El hijo del conde - Jessica Gilmore - E-Book
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El hijo del conde E-Book

Jessica Gilmore

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Beschreibung

Estaba dispuesto a reclamar a su heredero Había sido la noche más increíble de su vida, aunque Daisy Huntingdon-Cross no imaginaba volver a ver a su amante del día de San Valentín. Pero seis semanas después, su mundo dio un brusco giro. ¡Estaba embarazada! Tenía que contárselo al padre. Claro que el hombre al que había conocido como Seb también tenía sus secretos. Era Sebastian Beresford, conde de Holgate, y no un empleado más del castillo en el que se habían encontrado. ¡Era el dueño! Y al enterarse de la noticia, Seb estaba decidido a reconocer a su heredero… empezando por una boda.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2015 Jessica Gilmore

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El hijo del conde, n.º 130 - noviembre 2015

Título original: Expecting the Earl’s Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7292-9

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

–¡OH, NO!

Daisy Huntingdon-Cross resbaló en el hielo y miró su coche consternada.

No, consternación se sentía cuando se manchaba de café o vino una camiseta blanca. Su corazón se aceleró mientras el pánico aumentaba. Aquello, pensó Daisy observando la nieve que se acumulaba sobre su coche, era una catástrofe.

Llevaba toda la tarde y la noche nevando. Habría sido un bonito fondo para las fotos de boda que había estado haciendo durante las últimas doce horas, pero la nieve había empezado a cuajar y se amontonaba cubriendo las ruedas. Su pequeño y desvencijado coche, perfecto para moverse por Londres, no era fiable en nevadas y heladas, tal y como estaba comprobando.

Daisy se cambió de hombro la pesada bolsa y miró a su alrededor. Era el único coche en el aparcamiento.

De hecho, ella era la única persona en el aparcamiento, por no decir en todo el castillo. Un escalofrío le recorrió la espalda, y no solo por el frío o la nieve que sentía con aquel calzado tan inapropiado. El castillo Hawksley era un lugar maravilloso y romántico, y más aún cuando estaba iluminado por la noche. Pero bajo los parapetos, con la silueta del prominente y sombrío torreón acechando en lo alto y con la tenue luz de la farola como única iluminación, no resultaba tan romántico. Más bien, parecía el escenario de una película de terror.

–No salga corriendo hacia el bosque.

Miró asustada hacia atrás. La situación ya era bastante terrorífica sin necesidad de presencias paranormales. Además, era el Día de San Valentín. Los únicos fantasmas merodeando debían de ser los de los amantes del pasado.

Daisy volvió a estremecerse cuando sus pies pasaron de estar fríos y mojados a congelados.

¿Por qué se había quedado a fotografiar a los últimos invitados? Ya habrían llegado todos al pueblo en los minibuses que los habían recogido a las puertas del castillo y estarían tomando ponche caliente ante una chimenea. Podía haberse marchado hacía tres horas, después del primer baile, antes de que los suaves copos de nieve pasaran a ser una densa cortina blanca.

Pero no, ella siempre había tenido que ir un paso más allá, ofrecer ese poco más que sus competidores, incluyendo un blog de fotos que prometía tener listo antes de medianoche.

Poco quedaba para la medianoche.

–A ver. Tengo varias posibilidades. La primera es ir andando al pueblo. Está a unos tres kilómetros y así entraré en calor –dijo en voz alta para intentar calmarse–. La segunda: puedo intentar quitar la nieve –añadió, y miró con escepticismo a su alrededor–. Tres…

Se había quedado sin opciones. Las únicas que tenía eran caminar o retirar la nieve con una pala.

–Tercera: le puedo conseguir unas cadenas.

Daisy apenas pudo contener el sobresalto que aquella profunda voz masculina le produjo al interrumpir su soliloquio. Se volvió, a punto de perder el equilibrio, y se encontró a la altura de un pecho cubierto por un forro polar. Era fuerte y ancho.

–¿De dónde ha salido? Me ha dado un susto de muerte.

