12,99 €
«Necesitábamos una herramienta —dijo ella—. Así que se la pedí a los dioses». Siempre ha habido rumores, leyendas, el guerrero que no puede ser asesinado, que ha visto mil civilizaciones levantarse y caer, el guerrero de incontables nombres: Unute, el Hijo del Rayo, la Muerte misma… A quien en estos días se le conoce simplemente como «B». Y él sólo anhela ser capaz de morir. Un grupo de operaciones encubiertas del ejército estadounidense le promete conseguir su destino de muerte, todo lo que tiene que hacer a cambio es ayudarles. Pero cuando un soldado vuelve a la vida, el suceso imposible acaba apuntando hacia una fuerza aún más recóndita y, al menos igual de poderosa, que la del propio B. Una fuerza que persigue sus propios objetivos. «Una colaboración excepcionalmente innovadora de dos mentes extraordinarias». William Gibson, autor de Neuromante
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 577
Veröffentlichungsjahr: 2025
PARA NUESTRAS MADRES,
por darnos la vida, por contarnos historias y por todo el cariño
Y si lo terrenal te olvidare, «Discurro», dile al suelo silente; pero: «Estoy», dile al raudo caudal.—RAINER MARIA RILKE, SONETOS A ORFEO
Una habitación repleta de violencia inminente, primero, después del desagradable resplandor blanco de las lámparas LED, en la que un hombre entró para sentarse entre las taquillas metálicas. Tras sacar un dispositivo de la mochila e introducir una serie de protocolos, se quedó contemplando la pantalla durante unos instantes, a solas, sin parpadear. Sus camaradas lo siguieron, al cabo.
El hombre continuó con sus preparativos. Cada soldado tenía un ritual.
Dos de las figuras se contaban chistes verdes entre carcajadas. Sin decir palabra, en sincronía, dos más se concentraban en comprobar el correcto funcionamiento de sus respectivas armas. De súbito, un quinto, éste con el torso desnudo, se dejó caer al suelo de golpe y empezó a dar palmadas mientras hacía flexiones a los pies de sus camaradas. Fue entonces cuando llegó el líder de aquella patrulla nocturna, líder que procedió a examinar un mapa con inusitado detenimiento, como si lo hubiera rescatado de una cripta sellada. El soldado que había llegado primero, por su parte, continuaba ejecutando diagnósticos con el escáner.
Ése fue el momento que eligió para entrar alguien más, alguien ya preparado, embutido en un uniforme de combate sin distintivos con la cremallera subida hasta la barbilla, como si estuviese aterido. Su presencia no suscitó ninguna reacción. Sin embargo, tras barrer la sala con la mirada, dejó que ésta se posara en el hombre del escáner y los dos se saludaron con un sutil cabeceo.
Se oyó la puerta de nuevo. En esta ocasión, todos levantaron la cabeza para mirar a quien ahora ocupaba el umbral.
Una figura alta y fibrosa, vestida de negro, que los observaba tras un velo de oscuros cabellos. Su silueta, recortada e inmóvil.
De entre todos sus camaradas, únicamente el del escáner observaba de reojo a otro de los presentes, uno de los que estaban comprobando su arma; uno que, al igual que el resto, sólo tenía ojos para el recién llegado.
El hombre de pelo moreno entró y, una vez rota su inmovilidad, todos retomaron lo que habían estado haciendo hasta ese momento. El primero de los que habían llegado levantó el escáner de nuevo e hizo un barrido de prueba; la habitación quedó capturada en su totalidad en la pantalla indiscreta. Dejó que ésta se demorara un momento sobre el hombre al que había espiado de soslayo mientras modificaba los registros del dispositivo y transformaba el pelotón en un paisaje de contornos multicolor.
El recién llegado se había quedado a solas en un rincón, con la cabeza agachada. Alguien se acercó a él.
El hombre del escáner arrugó el entrecejo. Su desconcierto no se debía al insólito vórtex de oscuridad que se arremolinaba en la pantalla, pues aquélla distaba de ser la primera vez que veía manifestarse de tal modo al hombre de negros cabellos, sino a la anomalía que representaba quien se le estaba acercando: un soldado más bajo, con la chaqueta ceñida. Chaqueta que en la pantalla se mostraba blanca y opaca, como no correspondía a las prendas de vestir convencionales. Debía de estar revestida de algo para emitir ese resplandor.
—Eh —dijo el técnico sin apartar la mirada de la imagen de la pantalla—. ¿Ulafson?
