El secreto de la heredera - Jessica Gilmore - E-Book
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El secreto de la heredera E-Book

Jessica Gilmore

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Beschreibung

Un secreto compartido. Polly Rafferty, heredera y directora ejecutiva de los sofisticados grandes almacenes Rafferty, había vuelto. Y estaba lista para todo… excepto para encontrarse en su despacho al francés Gabe Beaufils, semidesnudo y espectacularmente atractivo. Y menos aún para descubrir, tras compartir con él un beso sensacional, que era el nuevo vicedirector de la empresa. Cuando Polly supo que un encuentro casual de una noche había tenido inesperadas consecuencias, solo pudo confiar su secreto a Gabe… ¡Lo que no pudo fue predecir cómo reaccionaría un hombre tan desconcertante como él!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Jessica Gilmore

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El secreto de la heredera, n.º 2618 - julio 2017

Título original: The Heiress’s Secret Baby

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9526-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

MI LISTA de deseos:

 

Nadar en el mar, desnuda

Ojo: en aguas cálidas, no en el Mar del Norte

Dormir bajo las estrellas

Hacer el amor en la playa

Beber una auténtica margarita

Enamorarme en París

 

Polly leyó la lista por última vez antes de dar por terminado su joie de vivre y volver a asumir la pesada carga de la respetabilidad y responsabilidad que le caía sobre los hombros.

En tres meses, cinco deseos. No estaba mal. El recuerdo de los momentos estelares de los últimos tres meses le hizo sentir momentáneamente más ligera.

Arrancó la página del diario y la hizo pedazos. Había llegado la hora de dejar atrás su trimestre sabático y asumir que era la nueva directora ejecutiva de una compañía con una facturación millonaria.

Mordisqueó el extremo del bolígrafo y comenzó una nueva lista menos adolescente.

 

Mi lista de deseos:

Viajar a las Islas Galápagos

Ver la aurora boreal

Hacer la ruta Inca

Escribir un libro

Ver tigres en libertad

 

Dos cumplidos, y todos mucho más maduros que los anteriores.

El lujoso coche se detuvo y la devolvió al presente.

–Ya hemos llegado, señorita Rafferty. ¿Está segura de que no quiere que la lleve primero a su casa?

Polly alzó la vista y suspiró al ver el gigantesco edificio de piedra que ocupaba toda la manzana. Estaba en casa. Volvía a los famosos grandes almacenes fundados por su bisabuelo, la empresa que creía haber abandonado para siempre y a la que, sin embargo, retornaba como máxima responsable.

Observó los grandes escaparates que flanqueaban la icónica escalinata de mármol con una mezcla de amor y orgullo. Cada escaparate contaba una historia y vendía un sueño. En Rafferty se encontraba todo aquello que uno anhelaba… siempre que se tuviera el dinero para pagarlo.

–No, gracias, Petyr. Pero haga que lleven mi equipaje a Hopeford y que se ocupen de la colada.

No quería entrar en Rafferty con una mochila llena de pareos, biquinis y botas de montaña. Polly había pasado una noche en un hotel en Miami quitándose el disfraz de doña Trotamundos y transformándose en la señorita Polly Rafferty. Había bastado con comprar algo de ropa, hacerse la manicura e ir a la peluquería.

Había vuelto y estaba preparada.

Petyr le abrió la puerta del coche y Polly bajó, respirando profundamente. Tubos de escape, perfume, cemento caliente, comida… Londres en pleno verano. Lo había echado de menos. Se estiró la falda y movió los dedos dentro de los zapatos. Después de tres meses descalza, en sandalias o con cómodas botas, los tacones resultaban opresivos, pero se acostumbraría. Después de todo, estaba cumpliendo su sueño; las vacaciones no habían sido más que un desvío en su carrera.

Se colgó el bolso al hombro y entró con paso decidido.

–Hola, Rachel.

