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David Sorrenson había sido militar, por lo que sabía mucho sobre el peligro y la seguridad, pero nada sobre niños. Marissa Wilder era su única solución. Aquella muchacha sensata y familiar sabía muy bien cómo cuidar a un niño y aceptó el trabajo de niñera… que la obligaría a vivir en el rancho de David. Él soñaba con compartir con Marissa una noche de pasión… o dos, aunque sabía que ella merecía algo mucho más duradero. Vivir con ella le haría sentirse muy confundido, tanto que incluso podría pensar que se estaba enamorando…
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Seitenzahl: 192
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Sara Orwig
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El hijo de otro, n.º 1439 - julio 2024
Título original: ENTANGLED WITH A TEXAN
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741645
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
La intuición le dijo que algo iba mal. La última vez que se había sentido así fue diez minutos antes de ser derribado por un francotirador en tierras lejanas.
A pesar de la buena comida y la fantástica compañía, David Sorrenson se removió en la silla, inquieto; no le gustaba la sensación que tenía. Intentó dejarla de lado como ridícula. Estaba en casa y a salvo, no tenía por qué preocuparse.
El frío de esa noche del tres de noviembre hacía aún más atractiva la cena semanal en el Royal Diner. En la rocola sonaban clásicos del rock and roll y el apetitoso olor de las hamburguesas de Manny inundaba el local. Había pocas mesas llenas, y los taburetes de vinilo rojo de la barra estaban vacíos.
David no entendía por qué se sentía inquieto en una atmósfera tan relajada. Era agradable estar de nuevo en Royal, Texas, su pueblo natal, con sus amigos, y haber terminado con Operaciones Especiales de la fuerza aérea.
David se rió del chiste que estaba contando Alex Kent. Los ojos verdes de su amigo chispeaban. David conocía a Alex desde la infancia. Ambos tenían treinta y cinco años y tenían mucho en común: ambos habían crecido sin madre, habían ido juntos al colegio y David trabajaba con Operaciones Especiales y Alex con el FBI. Sin embargo, había muchas diferencias. Alex, que atraía a las mujeres como una flor a las abejas, parecía perfectamente cómodo con su vida; David, en cambio, últimamente se encontraba en una encrucijada.
–David, pareces ausente –dijo Clint Andover.
–No, estoy aquí. Es agradable comer el chili de Manny y oíros charlar.
–Es una pena que Ryan no haya podido venir –comentó Alex, refiriéndose a otro amigo común.
–Tenía una cita esta noche –comentó David–. Va a convertirse en tu rival con las damas, Alex.
La campanilla que había sobre la puerta tintineó. David vio a una mujer con un bebé y una bolsa de pañales entrar tambaleándose a la cafetería.
–Oh, oh –masculló David, poniéndose en pie. Sus amigos hicieron lo mismo.
Bajo una larga melena castaña y alborotada, se veía sangre; la mujer parecía haberse caído de un coche. Llevaba un suéter de tela vaquera y un abrigo gris de paño, rasgado y manchado de barro. Estaba pálida y parecía a punto de desmoronarse.
Los tres hombres se lanzaron hacia ella. Clint Andover la atrapó entre sus brazos, David agarró al bebé envuelto en mantas y Alex se ocupó de la bolsa de pañales mientras pedía una ambulancia por el móvil.
La mujer parpadeó. Unos enormes ojos color violeta con pestañas espesas los miraron.
–No dejéis que se lleven… a mi nena…, no dejéis que se lleven a Autumn… –susurró. Parpadeó de nuevo y perdió el conocimiento en brazos de Clint.
La bebé empezó a llorar. David le dio unos golpecitos cariñosos y Clint depositó a la mujer en el suelo. Manny se acercó con un abrigo salpicado de grasa.
–Aquí hay un abrigo…
Clint tapó a la mujer y David siguió acunando al bebé. Para su sorpresa, dejó de llorar y lo miró con grandes ojos azul oscuro.
–Un ambulancia viene de camino –dijo Alex. Manny regresó a la cocina mientras el resto de los comensales observaba la escena con asombro.
Alex se inclinó hacia la mujer y le quitó un papel arrugado de la mano. Lo estiró y los tres amigos se miraron. Todos reconocieron la tarjeta del Club de Ganaderos Texas.
Como miembro del prestigioso club social, David sabía, igual que sus amigos, que el Club de Ganaderos Texas era una fachada. Sus miembros trabajaban en misiones secretas para salvar vidas inocentes. Esa noche, otros dos miembros del grupo de amigos, Travis Whelan y Sheik Darin ibn Shakir estaban fuera del país, en misión confidencial. Era obvio que la mujer que yacía en el suelo había ido allí buscando la ayuda de un miembro del Club de Ganaderos Texas.