Daisy dio un paso atrás y se quedó mirando a su salvador. Al menos, esperaba que fuera eso, su salvador.

–Estaba cerrando. Pensé que ya se habían ido todos los invitados de la boda –contestó, y la miró de arriba abajo–. No parece llevar una ropa muy adecuada para este tiempo.

–Vengo de la boda –replicó ella estirándose el vestido de seda–. Pero no soy una invitada, soy la fotógrafa.

–Claro –dijo el hombre, esbozando una media sonrisa.

Aquel gesto aportó una expresión más cálida a la seriedad de su rostro, dándole un aire mucho más atractivo. Era alto, algo más que Daisy que con su metro ochenta superaba a la mayoría de los hombres que conocía, y el pelo oscuro y desaliñado le caía sobre la cara.

–Fotógrafa o invitada, seguramente no querrá pasar la noche aquí, así que será mejor que le consiga unas cadenas para que pueda salir con esa tartana a la carretera. Debería poner unos neumáticos de invierno.

–No es una tartana y, en Londres, no son necesarios los neumáticos de invierno.

–No está en Londres.

Daisy se mordió el labio inferior. Aquel hombre tenía razón y no estaba en posición de discutir.

–Gracias.

–No se preocupe, no quisiera que muriera congelada en este recinto. Imagínese todo el papeleo. Por cierto, está temblando. Venga dentro para entrar en calor. Puedo dejarle unos calcetines y un abrigo. No puede conducir así de vuelta.

Daisy abrió la boca para negarse, pero volvió a cerrarla. No parecía un asesino en serie y sentía más frío por momentos. Si tenía que elegir entre morir de frío o arriesgarse y entrar dentro, se decantaba por lo último. Además…

–¿Qué hora es?

–Alrededor de las once, ¿por qué?

Nunca llegaría a tiempo a casa para publicar las fotos en el blog.

–¿Me dejaría usar su wifi antes? –preguntó esbozando una sonrisa–. Hay algo que tengo que hacer.

–¿A esta hora de la noche?

–Es parte de mi trabajo. No me llevará mucho.

Daisy levantó la vista. Sus miradas se encontraron y la respiración se le detuvo en la garganta.

–Supongo que puede usarlo mientras entra en calor.

La sonrisa del hombre permaneció unos instantes en sus labios y Daisy sintió que comenzaba a hervirle la sangre al ver la expresión de sus ojos. Si curvaba un poco más la boca, no iba a necesitar abrigo ni calcetines para descongelarse.

–Llámame Seb. Me encargo de cuidar de este sitio –dijo ofreciéndole la mano.

Daisy se la estrechó y sintió que le daba un vuelco el corazón cuando sus dedos se rozaron.

–Soy Daisy, encantada de conocerte, Seb.

Él no dijo nada más. Alargó el brazo, tomó su bolsa y se la colgó del hombro antes de volverse y comenzar a avanzar por la nieve.

Daisy aprovechó sus huellas y fue saltando de una a otra. Alto, moreno, guapo… y había acudido a su rescate el Día de San Valentín. Aquello era demasiado bonito para ser cierto.

Capítulo 1

Seis semanas más tarde

DAISY tuvo la sensación de un déjà vu al rodear el camino. Todo le resultaba muy familiar, a la vez que distinto.

La última vez que había estado en el castillo Hawksley y alrededores, todo había estado cubierto de nieve, una estampa invernal que parecía sacada de una película de época. En esa ocasión, el césped estaba verde y empezaban a asomar flores bajo el cálido sol de la primavera. El viejo torreón normando asomaba majestuoso a su izquierda. Los gruesos muros de piedra gris seguían conservando el mismo aspecto que debían de haber tenido mil años atrás, lo que resultaba un austero contraste con el edificio de estilo Tudor de tres plantas a ellos adosado.

Y justo enfrente de ella, la casa georgiana.

