El frágil vuelo de los pájaros - Christie Watson - E-Book

El frágil vuelo de los pájaros E-Book

Christie Watson

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Beschreibung

UN RETRATO ABSORBENTE SOBRE LA CAPACIDAD DE RESISTENCIA «Por la energía de sus personajes y el ritmo de la narración, con un equilibrio elegantemente controlado, […] conmovedor, pero sin sentimentalismos, merece toda nuestra atención». The Independent «Divertida, desgarradora y completamente real: los personajes permanecen en tu imaginación mucho después de haber terminado de leerla».Jurado del Costa Award «Todo cambió después de que Mama encontrase a Padre con otra mujer. Mama, mi hermano Ezikiel, de catorce años y yo nos vimos obligados a dejar nuestro piso en Lagos, que tenía un aire acondicionado tan eficaz que a veces nos daba frío, y mudarnos a Warri, el poblado de mi abuelo Alhaji, donde no había electricidad. Alhaji era el cabeza de familia en el recinto y nos convirtió a todos en musulmanes. Pero, en realidad, era Abuela la que mandaba en ese mundo». El frágil vuelo de los pájaros —divertida, desgarradora y completamente real, según el jurado que le concedió el prestigioso Premio Costa— es la historia de Blessing, una niña nigeriana de doce años, contada por ella misma a su propia hija; una historia de cómo algunas familias pueden sobrevivir a un mundo dominado por la violencia y las tensiones políticas, donde la superstición contradice a la sabiduría; un mundo, en fin, plagado de matices, en el que se lucha no solo por la supervivencia, sino por la dignidad.

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Edición en formato digital: junio de 2024

Título original: Tiny sunbirds, far away

En cubierta: ilustración de © Ana Pez

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Christie Watson, 2011

Publicado originalmente en 2011 por Quercus

© De la traducción, Dora Sales Salvador

© Ediciones Siruela, S. A., 2024

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-10183-49-0

Conversión a formato digital: María Belloso

 

Para la familia Egberongbe,

que hizo que me enamorase de Nigeria

Uno

Padre tenía la voz fuerte. Su voz entraba en una habitación antes de que lo hiciese él. Desde la ventana de mi dormitorio podía oírle cuando estaba sentado en el amplio jardín, o cuando paseaba hasta el aparcamiento repleto de Mercedes, o cuando se quedaba de pie junto a la garita del guardia de seguridad, o frente a la verja delantera.

Cada fin de semana colgaban de la verja carteles diferentes:

Prohibida la venta ambulante

Solo se permiten vendedores ambulantes si los llaman los vecinos

Prohibido hacer barbacoa en el jardín

No se admiten visitas durante la noche: recuerden,

los amigos también pueden ser ladrones armados

Y, en una ocasión, hasta que Mama vio el letrero e hizo que Padre lo quitase después de reírse tan fuerte que las paredes temblaron, se leyó:

Se prohíbe mantener actividad sexual

o defecar en el jardín

Vivíamos en Allen Avenue, en el barrio de Ikeja, en el cuarto piso de un edificio de apartamentos con recinto privado, llamado Hogares para Ejecutivos Vida Mejor. Me encantaba mirar la calle desde mi ventana, a los vendedores allá afuera, recorriendo la avenida arriba y abajo, con cubos, cestas y bandejas de colores brillantes en equilibrio sobre sus cabezas. Siempre estaban gritando: «Chin-chin, chin-chin», o «Chancletas», o «Pilas», o «Aguardiente». Todos los días, sin importar cuántos días me asomase a la ventana a lo largo de mis doce años, estaban vendiendo algo que no había visto antes: calzadores, ropa interior marca St Michael, revistas Hello! de importación. Me encantaba observar a las mujeres apiñadas bajo las sombrillas, con las piernas asomando por debajo como si fuesen ñames gruesos. O a los hombres con oro amarillo alrededor del cuello, sentados sobre el capó de sus BMW, y las chicas que llevaban ropa de estilo occidental rondándoles como estrellas alrededor de la luna. Las mujeres iban a las boutiques, y los hombres estaban todo el día entrando y saliendo de los bares y los restaurantes chinos, siempre con una mano en el bolsillo, lista para sacar algún otro naira.1

De vez en cuando, Mama entraba con prisas y me apartaba de mi asiento junto a la ventana, la abría de par en par para que saliese el aire frío y entrasen el calor y los olores del mercado cercano, el alcantarillado abierto, el pescado fresco, la carne cruda, akara, puff-puff y suya. Los olores me daban náuseas y hambre al mismo tiempo.

—No mires a esos hombres —decía Mama—. Ojalá fuesen a gastar su dinero a alguna otra parte.

Pero no había otra parte. Allen Avenue era la calle más lujosa de Ikeja, donde estaba la mayoría de las tiendas. Si tenías dinero, Allen Avenue era el lugar donde lo gastabas. Y si eras incluso más rico, como nosotros, además vivías allí. En Allen Avenue todas las casas o pisos tenían generador. El zumbido que provocaba era constante, día y noche. En las calles de alrededor no había electricidad, la gente se iba a la cama en cuanto anochecía y, según mi hermano Ezikiel, tenía demasiados bebés. Pero Allen Avenue estaba intensamente iluminada. La gente dejaba las televisiones y radios encendidas toda la noche, para demostrar cuánto dinero podían permitirse derrochar.

—¡Eh, eh, tú! Necesito pastillas de jabón.

—Jabón de la mejor calidad. Antigérmenes. Muy refinado, bueno para la piel. Te suavizará y relajará, Mama. Jabón muy famoso. Importado de los Estados Unidos.

Mama hizo gestos con la mano arriba y abajo mientras aquella mujer alta, con una palangana de plástico azul y blanco llena de pastillas de jabón, caminaba despacio hacia la verja de seguridad. No se dio prisa. Nadie lo hacía. Ni siquiera cuando los demás vendedores ambulantes se dieron cuenta de que Mama estaba comprando jabón. Que tenía dinero para gastar. Levantaron la vista hacia la ventana y gritaron anunciando lo que llevaban en sus cubos, cestas o bandejas: naranjas, agua mineral, carne de caza o de animales silvestres, relojes despertadores, enaguas, bolsos de Gucci.

Pero desde donde yo estaba sentada no necesitaba que gritasen.

Podía verlo todo.

Padre trabajaba como contable en un despacho lleno de ministros del Gobierno en el centro de Lagos, y tenía que salir de casa por la mañana muy temprano para evitar lo peor del atasco. Ezikiel se levantaba más pronto de lo necesario para ver a Padre antes de que se marchase a trabajar, aunque tuviese catorce años y no le gustase madrugar. Le encantaba sentarse en el lado de la cama de Padre, junto a su ropa de trabajo cuidadosamente extendida, y observarle mientras se vestía, pasarle la corbata, los gemelos y el reloj de pulsera. Mama chasqueaba la lengua con fuerza, en señal de desaprobación, sobre su almohada, antes de sacar sus piernas largas de la cama mientras Padre silbaba y le tomaba el pelo.

—Es como dormir al lado de un puñado de agujas —decía—, afilada y huesuda, dándome codazos por la noche.

Entonces Mama chasqueaba la lengua incluso con más fuerza, y a veces se pasaba la lengua por los dientes.

Desayunábamos todos juntos. Padre tomaba Solo Comida Caliente, pero tibia, lo que hacía que su norma en cuanto a Solo Comida Caliente pareciese una tontería. Ezikiel y yo tomábamos cereales, o panecillos con mermelada que Mama robaba en su trabajo en el Hotel Royal Imperial. Después de ponerse el uniforme de trabajo, que eran una falda azul marino y una blusa blanca, y pintarse los labios con un pincel diminuto, Mama preparaba el café para Padre, extradulce con leche condensada y caliente. Después besaba a Padre en la boca. En ocasiones lo hacía dos veces. Tras besar a Mama, Padre tenía el mismo color rojo en los labios y nos hacía reír fingiendo voz de chica. Padre era quien se reía más fuerte. Siempre se reía durante el desayuno, hasta que tomaba un bocado de comida, o hasta que nuestro vecino, que no empezaba a trabajar hasta las nueve, golpeaba la pared con los nudillos.

