El hijo de otro - Encerrados con el deseo - El recuerdo de una noche - Sara Orwig - E-Book

El hijo de otro - Encerrados con el deseo - El recuerdo de una noche E-Book

Sara Orwig

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Beschreibung

El hijo de otro ¿Cómo había acabado un miembro del club de rancheros de Texas cuidando de un bebé? David Sorrenson había sido militar, por lo que sabía mucho sobre el peligro y la seguridad, pero nada sobre niños. Marissa Wilder era su única solución. Aquella muchacha sensata y familiar sabía muy bien cómo cuidar a un niño y aceptó el trabajo de niñera… que la obligaría a vivir en el rancho de David. Él soñaba con compartir con Marissa una noche de pasión… o dos, aunque sabía que ella merecía algo mucho más duradero. Vivir con ella le haría sentirse muy confundido, tanto que incluso podría pensar que se estaba enamorando… Encerrados con el deseo Clint Andover estaba convencido de que la enfermera Tara Roberts era sinónimo de problemas. Cuando Tara empezó a recibir amenazas, Clint supo que debía protegerla, pero ella parecía empeñada en no hacer caso de sus advertencias… y en hacerle hervir la sangre de deseo. Tara era una mujer independiente e irresponsable que no dejaba que nadie se acercara demasiado a ella. ¿Qué podía hacer un texano como él? Por de pronto, ocupar el sofá de su casa, aunque prefería su cama y, mientras estaba encerrado con la bella Tara, quizá consiguiera encontrar la llave de su corazón. El recuerdo de una noche Quizá el amor que habían compartido lo ayudara a olvidar el pasado y luchar por su nueva familia… El día de Nochebuena, Travis Whelan llegó a Royal y se encontró frente a frente con Natalie Pérez, la única mujer a la que no había podido olvidar… y con un bebé cuya existencia desconocía. Había pasado casi un año desde aquella noche que Travis había pasado junto a Natalie, un año desde el día en que su orgullo había quedado herido para siempre. Sin embargo, el recuerdo de aquella noche seguía vivo. El peligro había perseguido a Natalie hasta Royal, y Trav era el único en el que podía confiar para proteger a su hija…    

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 543 - julio 2024

 

© 2003 Harlequin Books S.A.

El hijo de otro

Título original: Entangled with a Texan

 

© 2003 Harlequin Books S.A.

Encerrados con el deseo

Título original: Locked Up with a Lawman

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

El recuerdo de una noche

Título original: Remembering One Wild Night

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto

de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con

personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o

situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por

Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas

con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de

Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos

los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1074-087-7

Índice

 

Créditos

 

El hijo de otro

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

 

Encerrados con el deseo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Epílogo

 

El recuerdo de una noche

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

 

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

La intuición le dijo que algo iba mal. La última vez que se había sentido así fue diez minutos antes de ser derribado por un francotirador en tierras lejanas.

A pesar de la buena comida y la fantástica compañía, David Sorrenson se removió en la silla, inquieto; no le gustaba la sensación que tenía. Intentó dejarla de lado como ridícula. Estaba en casa y a salvo, no tenía por qué preocuparse.

El frío de esa noche del tres de noviembre hacía aún más atractiva la cena semanal en el Royal Diner. En la rocola sonaban clásicos del rock and roll y el apetitoso olor de las hamburguesas de Manny inundaba el local. Había pocas mesas llenas, y los taburetes de vinilo rojo de la barra estaban vacíos.

David no entendía por qué se sentía inquieto en una atmósfera tan relajada. Era agradable estar de nuevo en Royal, Texas, su pueblo natal, con sus amigos, y haber terminado con Operaciones Especiales de la fuerza aérea.

David se rió del chiste que estaba contando Alex Kent. Los ojos verdes de su amigo chispeaban. David conocía a Alex desde la infancia. Ambos tenían treinta y cinco años y tenían mucho en común: ambos habían crecido sin madre, habían ido juntos al colegio y David trabajaba con Operaciones Especiales y Alex con el FBI. Sin embargo, había muchas diferencias. Alex, que atraía a las mujeres como una flor a las abejas, parecía perfectamente cómodo con su vida; David, en cambio, últimamente se encontraba en una encrucijada.

–David, pareces ausente –dijo Clint Andover.

–No, estoy aquí. Es agradable comer el chili de Manny y oíros charlar.

–Es una pena que Ryan no haya podido venir –comentó Alex, refiriéndose a otro amigo común.

–Tenía una cita esta noche –comentó David–. Va a convertirse en tu rival con las damas, Alex.

La campanilla que había sobre la puerta tintineó. David vio a una mujer con un bebé y una bolsa de pañales entrar tambaleándose a la cafetería.

–Oh, oh –masculló David, poniéndose en pie. Sus amigos hicieron lo mismo.

Bajo una larga melena castaña y alborotada, se veía sangre; la mujer parecía haberse caído de un coche. Llevaba un suéter de tela vaquera y un abrigo gris de paño, rasgado y manchado de barro. Estaba pálida y parecía a punto de desmoronarse.

Los tres hombres se lanzaron hacia ella. Clint Andover la atrapó entre sus brazos, David agarró al bebé envuelto en mantas y Alex se ocupó de la bolsa de pañales mientras pedía una ambulancia por el móvil.

La mujer parpadeó. Unos enormes ojos color violeta con pestañas espesas los miraron.

–No dejéis que se lleven… a mi nena…, no dejéis que se lleven a Autumn… –susurró. Parpadeó de nuevo y perdió el conocimiento en brazos de Clint.

La bebé empezó a llorar. David le dio unos golpecitos cariñosos y Clint depositó a la mujer en el suelo. Manny se acercó con un abrigo salpicado de grasa.

–Aquí hay un abrigo…

Clint tapó a la mujer y David siguió acunando al bebé. Para su sorpresa, dejó de llorar y lo miró con grandes ojos azul oscuro.

–Un ambulancia viene de camino –dijo Alex. Manny regresó a la cocina mientras el resto de los comensales observaba la escena con asombro.

Alex se inclinó hacia la mujer y le quitó un papel arrugado de la mano. Lo estiró y los tres amigos se miraron. Todos reconocieron la tarjeta del Club de Ganaderos Texas.

Como miembro del prestigioso club social, David sabía, igual que sus amigos, que el Club de Ganaderos Texas era una fachada. Sus miembros trabajaban en misiones secretas para salvar vidas inocentes. Esa noche, otros dos miembros del grupo de amigos, Travis Whelan y Sheik Darin ibn Shakir estaban fuera del país, en misión confidencial. Era obvio que la mujer que yacía en el suelo había ido allí buscando la ayuda de un miembro del Club de Ganaderos Texas.

Tenía un cardenal en una mejilla y una herida en la cabeza, Clint contenía la hemorragia con un pañuelo. En la distancia se oyó un sirena.

–Está aquí buscando ayuda del club –murmuró David–. No podemos dejar que se la lleven sin más.

–Estoy de acuerdo –contestó Clint. Alex asintió.

–Tendremos que ir en la ambulancia. Y no podemos permitir que le quiten a la bebé –siguió David.

–He mirado en la bolsa –comentó Alex con voz grave–. Hay pañales, biberones y leche en polvo, pero también un montón de dinero. Billetes grandes.

David soltó una exclamación. Con la bebé bajo un brazo, se inclinó y tomó el pulso a la mujer. Abrió sus ojos y vio que tenía una pupila más dilatada que otra.

–Está mal –dijo David–. Su pulso es débil.

–Si le ocurre algo, no podemos permitir que el estado se quede con la bebé hasta averiguar quién le dio esa tarjeta –dijo Alex.

–Llama a Justin Webb –sugirió David, pensando en un médico amigo, miembro del club–. Dile que se reúna con nosotros en el hospital; le pediremos que examine a la nena. No es pediatra, pero tiene influencias en el hospital y podrá ayudarnos.

Mientras Alex hacía la llamada, dos enfermeros entraron por la puerta. David reconoció a uno de ellos: Carsten Kramer.