Daisy tragó saliva. Su intuición le decía que se diera media vuelta y saliera corriendo. Podía esperar unas semanas y volver a intentarlo entonces, quizá por carta. Después de todo, era muy pronto todavía…

Pero no. Se cuadró de hombros. Eso sería lo que haría una persona cobarde y a ella no la habían educado así. Tenía que hacer frente a los problemas, como siempre le había dicho su padre. Además, necesitaba hablar con alguien. No quería hacerlo con su familia, al menos no de momento, y ninguno de sus amigos lo entendería. Él era la única persona a quien aquello le afectaba tanto como a ella.

O tal vez no, pero tenía que correr el riesgo.

Decidida y con una sonrisa en los labios, estaba lista. Solo le quedaba dar con él.

El castillo tenía aspecto de estar cerrado. El pequeño despacho donde se vendían las entradas estaba cerrado y un cartel avisaba de que las instalaciones no abrirían hasta finales de mayo. Daisy dio una vuelta en busca de alguna señal de vida.

No vio a nadie.

Había una pequeña puerta gris al fondo del ala georgiana, que recordaba de su anterior visita. Era un buen lugar para empezar.

Daisy se acercó, tomándose su tiempo para disfrutar del ambiente fresco de la primavera. El cálido sol que sentía en la espalda le dio el coraje necesario para empujar la puerta. Estaba cerrada y no había timbre.

–Estupendo. Es como si no quisieran recibir visitas –murmuró.

Llamó dando unos golpes en la puerta y luego se quedó a la espera. Una sensación de anticipación le provocó un nudo en el estómago.

La puerta se abrió lentamente. Daisy tomó aire y contuvo la respiración. ¿Se acordaría de ella? ¿La creería?

Una silueta apareció en la puerta. Exhaló, sintiendo una mezcla de desilusión y alivio. A menos que Seb hubiera envejecido veinticinco años, hubiera perdido centímetros de altura y hubiera cambiado de sexo, no era él.

Daisy se echó un poco más hacia atrás el sombrero de fieltro y sonrió a la mujer de expresión severa que vigilaba la puerta con el rótulo de Privado.

–Disculpe, ¿puede decirme dónde puedo encontrar a Seb?

Su pregunta fue recibida con un cruce de brazos y la expresión de una arpía.

–¿Seb?

Había una nota de incredulidad en su voz. El mensaje era alto y claro: no iba a conseguir nada con una sonrisa. Pero tampoco parecía estar todo perdido.

–Sí.

Daisy se mordió el labio inferior, asustada. Esperaba no haberse equivocado de nombre. No recordaba aquella noche con claridad.

–El encargado de mantenimiento –añadió.

Eso sí lo recordaba.

–Tenemos un equipo que se ocupa del mantenimiento de la propiedad, pero no hay nadie que se llame Seb. Quizá se haya equivocado de sitio.

El modo en que miró a Daisy de arriba abajo era la confirmación de que se había equivocado de sitio.

¿Sería el color del pintalabios? Aquel rojo intenso no era un color que le gustase a todo el mundo. Era un tono demasiado vivo que hacía que Daisy se sintiese capaz de cualquier cosa. Incluso ese día.

Era como estar de vuelta en el colegio ante la mirada de desaprobación de la directora. Daisy se contuvo para no estirarse hasta las rodillas los pantalones cortos que llevaba ni abotonarse el chaleco que se había puesto sobre una camiseta blanca.

Dio un paso atrás y enderezó los hombros, preparada para la batalla. Había reproducido aquella mañana una y otra vez en su cabeza. En ningún momento había considerado la posibilidad de no encontrar a Seb o de descubrir que no existía.

¿Y si después de todo era un fantasma?

Seguramente no. Daisy no sabía bien qué era exactamente un ectoplasma, pero estaba convencida de que tenía que ser algo frío y pegajoso. Los fantasmas no tenían músculos cálidos y fuertes.

Apartó rápidamente aquel pensamiento y puso voz de colegiala disciplinada.

–Este es el castillo Hawksley, ¿verdad?

