El jardín secreto - Kate Hewitt - E-Book
SONDERANGEBOT

El jardín secreto E-Book

Kate Hewitt

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una poderosa dinastía donde los secretos y el escándalo nunca duermen Tras años de abandono, los muros de la mansión Wolfe temblaron con el regreso de Jacob Wolfe: el amo había vuelto. Mollie Parker, la hija del jardinero, todavía vivía en la casita, entre la maleza, esperando no sabía muy bien qué… hasta ese momento. Con la reputación hecha añicos, Jacob se lamía las heridas solo, en la oscuridad. Mollie sabía que, aunque podía ladrar con ferocidad, no mordía. Y cuando cruzó, vacilante, el umbral, llevó consigo la luz que le faltaba a su alma atormentada. Nadie podía domar al más solitario de los Wolfe, pero ella sabía que cuando amaba, amaba para siempre.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 200

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.

EL JARDÍN SECRETO, Nº 8 - julio 2012

Título original: The Lone Wolfe

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0660-3

Editor responsable: Luis Pugni

Imágenes de cubierta:

Hombre: KONRADBAK/DREAMSTIME.COM

Jardín: MATTHEW COLLINGWOOD/DREAMSTIME.COM

ePub: Publidisa

LOS WOLFE

Una poderosa dinastía en la que los secretos y el escándalo nunca duermen.

La dinastía

Ocho hermanos muy ricos, pero faltos de lo único que desean: el amor de su padre. Una familia destruida por la sed de poder de un hombre.

El secreto

Perseguidos por su pasado y obligados a triunfar, los Wolfe se han dispersado por todos los rincones del planeta, pero los secretos siempre acaban por salir a la luz y el escándalo está empezando a despertar.

El poder

Los hermanos Wolfe han vuelto más fuertes que nunca, pero ocultan unos corazones duros como el granito. Se dice que incluso la más negra de las almas puede sanar con el amor puro. Sin embargo, nadie sabe aún si la dinastía logrará resurgir.

A mis compañeras escritoras de esta serie. ¡Gracias por hacer que fuera tan divertido!

Uno

La mansión Wolfe no era más que un bulto oscuro a lo lejos cuando el taxi de Mollie Parker se detuvo en la puerta de la finca.

–¿Adónde vamos ahora, señorita? –preguntó el conductor girando la cabeza–. Las puertas están cerradas.

–Eso parece –Mollie se incorporó y se puso recta. Estaba derrumbada contra las maletas, agotada por el vuelo, y se había quedado adormilada con el calor del taxi–. Qué raro, hacía años que no estaban cerradas.

Se encogió de hombros. Estaba demasiado cansada para considerar la situación. Tal vez algunos gamberros de la zona hubieran tirado piedras a las ventanas que quedaban y la policía se hubiera visto obligada a tomárselo en serio.

–No importa –le dijo Mollie al taxista sacando unos billetes de la cartera–. Puede dejarme aquí. Iré andando el resto del camino.

El conductor parecía escéptico, no había ni una sola luz en aquel lugar, pero se encogió de hombros y aceptó el dinero que Mollie le ofrecía antes de ayudarla a sacar las dos viejas maletas del taxi.

–¿Está segura, señorita? –le preguntó.

–Sí, mi casa está allí mismo –Mollie señaló el seto alto que flanqueaba las puertas–. No se preocupe, podría encontrar el camino con los ojos cerrados.

Había recorrido la distancia entre la casita del jardinero y la mansión muchas veces cuando Annabelle vivía allí. Su amiga apenas salía de la finca, y Mollie, la hija del jardinero, había sido uno de sus pocos contactos con el mundo.

Pero hacía ya mucho tiempo que Annabelle se había ido, igual que el resto de sus hermanos. Jacob, el mayor de todos, había iniciado el éxodo cuando le dio la espalda a su familia a los dieciocho años. Dejó la casa familiar y esta empezó a venirse abajo lentamente, sin pensar en quién podría envejecer con ella.