–¿Alguien ha visto qué ha ocurrido? –preguntó Carsten, mientras su compañero examinaba a la mujer. David le puso al día. Un segundo después, Alex le hizo un gesto, indicando que Justin Webb se reuniría con ellos en el hospital.

Poco después, la mujer, con una vía intravenosa y una mascarilla de oxígeno, fue trasladada a una ambulancia. Clint Andover subió con ella y David y Alex decidieron seguirla en el coche. David, aunque no le gustaba la idea, le entregó la bebé a un enfermero.

–Manny, te pagaremos después –gritó David por encima del hombro; él y Alex agarraron sus abrigos y corrieron tras Clint y los médicos.

El viaje al hospital les pareció interminable, aunque David sabía que no estaba lejos de la Royal Diner. David se preguntó de dónde había salido la mujer y quién le había entregado la tarjeta.

Alex y él, con la bolsa de pañales, entraron al hospital justo cuando la camilla con la mujer inconsciente desaparecía tras una puerta doble. Se reunieron con Clint y le comunicaron que debían esperar.

Tres minutos después, un hombre alto y de pelo castaño, Justin Webb, entró y saludó a los tres.

–Gracias por venir tan rápido –dijo David–. Ya se han llevado a la mujer y a la bebé a una sala de examen.

–¿Quién es? –preguntó Justin.

David le contó lo sucedido en el restaurante.

–Parece que lo que empezó como una noche tranquila en el Royal se ha convertido en un problema para vosotros, chicos –dijo él–. Echaré un vistazo a la bebé.

–¡Gracias! –exclamó David con alivio–. Nos gustaría ocuparnos de ella hasta que pueda hacerlo su madre.

–Si la madre no puede cuidarla durante unos días, intentaré que os la dejen, afirmó Justin con solemnidad.

–Hará todo lo posible por cumplir su promesa –dijo David, viendo alejarse al alto médico, uno de los mejores cirujanos plásticos del suroeste del país.

–Ha pasado por esto con su propia familia –comentó Alex, mientras los tres iban a sentarse.

La hija mayor de Justin, Angel, había sido abandonada ante la puerta de la casa de su esposa, antes de que Justin y Winona se casaran. La habían adoptado.

–Justin y Winona adoran a esa niña –añadió Clint.

–Justin hará cuanto pueda para impedir que la bebé sea entregada a Protección de Menores –dijo David.

–Aunque intentemos mantener esto en secreto, es sólo cuestión de tiempo que notifiquen a la policía –dijo Alex Kent, sacando el teléfono móvil–. Me sorprende que no estén ya aquí. Llamaré a Wayne Vicente, hemos trabajado juntos otras veces.

–Buena idea, Alex –aprobó Clint.

David se recostó en la silla y cruzó las piernas, mientras escuchaba a su amigo hablar en voz baja con el jefe de policía.

–Vicente estará aquí enseguida –informó Alex, guardando el teléfono.

–He estado pensando en la mujer –dijo Clint–. Con todo ese dinero, una herida en la cabeza y esa bebé, debe estar en peligro. Si la retienen en el hospital, creo que uno de nosotros debería vigilar su habitación.

–Cierto –afirmó David–. ¿Qué dices, Clint? Tú eres el experto en seguridad.

–Creo que podré reorganizar mi agenda para quedarme –Clint encogió los hombros–. Sí, yo lo haré.

–Bien –Alex tocó la bolsa de pañales–. Yo me ocuparé de la policía y pondré el dinero en lugar seguro, a no ser que Vicente lo confisque. Al menos hasta que la madre pueda ocuparse.

–Yo puedo ayudarte –se ofreció David.

–David, tú ocúpate del bebé –dijo Clint–. Uno de nosotros debe hacerlo.

–Si hace falta –contestó David, suponiendo que dejarían a la niña en la habitación, con su madre.

Los tres amigos se quedaron en silencio hasta que un hombre uniformado entró en la sala de espera. Alex se puso en pie y fue a saludar al jefe de policía.

–Supongo que recuerdas a David Sorrenson y a Clint Andover –dijo Alex.

–Desde luego. Hablé con Clint hace tres o cuatro días –comentó Vicente, ofreciéndole la mano.

–Así es –contestó Clint, dándole un apretón.

–Aquí está la bolsa con el dinero –dijo Alex. Los cuatro se sentaron y Vicente abrió la bolsa de pañales color turquesa y rosa. Soltó un silbido–. Esa mujer debe tener problemas. Esto es una fortuna.

–No sabemos nada de ella, pero queremos ayudarla –afirmó Clint–. Debe haber tenido una buena razón para venir a Royal.

–De acuerdo, Alex –el jefe de policía se frotó la frente–. Redactaré un informe. Pon el dinero en lugar seguro y mantenme al tanto de lo que ocurra. Ahora hablaré con el médico sobre la mujer y su bebé.

–Gracias –dijo Alex. Los tres hombres se pusieron en pie y el policía desapareció tras una puerta. Media hora después llegó una enfermera.

–El doctor Webb me ha pedido que viniera a buscarlos –dijo. Los tres la siguieron por un pasillo hasta una sala. Dentro estaba Justin dando un biberón a la bebé.

–Esta niña está sana y hambrienta –dijo él–. Me alegro de que llamarais. Debe tener entre cinco y diez días; el cordón umbilical aún no se ha caído. La madre está en coma y no puede ocuparse de ella.

David miró a la diminuta criatura y se le encogió el estómago. No se sentía capaz de ocuparse de ella. Intentó concentrarse en las palabras de Justin.

–Los médicos no han podido identificarla. No saben cómo llegó a la ciudad ni de dónde viene. ¿No llevaba bolso? –Justin los miró interrogativamente.

–Sabemos lo mismo que tú, Justin –dijo David.

–Cuando la trasladen a una habitación, me quedaré a vigilarla –dijo Clint–. Creemos que está en peligro, y parece que esto va a durar más de lo que esperábamos. Contábamos con que nos diera unas respuestas en las siguientes horas.

–No lo creo –afirmó Justin–. La pondrán en Cuidados Intensivos, pero me parece bien que alguien la vigile. Si alguien está empeñado en herirla, no sería difícil. Está muy grave.

–Diablos –exclamó David, recordando la mirada desesperada de los ojos color violeta.

–Su médico, Harry McDougal, cree que sufrió el golpe en la cabeza con un objeto contundente, así que es probable que esté huyendo de alguien –explicó Justin.

–Llamó Autumn a la bebé –dijo Clint. Los cuatro hombres miraron a la bebé.

–Ah, la pequeña Autumn –dijo Justin, sonriendo a la criatura que tenía en brazos–. Bien, chicos. Clint se quedará en el hospital para proteger a la mujer misterio.

–Yo me ocuparé del dinero y de averiguar cuanto pueda sobre ella –apuntó Alex.

–¿Quién se queda con Autumn? –preguntó Justin.

–Supongo que yo, pero no sé nada de bebés –admitió David–. ¿Alguien quiere cambiar su trabajo con el mío? –preguntó con cierta desesperación.

–Todos tenemos nuestras tareas –Alex lo miró con expresión divertida–. Vamos, David, es hora de que algo interrumpa esa ordenada vida que llevas.

–Sí, muy ordenada –David miró a la bebé–. El año pasado estaba recibiendo tiros y dando gracias al cielo por seguir vivo.

–Royal es muy tranquilo –dijo Alex–. Tú te quedas con la nena. Además, ninguno de nosotros es experto en bebés. Te dejaremos con Justin para que te dé instrucciones.

–¡Eh! Esperad un minuto –exclamó David, sintiendo una punzada de pánico–. Es en serio. Nunca he tenido a un bebé en brazos.

–Entonces, ya es hora de que pruebes –dijo Alex–. Iremos a encargarnos de nuestras tareas y te dejaremos con la tuya. Será mejor que acordemos una reunión.

–De acuerdo. Mañana por la mañana –sugirió David, mirando el bulto que Justin tenía en brazos. Sólo veía una cabecita redonda con mechones de pelo castaño claro–. Nos veremos en el club a mediodía.

–Allí estaremos –prometió Clint, yendo hacia la puerta con Alex–. Gracias, Justin.

