2,99 €
Su orgulloso y apasionado marido… la chantajea para que vuelva a su cama Cuando el marido siciliano de Emma descubre que ella es estéril, su matrimonio se rompe. Luego, de vuelta en Inglaterra, Emma descubre que ha ocurrido lo imposible… ¡está embarazada! Pero la vida como madre soltera es muy difícil e, incapaz de pagar las facturas, sólo tiene una opción: Vincenzo. Ahora que sabe que es padre, Vincenzo está decidido a reclamar a su hijo y volver a Sicilia con él. Pero si Emma quiere seguir con el niño, deberá volver a sus brazos y a su cama.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 159
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2006 Sharon Kendrick
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El hijo del siciliano, n.º 1926 - octubre 2024
Título original: SICILIAN HUSBAND, UNEXPECTED BABY
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales , utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
Imagen inferior de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 9788410742307
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Emma sintió un escalofrío de auténtico pánico mientras miraba al hombre rubio que estaba frente a ella, pero trató de disimular. No quería que la viera asustada.
–Yo no puedo pagar un alquiler más alto, Andrew. Tú lo sabes.
Él se encogió filosóficamente de hombros.
–Y yo no tengo un albergue benéfico. Lo siento, Emma, pero por esta casa podría pedir cuatro veces más de lo que te cobro a ti.
Como un robot, ella asintió con la cabeza. Sí, era cierto. Una casa tan bonita en un bonito pueblo inglés… se la quitarían de las manos. Por lo visto, últimamente todo el mundo quería vivir en el campo.
Andrew vaciló un momento.
–¿No puedes pedirle el dinero a alguien? ¿Qué pasa con tu marido?
Emma se levantó de inmediato. La sola mención del hombre con el que se había casado tenía el poder de angustiarla. Pero no había sitio para debilidades en su vida, ya no. Sencillamente, no podía permitírselo.
–Eres muy amable por preocuparte, pero eso es problema mío.
–Emma…
–Por favor, Andrew –lo interrumpió ella, porque nunca hablaba de Vincenzo, jamás–. O consigo el dinero para el alquiler por mi cuenta o tendré que irme a un sitio más barato, ésa es la única solución.
Sabía que había una tercera, y Andrew lo había dejado bien claro muchas veces. Pero no iba a salir con él sólo para que no le subiera el alquiler. Y, además, ella no estaba buscando novio.
No quería a nadie en su vida; no tenía ni sitio ni tiempo ni inclinación para buscar un hombre. Y el deseo había muerto en ella el día que dejó a Vincenzo.
En cuanto Andrew desapareció bajo el cielo gris de noviembre, Emma entró en la habitación para ver a su hijo.
Ya tenía diez meses. ¿Cómo era posible? Crecía por días, desarrollando su cuerpecito al mismo tiempo que su bien definida personalidad.
Gino había apartado el edredón con los pies y estaba agarrado a su conejito de peluche como si su vida dependiera de ello…
A Emma se le encogió el corazón. Si sólo tuviera que pensar en ella, no sería ningún problema. Había muchos trabajos en los que, además, ofrecían alojamiento y hubiera aceptado cualquiera de ellos.
Pero tenía que pensar en su hijo, Gino, que se merecía lo mejor del mundo. No era culpa suya que su nacimiento la hubiera colocado en una situación imposible.
La sugerencia de Andrew podría parecer perfectamente lógica, pero él no sabía nada sobre su matrimonio. Nadie lo sabía, en realidad. ¿Podría tragarse el orgullo y pedirle ayuda a su marido?
¿Tendría derecho legal a una pensión? Vincenzo era un hombre fabulosamente rico y, aunque había dicho que no quería volver a verla nunca más, ¿le pasaría una pensión si le pidiera el divorcio?
Cansada, se pasó una mano por los ojos. ¿Qué otra solución había? Ella no tenía titulación universitaria y la última vez que trabajó fuera de casa casi todo lo que ganaba era para pagar a la niñera. Y el pobre Gino no soportaba estar sin ella.
Por eso decidió hacer de su casa una pequeña guardería. Le había parecido lo más lógico; ella adoraba a los niños y era una manera de ganar dinero sin tener que dejar a su hijo con otra persona. Pero últimamente ni siquiera eso era suficiente para pagar las facturas.
Algunas madres se habían quejado de que la casa era demasiado fría. Dos de ellas incluso se habían llevado a sus hijos para no volver más y sus sospechas de que eso iba a provocar un efecto dominó pronto acabaron siendo ciertas. Ahora no había más niños que cuidar y, por lo tanto, no entraba dinero en casa.