Le había gustado cruzar la planta de entrada saludando por su nombre al personal que conocía y ver cómo los nuevos empleados se sobresaltaban al darse cuenta de quién era. Era agradable comprobar que, aunque hubieran corrido rumores sobre su desaparición, nadie pareciera cuestionar su vuelta.

Y también le gustó cruzar la puerta que indicaba Reservado Personal y encontrarse con la cara del viejo Alf, que llevaba trabajando para Rafferty desde antes de que su padre naciera, y que siempre había tenido una palabra amable o una chocolatina para la niña pequeña que seguía a todas partes a su abuelo, ansiando desesperadamente ser aceptada.

Y era aún mejor estar de vuelta en el luminoso vestíbulo que ocupaba su asistente. Aunque Rachel, que la miró con gesto alarmado a la vez que recogía unos papeles con dedos temblorosos, no pareciera compartir su entusiasmo.

–¡Señorita Rafferty, no la esperábamos tan temprano!

–Te envié los detalles del vuelo –dijo Polly con frialdad. Rachel no solía ser tan desorganizada. Y lo esperable habría sido que al menos le diera la bienvenida.

Rachel miró ansiosamente hacia el despacho de Polly.

–Sí, claro –se puso en pie y fue hasta la puerta, bloqueándole el paso–. Pero pensaba que iría primero a su casa.

–Espero que mi presencia no te resulte un inconveniente –¿qué ocultaba Rachel? ¿Habría cambiado la decoración Raff durante su breve ocupación del puesto de director ejecutivo?–. Como ves, he venido directamente –añadió Polly, mirándola fijamente para que se echara a un lado.

–¿Ha venido desde el aeropuerto? –Rachel le esquivaba la mirada–. Debe de estar sedienta. ¿Por qué no va al comedor y toma algo?

–Prefiero que me traigas un café al despacho. Gracias, Rachel.

Rachel finalmente se echó a un lado.

–Sí, señorita Rafferty.

Polly despidió a su ayudante con una inclinación de la cabeza. Estaba claro que bajo la dirección de Raff se había relajado la disciplina, y confiaba en poder encauzar la situación lo antes posible. También para ella habían acabado los paseos por playas eternas de fina arena, nadar en mares de coral, o beber cócteles bajo las estrellas.

No. Tenía que volver al trabajo, a la rutina y la normalidad. Precisamente lo que quería, ¿o no?

Polly giró el picaporte cromado que tanto le gustaba y que, como la mayoría de los accesorios de la tienda, era una de las piezas originales Art Deco seleccionadas por su bisabuelo en los años veinte. Su legado estaba presente en todos los detalles. A Polly le encantaba la sensación del peso de la historia que sentía sobre sus hombros en cuanto cruzaba la puerta del edificio que representaba su apellido, su sangre, su herencia.

Se detuvo un instante y respiró profundamente. Por fin era suyo. Todo aquello por lo que había trabajado y que había soñado: su despacho, su tienda, sus decisiones.

Y, sin embargo, tres meses antes había creído que era inalcanzable. A pesar de haber sido vicedirectora durante cuatro años, y la última directora en funciones mientras su abuelo empezaba a retirarse de la compañía que amaba tanto como ella, Polly había tenido que marcharse. Después de que su abuelo le anunciara que finalmente se retiraba y que lo sustituiría el hermano mellizo de Polly, Raff, ella había entregado su tarjeta electrónica, había recogido sus cosas y se había ido.

Al día siguiente estaba en un avión rumbo a Sudamérica. Había dejado su casa, su gato y su empresa a cambio de una frívola lista de deseos.

Tres meses más tarde, el recuerdo de lo sucedido todavía la enfurecía. Pero estaba de vuelta, y nada ni nadie iba a interponerse en su camino.