Después de que Padre y Mama se fuesen a trabajar, Ezikiel y yo nos íbamos paseando hasta la Escuela Internacional para Futuros Líderes, donde el suelo estaba tan reluciente que podía verme reflejada en él. A mi mejor amiga, Habibat, y a mí nos gustaba sentarnos junto a la fuente a la hora de comer, y quitarnos los zapatos y los calcetines, para meter los pies en el agua fría. A Ezikiel le gustaban los clubs y asociaciones: asociación de ajedrez, club de latín, club de ciencias. Pero a ambos nos gustaba la escuela. Nos gustaban los suelos de mármol, el fresco aire acondicionado y el terreno de juego, amplio, que parecía extenderse sin fin.

Fuera era casi de noche cuando Padre llegó a casa. Mi ventana estaba cerrada, el aire acondicionado encendido a la máxima potencia, pero, aun así, pude oír sus pasos, la llave en la cerradura, y cómo cerró la puerta de golpe. Ezikiel se levantó de un salto desde el lugar en que estaba leyendo sobre mi cama, dejando caer su libro de texto al suelo, donde se abrió por una página en la que se veía la foto de un hombre sin piel que enseñaba las entrañas, con unas flechas que señalaban las diferentes partes en su interior: colon descendente, duodeno, hígado.

Los pasos de Padre provocaron un ruido sordo por el pasillo antes de que la puerta se abriese de golpe.

—Chicos, ¿dónde estáis? ¿Dónde estáis, gamberros?

Mama detestaba que Padre nos llamase chicos.

Padre se aflojó la corbata mientras Ezikiel y yo nos acercábamos corriendo y le seguíamos hacia el salón.

—Quedé el primero en la prueba de ortografía, y el profesor dijo que soy el mejor en latín. El mejor que ha tenido jamás. —Ezikiel se quedó sin aliento por hablar demasiado deprisa. Se le habían ensanchado las ventanas de la nariz.

Me acerqué más a la espalda de Ezikiel. Aunque era solo dos años mayor que yo ya me pasaba toda una cabeza. Mis ojos llegaban a la altura de la parte huesuda al final de su cuello. No pude ver cómo se arrodillaba Padre, pero sabía que lo había hecho. Se ponía de rodillas todos los días para que pudiésemos subirnos a sus hombros, uno en cada hombro, y nos levantaba hasta el techo, lanzándonos al aire. Siempre estaba de buen humor nada más llegar a casa.

Padre se levantó despacio, aparentando tambalearse, y casi dejándonos caer, pero yo sabía lo fuerte que era. Ezikiel me había contado que había visto a Padre levantar el coche con una sola mano, para que Zafi, nuestro chófer, pudiese cambiar la rueda.

Nos reímos y reímos sobre los hombros de Padre, haciéndole cosquillas detrás de las orejas. La risa voló por la habitación como un mosquito hambriento. Mi propia risa me sonaba fuerte. Apenas pude oír a Mama.

—Bájalos, por el amor de Dios; ya no son bebés. ¡Te harás daño en la espalda! —Mama salió de su habitación en bata y con los ojos rojos—. ¡Es peligroso!

A Mama nunca le gustó que nos sentásemos en los hombros de Padre, ni siquiera cuando éramos más pequeños. Decía que no le gustaba la idea de que nos cayésemos, de tener que agarrarnos, pero yo estaba segura de que no quería que viésemos la parte de arriba de su cabeza, donde se había estirado tanto el pelo que le quedaba una zona pelona, o que viésemos el estante más alto, donde guardaba un bote de regaliz y un álbum de fotos que se suponía que no podíamos ver.

De repente, surgió el resuello de Ezikiel. Sonaba más fuerte que la televisión, donde estaban poniendo una película de Nollywood.2 Sonaba más fuerte que el zumbido de los generadores. Más fuerte que la risa de Padre. El cuerpo de Ezikiel se irguió, y se golpeó la cabeza contra el techo. Le agarré del brazo.

—Mira lo que pasa —dijo Mama, corriendo hacia delante.

Padre se puso de rodillas, y yo bajé de un salto y me aparté mientras Ezikiel se dejaba caer. Ya estaba tosiendo y golpeándose el pecho. Respiraba deprisa y desacompasado. Mama se agachó y se sentó detrás de Ezikiel, sujetándole la espalda con el brazo. El color rojo había desaparecido de sus ojos y había saltado a los de Ezikiel.

—Rápido —le gritó a Padre, que se estaba poniendo de pie.

Mama acarició el pelo de Ezikiel mientras le susurraba al oído, y mecía su cuerpo de atrás hacia delante, de atrás hacia delante.

Con un movimiento, Padre abrió el cajón del aparador y sacó un inhalador azul, le quitó la tapa de un tirón y se lo dio a Mama, que lo metió en la boca de Ezikiel y apretó dos veces la parte de arriba.

El labio inferior de Ezikiel estaba azul por dentro.

—Trae la bolsa de papel que hay encima de la cocina, deprisa. —Mama volvió a apretar el inhalador. Seguía meciéndole.

Corrí hacia la cocina. La bolsa marrón que había sobre la encimera estaba llena de pimienta. Miré alrededor por si había otra. Mis ojos no podían funcionar lo bastante rápido. Hicieron un zum por la cocina, pero todo se volvió borroso. Podía oír el ruido áspero de la respiración de Ezikiel, y notaba en mi cuello el pánico de Mama.

No había otra bolsa. ¿Qué debería hacer? Tenía doce años; era bastante mayor como para saber que la pimienta tenía que tocarse con cuidado. La miré. Estaba en perfecto estado. Respiré hondo y confié en que su picante no se hubiese filtrado, vacié la bolsa y volví corriendo.

Ezikiel estaba desplomado sobre su inhalador, Mama estaba detrás de él, levantándole, y Padre estaba detrás levantándola a ella. Padre los rodeaba a ambos con los brazos. Cuando corrí hacia él, me arrastró también a sus brazos.

Mama me cogió la bolsa marrón y la colocó sobre la nariz y la boca de Ezikiel. Pasaron pocos segundos hasta que a los árboles rojos que había en sus ojos les salieron ramas, y le cayeron las lágrimas, como hojas diminutas sobre la bolsa. La apartó.

Mama se inclinó hacia delante y la olió.

Mama me lanzó una mirada que decía: «Tonta».

No dije nada.

Padre se inclinó hacia Mama, y le acarició la cara donde el ceño se le fruncía en la frente.

—Se pondrá bien —dijo, con esa voz fuerte que sonaba tan segura.

El ceño de Mama pareció menos profundo. El brazo de Padre me agarró con más fuerza por la espalda.

Padre tenía razón. Siempre la tenía. La respiración de Ezikiel mejoró lentamente. Los árboles desaparecieron y el resuello se calmó. Mama olfateó la bolsa, después la puso de nuevo sobre la nariz de Ezikiel y solo la retiró para lanzarle unos soplidos más con el inhalador. La respiración de Ezikiel se volvió más regular y acompasada, ya no tenía la piel hundida en la garganta. Observé las ventanas de su nariz hasta que volvieron a estar chatas, hacia su cara, y hasta que el color de su piel cambió, despacio, de luz del día a anochecer, a noche.

Padre tenía la voz fuerte. Podía oírle gritar desde el apartamento de los vecinos, donde discutía sobre fútbol con el doctor Adeshina, y bebía tanto Rémy Martin que no podía ponerse de pie correctamente. Podía oírle cantar cuando volvía de la Iglesia de la Casa de la Salvación de los Eternos Brazos Abiertos, en un autobús que llevaba estas palabras escritas en un lateral: «Arriba Jesús Abajo Satán». El canturreo llegaba a mis oídos, hasta el cuarto piso. Desde mi ventana veía al conductor del bus y al pastor King Junior llevar a Padre hasta el apartamento, porque él no podía mantenerse en pie.

