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Apta como niñera… ¡pero no como esposa! Amy Bannester era una niñera sin pelos en la lengua, a la que parecía olvidársele que la servidumbre y el silencio debían ir de la mano, pero al jeque Emir se le ocurrían alternativas mucho más placenteras para sus seductores labios… A pesar de la arrebatadora pasión que ambos sentían, las leyes de aquel reino del desierto llamado Alzan hacían imposible que Amy se convirtiese en reina. Emir había perdido a su primera esposa poco después del nacimiento de sus dos preciosas hijas gemelas, pero necesitaba un heredero varón para continuar con su linaje, y aquello era lo único que Amy no podía darle…
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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Carol Marinelli. Todos los derechos reservados.
EL JEQUE ATORMENTADO, N.º 2235 - junio 2013
Título original: Beholden to the Throne
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3096-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Su Majestad, el jeque Emir ha accedido a hablar contigo.
Amy levantó la vista y vio a Fatima, una de las sirvientas, entrando en la habitación infantil en la que ella le estaba dando la cena a las jóvenes princesas.
–Gracias. ¿A qué hora...?
–Te está esperando –la interrumpió Fatima en tono impaciente.
–Están cenando... –empezó Amy, pero no se molestó en continuar.
Al fin y al cabo, al jeque le daban igual las rutinas de sus hijas. De hecho, casi no veía a las gemelas y eso a Amy le estaba rompiendo el corazón.
No sabía que últimamente estaban muy empalagosas, ni lo mal que comían. Ese era uno de los motivos por los que Amy había pedido que la recibiese. Al día siguiente, las niñas pasarían a manos de los beduinos. Primero estarían en un oasis y después pasarían la noche con personas a las que no conocían. Fatima le había contado que era una tradición ancestral, y las tradiciones no podían cambiarse.
Pero ella iba a intentarlo.
Las niñas habían perdido a su madre con solo dos semanas de vida y desde entonces su padre casi no había ido a verlas. Era ella la que estaba con las pequeñas todos los días. Era en ella en la que confiaban. No podía entregárselas a unos extraños sin oponer ninguna resistencia.
–Yo me quedaré con ellas y les daré la cena –le propuso Fatima–. Tú debes arreglarte para la audiencia con el jeque.
Miró el vestido azul claro de Amy con desaprobación, era el uniforme de la niñera real. Se lo había puesto limpio esa mañana, pero a esas horas era evidente que había pasado la tarde pintando con pintura de dedos con Clemira y Nakia.
A pesar de pensar que el jeque no iba a fijarse en su ropa, Amy fue a ponerse un vestido limpio y se recogió la melena rubia en una coleta. Después, se cubrió la cabeza con un pañuelo de seda azul más oscuro. No iba maquillada, pero tenía la costumbre de asegurarse siempre de que los extremos del pañuelo le tapaban la cicatriz que tenía en el cuello. Odiaba que se la mirasen y, sobre todo, odiaba que le preguntasen por ella.
No le gustaba hablar del accidente ni de sus secuelas.
–Son demasiado caprichosas con la comida –protestó Fatima cuando Amy volvió a entrar en la habitación de las niñas.
Ella contuvo una sonrisa al ver que Clemira hacía una mueca y tiraba al suelo la cuchara llena de comida que Fatima le ofrecía.
–Solo hay que convencerlas de que lo prueben –le explicó ella–. Es la primera vez que comen ese plato.
–¡Tienen que aprender a comportarse! –replicó Fatima–. La gente estará pendiente de ellas cuando estén en público y mañana se marchan al desierto. Allí solo podrán comer fruta y a la gente del desierto le dará igual que la escupan.
Miró a Amy de pies a cabeza.
–Acuérdate de inclinar la cabeza cuando entres, y de mantenerla agachada hasta que el jeque hable. Y dale las gracias por cualquier sugerencia que te haga.
¡Darle las gracias!