Comprobar que no había cambios en su despacho fue un alivio. El sol entraba por la gran cristalera resaltando la madera de las paredes y de su escritorio de nogal, el mismo que su padre había mandado hacer a medida en mil novecientos veinticinco; las estanterías y las fotos, su diván, su…

Un momento. Eso no estaba allí antes. O mejor, ese hombre no formaba parte del despacho.

No. Polly estaba segura de que habría recordado la presencia de un adonis semidesnudo en su diván cuando se fue hecha una furia.

Se aproximó sigilosamente y observó a la nueva adquisición del despacho.

Estaba tumbado boca abajo, con la cabeza apoyada en el brazo. El cabello negro le caía sobre un acentuado pómulo; los vaqueros, ceñidos a las caderas, dejaban expuestas cada una de las vértebras de su desnuda espalda.

Tenía la piel cetrina y aunque estaba delgado, tenía los músculos bien perfilados. Desde la parte baja de la espalda brotaba un árbol cuyas ramas ascendían hasta la zona dorsal. Polly reprimió el impulso de seguir una de las finas líneas con los dedos. No solían gustarle los tatuajes, pero aquel era especialmente bonito y complejo.

Pero ¿qué estaba haciendo? En lugar de observar admirativamente al intruso, debía despertarlo y echarlo.

Carraspeó varias veces, pero el hombre ni se inmutó.

–Disculpe –dijo con suavidad. Sacudió la cabeza, enfadada consigo misma. ¿Por qué estaba siendo tan amable?–. ¡Disculpe!

En aquella ocasión, él se sacudió suavemente y rodó sobre el costado, y Polly pudo comprobar que la parte de delante resultaba tan sensual como la espalda. Tragó saliva a la vez que apartaba la vista para combatir el súbito calor que la envolvió.

Tenía que hacer algo. Aquel era un lugar de trabajo, no una casa de reputación cuestionable en la que un hombre atractivo se echaba un sueñecito, ni un alojamiento temporal para el último novio de su ayudante. Fuera quien fuese, iba a despertarlo en ese mismo instante.

Si al menos llevara una camisa… Tocar aquella piel de bronce resultaba una intrusión, algo íntimo.

–Por Dios, ¿eres una mujer o un ratón? –masculló, apretando los puños. Se inclinó y, asiéndolo por un hombro, intentó sacudirlo. Era tan sólido como una estatua–. ¡Hola!

Polly quería sentarse a trabajar. Sola. Sintió que la recorría una mezcla de rabia y adrenalina. Estaba cansada, tenía jet lag, y necesitaba un café. Ya estaba harta.

Dio media vuelta y se dirigió al cuarto de baño haciendo el mayor ruido posible con los tacones. Pasó por el vestidor en el que tenía ropa para cuando acudía directamente a algún acto social desde el despacho, y descubrió, aliviada, que no quedaba rastro de Raff. Era como si jamás hubiera pasado por allí.

Y a Polly no le importaba. Él había dejado claro que no quería tener nada que ver con Rafferty, y aunque fueran mellizos, nunca se les había dado bien compartir nada.

Entró en el cuarto de baño y llenó un vaso de agua, dejándola correr para que estuviera lo más fría posible. Luego, para evitar cambiar de idea, volvió precipitadamente junto al diván y miró al intruso.

Se había girado y Polly pudo ver sus facciones: las pestañas pobladas descansaban sobre unos pómulos que parecían esculpidos en mármol; las cejas se arqueaban en una expresión de arrogancia. Tenía los labios entreabiertos, y su vocecita interior le susurró a Polly que eran sensuales y tentadores.

Decidió no escucharla. Tampoco a la voz de su conciencia. Aquel hombre tenía que marcharse y si no respondía a métodos más amables no le dejaba otra opción.

Inclinó el vaso sobre su rostro y lo volcó.

Polly no había sabido qué esperar. Pero no estaba preparada para que abriera un ojo lentamente, la mirara y sonriera, a la vez que alzaba la mano y le asía la muñeca.