Sólo él fue testigo de cómo el soldado de la chaqueta se aproximaba con paso vacilante a la mejor baza de la unidad.
Puesto que se encontraban fuera del alcance del oído, seleccionó la opción de capturar audio para leer lo que interpretaba la IA del escáner a partir del movimiento de sus labios, del tenue rastro de cualquier posible onda sonora; pese a todo, no logró sacar nada en claro.
El más alto de los dos se giró para mirar a la figura que se le acercaba, que murmuraba como si estuviera implorando; a Ulafson, quien, de improviso, extendió los brazos y apretó el paso. Su objetivo lo observó imperturbable, inexpresivo, mientras Ulafson, que daba la impresión de querer abrazarlo, avanzaba silabeando con las facciones desencajadas, como si estuviese llorando, y el hombre del escáner repitió «¡Eh!», tan fuerte que todos se dieron la vuelta y comenzaron a gritar a su vez al ver que el hombre de la chaqueta con la cremallera subida hasta arriba sacaba una pistola del bolsillo, sollozando en verdad, era fácil verlo ahora, y apuntaba con el arma, no a aquél al que había estado acercándose a trompicones sino a la sala en su conjunto, a todos los que lo observaban.
—¡Atrás! —exclamó.
El hombre de cabellos oscuros extendió el brazo y apoyó la palma de la mano en el pecho de su asaltante, cortándole el paso. No lo golpeó ni lo derribó, sino que lo detuvo sin más para, a continuación, melancólico, sin hablar ni hacer ningún otro ademán, limitarse a sujetar a un brazo de distancia a su camarada mientras éste pugnaba por acortar el espacio que los separaba.
El hombre de la chaqueta empujaba y gruñía mientras el otro lo mantenía a raya, hasta que, con la mano libre, se bajó la cremallera, hurgó en algún bolsillo interior, se oyó un chasquido y se vislumbró un destello metálico.
—¡Un arma! —anunció alguien, como si el artefacto en cuestión no estuviera ya a la vista de todos, apuntándolos, apuntando a aquéllos a cuyo lado aquel soldado había segado innumerables vidas mientras se jugaba la suya.
—¡Ulafson, no! —dijo otra voz.
Estampidos. Ensordecedores. Ulafson sufrió una sacudida mientras el soldado del rifle, al que su camarada había observado de reojo, afianzaba los pies en el suelo antes de disparar una serie de ráfagas cortas con el semblante demudado, enviando proyectiles contra la parte superior del pecho y los muslos, consiguiendo no acertar dondequiera que estuviese apuntando, y Ulafson gritó bajo aquella lluvia de plomo y soltó la pistola pero, por el motivo que fuera, permanecía aún en pie, aún empujaba, manoteaba mientras las balas se hundían en él y en su objetivo impasible, que continuaba sin inmutarse a pesar de los surtidores de sangre que brotaban de él.
Sufrió un estremecimiento, sin embargo, y se le resbaló el brazo. Las mismas balas que estaban matando al hombre de la chaqueta lo empujaron por fin más allá de la barrera que representaba el brazo de su objetivo y lo pegaron a él como si quisiera estrujarlo, momento en el que, con una exhalación definitiva, triunfal, Ulafson activó un detonador oculto hasta entonces.
La habitación volvió a llenarse de nuevo, en esta ocasión de humo y metal, de llamaradas, de estruendo.
El primero de los hombres que había entrado en la sala no fue el último en salir, sino que se quedó hasta que las desagradables labores de limpieza hubieron concluido.
Se encontraba lejos de la zona cero de la explosión, medio escudado por aquéllos cuyos restos había visto recoger, etiquetar, guardar con todo el respeto que se les podía dispensar a unos trozos de carne. Para sus adentros, había recitado los nombres. Ignoraba cuántos de los supervivientes no despertarían jamás. Cuántos, como él, regresarían al frente tras la baja de rigor. Cuántos habían pasado por su lado arrastrando los pies camino de algún lavabo en el que sacudirse a sus amigos de encima.
Una mano en el hombro. Aquel camarada que había disparado primero.
—¿Vienes?
—Enseguida os sigo.
En el extremo de la cámara se encontraba el líder del equipo, olvidado ya el mapa, serena su expresión bajo una capa de sangre. Cuando se encendió un puro, el humo se sumó a la pestilente mezcla de hierbas y pólvora.
Sentado en el banco, en el epicentro de aquella estrella arrasada de color rojo y negro, estaba el hombre de pelo moreno que el suicida había intentado llevarse consigo con su inmolación.