Amy se contuvo para no contestar.
Al ver que se marchaba, Clemira la llamó:
–¡Ummi! –gimoteó–. ¡Ummi!
Y Fatima la miró horrorizada al ver que la llamaba mamá en árabe.
–¿Así te llama? –inquirió.
–No sabe lo que quiere decir –respondió Amy rápidamente.
Pero Fatima ya se había levantado y estaba furiosa.
–¿Qué le has enseñado? –la acusó.
–Yo no le he enseñado a llamarme así –se defendió Amy, asustada–. De hecho, he intentado que no lo haga.
Era cierto. Había intentado que las gemelas la llamasen por su nombre, pero no había habido manera de impedir que Clemira la llamase mamá.
–Se parece a mi nombre –le explicó a Fatima.
Pero entonces Nakia imitó a su hermana y la llamó también:
–Ummi.
–¡Amy! –la corrigió ella.
Pero Fatima seguía enfadada.
–Si el jeque las oye llamarte así tendrás problemas –le advirtió–. Serios problemas.
–¡Lo sé! –respondió ella, conteniendo las lágrimas.
Salió de la habitación intentando no sentirse afectada por los llantos de las niñas que iba dejando atrás.
Tenía que hablar con el jeque, se dijo nerviosa. No obstante, la idea de hacerlo no le entusiasmaba. El jeque Emir, rey de Alzan, no era un hombre accesible, sobre todo, desde la muerte de su esposa Hannah. Los muros de palacio estaban cubiertos de retratos de hombres morenos e imponentes, pero, desde la muerte de su esposa, ninguno imponía más que el jeque Emir.
Y ella tenía que enfrentarse a él. Vio a los guardias que custodiaban la puerta y se dijo que tenía que hacerlo, por difícil que fuese. Tenía que hacerlo antes de que el jeque se fuese al desierto con sus hijas.
Se detuvo delante de las pesadas puertas labradas y esperó a que los guardias asintiesen y las abriesen. La habitación le recordó a la sala de un juzgado. Emir estaba sentado detrás de un gran escritorio, vestido de negro, con un kayefa. Estaba en el centro, rodeado de asistentes y ancianos. Y Amy se dijo que tenía que encontrar el valor de exponer su caso.
–¡Agacha la cabeza! –le recordó bruscamente uno de los guardias.
Amy lo hizo y entró. Todavía no podía mirar al jeque, pero notó su mirada oscura clavada en ella mientras su secretario personal, Patel, la presentaba en árabe. Ella mantuvo la cabeza inclinada hasta que Emir habló por fin.
–Hace varios días que pediste verme, pero tengo entendido que a las gemelas no les ocurre nada.
Se dirigió a ella en su idioma y Amy pensó en el tiempo que hacía que no lo oía hablar en él. Normalmente, cuando pasaba a ver las niñas solo decía un par de palabras en árabe antes de marcharse. Allí de pie, delante de él, Amy se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos oír su voz.
Recordó los días posteriores al nacimiento de las niñas, cuando el jeque todavía había sido un hombre accesible, preocupado por su esposa enferma y agradecido de recibir cualquier sugerencia que ella le hiciese acerca de las niñas. Tan accesible, que a Amy se le había llegado a olvidar que era el jeque y se habían llamado por sus nombres. Intentó mantener aquella imagen de él en mente y lo miró, decidida a hablar con el padre de las pequeñas y no con el jeque.
–Clemira y Nakia están bien –empezó–. Bueno, están bien físicamente...
Lo vio fruncir el ceño.
–Quería hablarle acerca de sus progresos, y también de la tradición...
–Mañana nos vamos al desierto –la interrumpió Emir–. Estaremos allí veinticuatro horas, así que tendremos tiempo de sobra de hablar de sus progresos.
–Pero quería hablar de esto sin que las niñas nos oigan. No quiero que se disgusten con mis palabras.
–Van a cumplir un año –dijo Emir–. Dudo que vayan a entender lo que hablemos.