Por supuesto que lo era. En ningún otro lugar existía aquella peculiar combinación de estilo normando, mansión Tudor y casa de campo georgiana que hacían que el Hawksley se mantuviera entre las propiedades señoriales más importantes del país, según la revista Debutante.

Pero Daisy no estaba interesada en el significado histórico de edificios tan bien conservados. Lo único que quería era acceder al último tercio del castillo, al ala georgiana que constituía la parte privada.

–Sí, este es el castillo Hawksley y no abrimos hasta finales de mayo. Así que le sugiero, señorita, que vuelva para entonces y compre una entrada.

–Mire –dijo Daisy, cansada de mostrarse agradable–. No he venido de turismo. Estuve aquí hace seis semanas para la boda de los Porter-Halstead y me cayó una nevada. Seb me ayudó y necesito verlo para darle las gracias.

De ninguna manera iba a contarle a aquella mujer cuál era el verdadero motivo de su visita. Se quedaría de piedra.

–¿Seis semanas más tarde? –preguntó la mujer arqueando una ceja.

–No he venido aquí para recibir una lección de modales –dijo Daisy, y se arrepintió en cuanto aquel comentario salió de sus labios–. He estado ocupada. Pero mejor tarde que nunca. Pensé que era el encargado de mantenimiento. Parecía conocer muy bien este sitio. Estoy convencida de que trabaja aquí. Tiene un despacho. Es alto y con el pelo oscuro.

Además de tener unos impactantes ojos verdes, unos pómulos marcados y una boca firme que sabía usar muy bien.

Daisy apartó aquellos pensamientos y volvió a la realidad.

–Tenía una pala y cadenas para la nieve. Por eso pensé que sería el encargado de mantenimiento, pero quizá sea el administrador de la finca.

A menos que hubiera sido un invitado a la boda haciéndose pasar por quien no era. ¿Habría cometido una terrible equivocación? No, no iba vestido para una boda y había sabido muy bien cómo moverse en aquel laberinto del ala georgiana.

Iba a tener que ponerse dura.

–Escuche –comenzó a decir, pero se detuvo al sentir algo húmedo y frío olisqueándole la mano.

Al bajar la vista, se encontró con un par de tristes ojos marrones mirándola.

–¡Monty!

Se agachó para acariciar las orejas caídas del springer spaniel. Esa era la prueba de que no se había vuelto loca y de que Seb existía.

–¿Cómo estás, perro bonito? Me alegro de verte de nuevo. Sería estupendo que me ayudaras a convencer a esta señora de que necesito volver a ver a tu amo.

No pudo evitar lanzar una mirada triunfante a su adversaria.

–¡Monty! Ven aquí, Monty.

Aquellas voces provenían del otro lado del patio. El corazón de Daisy comenzó a latir acelerado. Lentamente se levantó, dejando una mano en la cabeza del perro para buscar apoyo y fuerza, y se giró con una sonrisa en los labios.

–Hola, Seb.

Había sido una larga mañana. Aunque Seb se sentía agradecido de su selecta educación, de sus títulos universitarios y de sus varios doctorados, había ocasiones en las que no podía dejar de preguntarse qué utilidad tenía recitar versos en latín y discutir sobre el uso de la caballería en la batalla de las Termópilas.

Le habría resultado más útil estudiar Ciencias Empresariales y tener conocimientos básicos de contabilidad. Necesitaba un plan de negocios. Con lo que le quedaba de capital, no tendría para mucho. De alguna manera, tenía que conseguir que el castillo generara ganancias y tenía que hacerlo pronto.

Encima, su perro estaba en aquel momento siendo desobediente, poniéndole caras a una mujer rubia vestida inapropiadamente con unos pantalones cortos, un sombrero de fieltro y un llamativo chaleco. ¡Pantalones cortos en marzo! Por otro lado, a la vista de aquellas largas y finas piernas, tenía que reconocer que su perro tenía buen gusto.