Tomada por sorpresa, Polly cayó sobre el diván, a la vez que una mano le rodeaba la cintura.

–Bonjour, chérie –tenía una voz grave y un inconfundible acento francés–. Si querías que me despertara no tenías más que decírmelo.

Solo era producto de la sorpresa. De otra manera, Polly se habría incorporado y habría pedido ayuda. Y desde luego que no habría consentido que le acariciara con la otra mano el cuello a la vez que le inclinaba la cara y la besaba.

Solo el factor sorpresa podía explicar que se entregara al beso, entreabriendo los labios y permitiendo que él bajara la mano por su costado y le rozara el seno.

¿Cómo? ¿Dónde tenía la mano?

Polly se puso en pie de un salto.

–¿Qué crees que estás haciendo?

–Despedirme –el hombre se había incorporado y descansaba la espalda en el respaldo del diván mientras deslizaba la mirada por el cuerpo de Polly con tal descaro que ella terminó cruzándose de brazos a modo de coraza.

–¿Despedirte? –¿estaba loco? ¿Ni siquiera iba a disculparse?

–Claro –dijo él, enarcando una ceja–. Al verte vestida he pensado que te estabas despidiendo. Pero si me estabas dando los buenos días… –sonrió–, aún mejor.

–Ni una cosa ni otra. La cuestión es ¿qué demonios haces en mi despacho y dónde está tu ropa?

Polly estaba segura de que finalmente daría alguna muestra de contrición, pero no fue así. Estaba… ¿riéndose? Estaba loco o borracho. En cualquier caso, iba a llamar al servicio de seguridad de inmediato.

–¡Claro, es tu despacho! Polly, bonjour. Encantado de conocerte.

¿Por qué sabía su nombre? Polly retrocedió al ver que él se ponía de pie y le tendía la mano.

–¿Quién eres y qué haces aquí? –preguntó, acercando la mano al teléfono

–Lo siento mucho –el hombre sonreía como si la situación fuera divertida–. Ayer me quedé dormido aquí y me he despertado aturdido –en sus ojos brillaba una sonrisa de descaro–. No es la primera vez que me despiertan con un vaso de agua. Soy Gabriel Beaufils, tu nuevo vicedirector ejecutivo. Mis amigos me llaman Gabe, y espero que tú también.

No, tampoco así mejoraba las cosas. Gabe pensó que Polly seguía mirándolo como si fuera un presidiario escapado de la cárcel. ¡En qué había estado pensando!

Ese era el problema: no había pensado. Había estado soñando cuando sintió una mano en el hombro, y luego el agua, y, en su estado de confusión, había creído que se trataba de un juego. Después de tres semanas trabajando dieciocho horas al día para asegurarse de que estaba plenamente familiarizado con Rafferty antes de que volviera la formidable Polly, había estado lento de reflejos.

Así que cuanto antes recuperará el terreno perdido, mejor.

Sonrió con todo el encanto del que fue capaz, pero no recibió el menor asomo de sonrisa en respuesta. Solo unas leves ojeras indicaban que Polly estaba cansada a pesar de que debía de haber llegado directamente del aeropuerto. Llevaba el cabello rubio oscuro recogido y un traje impecable. Pero a pesar de su aire de fría empresaria, había algo vulnerable en sus ojos azules.

–¿Gabriel Beaufils? –usó un tono que indicaba que el nombre le resultaba familiar–. ¿Trabajas para Desmoulins?

–Sí, como director digital –Gabe dudó si indicar que las ventas se habían triplicado en la página Web de la tienda de París, pero decidió callarlo. Prefería guardarse algún as en la manga.

–No recuerdo haber contratado a un nuevo vicedirector –dijo Polly fríamente–. Y aunque lo hubiera hecho, eso no explica qué haces durmiendo en mi despacho.

«Ni por qué me has besado». Aunque no dijera las palabras, la acusación implícita fue evidente.