El rostro sobre sus labios se veía en calma y bastante limpio después de que se lo hubiera protegido la barbilla, reducida ahora a un amasijo de jirones de piel y astillas de hueso. Tenía los codos apoyados en los muslos. El observador vislumbró un trozo de columna vertebral en la cueva carbonizada que era el pecho del hombre. Atisbó también el movimiento de sus entrañas, como peces asustados por los reflejos del agua.
Bajó la mano y giró levemente el escáner para abarcarlos a ambos. El dispositivo aún estaba en modo de captura de audio.
El líder del equipo dijo algo y sus palabras discurrieron por la pantalla del escáner en veloz sucesión.
>>¿Estás bien, hijo?
Sin levantar la cabeza, el hombre sentado exhaló un suspiro sanguinolento y accionó las mandíbulas mutiladas.
>>Cansado / Arado / [?] se reflejó en el lector.
>>Por Dios, qué desastre, fueron las palabras del otro. >>¿En qué cojones estaría pensando?
Su interlocutor se encogió de hombros. Metió la mano bajo el zaguán de su torso y se extrajo algo. Lo levantó.
>>? Cristal / Final / ?, dijo, según la máquina.
>>Pues sí, replicó el otro. >>Estaba envuelto en botellas de vidrio. Los técnicos están analizando los restos para averiguar qué había dentro de ellas.
>>Tres cuartas martes vinagre, fue la respuesta que leyó la máquina en aquellos labios destrozados. >>Y agua bendita. Sal de poca / roca [¿] y clavos de herraduras. Huele, además. Salvia. La salvia fue el detonante.
>>¿A qué te refieres? ¿Cómo lo sabes?
>>La sensación que dejan la sal y el vinagre en una herida es inconfundible. Ulafson tenía la bomba alargada / ¿cargada? De encantamientos. Y eso no es todo, Keever.
La desfigurada figura de negros cabellos le enseñó un trozo de papel calcinado y manchado de sangre.
>>Llevaba esto bajo las costillas.
>>No se entiende nada.
>>Es un nombre.
Hizo un gesto vago en dirección a la estancia antes de continuar.
>>¿Casi lodo / todo? Acabó incinerado, pero hay fragmentos. Nombres. Los nombres de los muertos de la unidad. Los que se acercaron demasiado.
Los dos hombres se sostuvieron la mirada durante unos instantes.
>>Qué harto estoy, dijo el hombre que estaba sentado. Los restos incinerados de su corazón goteaban. >>De esto. Indicó la habitación. Se señaló a sí mismo. De súbito, levantó la cabeza y emitió un gorjeo borboteante.
—¿Y encima te ríes? —dijo el veterano líder de la unidad, tan alto que al observador no le hizo falta descifrar sus palabras.
>>Es por el puro, dijo el otro mientras el observador se fijaba en la pantalla de nuevo. >>Déjà vu.
Me queda poco. Estas palabras serán de las últimas que escriba. Saberlo me apena, pero no por mi final, puesto que ya he cumplido años de sobra, sino por lo lamentable de mi condición. Cuando incluso una perra devota, una criatura capaz de amar sin las complicaciones que tiñen el afecto de los seres humanos, me vuelve el rostro asqueada, el desconsuelo es comprensible. El hecho de que Lun tan sólo esté reaccionando al olor del medicamento para mi mandíbula me proporciona escaso consuelo. Su animadversión me produce vergüenza, por mucho que intente evitarlo; provocar en ella semejante reacción hace que sienta como si la hubiera traicionado, abandonado.
Aún más dolorosa que este pesar inmediato, ni que decir tiene, es mi preocupación por aquéllos de mis familiares que no han podido abandonar sus hogares (todavía, espero). Me resulta inconcebible que las tinieblas que envuelven Austria, y probablemente Europa entera, vayan a remitir en un futuro cercano.
En las retorcidas sendas de mi intelecto, los hitos de mi dolor están vinculados. La incapacidad de Lun para mirarme me trae al recuerdo el gesto de Dolfi, una de mis hermanas, antes de que apartara el rostro ella también.
El dolor habrá de acompañarme hasta que caiga por fin el telón para mí.
Ignoro quién espero que encuentre esta nota. Quizá debería arrojarla a las llamas. Sin embargo, después de casi veinte años, me siento inclinado a plasmar estos recuerdos sobre el papel. Siempre he utilizado la escritura para averiguar en qué estoy pensando. Además, me resisto a dejar sin examinar todo este misterio. Me gustaría saber qué opino de ello.