Mollie apartó de sí aquellos pensamientos. Pensaba así solo por el cansancio; el vuelo de Roma se había retrasado varias horas. Pero cuando el taxi se marchó y se quedó sola en la oscuridad, sin siquiera la luz de la luna para iluminar su camino, se dio cuenta de que no era solo la fatiga lo que le estaba despertando antiguos recuerdos y viejos sentimientos.

Tras seis meses viajando por Europa, seis meses que había reservado egoístamente para sí misma y su propio placer, volver a casa le resultaba duro. Nadie más que ella vivía en la mansión Wolfe desde hacía mucho tiempo.

Pero no se quedaría mucho, se dijo con determinación. Recogería las últimas cosas de su padre y encontraría un lugar en el pueblo o tal vez en la aldea más cercana. Algún lugar pequeño, limpio y alegre sin recuerdos ni remordimientos. Pensó en el cuaderno que llevaba en la maleta, en el que estaban todas sus ideas de paisajismo, una vida de energía y pensamientos que solo esperaba que le dieran alas. Y ella se las daría pronto.

Se estiró la bonita chaqueta que se había comprado en Roma y se recolocó los ajustados vaqueros que no estaba acostumbrada a llevar. Las botas italianas de piel, que le llegaban a la altura de la rodilla, todavía le resultaban extrañas. Ella solía llevar botas de agua. La ropa, igual que el cuaderno de ideas, formaba parte de su nueva vida. De su nuevo yo.

Sonriendo con decisión, Mollie arrastró las maletas hacia el alto muro de piedra que separaba la mansión del resto del mundo. El alto seto se encontraba con el muro en el ángulo adecuado, y aunque era denso espinoso, Mollie conocía cada centímetro de él. Conocía cada hectárea de la finca de los Wolfe aunque no le perteneciera. Solo había estado en la casa unas cuantas veces, era un lugar muy triste y Annabelle casi siempre prefería el calor de la casita del jardinero. Pero la tierra la conocía como la palma de la mano.

Sentía que era suya.

A mitad del seto encontró la entrada que siempre había sido su secreto. Nadie, ni siquiera los chicos del pueblo que se atrevían a acercarse hasta allí conocía aquel pequeño acceso oculto.

Se deslizó por la abertura del seto y se dirigió hacia la casa.

La casita del jardinero estaba oculta tras otro seto alto, de modo que quedaba completamente separada de la casa principal. El pequeño jardín que la rodeaba estaba sumido en la oscuridad, pero Mollie se preguntó cuánto habría crecido la maleza. Se había marchado a mitad del invierno, cuando todo estaba baldío y recubierto de un barro helado, pero a juzgar por la fragancia de las rosas que perfumaban el aire supo que su jardín, el jardín de su padre, había vuelto a la vida una vez más.

Se le formó un nudo en la garganta. Incluso en la oscuridad podía imaginar a su padre inclinado sobre sus adoradas rosas con la azadilla en la mano y la mirada perdida. El mundo había cambiado y había seguido adelante, y Henry Parker se había quedado en los decrépitos confines de su propia mente hasta el final, que se había producido siete meses atrás.

Mollie tragó saliva y buscó la llave. Tenía que empezar de nuevo, se dijo. Nuevos planes y una nueva vida.

Su casa olía por dentro a humedad y a cerrado. Era el olor de la soledad. Tendría que haberle pedido a alguien del pueblo que abriera las ventanas, pensó con un suspiro. Pero la comunicación con los demás le había resultado difícil. Buscó el interruptor y encendió.

No ocurrió nada.

Mollie parpadeó en la oscuridad, preguntándose si la bombilla se habría fundido. ¿Se habría dejado las luces encendidas seis meses por accidente? Pero al ajustar la mirada a la oscuridad se dio cuenta de que no había señal de electricidad en la cabaña. El reloj del horno estaba apagado, la nevera no emitía su familiar sonido. Todo estaba en silencio y a oscuras.

Habían cortado la luz.

Mollie gimió en voz alta. ¿Se habría olvidado de pagar la factura? Debía ser eso, aunque había pagado por adelantado antes de salir de viaje. Tal vez hubiera habido algún problema burocrático que la había dejado en la oscuridad, cuando lo único que quería hacer era tomarse una taza de té y meterse en la cama.

