El conde francés - Un corazón inalcanzable - Kate Hewitt - E-Book

El conde francés - Un corazón inalcanzable E-Book

Kate Hewitt

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 457 El conde francés Kate Hewitt Lo perdió todo y además se quedó embarazada de un noble francés... El conde francés Jean-Luc Toussaint jamás había visto tal belleza en una mujer. La fogosa interpretación de la delicada pianista lo hipnotizó por completo y deseó saborear en primera persona esa pasión. Completamente enamorada del conde, Abigail Summers pensó ingenuamente que podría tener un futuro a su lado. Tras una noche de amor, descubrió que estaba embarazada... y sola. Todo cambió cuando el francés leyó los titulares de los periódicos y regresó a su lado para reclamar lo que era suyo... Un corazón inalcanzable Kate Hewitt Vittorio va a enseñarle a ser una mujer. Vittorio Ralfino, conde de Cazlevara, ha vuelto a Italia para buscar una mujer tradicional. Y Anamaria Viale, una chica de su pueblo, leal y discreta, es perfecta para él. Anamaria se asombra cuando su amor de la adolescencia le propone matrimonio… a ella, el patito feo. Alta, desgarbada y más bien torpe, Anamaria se había resignado estoicamente a seguir soltera. Pero Vittorio es persuasivo… y muy apasionado. Le propone matrimonio como si fuera un acuerdo de negocios, pero pronto despierta en Ana un poderoso y profundo deseo que sólo él puede saciar…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Avenida de Burgos, 8B - Planta 18 28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. N.º 457 - agosto 2023

© 2009 Kate Hewitt El conde francés Título original: Count Toussaint’s Pregnant Mistress

© 2010 Kate Hewitt Un corazón inalcanzable Título original: The Bride’s Awakening Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010 y 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A. Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia. ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países. Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

978-84-1180-015-0

Capítulo 1

UANDO los aplausos cesaron, un profundo silencio se adueñó de la sala de conciertos. Una maravillosa expectación impregnó la estancia y Abigail Summers experimentó una emoción casi eléctrica.

Respiró profundamente y colocó las manos sobre el piano de cola que había en el centro del escenario de la Salle Pleyel de París. Entonces, cerró los ojos y comenzó a tocar. La música parecía fluir directamente de su alma a través de los dedos y llenaba la sala con las misteriosas y atormentadas notas de la Sonata nº 23 de Beethoven. Para Abby no existían los espectadores que la escuchaban sumidos en un recogido silencio y que habían pagado casi cien euros para escucharla. Desaparecían a medida que la música se iba apoderando de su cuerpo, mente y alma con una fuerza apasionada. Siete años como profesional y una vida entera de clases le habían enseñado a centrarse sólo en la música.

Sin embargo, a mitad de la Appassionata, sintió... algo más. Fue consciente de que una persona la estaba observando. Por supuesto, varios cientos de personas lo estaban haciendo en aquel instante, pero él, porque sabía instintivamente que se trataba de un hombre, era diferente. Único. Notaba que la estaba observando a pesar de que no entendía cómo.

No se atrevió a levantar la mirada ni a perder la concentración aunque las mejillas se le ruborizaron y el vello de los brazos se le puso de punta, reaccionando sensualmente a una clase de atención que jamás había experimentado antes. De hecho, ni siquiera podía estar segura de que fuera real.

Comenzó a desear que la pieza terminara para poder levantar la mirada y ver quién la estaba observando. ¿Cómo le podía estar eso ocurriendo a ella? Jamás había deseado que una pieza terminara ni había experimentado la atención individual de un espectador durante un concierto.

¿Quién era él?

¿Se lo estaría imaginando? Podría ser que tan sólo lo estuviera deseando. Alguien diferente. Alguien al que llevaba esperando toda su vida.

Por fin, las últimas notas de la pieza resonaron en la sala. Abby levantó la mirada. Lo vio y lo sintió inmediatamente. A pesar de la potente luz de los focos del escenario y del mar de rostros borrosos, sus ojos se dirigieron inmediatamente a los de él como si se vieran atraídos por un imán. Sintió también como si su cuerpo se inclinara irresistiblemente hacia el de él a pesar de que permaneció sentada en el taburete del piano. En los pocos segundos que tuvo para mirar, comprobó que el desconocido tenía el cabello oscuro, rostro anguloso y, sobre todo, unos ojos azules brillantes, intensos. Ardientes.

Notó que los espectadores comenzaban a hojear los programas del concierto y se rebullían en sus asientos. Ella debería haber comenzado su siguiente pieza, una fuga de Bach, pero, en vez de hacerlo, estaba allí sentada, completamente inmóvil.

No tenía el lujo de hacer preguntas ni de buscar respuestas. Respiró profundamente y se obligó a centrarse de nuevo en la música. Cuando empezó a tocar, los presentes se reclinaron de nuevo en sus asientos con un colectivo suspiro de alivio. Sin embargo, Abby seguía pendiente de él y se preguntó si volvería a verlo.

Jean-Luc Toussaint estaba sentado en su butaca, con cada músculo de su cuerpo tenso por la anticipación, por el ansia, por la esperanza. Eran sensaciones que no había experimentado hacía mucho tiempo. Meses, más probablemente años. Sin embargo, cuando Abigail Summers, la pianista de fama mundial, subió al escenario, sintió que la esperanza se apoderaba de él, como si las cenizas de su antiguo ser cobraran vida de un modo que jamás habría creído que volvería a sentir.

Por supuesto, había visto fotografías suyas, pero nada lo había preparado para la imagen que contempló cuando ella subió al escenario: la cabeza alta, el brillante y oscuro cabello peinado con un elegante recogido, el sencillo vestido negro acariciándole suavemente los tobillos al caminar. Nada lo había preparado para la respuesta que aquella imagen provocó en su propia alma, para los sentimientos de esperanza e incluso júbilo que lo asaltaron.

