El guardaespaldas que temía al amor - Chantelle Shaw - E-Book

El guardaespaldas que temía al amor E-Book

Chantelle Shaw

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Beschreibung

La protegería con su vida y la veneraría con su cuerpo…. Cuando Santino Vasari fue contratado como guardaespaldas de la rica heredera Arianna Fitzgerald, supuso que se encontraría con una niña mimada y consentida. Pero la hermosa Arianna lo desconcertó por su inesperada vulnerabilidad, y lo atrajo por su carácter indómito. A solas en la casa de campo de Santino en Sicilia, descubrieron que entre ellos había una tensión sexual electrizante. Y, cuando Santino descubrió hasta qué punto Arianna era inocente, luchar contra la tentación que representaba se convirtió en una labor titánica.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Chantelle Shaw

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El guardaespaldas que temía al amor, n.º 2719 - agosto 2019

Título original: The Virgin’s Sicilian Protector

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-325-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA FOTOGRAFÍA que ocupaba la portada del periódico era vergonzosa. Arianna enfocó la mirada en su imagen con un biquini dorado minúsculo y bebiendo de una botella de champán, y sintió un escalofrío.

Un tiempo atrás, le hubiera dado lo mismo, pero hacía ya casi un año, al cumplir los veinticuatro, se había dado cuenta de que no conseguiría que su padre le prestara atención por más que se empeñara. Él solo quería, aparte de amasar dinero, controlarla a ella, tal y como había controlado a su madre.

Arianna había pasado muchos veranos en la villa familiar de Positano, y aunque no había llegado a aprender italiano, entendía lo bastante como para poder traducir el párrafo que acompañaba a la fotografía:

 

¡Los niños mimados han vuelto!

Fieles a su cita, los herederos de las familias más acaudaladas de Europa acuden a la costa de Amalfi para celebrar sus fiestas veraniegas.

Arianna Fitzgerald lo pasó en grande con su amigo y estrella de la televisión Jonny Monaghan, a bordo del lujoso yate de este.

Arianna es la hija del multimillonario diseñador de moda Randolph Fitzgerald, y es conocida en la prensa inglesa como «La persona más consentida e inútil del planeta».

 

Arianna dejó caer el periódico al suelo. Estaba tan desorientada que ni siquiera se planteó quién lo habría dejado a su lado, donde pudiera encontrarlo. Girándose sobre la espalda, intentó recordar por qué había pasado la noche en una tumbona al borde de la piscina. Le dolía la cabeza y tenía la boca seca. No recordaba cómo había acabado en el barco de Jonny ni cómo había llegado a Villa Cadenza. Tampoco recordaba haberse envuelto en un pareo para cubrir el indiscreto biquini que se había comprado impulsivamente en Australia.

¡Se sentía fatal! Pero no podía tener resaca porque apenas había bebido. Se preguntó si alguien habría puesto alguna droga en la botella de la que había probado un sorbo. Jonny y sus amigos, que en el pasado habían sido los de ella, consumían cocaína y otro tipo de drogas de las conocidas como recreacionales para aliviar su permanente tedio. Aunque ella había ido de fiesta como la que más, nunca había consumido drogas porque había visto el efecto devastador que tenían en algunos de sus amigos.

Mientras permanecía echada intentando reunir la suficiente energía como para levantarse y entrar en la villa, oyó pasos a la vez que un delicioso aroma a café flotó en el aire. El bueno de Filippo. El mayordomo, al contrario que la mayoría de las niñeras que su padre había contratado, siempre había sido amable con ella. Había asistido a un exclusivo internado en Inglaterra, pero su rechazo a toda autoridad, había dado lugar a que la expulsaran cuando cumplió quince años. Filippo había sido de las pocas personas que la habían aceptado siempre, tanto cuando se convirtió en una adolescente taciturna como cuando pasó a ser una joven rebelde. Además, tenía la fórmula mágica para curar una resaca. Pero lo que Arianna ansiaba en ese momento era un buen café.

Los pasos se detuvieron y Arianna frunció el ceño. Aunque nunca hubiera prestado atención al calzado de Filippo, estaba segura de que no le había visto llevar botas de cuero negras. Ni vaqueros gastados. Arianna alzó la mirada y descubrió que los vaqueros se asentaban en unas caderas delgadas, sobre las que había una camiseta negra ajustada a un estómago plano y un pecho ancho y admirablemente musculoso.