Suspiró, apartó las maletas de la puerta y fue en busca de la linterna que guardaba en la vieja cómoda de pino. La encontró fácilmente y la encendió, suspirando agradecida cuando un estrecho haz de luz iluminó la oscuridad.

Pero su suspiro terminó en tristeza cuando enfocó con la linterna por la casa. Todo estaba como debía: la mesa arrimada a una esquina, el sofá usado, la vieja nevera… Las botas de su padre seguían en la entrada y llenas de barro. La visión le resultó familiar y querida, y sin embargo…

Todo estaba en silencio. Vacío. En aquel momento fue consciente de lo sola que estaba. Sola en la finca Wolfe, con la casa principal vacía a escasos cien metros de allí. Estaba sola en el mundo, como la huérfana que era.

Jacob Wolfe no podía dormir. Una vez más. Estaba acostumbrado, recibía de buena gana el insomnio porque al menos era mejor que soñar.

Los sueños eran de las pocas cosas que no podía controlar. Aparecían sin previo aviso, se colaban en su cabeza y se la envenenaban de recuerdos. Al menos cuando estaba despierto tenía autoridad sobre su mente.

Salió del dormitorio y de la mansión. No quería deambular por las habitaciones que encerraban tanto dolor. No, se corrigió negándose a evitar la verdad. No era que no quisiera, sencillamente no podía. Vivir en la mansión Wolfe durante los últimos seis meses, mientras supervisaba la reforma y la venta, había sido una dura prueba.

Y ahora, mientras el sueño le esquivaba y los recuerdos amenazaban con apoderarse de él una vez más, le dio miedo estar fallando.

Pasó por delante de las habitaciones de sus hermanos, vacías y abandonadas, y se forzó a descender por la escalera de caracol que era una de las joyas de la mansión Wolfe. Pasó por delante del estudio en el que diecinueve años atrás había tomado la decisión de abandonar la casa, abandonar a su familia, abandonarse a sí mismo.

Pero no se podía huir de uno mismo.

Fuera el aire de la noche era fresco, y dio un par de bocanadas mientras buscaba la linterna que tenía en el bolsillo del pantalón. Los recuerdos de la mansión todavía resonaban en su cabeza.

«Aquí es donde mi hermano lloraba hasta que se dormía. Aquí es donde estuve a punto de pegar a mi hermana. Aquí es donde maté a mi padre».

–Basta –dijo Jacob en voz alta.

Era una advertencia a sí mismo. En los últimos diecinueve años, desde su marcha de la mansión Wolfe, había aprendido a controlar tanto su cuerpo como su cerebro. El cuerpo había sido mucho más fácil. Una prueba de fuerza física fácil comparada con la mente. El control sobre la mente, con sus susurros seductores y sus burlas crueles, era difícil y tortuoso sobre todo allí, donde sus viejos demonios y su viejo yo se alzaban para gritarle que se escapara una vez más.

Los sueños eran lo peor, porque dormido era vulnerable. Durante años había mantenido la vieja pesadilla a raya y había cesado prácticamente de dolerle. Pero desde su regreso a la mansión Wolfe, la pesadilla había vuelto con más fuerza que nunca. Jacob encendió la linterna y empezó a andar.

Ahora conocía la mayor parte del jardín, porque había tomado por costumbre caminar por él de noche. Dudaba que hubiera cubierto hasta el último tramo de la inmensa finca Wolfe, pero los cuidados caminos, que ahora estaban desatendidos, lo calmaban. El sencillo orden de las flores, los arbustos y los árboles lo calmaba.

Caminó. El aire le refrescó la piel caliente y dejó la mente en blanco durante al menos unos instantes. No pensó en nada.

«¿Reformar la mansión para venderla? Estas huyendo otra vez».

El duro reproche de su hermano Jack resonó en su interior. Jack seguía enfadado con él, así que Jacob lo esperaba. Lo entendía. Había visto las expresiones de dolor y decepción en los ojos de todos sus hermanos en las ocasiones en que se habían reunido, aunque lo hubieran perdonado. Se había reconciliado con todos excepto con Jack y, aunque se había preparado para aceptar el daño que había provocado, no se había dado cuenta de cuánto le iba a doler.