–No sé que hacer con un bebé –repitió David, con las manos en las caderas–. Estoy entrenado para hacer lo que van a hacer ellos.

–Sólo dale de comer, cámbiala y tenla en brazos, lo harás bien –dijo Justin.

–¿Cuándo le doy de comer? ¿En el desayuno, en la comida y en la cena?

–¿Has vivido debajo de una piedra? ¿Es que esas fantásticas mujeres con las que sales no tienen bebés?

–No. Y en mi familia no había bebés –aclaró David con voz tensa, preguntándose si habría alguna manera de librarse de su tarea.

–Imagino que esta nena necesitará un biberón cada dos horas.

–¡Cada dos horas! –exclamó David, atónito.

–Sí, David –afirmó Justin, intentando contener la sonrisa–. Deja que te enseñe a cambiar un pañal y la gasa del ombligo –Justin colocó a la bebé sobre la cama y David se acercó.

–¡Vamos, amigo! –Justin dejó escapar una carcajada, quince minutos después–. Es fácil. Estoy seguro que podías desmontar ese rifle que cargabas con los ojos vendados, en segundos. Sé que tienes cerebro suficiente para aprender a poner pañales a esta diminuta criatura.

–Un rifle es mucho más sencillo –escupió David–. Y ella no hace más que mover las piernas. Un rifle se queda quieto.

–Aprenderás. Si superaste el adiestramiento de Operaciones Especiales de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, conseguirás superar esto. Creo recordar que tienes una licenciatura de Harvard. Así que vuelve a intentarlo. Y te aviso que se está portando muy bien. A estas alturas, la mayoría de los bebés estarían montando un escándalo infernal. Es una muñeca –la voz de Justin se suavizó–. Echo de menos tener un bebé.

–Entonces, ¿por qué no… ?

–No. Ni lo sugieras –Justin movió la cabeza con firmeza–. Winona me echaría de casa. No puedo aparecer con un bebé al que tendríamos que renunciar dentro de unos días. Cambia ese pañal.

–Empiezo a arrepentirme de haberte llamado. No estoy preparado para esto. Mira lo pequeña que es. Me da miedo hacerle daño.

–No se lo harás. No va a romperse –dijo Justin con una sonrisa–. Ten cuidado, igual que lo tenías con tu M16 o el arma que llevaras. Si conseguiste entrar en las Fuerzas Especiales, puedes hacer esto.

–Un bebé es algo muy distinto –David apretó los dientes–. No se queda quieta –forcejeó con el pañal, pero finalmente consiguió ponérselo y dejó escapar un suspiro de alivio al ver que no se caía–. ¡Ya está!

–¡Felicidades! ¡Sabía que lo conseguirías! –Justin le dio una palmadita en el hombro.

–Ya vale, Webb –ladró David–. ¿Qué más necesito saber?

–¿Sabes cómo preparar su comida?

–¿Qué?

–Esto es lo que come –Justin le mostró seis botes–. Las instrucciones para mezclarlo están en la lata. Te daré latas, pañales y biberones…

–¿No puede beber leche de la nevera? –preguntó David, leyendo las instrucciones de la lata.

–No, claro que no puede –contestó Justin con paciencia–. Mañana tendrás que comprarle ropa, a no ser que haya en la bolsa, con todo ese dinero que mencionó Alex.

–¡Caramba! ¿Cómo puede algo tan pequeño necesitar tantas cosas y tantos cuidados? –exclamó David, asustado por el lío en el que se había metido.

–Amigo, si la cuidas durante más de tres días, nunca querrás apartarte de ella.

–No lo creo –David miró a la bebé, que había cerrado los ojos–. ¿Está bien?

–Se ha dormido. Ha comido y la has agotado con tus prácticas poniendo pañales. Creo que es hora de que vuelva a casa con mi familia.

–Gracias por esto, Justin. ¿Puedo llamarte si tengo preguntas?

–Sí, pero relájate. Es un encanto –Justin lo miró de reojo–. ¿No tienes una cuna de viaje, verdad?

–¿Qué?

–No sé ni por qué lo pregunto. No puedes colocarla en el asiento. Necesitas que vaya segura. Supongo que encontraré a una enfermera que nos preste una. Espérame aquí –le entregó a la bebé. David la miró, asombrado por lo diminuta que era.

–¿Cómo puede ser tan complicada cuando me cabe en las manos? –preguntó David, pero su amigo ya había salido–. Haré lo que pueda por ti; siento no saber nada de bebés –susurró, admirando sus manitas, diminutas y perfectas. Le acarició la mejilla.

Justin regresó unos minutos después y le dio las últimas instrucciones.

–No te preocupes. Lo harás muy bien.

–Vale. Nos vemos, Justin –David fue a buscar a Alex y a recuperar lo que hubiera en la bolsa de pañales que perteneciera al bebé. Después se despidió de sus amigos y salió del hospital con la nena en brazos.

–¿Qué voy a hacer contigo? –le dijo con voz suave. Condujo en la oscura y fría noche, agradeciendo que la niña durmiera, pero con los nervios a flor de piel.

Las luces de su casa se encendieron cuando se acercó a la propiedad. David aparcó y salió con la niña, la cuna y todas sus cosas. Cruzó el porche, abrió la puerta, apagó la alarma y encendió las luces.

Minutos después estaba en su dormitorio con la cuna en medio de la cama. La bebé no encajaba en la masculina habitación, decorada en verde oscuro y marrón. Se rascó la cabeza, preguntándose qué haría cuando se despertara. Unos segundos después, la nena se movió y empezó a llorar.

David la soltó, le cambió el pañal, con menos problemas que antes, preparó un biberón y se lo dio. Después la puso en la cama, a su lado. Exhausto, durmió lo que le parecieron diez minutos y la niña volvió a llorar.

Para las tres de la mañana, la cocina era un caos de biberones medio vacíos, latas y ropa de bebé manchada de leche. Mientras ella gritaba y pataleaba, calentó otro biberón para intentar calmarla de nuevo.

–Ay, chiquitina, ¿qué quieres? –preguntó con desesperación. Sabía que si llamaba a Justin, se reiría de él.

A las cuatro volvió a acostarla. Se había dormido por fin. Una hora después volvió a despertarlo su llanto.

Le pareció que la noche duraba más de trescientas horas. Por la mañana, David sabía que necesitaba encontrar a una niñera.

 

 

Durante la noche se había destrozado el cerebro pensando en todas las mujeres con las que había salido, pero no se le ocurrió ninguna candidata que fuese a estar dispuesta a ocuparse de una bebé.

Puso un anuncio en el periódico solicitando niñera, aunque sabía que tardaría días en conseguir resultados. Su cocinera y ama de llaves intentó echarle una mano cuando llegó, pero Gertie Jones seguía soltera a los sesenta años y sabía tan poco de bebés como David.

En cuanto pudo, fue a Royal a una tienda de productos infantiles, con la niña. Desde que había regresado de su trabajo en el ejército, David solía disfrutar conduciendo por Royal. La calle principal era un lugar muy concurrido del pequeño y rico pueblo al oeste de Texas, rodeado de campos petrolíferos y ranchos. Pero ese día no veía lo que le rodeaba; era un hombre con una misión: buscar ayuda.

David esperó a que la tienda abriese y entró con otros muchos clientes. Sintiéndose perdido, recorrió pasillos de vestidos diminutos hasta que llegó a la zona de pañales, camisetas y sonajeros. Mientras buscaba a una dependienta, Autumn empezó a llorar.

–Oh, por favor, no llores –dijo David. Desesperado, buscó a una dependienta, meciendo a la niña en brazos–. No llores, nenita –David estaba desesperado.

No se había afeitado y se había puesto unos vaqueros y la primera camisa que había encontrado. Sospechaba que tenía el pelo de punta, pero eso no le importaba en ese momento.

–Autumn, nena, no llores –suplicó. Oyó a alguien moverse y vio a una dependienta agachándose tras un mostrador. Corrió hacia ella como si fuera un bote salvavidas en medio de una tormenta.

–¿Puede ayudarme? –preguntó.