Tenía un cardenal en una mejilla y una herida en la cabeza, Clint contenía la hemorragia con un pañuelo. En la distancia se oyó un sirena.
–Está aquí buscando ayuda del club –murmuró David–. No podemos dejar que se la lleven sin más.
–Estoy de acuerdo –contestó Clint. Alex asintió.
–Tendremos que ir en la ambulancia. Y no podemos permitir que le quiten a la bebé –siguió David.
–He mirado en la bolsa –comentó Alex con voz grave–. Hay pañales, biberones y leche en polvo, pero también un montón de dinero. Billetes grandes.
David soltó una exclamación. Con la bebé bajo un brazo, se inclinó y tomó el pulso a la mujer. Abrió sus ojos y vio que tenía una pupila más dilatada que otra.
–Está mal –dijo David–. Su pulso es débil.
–Si le ocurre algo, no podemos permitir que el estado se quede con la bebé hasta averiguar quién le dio esa tarjeta –dijo Alex.
–Llama a Justin Webb –sugirió David, pensando en un médico amigo, miembro del club–. Dile que se reúna con nosotros en el hospital; le pediremos que examine a la nena. No es pediatra, pero tiene influencias en el hospital y podrá ayudarnos.
Mientras Alex hacía la llamada, dos enfermeros entraron por la puerta. David reconoció a uno de ellos: Carsten Kramer.
–¿Alguien ha visto qué ha ocurrido? –preguntó Carsten, mientras su compañero examinaba a la mujer. David le puso al día. Un segundo después, Alex le hizo un gesto, indicando que Justin Webb se reuniría con ellos en el hospital.
Poco después, la mujer, con una vía intravenosa y una mascarilla de oxígeno, fue trasladada a una ambulancia. Clint Andover subió con ella y David y Alex decidieron seguirla en el coche. David, aunque no le gustaba la idea, le entregó la bebé a un enfermero.
–Manny, te pagaremos después –gritó David por encima del hombro; él y Alex agarraron sus abrigos y corrieron tras Clint y los médicos.
El viaje al hospital les pareció interminable, aunque David sabía que no estaba lejos de la Royal Diner. David se preguntó de dónde había salido la mujer y quién le había entregado la tarjeta.
Alex y él, con la bolsa de pañales, entraron al hospital justo cuando la camilla con la mujer inconsciente desaparecía tras una puerta doble. Se reunieron con Clint y le comunicaron que debían esperar.
Tres minutos después, un hombre alto y de pelo castaño, Justin Webb, entró y saludó a los tres.
–Gracias por venir tan rápido –dijo David–. Ya se han llevado a la mujer y a la bebé a una sala de examen.
–¿Quién es? –preguntó Justin.
David le contó lo sucedido en el restaurante.
–Parece que lo que empezó como una noche tranquila en el Royal se ha convertido en un problema para vosotros, chicos –dijo él–. Echaré un vistazo a la bebé.
–¡Gracias! –exclamó David con alivio–. Nos gustaría ocuparnos de ella hasta que pueda hacerlo su madre.
–Si la madre no puede cuidarla durante unos días, intentaré que os la dejen, afirmó Justin con solemnidad.
–Hará todo lo posible por cumplir su promesa –dijo David, viendo alejarse al alto médico, uno de los mejores cirujanos plásticos del suroeste del país.
–Ha pasado por esto con su propia familia –comentó Alex, mientras los tres iban a sentarse.
La hija mayor de Justin, Angel, había sido abandonada ante la puerta de la casa de su esposa, antes de que Justin y Winona se casaran. La habían adoptado.
–Justin y Winona adoran a esa niña –añadió Clint.
–Justin hará cuanto pueda para impedir que la bebé sea entregada a Protección de Menores –dijo David.
–Aunque intentemos mantener esto en secreto, es sólo cuestión de tiempo que notifiquen a la policía –dijo Alex Kent, sacando el teléfono móvil–. Me sorprende que no estén ya aquí. Llamaré a Wayne Vicente, hemos trabajado juntos otras veces.
–Buena idea, Alex –aprobó Clint.
David se recostó en la silla y cruzó las piernas, mientras escuchaba a su amigo hablar en voz baja con el jefe de policía.
–Vicente estará aquí enseguida –informó Alex, guardando el teléfono.
–He estado pensando en la mujer –dijo Clint–. Con todo ese dinero, una herida en la cabeza y esa bebé, debe estar en peligro. Si la retienen en el hospital, creo que uno de nosotros debería vigilar su habitación.