Si Padre se mantenía de pie, era peor. Parecía no tener ni idea de cómo moverse sin hacer ruido, y, cuando lo intentaba, después de que Mama dijese que se le estaba partiendo la cabeza en dos, el estrépito era mayor.

Estábamos tan acostumbrados a la voz fuerte de Padre que se volvió más suave. Nuestros oídos se adaptaron y pusieron una barrera, como unas gafas de sol, cuando él estaba en casa. Así que cuando nos marchamos al mercado el sábado por la mañana temprano sabiendo que Padre estaba fuera trabajando todo el día en alguna cuenta importante en la oficina, nuestros oídos no necesitaron ponerse las gafas de sol. Y cuando Mama se dio cuenta de que se había olvidado el monedero y tuvimos que volver, nuestros oídos funcionaban bien. Oí el parloteo de las mujeres en el mercado, el tráfico y los vendedores callejeros en Allen Avenue, y el zumbido de la verja eléctrica al dejarnos entrar de nuevo en el edificio de apartamentos. Oí nuestros pasos sobre la moqueta del vestíbulo, y la llave de Mama en la cerradura de la puerta principal. Oí la puerta del armario al abrirse, cuando Ezikiel y yo fuimos directos a por las galletas.

Y entonces oí el sonido más terrible, más fuerte, que había oído jamás en mi vida.

Me dolieron los oídos, que estaban en pleno funcionamiento. Intenté ponerme las gafas, desenchufarlos, desconectarlos. Padre debía de estar en casa; le oí gritar.

Padre tenía la voz fuerte.

Pero era Mama quien chillaba.

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Moneda oficial de Nigeria. Se divide en 100 kobo. (Todas las notas son de la traductora).

2 Nollywood es como se conoce popularmente a la industria del cine de Nigeria. Está considerada como la segunda más grande del mundo, detrás de Bollywood (India) y por delante de Hollywood (Estados Unidos).

Dos

Tuvo que pasar un mes para que los gritos se redujeran lo bastante como para que oyésemos lo que Mama y Padre se decían.

—No pretendía que ocurriese esto —dijo Padre.

Ezikiel y yo nos cogíamos de las manos y escuchábamos tras la puerta del dormitorio. Imaginé la expresión de Mama, demacrada e implacable, con los brazos huesudos cruzados sobre el pecho casi plano.

—Eres un sinvergüenza —contestó Mama, con una voz mucho más clara de lo habitual.

Apreté la mano de Ezikiel y deseé con todas mis fuerzas que Mama se ablandase y le perdonara. Pero conocía a Mama.

—Me voy a ir a vivir con ella —habló Padre.

El aroma a vino de palma añejo siguió al sonido de su voz.

Unos pocos segundos después, la puerta se cerró de golpe. Oí a Padre recorrer el vestíbulo con sus pasos demasiado estrepitosos, y apretar el botón del ascensor con su dedo demasiado ruidoso, y soltar palabrotas con su voz demasiado fuerte.

Después se produjo el silencio.

Un mes después, Mama tuvo que dejar de trabajar en el Hotel Royal Imperial. Dijo que los propietarios solo empleaban a mujeres casadas. Desde que Padre se marchó, no me había atrevido a preguntarle nada.

No me atreví a preguntarle si ya no estaba casada con Padre.

Todos los días se iba a trabajar al amanecer, menos los domingos. Incluso entonces, se levantaba antes de que saliese el sol, y todas las semanas se quejaba de que su cuerpo estaba Sencillamente Acostumbrado a Eso. Siempre nos preparaba el desayuno. Siempre nos besaba en la cabeza antes de irse a trabajar, y besaba a Padre en la boca, en ocasiones dos veces. Pero Padre se había ido.

Primero dejó de prepararnos el desayuno.

Después dejó de ponerse pintalabios con el pincel diminuto.

Luego dejó de besarnos en la cabeza para despertarnos.

En lugar de eso gritaba mi nombre, «¡Blessing!», seguido de «¡Ezikiel!», como si hubiese una emergencia.

Y un día nos dijo que Padre había dejado de pagar el alquiler y que iban a desahuciarnos. Dijo que los alquileres de los «Hogares para Ejecutivos Vida Mejor» eran altos, que solo los hombres ricos podían pagarlos, y que ella no era un hombre, ni siquiera una mujer con trabajo; no había forma de que pudiésemos evitar el desahucio.

Y, como iban a desahuciarnos, tuvimos que mudarnos a casa de nuestro abuelo Alhaji.

Yo no sabía qué significaba que nos desahuciasen, pero no me atreví a preguntar.

Nunca antes había visto a mis abuelos, que vivían a un día en coche, cerca de Warri, en el Delta del Níger. Mama nos contó una vez que sus padres nunca quisieron que se casase con Padre, ni con ningún otro hombre yoruba.

—¿Has hecho las paces con la abuela? —pregunté.

—Nunca rompimos —contestó Mama.

Había colocado dos maletas grandes sobre la cama, y estaba limpiándolas por dentro con un pedazo de esponja amarilla.

—Solo lo esencial —dijo, cuando se dio cuenta de que yo miraba las maletas.

Tenía el pelo enmarañado y sin peinar. Parecía una de las vendedoras ambulantes que recorrían la avenida arriba y abajo sin zapatos en los pies.

—Pero ellos nunca nos han visto. Y vivimos muy lejos.

—Una madre y una hija nunca viven lejos —contestó Mama—, no importa lo grande que sea la distancia que haya entre ellas.

—Aunque hayáis hecho las paces —habló Ezikiel—, Warri no es seguro. ¡Y los pueblos de alrededor son incluso peores! ¡Son ciénagas! He buscado Warri en Google, en el cibercafé. Petroleras, captura de rehenes, enfermedad, armas y pobreza. ¿Qué hay de mi asma? ¡Allí queman sustancias químicas y las lanzan directamente al aire! No es un lugar seguro para vivir.

Percibí el pánico en la voz de Ezikiel. Hacía que las palabras sonasen enfadadas.

—Crecí allí —replicó Mama—. Y vivía segura, más que segura, en realidad. Me encantaba vivir cerca de Warri. Es un sitio estupendo donde crecer. Por supuesto, ahora no tendré mucho tiempo para divertirme, porque estaré demasiado ocupada buscando trabajo. Pero, sinceramente, Warri tenía su propia vibración; era divertido de verdad.

—Bueno, pero ahora ha cambiado y es peligroso. Toda la zona del Delta. Y si no nos pegan un tiro nos matarán las bacterias y los parásitos. —Ezikiel negó con la cabeza, y desapareció yéndose a su habitación—. Dra-cun-cu-lia-sis —gritó.

Me asomé a su puerta. Estaba leyendo su Enciclopedia de medicina tropical.

—Es-quis-to-so-mia-sis haem-at-ob-ium.

Las palabras en latín parecían incluso más largas por la forma en que las gritaba.

—¡Parásitos! ¡Ese hace que mees rojo, con sangre! Leish-man-ia-sis, fil-ar-ia-sis lin-fá-ti-ca. «¡Los parásitos que habitan en el río escarban la piel del pie, entran en el sistema linfático y en última instancia causan insuficiencia orgánica!». ¿Oyes esto?

—Te gustará la casa de Alhaji —gritó Mama, finalmente—. O no te gustará…, pero de todas formas tenemos que ir.

Se puso a llorar de nuevo. Era inusual oír a Mama en desacuerdo con Ezikiel. Y era todavía más inusual oírla llorar. Volví a asomarme por la puerta de la habitación, y le lancé a Ezikiel una mirada que hizo que cerrase el libro y que se acurrucase sobre la cama, abrazándose las rodillas con sus brazos largos.