–¡Monty! Te he dicho que vengas aquí. Siento…

Se le quebró la voz al ver a la mujer girándose mientras se levantaba. Seb sintió que se quedaba sin respiración al reconocer la larga melena rubia, los ojos azules, la nariz respingona y la boca que lo habían tenido hechizado durante las últimas seis semanas.

–¿Daisy?

–Hola, Seb. Ni me llamaste ni me escribiste.

Había una nota divertida en su voz y tuvo que contenerse para no responder con una sonrisa. ¿Qué demonios había llevado a la fotógrafa de vuelta hasta su puerta? Durante los días siguientes a conocerla, no había dejado de preguntarse si volvería a verla y qué le diría en caso de hacerlo.

–Tú tampoco.

–No.

Bajó la mirada. Se la veía vulnerable a pesar del ridículo sombrero ladeado y del brillante color del carmín de sus labios.

–Seb, ¿podemos hablar?

Parecía seria y Seb se puso nervioso, cerrando las manos en puños.

–Por supuesto, pasa –dijo haciéndole un gesto para que lo precediera en la puerta–. Gracias, señora Suffolk, ya me ocupo yo.

Sonrió a la más leal de las voluntarias y la mujer se hizo a un lado con un gesto de desaprobación.

–Creo que no le caigo bien –murmuró Daisy.

–No le cae bien nadie, especialmente si es mujer y tiene menos de treinta años.

Seb le mostró el camino por el estrecho pasillo con Monty pegado a sus talones. La entrada del patio daba directamente a lo que una vez habían sido los dormitorios del servicio, un laberinto de pasajes, pequeñas habitaciones y escaleras diseñadas para que las doncellas y los lacayos del pasado pudieran hacer sus tareas sin ser advertidos por la familia a la que servían.

En la actualidad eran las oficinas y los despachos desde los que se llevaba aquella vasta propiedad. Los pocos empleados que vivían en ella tenían casas fuera de las murallas mientras que Seb dormía solo en un castillo que había dado alojamiento a docenas de personas.

No era ninguna tontería destinar toda una planta de habitaciones a ofrecer alojamiento para aquellas bodas que se celebraban en el pabellón Tudor en vez de obligar a que se hospedaran en los hoteles y posadas cercanos. Pero no eran solo los costes lo que lo desalentaba. Había un motivo en particular que lo frenaba para tener turistas deambulando por aquella mansión majestuosa, a la vez que polvorienta, fría y poco práctica: el ala georgiana era su hogar. Grande, anticuado, lleno de antigüedades, fantasmas y rincones polvorientos, pero su hogar.

Y caminando a su lado tenía a la última persona que había estado allí con él.

–Bienvenida de nuevo. Bonito sombrero.

Seb se percató de que no hacía más que frotarse las manos con nerviosismo, a pesar de su aire de indiferencia.

–Gracias –dijo ella levantando la mano distraídamente para tocárselo–. Todo atuendo necesita un sombrero.

–No recuerdo que llevaras uno la última vez.

–Entonces iba vestida para trabajar.

Aquellas palabras lo hicieron viajar al pasado, al momento en que le había bajado la cremallera y el vestido de seda había caído al suelo.

En aquella ocasión, no llevaba sombrero en la cabeza, aunque sí unas horquillas en el pelo. Era una lástima. Le habría gustado verla con él en el sofá, bajo la luz de las velas, con los ojos encendidos por el champán y la excitación. Con el sombrero y nada más.

Respiró hondo en un intento de ignorar los latidos de su corazón y el deseo visceral que aquel recuerdo le provocaba.

Seb se detuvo y reconsideró sus pasos. El despacho de la vieja mansión era una incongruente mezcla de muebles antiguos con modernos armarios metálicos y estanterías repletas de cosas que nadie había querido tirar.

Con la vuelta de Daisy, era una habitación con sus propios fantasmas, fantasmas de piel sedosa, suaves gemidos y jadeos apremiantes. Llevarla allí sería un error.

