El destino del jeque - Olivia Gates - E-Book
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El destino del jeque E-Book

Olivia Gates

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Beschreibung

¿Era seducción sincera? Rashid Aal Munsoori había encontrado su destino. Pero para reclamar el trono de Azmahar necesitaba a Laylah Aal Shalaan. Seduciéndola derrotaría a sus rivales y, si conseguía que le diera un heredero, tendría el control absoluto sobre su tierra natal. Laylah, por su parte, siempre había amado a Rashid en secreto. El jeque tenía cicatrices por dentro y por fuera, pero eso hacía que lo quisiera aún más… hasta que descubrió sus intereses ocultos. A lo mejor nunca volvería a confiar en su amante, ¿pero cómo iba a abandonar al padre de su futuro hijo, un bebé destinado a unir para siempre dos reinos del desierto?

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Seitenzahl: 173

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2012 Olivia Gates. Todos los derechos reservados.

EL DESTINO DEL JEQUE, N.º 1918 - junio 2013

Título original: The Sheikh’s Destiny

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2013

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3104-9

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

Laylah Aal Shalaan sintió un escalofrío en la espalda, caliente, abrasador. No era una de esas gélidas noches de diciembre en Chicago. Era fuego lo que le corría por las venas, no hielo. Había tenido tantos golpes de calor durante las semanas anteriores… Todo un récord para alguien de veintisiete años de edad. Pero ese no era el único récord que ostentaba. También estaba lo de ser la única mujer nacida en su familia en cuarenta años.

Alguien la vigilaba. No tenía nada que ver con el personal de seguridad que solía seguirla a todas partes en otra época. Pero lo de la seguridad personal había dejado de ser una prioridad dos años antes y ya no tenía a los guardaespaldas pisándole los talones. No necesitaba protección. Desde su salida de Zohayd había seguido protocolos de seguridad normales, al igual que cualquier otro ciudadano de Chicago.

Hasta esa noche.

Normalmente se iba a casa con Mira, su socia y compañera de piso. Pero esta se había ido a ver a su padre, que estaba en el hospital en otro estado, y la había dejado sola por la noche, por primera vez en más de dos años.

Abandonó el edificio desierto por el acceso de atrás, que salía a un callejón igual de solitario. Alguien la observaba… Lo más raro de todo, sin embargo, era que no se sentía amenazada. Solo sentía curiosidad, emoción. Miró hacia el otro lado de la calle. Había tres coches aparcados. Junto al más próximo había un hombre. De repente cerró el capó de un golpe, subió al vehículo y arrancó. El segundo coche también se puso en movimiento. El más alejado, un Mercedes de último modelo con cristales tintados, parecía vacío. Antes de poder averiguar de dónde procedía esa extraña influencia, el segundo coche aceleró con fuerza. Un segundo más tarde se había detenido a su lado. Las puertas se abrieron violentamente. Cuatro hombres salieron del vehículo y la rodearon en un abrir y cerrar de ojos. Aquellos cuerpos imponentes y rostros rudos parecían llenos de malas intenciones.

Laylah no veía más allá. La sangre empezó a correrle por las venas a toda velocidad; el tiempo se ralentizó. De repente sintió unas manos sobre los brazos que la agarraban sin contemplaciones. El terror más absoluto estalló en su interior. Empezó a forcejear con furia. A lo lejos oía retazos de una conversación vaga.

–«Zolo» es una, hombre –dijo uno de ellos con un extraño acento.

–Tom dijo que habría dos. Será mejor que no pagues la mitad ahora.

–Es la que queremos. Tendrás tu pasta.

–Dijiste que caería a tus pies, lloriqueando, pero parece que se defiende bien. Casi me deja sin rodilla.

–¡Y a mí casi me saca un ojo!

–¡Deja de quejarte y métela en el coche!

Laylah se dio cuenta de que no era un ataque fortuito. Esos hombres conocían muy bien su rutina. No obstante, la presencia que había sentido era otra cosa. No podían ser ellos.

Las arrastraron hasta el coche. Una vez la metieran dentro, estaría perdida.