Yo no quería dejar Lagos. Todos los recuerdos que tenía de Padre estaban en el apartamento, o en el jardín. Me acuerdo de que sentí un dolor agudo en algún lugar cerca del hombro. Apenas podía mover el brazo. Apenas podía respirar.

—Él podría volver —dije, a nadie en particular.

—¿Es esa la única razón por la que no quieres marcharte? ¿Sabes adónde nos vamos? Deberías estar preocupada por los parásitos. ¿Qué pasa con mis alergias? Ese lugar es muy rural, ¡incluso dudo que tengan servicios médicos!

—Si nos marchamos, no recordaremos nada. De Padre, quiero decir.

—¿De qué estás hablando?

—Si nos quedamos aquí, en nuestro apartamento, podemos acordarnos mejor de Padre, aunque no vuelva.

Me detuve, para tragarme el nudo que tenía en la garganta. Miré por la ventana, a la calle que había abajo.

—Una persona se vuelve parte de su entorno —le dije a Ezikiel.

Ezikiel puso los ojos en blanco y suspiró antes de rodearme con su brazo largo.

Más tarde, toqué las paredes de piedra y sentí la piel suave de Padre, que permanecía fresca incluso con el calor de las primeras horas de la tarde, que derretía hasta el asfalto. Probé su cepillo de dientes, que había escondido después de que se fuese, por si Mama lo tiraba al cubo de la basura. O el cepillo de dientes o mi boca estaban demasiado secos. Encontré una huella de Padre en la mugre roja detrás de la verja eléctrica, y coloqué mi pie dentro de ella. Mi pie parecía demasiado pequeño. Todo estaba demasiado silencioso. Quise gritar.

Fue Zafi, nuestro chófer, quien nos enseñó a Ezikiel y a mí a hablar izon. Antes, solo hablábamos en inglés, y algunas palabras en yoruba, el idioma de Padre. Mama sonreía cuando nos oía hablar en su propia lengua. Por eso permitió que Zafi siguiera siendo nuestro chófer a pesar de que solo tenía un ojo y un pie a causa de lo que Ezikiel llamaba «una diabetes mal cuidada». Tenía la suerte de que el pie que le quedaba fuese muy grande; dominaba el arte de conducir colocando el dedo gordo en el acelerador y el talón en el freno. Zafi se quedó con Mama después de que Padre se marchase. Dijo que Padre tenía un nuevo chófer con dos ojos que funcionaban y dos pies que funcionaban, y que no pediría que se le pagase hasta que Mama encontrara trabajo. Pero, en realidad, no imaginé que fuese a encontrar otro trabajo como chófer.

Zafi tosió durante todo el trayecto para salir de Lagos. El viaje debería durar solo un día, pero la lentitud era infinita y los neumáticos se pegaban a la carretera como si tampoco quisieran marcharse. Incluso la caja de cambios se unió, y la tercera se convirtió en marcha atrás, y la marcha atrás en tercera. Condujimos todo el trayecto para salir de Lagos con la palanca de cambio hacia atrás, apuntando hacia Mama, como un dedo largo. Nada más salir de Allen Avenue el zumbido de los generadores empezó a desvanecerse, y sentí que la sangre se aceleraba en mi cabeza. Me dolían los ojos. Empezó a dolerme el costado derecho. Me pregunté si esa era mi mitad yoruba.

Pasamos por delante del restaurante egipcio donde algunos hombres jugaban a ayo, fuera, en mesas pequeñas, y se sentaban sin hacer nada en el cruce enfrente de la vieja Emisora de Radio Lagos, donde Padre solía enfadarse con el tráfico. En Oregun Road, giramos hacia Secretariat y llegamos a Eleganza Building. Permanecimos callados durante la media hora que tardamos por la vía rápida hasta la salida Sagamu, donde recorrimos la carretera hasta Ore Road.

Padre solía decir que Ore Road era la carretera más peligrosa de toda Nigeria. Esquivamos camiones volcados y caímos en baches que se tragaban el coche. La carretera estaba separada por una orilla de cemento, con vallas protectoras de metal entre los carriles. Pero eso no detenía a nadie. Los coches se subían al cemento, acelerando hasta que llegaban arriba, y bajaban deslizándose por el otro lado para encontrarse de cara con el tráfico y conducir lo más rápido posible en sentido contrario. Otros coches viraban de forma brusca, chocaban, resbalaban y derrapaban. No podía ver las caras de los conductores de los otros coches; el sol brillaba demasiado, pero imaginé que todos tenían los ojos cerrados como Mama.

Paramos en Ore para correr hacia los matorrales y hacer pis. Me incliné de varias maneras pero de todos modos el pis terminó en mis tobillos. Ezikiel se rio. Mientras caminábamos de vuelta al coche escuché las voces a mi alrededor. El lenguaje sonaba distinto. La gente hablaba en yoruba, pero mezclado con palabras que no reconocía. Hablaba izon, yoruba, inglés e incluso un poco de inglés pidgin, que Mama llamaba inglés podrido.3 Pero no reconocí muchas de las palabras que oía a mi alrededor. Me agarré fuerte al brazo de Ezikiel. Toda la gente que había por donde pasábamos nos miraba fijamente. Parecía el primer día de colegio, cuando, aunque quisieras ser invisible, todo el mundo se daba cuenta de que eras nueva, estabas desubicada y eras diferente.

Escuché con atención las últimas voces fuertes en yoruba. Escuché por si oía a Padre. Abrí mis oídos tanto como pude. Pero él no estaba.

Un camión volcado bloqueó la carretera y nos quedamos sentados durante horas, esperando a que disminuyese el atasco. Observé a los hombres de pie alrededor, los comerciantes vendiendo bananas, plátano macho, batatas y troncos. Algunas personas habían dejado el coche en la carretera y se habían ido a pasear, lo que añadió más tiempo a la espera. Todo el mundo gritaba. Puños que daban golpes sobre los capós. Bocinas retumbando. La gente estaba cansada de esperar. Pero nosotros no. Nuestro coche permanecía en silencio. Incluso Zafi dejó de toser. Esperamos y esperamos sin ni siquiera darnos cuenta de lo espantosa que era la espera.

Al final se hizo de noche y el tráfico se despejó. Nunca había ido más allá de Ore. Nunca había salido de Yorubalandia,4 la tierra de la tribu de Padre. Mientras nos alejábamos en coche, quise girar la cabeza y mirar hacia atrás, pero en vez de eso miré a Mama, que todavía tenía los ojos cerrados.

Me desperté con un dolor de cuello que se extendía y me subía hasta el oído. Traté de enderezar la cabeza, pero el dolor lo hizo imposible, así que la giré hacia Ezikiel. Estaba durmiendo con la boca abierta. Su garganta parecía más roja de lo normal. Siempre estaba enfermo. No había semana en que Ezikiel no tuviese un ataque de asma, una alergia, una infección de garganta o respiratoria. Mama decía que nació enfermizo. La primera vez que Ezikiel comió carne frita con aceite de cacahuete yo era demasiado pequeña como para recordarlo. Pero Mama me había contado la historia tan a menudo que parecía un recuerdo. Ezikiel tenía dos años. Hasta entonces había vivido con una dieta de gachas y leche. Fue antes de que Mama supiese que tenía que comprar aceite vegetal y freír con él toda la comida de Ezikiel. Cada vez que le daban a Ezikiel pescado o carne que se hubiese frito con aceite de cacahuete gritaba como si su cuerpo supiese de alguna forma lo que pasaría. Pero cuando Ezikiel tenía dos años, Padre le compró a Madre una licuadora eléctrica. Ella pasó a gran velocidad un poco de pollo que había frito con aceite de cacahuete, y una pizca de pimienta, y después le metió una cucharada en la boca. Ezikiel se tragó la comida con rapidez. Padre y Mama se pusieron a reír. No sé dónde estaba yo, posiblemente durmiendo, era una recién nacida. De repente la cara de Ezikiel se puso roja y le salieron ampollas en la piel. Mama gritó. Dijo que luego todo sucedió despacio. Primero, la cara de Ezikiel se hinchó, después los brazos; luego la lengua le creció y le creció hasta que ya no quedó sitio para que le entrase aire en la boca. Se puso azul. Por suerte, el doctor Adeshina estaba en casa. Le dio a Ezikiel una medicina pinchándole con una jeringuilla en la pierna. Le explicó a Padre que Ezikiel era alérgico a los frutos secos. Le salvó la vida. Quizá por eso Ezikiel quería ser médico.