Gabe pensó que debía olvidarlo por mucho que le hubiera gustado. Y olvidar lo abierta y ardientemente que ella había respondido.

–Polly, je suis desolé.

La situación no era irremediable, aunque lo pareciera. Gabe no solía considerarse afortunado por tener tres hermanas mayores, pero en aquel momento pensó que era una bendición: estaba acostumbrado a recibir miradas de desaprobación y a salir de las situaciones más embarazosas.

–He estado usando tu despacho en tu ausencia. Pensaba que querrías instalarte en el de tu abuelo cuando volvieras. Me temo que ayer trabajé hasta muy tarde y perdí el último tren a Hopeford. De haber sabido que vendrías…

La estrategia no funcionó. De hecho, Polly lo miraba con creciente suspicacia.

–¿Hopeford? ¿Por qué ibas a ir allí?

En lugar de mejorar, la situación empeoraba, y Gabe empezó a perder aplomo. Si Polly no se alegraba de tener un vicedirector que ni siquiera había elegido personalmente, menos aún iba a alegrarle tener a un desconocido en su casa.

–Estoy cuidando del gato. A Raff le preocupaba que Simpkins se sintiera solo –Gabe volvió a intentar el efecto sonrisa pero, una vez más, no surtió efecto.

Si el encanto no era una buena arma, quizá lo sería adoptar un tono más profesional.

–Había reservado un apartamento en la ciudad –explicó–. Pero unas obras en la zona causaron un socavón en la calle. Puedo ir a un hotel si lo prefieres, pero como tu casa estaba vacía y no tenía dónde ir… –se encogió de hombros. Había parecido lo más lógico.

Pero no para Polly, evidentemente.

–¿Te alojas en mi casa? ¿Dónde está Raff?

–Estaba en Jordania y ahora en Australia, pero volverá pronto –no era fácil seguir el rastro al otro mellizo Rafferty.

–¿Qué demonios está haciendo en Australia? –Polly se sentó ante el escritorio y masculló–: Pensaba que me esperaría antes de volver a marcharse.

De haber tenido que hablar de una de las características más irritantes de su propia familia, Gabe habría mencionado la ausencia de un espacio personal, tanto físico como mental. Cada idea o movimiento se sometía a disección y, en el peor de los casos, culminaba en una reunión familiar. Su hermana mediana, Celine, era capaz de conectarse por videoconferencia para no perdérsela. La posibilidad de que un miembro de su familia no supiera con precisión qué estaba haciendo el resto, era inconcebible. Gabe a veces pensaba que les habían puesto un microchip al nacer. ¿Cómo era posible que Polly no supiera dónde estaba su hermano?

Polly lo observó con expresión sombría.

–Debo de tener más jet lag de lo que pensaba –dijo lentamente–. A ver si me entero: trabajas de vicedirector en Rafferty y vives en mi casa.

–Temporalmente –aclaró Gabe–. Me refiero a tu casa.

Polly cerró los ojos, pero los abrió sobresaltada al oír que llamaban a la puerta.

–¿Sí?

Rachel apareció con una bandeja. Lanzó una mirada a Gabe y él le guiñó un ojo.

–Su café, señorita Rafferty –Rachel dejó la bandeja en el escritorio y sonrió a Gabe–. Y su batido, señor Beaufils –dijo en un tono más animado–. El chef ya ha preparado sus cereales. Le he dicho que hoy los tomaría en el comedor. Ah, y ha llegado su camisa de la lavandería.

–Merci, Rachel.

Polly miró a su ayudante con suspicacia.

–¿Sabías que el señor Beaufils estaba en mi despacho?

–Bueno, trabaja a menudo hasta tarde y… –empezó Rachel.

–¿Y no pensabas avisarme?

–Yo…

–Di al servicio de mantenimiento que quiero verlos. El señor Beaufils necesita una zona en la que dormir y desayunar, además de un asistente personal. Habla con Recursos Humanos. Ya hablaremos más tarde.