Trató de deshacerse de aquellos sentimientos. Habían pasado seis meses desde la muerte de Suzanne y poco más de seis horas desde que descubrió las cartas de su esposa y se dio cuenta de la verdad sobre su muerte. Se marchó de su castillo y se dirigió a París, evitando su piso y todos los recuerdos de su anterior vida. Se decidió a ir a aquel concierto impulsivamente, cuando vio un anuncio y quiso perderse en algo diferente para no tener que pensar y ni siquiera sentir.

No podía sentir nada. Se sentía vacío, desnudo de todo sentimiento... hasta que Abigail Summers cruzó el escenario. Y cuando comenzó a tocar... Tenía que admitir que la Appassionata era una de sus sonatas favoritas. Comprendía perfectamente la frustración de Beethoven, lo inevitable de la discapacidad del compositor y su propia incapacidad para detener su imparable desarrollo. Se sentía así sobre su propia vida, sobre el modo en el que las cosas habían comenzado a caer en picado, fuera de su control y sin que él se diera cuenta siquiera de ello hasta que no fue demasiado tarde.

Abigail Summers le proporcionaba a la pieza una energía y una emoción renovadas a la pieza, tanta que Luc apretó con fuerza los puños y sintió que los ojos le ardían al mirarla, como si quisiera obligarla a que ella levantara la cabeza para mirarlo a él.

Cuando por fin lo hizo, Luc sintió una extraña sensación, como si ya la conociera, lo que era imposible dado que jamás la había visto antes. No obstante, cuando sus miradas se cruzaron, sintió como si algo perdido hacía ya mucho tiempo encontrara por fin su lugar, como si el mundo se hubiera enderezado un poco más, como si él mismo se hubiera enderezado y fuera por fin un hombre completo.

Sintió esperanza.

Era una sensación maravillosa, pero también aterradora. Sentía demasiado, pero ansiaba sentir más. Quería olvidar todo lo que había ocurrido en su vida, los errores que había cometido en los últimos seis años. Quería el olvido, poder perderse en aquella mujer aunque sólo fuera una vez. Aunque no pudiera durar.

Sus miradas se cruzaron y el momento fue mágico. Entonces, cuando la impaciencia se apoderó de los espectadores, ella bajó la mirada y, un instante después, comenzó a tocar.

Luc se reclinó en su asiento y dejó que la música se apoderara de él. Esa única mirada había provocado un profundo apetito en él, un incansable anhelo por unirse a otra persona, a ella, como jamás lo había experimentado con nadie. Sin embargo, junto a este imparable deseo experimentó la ya familiar desesperanza. ¿Cómo podía querer a alguien, desear a alguien, cuando no le quedaba nada, absolutamente nada, para dar?

Abby se sentó sobre el taburete que tenía frente al espejo de su camerino. Exhaló un suspiro y cerró los ojos. El concierto había sido interminable. Durante el intervalo se había paseado de arriba abajo sin descanso, lo que no había beneficiado en nada su interpretación en la segunda parte. Si su padre y representante hubiera estado presente, la habría obligado a tomar un poco de agua, a relajarse y a centrarse. «Piensa en la música, Abby». Siempre la música. Jamás se le había consentido que pensara en otra cosa y, antes de aquella noche, nunca había sabido que quisiera hacerlo.

Al ver a ese hombre, del que desconocía su identidad, algo se había despertado dentro de ella y había experimentado una necesidad desconocida para ella hasta entonces. La necesidad de verlo, de hablar con él, de tocarlo incluso.

Se echó a temblar de deseo y también de miedo. Su padre no estaba allí. Estaba en el hotel con un fuerte resfriado y, por una vez, Abby no quería pensar en la música. Quería pensar en aquel hombre. ¿Iría a verla? ¿Trataría de acercarse a su camerino? Siempre había una docena de admiradores que trataban de conocerla. Algunos enviaban flores e incluso invitaciones. Abby siempre aceptaba los regalos y rehusaba las invitaciones. Aquél era el estricto comportamiento que siempre le había dictado su padre. Insistía en que parte del atractivo de Abby residía en el hecho de que resultara inaccesible al público. Abigail Summers, prodigio del piano.

Abby hizo un gesto de desagrado frente al espejo. Siempre había odiado ese apodo, el nombre que la prensa había acuñado para ella le hacía sentirse como si fuera un caniche amaestrado, o tal vez algo más exótico, algo más distante, tal y como su padre quería siempre.

En aquellos momentos, no sentía deseo alguno de ser distante. Quería ser encontrada. Conocida. Por él.

«Ridículo», pensó. Sólo había sido un instante. Una única mirada. No se había atrevido a volver a mirarlo. No obstante, jamás se había sentido así antes. Jamás se había sentido tan... viva. Quería volver a sentirlo. Quería volver a verlo.

¿Acudiría al camerino?

Alguien llamó ligeramente a la puerta y una de las empleadas de la sala asomó la cabeza.

–Mademoiselle Summers, récevez-vous des visiteurs?

–Yo...

Abby no supo qué contestar. Se sentía algo mareada. ¿Recibía visitas? La respuesta, por supuesto, era que no. Siempre no.

–¿Hay muchos? –le preguntó ella por fin en un francés impecable.

La mujer se encogió de hombros.

–Unos cuantos. Una docena aproximadamente. Quieren su autógrafo.

Abby sintió una ligera desilusión. Intuía que aquel hombre no querría su autógrafo. No era un admirador. Era... ¿Qué era? «Nada», insistió ella.

–Entiendo –dijo. Tragó saliva–. Está bien. Puede hacerlos pasar.

El señor Duprès, el director de la sala, apareció en el umbral con un gesto de desaprobación en el rostro.

–Tenía entendido que mademoiselle Summers no aceptaba visitas.

–Creo que sé perfectamente si acepto visitas o no –replicó ella fríamente. No obstante, tenías las palmas de las manos húmedas y el corazón muy acelerado. Normalmente, no cuestionaba a los empleados ni tenía que hablar con nadie. De eso se ocupaba su padre. Ella simplemente tocaba, lo que le había bastado hasta aquel momento.