Fuera todavía era de noche, pero el cielo había cambiado de color. Cuanto más nos alejábamos de Lagos, más brillante era el cielo, hasta que llegamos a las afueras de Warri, donde había tanta claridad como cuando es de día. Las estrellas tenían el tamaño de mi mano y parecían moverse. La luna estaba tan cerca que se podía percibir su superficie desigual, como una carretera llena de baches en Lagos. A medida que nos acercábamos a Warri, el cielo se volvió incluso más brillante. Vi una llama a lo lejos. Una antorcha gigante, que hacía que el cielo pareciese enfadado.

—Oleoductos —dijo Zafi—. Están quemando el gas del petróleo. —Empezó a toser de nuevo.

Mientras atravesábamos Warri en coche, abrí los ojos tanto como pude para captar todas las diferencias. Cuando nos detuvimos en otro atasco escuché pájaros cantando fuerte. Miré al cielo, pero no vi nada excepto polvo y aire, antes de darme cuenta de que no eran pájaros cantando. Era gente que hablaba, primero en tono bajo, luego alto y después de nuevo bajo. Hablaban inglés pidgin mezclado con algún otro idioma. No entendía ni una palabra. Incluso el inglés pidgin sonaba distinto. Pasamos con el coche por delante de edificios altos con tiendas que sobresalían por los lados en la parte inferior, y amplias zonas de terrenos baldíos, centros comerciales y mercados. Pero mientras atravesábamos Warri, no vi ninguna barriada de chabolas, como Makoko bajo el puente principal en Lagos, donde el olor a pescado, excrementos y basura es tan fuerte que si se te mete en la nariz tarda días en desaparecer. No vi ninguna zona como Victoria Island, donde los blancos solían ir a comprar y se alojaban en hoteles de cinco estrellas como en el que trabajaba Mama. No había ninguna Allen Avenue donde podías tomar comida china y comprar ropa de diseño. Warri incluso olía diferente a Lagos. Cerré los ojos y aspiré por la nariz. El aire olía a libro que lleva mucho tiempo sin abrirse, y a humo, como si la tierra hubiese estado en llamas.

En la otra parte de Warri no había nada que ver excepto matorrales a ambos lados de la carretera. Cerré los ojos y traté de recordar la cara de Padre. Ya estaba cambiando. Se estaba volviendo menos nítida. Tenía una marca encima de la ceja, me acordaba, claro. Pero ya había olvidado sobre qué ceja.

Al final pasamos con el coche junto a un pueblo dormido, descendimos una carretera llena de baches y paramos enfrente de un recinto con verjas enormes. Lo primero que vi fue un pollo, delante de los faros del coche, marcado con una mancha de pintura roja. El pollo se detuvo ante el coche y no hizo ningún intento por moverse; después, en el último minuto, soltó un chillido y se alejó aleteando. Había un perro dormido junto a la verja, acurrucado en forma de anacardo. No se movió, ni siquiera se despertó. La verja era de metal oxidado con bordes afilados y rotos. Alambre de púas y trozos de cristal cubrían la parte superior de la verja y el muro. Oí gritos:

—¡Eh! ¡Eh!

Una mujer abrió la verja y salió con una lámpara de queroseno. De inmediato vi que era Abuela; tenía la misma nariz puntiaguda que yo. Tenía el rostro más plano y más redondo que había visto jamás. La zona de alrededor de su boca estaba entrecruzada por cicatrices diminutas, y dos marcas gruesas a ambos lados de los labios hacían que su sonrisa fuese incluso más amplia. Abuela era muy bajita, pero pareció alta hasta que, uno a uno, bajamos del coche.

Un anciano salió de detrás de la siguiente verja, era la mitad que Abuela. Saludó a Mama inclinando la cabeza. No tendió la mano. Tenía la cara arrugada como mi camiseta. Mama se dejó caer de rodillas e inclinó la cabeza hacia delante hasta que él dijo:

—Levántate.

Mama se puso de pie y retrocedió unos pasos, con la cabeza todavía gacha.

—Gracias, Alhaji, señor —contestó, susurrando en izon.

—Eres bienvenida, hija.

¡Abuelo!

Abuela le tendió la mano a Mama. La abrazó con fuerza y la besó en la parte superior de la cabeza. Nunca antes había visto a alguien besar la parte superior de la cabeza de Mama. Mama sollozó, solo una vez, después se apartó a un lado.

—Ezikiel —dijo Abuela—. Déjame ver a este chico grande y fuerte.

Abrazó a Ezikiel y le frotó la espalda flacucha.

Me quedé junto al coche y extendí la mano hacia Abuela. Abuela no me cogió la mano. Tan solo me miró con tanta intensidad que pareció que podía ver a través de mi piel y dentro de mis huesos.

Seguimos a Abuela para entrar en la casa, donde solo pude ver a otra gente sentada en unas sillas. Me fijé en que había una chica de mi edad, y quise preguntar quién era, pero no me atreví a hablar. Estaba demasiado oscuro. Estaba demasiado silencioso. En Lagos, en nuestra casa, solo había cuatro personas y sin embargo siempre estaba bulliciosa, siempre había movimiento. Ese lugar estaba lleno de gente, pero era silencioso. No había ni charla ni risas, no había música, televisión o radio, no se oía el zumbido de un generador. Podía oír mi propia respiración. Podía oír el resuello de Ezikiel al final de su espalda.

Sin embargo, nos dirigimos a una habitación en la que Abuela señaló hacia las sillas de plástico que rodeaban una pequeña mesa de madera. Encima de la mesa había una bandeja con cuatro vasos y cuatro cuencos. Abuela cogió los cuencos y los levantó. Abrió una puerta que daba a la parte trasera de la casa. Había una olla encima de una plancha de metal sobre el fuego. Borboteaba como el pecho de Ezikiel.

Abuela cogió una cuchara grande del suelo polvoriento. Sirvió una cucharada de sopa en cada cuenco y nos los pasó. Entramos con nuestros cuencos a la casa y nos sentamos en las sillas de plástico. Abuela nos siguió con un bote, que abrió para sacar cuatro bolas blancas envueltas en celofán. Por supuesto, ya habíamos comido antes pounded yam,5 era el plato favorito de Padre, pero aquel era diferente. Solo nos habíamos lavado las manos en un cubo de agua, no había jabón, y sentía la suciedad del viaje pegada a los dedos. Pensé en los parásitos de Ezikiel. Abuela me observaba. Cogí un poco de guiso de pescado con el pounded yam y me lo metí en la boca. Me ardió la lengua a causa de la pimienta, y un hueso diminuto se me quedó en la garganta, haciéndome toser reiteradamente en aquella casa silenciosa. No tenía hambre y la comida tenía un sabor raro, y mis dedos estaban llenos de parásitos, pero sentí que no podía dejar sobras. Mi estómago se enfadó. No podía dejar de pensar en la suciedad de mis manos, la falta de jabón, y el pounded yam que no sabía para nada a pounded yam.

Vi cómo Ezikiel analizaba el guiso. La capa superior tenía el color rojo del aceite de palma, pero no sabíamos si Abuela había frito el pescado primero. Ezikiel miró a Mama, a Abuela, con su bola de pounded yam en la mano, planeando entre la salsa y su boca.