¿Cómo iba a pagar la casa si Andrew le subía el alquiler?
Emma tenía ganas de llorar, pero no podía permitirse el lujo porque eso no resolvería nada. No había nadie que secara sus lágrimas y llorar era cosa de niños… aunque ella estaba decidida a que su hijo llorase lo menos posible. De modo que debía portarse como una adulta.
Pero cuando sacó la tarjeta de visita del cajón, su mano empezó a temblar al ver aquel nombre.
Vincenzo Cardini.
Debajo del nombre estaban su dirección y sus números de contacto en Roma, Nueva York y Palermo, pero también el número de su oficina en Londres, donde sabía que últimamente pasaba mucho tiempo.
Le dolía saber que Vincenzo era el propietario de un lujoso bloque de apartamentos en la mejor zona de la capital. Pensar que pasaba tanto tiempo en Inglaterra y ni una sola vez, ni una sola, se había molestado en buscarla, ni siquiera por los buenos tiempos…
«Pues claro que no», se dijo a sí misma. «Ya no te quiere, ni siquiera siente afecto por ti, eso lo dejó bien claro».
Aún recordaba sus últimas palabras, pronunciadas con ese frío acento siciliano: «Vete de aquí, Emma, y no vuelvas nunca más. Ya no eres mi mujer».
Había intentado hablar con él antes, no una vez, sino dos veces, y en ambas ocasiones, Vincenzo se había negado a hablar con ella. ¿Volvería a ocurrir lo mismo?, se preguntó.
Pero le debía a su hijo seguir intentándolo. Le debía la seguridad que debían tener todos los niños y que su padre podría darle. ¿No era eso más importante que cualquier otra cosa? Tenía que hacerlo por Gino.
Emma tembló, envolviéndose en el jersey de lana. Había perdido mucho peso y la ropa parecía tragársela. Generalmente, llevaba varias prendas superpuestas y se movía continuamente para entrar en calor en aquella casa helada. Pero su hijo se despertaría pronto y tendría que encender la calefacción, cuya factura cada día era más difícil de pagar.
En fin, no tenía más remedio que llamar a Vincenzo, pensó, pasándose la lengua por los labios resecos mientras marcaba el número con dedos temblorosos.
–¿Dígame? –la voz femenina que contestó al otro lado de la línea tenía sólo una traza de acento.
Vincenzo sólo contrataba a gente que hablase italiano además del idioma del país, recordó Emma. Incluso prefería que hablasen el dialecto siciliano, que era un misterio para tanta gente.
«Porque los sicilianos cuidan los unos de los otros», le había dicho su marido una vez. Eran miembros de un club muy exclusivo del que estaban fieramente orgullosos. De hecho, cuanto más sabía Emma del asunto, más le sorprendía que Vincenzo se hubiera casado con ella.
«Se casó contigo porque pensaba que era su obligación», se recordó a sí misma.
Se lo había dicho muchas veces. Como que el matrimonio se había roto porque, según Vincenzo, ella no había cumplido su parte del trato.
–¿Dígame? –repitió la mujer.
Emma se aclaró la garganta.
–¿Podría hablar con el señor Cardini, por favor?
Al otro lado de la línea hubo un silencio… como si a la secretaria le sorprendiera que una extraña se atreviese a querer hablar personalmente con «el gran hombre».
–¿Podría decirme quién es?
Emma respiró profundamente.
–Me llamo Emma Cardini.
Hubo otra pausa.
–¿Y su llamada es en relación a…?
De modo que no sabía quién era. Ella apretó los labios, herida.
–Soy su esposa.
Eso debió de pillar a la secretaria por sorpresa, porque no parecía saber qué decir.
–Por favor, espere un momento.
Emma se vio obligada a esperar lo que le pareció una eternidad y unas gotas de sudor aparecieron en su frente a pesar del frío de la casa. Estaba ensayando en silencio un «Hola, Vincenzo» lo más neutral posible cuando la voz de la secretaria interrumpió sus pensamientos:
–El señor Cardini está en una reunión y no puede ponerse ahora mismo.
Esa respuesta fue como un golpe en el plexo solar y Emma se encontró agarrándose a la mesita del teléfono porque no la sostenían las piernas. Estaba a punto de colgar cuando se dio cuenta de que la mujer seguía hablando…
–Pero si me deja un número de teléfono, el señor Cardini intentará llamarla cuando tenga un momento libre.
El orgullo hizo que Emma quisiera decirle que podía irse al infierno si no tenía un minuto para hablar con la mujer con la que se había casado, pero no podía permitirse ese lujo.