–Es posible que...
Amy sintió que se ahogaba, que la cicatriz del cuello se le inflamaba. Sabía lo que era tener que guardar silencio, sabía lo que era escuchar y no poder responder. Sabía muy bien lo que era que hablasen de tu vida contigo delante y no poder participar en la conversación. Si existía la más mínima posibilidad de que las niñas los entendiesen, no se arriesgaría a hablar delante de ellas. De todos modos, había ido allí a discutir de algo más que de sus progresos.
–Fatima me ha contado que las gemelas van a tener que pasar la noche con los beduinos...
Emir asintió.
–No me parece buena idea –continuó ella–. En estos momentos están muy mimosas. Se ponen a llorar en cuanto salgo de la habitación.
–De eso se trata –le dijo Emir–. Todos los miembros de la familia real tienen que pasar unos días al año con la gente del desierto.
–¡Son demasiado pequeñas!
–Siempre se ha hecho así. Es una tradición y no está abierta a debate.
Amy se dio cuenta de que tenía que aceptarlo, aquella era una tierra en la que las leyes y las tradiciones se respetaban a rajatabla. Lo único que podía hacer era ayudar lo máximo posible a las gemelas.
–También quería hablarle de otros asuntos –dijo Amy, mirando a su alrededor–. ¿Podríamos hacerlo en privado?
–¿En privado? –repitió Emir en tono molesto–. No es necesario. Dime lo que hayas venido a decirme.
–Pero...
–¡Dilo!
No gritó, pero había enfado e impaciencia en su voz. Y su mirada era retadora. Amy casi no lo reconocía. No era el mismo hombre que un año antes. Por entonces también había sido un jeque valiente, un gobernante severo, pero también había sido un hombre sensible a las necesidades de su esposa enferma, un hombre que se había olvidado del deber y del protocolo para cuidar de esta y de sus hijas.
–Las niñas casi no lo ven –empezó Amy–. Lo echan de menos.
–¿Y te lo han dicho a ti? –le preguntó él, haciendo una mueca–. No era consciente de que tuviesen tanto vocabulario.
Patel rio antes de dar un paso al frente.
–El jeque no necesita oír esto –le dijo a Amy.
–Tal vez no –insistió ella–, pero las niñas necesitan a su padre. Necesitan...
–No hay nada de qué hablar –la interrumpió Emir, zanjando la conversación con un ademán.
Los guardias abrieron la puerta y Patel le hizo un gesto para que saliese, pero ella se quedó donde estaba.
–De eso nada, ¡hay muchas cosas de las que hablar!
Oyó varios gritos ahogados y notó la tensión a su alrededor. Nadie le llevaba la contraria al jeque y mucho menos una simple niñera.
–Lo siento, Majestad –le dijo Patel al jeque, haciendo una reverencia y acercándose a Amy.
–¡Tiene que escucharme! –insistió esta.
–El jeque ha terminado de hablar contigo –le advirtió Patel.
–Pues yo no he terminado de hablar con él –replicó Amy, levantando la voz.
Miró a Emir a los ojos. Estaba nerviosa, aterrada, sí, pero había llegado hasta allí y no podía marcharse sin más.
–Majestad, tengo que hablar con usted de sus hijas antes de que vayamos al desierto. Hace días que esperaba esta audiencia. En mi contrato pone que tengo derecho a reunirme de manera regular con los padres de las niñas para hablar de ellas.
Le disgustaba tener que pedir una audiencia al jeque para hacerlo y no se iba a marchar de allí sin decirle lo que le tenía que decir.
–Cuando acepté el puesto de niñera real lo hice pensando que iba a ayudar a criar a las gemelas y que cuando estas cumpliesen los cuatro años...
Se le quebró la voz al ver que Emir no la estaba escuchando. En su lugar, estaba hablando con Patel en árabe. Vio cómo sacaban una carpeta, probablemente, con su contrato, y cómo el jeque se ponía a leer el documento que había dentro.