Mama asintió levemente con la cabeza.

—No hay peligro —dijo.

—Tu madre me contó que eres alérgico a los frutos secos —habló Abuela, en inglés—. No está frito con aceite de cacahuete, solo guisado con aceite de palma. ¡Eh! ¡Intenté freírlo con aceite de palma y casi me quedo ciega con el humo! Pero hoy el pescado es del todo fresco. Pagué más. Así que no hay que preocuparse por ponerse enfermo porque no lo freí primero.

A Ezikiel le cambió la cara. Metió su pounded yam en el guiso tan levemente que solo el borde se puso anaranjado. Sentí el resuello de su respiración en mi brazo, a través de la manga de mi camiseta.

Después de cenar, Abuela nos llevó a nuestra habitación. Olía a desinfectante. El único colchón que había en el suelo no tenía somier, no había sábana, solo una sobrecubierta que habían colocado encima. Miré alrededor. ¡Un colchón! Me di cuenta de que se suponía que íbamos a compartir la habitación. Yo, Mama e incluso Ezikiel. Y, todavía peor, todos íbamos a compartir la cama. Un colchón en el suelo. Noté cómo el pounded yam salía de mi estómago y subía de vuelta a mi boca.

No había almohada, ni manta ni mosquitera. Había un ventilador de pie contra la pared, con un enchufe colgando por encima, como si ni siquiera fuese a molestarse por buscar electricidad. Con rapidez, miré alrededor para ver dónde había tomas de corriente, y traté de oír el zumbido de algún generador. Pero no había zumbido. Habría un generador, ¿no? Seguro que no dependían de la NEPA.6 Eso significaba días sin electricidad. No quería creerlo. ¡Sin electricidad! Por mi mente pasaron cosas frescas a toda prisa: neveras, bebidas, ventiladores, aire acondicionado.

Pensé en todas las cosas que había hecho que motivaron que Padre se marchase. Pensé en aquella vez en que me quejé de que trabajaba demasiadas horas. Siempre me quejaba. En cuanto volvía del trabajo. Pensé en las veces que le di la lata para que nos llevase a Ezikiel y a mí a nadar, cuando debía de estar cansado en su día libre. Pensé en Padre leyendo mi último informe del colegio, en el que me pusieron un aprobado en matemáticas, que era la asignatura favorita de Padre. Cerré los ojos y me pellizqué el brazo.

Cuando volví a abrir los ojos, vi que la pintura de las paredes se estaba desconchando. En la pared, sobre la cama, había un marco grande, dorado, roto por una esquina, con la imagen de una única palabra de trazo ondulado en árabe. Vi nuestras maletas, que parecían totalmente nuevas en aquella habitación a pesar de tener al menos dos años. Vi el polvo en el suelo, y oí algo que corría por él a toda prisa.

Todos nos tumbamos en el colchón con la ropa puesta. Observé la espalda de Mama. Me quedé allí tumbada mucho rato, escuchando el resuello de Ezikiel. Aunque incluso Mama estaba disimulando, me di cuenta, por lo rápido que respiraba, de que ella tampoco estaba dormida. Al final, me levanté con sigilo y caminé hasta la ventana, cubierta con una malla, para asomarme hacia fuera. El cielo era mucho más grande. Lo cubrían las estrellas más brillantes que había visto jamás, y el aire era azul. El jardín estaba lleno de formas y sombras puntiagudas. Pero el cielo estaba iluminado. Las estrellas eran tan brillantes que cuando cerré los ojos permanecieron ahí, tras los párpados, como si mi cuerpo se hubiese tragado un poco de cielo.

 

 

 

 

 

 

 

 

3 El rotten English —literalmente, «inglés podrido»— se habla en diversos lugares donde el inglés llegó como lengua de colonización, como Nigeria. Es una mezcla variable de pidgin, esporádico inglés normativo y variedades locales.

4 Se conoce con este nombre, Yorubalandia, en inglés Yorubaland, a la zona geográfica en la que se encuentra la tribu y cultura yoruba de forma mayoritaria, que alcanza, aproximadamente, una población de cincuenta millones de personas, sobre todo en Nigeria, pero también en Benín y Togo.

5 Es una forma de preparar ñame, muy típica y popular en Nigeria. Se pelan los ñames y se trituran en un mortero. Se vierte esta especie de harina en agua hirviendo hasta que tiene una suave textura consistente, como una especie de puré muy espeso. Se suele servir en forma de bola. La especie de harina de ñame con la que se prepara esta receta también recibe el nombre de pounded yam, y ya se vende comercializada en paquetes.

6 Siglas de National Electric Power Authority (Autoridad Nacional de Electricidad), entidad que controla el uso de la electricidad en Nigeria. Depende del Gobierno y recibe constantes críticas por su mal funcionamiento, que provoca reiterados cortes de luz, a pesar del dinero que recibe por los pagos de los abonados.

Tres

A la mañana siguiente me desperté con la primera luz. El miedo hizo que se me acelerase el corazón y que se me secase la boca. Busqué mi tocador con espejo y reloj que envió desde Estados Unidos la amiga del colegio de Mama. Busqué a tientas mis revistas, libros y mi linterna. Estiré un pie para salir del colchón buscando mi alfombra y dos pares de pantuflas: unas calientes para cuando el aire acondicionado estaba a tope, y unas frescas, para el resto de ocasiones. Entonces me acordé. No había pantuflas. No había linterna. No había luz. No había tocador, espejo ni reloj. Solo los primeros rayos del sol entrando por la malla de la ventana, formando dibujos entrecruzados sobre el suelo polvoriento.

Me levanté del colchón; Mama y Ezikiel estaban tumbados tan cerca el uno del otro que era imposible distinguir los pies de cada uno, hasta que vi las marcas de esmalte de uñas desprendido, desgastado. El aire alrededor pareció de pronto más caluroso y me encerró; no podía respirar bien. Fui a la ventana y aspiré el aire de fuera. Miré a través de la malla y recordé haber contado cinco caras distintas que escudriñaron desde ahí durante la noche. No reconocí ninguna. Incluso de día el cielo era diferente. El sol le había dado una sarta de collares de oro amarillo.

Pasé con sigilo junto al colchón. El rostro de Mama estaba hinchado de llorar toda la noche. Tenía un brazo enroscado alrededor de Ezikiel de tal forma que parecía que intentase evitar que se cayese. No me pareció que tuviese sentido. El colchón estaba solo a pocos centímetros del suelo.

Abrí la puerta tan despacio como pude, pero aun así chirrió. En la entrada el olor a aceite de alcanfor era lo bastante fuerte como para afectarme a los ojos. La habitación que había enfrente de la nuestra estaba llena de sillones de espuma, todos con una o dos personas durmiendo encima. La chica de mi edad estaba acurrucada contra otra chica. Llevaban el pelo trenzado de forma demasiado apretada y tenían las puntas rotas por la parte delantera. Una chica estaba tapada con una manta, lo que dificultaba ver qué ropa llevaba. La otra tenía puesta una falda y una camiseta de diferentes tonos naranja. La ropa estaba sucia. Parecía como si nunca se hubiese lavado. Me moví despacio y las observé mientras me alejaba. Quise pararme y mirar fijamente…, nunca había visto a gente durmiendo profundamente sentada en sillas, o con esas trenzas apretadas, o esa ropa sucia…, pero no me atreví. Salí de la habitación y caminé hacia la puerta principal, que daba a la veranda. Una lámpara de queroseno iluminaba la entrada. La veranda era amplia, lo bastante grande como para otra casa, y en ella había sillas de plástico y mesas. Los escalones que bajaban de la veranda se tambaleaban y la barandilla se movía. El amplio patio estaba lleno de polvo, árboles y flores. En el centro, una palmera puntiaguda parecía llevar ahí más tiempo que el resto y haber encontrado el mejor lugar donde quedarse. Me recordó a las puntas rotas del pelo de las chicas. Caminé hacia la izquierda de la casa principal y pasé cerca de la Zona de los Chicos, que se alineaba en el lateral. Unas diez casuchas de madera y hojalata se mantenían unidas con cuerda y cinta adhesiva; no tenían el aspecto de poder sobrevivir a los vientos del harmatán, pero incluso parecían más viejas que la palmera, como si también existiesen desde antes de que se construyese la casa principal. Las puertas estaban cubiertas con pedazos de tela, grandes telas ankara7 extendidas que olían muy fuerte, como si estuviesen ardiendo. Oí ronquidos, gritos y gruñidos que salían del interior de cada casucha. Pasé con rapidez.