–Hágalos entrar –añadió mirando al hombre a los ojos.

–No creo que...

–He dicho que los haga entrar.

–Muy bien –dijo el hombre antes de marcharse.

Abby se atusó el cabello con las manos y se miró el vestido. En el espejo, el vestido de seda negra le hacía parecer muy pálida, casi como un fantasma de enormes y luminosos ojos grises.

Cuando alguien llamó a la puerta, se dio la vuelta y sonrió aunque el alma se le cayó a los pies. No era él. No era ninguna de las personas que quería su autógrafo. Tan sólo se trataba de un puñado de mujeres de mediana edad acompañadas de sus esposos que no dejaban de sonreír ni de charlar mientras le entregaban los programas para que se los firmara.

¿Qué había esperado? ¿Que él iría a buscarla a su camerino con un zapato de cristal en la mano? ¿Acaso creía que estaba viviendo un cuento de hadas?

De repente, todo le pareció ridículo. Probablemente, se había imaginado todo lo ocurrido. Las luces del escenario eran habitualmente tan brillantes que no hubiera podido distinguir ninguno de los rostros de los espectadores.

Se sintió avergonzada y humillada. Cuando sus admiradores se marcharon por fin, acompañados por un enfadado monsieur Duprès, Abby se quedó sola. Verdaderamente sola.

Apartó aquel pensamiento. No estaba sola. Tenía una vida plena y muy ocupada como una de las pianistas de concierto más requeridas del todo el mundo. Hablaba perfectamente tres idiomas, había visitado prácticamente toda las ciudades importantes del mundo y tenía montones de admiradores que la adoraban. ¿Cómo podía estar sola?

–Y, sin embargo, lo estoy –dijo en voz alta.

De mala gana, se puso el abrigo. ¿Qué iba a hacer? ¿Tomar un taxi para regresar al hotel y tomarse un vaso de leche mientras repasaba los acontecimientos de la noche con su padre y luego irse a la cama como la buena chica que era?

No quería seguir el guión que marcaba su vida desde hacía muchos años. Ver a aquel hombre, fuera quien fuera, había despertado en ella la necesidad de experimentar, de ser y de saber más. De vivir la vida.

Aunque sólo fuera por una noche.

Suspiró y trató de deshacerse de sus sentimientos.

¿Qué podía hacer? Tenía veinticuatro años, estaba sola en París y tenía toda la noche esperándola, pero no sabía qué hacer ni cómo apagar su sed de experiencias, de conocimientos.

Monsieur Duprès volvió a llamar a la puerta del camerino.

–¿Quiere que el portero de noche le pida un taxi?

Abby estaba a punto de aceptar cuando, sin saber por qué, negó con la cabeza.

–No, gracias, monsieur Duprès. Hace una noche preciosa. Iré andando.

–Mademoiselle, está lloviendo –replicó el gerente frunciendo el ceño.

–No importa –insistió ella–. Iré andando.

El señor Duprès se encogió de hombres y se marchó. Abby agarró el bolso y salió del camerino para dirigirse a la fría y húmeda noche.

Estaba completamente sola en la desierta rue du Faubourg St. Honoré. La acera estaba completamente húmeda por la lluvia. Miró a su alrededor y se preguntó qué hacer. Su hotel estaba a una corta distancia de allí. Suponía que podía ir andando, pero ansiaba experimentar la vida. Echó a andar sintiéndose más sola que nunca. Una mujer elegantemente vestida salió del luminoso vestíbulo de un elegante hotel. Abby se detuvo para mirar el interior y vio un enorme recibidor de mármol y una imponente araña de cristal colgada del techo. Entonces, sin pensar en lo que estaba haciendo, se dirigió a la puerta y entró. A pesar de que había estado en hoteles como aquél en muchas ocasiones, no supo qué hacer. Era diferente porque, en aquel momento, se encontraba sola. Nadie sabía quién era y podía hacer lo que quisiera. La cuestión era qué quería hacer.

–Mademoiselle... –le dijo un botones.

–Estoy buscando el bar.

El hombre asintió y le indicó una sala que había hacia la derecha. Abby le dio las gracias y se dirigió hacia allí. Se sentó en un taburete y esperó a que el camarero, que estaba elegantemente vestido de esmoquin, le preguntara qué quería tomar.

En otras ocasiones había pedido un vino blanco o champán. Algunas veces, había probado un cóctel del que no recordaba el nombre, pero en aquella ocasión quería algo diferente.

–Tomaré... Tomaré un martini –dijo.

–¿Solo o con hielo?

–Solo –contestó sin saber por qué, dado que le daba la sensación de que aquella bebida ni siquiera iba a gustarle–. Con una aceituna.

Le parecía que aquella bebida venía con una aceituna. Al menos, si no le gustaba, tendría algo para comer.

El camarero se apartó. Abby examinó el bar. Sólo había otra persona sentada allí. Estaba al otro lado de la barra. Antes de que el desconocido levantara la cabeza o se diera cuenta de su presencia, Abby lo supo.

Era él.

Capítulo 2

INTIÓ que era él con un escalofrío eléctrico que le recorrió todo el cuerpo. Todos sus nervios y sus músculos se pusieron en estado de alerta y el corazón le empezó a latir con fuerza. Él estaba sentado en el último taburete, con un vaso de whisky delante de él y la cabeza inclinada hacia la barra.

De repente, se incorporó y Abby sintió que se le hacía un nudo en la garganta cuando el desconocido cruzó su mirada con la de ella. Durante un largo instante, ninguno de los dos pronunció palabra alguna. Sencillamente se miraron. La mirada fue mucho más larga de lo apropiado para dos desconocidos en un bar. A pesar de todo, Abby no apartó los ojos. Se sintió como si el tiempo se hubiera detenido.

–Es usted incluso más encantadora en persona –dijo él por fin, con un ligero acento francés.

Abby experimentó una deliciosa sensación al darse cuenta de que, además de reconocerla, la estaba apreciando como mujer en vez de cómo pianista.