Arremetió contra ellos con todas sus fuerzas, haciéndoles sangre y arrancándoles gritos de dolor. De pronto sintió el impacto de un martillo neumático en la mandíbula; vio las estrellas. Un filo de dolor le atravesó el cerebro. A través de un tupido velo de color rojo, vio que uno de los atacantes era absorbido por una especie de agujero negro. El individuo fue a dar contra el costado del edificio como un muñeco roto. Otro de los asaltantes se dio la vuelta. Se oyó un golpe seco y un segundo después su sangre volaba por los aires a unos centímetros del rostro de Laylah. El hombre la miró un instante con los ojos desencajados y aterrizó contra su cuerpo, como si acabara de recibir el impacto de un coche a toda velocidad. La derribó. La joven se revolvió debajo del peso muerto. El miedo la tenía atenazada, desorientada. ¿Quién había acudido en su ayuda? ¿Irían a por ella una vez terminaran con los atacantes?

De repente sintió que le quitaban al tipo de encima. Se incorporó a duras penas sobre la helada acera y vio… vio… Le vio a él. Un ángel caído. Enorme, oscuro, ominoso, tan hermoso que daba miedo, poderoso, amenazante. Era casi imposible mirarle a la cara, pero tampoco podía apartar la vista. Y le conocía. De toda la vida. Pero no podía ser él. Había cambiado mucho, hasta quedar casi irreconocible, y no tenía sentido que estuviera allí. ¿Qué podía estar haciendo en Chicago? Estaba segura de que jamás volvería a verle. ¿Acaso su cerebro le estaba jugando una mala pasada? Y si era así, ¿por qué tenía que ser Rashid Aal Munsoori?

Poco a poco, recuperó el sentido de la realidad. Los sentidos dejaron de engañarla. No había lugar a dudas. Era Rashid, esa presencia constante, aunque remota, durante los primeros diecisiete años de su vida; el hombre del que siempre había estado enamorada. Estaba frente a los otros dos atacantes, como un pilar indestructible. Su rostro parecía esculpido en piedra, mayestático. Llevaba la cabeza afeitada casi al cero y su cuerpo glorioso parecía moverse al ritmo del viento bajo un abrigo largo que ondeaba a su alrededor como si fuera acompañado de un enjambre de oscuras criaturas.

Los asaltantes se recuperaron, arremetieron contra él con sus navajas y cuchillos. Una ola de pánico se apoderó de Laylah. Sin inmutarse apenas, Rashid se movió con agilidad y los neutralizó con un mínimo movimiento. Los brazos y piernas de los malhechores se movían erráticamente, haciendo una coreografía marcada con precisión. Su método era impecable, implacable. Era como una especie de demonio vengador que castigaba a esas criaturas deleznables. Para cuando Laylah se puso en pie, Rashid tenía a los hombres acorralados contra el edificio. Uno de ellos había perdido la consciencia y el otro se revolvía furiosamente, dando patadas de impotencia. Más allá del agudo gemido del viento nocturno, Laylah oyó el sonido de su voz. No parecía humana. Durante una fracción de segundo pensó que era de otro mundo, que había… algo dentro de él, algo que reclamaba la vida de esos hombres.

–¡Los vas a matar!

Al oírla gritar, se volvió.

Laylah sintió auténtico horror al ver su rostro. La carne se le puso de gallina.

¿Qué le había pasado? Apenas le recordaba al hombre con el que llevaba toda la vida obsesionada. Sus pupilas eran dos abismos casi sobrenaturales, y sus rasgos exhibían una ferocidad serena y terrible que ponía los pelos de punta. Era una bestia que solo sabía matar.

Y esa cicatriz…

–¿Y?

Laylah tembló. Su voz… completaba aquella estampa infernal. No había duda. Un demonio horripilante se había apoderado de él, ocupaba su cuerpo y lo había transformado por completo. Le utilizaba para satisfacer sus deseos más perversos; usaba su voz para trasmitir toda esa oscuridad, esa rabia. Ese hombre que alguna vez había sido Rashid hablaba muy en serio. No sentía remordimiento alguno ante la idea de matar. No había forma de apelar a la compasión de un ser como ese. No había misericordia en su interior. De eso estaba segura. Y tampoco podía valerse del miedo a las consecuencias. La entidad que tenía delante no sentía miedo por nada. No había nada más que violencia y venganza dentro de él. Era como si hubiera aparecido de la nada, para castigar a los criminales y no para salvarla a ella.