En la parte de atrás del edificio principal, las chozas de la Zona de los Chicos eran cada vez más pequeñas, hasta que no hubo ninguna. Cuando llegué a las afueras de la Zona de los Chicos el sol me presionaba con fuerza en la nuca, en la camiseta, en la cabeza, en los espacios entre mis trenzas. Una franja de terreno baldío se extendía ante mí hasta una valla grande rodeada de arbustos espesos. Por supuesto, ya antes había visto lugares así en Lagos, recintos donde vivían algunas amigas, parecidos a «Hogares para Ejecutivos Vida Mejor». Los recintos a los que estaba acostumbrada estaban limpios y contaban con un jardinero y un encargado, y con seguridad que patrullaba junto a la cerca. Los coches se aparcaban en estacionamientos y los edificios estaban recién pintados y bien cuidados. Los recintos a los que estaba acostumbrada eran pequeños, contenían pocos edificios y una pequeña zona exterior. Pero el de Alhaji era interminable. Solo alcanzaba a ver la valla que lo rodeaba. El espacio exterior era salvaje, polvoriento y seco. Cabras y ovejas flacuchas deambulaban con pollos y niños a medio vestir. La valla no parecía segura en absoluto. El recinto de Alhaji parecía más bien un pueblo con una valla alrededor. Paseé junto a la parte trasera de la casa y vi el pequeño espacio dedicado a la cocina al aire libre; había unas cuantas ollas en una tabla de madera y pilas de cuencos, tazas, cazuelas y cucharas en el suelo sucio. Estaban cubiertas por un polvo espeso. Había un barril grande de aceite que estaba lleno de agua. Tenía el dibujo de una concha en un lateral. Dentro flotaba una taza. Confié en que el agua del barril de aceite no se utilizase para lavar los cuencos polvorientos o, incluso peor, para cocinar. De pronto una idea se metió en mi cabeza. Agua. ¿Por qué había agua en un cubo? ¿Por qué no sacarla simplemente de un grifo? No había agua corriente. Eso no era posible, ¿verdad? La casa era muy básica y polvorienta, pero tenía muebles y terrenos, y una Zona de Chicos, y una valla, y una veranda amplia. Pero no había generador para la electricidad. La noche anterior nos lavamos las manos en el cubo. ¿Sería posible que no tuviésemos agua? Mama me había contado que Alhaji era un ingeniero cualificado. Esperaba que la casa fuese básica y polvorienta, pero Mama nos había dicho que Alhaji era cómodo. ¿Sin agua corriente? ¿Una casa sin agua corriente podía considerarse cómoda? Me quedé parada, quieta, pensando en la posibilidad de que no hubiese agua corriente, tratando de decirme a mí misma que eso no podía ser cierto. El sol me arañaba la piel, entre las trenzas, y una sensación de náusea me llenó el estómago. Fue entonces cuando noté que alguien me miraba. Había un chico sentado junto a los arbustos al lado de la valla. No podía verle bien, pero de alguna manera supe que estaba sonriendo. Tenía las piernas más flacas que las de Ezikiel y, aunque estaba sentado, me di cuenta de que era alto. El perro, hecho un ovillo, estaba tumbado a su lado. El chico levantó la mano y saludó. Durante unos segundos no hice nada. Después levanté la mano una sola vez y luego entré despacio en la casa por una puerta pequeña que había detrás de la zona de la cocina.

Me encontré en una oscuridad fresca. El espacio entre mis trenzas palpitaba cada segundo como la manecilla de un reloj. El aire era más dulce dentro de la casa, y amargo al mismo tiempo, como si hubiesen mezclado mal dos productos alimenticios, como el sabor agridulce que probé en un restaurante chino en Lagos. Confundió mi olfato y tardé mucho rato en dejar de sorberme la nariz. En el pasillo, enfrente de donde estaba, había una puerta abierta que conducía a una habitación grande y con pocos muebles. Abuela estaba sentada ante la mesa con la cabeza echada hacia atrás y el postizo de su pelo enganchado en el respaldo de la silla. El cabello parecía un animal muerto, enmarañado y desigual. Abuela tenía los ojos cerrados. Aproveché la ocasión para inclinarme, acercarme más y estudiar su cara. Tenía las mejillas más redondas que yo, y una piel lustrosa del color de la cáscara de mandioca. Las ventanas de su nariz resoplaban ligeramente cada vez que respiraba, y, dormida, hacía ruiditos como un bebé. Me pregunté en qué estaría soñando. Me acerqué más, con sigilo. Las pestañas de Abuela eran tan largas que se habían ensortijado por completo y parecían muy cortas. Tenía la boca abierta y vi el hueco entre sus dientes, lo bastante ancho como para que cupiese otro diente. Llevaba una camiseta con la palabra «Tobago» escrita en rosa descolorido sobre los pechos, que eran tan enormes que tuve que inclinarme de un lado a otro para entender lo que creí que era la palabra «Obag». Su wrapper 8 azul y verde tenía un estampado de cientos de trompetas que apuntaban en diferentes direcciones sobre su cuerpo. El wrapper parecía muy cómodo. Los vaqueros con los que llegué se me pegaban a la piel.

De repente Abuela abrió los ojos, como si hubiese estado fingiendo dormir todo el tiempo. Retrocedí. ¿Sabía que había estado mirándola fijamente?

—Buenos días, Blessing. ¿Cómo has descansado?

Abuela me habló en inglés.

—Bien, gracias —contesté en izon.

—Hablas bien izon. Eso es bueno. Me alegra que tu Mama te haya enseñado izon.

Tenía en la garganta las palabras «nos enseñó Zafi», pero no abrí la boca para dejarlas salir.

—Espero que sigas hablando izon. Todos hablamos demasiado inglés por aquí. Pero las esposas de Youseff solo hablan izon. ¡Solo una lengua y hablan muchísimo! ¿Te estás acomodando?

Abuela se cogió el postizo con una mano y me tocó la mejilla con la otra. El tacto de su mano era como la corteza de un árbol.

—Sí, Abuela.

—Ven. Déjame verte.

Abuela tiró de mí para acercarme y me miró profundamente a los ojos. Nadie me había mirado a los ojos tanto rato antes, excepto Ezikiel cuando jugábamos a mirarnos hasta apartar la vista. Necesitaba tragar saliva, pero no quería hacer ruido al tragar. Me moví hacia atrás.

—Voy a enseñarte este sitio.

Abuela me dejó y me quedé de pie tan quieta como pude, tratando de no retroceder más y ofenderla. La seguí al salir de la habitación y entrar en el pasillo oscuro, y después salimos por la puerta y nos encontramos bajo el sol abrasador.

—¿Quiénes son esas chicas? —pregunté mientras pasábamos con sigilo por delante de las muchachas que estaban dormidas en las sillas.

—Son algunas de las hijas de Youseff —contestó Abuela—. Fatima y Yasmina. Es nuestro chófer, y tiene hijos por todo este lugar.

Me pregunté cuántos hijos tendría. Incluso a través de las sandalias me ardían las suelas de los pies y tenía que apoyarme en una pierna mientras el otro pie se refrescaba, y luego en la otra. Abuela me observó cuando me apoyaba en una sola pierna, pero no preguntó nada. Probablemente pensó que era una loca.

