdido el tiempo –le dijo ella, sintiendo que el corazón se le iba a salir del pecho.
Dante le había dicho que iba a visitar a su familia y ella había esperado a que volviese.
Habían pasado tres semanas y él no había dado señales de vida.
Y habría seguido esperando si no se hubiese encontrado con Nick y este le hubiese contado la verdad. Que Dante la había utilizado porque tenía muchos contactos, que nunca se había sentido realmente interesado por ella.
Después, Talitha había pasado varios meses intentando vivir sin él. Odiándolo.
¿Y pensaba que podía aparecer allí, de repente, y pedir hablar con ella a solas sin más?
–No quiero hablar contigo. Ni ahora, ni nunca. Si querías hablar conmigo, haberlo pensado en su momento.
No había querido hacerlo. Y no había intentado arreglar las cosas después. Ella había tenido la esperanza de que lo hiciera, pero Dante se había limitado a enviarle un mensaje de texto.
Él la miró en silencio, sopesando sus palabras, pensando una respuesta, y a ella se le volvió a encoger el estómago. Conocía sus tretas, sabía que utilizaba el silencio a modo de arma, esperando a que ella perdiese el hilo de la conversación.
Pero, en esa ocasión, podía quedarse esperando del mismo modo que lo había esperado ella tres años atrás.
–No había nada de qué hablar. Reaccionaste de manera exagerada, como siempre.
Ella cerró los puños de manera instintiva. Así que había reaccionado de manera exagerada, como siempre. Lo fulminó con la mirada, sorprendida por la naturalidad con la que Dante le estaba diciendo aquello. Ella había intentado salvar su relación.
–Prefiero exagerar que decepcionar –le replicó.
A él le brillaron los ojos y cuando volvió a hablar, lo hizo con voz peligrosamente dulce.
–Siento decirte que no he venido aquí a hablar contigo, Talitha –le respondió él, avanzando hacia un impresionante cuadro de Frank Stella–. De hecho, no tenía ni idea de que trabajases en Dubarry’s.
Ella tardó un momento en asimilar sus palabras.
Entonces, ¿era solo una coincidencia?
Se le cortó la respiración y sintió calor en el rostro. ¿En qué había estado pensando? Dante le había demostrado tres años antes que ella no le importaba nada. Talitha ya había sabido entonces que era un hombre sin corazón y egoísta. ¿Por qué había pensado que estaba allí por ella?
Apretó los dientes. Porque equivocarse con él era su mayor arte.
–Nunca pensaste en mí.
Él no se giró y Talitha se quedó mirando su espalda, con el corazón acelerado. Esa había sido su postura cuando se habían conocido en aquel bar de Milán y tenía que haber entendido que aquella era una mala señal: Dante mirando hacia otra parte, con la atención puesta en el horizonte, en un futuro que no la incluía a ella.
Para empezar, no debía haber tenido nada con él, pero había permitido que su cuerpo anulase a su cerebro, que su libido aplastase su sentido común y la experiencia del desgraciado matrimonio de sus padres. No tenía que haber clavado la mirada en aquel cabello oscuro y rizado, ni en los músculos de sus hombros.
La contradicción entre la suavidad del uno y la fuerza de los otros la había fascinado, excitado, y todavía más cuando se habían ido juntos a la cama y había acariciado su pelo y había sentido sus fuertes músculos.
Parpadeó con fuerza para intentar apartar aquel recuerdo de su mente.
–Solo fui para ti un ruido de fondo.
Él se giró, clavó la vista en su rostro, y su presencia masculina, taciturna, llenó el enorme espacio.
–Nunca has sido un ruido de fondo. Iluminabas la habitación.
Dio un paso hacia ella. Estaba demasiado cerca. Talitha pudo ver el contorno de sus músculos a través de la camisa azul y del traje de chaqueta que le quedaba perfecto.
–Como un rayo de sol, pero que brillaba de día y de noche. Yo solía pensar que eras una estrella que se había caído del cielo.
Sus palabras hicieron que a Talitha se le volviese a acelerar el pulso.
–No hagas eso –le pidió, ruborizándose de nuevo–. No finjas que nuestra relación fue algo más que sexo.
Fue decir aquello y pensar precisamente en sexo. No tenía palabras para describir cómo había sido con él, pero no necesitaba palabras, con solo recordar el roce de su barba en el cuello mientras la penetraba se estremecía de placer.
Apartó aquello de su mente, se obligó a mirarlo a los ojos.
–Y es probable que incluso eso fuese solo secundario para ti. Que lo que más te gustase en realidad fuese mi apellido.
–No es cierto –la contradijo él, dando otro paso–. No sabía tu apellido la primera vez que te vi. No sabía nada de ti, salvo que eras la mujer más bella que había visto.
Alargó la mano y tomó un mechón de su pelo con los dedos.
–Si Hera, Atenea y Afrodita hubiesen estado sentadas a tu lado, yo te habría dado la manzana dorada a ti.
Su caricia la hizo temblar. Talitha sintió calor en el vientre, como si su cuerpo estuviese cobrando vida, despertando tras una larga hibernación. De repente, fue consciente de que le estaba tocando el pelo y de un olor muy masculino que solo asociaba con él.
Sintió la tentación de acercarse más, de inclinarse hacia su mano y frotarse contra ella como un gato, y se odió por ello. Quería retroceder, poner distancia entre ambos, pero no quería que Dante se diese cuenta de que todavía lo deseaba.
–No me gustan las manzanas –mintió–. Prefiero las peras, pero supongo que no lo sabes porque jamás te interesaste por mí. Fui solo una piedra en tu camino.
–Pensé que no querías hablar del pasado –le dijo él, mirándola fijamente con aquellos ojos grises–. Ten cuidado, Talitha, estás incumpliendo tus propias normas.
Ella se estremeció.
–Pero creo recordar que también eso era un hábito en ti.
Con las mejillas ardiendo, ella supo de qué le estaba hablando Dante. Las primeras semanas en Milán habían sido una locura. No habían podido dejar de tocarse. Había sido como una adicción que ninguno de los dos había logrado saciar.
Respiró hondo e intentó no pensar en el momento en el que ambos habían subido las escaleras que llevaban a su habitación de hotel, el calor de su piel, el modo en que él le había mordisqueado el hombro. En esos momentos solo quería que se marchase. Necesitaba que se marchase antes de que ella cometiese una locura. Como golpearlo.
O besarlo.
Levantó la barbilla ligeramente.
–Me parece que nuestros recuerdos del tiempo que pasamos juntos son muy diferentes, pero, como tú mismo has dicho ya, no has venido aquí a hablar conmigo, sino por tu colección de arte.
–Eso es –le confirmó él mirándola a los ojos.
–Muy bien.
Le sonrió con frialdad y habría salido de allí con la cabeza bien alta si no hubiese sido porque Dante se movió ligeramente para interponerse en su camino.
Ella arqueó las cejas.
–¿Qué estás haciendo?
–Lo mismo podría preguntarte yo a ti –le respondió él suavemente.
–A mí me parece evidente –le dijo Talitha–. Esta reunión se ha terminado. Si no te importa esperar, iré a buscar a una compañera, Arielle Heathcote. Tiene mucha experiencia…
–Sí que me importa.
Ella sintió que tenía mucho calor de repente.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que no tienes que ir a buscar a nadie. En este caso, contigo tengo suficiente.
Ella lo miró en silencio, con el corazón acelerado.
–Es evidente que no podemos trabajar juntos.