–Sí, claro. ¿Tiene un bolígrafo?
Después de colgar se hizo un té y agarró la taza con las dos manos, como si fuera un salvavidas, mientras miraba por la ventana de la cocina.
Un par de piñas habían caído desde el enorme jardín de Andrew, separado del suyo por una valla de madera. Emma había pensado en plantar un fragante jazmín que perfumase el aire durante las largas noches de verano, pero todos esos sueños empezaban a evaporarse.
Porque ése era otro problema que ni siquiera había tomado en consideración. Si tenía que marcharse de aquella casa, ¿dónde jugaría su niño cuando empezase a andar? Con el alquiler que ella podía pagar, no sería fácil encontrar un sitio con un jardín o un patio.
El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos y Emma corrió a contestar para que no despertase a Gino.
–¿Dígame?
–Ciao, Emma.
Esas dos palabras fueron como un jarro de agua fría. Vincenzo pronunciaba su nombre como no lo hacía nadie más… pero claro, nada de lo que Vincenzo hacía o decía podía parecerse a nada.
«Recuerda que has ensayado su nombre sin emoción alguna. Pues ahora es el momento de ponerlo en práctica».
–Vincenzo –Emma tragó saliva–. Me alegro de que hayas llamado.
Al otro lado de la línea, los labios de Vincenzo Cardini se curvaron en una parodia de sonrisa. Hablaba como si estuviera a punto de comprarle un ordenador, con esa voz tan suave que solía hacerlo perder la cabeza. Y, a pesar de la hostilidad que sentía por ella, incluso ahora esa voz le despertó una punzada de deseo.
–Tenía un momento libre –contestó, mirando su agenda–. ¿Qué querías?
A pesar de haber dicho muchas veces que le daba igual lo que Vincenzo pensara de ella, Emma era lo bastante madura como para reconocer que su frialdad le rompía el corazón. Le hablaba con el mismo afecto que usaría para tratar con una secretaria. Con qué facilidad el fuego de la pasión se convertía en cenizas, pensó, filosófica.
«Pues contéstale con la misma frialdad», se dijo luego. «Háblale como él te habla a ti y así no te dolerá tanto».
–Quiero el divorcio.
Al otro lado de la línea hubo una pausa. Una larga pausa. Vincenzo se echó hacia atrás en el sillón, estirando sus largas piernas.
–¿Por qué? ¿Has conocido a otra persona? –le preguntó–. ¿Estás pensando en volver a casarte?
Su indiferencia le dolió más de lo que debería. ¿Podría ser aquél el mismo Vincenzo que una vez había amenazado con matar a cualquier hombre que se atreviera a sacarla a bailar? No, claro que no. Ese Vincenzo la amaba… o al menos había jurado amarla.
–Aunque hubiera alguien en mi vida, te aseguro que no volvería a casarme –respondió Emma.
–Eso no responde a mi pregunta –replicó él.
–Es que no tengo que contestarla.
–¿Crees que no? –Vincenzo se dio la vuelta en el sillón para mirar los espectaculares rascacielos que dominaban el centro de la ciudad, dos de los cuales eran de su propiedad–. Bueno, en ese caso, esta conversación no va a durar mucho, ¿no te parece?
–No te he llamado para charlar, te he llamado para…
–Antes de nada hay que establecer los hechos –la interrumpió él–. ¿Tienes ahí tu agenda?
–¿Mi agenda?
–Vamos a buscar un día para hablar del asunto.
Emma tuvo que agarrarse a la mesita para no perder el equilibrio.
–¡No!
–¿Crees que voy a hablar del divorcio por teléfono?
–No hace falta que nos veamos… podemos hacerlo a través de abogados.
–Pues entonces hazlo. Dile a tu abogado que se ponga en contacto con el mío.
¿La retaba porque sospechaba que estaba en una posición más débil?, se preguntó. Pero él no podía saber eso, se dijo luego.
–Si quieres que coopere, sugiero que nos veamos, Emma –siguió Vincenzo–. Si no, podrías tener una batalla muy larga y muy cara entre las manos.
Emma cerró los ojos, pero hizo un esfuerzo para no llorar porque sabía que Vincenzo usaría cualquier signo de debilidad para lanzarse sobre ella como un buitre. ¿Cómo podía haber olvidado esa resolución de hierro, esa fiera obstinación gracias a la que siempre había conseguido lo que quería?
–¿Por qué íbamos a tener que pelearnos? Los dos sabemos que nuestro matrimonio se ha roto para siempre.