El arrepentimiento y la culpa que había apartado lejos de sí habían resurgido y amenazaban con consumirlo, hasta tal punto que no podía pensar en nada ni sentir nada más. Había abandonado a sus hermanos, y aunque había aceptado aquel hecho tiempo atrás, el dolor y la confusión de sus rostros hizo que sintiera de nuevo la vieja culpabilidad.

¿Dónde estaba su preciado control? Jacob se detuvo porque captó algo por el rabillo del ojo. Se le agudizó el instinto y giró la cabeza.

Luz. Una luz se filtraba por los árboles, bailando entre las sombras. ¿Habrían vuelto a entrar los adolescentes gamberros y habrían encendido una hoguera en el bosque? El fuego podría descontrolarse fácilmente.

Se dirigió con paso firme hacia el bosquecillo de abedules que separaba el jardín, antaño cultivado, de la zona silvestre. Se detuvo sobre sus pasos cuando salió de entre los árboles y apareció en otro jardín, más pequeño, que no conocía. En el centro había una casita de piedra con una torre en miniatura. El fuego ardía en el interior e iluminaba las ventanas con su centelleante luz.

Jacob no recordaba la existencia de aquella edificación, pero no le cabía duda de que estaba dentro de su propiedad. Igual que el intruso que se encontraba dentro. El sueño del que acababa de escapar todavía permanecía en los extremos de su mente, y alimentó la furia que le hizo dirigirse hacia la casa.

Se detuvo frente a la puerta de doble hoja y la abrió con una fuerte y efectiva patada.

Escuchó primero el grito, un grito corto y controlado. Parpadeó en la penumbra del salón y ajustó lentamente la vista. Había una mujer frente a la chimenea, inclinada mientras se ocupaba del fuego. La luz de las llamas danzaba sobre su pelo, que había adquirido el mismo color que estas.

La mujer se incorporó sosteniendo un tronco en las manos. Un arma.

Un arma que, por supuesto, no suponía ninguna amenaza. Con casi veinte años de entrenamiento en artes marciales, Jacob sabía que podía desarmar a la intrusa en cuestión de segundos. Pero no quería hacerle daño. No volvería a hacerle daño a nadie nunca.

Deslizó la mirada sobre la mujer. No era lo que esperaba. Una melena de rizos cobrizos le caía por la espalda como una cascada salvaje, y tenía la piel muy blanca. Iba vestida con un conjunto estiloso y elegante que no parecía adecuado para la vida en el campo.

¿Qué estaba haciendo allí?

Entonces los ojos de la joven, que ya estaban abiertos de par en par por el asombro, se abrieron todavía más y dejó caer el tronco.

–¿Jacob?

Mollie no había reconocido a Jacob Wolfe cuando cruzó por su puerta como un loco salido de una película de terror. Solo gritó una vez, atajó abruptamente el chillido cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando. Jacob Wolfe, el propietario de la mansión Wolfe, había regresado. Estaba mayor, por supuesto, y más fuerte. Tenía los músculos de un hombre. A pesar de la conmoción, Mollie se fijó en el modo en que la camiseta gris y los viejos vaqueros se ajustaban a su poderoso cuerpo. Llevaba el cabello revuelto y un poco largo, y tenía la mirada fría y oscura. Sostenía una linterna en la mano y la apuntaba directamente con ella.

Era imposible. Se había marchado, tal vez estuviera muerto. Había desaparecido una tarde dejando a siete hermanos con el corazón roto. No se había sabido nada de él en casi veinte años. Y de pronto estaba allí. Allí mismo. Y mientras lo miraba fijamente, sintió una confusa mezcla de emociones: sorpresa, alivio, incluso una extraña alegría. Y de pronto experimentó una profunda punzada de ira. Había visto cómo la partida de Jacob afectó a sus hermanos; desde lejos fue testigo de su dolor. También a ella le había afectado. En los largos y solitarios años transcurridos desde que se marchó, Mollie se había preguntado si la ruina de la mansión y la ruina del jardín habrían acelerado el veloz descenso de su padre hacia la demencia. Muchas veces se había preguntado qué habría pasado si Jacob se hubiera quedado, si todos los Wolfe se hubieran quedado, si se hubiera seguido cuidando la casa y los jardines.