–Cierto –afirmó David–. ¿Qué dices, Clint? Tú eres el experto en seguridad.
–Creo que podré reorganizar mi agenda para quedarme –Clint encogió los hombros–. Sí, yo lo haré.
–Bien –Alex tocó la bolsa de pañales–. Yo me ocuparé de la policía y pondré el dinero en lugar seguro, a no ser que Vicente lo confisque. Al menos hasta que la madre pueda ocuparse.
–Yo puedo ayudarte –se ofreció David.
–David, tú ocúpate del bebé –dijo Clint–. Uno de nosotros debe hacerlo.
–Si hace falta –contestó David, suponiendo que dejarían a la niña en la habitación, con su madre.
Los tres amigos se quedaron en silencio hasta que un hombre uniformado entró en la sala de espera. Alex se puso en pie y fue a saludar al jefe de policía.
–Supongo que recuerdas a David Sorrenson y a Clint Andover –dijo Alex.
–Desde luego. Hablé con Clint hace tres o cuatro días –comentó Vicente, ofreciéndole la mano.
–Así es –contestó Clint, dándole un apretón.
–Aquí está la bolsa con el dinero –dijo Alex. Los cuatro se sentaron y Vicente abrió la bolsa de pañales color turquesa y rosa. Soltó un silbido–. Esa mujer debe tener problemas. Esto es una fortuna.
–No sabemos nada de ella, pero queremos ayudarla –afirmó Clint–. Debe haber tenido una buena razón para venir a Royal.
–De acuerdo, Alex –el jefe de policía se frotó la frente–. Redactaré un informe. Pon el dinero en lugar seguro y mantenme al tanto de lo que ocurra. Ahora hablaré con el médico sobre la mujer y su bebé.
–Gracias –dijo Alex. Los tres hombres se pusieron en pie y el policía desapareció tras una puerta. Media hora después llegó una enfermera.
–El doctor Webb me ha pedido que viniera a buscarlos –dijo. Los tres la siguieron por un pasillo hasta una sala. Dentro estaba Justin dando un biberón a la bebé.
–Esta niña está sana y hambrienta –dijo él–. Me alegro de que llamarais. Debe tener entre cinco y diez días; el cordón umbilical aún no se ha caído. La madre está en coma y no puede ocuparse de ella.
David miró a la diminuta criatura y se le encogió el estómago. No se sentía capaz de ocuparse de ella. Intentó concentrarse en las palabras de Justin.
–Los médicos no han podido identificarla. No saben cómo llegó a la ciudad ni de dónde viene. ¿No llevaba bolso? –Justin los miró interrogativamente.
–Sabemos lo mismo que tú, Justin –dijo David.
–Cuando la trasladen a una habitación, me quedaré a vigilarla –dijo Clint–. Creemos que está en peligro, y parece que esto va a durar más de lo que esperábamos. Contábamos con que nos diera unas respuestas en las siguientes horas.
–No lo creo –afirmó Justin–. La pondrán en Cuidados Intensivos, pero me parece bien que alguien la vigile. Si alguien está empeñado en herirla, no sería difícil. Está muy grave.
–Diablos –exclamó David, recordando la mirada desesperada de los ojos color violeta.
–Su médico, Harry McDougal, cree que sufrió el golpe en la cabeza con un objeto contundente, así que es probable que esté huyendo de alguien –explicó Justin.
–Llamó Autumn a la bebé –dijo Clint. Los cuatro hombres miraron a la bebé.
–Ah, la pequeña Autumn –dijo Justin, sonriendo a la criatura que tenía en brazos–. Bien, chicos. Clint se quedará en el hospital para proteger a la mujer misterio.
–Yo me ocuparé del dinero y de averiguar cuanto pueda sobre ella –apuntó Alex.
–¿Quién se queda con Autumn? –preguntó Justin.
–Supongo que yo, pero no sé nada de bebés –admitió David–. ¿Alguien quiere cambiar su trabajo con el mío? –preguntó con cierta desesperación.
–Todos tenemos nuestras tareas –Alex lo miró con expresión divertida–. Vamos, David, es hora de que algo interrumpa esa ordenada vida que llevas.
–Sí, muy ordenada –David miró a la bebé–. El año pasado estaba recibiendo tiros y dando gracias al cielo por seguir vivo.
–Royal es muy tranquilo –dijo Alex–. Tú te quedas con la nena. Además, ninguno de nosotros es experto en bebés. Te dejaremos con Justin para que te dé instrucciones.
–¡Eh! Esperad un minuto –exclamó David, sintiendo una punzada de pánico–. Es en serio. Nunca he tenido a un bebé en brazos.