El hombre, que era definitivamente demasiado alto como para tratarse de Filippo, llevaba una bandeja. ¿Habría contratado su padre a un nuevo mayordomo? Arianna inclinó la cabeza hacia arriba para verle la cara, y el corazón le golpeó las costillas.

–¿Quién es usted? ¿Dónde está Filippo? –preguntó con una voz ronca que se dijo que se debía a la sequedad de garganta y no a que el desconocido fuera tan guapo que la había dejado sin aliento.

–Me llamo Santino Vasari. Soy su nuevo guardaespaldas –su voz grave y sonora tuvo un peculiar efecto en Arianna–. Su padre me dijo que la avisaría.

–Ah, sí –la neblina de la mente de Arianna empezó a disiparse y recordó haber recibido un mensaje de su padre al respecto. Había sido tan tonta como para alegrarse al ver el nombre de Randolph en la pantalla del teléfono y confiar en que le dijera que la había echado de menos durante los seis meses que había pasado en Australia. Pero simplemente le anunciaba que un guardaespaldas la recibiría en Villa Cadenza, y que Santino Vasari era un exsoldado que tras dejar el ejército se dedicaba a la protección privada.

Su increíble físico dejaba claro que había estado en las fuerzas armadas. Arianna se humedeció los labios y se ruborizó al ver que él se los miraba. Se sentía en desventaja, medio desnuda y sometida a su inspección. Ella estaba acostumbrada a llamar la atención y a eso había dedicado la última década, pero algo en Santino Vasari y en la inesperada reacción que había despertado en ella la impulsó a incorporarse y apoyar los pies en el suelo.

Al sentir una punzada de dolor en la cabeza, hizo una mueca, y la sonrisa de desdén que Santino esbozó la enfureció.

–Yo no he pedido un guardaespaldas. Siento que haya venido para nada, señor Vasari. No lo quiero a mi lado.

–¿Está segura?

Santino habló con la arrogancia de un hombre que sabía que cualquier mujer lo querría cerca, y Arianna tuvo que reconocer que no estaba equivocado. «Guapo» no alcanzaba a describir la belleza varonil de sus rasgos tallados; la línea pronunciada de sus pómulos, el mentón cuadrado cubierto por una recortada barba negra, del mismo color que un cabello que se curvaba rebeldemente por encima del cuello de la camiseta.

A Santino Vasari no pareció amedrentarlo su actitud hostil, sino que se acercó a ella con una calma que hizo pensar a Arianna en un león, sigiloso y decididamente peligroso. Su actitud era relajada, pero había en sus ojos, de un verde espectacular, una expresión alerta y vigilante.

A Arianna volvió a saltarle el corazón en el pecho cuando él bajó la mirada a sus senos. Percibió que se le endurecían los pezones, pero resistió el impulso de comprobar si se notaba a través del biquini. Ningún hombre había tenido aquel efecto sobre ella. De hecho, hacía tiempo que Arianna había llegado a la conclusión de que no estaba especialmente interesada en el sexo.

Alzó la barbilla y devolvió la mirada de desdén de Santino con una de indiferencia. Pero, cuando él dejó la bandeja sobre la mesa antes de aproximar una silla a su tumbona y sentarse, se le aceleró el corazón y sus sentidos se aguzaron al alcanzar su nariz la fragancia de sándalo de su loción para después del afeitado.

–Verá, Arianna… –musitó él–. ¿Puedo llamarla Arianna? Señorita Fitzgerald resulta un poco formal cuando vamos a pasar mucho tiempo juntos.

–¡Ni lo sueñe!

Santino ignoró su airada respuesta.

–Le guste o no, su padre me ha contratado para que la proteja, lo que significa que la acompañaré siempre que salga de casa.

Arianna tamborileó con sus cuidadas uñas en el brazo de la tumbona.

–¿Por qué le ha entrado a Randolph este súbito interés en protegerme? ¿Y qué le hace pensar que necesito protección precisamente aquí? Positano tiene una tasa de criminalidad bajísima y soy bien conocida en la zona. Llevo viniendo aquí desde la infancia.

–No cabe duda de que ha anunciado su llegada a Amalfi –dijo él con aspereza. Tomó el periódico–. Seguía durmiendo cuando le he traído el ejemplar de hoy. Su fotografía tonteando con su novio ha sido portada de muchos tabloides europeos y de la prensa local. Cualquiera que quiera encontrarla sabe dónde está.

Arianna se encogió de hombros para disimular su incomodidad por no haber notado su presencia mientras dormía. Le hacía sentirse vulnerable que hubiera sido el único hombre que la había visto dormir.

–No creo que nadie me esté buscando. Mis amigos saben que estoy en Positano.