La dependienta se irguió y David la miró con sorpresa. Ella abrió los ojos de par en par.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La mujer llevaba un sombrero rosa de los que sólo había visto en películas y en fotos de su tatarabuela, y un vestido floreado cubierto de volantes y lazos de terciopelo rosa. Tenía el cabello rubio oscuro recogido en dos coletas y círculos rojos en las mejillas. Sus pestañas eran tan espesas que parecía imposible que pudiera mantener abiertos los ojos color chocolate que lo observaban con intensidad. Los labios eran rojos, seductores y atractivos.

Marissa Wilder miró boquiabierta a David Sorrenson, pasmada ante el metro ochenta y cinco de hombre rudo y atractivo. Se le aceleró el corazón y le subió la temperatura. Recordó que debía tener unos once años cuando provocó ese efecto en ella por primera vez. Él, con dieciocho, ni siquiera había sabido que existía. De hecho, en ese momento no debía tener ni idea de quién era. Estaba más guapo que nunca, con ese cabello negro y ondulado y sensuales ojos verde mar.

Entonces vio el diminuto bebé que llevaba en brazos. Lloraba con toda la fuerza de sus pulmones y él la miraba impotente y desesperado. Marissa, preguntándose dónde estaría su mujer, se acercó a ayudarlo.

–Deme al bebé –dijo, extendiendo los brazos.

–¿Hay un microondas en la tienda para calentarle un biberón? –preguntó él. Rebuscó en la bolsa de papel marrón que llevaba y sacó uno.

–Sí, lo hay –contestó Marissa. Le hizo un gesto para que la siguiera. Fueron a una sala para empleados donde ella calentó el biberón y se lo dio a la nena.

La acunó en brazos y colocó la tetilla del biberón junto a su mejilla. La nena movió la cabeza y empezó a succionar. Marissa miró a la bebé con anhelo. Deseaba tener un bebé y deseó que ése fuera suyo.

–Eres perfecta con ella –dijo una voz profunda. Ella alzó la cabeza y se encontró con unos ojos verdes clavados en ella. David Sorrenson parecía a punto de devorarla y se quedó sin aliento.

–¿Perfecta?

–Con los niños –dijo él, señalando a la bebé que tenía en brazos.

–Ah, bueno, he tratado con muchos. Tengo una sobrina y tres sobrinos, de mis dos hermanas –aclaró Marissa–. Es una nena preciosa. ¿Dónde está su esposa?

–No estoy casado. Y no es hija mía. Bueno, lo es de momento.

Marissa lo miró y se dio cuenta de que estaba consternado. Eso la sorprendió porque había asistido a varios partidos de fútbol en el instituto cuando él era delantero, y siempre había mantenido la calma. Ella había sido mucho más joven, pero sus hermanas mayores hablaban mucho de él y había ido a verlo jugar. Lo observó. Necesitaba un afeitado, tenía la camisa mal abotonada y la miraba como si fuera un bicho raro bajo un microscopio.

–¿Estás casada? –barbotó.

––No –contesto ella, empezando a preguntarse si sufría algún tipo de tensión mental que lo estaba desequilibrando–. Soy divorciada.

La respuesta pareció aliviarlo y ella se preguntó por qué; sabía bien que no iba a pedirle una cita. Él le ofreció la mano.

–Soy David Sorrenson.

–Sí, lo sé –dijo Marissa, sintiendo cómo su mano se perdía en la de él–. Estabas en el instituto con una de mis hermanas mayores. Soy Marissa Wilder. Estudiabas con Karen.

–Vaya, no te he reconocido. Pero se te dan bien los bebés y parece que te gustan.

–Me encantan –musitó ella, mirando a la niña que tenía en brazos–. ¿Cómo se llama?

–Autumn –contestó él.

–Autumn, un nombre precioso. ¿Qué tiempo tiene?

–Entre cinco y diez días, más o menos.

«¿Más o menos?», Marissa se preguntó qué clase de padre era, mientras algunas de sus ilusiones respecto a David Sorrenson se desmoronaban.

–¿Y te han enviado a comprar pañales? –adivinó.

–Algo así. ¿Hace mucho que trabajas aquí?

–Unos dos años –contestó ella. Si no supiera con quién estaba hablando, habría llamado al guarda de seguridad de la tienda. Las preguntas de David eran raras y ninguna de la conversaciones femeninas sobre David Sorrenson que había oído a lo largo de los años incluía la palabra «raro».

–¿Te gustaría trabajar de niñera? –le espetó él–. Necesito una con urgencia y pagaré bien. Triplicaré lo que estés ganando aquí.

Siguieron unos momentos de silencio, hasta que Marissa se dio cuenta de que lo estaba mirando boquiabierta. La oferta la había dejado sin palabras.

–¿Triplicar mi salario?

–Sí. Pareces saber cómo manejar a un bebé. Yo no, y necesito ayuda.

Marissa habría enviado a cualquier otra persona al cuerno, pero había estado enamorada de David Sorrenson casi diecisiete años de sus veintiocho. Seguía sin habla ante la idea de trabajar para él ganando el triple.

–Esto es muy repentino. ¿Te refieres a que vaya a tu casa todos los días?

–No. Me refiero a vivir en mi casa y cuidar de Autumn a diario.

–¡Ah! –la idea de vivir en casa de David Sorrenson hizo que su corazón se desbocara.

–¿Qué dices? –preguntó él, escrutando su rostro.

–Lo siento, pero no puedo hacer eso. Mis padres están fuera del país y me ocupo de mi abuela y de mis hermanas pequeñas.

–Quizá todas puedan trasladarse a mi casa. ¿Cuántos años tienen tus hermanas?

–Mi abuela no se trasladará –contestó ella, pensando que él tenía los ojos más seductores que había visto en su vida. Verde claro, enmarcados por largas pestañas negras–. Greta acaba de empezar la universidad, y Dallas está en el último curso del instituto.

–La que está en la universidad tiene edad para ocuparse de tu abuela y de tu hermana pequeña.

–Bueno, eso es cierto. ¿Cuándo necesitas que alguien empiece a trabajar para ti?

–Esta mañana.

Ella volvió a mirarlo. El hombre debía haber perdido la razón en los últimos años, aunque físicamente seguía siendo un monumento.

–Tengo un trabajo. No puedo irme sin más.

–Te pagaré para que lo hagas. Hablaré con el gerente y le explicaré la situación –declaró David–. Te daré un plus de mil dólares para que dejes el trabajo ahora.

–¿Mil dólares? ¿Así, sin más? –lo miró atónita.

–Sin más. Estoy desesperado –contestó él.

–Empiezo a creer que lo estás –dijo, casi mareada. Ganar el triple, viviendo con David Sorrenson. Y mil dólares. Se decía que él se había retirado de la sección de Operaciones Especiales de la Fuerza Aérea. Era rico, independiente y vivía en su propio rancho. Se le había visto con dos o tres mujeres por el pueblo: guapas y sofisticadas. Marissa no había oído a nadie decir que estuviera loco, ni que tuviera un bebé.

La oferta le daba vueltas en la cabeza. Sabía que debía evitar vivir en su casa, pues era una forma segura de que le rompiera el corazón. Pero, por otro lado, podía disfrutar del momento

–No me convence dejar mi empleo ahora mismo –dijo con cautela, considerando las posibilidades–. Es una decisión drástica. Creo que deberíamos sentarnos y discutir la oferta.

–De acuerdo. Dile al gerente que vas a tomarte un descanso y hablaremos del trabajo de niñera. Será muy temporal, puede que sólo un día o dos.

–¿Un día? Entonces no necesitas una niñera.

–Sí, ¡claro que sí! –clamó él–. No puedo pasar otra noche como la última. De hecho, no quiero pasar una hora más sin ayuda.

–Tenemos que hablar de esto –dijo ella, conduciéndolo fuera de la sala de empleados. El hombre estaba loco, pero la oferta era demasiado buena.

–Vamos al Royal Diner. ¿Has desayunado?

–No, esta mañana no me dio tiempo –contestó ella.

–¿Quieres que se lo diga a tu jefe? –David miró a su alrededor.