–Entonces, ya es hora de que pruebes –dijo Alex–. Iremos a encargarnos de nuestras tareas y te dejaremos con la tuya. Será mejor que acordemos una reunión.
–De acuerdo. Mañana por la mañana –sugirió David, mirando el bulto que Justin tenía en brazos. Sólo veía una cabecita redonda con mechones de pelo castaño claro–. Nos veremos en el club a mediodía.
–Allí estaremos –prometió Clint, yendo hacia la puerta con Alex–. Gracias, Justin.
–No sé que hacer con un bebé –repitió David, con las manos en las caderas–. Estoy entrenado para hacer lo que van a hacer ellos.
–Sólo dale de comer, cámbiala y tenla en brazos, lo harás bien –dijo Justin.
–¿Cuándo le doy de comer? ¿En el desayuno, en la comida y en la cena?
–¿Has vivido debajo de una piedra? ¿Es que esas fantásticas mujeres con las que sales no tienen bebés?
–No. Y en mi familia no había bebés –aclaró David con voz tensa, preguntándose si habría alguna manera de librarse de su tarea.
–Imagino que esta nena necesitará un biberón cada dos horas.
–¡Cada dos horas! –exclamó David, atónito.
–Sí, David –afirmó Justin, intentando contener la sonrisa–. Deja que te enseñe a cambiar un pañal y la gasa del ombligo –Justin colocó a la bebé sobre la cama y David se acercó.
–¡Vamos, amigo! –Justin dejó escapar una carcajada, quince minutos después–. Es fácil. Estoy seguro que podías desmontar ese rifle que cargabas con los ojos vendados, en segundos. Sé que tienes cerebro suficiente para aprender a poner pañales a esta diminuta criatura.
–Un rifle es mucho más sencillo –escupió David–. Y ella no hace más que mover las piernas. Un rifle se queda quieto.
–Aprenderás. Si superaste el adiestramiento de Operaciones Especiales de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, conseguirás superar esto. Creo recordar que tienes una licenciatura de Harvard. Así que vuelve a intentarlo. Y te aviso que se está portando muy bien. A estas alturas, la mayoría de los bebés estarían montando un escándalo infernal. Es una muñeca –la voz de Justin se suavizó–. Echo de menos tener un bebé.
–Entonces, ¿por qué no… ?
–No. Ni lo sugieras –Justin movió la cabeza con firmeza–. Winona me echaría de casa. No puedo aparecer con un bebé al que tendríamos que renunciar dentro de unos días. Cambia ese pañal.
–Empiezo a arrepentirme de haberte llamado. No estoy preparado para esto. Mira lo pequeña que es. Me da miedo hacerle daño.
–No se lo harás. No va a romperse –dijo Justin con una sonrisa–. Ten cuidado, igual que lo tenías con tu M16 o el arma que llevaras. Si conseguiste entrar en las Fuerzas Especiales, puedes hacer esto.
–Un bebé es algo muy distinto –David apretó los dientes–. No se queda quieta –forcejeó con el pañal, pero finalmente consiguió ponérselo y dejó escapar un suspiro de alivio al ver que no se caía–. ¡Ya está!
–¡Felicidades! ¡Sabía que lo conseguirías! –Justin le dio una palmadita en el hombro.
–Ya vale, Webb –ladró David–. ¿Qué más necesito saber?
–¿Sabes cómo preparar su comida?
–¿Qué?
–Esto es lo que come –Justin le mostró seis botes–. Las instrucciones para mezclarlo están en la lata. Te daré latas, pañales y biberones…
–¿No puede beber leche de la nevera? –preguntó David, leyendo las instrucciones de la lata.
–No, claro que no puede –contestó Justin con paciencia–. Mañana tendrás que comprarle ropa, a no ser que haya en la bolsa, con todo ese dinero que mencionó Alex.
–¡Caramba! ¿Cómo puede algo tan pequeño necesitar tantas cosas y tantos cuidados? –exclamó David, asustado por el lío en el que se había metido.
–Amigo, si la cuidas durante más de tres días, nunca querrás apartarte de ella.
–No lo creo –David miró a la bebé, que había cerrado los ojos–. ¿Está bien?
–Se ha dormido. Ha comido y la has agotado con tus prácticas poniendo pañales. Creo que es hora de que vuelva a casa con mi familia.
–Gracias por esto, Justin. ¿Puedo llamarte si tengo preguntas?
–Sí, pero relájate. Es un encanto –Justin lo miró de reojo–. ¿No tienes una cuna de viaje, verdad?
–¿Qué?