–Firmaste un contrato de cuatro años –dijo este–. Estarás aquí hasta que las gemelas se marchen a un internado a Londres y después, volveremos a negociar los términos, eso fue lo que acordamos.
–¿Y se supone que tengo que esperar otros tres años para que podamos hablar de las niñas?
Amy se olvidó de que estaba ante el jeque. Estaba tan enfadada que le habló en tono irónico.
–¿Tengo que esperar tres años más para poder hablarle de cualquier tema? –continuó–. Si quiere que hablemos del contrato, hablaremos de él. ¡Usted no está cumpliendo con su parte!
–Basta ya –le respondió Patel.
Le hizo un gesto a uno de los guardias para que la sacase de la sala, pero Amy se mantuvo firme incluso cuando este la agarró del brazo. El velo que le cubría el pelo se le movió y ella intentó zafarse del guardia.
Fue Emir el que detuvo aquella salida tan poco digna. No necesitaba que un guardia se ocupase de aquella mujer, así que le hizo un gesto para que la soltase y le dijo algo en árabe. El guardia obedeció y la soltó.
–Continúa –la retó Emir.
Aquella mujer se había atrevido a sugerir que él, el jeque Emir de Alzan, había incumplido un contrato.
–Dime por qué he incumplido mi palabra.
Ella se mantuvo recta, le costaba respirar, pero agradeció que le diese otra oportunidad para hablar.
–Las gemelas necesitan un padre... –empezó sin parpadear–. Como ya he dicho, mi papel consiste en ayudar a criarlas aquí en palacio y cuando viajen a Londres.
Entonces pensó que tal vez fuese mejor empezar por los temas menos emotivos.
–Hace más de un año que no voy a casa.
–Continúa –le dijo él.
Amy respiró hondo e intentó encontrar la mejor manera de explicarse.
–Las niñas necesitan más de lo que yo puedo darles...
Dudó antes de proseguir. Las niñas necesitaban amor y ella se lo daba, pero, sobre todo, necesitaban unos padres. Y tenía que decírselo al jeque. Tenía que recordarle qué era lo que Hannah habría querido para sus hijas.
–Se supone que voy a estar con ellas hasta que cumplan los cuatro años. Y se supone que yo iba a tener dos noches libres a la semana, pero...
Él volvió a interrumpirla para hablar en árabe a Patel. Tuvieron una breve conversación y después Emir le dijo:
–Está bien, Fatima te ayudará con las niñas. A partir de ahora, tendrás tus noches libres, y tus vacaciones.
Amy no pudo creer que el jeque le hubiese dado la vuelta así a la conversación. No había ido allí a hablar solo de sus vacaciones.
–Eso es todo.
–¡No! –exclamó ella con voz firme–. No quería decir eso. Quiero decir que mi trabajo consiste en ayudar, ayudar a los padres en la crianza de las niñas, no en criarlas yo sola. Jamás habría aceptado el trabajo si no hubiese sido así. La reina Hannah me entrevistó...
Emir palideció al oír hablar de su difunta esposa, pero el dolor tardó solo unos segundos en verse reemplazado por la ira.
Se levantó y toda la sala guardó silencio. Era un hombre imponente, alto, de hombros anchos, moreno. Era un guerrero, un hombre del desierto al que nadie podría nunca domar. Y, además, era el rey.
–¡Fuera! –rugió Emir.
En esa ocasión, Amy decidió obedecer. Supo que había ido demasiado lejos al hablarle del pasado.
–¡Tú no! –añadió, haciendo que se detuviese–. Marchaos todos los demás.
Amy se giró muy despacio y posó sus ojos azules en los negros de aquel jeque tan enfadado. Lo había disgustado y tendría que enfrentarse a él a solas.
–La niñera, que se quede.
La niñera.