–¡Oh, no! Yo se lo diré –gimió ella, imaginándose la reacción de su jefe–. Tú ocúpate de Autumn.

–No –contestó David con voz firme–. Tú ocúpate de Autumn, parece contenta. Yo se lo diré a tu jefe y conduciré. ¿Cómo se llama?

–Jerry Vickerson, su despacho está en la esquina izquierda, al fondo de la tienda.

–Volveré enseguida, Marissa Wilder. No te vayas –ordenó David–. Y cuando vuelva, tengo que comprar una cuna de viaje. Me da igual el precio. Elígela tú –giró sobre los talones, se pasó la mano por el pelo y cuadró los hombros.

–Autumn, tienes un protector muy persuasivo y decidido. ¿Dónde está tu mamá, cielo? –se imaginó de niñera ganando el triple. Aunque no durase mucho, cuidar de ella sería maravilloso. Y vivir en casa de David Sorrenson sería… ¿excitante? Probablemente le rompería el corazón; pasaría el día fantaseando sobre él.

Acurrucando al bebé contra el pecho, Marissa canturreó mientras buscaba una cuna. Recordó la bolsa de papel que David había llevado en la mano y eligió un bonito bolso para pañales, de color rosa y con ositos.

–Solucionado –dijo él, minutos después–. Ya no trabajas aquí, pero puedes recuperar el puesto en cuanto acabes con tu función de niñera… y podría ser pronto.

Ella lo miró asombrada. Su jefe era casi un tirano con sus empleados. Ese afán de colaboración era tan sorprendente que se preguntó qué incentivo le había ofrecido David Sorrenson.

–De acuerdo –murmuró–. He elegido una cuna, y una bolsa para pañales. Pareces necesitar una –comentó, mirando la bolsa de papel.

–Ah, sí, cierto. Muy bien –sacó la cartera y miró los precios–. Perfecto, meteré las cosas en la bolsa y, cuando lleguemos al coche, pondremos a Autumn en la cuna de viaje. Estoy utilizando una prestada.

Marissa marcó la compra en la caja.

–¿Quieres recoger tus cosas? –preguntó David–. Le dije a tu jefe que te traería después a recoger tu paga. Tendrá el cheque listo dentro de una hora.

–Tendrás que sujetar a la niña. Necesito las dos manos para quitarme la insignia con mi nombre.

–Yo lo haré –dijo David, acercándose.

A ella se le disparó el pulso al sentir los cálidos dedos en su hombro. Observó su rostro sin afeitar y su sensual labio inferior, preguntándose cómo sería sentirlo sobre los suyos. Él le quitó la insignia.

–¿Algo más? –preguntó, dejándola en el mostrador.

–¡Ay, sí! –contestó ella con ensoñación, mirando los rizos de vello oscuro que asomaban por el cuello de su camisa de manga corta.

–¿Sí? –repitió él con curiosidad, arqueando las cejas.

–¡Quería decir no! –dijo ella, notando que el rubor le teñía las mejillas. Se dio la vuelta, pero vio que él estrechaba los ojos, escrutándola.

–Mi coche está por aquí –dijo, agarrando su brazo.

–¿No te gustan los bebés? –preguntó ella, con la ridícula sensación de haber perdido el control de su vida en unos momentos.

–No sé nada de ellos. Bueno, ahora sé que lloran mucho y cómo cambiar un pañal.

Marissa aceleró el paso, intentando seguir sus largas zancadas, mientras cruzaban el aparcamiento hacia su deportivo verde oscuro. No podía creer lo que le estaba ocurriendo, todo parecía un sueño.

Miró al hombre alto que tenía al lado, en menos de media hora había cambiado su vida. Estaba fuera de la tienda, iba a desayunar con un hombre muy atractivo y cuidar de una niña preciosa ganando un montón de dinero. Se recordó que debía disfrutar del momento.

–Dame a Autumn, la pondré en la cuna –dijo él. Sus manos se tocaron y ella sintió un escalofrío, sin saber por qué. No solía reaccionar así cuando entregaba cosas a hombres en la tienda.

Miró la ropa que llevaba. No le apetecía nada ir al Royal Diner con el disfraz de pastorcita que se había puesto para anunciar la oferta del día de la tienda. Suspiró; era suyo, no de la tienda, y sería demasiado lioso ir a casa a cambiarse. Subió al coche y observó a David colocar a la niña en la cuna y atar las correas, en el asiento de atrás. Después, se sentó al volante.

Se recordó que no debía fiarse de los hombres encantadores y atractivos. Se había vuelto loca por su guapo ex marido, y resultó ser la mayor decepción de su vida. La había utilizado para sus propios fines, engañándola mientras ella trabajaba para pagarle la carrera de medicina. Cuando acabó los estudios, la dejó.

Cuando Autumn empezó a llorar, Marissa giró en el asiento, le canturreó algo y le ofreció el biberón. Autumn calló de inmediato.

–Gracias por hacer esto –dijo David.

–Es una nena adorable. Preciosa.

Él no contestó. Minutos después aparcaban ante el Royal Diner y él bajó del coche para soltar la cuna. Le sujetó la puerta a Marissa y entraron juntos a la cafetería. Cuando el olor a beicon frito y a café la asaltó, se dio cuenta de que estaba hambrienta. Se sentó en una mesa y se alisó la falda y las enaguas de colores.

–Pon la cuna de Autumn a mi lado. Cuando se termine el biberón, se dormirá.

Él no necesitó que lo dijera una segunda vez, obedeció y se sentó frente a ella. Marissa, nerviosa e inquieta, le sonrió. Miró a su alrededor y vio que una camarera a la que conocía se acercaba hacia ellos.

Sheila Foster, mascando chicle, se estiró el uniforme color rosa y les llevó vasos de agua y la carta.

–Hola Marissa, hola David –saludó. Miró de nuevo a Marissa–. Bonito vestido, y bonito bebé.

–Gracias, Sheila –dijo Marissa, con una sonrisa. En su mejilla izquierda se formó un hoyuelo.

–¿Queréis café? –preguntó Sheila. David asintió, contemplando el hoyuelo.

–¿Y tú, Marissa?

–No, gracias –sentía un cosquilleo cada vez que él pronunciaba su nombre–. Tomaré un zumo de naranja.

–Yo también tomaré zumo, además del café –dijo él.

–Dime, David, ¿cuál es tu parentesco con Autumn? –preguntó ella, en cuanto se quedaron solos.

–Ninguno –contestó él, mirándola a los ojos. Por primera vez en su vida, no tenía lista una explicación.

–Si no es nada tuyo, ¿cómo es que está a tu cargo? –pregunto Marissa, con sorpresa.

David pensó que, aunque vestía de forma muy rara, su cerebro funcionaba. Y esos ojos marrón oscuro lo estaban partiendo en dos.

–Ayer, mientras cenaba aquí con unos amigos, una mujer entró corriendo y se desmayó.

–¿Y ésta es su bebé? –exclamó Marissa–. Eso salió en las noticias anoche. ¿Cómo es que la tienes tú? ¿Por qué no está con su madre?

Él había estado tan preocupado ocupándose de Autumn que no había pensado en lo rápido que se correría la noticia por Royal. Aunque contaba con la población más rica del estado, seguía siendo un pueblo y las noticias corrían como la pólvora.

–Conozco al doctor Justin Webb –contestó David, midiendo sus palabras. No podía desvelar toda la verdad–. Cuando llevamos a la mujer al hospital, él estaba allí. En vez de entregar a la niña al servicio de Protección de Menores, me pidió que me ocupara de ella hasta que pueda volver a hacerlo su madre –explicó.

–¡Vaya! No me extraña que parecieras atribulado.

–Sí. Nunca he pasado tiempo con un bebé. Ni siquiera había tenido a uno en brazos hasta anoche.

–Bueno, ahora yo estoy aquí, y me he ocupado de muchos –Marissa miró a la bebé dormida con compasión–. Será mejor que hablemos de este trabajo. Adivino que esperas que me instale hoy.

–Por Dios que sí –afirmó él con sinceridad–. Estoy contando los minutos.