Ahora que noto la muerte tan próxima a mí, palpable en todo cuanto me rodea, ¿cómo podría yo, que tanta importancia le concedo al retorno de aquello que había sido enterrado, hacer otra cosa que revisitar esta visitación en concreto de mi pasado?
Mis divagaciones sobre Tánatos se alimentan sobre todo del testimonio de los supervivientes de la Primera Guerra Mundial, muchos de los cuales revivían sus horrores en sueños. Si el subconsciente está, por encima de todo, diseñado para evitarnos lo desagradable, ¿a qué obedecían tan repetidos regresos a la agonía? Siempre me han maravillado mis encuentros con esos pobres diablos. Sin embargo, la información rara vez es suficiente para hacernos cambiar de opinión. Lo que necesitamos es una conmoción, una crisis personal e intransferible.
Tenía un paciente.
Sólo nos vimos tres veces. Largas sesiones. Alto y moreno, parecía estar en buena forma para tratarse de alguien de mediana edad. Llegó vestido con un traje caro, me miró a los ojos y me estrechó la mano con firmeza. Enseguida lo califiqué de soldado. Lo tomé por uno de esos supervivientes, ducho en el arte de disimular los estragos de sus recurrentes terrores nocturnos.
Dijo desear comprenderse a sí mismo.
Recuerdo con todo lujo de detalles aquel primer día. Estaba sentado a la luz cenicienta de la mañana, al lado del diván en el que él estaba tumbado, con una libreta ante mí, atento a la voz templada pero apremiante con la que aspiraba a desgranarme la historia de toda su vida.
Las primeras palabras que pronunció en aquella sesión (aún conservo mis notas, aunque pronto serán destruidas) confirmaron mis sospechas sobre qué era lo que lo angustiaba.
«Mato una y otra vez —me dijo—. Y lo cierto es que me gustaría descansar y hacer otra cosa, aparte de matar quiero decir, o tener al menos la posibilidad de hacerlo, pero no, la muerte siempre regresa y se apodera de mí. Y a veces, no con mucha frecuencia, pero sí en repetidas ocasiones a lo largo de mi existencia, sucumbo por fin. Y me duele. Es desagradable. Noto todos los golpes. Todos los cortes. El calor abrasador de todas las bombas».
»Y después regreso.
»Regreso y mato, sigo matando y vuelvo a matar hasta que sucumbo de nuevo por fin, de modo que este tiovivo continúa girando, incesante. Así que, por favor, herr doktor —me dijo—, ¿en qué tipo de persona me convierte eso?».
Ahora bien, me imaginaba que estaba describiendo una masacre onírica como tantas otras de las que ya me habían contado. Entendía que me estaba preguntando, como yo a él, por qué regresaba a semejante carnicería su subconsciente. Sin embargo, aquel paciente cuyo nombre no desvelaré se incorporó, giró la cabeza para clavar los ojos en mí (incumpliendo así todos los protocolos de los que soy partidario) y me descubrí incapaz de apartar la mirada. Lo que hizo a continuación fue descargar el primero de los innumerables y contundentes mazazos con los que habría de reducir todos mis paradigmas a añicos.
«Regreso», repitió, y la serenidad del timbre con el que había hecho aquella insólita declaración me desveló lo inadecuado de mis antiguas teorías para afrontar tan existenciales y cotidianos horrores.
Pese a todo, seguía pensando que lo que estaba confiándome no era más que una verdad fabulística. Como entre otras cosas, sin duda, así era.
Me di cuenta de que la mirada de aquel hombre me traspasaba, de que veía lo que yo estaba pensando. Sacudió la cabeza y (con delicadeza, como si no quisiera dar alas a mi creciente pavor, a pesar de que yo no había abierto la boca) añadió:
«No, herr doktor. No. O no sólo eso. Nada tiene un solo significado, cierto, pero a veces las cosas son exclusivamente lo que parecen. Escúcheme, se lo ruego. He venido para preguntarle por qué. Qué soy».
No me dejaba apartar la mirada. Y éste fue el segundo mazazo. Sabía lo que iba a decir y conocía la verdad que entrañaba. Era consciente de que, además de simbólica, su declaración sólo podía ser literal. Como lo era también que yo ya no volvería a ser el mismo después de aquel día. Había sido embrujado.
«Mato —me dijo con una parsimonia implacable—. Muero —me dijo—. Regreso».