Lo único que quedaba era apelar al sentido de la lógica.

–No hay necesidad –le dijo, haciendo un gran esfuerzo para formular las palabras–. Ya les has dado una paliza de muerte. Todos van a pasar una buena temporada en el hospital.

–Curarles sería una gran pérdida de recursos. Creo que debería ahorrarle a la sociedad el coste de su existencia –se volvió hacia el hombre que tenía sometido. El individuo se retorcía y se quejaba–. La escoria como esta no merece vivir.

–Una sentencia de muerte es demasiado para el crimen que han cometido, ¿no crees?

–Querrás decir para los crímenes que han cometido hasta ahora, ¿no? –dijo Rashid, sin dejar de mirar al hombre–. Seguramente hubieran terminado matándote.

–No, hombre… –el individuo se estaba atragantando. Había terror en su mirada–. Solo íbamos a secuestrarla para… pedir un rescate. Un hermano la reconoció… Sabía que era una princesa… de uno de esos países podridos en petrodólares… Nos dijo que… conseguiríamos… mucha pasta. No íbamos a hacerle daño… ni le íbamos a poner una mano encima… –escupió cuando Rashid le apretó más la garganta–. Lo… juro. Danny perdió un poco la cabeza cuando ella le golpeó… y probablemente le hayas matado por eso… Pero yo no le hice nada… No me mates. Por favor.

A pesar de todo, Laylah no podía sentir sino pena por esa criatura patética, encerrada en el cuerpo de un bruto. Rashid, en cambio, parecía ajeno a todo y a todos. Laylah se dio cuenta de que solo le quedaba una carta que jugar. Se atrevió a tocarle el brazo. Nada más hacerlo, se encogió. Quiso retroceder. Incluso a través de toda la ropa, una corriente de electricidad contraía esos músculos de acero que parecían cables de alta tensión.

–¿No prefieres que vivan para que sufran las consecuencias de sus actos? Seguro que los has dejado a todos lisiados de por vida.

Su mirada oscura se volvió hacia ella de nuevo. Era como si la viera por primera vez. De repente abrió los puños. Los hombres, ambos inconscientes ya, cayeron al suelo como dos sacos de arena. Una ola de alivio la recorrió por dentro. El aire frío le llenó los pulmones. Rashid había matado antes. Pero lo había hecho como soldado, en tres guerras. Esa vez hubiera sido distinto, y no podía llevar la muerte de esos hombres sobre su consciencia.

Él se incorporó y contempló la escena. Laylah veía que por fin había recuperado el control. Había vuelto a ser ese caballero del desierto, moderno y digno, que tenía el mundo a sus pies. Sacó el teléfono móvil y llamó a la policía y a una ambulancia. Se volvió hacia ella.

–¿Te hicieron daño?

Al oír su pregunta, Laylah sintió las marcas de las manos en los brazos y la espalda. Pero el epicentro de dolor estaba en el lado izquierdo de su mandíbula. Se tocó la zona dolorida de manera instintiva. Él la agarró del brazo y la hizo caminar hasta una farola. Una vez quedaron bajo el círculo de luz, le quitó la mano de la cara y la examinó atentamente.

–A lo mejor les mato después de todo.

–¿Por un buen gancho de derechas?

–Eso solo fue el comienzo. Te hubieran dejado heridas y cicatrices de por vida. Sí que merecen morir –echó a andar.

Ella le agarró del brazo, como si pudiera detenerle.

–Tranquila. Solo voy a hacer que deseen haber muerto.

–¿Y qué tal si dejas que la policía se ocupe de ello?

–¿Vas a dejarles que se salgan con la suya?

–Simplemente quiero creer en la justicia y en un castigo justo.

Esa mirada aterradora escupió llamaradas de fuego.

–¿Y qué sería un castigo apropiado por haber secuestrado y golpeado a una mujer, tal vez con intenciones de matarla?

Laylah se mordió el labio al pensar en lo que podría haber ocurrido si él no hubiera intervenido.

–Nada de eso llegó a pasar.