–Tengo que ir a casa, darle la noticia a mi familia, hacer una maleta y organizar las cosas. Estaré lista sobre las cuatro. ¿Qué te parece?

–Bien, pero si puede ser antes, mejor.

–¿No tienes una novia que pueda hacer esto por ti? –preguntó ella con curiosidad.

–No. Las mujeres con las que salgo no saben nada de bebés, pañales o biberones. Ni por asomo.

–Me lo imagino –dijo ella. David supuso que lo consideraba un playboy irresponsable–. ¿La madre está sola en el hospital, en coma?

–No del todo. Uno de mis amigos, Clint Andover, está con ella.

–¿Cuál será mi horario de trabajo?

–Tiempo completo, espero –dijo él, inquieto.

–Tengo familia y quiero algo de tiempo libre.

–Puede que esto sea un trabajo a corto plazo, pero necesito la ayuda –él ladeó la cabeza, volviendo a sentir un pinchazo de desesperación–. Te pagaré más si trabajas veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

–Tendrías que doblar la paga el fin de semana –sugirió ella.

–Hecho –asintió él. Habría aceptado pagarle cuatro veces más. El dinero no era problema. Miró a la bebé que dormía pacíficamente, con cara de ángel; sabía que eso sólo era fachada y no duraría.

Miró a Marissa Wilder. No estaba acostumbrado a estar en manos de alguien que, vestida de pastorcilla, parecía una niña. Ningún miembro del género femenino de más de cinco años se pondría un vestido así. Con tanto colorete, parecía salida de una obra de teatro infantil. Pero le habría dado igual que llevase plumas, pijama y el pelo morado. Sabía cuidar de la niña y recordaba vagamente a su hermana Karen, así que no era una completa desconocida.

–¿Tendré que ocuparme de ella por la noche?

–Sí –contestó él, conteniendo el aliento por si se negaba.

–Ya. Estoy renunciando a todos mis incentivos, a mi seguridad social, así que…

–Marissa, no sólo triplicaré tu salario que, por cierto, le he preguntado a tu jefe, sino que también te pagaré el seguro médico y lo que quiera que aportase la tienda a tu plan de pensiones –afirmó él, pensando que no sólo sabía de bebés, sino también de dinero.

–Gracias –dijo ella, animada–. Eso es generoso.

–Lo sé, pero estoy desesperado.

–¿Por qué aceptaste quedarte con Autumn si iba a suponerte tanto esfuerzo?

–Es una larga historia –contestó él–, pero te he contado las razones básicas: no creo que deba pasar a manos del estado si su madre puede ocuparse de ella pronto. Aún no han pasado veinticuatro horas.

–Aquí llega Manny –Marissa sonrió–. Hola.

–Hola, Marissa –contestó él, limpiándose las manos en el delantal–. Estás muy graciosa así vestida.

–Gracias, Manny –el hoyuelo volvió a formarse en su mejilla.

–Hola, Manny –saludó David.

–Hola, David –Manny miró la cuna–. Ésta es la niña de anoche, ¿no?

–Sí, Autumn –dijo David, aún asombrándose de cómo corrían las noticias. Sacó la cartera–. Deja que te pague las cenas de anoche.

–Olvídalo –Manny agitó la mano–. Invitación de la casa. Os ganasteis la cena.

–Gracias, Manny, pero no tienes por qué hacer eso.

–Olvídalo. ¿Me viste en la tele anoche? –preguntó Manny.

–No. Debía estar en el hospital todavía.

–Me entrevistaron dos cadenas. Querían saberlo todo sobre la mujer y la bebé.

–¿Cómo se enteraron tan rápido?

–Ya sabes cómo corren las noticias por aquí –Manny encogió sus musculosos hombros–. ¿Cómo está la madre?

–No lo sé. Pasaré por el hospital esta tarde.

–Espero que se recupere pronto. Me alegro de que la estés ayudando. Sorrenson el Buen Samaritano. ¿Qué vais a tomar? Tengo un desayuno especial: huevos, salchichas, galletas y salsa.

–Suena bien –dijo David–. ¿Te apetece, Marissa?

–Yo sólo tomaré huevos y tostadas.

–Vamos, Marissa. Necesitas algo de carne sobre esos huesos –la apremió Manny–. Pediré dos especiales y tostadas. Come lo que quieras –se dio la vuelta, fue hacia el mostrador y le dio una palmadita en el trasero a Sheila. Ella soltó un risita.

–¿Dónde vives, David? Tienes una casa en Pine Valley, ¿no? –preguntó Marissa. Era una exclusiva zona residencial de Royal.

–Allí vive mi padre, cuando está en Texas. Yo vivo en el rancho, al oeste del pueblo.

Hablaron del trabajo hasta que Sheila llegó con sus apetitosos desayunos.

–Tengo que comprar cosas para Autumn, apenas tiene ropa –comentó David.

–Puedo ayudarte a elegirla –se ofreció Marissa.

–¿Podemos volver a la tienda ahora y comprar lo necesario?

–Seguro. Con tus poderes de persuasión, quizá convenzas a mi jefe para que me deje utilizar mi descuento como empleada –bromeó Marissa.

–Eso no es problema –David hizo un ademán negativo con la mano–. Elige lo que haga falta, incluyendo pañales y una cuna para casa.

Marissa se recostó en la silla y se limpió la boca con la servilleta. David notó que tenía unos labios de aspecto delicioso. Miró su bandeja.

–No has comido mucho –comentó.

–No podría comerme todo eso. Sólo quería huevos y tostadas.

–Manny siempre sirve raciones grandes. ¿Estás lista para irnos? –preguntó él, agarrando la cuenta.

–Sí. Puedo pagarme el desayuno, David –dijo ella.

–Ahora eres mi empleada, y el desayuno lo pago yo –agarró la cuna de viaje y miró a Autumn–. Está durmiendo mejor ahora que en toda la noche.

–Tal vez esté más relajada. Creo que los bebés perciben la tensión en la gente.

–Pues yo estaba muy tenso, y ella también.

Volvieron a la tienda y Marissa eligió la ropa. Le pareció que David compraba demasiado de todo, pero él dijo que no quería repetir el viaje. Cuando acabaron, pidió que entregaran todo en su casa.

–Iré a casa a preparar la maleta –le dijo ella, ya en el aparcamiento–. ¿Quieres venir a conocer a mi abuela?

–Me gustaría y lo haré pronto. No quiero que se preocupe por tu cambio de trabajo, pero tengo una reunión a mediodía, y se ha hecho tarde.

–Eso es porque has comprado media tienda. Bueno, estaré en el rancho a las cuatro.

Él la miró a los ojos, preguntándose si había mentido alguna vez en su vida. Parecía imposible. Se preguntó cómo se vestía la abuela Wilder; no podía ser más excéntrica que su nieta. Se imaginó una casa de cuento, como la de chocolate del cuento.

–Hasta las cuatro, Marissa. Y gracias.

–De nada –dijo ella, con una gran sonrisa. Se dio la vuelta y se alejó, con las coletas, la falda y las enaguas botando a cada paso. Llevaba unas medias a rayas y zapatillas de bailarina color rosa. Antes de subir a su coche, miró por encima del hombro y la vio abrir la puerta de un utilitario de aspecto muy normal.

–Bueno, pequeña Autumn, ya tienes niñera. Creo que te gustará; a mí me gusta. Esta noche será soportable –miró a la bebé–. Sigue durmiendo, por favor. Tengo que ir al club a ver a mis amigos, y no suelen dejar entrar a niños. Si duermes todo el rato, te compraré una mecedora de vuelta a casa.

Momentos después aparcó ante el club. Entró con la cuna de viaje en la mano y cruzó el elegante vestíbulo, forrado con paneles de nogal y decorado con retratos al óleo. Fue el primero en llegar a la pequeña sala en la que celebrarían la reunión. Se sentó en un sillón de cuero y puso la cuna de Autumn en una silla, a su lado. El sol entraba por los ventanales, iluminando la elegante alfombra oriental y la mesa de billar que había a un lado de la habitación.

–Buenos días, señor –dijo un camarero, sonriendo a David–. ¿Cómo está la pequeña?