–No sé ni por qué lo pregunto. No puedes colocarla en el asiento. Necesitas que vaya segura. Supongo que encontraré a una enfermera que nos preste una. Espérame aquí –le entregó a la bebé. David la miró, asombrado por lo diminuta que era.
–¿Cómo puede ser tan complicada cuando me cabe en las manos? –preguntó David, pero su amigo ya había salido–. Haré lo que pueda por ti; siento no saber nada de bebés –susurró, admirando sus manitas, diminutas y perfectas. Le acarició la mejilla.
Justin regresó unos minutos después y le dio las últimas instrucciones.
–No te preocupes. Lo harás muy bien.
–Vale. Nos vemos, Justin –David fue a buscar a Alex y a recuperar lo que hubiera en la bolsa de pañales que perteneciera al bebé. Después se despidió de sus amigos y salió del hospital con la nena en brazos.
–¿Qué voy a hacer contigo? –le dijo con voz suave. Condujo en la oscura y fría noche, agradeciendo que la niña durmiera, pero con los nervios a flor de piel.
Las luces de su casa se encendieron cuando se acercó a la propiedad. David aparcó y salió con la niña, la cuna y todas sus cosas. Cruzó el porche, abrió la puerta, apagó la alarma y encendió las luces.
Minutos después estaba en su dormitorio con la cuna en medio de la cama. La bebé no encajaba en la masculina habitación, decorada en verde oscuro y marrón. Se rascó la cabeza, preguntándose qué haría cuando se despertara. Unos segundos después, la nena se movió y empezó a llorar.
David la soltó, le cambió el pañal, con menos problemas que antes, preparó un biberón y se lo dio. Después la puso en la cama, a su lado. Exhausto, durmió lo que le parecieron diez minutos y la niña volvió a llorar.
Para las tres de la mañana, la cocina era un caos de biberones medio vacíos, latas y ropa de bebé manchada de leche. Mientras ella gritaba y pataleaba, calentó otro biberón para intentar calmarla de nuevo.
–Ay, chiquitina, ¿qué quieres? –preguntó con desesperación. Sabía que si llamaba a Justin, se reiría de él.
A las cuatro volvió a acostarla. Se había dormido por fin. Una hora después volvió a despertarlo su llanto.
Le pareció que la noche duraba más de trescientas horas. Por la mañana, David sabía que necesitaba encontrar a una niñera.
Durante la noche se había destrozado el cerebro pensando en todas las mujeres con las que había salido, pero no se le ocurrió ninguna candidata que fuese a estar dispuesta a ocuparse de una bebé.
Puso un anuncio en el periódico solicitando niñera, aunque sabía que tardaría días en conseguir resultados. Su cocinera y ama de llaves intentó echarle una mano cuando llegó, pero Gertie Jones seguía soltera a los sesenta años y sabía tan poco de bebés como David.
En cuanto pudo, fue a Royal a una tienda de productos infantiles, con la niña. Desde que había regresado de su trabajo en el ejército, David solía disfrutar conduciendo por Royal. La calle principal era un lugar muy concurrido del pequeño y rico pueblo al oeste de Texas, rodeado de campos petrolíferos y ranchos. Pero ese día no veía lo que le rodeaba; era un hombre con una misión: buscar ayuda.
David esperó a que la tienda abriese y entró con otros muchos clientes. Sintiéndose perdido, recorrió pasillos de vestidos diminutos hasta que llegó a la zona de pañales, camisetas y sonajeros. Mientras buscaba a una dependienta, Autumn empezó a llorar.
–Oh, por favor, no llores –dijo David. Desesperado, buscó a una dependienta, meciendo a la niña en brazos–. No llores, nenita –David estaba desesperado.
No se había afeitado y se había puesto unos vaqueros y la primera camisa que había encontrado. Sospechaba que tenía el pelo de punta, pero eso no le importaba en ese momento.
–Autumn, nena, no llores –suplicó. Oyó a alguien moverse y vio a una dependienta agachándose tras un mostrador. Corrió hacia ella como si fuera un bote salvavidas en medio de una tormenta.
–¿Puede ayudarme? –preguntó.
La dependienta se irguió y David la miró con sorpresa. Ella abrió los ojos de par en par.
La mujer llevaba un sombrero rosa de los que sólo había visto en películas y en fotos de su tatarabuela, y un vestido floreado cubierto de volantes y lazos de terciopelo rosa. Tenía el cabello rubio oscuro recogido en dos coletas y círculos rojos en las mejillas. Sus pestañas eran tan espesas que parecía imposible que pudiera mantener abiertos los ojos color chocolate que lo observaban con intensidad. Los labios eran rojos, seductores y atractivos.