Pero ya era demasiado tarde. Su padre estaba muerto, todos los Wolfe se habían ido y la mansión se estaba viniendo abajo. Jacob había vuelto y Mollie no sabía si se alegraba. Al verlo allí de pie y observar su rostro frío, bello y carente de emociones sintió cómo la amargura volvía a ocupar un espacio en su corazón y su mente.

–¿Me conoces? –le preguntó él sin asomo de emoción.

Mollie dejó escapar una carcajada seca.

–Sí, te conozco. Y tú me conoces a mí, aunque está claro que no me recuerdas. Sé que soy fácil de olvidar –aquello escocía.

Había visto a los hermanos Wolfe jugar juntos, y en algún rincón de su infantil corazón se había sentido celosa. Sus vidas estaban destruidas por la infelicidad y la desesperación, ¿quién no lo sabía? Pero al menos siempre se habían tenido los unos a los otros… hasta que Jacob se marchó.

Jacob entornó los ojos y deslizó la mirada por el desordenado saloncito. Todavía estaba el equipaje al lado de la puerta, y Mollie fue consciente de todas las cosas que no había tirado antes de marcharse porque no estaba preparada para hacerlo. La pipa y la bolsa de tabaco de su padre encima de la chimenea, su abrigo colgando de la puerta. Incluso el correo de su padre estaba sobre la mesa. Publicidad, facturas y cartas que nadie contestaría nunca.

–Eres la hija del jardinero.

La indignación le subió a Mollie por la boca.

–Se llamaba Henry Parker.

Jacob la miró con sus ojos fríos y grises.

–¿Se llamaba?

–Murió hace siete meses –respondió ella con tirantez.

–Lo siento –Jacob desvió la vista hacia las maletas–. ¿Acabas de regresar?

–He estado en Italia –Mollie se dio cuenta de cómo debía sonar. Su padre moría y ella se escapaba a Italia. Pero se negó a explicarse. Jacob Wolfe podía pensar lo que quisiera.

–Entiendo. ¿Y por qué has vuelto?

No era una pregunta, más bien sonaba como una acusación.

–Porque esta es mi casa –respondió Mollie–. Lo es desde que nací. Puede que tú salieras huyendo de la mansión Wolfe, pero eso no significa que los demás hiciéramos lo mismo.

Jacob se puso tenso y se quedó muy quieto. Mollie sintió su ira latente como un escalofrío. Luego él se relajó y arqueó una ceja con expresión de desprecio.

–¿La mansión Wolfe es tu casa? –inquirió con peligrosa dulzura.

Mollie sintió la furia haciendo explosión en sus venas.

–Sí, y siempre lo ha sido –le espetó–. Pero no te preocupes –se apresuró a decirle antes de que él pudiera responder–. No voy a quedarme mucho tiempo. Solo he venido a recoger mis cosas.

Jacob se cruzó de brazos.

–Muy bien –miró a su alrededor–. Eso no debería llevarte mucho tiempo.

Mollie se quedó boquiabierta al darse cuenta de lo que estaba tratando de dar a entender.

–¿Quieres que me vaya ahora mismo?

–No soy tan despiadado como pareces pensar –aseguró Jacob con frialdad–. Puedes quedarte a pasar la noche.

Mollie tragó saliva.

–¿Y después?

–Esto es una propiedad privada.

Al mirarlo en ese momento, con aquella expresión tan distante y cruel, todo el dolor que había acumulado contra Jacob Wolfe regresó a su mente y le saltó a la boca.

–Oh, entiendo –dijo en un murmullo–. No tienes suficiente espacio en la mansión. También necesitas esta casita.

–Es una propiedad privada –repitió Jacob sin variar el tono.

–Era mi casa –le espetó ella con voz algo temblorosa–. Y la casa de mi padre. Murió en la cama que hay arriba.

Detuvo las palabras y el recuerdo porque no quería compartirlo con Jacob. No quería que le tuviera lástima. Aparte de los cuatro años que había pasado estudiando horticultura, aquel había sido su único hogar. Le dolía en el corazón que Jacob Wolfe fuera a echarla sin pensárselo dos veces, teniendo en cuenta que su padre se habría dejado hasta la vida por la familia Wolfe.