–Veo que me recuerda –susurró, con voz temblorosa. Sin poder evitarlo, se ruborizó.

–Por supuesto que la recuerdo –replicó él con una suave sonrisa en los labios. Por el contrario, sus ojos azules revelaban una profunda intensidad, la misma que ella había visto en la sala de conciertos–. Y ahora sé que usted también me recuerda a mí.

Abby se sonrojó aún más y apartó la mirada. El camarero ya le había servido su martini, por lo que utilizó la bebida como distracción y dio un trago demasiado grande. Se atragantó y contuvo el aliento al sentir cómo el alcohol le bajaba hasta el estómago. Entonces, dejó el vaso sobre la barra de un golpe.

El desconocido se acercó a ella y tomó asiento sobre el taburete que estaba junto al suyo. Abby sintió el calor que emanaba de su esbelto cuerpo e inhaló el masculino y sensual aroma de su colonia. Entonces, se atragantó un poco más.

–¿Se encuentra bien? –murmuró muy solícito.

–Sí... es que se me ha ido por otro lado.

–Suele ocurrir –murmuró él, aunque Abby sabía que no le había engañado.

Decidió sincerarse con él.

–En realidad, nunca antes había probado un martini –dijo volviéndose para mirarlo–. No tenía ni idea de que fuera tan... fuerte.

Como lo tenía tan cerca, aprovechó la oportunidad para mirarlo. Medía casi un metro noventa de estatura, lo que hacía que Abby resultara menuda a pesar de su metro setenta. Tenía el cabello oscuro, aunque las sienes habían comenzado a teñírsele de gris, y no demasiado corto. Su rostro era de una belleza austera, con angulosos pómulos, fieros ojos azules y una fuerte mandíbula. Tenía una expresión de fuerza, pero también de sufrimiento. Parecía un hombre marcado por las experiencias de la vida. Tal vez incluso por la tragedia.

–¿Por qué pidió un martini?

–Quería pedir lo que yo consideraba que era una bebida sofisticada –admitió ella–. ¿No le parece ridículo?

Él inclinó la cabeza y sonrió de nuevo, revelando un hoyuelo en una mejilla. Entonces, la miró de la cabeza a los pies.

–Por supuesto que sí, considerando lo sofisticada que es usted ya.

–Veo que le gusta halagar a una mujer, monsieur...

–Luc.

–¿Monsieur Luc?

–Sólo Luc. Y sé quién eres tú. Abigail.

–Abby.

Luc sonrió de nuevo. Abby experimentó una calidez que jamás había sentido antes y que le hacía sentirse relajada, presa de una somnolienta languidez a pesar de la velocidad a la que le latía el corazón. De repente, sintió que creía en los cuentos de hadas. Aquello estaba ocurriendo de verdad. Era real. Lo había encontrado, allí, en aquel bar, y él la había hallado a ella.

–Abby... Por supuesto. Bien –dijo, señalando ligeramente la copa de martini–. ¿Qué te parece?

–Creo que prefiero el champán.

–En ese caso, champán tendrás –afirmó. Entonces, con un ligero gesto, hizo que el camarero se acercara corriendo a su lado. Le dijo algo rápidamente en francés y el camarero no tardó en sacar una polvorienta botella de lo que seguramente era un carísimo champán y dos delicadas copas–. ¿Quieres compartir una copa conmigo?

Abby jamás había tenido un encuentro así. Tan sólo había disfrutado de conversaciones cuidadosamente orquestadas y firmas de autógrafos organizadas por su padre. Esto siempre había conseguido que Abby se sintiera como una exótica criatura a la que sólo se podía observar, admirar y ver en la distancia. «Me he sentido enjaulada toda mi vida. Hasta ahora». Por fin se sentía libre.

–Sí –dijo.

Luc la condujo a una mesa. Abby tomó asiento en una cómoda butaca y observó cómo el camarero abría la botella y servía dos copas de burbujeante champán.

–Por las sorpresas inesperadas –dijo Luc levantando la copa.

–¿Acaso no lo son todas?

–Así es –afirmó él. Entonces, dio un sorbo de su copa.

Abby bebió también y dejó que el champán se le deslizara por la garganta y le recorriera todo el cuerpo. Las burbujas parecieron recorrerle alocadamente todo el cuerpo mientras ella trataba de encontrar desesperadamente algo que decir. Había tocado en salas de casi todas las capitales europeas y se defendía bien en aeropuertos, taxis y hoteles pero, en presencia de Luc, se sentía torpe, tímida e insegura.

Él se tomó el resto de su copa de champán y la miró de nuevo.

–No esperaba volver a verte, pero el destino te ha traído aquí.

–En realidad, no sé por qué vine aquí. Normalmente tomo un taxi para irme directamente a mi hotel después de un concierto.

–Pero esta noche no lo has hecho.

–No.

–¿Por qué no?

–Porque...

¿Cómo podía explicarle que el instante en el que lo vio en el concierto la había cambiado, le había hecho desear y sentir cosas que jamás había experimentado antes? ¿Que aquella mirada le había hecho sentir un anhelo que no sabía cómo podría satisfacer?

–Porque me sentía inquieta.

Luc asintió y Abby presintió que él había comprendido todo lo que ella ni siquiera había dicho.

–Cuando te vi –susurró haciendo rotar la copa de champán entre los dedos–, sentí algo que no había experimentado en mucho tiempo.

Abby contuvo el aliento.

–¿Qué? ¿Qué sentiste?

–Esperanza –dijo. Entonces, levantó la mano para apartarle un mechón del rostro de Abby–. ¿Acaso no sentiste tú lo mismo, Abby, cuando estabas sentada al piano y me viste? Yo nunca... Fue como una corriente. Eléctrica y mágica.

–Sí.... Yo también lo sentí.

–Me alegro. Sería muy triste si sólo uno de los dos lo hubiera sentido –comentó. Volvió a tomar la botella para llenar las dos copas aunque Abby casi no había bebido nada de la suya–. ¿Te has quedado contenta con tu actuación de esta noche?