–Sí, señorita Rafferty –Rachel se fue dando un suspiro de alivio y volvió un instante después con la camisa de Gabe antes de irse definitivamente.

–Una chica muy amable y muy competente –dijo Gabe, tomando el batido de la bandeja y volviendo a sentarse en el diván.

Bebió un sorbo, y al notar la mirada de Polly fija en él, la miró con una sonrisa inquisitiva.

–¿Estás cómodo? –preguntó ella– ¿No quieres que te traigan los cereales, o ducharte, o que te den un masaje?

Gabe evitó sonreír ante el tono de sarcasmo.

–Una ducha me iría bien, gracias –se bebió el batido y sintió al instante el efecto de las vitaminas–. No te molestes en indicarme el camino.

–¡Espera!

Pero era tarde. Gabriel Beaufils había cerrado la puerta tras de sí.

Polly se puso en pie de un salto, pero cambió de idea. ¡Si lo seguía, era capaz de pedirle que le pasara la toalla!

Sonó el teléfono del escritorio. Polly lo miró furiosa, imaginándose que llamarían de cocina para preguntar si Gabe quería huevos revueltos para desayunar. Apretó el botón del altavoz.

–Polly Rafferty.

–Así que ya has vuelto.

–Hola, abuelo. Espero que te encuentres mejor –al menos él había adivinado que iría directamente al despacho. Charles Rafferty no se había tomado unas vacaciones en toda su vida.

Su abuelo respondió con un gruñido.

–Y yo espero que estés en forma para trabajar después de tus vacaciones.

Polly evitó contestarle que no se había ido a descansar, sino que había dejado la compañía después de cinco años en los que ni siquiera se había tomado un fin de semana de asueto. No valía la pena. Su abuelo no iba a cambiar.

–¿Ya has conocido a Beaufils?

–Sí –dijo ella, lanzando una mirada hacia la puerta–. Es un tipo muy seguro de sí mismo.

–Es el hijo de Vincent. Ya sabes, de Château Beaufils. Hemos sido sus distribuidores exclusivos en el Reino Unido durante décadas.

–Eso no explica qué hace aquí –dijo Polly con más animosidad de la que había pretendido. No quería que su abuelo se diera cuenta de hasta qué punto la había turbado.

–Aparte de la conexión con los viñedos, lo he contratado porque ha tenido unos magníficos resultados en Desmoulins, y porque te complementa muy bien.

–¿En qué sentido? –Polly no sabía si reír o llorar. ¿Era un complemento o un posible sustituto? ¿Qué tenía que hacer para que su abuelo creyera en ella?–. Me gustaría que me hubieras consultado.

–El nombramiento de vicedirector depende de la junta directiva –dijo su abuelo con aspereza–. Necesitamos a alguien con capacidades distintas a las tuyas; no alguien a quien puedas dominar.

Polly lanzó una mirada centelleante al teléfono.

–Conoce el mercado europeo –continuó su abuelo–, y sabe mucho de desarrollo digital, así que quiero que esté al cargo del comercio electrónico. Ah, y hasta que pueda instalarse en su apartamento, supongo que no te importará que siga en tu casa.

A su pesar, Polly recordó la imagen de Gabe dormido en el diván: su espalda desnuda, sus músculos, el tatuaje…

Afortunadamente, su abuelo no podía verla ruborizarse.

Instintivamente, fue a decir que prefería que se le buscara otro alojamiento, pero de pronto pensó que le convenía poder vigilarlo. ¿No era eso lo que se decía de los enemigos?

–Dudo que le atraiga la idea de estar en Hopeford –dijo con dulzura–. Pero claro que puede quedarse.

Cuanto más averiguara de él, más fácil le resultaría adelantarse a sus movimientos. Por fin estaba al mando de Rafferty, y nadie, por más encantador que fuera, iba a interponerse en su camino.