No podía protestar. Había estado años viviendo allí sin pagar alquiler, y Jacob tenía razón: era propiedad privada. Nunca había sido suya. Había crecido con aquella certeza y podría soportarlo. Tragó saliva y alzó la barbilla.

–De acuerdo. Necesito un poco de tiempo para recoger las cosas de mi padre, pero la casa es toda tuya –le dolía decirlo y actuar como si no le importara, pero hizo un esfuerzo por mirarlo a los ojos y sostenerle la mirada.

Solo estaba adelantando unos días sus planes, nada más.

Jacob siguió mirándola con expresión meditabunda.

–¿Tienes adónde ir?

–Voy a alquilar algo en el pueblo.

–¿Y qué vas a hacer? ¿Tienes trabajo?

Mollie se mordió el labio.

–Tengo un negocio de jardinería –admitió a regañadientes–. Pero quiero ampliarlo para que incluya paisajismo y diseño de jardines.

–¿Ah, sí? –Jacob arqueó las cejas mientras asimilaba la información. Luego asintió como si hubiera tomado una decisión–. Bueno, en ese caso tal vez podamos llegar a un acuerdo que nos beneficie mutuamente.

Mollie se lo quedó mirando sin entender a qué podía referirse.

–Si quieres quedarte en esta casa –continuó Jacob–, puedes ganarte el techo. Trabajarás para mí.

Dos

Por fin la recordaba. Los seguía, a sus hermanos y a él, cuando eran pequeños, sin dientes y con el pelo revuelto. Los espiaba desde detrás de los árboles o al otro lado de un seto. Jacob apenas había reparado en ella. Tenía siete hermanos que proteger. La hija del jardinero estaba completamente fuera de su círculo de interés.

Más recientemente había visto su imagen en las paredes de la habitación de Annabelle. Su hermana debió fotografiar a Mollie Parker cientos de veces. Y entendía la razón.

Con su piel blanca y la melena cobriza, poseía una belleza renacentista que parecía como de otro mundo, sobre todo teniendo en cuenta la forma en la que había irrumpido en su encantadora casa. Había tardado un instante en reconocer en aquella interlocutora elegantemente vestida a la joven risueña y alegre de las paredes del dormitorio de su hermana, pero luego identificó su cascada de rizos y su piel de porcelana. Era preciosa, con estilo, y no tenía ni idea de por qué estaba en su propiedad.

¿Por qué se había marchado Mollie Parker a Italia en cuanto su padre murió? ¿Por qué había vuelto? ¿Y qué iba a hacer con ella? La expresión de incertidumbre y miedo de aquellos ojos marrones lo molestaba porque no quería enfrentarse a ella. No quería lidiar con una ultrajada Mollie Parker. Tenía suficientes cosas de las que preocuparse, como reformar y vender la mansión Wolfe y tratar por todos los medios de reconstruir su fracturada familia.

Preocuparse del bienestar de una desconocida no entraba en sus planes. No necesitaba experimentar lo que aquellos ojos, orgullosos y al mismo tiempo suplicantes, provocaban en él, una sensación que se movía entre la curiosidad y la compasión, algo vivo y real. No había sentido nada así desde hacía años. Diecinueve años.

Y no quería volver a sentirlo otra vez. Pero había algo en la mirada de Mollie Parker que le llegaba al alma y, a pesar de su desconfianza e incluso de su miedo, respondió a aquella llamada silenciosa.

La ayudaría y al mismo tiempo calmaría su propia conciencia. Le había encargado el trabajo de su vida.

–¿Trabajar para ti? –repitió Mollie con incredulidad. Entonces experimentó otra punzada de ira–. Mi padre trabajó para ti durante cincuenta años, y durante los últimos quince ni siquiera recibió un sueldo.

Jacob se quedó paralizado. Mollie se dio cuenta de que le había sorprendido. Se preguntó si habría pensado en su padre alguna vez durante los últimos diecinueve años. Sin duda, en ella no.