–Bien de momento, Jimmy.

–¿Quiere beber algo?

–Traiga café y refrescos.

–¿Algo más? ¿Comida?

–Para mí no. Quizá los demás quieran comer algo.

–De acuerdo –el hombre salió, y un segundo después Alex Kent entró en la sala. David supo, por la mirada de sus ojos verdes, que traía malas noticias.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Se dieron la mano y la mirada solemne de Alex se esfumó al echarle un vistazo a David.

–¡Santo cielo, amigo! ¿Qué te ha pasado?

–No tuve tiempo de afeitarme –David se frotó el mentón.

–Ya lo veo. Tampoco de abotonarte bien la camisa.

–Diablos –masculló David, mirándose–. Me vestí a toda prisa.

–Una noche dura, ¿eh? ¿Estuviste de fiesta con alguien después de que se durmiera la pequeña?

–Alex, no te pases. Fiesta, un cuerno. Estuve toda la noche en pie, con ella.

–Ahora está muy tranquila –Alex se inclinó sobre la niña–. Me cuesta creer que esta muñeca te haya tenido despierto toda la noche.

–¿Quieres que cambiemos de tarea?

–No –Alex sonrió y acarició el brazo de la bebé–. Es una cosita preciosa.

–Sí, pero ha sido una noche infernal. No se te ocurra despertarla –espetó David.

–Me alegro de que te tocase a ti –Alex sonrió–. No sé nada de niños.

–¿Crees que yo sí? –protestó David–. Acabo de contratar a una niñera. ¿Sabes algo de la madre?

–No, pero aquí llega nuestro hombre.

Clint, con la misma ropa que la noche anterior y sin afeitar, entró en la sala y estrechó la mano a sus amigos. El camarero regresó con bebidas y aperitivos, le pidieron unos bocadillos y se marchó de nuevo.

Ryan Evan llegó poco después; tenía treinta y dos años y era el más joven del grupo. Los cuatro miraron a la bebé, pacíficamente dormida.

–He contratado a una niñera –anunció David.

–Puede que la necesites un tiempo –dijo Clint con solemnidad. Todos se sentaron.

–Vamos, chicos, ponerme al día –pidió Ryan con curiosidad–. Siento haberme perdido nuestra habitual cena de chili.

–Apuesto a que sí –lo pinchó Alex–. ¿Quién era ella esta vez?

–Lo pasé bien –Ryan encogió los hombros–. ¿Qué pasó anoche?

–Te perdiste un montón –contestó David. Después le contó lo ocurrido–. Ryan, tú no le diste a esa mujer una tarjeta de Club de Ganaderos Texas, ¿verdad? –preguntó al acabar.

–¿Yo? No.

–Sólo quería comprobarlo.

–He contactado con varios miembros –informó Alex–, para descubrir quién se la dio. De momento, sin éxito.

–He visto a Manny esta mañana –dijo David–, me ha comentado que anoche lo entrevistó la televisión.

–Eso era inevitable en un lugar de este tamaño –dijo Ryan–. Si ocurre cualquier cosa extraña, todo el mundo lo sabe en menos de una hora.

–Tienes que ponernos al día sobre nuestra mujer misterio –le dijo David a Clint–. ¿Está sin protección?

–No. Llamé a Aaron Black y él me dijo que se quedaría vigilando mientras nos reuníamos. También me ofreció que fuera a dormir unas cuantas horas.

–Aaron es buena elección –dijo David, pensando en el ranchero.

–Es lo bueno de los miembros del club –apuntó Alex, estirando las piernas–. Siempre están dispuestos a ayudar.

–Háblanos de la mujer, Clint. ¿Cómo está? –preguntó David.

–Nada bien. Sigue en coma. Está desnutrida y deshidratada. Dio a luz hace pocos días y ha sufrido un fuerte golpe en la cabeza –contestó Clint.

–Menos mal que contraté a una niñera esta mañana –las esperanzas de David de devolverle a la niña a su madre rápidamente se esfumaron–. ¿Algo más?

–Está en la UCI y le harán pruebas toda la semana. Ya le han hecho un encefalograma.

–No suena nada bien.

–Recemos para que sobreviva –Clint miró a la bebé con rostro serio–. Esa niña no puede perder a su madre –David recordó que Clint había perdido a su esposa en un incendio y el dolor lo corroía por dentro. Todos los hombres de esa sala ocultaban cicatrices profundas, de diferentes clases.

–Haremos cuanto podamos por ellas –dijo Alex.

–En el hospital están muy preocupados por la madre, y el personal es excelente –comentó Clint.

–Cierto –asintió David–. Los ricos de Royal han invertido tanto dinero en el Royal Memorial que podría competir con cualquier hospital de gran ciudad –miró a Alex–. ¿Tienes información sobre su identidad?

–No –contestó Alex–. Había una lista de nombres en la bolsa y los investigaré. Esta mañana hablé con Wayne Vicente y no hay ninguna persona desaparecida que coincida con su descripción. Sólo he descubierto una cosa –miró a sus amigos uno a uno–. Llevaba medio millón de dólares en la bolsa. Casi todo en billetes grandes.

–Diablos, es mucho dinero –comentó Ryan.

–Yo diría que está metida en problemas graves –dijo David. Los demás asintieron.

–Medio millón… ¿en qué puede estar metida? –preguntó Ryan.

–En algo peligroso –aseveró Clint.

Jimmy regresó con bebidas y bocadillos. Esperaron a quedarse solos para seguir hablando.

–Alex, sigue con tu informe –sugirió David.

–No he encontrado a nadie que recuerde haberla visto llegar a la ciudad. Ni en el aeropuerto ni en la estación de autobús. No tengo ninguna foto que enseñar, sólo he dado su descripción, sin resultado de momento. Acabo de empezar con la lista de nombres y fechas que había en la bolsa. Como está desnutrida, adivino que no hace mucho que tiene el dinero. Su ropa es barata. Si el dinero es suyo, es una excéntrica que guarda cada penique; pero es demasiado joven para haber acumulado tanto. Imagino que está huyendo –concluyó.

–Eso significa que habrá que seguir vigilándola.

–Puedo ayudar cuando me necesitéis. Puedo turnarme contigo en el hospital, Clint –ofreció Ryan. Miró a Alex–. También a ti, Alex, para lo que quieras.

–Gracias –contestó Alex.

–Pero tú quedas solo a cargo de la nena –le dijo Ryan a David.

–Ya lo había supuesto –dijo David con resignación–. ¿Cuándo vuelven Travis y Darin?

–No lo sé, pero nos vendría bien su ayuda –contestó Ryan–. Llamaré a Travis.

–¿Qué hacemos a continuación? –preguntó Clint.

–Seguiré intentando descubrir la identidad de la mujer y quién le dio la tarjeta. Preguntaré aquí en el club –ofreció Alex–. Guardé el dinero en la caja fuerte y seguiré en contacto con el jefe de policía –sus ojos verdes chispearon–. Así que, David, tú seguirás de papá. La pequeña Autumn parece feliz.

–Lo está. Pronto tendrá niñera.

–¿Quién es? –preguntó Alex.

–Marissa Wilder.

–Conozco a su hermana –intervino Ryan.

–Karen Wilder –dijo Alex–. Salí con ella una vez. Era más juerguista que su hermanita pequeña. Ahora está casada y tiene unos cuantos críos.

–¿Así que mi niñera es de fiar?

–¿No lo has comprobado? –preguntó Clint–. Puedo investigar, pero no creo que haga falta, si conocéis a su familia. ¿No lo has comprobado? –repitió.

–Diablos, no –estalló David–. Si hubieras pasado toda la noche en vela cambiando pañales e intentando que un bebé tragase biberones y dejase de llorar, también habrías contratado a la primera niñera que vieses. A Marissa se le dan bien los niños.

–Sigue así, papá. Lo harás bien –bromeó Alex. Se frotó la frente–. Creo recordar que Marissa Wilder estaba casada.

–Ahora no –dijo David–. Se lo pregunté.