–No lo sé. No recuerdo mucho.

–Yo tampoco –admitió Luc con una suave carcajada–. Tengo que serte sincero. Cuando saliste al escenario y te vi, todo quedó en un segundo plano. Sencillamente, anhelaba el momento en el que por fin pudiera hablar contigo, aunque tengo que admitir que jamás pensé que tuviera posibilidad alguna.

–¿Por qué no...?

Abby se interrumpió antes de realizar una pregunta que habría resultado de lo más reveladora.

–¿Quieres saber por qué no fui a verte después de la representación?

–Sí –susurró ella.

Luc permaneció un instante observando su copa antes de levantar la cabeza y dedicarle una mirada directa que pareció llegarle al alma.

–No me pareció que debiera hacerlo. Ahora, me gustaría que hablaras de ti.

–Estoy segura de que habrás leído mi biografía en el programa –dijo ella.

–Eso podría darme hechos, pero ciertamente no la esencia de quien eres tú.

–No estoy segura de saber cuál es la esencia de quien soy yo.

–En ese caso, hablemos de otras cosas –dijo. Una vez más hizo un gesto al camarero, que se apresuró a acercarse–. ¿Has cenado? No es aconsejable tomar champán con el estómago vacío.

–No, no he cenado –confesó ella. Entonces, tomó el menú que le ofrecía el camarero y lo abrió.

Luc abrió el suyo y pidió rápidamente.

–¿Te parece bien? –le preguntó mientras devolvía el menú–. No quiero que nos tengamos que preocupar por detalles tales como qué comida vamos a pedir.

Abby asintió levemente, aunque le había parecido que Luc pedía escargots y éstos no le gustaban demasiado. Pero decidió que no importaba.

–Está bien –dijo Luc–, ahora, cuéntame algo. Dime cuál es tu color favorito o si te dan miedo las arañas o las serpientes. ¿Tuviste perro de niña? ¿O tal vez fue un gato? ¿O un pez?

–Las dos y ninguno –comentó Abby mientras tomaba su copa.

–¿Cómo dices?

–No tuve mascotas y me dan miedo las arañas y las serpientes. Al menos, no me gustan mucho. No he tenido mucha experiencia al respecto.

–Supongo que eso es bueno.

–En realidad, jamás lo he pensado –dijo Abby tras tomar un sorbo de champán–. ¿Y tú?

–¿Quieres saber si me dan miedo las serpientes y las arañas?

–No. Yo elegiré preguntas diferentes...

¿Qué quería saber sobre él? «Todo». La palabra se le ocurrió casi sin pensarlo. Quería conocerlo completamente. Dormirse y despertarse a su lado.

–¿Roncas? –le preguntó sin pensar. Entonces, se sonrojó.

–¿Que si ronco, dices? –replicó él, fingiendo estar escandalizado–. Menuda pregunta. ¿Y cómo voy a saberlo yo? Bueno, al menos nadie me ha dicho que ronque.

–Ah. Mmm... Bien.

No hacía más que juguetear con la servilleta, sonrojándose y deseando no hacerlo. Seguía atónita cuando sintió la mano de Luc sobre la de ella. Resultaba cálida y pesada.

–Abby, estás nerviosa...

–Sí –admitió ella–. No estoy... acostumbrada a... No suelo aceptar invitaciones de desconocidos.

–Probablemente sea lo mejor –replicó Luc–, pero te prometo que, conmigo, estás a salvo.

–Lo sé.

Otro camarero se acercó silenciosamente con una bandeja y les sirvió la comida sin decir palabra, como si quisiera mantener el aura de completa intimidad que habían estado disfrutando hasta entonces. Cuando se marchó, Luc indicó los platos que contenían un delicado abanico de espárragos colocado entre finísimas lonchas de ternera.

–¿Te gusta?

–Tiene un aspecto delicioso –dijo Abby. Tomó su tenedor y comenzó a juguetear con un trozo de espárrago–. ¿Te sorprendió verme aquí?

–Fuiste como una aparición y, sin embargo, al mismo tiempo, fue como si supiera que ibas a venir. No lo comprendí hasta que te vi.

–Así fue como yo me sentí también –susurró Abby. Luc sonrió.

–Tal vez algunas cosas están destinadas a ocurrir.

–Sí –afirmó Abby–. Casi no me pareció real.

–Nada bueno lo parece nunca –replicó Luc.

Abby lo contempló extrañada. Era una afirmación muy cínica, una creencia nacida del sufrimiento. Se preguntó qué sería lo que le había ocurrido a Luc para hacerle decir y creer algo así.

–Entonces, sé que no roncas –dijo ella para aliviar la tensión del momento–, pero no sé mucho más. Evidentemente, eres francés.

–Sí.

–Pero hablas inglés casi perfectamente.

–Como tú el francés.

Ella aceptó el cumplido con una leve inclinación de cabeza.

–Y jamás me habías oído tocar.

–No. Eres una magnífica detective.

–¿Vives en París?

–No.

–Y eres rico.

Luc se encogió de hombros.

–Tengo suficiente. Como tú, supongo.

Abby asintió lentamente. Sí, tenía bastante dinero. Su padre lo controlaba todo. Llevaba haciéndolo desde que ella comenzó a tocar profesionalmente a la edad de diecisiete años. No tenía ni idea de cuánto dinero tenía ni de en qué clase de cuentas se guardaba. Su padre le daba dinero para sus gastos y eso le había bastado siempre. Jamás había necesitado mucho. Le gustaba visitar museos, tomarse capuchinos en los cafés y comprar libros. Una estilista se ocupaba de comprarle la ropa y se encargaba de su cabello, sus uñas y su maquillaje. Comía en restaurantes y hoteles. No necesitaba mucho, pero este hecho, en aquel instante, le hizo sentirse de repente muy triste.

–Pareces pensativa –murmuró Luc–. No quería entristecerte.