No entendía por qué Santino parecía tan tenso mientras miraba el periódico, pero de pronto lo comprendió.

–No soy idiota, señor Vasari. Sé por qué le ha contratado mi padre.

Él la miró entornando los ojos, pero habló con indiferencia:

–¿Y cuál cree que ha sido el motivo?

–Randolph quiere que evite que salga en la prensa.

–No se puede negar que tiene un largo historial de meterse en líos –Santino volvió la vista a la fotografía y su mirada de desprecio hizo que Arianna sintiera una vergüenza que la tomó por sorpresa.

A ella nunca le había importado lo que pensaran los demás, o al menos había intentado convencerse de ello. Las corrosivas palabras de la directora del colegio al expulsarla, diciéndole que si no cambiaba de actitud jamás llegaría a nada en la vida, todavía la herían. Pero Arianna intentó convencerse de que le daba lo mismo lo que pensara un hombre que probablemente tenía más músculos que cerebro.

–Beber hasta perder el conocimiento y exhibir su cuerpo como una fulana es, en mi opinión, un comportamiento estúpido –continuó Santino Vasari. Y algo en su tono hizo que Arianna se sintiera tan pequeña e insignificante como diez años atrás en el despacho de la directora.

Se quedó boquiabierta. Nadie le había hablado así en toda su vida, y le desconcertó darse cuenta de que, si su padre la hubiera criticado al menos una vez, le habría demostrado que le importaba lo suficiente. Pero su indiferencia la había llevado a comportarse como la niña mimada y consentida que salía en los tabloides y que el odioso hombre que tenía a su lado creía que era.

–Su opinión me es indiferente –dijo con frialdad.

El brillo de los ojos verdes de Santino hizo que la recorriera un escalofrío al darse cuenta de que intentaba no perder los estribos.

–Ayer se suponía que llegaba al aeropuerto de Nápoles desde Londres, pero fui a buscarla y no apareció –dijo él cortante–. ¿Cómo vino a Positano?

Arianna se encogió de hombros.

–En Heathrow me encontré con mi amiga Davina que venía a Amalfi en el avión privado de su padre y me invitó a acompañarla.

Arianna recordó entonces que el avión había aterrizado cerca de la costa de Amalfi y Davina había organizado una cita con Jonny y un grupo de amigos para ir a su yate, el Sun Princess.

Entre una cosa y otra, habían pasado unas treinta y nueve horas desde que Arianna había salido de Sídney, durante las que apenas había comido o bebido. Había estado demasiado cansada como para discutir cuando Jonny se empeñó en que subiera a bordo. Lo único que quería era dormir, pero con una fiesta en pleno apogeo, le había resultado imposible. Al menos tomar el sol en cubierta le había servido para cerrar los ojos. Cuando alguien le pasó la botella de champán, había dado un sorbo para saciar su sed. Había sido desafortunado que en ese momento pasara al lado del yate un fueraborda con el paparazzi que había tomado la fotografía que se había publicado en los periódicos.

Miró el atractivo rostro de Santino. Al contrario que los modelos con los que solía trabajar en sesiones de moda, que era su único trabajo conocido, no era típicamente guapo

Los rasgos duros de Santino y su poderoso físico exudaban una masculinidad taciturna que despertaba un profundo anhelo visceral en su pelvis. Esa reacción le resultó perturbadora. Durante toda su vida de adulta había interpretado el papel de sirena, tentando a los hombres con su belleza. Pero nunca había sentido ni deseo, ni química, o como se llamara aquel intenso calor que le recorría la sangre.

Inexplicablemente, tuvo la tentación de explicar la verdadera versión de lo que había pasado en el yate. Aún más peculiar fue que se planteara contarle la verdad sobre sí misma: que finalmente había madurado y que quería hacer algo con su vida. Pero Santino probablemente no la creería; ni siquiera le importaría lo más mínimo. De hecho, no le importaba a nadie. Ni a su padre, obsesionado con sus negocios, ni a su madre, que la había abandonado por un amante cuando era una niña.

Vio que Santino bajaba el émbolo de la cafetera y servía una taza de café. Alargó la mano para tomarla, pero él se la llevó a los labios y bebió.

–¡Qué buen café! –murmuró apreciativamente–. Yo que usted iría a por uno. Tiene pinta de necesitar una buena dosis de cafeína.

Arianna se ruborizó, preguntándose si tendría tan mal aspecto como Santino insinuaba. Lo cierto era que no tenía resaca, sino que estaba deshidratada.