Abuela hizo un gesto con la mano hacia la zona de la cocina y el barril.

—Recogemos agua del grifo del pueblo —explicó—. Estoy segura de que te acostumbrarás a llevar en equilibrio sobre la cabeza un cubo de agua como las muchachas del pueblo. Ahora no estás en Lagos, ¿eh? Te enseñaré el grifo del pueblo la semana que viene. Esta semana eres una invitada, y la semana que viene puedes empezar con las tareas.

¡Sin agua! ¡Tareas!

Sonreí.

¿A qué distancia estaría el grifo? El pueblo por el que pasamos en coche parecía muy alejado del recinto. Abuela no pretendería que yo llevase agua sobre la cabeza desde esa distancia, ¿no?

Dejando atrás la cocina al aire libre caminamos hacia el otro lado del edificio. El olor agridulce de la casa por fin se despegó de mi nariz y fue reemplazado por el olor de las cloacas de Lagos.

—El sitio para hacer tus necesidades —dijo Abuela, conduciéndome hacia la parte de atrás de una zona tapiada.

El olor era lo bastante malo como para hacerme toser, incluso mientras Abuela me miraba. Había tres cuartos pequeños con puerta de madera separados por un muro. Abuela abrió una puerta tras otra. Los agujeros en el suelo estaban cubiertos de moscas.

—Mira —dijo, sonriendo ampliamente—, así es como hacemos nuestras necesidades, aquí, en el pozo ciego. Se recoge y después lo absorbe la tierra. Mucho mejor que esos baños con cisterna.

Escudriñé en un agujero. No se había absorbido nada. Pensé en el baño de nuestra casa, con el suelo de mármol que se fregaba todos los días. Imaginé una escobilla con mango de metal reluciente, que se arrastraba hacia abajo y hacía desaparecer cualquier cosa que hubiese en la taza. Nunca antes pensé mucho en aquel mango. Pero no podía quitármelo de la cabeza. No podía imaginarme haciendo ninguna de mis cosas en los baños de Abuela. Sería mejor que no comiese. Sería mejor que me muriese de hambre. O me metiese entre los arbustos como hice aquella mañana.

Mientras Abuela me alejaba de la peste de aquellos retretes fuera de la casa, percibí un olor nuevo. Alineadas junto a la valla que rodeaba el recinto había mesas grandes de madera. Me pregunté si ese era el negocio de Abuela. ¿Fabricaba muebles? Las mesas estaban alineadas y apoyadas contra la alambrada. Tenían una forma muy extraña. Miré a Abuela, pero ella no se percató. Estaba abriéndose camino junto a un arbusto. La seguí, preguntándome todo el tiempo de qué sería aquel olor. Después oí el agua.

—El agua del Delta es la sangre de Nigeria.

Abuela me guio a pesar de los árboles rojos, retorcidos, y los arbustos que rascaban, hasta que llegamos a la orilla, y noté que la tierra bajo mis sandalias era suave y fresca, como si de repente volviese a llevar puestas mis pantuflas.

—Pero no debemos beber de aquí. Solo en caso de emergencia. El agua del grifo está más limpia. Ahora esta agua está llena de vertidos de petróleo y sal, así que es solo para lavarnos y lavar la ropa. No para beber.

Miré el río e intenté no gritar. Había visto el océano antes, en Bar Beach, y había mirado a lo lejos, hacia el horizonte, tratando de imaginar dónde terminaba. Pero aquel era el río más ancho que había visto jamás. Se retorcía, giraba y se ramificaba por el margen, como si el río mismo fuese el tronco de un árbol. Solo pude ver el pueblo aferrado a la otra orilla y a los niños saludando con las manos desde la otra parte del agua. Respondí al saludo, antes de poder detener mi brazo. Abuela se rio. Tenía la misma risa que Mama. Recordaba de forma precisa cómo sonaba la risa de Mama, aunque no podía recordar cuándo la había oído por última vez.

—Ten cuidado con los cocodrilos —susurró Abuela, mientras su rostro cambiaba de forma y se ensanchaba más—. Podrían arrancarte la pierna de un bocado.

Miró hacia atrás, al agua. Observé su cara para ver si estaba bromeando, pero no pude averiguarlo. Me quedé mirando el río fijamente. ¿Cocodrilos? El agua estaba quieta en algunas zonas y agitada en otras. Una zona en el centro palpitaba como el espacio entre mis trenzas. El agua era oscura, oscura, oscura. Parecía lodo espeso. Dibujos de remolinos coloreaban la parte superior. No se veía el reflejo de los extraños árboles retorcidos. Escudriñé con la mirada, medio cerrando los ojos, pero no se veían reflejos. Ni míos. Ni tampoco de Abuela.

Desde donde estaba de pie no podía ver nada.

Ni siquiera cocodrilos.

El río olía como Warri, a libros viejos que se habían quedado bajo la lluvia. Los pájaros parloteaban, y Abuela charlaba, y los niños del pueblo en la otra orilla gritaban y reían. Pero aun así oía susurros.

De pronto, no oí nada más que un cántico fuerte.

—Hoy Alhaji ha retrasado la hora de oración para daros la oportunidad de dormir —dijo Abuela.

Retrocedió deprisa, alejándose del río.

Caminé tras ella, sin hacerle las preguntas que me llenaban la cabeza: ¿Podía un hombre retrasar la hora de oración? ¿Por qué Abuela me hacía volver deprisa con ella? ¿Se suponía que yo iba a asistir a los rezos musulmanes?

Corrí tras las piernas de Abuela hasta que mis pantuflas volvieron a convertirse en sandalias y el olor a libros viejos se transformó en alcantarillado. Pasamos junto a los botes que se apoyaban contra la valla y me alegré de no haberle preguntado a Abuela por ninguna mesa. O por fabricación de muebles. Habría sabido lo tonta que era.

De vuelta al recinto, mientras nos alejábamos de los retretes, atravesando un maizal y pastos secos hasta llegar a un campo amplio enfrente del edificio principal que daba a la Zona de los Chicos, Abuela se inclinó hacia mí.

—Debemos remar con cualquier bote que tengamos.

La miré a la cara. No tenía ni idea de qué hablaba. Pasamos al lado de nuestro coche, donde Zafi estaba sentado en el asiento del conductor, con las manos sobre el volante, como si estuviese a punto de ponerse a conducir a algún sitio. En la parte trasera del huerto había un refugio improvisado hecho con hojas de palmera y planchas de metal.

—La mezquita —dijo Abuela, señalando hacia la casucha.

Intenté no abrir demasiado los ojos. Nunca había oído hablar de una mezquita en un huerto.

Dentro de la casucha había algunas mujeres sentadas en la parte de atrás, mirándome, con pañuelos muy apretados en la cabeza.

Fuera de la mezquita improvisada había un imán de pie, con una túnica blanca, gorrito blanco, una cadena grande de oro y reloj de pulsera. El muchacho del perro estaba de pie al lado del imán, sonriendo y saludando, sonriendo y saludando hasta que el imán le dio una palmada en la mano. Pero siguió sonriendo de todos modos. Pensé que el imán quizá le daría una bofetada para quitarle la sonrisa de la boca, pero no lo hizo. Estaba ocupado sujetando un altavoz hacia nosotras, aunque estuviésemos justo delante de él. Me pregunté por qué Alhaji tenía su propia mezquita. Me pregunté por qué había un imán en el huerto, ¿de dónde había salido? El imán gritó delante del altavoz, haciendo que el cántico en voz baja se oyese con interferencias, lo que le obligó a separarse de él unos cuantos segundos hasta que paró el sonido chirriante.

Me llevé las manos a las orejas de forma automática antes de poder evitarlo, y entonces fue cuando me di cuenta de que Alhaji me estaba mirando. Dejé caer las manos a los lados.