–Y no lo has hecho –replicó Abby rápidamente–. Simplemente estaba... pensando.

Sonrió. Quería apartar la atención de sí misma y de todo lo que estaba descubriendo sobre su vida. Había sido feliz, o al menos había estado contenta, hasta aquella noche... ¿no? Sin embargo, en presencia de Luc era más feliz y se sentía más viva de lo que se había sentido nunca. Este hecho le había hecho darse cuenta de las deficiencias de su vida, de cómo antes su vida había sido una simple existencia, simplemente un periodo de espera de aquel momento. De Luc.

–No eres de París. Entonces, ¿de dónde eres?

–Del sur. Del Languedoc –dijo, tras una pausa. A Abby le dio la sensación de que no quería contárselo.

–Jamás he estado allí.

–No tiene salas de conciertos –comentó él con una sonrisa.

Efectivamente, la vida de Abby se había visto definida por las salas de conciertos. París, Londres, Berlín, Praga, Milán, Madrid... Había visto tantas ciudades, tantas hermosas salas de conciertos, tantas habitaciones de hotel... El Languedoc. Se preguntó si Luc tendría una casa o tal vez incluso un castillo. Por alguna razón, se imaginaba una pintoresca granja con viejas paredes de piedra y contraventanas pintadas de un color brillante situada entre ondulantes campos de lavanda. Un hogar. Se echó a reír sacudiendo la cabeza. Sí que se estaba dejando llevar por la imaginación.

–¿Te gusta vivir allí?

–Me gustaba –respondió él, con una tensión que no pasó desapercibida para Abby. Entonces, se encogió de hombros y sonrió–. Ya basta de hablar de mí. Quiero conocerte.

Abby sonrió. Sentía vergüenza y le parecía que ninguno de los dos quería hablar sobre sí mismo.

–Tú dirás.

–He leído en tu biografía que la Appassionata es una de las piezas que más te gusta tocar. ¿Por qué?

–Porque es hermosa y triste al mismo tiempo –respondió ella, algo sorprendida por la pregunta.

–¿Y eso te gusta?

–Es... Me he sentido así en ocasiones –confesó. De repente, se dio cuenta de que no le había gustado revelar eso sobre sí misma. De hecho, era algo que ni siquiera había reconocido ante sí misma. Adoraba la música, le encantaba tocar el piano y, sin embargo, su vida no había sido tal y como la hubiera deseado. Sentía que le faltaba algo, una parte integral de su vida, de sí misma, que todos los demás sí habían disfrutado. ¿Esperaba acaso encontrarla allí, junto a ese hombre?–. ¿Por qué me lo preguntas?

–Es una de mis piezas y precisamente lo es por la razón que tú has mencionado. Hermosa y triste.

Abby soltó una carcajada nerviosa.

–¡Los dos sonamos tan deprimentes! En todo caso, me encanta tocarla.

El camarero regresó para llevarse los platos y volvió a desaparecer tan silenciosamente como un gato. Abby estaba segura de que debía de ser casi medianoche. Su padre, si estaba despierto, estaría esperándola. ¿La esperaría levantado? Tal vez, como tenía un resfriado, se habría quedado dormido. No estaría preocupado por ella porque, durante siete años, su rutina había sido siempre la misma. Tocar el piano y regresar al hotel, primero con un chófer privado y luego en taxi.

¿Cómo terminaría aquella noche? ¿Cuándo? Este pensamiento hizo que temblaran los costados de excitación y preocupación. No quería que la noche terminara. Era un momento robado y quería saborearlo. Quería que durara para siempre.

–¿En qué estás pensando? –le preguntó Luc–. ¿Estás pensando en que se nos está acabando el tiempo? ¿En que sólo nos quedan unas pocas horas?

–¿Cómo lo has...?

–Porque yo estoy pensando lo mismo –confirmó, con una triste sonrisa–. Tal vez no estamos destinados para tener más.

–¡No! No quiero que esta noche termine.

–Yo tampoco... Y no terminará. Nos quedan cuatro platos más. Y, después de todo, estamos en Francia.

Abby sonrió aunque no estaba del todo segura de que Luc hubiera estado hablando de comida. Sintió una deliciosa tensión que la llenó de anticipación y deseo.

Luc sonrió. En aquel momento, el camarero les llevó el siguiente planto, una tarrina de verduras y hierbas que era tan ligera como el aire.

La velada se convirtió en una agradable combinación de vino, comida y fácil conversación. Resultaba sorprendentemente fácil hablar con Luc. Incluso se atrevió a probar los escargots, aunque arrugó la nariz.

–Son caracoles –dijo–. Jamás he conseguido probarlos.

–Si pudieras hacer algo –comentó Luc mientras el camarero se llevaba silenciosamente el tercer plato–, ¿qué sería?

–Volar una cometa –dijo ella, para sorpresa de Luc–,

o aprender a cocinar. –¿Volar una cometa? ¿De verdad? Abby se encogió de hombros. De repente fue cons

ciente de lo infantil que había sonado su deseo.

–Cuando era niña, siempre los veía volando cometas en Hampstead Heath.

–¿Los veías?

–A otros niños.

–¿Y jamás volaste una cometa?

–Siempre iba de camino a mis clases de piano. Es

taba demasiado ocupada –explicó Abby. El camarero regresó con el postre. Abby agradeció la interrupción. No había tenido intención alguna de revelar tanto sobre sí misma–. Y cocinar porque es tan delicioso y jamás he aprendido a cocinar nada bien. ¿Y tú? –preguntó mientras tomaba una cucharada de la deliciosa mousse de chocolate–. Si pudieras hacer algo diferente, ¿qué sería?

–Volver atrás en el tiempo –afirmó Luc, con voz triste. Entonces, sonrió y tomó también una cucharada del rico postre–. Para que esta velada contigo volviera a empezar.

Abby sonrió aunque no creyó que Luc se hubiera referido a eso cuando se refirió a su deseo. El camarero regresó a los pocos minutos para llevarse el postre y servirles el café en pequeñas tazas de porcelana y unos petit fours en la mesa.