En vez de eso, abrió las discretas puertas que daban al frente de la casa.

–Vayamos a la biblioteca.

No había sido cobardía lo que le había hecho cambiar de opinión, sino el sentido común. Las comisuras de sus labios se arquearon.

–Como ya te habrás dado cuenta, la casa no se ha enterado de que estamos viviendo la primavera más calurosa de los últimos diez años. Son necesarios varios meses para que la temperatura se caldee. La biblioteca es la habitación más cálida, probablemente porque es la única que no se ha reformado. Aunque las cortinas de terciopelo estén llenas de polvo y resulten oscuras, resguardan del frío.

Daisy volvió a ajustarse el sombrero. Seguía moviendo las manos con nerviosismo.

–Bien.

Abrió la pesada puerta de madera y se hizo a un lado para dejarla pasar primero.

–Tu visita es toda una sorpresa.

–Espero que sea agradable –respondió sonrojándose, pero evitó mirarlo a los ojos.

Él se quedó inmóvil, observándola. Algo estaba pasando.

Daisy entró en la estancia y miró a su alrededor. Las paredes estaban forradas con paneles de madera. Seb se apoyó contra la puerta un momento y analizó la habitación a través de los ojos de ella. ¿La encontraría estrafalaria, intimidante? Era una mezcla de ambas. Las estanterías, rebosantes de libros, cubrían del suelo al techo dos de las paredes. De los paneles de roble colgaban retratos familiares y escenas de caza. Incluso la chimenea era lo suficientemente grande como para asar un buey. Lo único que faltaba en la biblioteca era un viejo irascible ocupando uno de aquellos sillones y un pequeño lord correteando por allí.

Ella se acercó hasta una de las estanterías, sacó un libro y una nube de polvo quedó suspendida en el aire.

–Me alegro de comprobar que el dueño es un apasionado lector.

–La mayoría de los libros los he leído. Ese es en latín.

Ella ladeó la barbilla.

–Aun así, necesita que le limpien el polvo.

–Pediré a los sirvientes que se pongan inmediatamente a ello. Siéntate –dijo señalando un sillón–. ¿Quieres beber algo?

–¿Lo traerá un criado?

–No –contestó él sonriendo–. Hay un hervidor en ese rincón. Hay un buen trecho de aquí a la cocina.

–Muy práctico. Un té, por favor.

–¿Con leche o con limón?

Daisy se sentó en uno de los sillones de terciopelo sin dejar de sostener el libro entre las manos y arqueó una ceja.

–¿Limón? ¡Qué elegante! ¿Podría tomar agua templada con limón?

–Por supuesto.

Solo hizo falta un minuto para preparar las bebidas, pero agradeció mucho aquel tiempo. Le resultaba incómodo tenerla allí, en su zona privada, con su suave perfume de flores, sus largas piernas y su carmín rojo atrayendo su atención hacia aquellos labios carnosos.

–Un plato y una taza muy adecuados –dijo ella, observando la delicada porcelana al dársela él.

Seb se sentó frente a ella, como si fuera a entrevistarla, y se esforzó en mostrarse relajado, como si su inesperada visita no le hubiera afectado lo más mínimo.

–¿Qué tal van tus ridículos sueños y tus exageradas fantasías?

Daisy dio un sorbo a su bebida, haciendo una mueca al sentir el calor.

–El negocio va bien, gracias. Tengo la agenda llena.

–No me sorprende. Fotos del compromiso, jornadas de quince horas, blogs. Si calculas las horas que le dedicas, no ganas ni el salario mínimo.

–Es lo que esperan –dijo ella, poniéndose a la defensiva–. Hoy en día, todo el mundo puede pedirle a un amigo que le haga fotos. Pero los fotógrafos de bodas tenemos que ofrecer más, tenemos que reflejar el alma de las parejas y dejar constancia de cada segundo de su día especial.

Seb sacudió la cabeza.