Quizá si ella hubiera derramado una lágrima, si en su voz hubiera oído un timbre de emoción… pero ese tono frío desató una furia que había permanecido dormida desde que su matrimonio se rompió.
En ese momento, Vincenzo no sabía ni le importaba qué era lo que Emma quería; lo único importante era hacer justo lo contrario.
–¿Tienes libre el lunes? –le preguntó.
Emma no tenía que mirar su agenda porque no la tenía. ¿Para que iba a tenerla? Su vida social era inexistente y así era como le gustaba.
–El lunes me parece bien –tuvo que ceder–. ¿A qué hora?
–¿Puedes venir a Londres a cenar?
Ella lo pensó un momento; el último tren a Boisdale desde Londres salía a las once, pero ¿y si lo perdía? Aunque su amiga Joanna podía cuidar de Gino durante el día, durante la noche tenía que cuidar de su propio hijo. Además, ella no se había separado del niño desde que nació.
–No, cenar no me viene bien.
–¿Por qué? ¿Estás ocupada?
–No vivo en Londres, así que para mí es más fácil que nos veamos durante el día.
Vincenzo se estiró cuando una morena de falda ajustada entraba en su despacho para llevarle un café exprés y tuvo que sonreír cuando la joven salió moviendo descaradamente el trasero.
–Sí, muy bien, nos veremos para comer entonces. ¿Recuerdas dónde está mi oficina?
La idea de ir a su cuartel general, con sus suelos de mármol y su lujosa decoración la asustaba. Además, su oficina no era territorio neutral. Vincenzo llevaría la iniciativa… y no había nada que le gustase más.
–¿No preferirías que nos viéramos en un restaurante?
De nuevo, Vincenzo creyó detectar cierta esperanza en su voz y se quedó sorprendido por el deseo de aplastarla.
–No, yo no voy a restaurantes –le dijo. No quería que hubiera una mesa separándolos, ni camareros, ni la formalidad del ambiente–. Te espero aquí a la una.
Y luego, para asombro de Emma, colgó sin decir una palabra más.
Ella dejó el auricular en su sitio y cuando levantó la mirada, vio su imagen en el espejo. Su pelo parecía más lacio que nunca, su cara pálida como la tiza y tenía sombras bajo los ojos. Vincenzo siempre había sido tan particular sobre su aspecto… en realidad, había sido como una muñeca para él.
Aunque era siciliano, había adoptado felizmente el ideal de la bella figura, la importancia de la imagen. Mordiéndose los labios, Emma imaginó el desdén de sus ojos negros si pudiera verla en aquel momento. Y ese desdén la colocaría en una posición de desventaja.
Entre aquel día y el lunes tendría que hacer algo drástico con su aspecto.
Emma miró el edificio Cardini intentando reunir valor para entrar en él. Era una estructura muy bella, construida casi enteramente de cristal en una de las mejores zonas de Londres para dejar bien claro que Vincenzo era un hombre muy rico.
El diseño había ganado varios premios, pero en sus ventanales, Emma podía verse reflejada y lo que veía no le daba mucha seguridad.
Había sido una pesadilla encontrar algo adecuado que ponerse porque toda su ropa era muy práctica; nada que ver con los caros vestidos a los que se había acostumbrado cuando estaba casada con Vincenzo.
Al final, eligió un sencillo vestido oscuro que había alegrado un poco con un collar y había cepillado sus botas hasta que casi podía verse la cara en ellas. Sólo el abrigo era bueno, de cachemir azul marino, con unas violetas de seda bordadas en el cuello y el bajo, como si alguien hubiera tirado las flores allí descuidadamente.
Vincenzo le había comprado ese abrigo en una de las boutiques más caras de Milán. La había dejado dormida en la habitación del hotel para volver poco después con una enorme caja envuelta en papel de regalo.
No había querido ponérselo aquel día porque estaba lleno de recuerdos, pero era la única prenda buena que tenía en el armario. ¿Cuál era la alternativa, además? ¿Ir al cuartel general de Vincenzo Cardini llevando un abrigo barato?
Emma entró en el amplio vestíbulo de mármol y se acercó a la recepción, un camino que le pareció interminable.
La joven que estaba sentada detrás del mostrador le ofreció una aburrida sonrisa.
–Tengo una cita con Vincenzo Cardini a la una.
–¿Es usted Emma Cardini? –murmuró ella, mirando sus papeles.
–Sí, soy yo –asintió Emma.
–Tome ese ascensor hasta la última planta. Alguien la esperará allí.
–Gracias.