Abby pensó que la velada estaba a punto de terminar. Ella se marcharía a los pocos minutos y se dirigiría a su hotel, mucho más modesto que aquél, en un taxi. Allí, trataría de evitar las miradas especulativas del botones y del recepcionista, rezando para que no le dijeran a su padre:

–Mademoiselle est revenue trop tard...

Entonces, seguramente comenzaría a olvidarse de que aquella velada había existido y Luc sólo sería un recuerdo lejano. Un sueño.

O si... Decidió que la velada no tenía por qué terminar en el bar. Podrían ir a otra parte. A algún lugar más privado.

Un dormitorio.

Estaban en un hotel. ¿Se alojaba Luc allí? ¿Tendría una habitación? Aquellas preguntas, y sus posibles repuestas, la dejaron sin palabras. ¿Acaso estaba ella, una mujer a la que prácticamente no habían besado, contemplando de verdad pasar una noche con aquel hombre? ¿Una aventura?

Se consoló diciéndose que no sería algo tan sórdido dado que se conocían. Eran prácticamente almas gemelas. Entonces, Luc le tocó la mano.

–Abby, ¿en qué estás pensando?

–En que no quiero irme a casa –soltó Abby, sin pensarlo. Sintió que se sonrojaba, pero no le importó–. Quie ro quedarme aquí contigo.

Luc frunció el ceño.

–Es tarde. Deberías marcharte.

Ella extendió la mano y le agarró la muñeca. Instintivamente, le encontró el pulso con el pulgar.

–No.

–Es mejor –insistió él–. Yo...

–¿Hay alguna razón por la que no podamos estar... juntos? –le preguntó en voz baja mientras evitaba mirarlo a los ojos–. ¿No estarás... casado?

Sintió que los dedos de Luc se tensaban.

–No. No estoy casado.

–¿Acaso estás saliendo con alguien?

–No. No hay nadie.

–Bien –dijo Abby. Respiró profundamente, reunió todo el valor que pudo y lo miró a los ojos. Le ofreció una sonrisa. Se ofreció a sí misma–. Estoy yo.

Capítulo 3

UC VIO que estaba muy nerviosa y sintió que el arrepentimiento se apoderaba de él. Éste lo golpeó con una fuerza que ya había sentido en demasiadas ocasiones. No debía haber permitido que llegara tan lejos, pero se había sentido tan sorprendido, tan alegre por su presencia en el bar que no había podido resistirse. Había sido el destino, un regalo. La providencia. Y, en aquel momento, ella se le estaba ofreciendo. Era el mejor regalo de todos.

Se lo podía imaginar tan fácilmente... Lo deseaba tanto... Se imaginó entrelazando los dedos con los de ella, ayudándola para que se levantara del asiento y llevándosela a un dormitorio de las plantas de arriba. La suite real. No le daría nada menos. Se la imaginó entrando en la habitación, tan hermosa y elegante y se vio a sí mismo deslizándole los tirantes de los hombros y dándole un beso sobre el punto en el que el pulso le palpitaba alocadamente en la garganta. Estaba ardiendo de deseo, de necesidad, de la necesidad de perderse en una mujer, en aquella mujer, durante un instante, durante una noche. No podría haber más. Él no tenía nada que ofrecerle. Su corazón era tan inerte como el de una piedra... aunque parecía volver a la vida cada vez que veía a Abby. No obstante, sabía que la noche debía terminar allí, en aquel mismo instante... Por el bien de Abby.

–Abby...

Trató de sonreír, pero el gesto le dolía. No quería dejarla escapar. Ella era la primera cosa buena que le ocurría desde hacía mucho tiempo y no podía dejarla escapar.

Abby sonrió y se preparó para el rechazo.

–¿Sabes lo que estás diciendo?

–Por supuesto que sí. De otro modo no lo habría dicho.

–Eres una mujer muy hermosa –dijo él observando las manos de ambos entrelazadas–, pero...

–¿Pero?

–No quiero hacerte daño.

–No me lo harás –dijo ella, sin estar muy segura de ello.

De repente, Luc suspiró. Sacudió lentamente la cabeza. Abby esperó, conteniendo la respiración esperanzada. Se puso de pie. Entonces, tiró de ella y la hizo levantarse.

–¿Dónde vas? –le preguntó ella.

–La pregunta es, más bien, adónde vamos.

Abby dejó que él la sacara del bar. Al llegar al vestíbulo, Luc tuvo una rápida conversación con el recepcionista y, un segundo más tarde, la acompañó hasta un ascensor. Abby sintió que se le hacía un nudo en la garganta. Casi no se podía creer que aquello estuviera ocurriendo, que ella misma estuviera permitiendo que ocurriera, que, de hecho, lo hubiera pedido. Casi no conocía a Luc y, sin embargo...

Le parecía que lo conocía más de lo que había conocido nunca a ninguna otra persona. No podía alejarse de él, aunque lo intentara. No tenía elección. Su deseo y su necesidad eran demasiado grandes.

Entraron en el ascensor y Luc apretó el botón del último piso, el de la suite del ático. No hablaron mientras estuvieron en el ascensor. Ella lo miró de reojo y comprobó lo tranquilo que parecía. Decidido. Resuelto.

El ascensor se detuvo y las puertas se abrieron directamente al interior de la suite, que ocupaba la totalidad de la planta.

–Vamos –dijo Luc.

Abby lo siguió al interior del suntuoso salón. De repente, se sintió muy tímida, insegura a pesar de su descaro anterior.

Luc había dejado la llave que le había dado el recepcionista sobre una mesa y se había quitado la chaqueta. Los músculos de la espalda y los hombros se encogían y tensaban bajo la tela de la camisa. Al comprobar una vez más lo hermoso que era y el misterio que emanaba de aquel maravilloso cuerpo, Abby se echó a temblar.

