0,99 €
La aventura, la analítica, el desplazamiento cronológico de la narración, los términos siempre exactos: todo contribuye a ensamblar de forma insuperable esta obra cumbre de la literatura universal: El escarabajo de oro.
Pero, entre el amor y la desesperación, la miseria y la esperanza, unas veces ebrio y otras sobrio, Poe escribió otros setenta relatos, de los que este volumen ofrece una cuidada y representativa selección.
Maestro en el manejo de elementos fantásticos, inventor de la novela policíaca, ingenioso constructor de ambientes inquietantes en los que se mueven turbadoras presencias, Edgar Allan Poe, sumiéndonos gradualmente en el horror inseparable del ser, nos invita a tratar de entender por qué la certeza sólo se encuentra en los sueños.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Edgar Allan Poe
EL ESCARABAJO DE ORO
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-934-5
Greenbooks editore
Edición digital
Noviembre 2020
www.greenbooks-editore.com
EL ESCARABAJO DE ORO
El Escarabajo de Oro
¡Hola! ¡hola! ¡Este hombre está atacado de locura Debe haberle picado la tarántula.
— All in the Wrong.
Muchos años ha contraje íntima amistad con Mr. Wílliam Legrand. Pertenecía a una antigua familia hugonote y había gozado de fortuna; pero una serie de contratiempos le redujo más tarde a la miseria. Para evitar la mortificación consiguiente a sus desastres abandonó Nueva Órleans, la cuna de sus antepasados y fijó su residencia en la isla de Súllivan, cerca de Chárleston, en Carolina del Sur.
Esta isla es muy singular. Está formada casi toda de arena, y tiene alrededor de tres millas de longitud. Su anchura no excede de un cuarto de milla en toda su extensión. Queda separada del continente por una corriente apenas perceptible que se desliza entre un yermo de cañas y légamo, guarida favorita de las aves silvestres. La vegetación, como puede suponerse, es escasa y raquítica. No hay árboles de ninguna clase. Cerca de la extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie, donde existen algunos edificios de estructura miserable ocupados durante el verano por los fugitivos del polvo y las fiebres de Chárleston, puede encontrararse en verdad la palmera de abanico; pero toda la isla, con excepción de la parte occidental y de una faja blanca y endurecida a la ribera del mar, está cubierta de una densa maleza del mirto blanco tan apreciado por los horticultores de Inglaterra. Estos arbustos alcanzan a menudo una altura de quince o veinte pies y forman un tallar casi impenetrable, embalsamando el aire con su fragancia.
En la más intrincada espesura de aquel soto, no muy alejada de la extremidad oriental y más remota de la isla, había construído Legrand una pequeña cabaña que habitaba en la época en que le conocí incidentalmente por primera vez. Pronto este conocimiento se convirtió en
amistad, porque el recluso tenía muchas cualidades propias para despertar interés y estimación. Lo encontré bien educado, de mentalidad extraordinaria, pero atacado de misantropía y sujeto a perniciosos accesos alternados de entusiasmo y melancolía. Tenía muchos libros, pero rara vez hacía uso de ellos. Su principal distracción consistía en la caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través de los mirtos en busca de conchas o ejemplares entomológicos, cuya colección de los últimos podía haber causado la envidia de un Swámmerdamm. En estas excursiones le acompañaba generalmente un negro viejo, llamado Júpiter, a quien había franqueado antes de sus desgracias de familia, pero al cual ni amenazas ni promesas pudieron inducir a abandonar lo que consideraba su derecho de seguir los pasos de su joven "amo Will." No sería extraño que los parientes de Legrand, juzgándole de mente algo perturbada, hubieran contribuido a infundir a Júpiter esta obstinación con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela sobre el vagabundo.
En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos no son muy severos por lo general, y en el otoño es muy raro que se sienta la necesidad de encender la chimenea. Sin embargo, a mediados de octubre de 18—ocurrió un día de frío extraordinario. A la hora precisa del ocaso me abria yo paso entre las siemprevivas hacia la cabaña de mi amigo a quien no había visto durante varias semanas, pues que en aquel entonces residía yo en Chárleston, a nueve millas de distancia de la isla, y las facilidades para el viaje de ida y vuelta estaban muy lejos de aproximarse a las del tiempo actual. Al llegar a la choza golpeée la puerta como de costumbre y, no obteniendo respuesta, busqué la llave en el sitio donde yo sabía que la ocultaban de ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego ardía en el hogar. Era una novedad que nada tenía por cierto de desagradable. Me despojé del abrigo, acerqué una silla de brazos a los crujientes leños, y me dispuse a esperar pacientemente la llegada de Legrand.