–Sí que lo estaba –intervino Clint–. Con un tipo que era médico. Después de divorciarse, se casó de nuevo y se trasladó a Midland.

–Me daría igual que hubiera tenido cinco maridos –rezongó David. Los demás se echaron a reír.

–Me voy –dijo Clint, poniéndose en pie. Tenía aspecto solemne y expresión preocupada. David lamentó que estuviera involucrado en el asunto; no necesitaba más dolor en su vida–. La verdad, David. Tienes aspecto de haber pasado una noche horrible.

David hizo un gesto de despedida con la mano.

–Saldré contigo, Clint –Ryan se levantó también.

–Será mejor que me vaya mientras sigue dormida –dijo David–. Si se despierta con hambre, oirán sus gritos por todo el club. David levantó la cuna de viaje y la bolsa de pañales. La niña movió la mano y se quedó quieta de nuevo.

–Parece una bebé muy pacífica –dijo Alex, saliendo con David a la luz del sol–. Tenemos las manos llenas. Me pregunto quién golpeó a nuestra desconocida. Y quién intenta quitarle el bebé y por qué. Podría ser el padre, o parientes. Tengo muchas preguntas y ninguna respuesta. Es una pena que la nena no pueda hablar.

–Tiene buenas cuerdas vocales, pero no conversa.

–Te acostumbrarás, y ahora tienes ayuda –Alex sonrió–. Por lo que recuerdo, los Wilder son una buena familia. Sus padres hacen trabajos benéficos… creo.

–Me dijo que estaban fuera del país. Mantennos informados, Alex.

–Lo haré. En cuanto sepa algo, os lo diré. Esa mujer no salió de la nada. Y en su pasado tiene que haber alguien del club. Seguiré investigando. Tú ocúpate de la nena; así serás un experto cuando te cases y seas papá.

–Ya –rezongó David–. Nunca he pensado en casarme, y ahora estoy seguro de que no lo haré. Crecí sin madre y sin apenas ver a mi padre; no sé nada de estas cosas de familia.

–Estás aprendiendo. No desperdicies tus conocimientos –lo pinchó Alex–. Sería una pena.

–Lo que tú digas –David fue hacia su coche–. Este deportivo no está diseñado para un bebé –dijo para sí, mientras intentaba asegurar la cuna en el asiento trasero. Miró a la nena, que aún dormía, y le acarició el pelo–. Preciosa, has sido un angelito. Cumpliré mi promesa y compraré una mecedora de camino a casa.

Cerró la puerta con cuidado y vio a Clint saliendo del aparcamiento. Lo llamó, le llevó la cuna prestada y le pidió que la devolviera al hospital.

–Duerme, pequeña –dijo al arrancar el motor–. Supongo que estás descansando para esta noche, pero eso queda entre tú y tu niñera. Yo voy a dormir doce horas.

Autumn siguió durmiendo mientras David compraba una mecedora y pedía que se la llevaran esa tarde. Rezando para que siguiera así hasta llegar a casa, volvió por el camino más corto. Poco después llegó ante las verjas de hierro y el poste con un cartel que decía Rancho TX S. Levantando una nube de polvo, recorrió el camino de gravilla.

Soltó un suspiro de alivio cuando divisó la casa. Adoraba el rancho. Era su hogar y sus recuerdos de infancia más felices se habían generado allí.

La casa había sido construida a finales de 1800. David había pasado horas subido a su tejado y columpiándose en las ramas de los altos robles que daban sombra al jardín. Ahora era su refugio del mundo.

Detrás había un granero, un barracón, un corral y otros anexos. En la distancia se veían varias casas más.

Cuando llegaba al garaje, un perro negro y marrón corrió hacia el coche agitando el rabo. David aparcó, bajó y le rascó la cabeza.

–Vamos, General, apártate. Una bebita ha venido a vivir con nosotros, y es demasiado pequeña para que juegues con ella.

En ese momento, Autumn se estiró y parpadeó.

–Estamos en casa, pequeña. Enseguida te cambiaré y te daré de comer. Empiezo a ser un experto en esto –dijo, entrando en la casa.

Miró la mecedora que había en el porche y poco después salió para meterla en la espaciosa cocina, que tenía una zona de estar en un extremo. Sacó a Autumn de la cuna de viaje, la apoyó en su hombro y fue a por el biberón que había preparado.

–Preciosa, ya te he cambiado el pañal. Ahora podemos mecernos mientras comes, eso te gustará –se sentó y la colocó en sus brazos, como había visto hacer a Marissa. Segundos después, Autumn succionaba y David se mecía, encantado–. Empiezo a dominar esto –dijo–, pero me alegrará ver llegar a tu niñera.

Miró a su alrededor. Gertie, el ama de llaves, había recogido el caos de la noche anterior. Las encimeras de azulejos y el suelo de terracota volvían a estar inmaculados. Los armarios eran de madera y una barra separaba la zona de cocina de la de estar, en la que había una chimenea de piedra, un sofá y dos sillones. Al otro lado había una mesa ovalada con doce sillas, junto a un mirador. Era una habitación práctica, cómoda y bien equipada; una de las favoritas de David.

Sentado en la mecedora, en medio de la zona de estar, David miró a la bebé. Se preguntó si él había sido tan pequeño una vez, y si su madre lo había mecido aquellos primeros meses, antes de morir. Estaba seguro de que su padre no lo había hecho. No se lo imaginaba ocupándose de un bebé.

Miró el reloj. Eran las cuatro menos cinco. Esperaba que Marissa apareciera. Había llamado a Gertie desde el club para que le preparase un dormitorio. Oyó el sonido de un coche y suspiró con alivio. Cuando sonó el timbre, se levantó intentando no molestar a Autumn, que seguía bebiendo su biberón. Abrió la puerta con la niña en brazos y se quedó asombrado.

Deseó preguntar «¿Quién eres tú?», pero se enfrentaba a los mismos ojos chocolate y la misma deliciosa boca. Las extrañas ropas y el maquillaje habían desaparecido. Tenía ante él a una mujer deslumbrante, toda curvas y piernas, de cintura estrecha. Su rostro estaba enmarcado por una sedosa cortina de cabello rubio oscuro. Las mejillas eran levemente rosadas, de piel perfecta. Llevaba una camisa de algodón azul, remetida en una falda azul marino.

–No pareces la misma –farfulló, sin pensarlo. Ella esbozó la misma sonrisa adorable, derritiéndolo.

–No. Me temo que no llegamos a comentar mi atuendo esta mañana. Había una oferta especial en la tienda, y todos íbamos disfrazados de personajes de canciones infantiles. Yo iba de Bo-Peep, la pastorcilla.

Marissa arqueó una ceja al ver que él la miraba desconcertado, como si no conociese al personaje que había perdido sus ovejitas, pero no hizo ningún comentario.

–Veo que Autumn está muy bien –David se dio cuenta que seguían en la puerta; la estaba devorando con los ojos y no la había invitado a entrar.

–Adelante –se apartó rápidamente–. ¿Tus cosas están en el coche?

–Sí.

–Te ayudaré a traerlas. Espera a que termine de darle de comer a Autumn y te lo enseñaré todo. Estaba en la cocina. Metí la mecedora del porche –dijo. Se dio cuenta de que estaba parloteando, por primera vez en su vida. Le daba vueltas la cabeza. Creía haber contratado a una niñera competente, pero también era una mujer muy atractiva. ¿Cómo iba a vivir con ella en la misma casa?

Con una mano, tiró de la mecedora y la acercó a la chimenea. Señaló el sofá con una mano.

–Siéntate.

Marissa lo hizo, cruzando sus largas y bonitas piernas. Él se dio cuenta de que la estaba mirando de nuevo, y sudaba. Alzó la cabeza.

–Compré una mecedora antes de volver a casa. La traerán más tarde. Ésta es la del porche y, la verdad, había olvidado que la tenía.

–Autumn ya lleva más de medio biberón. Tendrías que hacerla eructar –sugirió Marissa.

–¿Qué?

–Los bebés tragan aire al succionar. Espera, te enseñaré. ¿Dónde están los paños de cocina?

–En el tercer cajón, junto al frigorífico.