–Suponía que Filippo le había hecho traerme el café –dijo airada.

–El mayordomo estaba preparándole un batido con lo que parecían espinacas y huevos –dijo él, encogiéndose de hombros–. Me ha dicho que es lo que suele darle cuando tiene resaca.

Destapó un plato que contenía el desayuno favorito de Arianna, que la cocinera, Ida, le preparaba siempre: panecillos recién horneados con jamón. Le rugió el estómago al ver a Santino tomar uno y darle un bocado, y le deseó que se atragantara.

–La cocinera me ha dicho que está preparando agnello arrosto con fagioli bianco para cenar, cordero asado con judías blancas –dijo él tras terminar el panecillo. Se reclinó sobre el respaldo y cruzó las manos detrás de la nuca, lo quehizo que se le levantara el borde de la camiseta y dejara a la vista una franja de su bronceado torso, salpicado de un vello oscuro que se perdía por debajo de la cintura de los pantalones–. Creo que voy a disfrutar de mi estancia en Villa Cadenza.

Ver su piel desnuda tuvo un extraño efecto en el interior de Arianna, que se acaloró al imaginarse la parte de su cuerpo en la que el vello era más denso, debajo de la cremallera de los vaqueros. Notó que se ruborizaba, y, cuando alzó la mirada de la bragueta de Santino, le enfureció ver que la miraba con sorna.

–No va a quedarse aquí –dijo rabiosa–. Voy a llamar a mi padre ahora mismo.

Arianna vio su bolso y su maleta cerca de la tumbona y recordó vagamente que uno de los miembros del personal de Jonny la había llevado a la villa de madrugada. La puerta principal estaba cerrada y para no despertar al mayordomo, había decidido quedarse a dormir en la tumbona.

Sacó el teléfono y marcó el número privado de su padre. Como de costumbre, contestó su asistente personal, Monica, con la excusa habitual de que Randolph estaba ocupado.

–Le diré que ha llamado. Le devolverá la llamada en cuanto pueda –dijo, aunque sabía perfectamente que Randolph jamás le devolvía las llamadas a su hija.

–Quiero dejarle un mensaje –Arianna vio que Santino se servía lo que quedaba de café y le hirvió la sangre–. Dígale que no necesito guardaespaldas y que he despedido al señor Vasari –dedicó una mirada burlona a Santino–. Va a abandonar Villa Cadenza de inmediato.

 

 

Santino deslizó la mirada por Arianna mientras ella volvía a echarse en la tumbona y continuaba hablando por teléfono. Sus bronceadas piernas no parecían tener fin, y el pareo apenas podía disimular sus tersos senos. Una urgente y aguda punzada de deseo alcanzó su ingle y se alegró de que el periódico que tenía en el regazo ocultara su abultada bragueta. Antes de acceder a ser su guardaespaldas ya sabía que era hermosa, pero no había anticipado el hambre que despertaría en él ni la ardiente lascivia que le recorrería las venas.

Recientemente, Arianna había protagonizado la campaña de lanzamiento de un famoso perfume y su imagen había aparecido en vallas publicitarias con una ropa interior de encaje negro que había encendido su deseo. El sexo se usaba indiscriminadamente para vender productos y no había duda de que todos los hombres de sangre caliente que veían esas fotografías de Arianna anhelaban recorrer sus voluptuosas curvas y besar sus sensuales labios, que eran una invitación y un reto a partes iguales. Pero eran un reto que él debía ignorar.

Cuando la había encontrado durmiendo en la tumbona, se había dado cuenta de que ninguna cámara podía captar en su justa medida la esencia de su belleza. De estructura fina y esbelta, parecía tan frágil como una figura de porcelana; era lo más hermoso que había visto en su vida. Debía de deberse a sus exquisitos pómulos y a la delicada perfección de sus facciones. Las fotografías no hacían justicia a la luminosa textura de su piel.

Cuando entreabrió los ojos al oírlo llegar, sus largas pestañas se habían levantado para observarlo con sus grandes ojos marrones salpicados de motas doradas y, por un instante, Santino creyó intuir cierta fragilidad en su mirada. Pero al instante se dijo que se la había imaginado.

Santino se masajeó la nuca para liberarse de tensión. Sus dedos se deslizaron automáticamente por debajo del cuello de la camiseta para recorrer la larga cicatriz que le había dejado su paso por Afganistán. La bala le había entrado por el omóplato izquierdo y había salido por la base de la nuca. Había sido un milagro que sobreviviera; y al igual que las imágenes de la guerra, la cicatriz no llegaría a borrarse nunca. Ni su sentimiento de culpabilidad.