–¡Bodas! ¿Qué ha pasado con las ceremonias sencillas y emotivas? No es que me esté quejando. Tenemos reservas para los próximos dos años. Es una locura gastar tanto dinero en un solo día.

–Pero es el día más feliz de sus vidas.

–Espero que no. Es solo el primer día –la corrigió–. Las fantasías románticas son lo más dañino para un matrimonio. La gente pone mucho dinero y energía en solo un día, deberían pensar en que van a pasar toda una vida juntos.

–Haces que parezca una relación contractual.

–Es una relación contractual. El matrimonio es como todo. Solo sale bien si las partes comparten objetivos, si tienen claro lo que están firmando. Recuerda lo que te digo: cuando una pareja se casa en una ceremonia íntima y tiene claro su plan de vida, dura más que los tontos que se endeudan por tirar la casa por la ventana para ese día.

–No, te equivocas –replicó Daisy, inclinándose hacia delante con la mirada encendida–. ¿Qué puede haber más romántico que dos personas que se prometen amor eterno ante familiares y amigos?

Se quebró la voz y un brillo nostálgico asomó en sus ojos azules. Seb trató de contener una sonrisa.

–¿Prometerse amor eterno, es eso lo que escribes en los blogs?

–Las parejas dicen que mis blogs son una de las partes más románticas de su gran día –repuso Daisy, sonrojándose–. Por eso hago un reportaje del momento del compromiso, para conocer bien a cada pareja –añadió, y se quedó mirándolo–. Incluyendo los extras, gano mucho más que el salario mínimo y nadie protesta. De hecho, una pareja me ha pedido que haga un reportaje sobre su embarazo y que tome las primeras fotografías del bebé cuando nazca.

–Por supuesto –dijo él con una nota de ironía en la voz–, lo único con lo que se gasta más dinero que con una boda, es con un bebé.

La piel de ella palideció y sus labios se tornaron azules.

–Entonces, no querrás oír que vas a ser padre. Estoy embarazada, Seb. Era lo que venía a decirte.

Nada más pronunciar aquellas palabras, se arrepintió. No era así como había planeado decírselo. Se había dejado llevar por el momento y se había olvidado del anuncio que tan bien se había preparado. Al menos lo había sacado de su autocomplacencia. Le había hecho revolverse en su asiento, le había clavado sus ojos verdes y se había puesto muy serio.

–¿Estás segura?

Claro que estaba segura. Se había hecho dos pruebas cada día durante la última semana.

–Tengo una prueba de embarazo en el bolso. Puedo sacarla y hacérmela ahora mismo si quieres.

–No, no es necesario –dijo él pasándose la mano por el pelo–. Pero usamos protección.

Era curioso que aquel hombre y ella hubieran compartido una noche de pasión. Lo había explorado, saboreado y acariciado, y todo eso, sin conocerse. Resultaba gracioso que no se atreviera a usar la palabra «preservativo» delante de ella.

–Cierto.

Daisy mantuvo la compostura y lo miró con toda la frialdad que pudo, tratando de controlar su pulso acelerado y el temblor de sus manos.

–Al menos lo hicimos la primera y la segunda vez. Después no sé si pudimos pensar con claridad.

Tampoco habían pensado con claridad en ningún momento. Resultaba más sencillo culpar a la tormenta de nieve, al hecho de estar a solas en un paisaje de ensueño, al champán, a que hubiera acudido en su ayuda. Pero, aun así, todo aquello no eran más que excusas. Había sido una noche increíble, intensa y totalmente atípica en la vida de Daisy.

–¿Cómo sabes que es mío?

Se había preparado para aquella pregunta. Era lógico que se lo preguntara, pero, aun así, no pudo evitar sentir una punzada de desilusión.

–Tiene que ser tuyo –afirmó levantando la barbilla y mirándolo desafiante–. No hay nadie más, no ha habido nadie más desde hace mucho tiempo. Solo he tenido relaciones estables y con mi último novio rompí hace nueve meses. Aquella noche no fue normal. No suelo comportarme así.

–Claro.