–¿Qué te ocurre? –Yo... –susurró ella. Entonces, se lamió los labios–. No estoy segura... Luc frunció el ceño y se dirigió hacia ella. Le colocó las manos sobre los hombros.

–Abby, ¿tienes miedo?

–No... exactamente. No tengo miedo de ti –explicó–, sino más bien de la situación. En realidad, no es que tenga miedo. Simplemente... es que no sé lo que hacer. Sé lo que dije, pero...

Luc soltó las manos de los hombros y dejó que se deslizaran por los brazos desnudos. Entonces, volvió a tomarle las manos.

–Si quieres, podemos sentarnos a charlar –le dijo él suavemente–. Me gusta hablar contigo.

–A mí también –admitió Abby–. Debes de pensar que soy una tonta...

–Por supuesto que no.

–¿De verdad? Si yo me escucho a mí misma, a mí me parece que lo soy...

–Aquí no hay guión alguno.

–No, no lo hay, pero seguramente se esperan ciertas cosas...

–Abby, te prometo que no tengo expectativa alguna. Me quedé asombrado al verte en el bar y aún lo estoy más por verte aquí.

Se sentaron en el sofá. Abby se quitó los zapatos y se escondió los pies desnudos bajo los pliegues del vestido.

–Te aseguro que no me pareces tonta en absoluto. Yo más bien hubiera dicho «refrescante».

–¿No es ésa una manera más agradable de decir que alguien es diferente?

–Ser diferente es bueno.

–Diferente significa diferente –insistió Abby–. Anormal. Raro.

Luc extendió la mano para tocarle el tobillo a través de los pliegues del vestido. Fue una caricia distraída. Sus largos y esbeltos dedos le acariciaron los delicados huesos sin que él dejara de mirarla.

–¿Es así como te has sentido?

–A veces. El piano ha sido prácticamente mi vida desde que tenía cinco años. Sobresalí entre todos lo niños.

–¿En el colegio?

–En realidad no. Me dieron clases en casa desde que tenía ocho años para que pudiera dedicar más tiempo a la música.

–¿Y esos chicos de Hampstead Heath? ¿Fueron ellos?

–Sí...

Abby se sorprendió mirándole la pierna, como si le fascinara por completo. Quería tocarlo. Ansiaba sentir el firme músculo que había bajo la tela del pantalón, deslizar la mano sobre la cálida piel y...

¿Qué estaba pensando? ¿Sintiendo? Fuera lo que fuera, se abrió paso por todo su cuerpo y la dejó sin aliento. Entonces, la mano se levantó como si tuviera vida propia. Miró el rostro de Luc y vio que él le estaba sonriendo. Luc levantó también la mano y comenzó a acariciar la mejilla de Abby. Ella se echó a temblar y se inclinó hacia él para sentir mejor sus caricias.

De pronto, vio que Luc dudaba, pero cerró los ojos para no permitir que nada dejara que aquel momento finalizara. Quería que siguiera para siempre, que se estirara para poder saborear cada precioso segundo.

–Abby...

Pronunció su nombre casi como si fuera una súplica, un susurro. La única respuesta de ella fue girar la cabeza para poder rozar la palma con los labios. Actuó guiada por el instinto, por la necesidad, sabiendo que aquél era un territorio peligroso, desconocido para ella, pero también excitante y maravilloso. ¿Cómo podía sentir tanto después de haber sentido tan poco casi toda su vida?

Luc se inclinó hacia ella y la besó delicadamente. Abby contuvo el aliento al experimentar el contacto. Tenía veinticuatro años y jamás la habían besado antes, al menos no de aquella manera. La sensación era maravillosa, pero quería más. Se sorprendió profundizando el beso. No tenía experiencia alguna en el amor, pero el deseo era el mejor maestro y la empujaba a abrir la boca, a tocar suavemente la lengua de Luc con la suya. Entonces, él comenzó su propia exploración. Abby sintió que el mundo empezaba a dar vueltas a su alrededor y el corazón se le desbocó como jamás lo había hecho antes.

Sintió que Luc contenía también la respiración y experimentó una profunda excitación al pensar que tal vez él se sintiera tan afectado por el beso como ella. Le agarró con fuerza la pechera de la camisa y se la desabrochó. A continuación, extendió las palmas por los músculos del pecho. Luc le deslizó la boca por la mandíbula y luego bajó un poco más la cabeza para poder besarle la suave curva del cuello. Siguió bajando hasta la clavícula y luego más abajo, hasta llegar a la suave curva de los pechos bajo el escote del vestido...

Abby contuvo el aliento. Jamás la habían tocado tanto ni había deseado tanto. Empujada por el instinto, se arqueó para poder recibir mejor los besos y facilitarle el acceso. La cabeza le daba vueltas, pero su cuerpo se sentía tan vivo...

De repente, se terminó todo.

Luc levantó la cabeza. Abby sintió que la piel se le quedaba fría. Uno de los tirantes del vestido se le había deslizado del hombro. Con una triste sonrisa, Luc volvió a colocárselo sobre su sitio.

–Deberías irte a casa, Abby.

–Pero... ¿por qué? –preguntó ella, con una desilusión que jamás hubiera creído posible.

–Porque no quiero aprovecharme de ti. Eres joven e inocente y deberías permanecer así.

–Te aseguro que no soy ninguna muñeca de porcelana que deba permanecer protegida en una estantería.

–Yo no he...

–Así es como me ve todo el mundo. Como me trata todo el mundo –susurró Abby. Estaba a punto de llorar–. Sólo soy alguien a quien se debe admirar, pero no tocar. Si yo te digo que sí, no te estás aprovechando de mí...

–¿Sabes al menos a lo que estás diciendo que sí?

–Te aseguro que no soy tan inocente –replicó ella, con una carcajada.

–Si no te deseara tanto –dijo Luc mientras le apartaba un mechón de cabello del rostro.

–Quiero que me desees. Tú. Sólo tú. Yo jamás... No me pidas que me vaya a casa. Deja que me quede.

Los ojos de Luc se oscurecieron y su boca se tensó.