Dando el tema por zanjado, Rashid se volvió hacia los matones. Y fue en ese momento cuando Laylah lo vio. Había una mancha húmeda bajo su abrigo.

Le agarró del brazo y tiró de él hacia la luz. Él se apartó bruscamente, tanto así que Laylah tuvo que volver a agarrarle para recuperar el equilibrio. Al tocarle sintió el calor inconfundible de la sangre en las manos. Las apartó rápidamente. Se miró las palmas, totalmente manchadas de rojo. Levantó la vista, horrorizada.

–¡Estás herido!

Él levantó la vista de sus manos. Se miró la herida y entonces la miró a los ojos.

–No es nada.

–¿Nada? –exclamó Laylah–. ¡Estás sangrando! Ya Ullah!

–Es solo un rasguño.

–¿Un rasguño? Tienes todo el lado izquierdo empapado de sangre.

–Espero que no te vayas a desmayar ahora.

Se quitó la bufanda y le presionó la herida. Él se puso rígido. Le cubrió las manos con las suyas, como si quisiera apartarlas.

Ella se apoyó contra él, y le acorraló contra la pared del edificio.

–Tenemos que aplicar presión.

Él se quedó quieto. La miró fijamente. Su cara era un enigma. ¿Estaría a punto de desmayarse?

La hizo quitar las manos. Se tapó la herida con las suyas propias.

–Ya lo hago yo. Puedes irte si quieres.

Sin entender muy bien lo que pasaba, Laylah sacudió la cabeza. Las manos, completamente cubiertas de sangre, le temblaban sin parar.

–No voy a ir a ninguna parte que no sea a urgencias, contigo.

–Como yo no voy a ir a urgencias, el único sitio al que puedes irte es a casa.

Al ver que ella sacudía la cabeza con testarudez, le habló en un tono más duro.

–Llévate mi coche. Mis guardaespaldas te escoltarán hasta casa. Saldrán contigo para asegurarse de que todo está en orden y harán guardia hasta que sepamos que los secuestradores no tenían otro plan ante estas contingencias.

Como ella no se movió ni un milímetro, soltó el aliento con exasperación.

–Vete ahora, antes de que llegue la policía. Ya has pasado bastante gracias a esos bastardos. Vete y olvida que esto ha pasado.

–No puedo y no te dejaré. Y sí que vas a ir a urgencias. ¿Es ese tu coche? –señaló el imponente Mercedes.

Él asintió con la cabeza.

–Me detuve para mandar un archivo desde el teléfono.

–Y entonces viste que me atacaban.

Él no volvió a asentir con la cabeza. Su mirada se hizo tajante.

–Dame las llaves.

Él levantó una ceja con chulería.

–Te voy a llevar a urgencias.

–No puedo abandonar la escena del crimen. La policía estará aquí dentro de unos minutos.

–Pueden tomarnos declaración en urgencias. Podrías sufrir una hipotermia en estos minutos.

–No me pasará nada. He sufrido heridas muchísimo peores, y las he aguantado durante días en unas condiciones que hacen que esto parezca un paraíso tropical.

Ella sabía que no exageraba. No podía ni imaginarse lo que habría pasado en la guerra. No soportaba pensar en la clase de heridas que le habrían dejado esa horrible cicatriz que le cortaba la carne como una serpiente furiosa, desde el ojo izquierdo, bajando por la mandíbula, el cuello… y más abajo aún.

Rashid vio que se fijaba en la cicatriz.

–Como ves, he sobrevivido a cosas mucho peores. No te preocupes por este rasguño.

Todas las palabras posibles se congelaron en los labios de Laylah.

–¿No me reconoces? –le preguntó.

Él levantó la ceja de nuevo.

–¿Necesito conocer a alguien para acudir en su ayuda?

–No es eso lo que quiero decir.

Era evidente que no la había reconocido.

–Claro que te he reconocido –dijo él de repente–. Al igual que el desgraciado que mandó a esos matones. Eres más reconocible de lo que crees, princesa Laylah.