Los edificios descienden de forma escalonada a ambos lados de la amplia avenida que irradia del centro de la ciudad, como si el cielo comprimiera las torres achaparradas y los escaparates polvorientos, descoloridos por el sol, repletos de artículos de fiesta y tartas baratas, las habitaciones amuebladas con artículos restaurados, los servicios de fotocopiadora y las notarías de capa caída. Un hombre (llamémoslo hombre) ha seguido esta ruta. Ha contemplado ese firmamento rapaz. Ha pestañeado varias veces seguidas (aunque sin menear la cabeza, puesto que en esta época abjura de casi todos los movimientos superfluos), gesto en el que quien lo conociera bien habría sabido reconocer el indicio de que lo intrigaban sus propios caprichos.
Era un hombre alto y recio, y de haberse fijado quienes se cruzaban con él, la mayoría lo habría tomado por blanco. Vestía una cazadora bómber de color gris y vaqueros negros, y alrededor de su barba y su rostro vuelto hacia abajo se arremolinaban unos cabellos oscuros. Muy a su espalda: las torres con ventanas de espejo de los bancos, de las gestorías, de las financieras, bloques blancos en las fachadas y piedra desgastada en vulgar imitación de una Grecia imaginaria, falsa obsidiana, hoteles bautizados (en sans serif) como los personajes de esas fábulas locales que los disidentes tanto aborrecen.
La calzada se angostaba un parque diminuto tras otro, vigilada por edificios de apartamentos denominados de cellisca en la jerga de la zona, en homenaje a los de arenisca neoyorquinos con los que aspiraban a guardar algún parecido. El sol resplandecía helado detrás de las nubes, por lo que unas sombras vagas, difusas, servían de heraldo a aquellos viandantes que se cruzaban con nuestro viajero. La gente se sentaba en los escalones de las bodegas, reñía y jugaba a los dados, lo ignoraba. Un cura fumaba un cigarrillo alicaído en la puerta de una iglesia de chapa ondulada. Inclinó la cabeza a modo de saludo desconfiado, a lo que el hombre respondió de la misma manera. Su presencia interrumpió a dos muchachos que rebuscaban entre la chatarra a la entrada de un desguace. El hombre hizo como si no los viera mientras ellos murmuraban, ahogados sus comentarios por las protestas de un coche prensado.
Dejadlo en paz, chicos. Ese hombre ya no mata a los niños, si puede evitarlo, pero aun así, dejadlo tranquilo.
Los muchachos, tan sagaces como los perros callejeros que observaban al hombre, no se acercaron.
Faldas de la ciudad adentro. Almacenes y viviendas de protecciónoficial, explanadas reconvertidas en aparcamiento y turbio punto de encuentro para cualquier trapicheo. Al otro lado de los muros agujereados, el hombre alcanzaba a ver la hierba abrasada del campo. Se detuvo bajo una figurita de LED rojo que parpadeaba en su semáforo, incongruente en aquella intersección entre ninguna parte y la nada. Oyó una sirena y se quedó esperando en la acera. Se trataba de una ambulancia (cada vez más lejana), no de la policía.
Cuando apareció la figurita verde, el hombre cruzó la calle y se adentró en un callejón que daba a un patio rodeado de amplios edificios de dos y tres plantas, cubiertos de pintadas y apuntalados por la basura que se acumulaba contra sus paredes. He aquí un Dacia sin ruedas, recostado sobre un lecho de rastrojos; allí, en la otra punta del recinto, junto a la puerta de un taller clausurado, los restos carbonizados de un segundo vehículo.
Inspeccionó las ventanas. Caminó hasta la ruina, sin prisa. Aunque la noche anterior había caído un fuerte aguacero, persistía el hedor a plástico quemado y carbón. Sacó una llave del bolsillo, abrió un candado y entreabrió la puerta metálica, lo justo para entrar, cerró cuando hubo pasado y la volvió a trancar desde dentro.
Un taller de reparación de maquinaria ocupaba toda la planta baja. Sierras de cinta, prensas hidráulicas, un torno rodeado de relucientes virutas con forma de muelle. Un dedo de luz grisácea lo señalaba desde las alturas, donde una bala había perforado la ventana mugrienta. El suelo era un sastrugi grumoso de polvo y aceite, con los relieves teñidos de un negro mate que él sabía que pertenecía a la sangre. Se necesitaría asesoramiento especializado para darse cuenta de que la forma de las manchas no era arbitraria, sino que alguien las había moldeado intencionadamente para enrevesar la historia que habrían podido contar esas huellas. Él, que sí era consciente de aquello, cruzó el taller hasta un armario alto, lleno de herramientas, que había en el rincón más umbrío. Lo separó de la pared para revelar una puerta. También ésta la abrió. Tras ella, una escalera oculta. Bajó.