Mientras esperaba su suerte, aquellas palabras retumbaron en los oídos de Amy, casi segura de que el jeque se había olvidado de su nombre. Estaba criando a sus hijas y no sabía nada de ella. No obstante, no iba a decírselo en esos momentos en los que estaba a punto de quedarse sin trabajo. Tenía el corazón acelerado porque no quería separarse de las gemelas y sabía que no soportaría marcharse de allí sin despedirse de ellas.
Fue eso lo que la alentó a disculparse.
–Por favor... –empezó–. Discúlpeme.
Pero el jeque la ignoró mientras la habitación se iba vaciando.
–Patel, márchate tú también –le dijo a su secretario.
Este siguió a regañadientes al resto y cerró la puerta tras de sí, y Amy se quedó a solas con el jeque por primera vez en casi un año, aterrada.
–¿Qué decías?
–Que no tenía que haber hablado así.
–Es un poco tarde para echarse atrás –le respondió Emir–. Ya tienes la privacidad que querías. Tienes la oportunidad de hablar. ¿Cómo es que, de repente, te has quedado sin voz?
–No.
–Pues habla.
Amy no podía mirarlo. Respiró hondo y, con la vista clavada en el suelo, se dio cuenta de que tenía las manos juntas. Las separó y se obligó a levantar la barbilla y mirarlo a los ojos. El jeque tenía razón, ya tenía lo que quería. Tenía la oportunidad de hablar con él e iba a hacerlo por el bien de Clemira y de Nakia. Era probable que la despidiesen, pero tenía la esperanza de que las cosas cambiasen si el jeque escuchaba lo que tenía que decirle.
Tenían que cambiar.
Por ese motivo se obligó a hablar.
–Cuando me contrataron, fue para ayudar en la crianza de las gemelas –dijo con voz tranquila a pesar de tener el corazón acelerado–. La reina Hannah tenía muy claro lo que quería para las niñas y ambas teníamos valores similares... –se interrumpió porque no podía compararse con la difunta reina–. O, más bien, digamos que yo admiraba los valores de la reina. Comprendí lo que quería para las niñas porque hablamos mucho acerca de su futuro. Por eso firmé el contrato que firmé.
–Continúa –le dijo Emir.
–Cuando acepté el trabajo me di cuenta de que el embarazo no había sentado bien a la reina, de que era probable que tardase en recuperarse y que era posible que no pudiese hacer todo lo que quería hacer con sus hijas. Sin embargo...
–Estoy seguro de que la reina Hannah habría preferido que te limitases a ayudarla a criar a las niñas –la interrumpió Emir–. Estoy seguro de que, cuando te contrató, no tenía intención de morirse.
Hizo un gesto de desdén y añadió en tono sarcástico:
–Siento las molestias.
–¡No!
Amy se negaba a permitir que el jeque volviese a darle la vuelta a la conversación.
–Aunque la reina Hannah siguiese viva, yo estaría encantada de levantarme por las noches para atender a las gemelas si eso fuese necesario. Era una mujer maravillosa, una madre increíble, y habría hecho cualquier cosa por ella... Habría hecho cualquier cosa por la reina Hannah, pero...
–Tendrás ayuda –le dijo Emir–. Me encargaré de que Fatima...
Amy no podía creer que el jeque no la entendiese. Lo interrumpió.
–Las pequeñas no necesitan otra niñera. ¡Necesitan un padre! Estoy harta de levantarme por las noches mientras su padre duerme.
–Su padre es el rey –le dijo él enfadado, con incredulidad–. Su padre está ocupado gobernando el país. Tengo a veinte trabajadores atrapados en una mina de esmeraldas, pero en vez de ocuparme de ellos, estoy escuchándote a ti. ¿Mi pueblo está nervioso por el futuro de su país y tú esperas que yo, el rey, me levante por las noches para atender a las niñas?
–¡Antes lo hacía! –replicó ella al instante–. Se levantaba por las noches cuando lloraban.