Ocho años atrás, cuando su vida había pendido de un hilo en una carretera del desierto teñida de sangre, su mejor amigo y compañero del SAE, Mac Wilson, lo había arrastrado fuera de la línea de tiro. Pero aquel acto de inmensa valentía le había costado las piernas al explotarle debajo una bomba.

Santino se puso en pie y cruzó la terraza, consciente de que Arianna lo observaba. Su mente vagó a seis meses atrás, cuando Mac le había pedido que le ayudara a detener a una banda de narcotraficantes a los que hacía responsables de la muerte de su hermana. Mac estaba decidido a detener al novio italiano de Laura, Enzo, pero no tenía pruebas que demostraran que él le había proporcionado la cocaína que había acabado con su vida. Mac le había pedido que se infiltrara en la banda, que tenía vínculos con la mafia calabresa, conocida como «Ndrangheta». No había tenido que recordarle a Santino que no lo hacía él mismo porque estaba atrapado en una silla de ruedas.

Trabajando de incógnito, Santino había descubierto que además de traficar con drogas, la banda había llevado a cabo varios secuestros y había obtenido varios millones en rescates. Su siguiente objetivo era la rica heredera Arianna Fitzgerald. Los secuestradores llevaban tiempo vigilándola y sabían que pasaba el verano en Amalfi. Santino había alertado a la policía italiana, pero, cuando esta no había dado con Arianna, había ido a ver a su padre.

La cita con Randolph Fitzgerald en su lujosa casa de Kensington había tenido lugar la semana anterior.

–Quiero que sea usted quien proteja a mi hija cuando vuelva de Australia, señor Vasari. ¿Cuánto quiere? ¿Cuál es su precio?

A Santino le había irritado que asumiera que todo el mundo podía comprarse, pero supuso que era lo esperable en uno de los hombres más ricos de Inglaterra.

–No soy policía –le recordó él–. Le he dado los nombres de varias agencias de seguridad que pueden proporcionar protección para su hija.

–Su preparación en el Servicio Aéreo Especial lo convierte en la persona idónea para ello. Después de todo, ha sido usted quien ha descubierto el plan de secuestro.

Lo cierto era que el tiempo que había pasado infiltrado en la banda le había proporcionado un profundo conocimiento de cómo operaba; pero también era verdad que no tenía el menor deseo de hacer de canguro de una niña mimada que, según su propio padre, era testaruda y difícil.

Aunque las noticias sobre ella pudieran ser exageradas, Arianna se había ganado la reputación de ser una chica a la que le gustaba pasarlo bien. Durante años, su cara y su espectacular cuerpo, siempre enfundado en ceñidos vestidos, habían aparecido en la portada de todos los tabloides.

–Dejé el ejército hace tiempo y tengo una carrera profesional nueva. No necesito trabajo –le había dicho a Randolph con determinación–. Atrapar a la banda puede llevar varios meses y yo no puedo abandonar mis obligaciones tanto tiempo.

Randolph asintió.

–Sé que la cadena de tiendas de delicatessen, Toni’s Deli, tiene franquicias en Reino Unido y varias ciudades europeas. La vendió hace año y medio y desde entonces se ha dedicado a las inversiones bursátiles.

Al ver la sorpresa de Santino, Randolph añadió:

–He hecho mis deberes, señor Vasari, y tengo una propuesta que puede interesarle.

Santino no había podido contener su curiosidad.

–Entiendo que esa propuesta depende de que yo acepte proteger a Arianna.

–Estamos preparando la salida a bolsa de Fitzgerald Design, y el precio de las acciones se ha establecido en treinta y cinco libras –el diseñador pasó a Santino un trozo de papel–. La cifra superior es el valor de la compañía; la de abajo, el número de acciones que estoy dispuesto a darle a cambio de que haga de guardaespaldas de mi hija hasta que pase el peligro.

Al ver las cifras, Santino enarcó las cejas.

–Le saldría mucho más barato contratar los servicios de una agencia de seguridad.

–Ya le he dicho que usted es la persona adecuada –Randolph se acomodó en su asiento–. Supongo que sabe que mi hija sale a menudo en las portadas de cierto tipo de prensa. Una parte importante de su trabajo será aislarla de los paparazzi y evitar que cope titulares.

Era evidente que Randolph asumía que su oferta económica lo había convencido, pero Santino seguía preguntándose si las acciones le compensarían por proteger a una joven que parecía ser una impertinente niña bien.