Laylah guardó silencio un momento. Sí que la reconocía entonces… Ya no quedaba casi nada de la persona que había sido en otro tiempo. Llevaba gafas, además, por aquel entonces. Él siempre la había hecho sentir invisible, como si no pudiera verla. Su mirada la atravesaba de lado a lado, tal y como traspasaba a todos los demás. Incluso en ese momento, no había ninguna señal en su actitud que indicara que la reconocía. Aquel hombre reticente y reservado se había vuelto impenetrable.

–Te he visto muchas veces por la ciudad antes de esta noche.

–¿Me has visto? ¿Dónde?

–Tengo oficinas en este edificio. Y también sueles frecuentar los restaurantes a los que voy.

Todas las piezas encajaron de repente. Todo cobraba sentido. Él era la presencia que había sentido. Y no se había acercado a ella hasta que no le había quedado más remedio que hacerlo, para salvarle la vida, nada menos. Siempre había sabido que Rashid era un sueño, y se había convertido en algo imposible cuando les había dado la espalda a sus primos para aliarse con el enemigo.

–Si secundas mi declaración de que me atacaron a mí y no a ti, iré a urgencias.

–No puedo dejar que cargues con esto.

Esos hombros tan intimidantes apenas se movieron.

–En comparación con todo lo que tengo que cargar a diario, esto no es nada.

Laylah podía dar fe de ello. Rashid había creado de la nada un imperio empresarial en un tiempo récord.

–Muy bien –la tensión que atenazaba la noche cedió–. Pero solo si me dejas llevarte a urgencias –añadió ella.

De repente le devolvió la bufanda ensangrentada. Ella la agarró a duras penas.

Él sacó un bolígrafo y un pequeño cuaderno de un bolsillo interno del abrigo. Escribió unas cuantas líneas, rasgó el papel, se inclinó y lo pegó sobre uno de los matones. El individuo se movió un poco. Rashid le susurró algo al oído, le dio otra patada que lo pegó al suelo de golpe… Se alejó.

Laylah le siguió con la mirada, sin saber qué hacer. ¿Se iba? En lugar de ponerse al volante, Rashid rodeó el capó y se detuvo frente a la puerta del acompañante. Se inclinó sobre el techo del vehículo.

–¿Vienes?

Laylah echó a correr. Sus tacones de aguja golpeaban el asfalto con impaciencia.

En cuestión de segundos, estaba dentro del coche. Oyó sirenas en la distancia al tiempo que la puerta se cerraba. Temblando, ansiosa por darle un abrazo, se volvió hacia él.

–Gracias.

Él la ignoró.

Llegaron a urgencias en un abrir y cerrar de ojos. Mientras aparcaba, él se volvió hacia ella.

–Ahora vete a casa. A partir de ahora tendrás el coche con conductor a tu disposición en todo momento –dijo y se dispuso a bajar.

Ella salió a toda prisa y echó a andar detrás de él. Era difícil alcanzarle.

–Voy a entrar contigo.

Su mirada resultaba más espectacular que nunca en la cercanía.

–El trato era que me trajeras hasta aquí, no que me escoltarás hasta el interior del hospital.

Ella se aferró a su brazo.

–Bueno, este es un nuevo trato entonces.

–No tienes que darme las gracias por nada.

–No te estaba dando las gracias por salvarme la vida. Te daba las gracias por haberme dejado regatear con este asunto del trato. No vuelvas a ser ese superhéroe cansino que se empeña en esfumarse en mitad de la noche.

Después de mirarla fijamente durante unos segundos, él volvió la vista al frente.

Unos segundos más tarde estaban en la puerta de urgencias. De repente le pareció ver una mueca cruel y sensual en esos labios que tanto había amado.

¿Era una sonrisa? Era imposible saberlo. Nunca le había visto sonreír. Antes de que pudiera observarle mejor, él le dio la espalda y entró en el edificio.

Capítulo Dos

Rashid fue consciente de la presencia de Laylah en todo momento durante todo el proceso de admisión. No quería ni respirar para no dejarse distraer por el aroma de su perfume. La mirada se le iba hacia ella constantemente. Era como un imán.

Nadie había ejercido jamás un influjo tan poderoso sobre su voluntad, pero Laylah Aal Shalaan no era una chica cualquiera. Le llevaba ocho años de edad y recordaba muy bien el día en que había nacido; la primera mujer nacida en el seno de la familia Aal Shalaan en más de cuarenta años.