Encendió la linterna mientras sus pies lo adentraban en la oscuridad. El techo de un túnel se arqueaba a un palmo de distancia sobre su cabeza; las bombillas desnudas colgaban a la altura de los ojos, por lo que, de no haber estado todas fundidas, habría habido que apartar la mirada de su resplandor.
Aguzó el oído. Un goteo sutil, sincopado. El murmullo de la tierra al asentarse.
El hombre continuó caminando, esquivando las esferas de vidrio. Los recodos del pasillo lo condujeron, a través de un umbral que tuvo que cruzar agachado, hasta una cámara diminuta. El frío jaspeado de la pared destelló con el arco que trazó su linterna. El haz de luz encontró y siguió una senda hollada ya por las balas, subrayados los orificios perforados en el hormigón por oscuros trazos de sangre que señalaban los bancos de trabajo, los portátiles destrozados, los cadáveres de tres hombres que se habían desplomado con una exactitud insólita unos encima de otros, desplegados sus brazos como los de unos bailarines que estuvieran posando.
Bajo la podredumbre se percibía un tufo cáustico. Usó la bota derecha para darle la vuelta al cadáver que coronaba la pila y observó sin inmutarse el amasijo fundido que antes había sido una cara y ahora no era más que dientes, una fosa nasal esquelética y protuberancias óseas que sobresalían de la corteza que señalaba aquellas zonas en las que la piel se había cocido. Sus ojos se clavaron en unas cuencas oculares vacías.
—En fin —dijo. Su voz era amable. No se estaba dirigiendo al cadáver, sino a la estancia—. ¿Qué te parece?
El cuarto se reservó su opinión, como él se imaginaba que haría. Apoyó los dedos en aquella colección de despojos, pero los secretos que éstos guardaban le estaban vedados.
De vuelta al túnel. Una segunda cámara, estantes de armas vacíos. También a ellos les susurró. Una habitación de planta cuadrada, muy alta, tenue claridad procedente de una abertura en lo alto, como un sumidero, detrás de cuyos barrotes se extendía el cielo enjaulado. Dejó que las aristas de luz lo bañaran como si él fuera Bastet y aquél, su templo de Luxor.
Sillas volcadas, cables desenchufados, monitores en las paredes, un disparo solitario en el centro de cada uno de ellos. Alguien se había llevado todos los ordenadores. Otra cámara, más grande. Literas, catres para diez personas. Latas en los estantes. Un frigorífico, un microondas encajonado entre dos paredes, frente a un inodoro y una ducha con desagüe. Sobre la alcachofa, la diagonal de una barra que llegaba hasta el suelo, donde se arremolinaban los pliegues de la cortina de plástico. Una última puerta en la pared del fondo, oblicua, arrancada de sus goznes, arrumbada en una ladera de tierra caída. Tras ella, tinieblas coaguladas de escombros.
La habitación se había convertido en un templo con una ofrenda en el centro, un zigurat de cadáveres que se elevaba hasta la altura de la cabeza del observador. Seis varones, tres mujeres. El hombre conocía de antemano su número, pues no habría podido extrapolarlo a partir de la burda arquitectura de aquel cono de extremidades, prendas oscuras y semblantes mutilados, entremezclados en la desapasionada orgía de una fosa común carente de fosa. Las sombras de los muertos intentaban escapar de su luz. Ni siquiera la terquedad póstuma del rigor mortis perduraba en esta amalgama, no se veía ni un solo codo en escuadra, ni una sola rodilla saliente, suavizados como estaban todos sus contornos por una mezcla de flaccidez y gravidez secundarias, difuminados los bordes con ácido, ese corrosivo enmascarador de particularidades. Entre los sedimentos viscosos de la carne, los cinturones y los macutos, las puntas de hueso y los restos de las armas rotas descollaban como el relieve de un paisaje kárstico.
El hombre se sentó a la mesa.
—¿Qué te parece? —repitió. La habitación persistió en su mutismo—. Por lo menos, me gustaría entenderlo.
Colocó la linterna de forma que alumbrara a los cadáveres. Se acodó y entrelazó los dedos. Cuando habló de nuevo, quien lo oyera no habría sabido qué era lo que estaba diciendo, aunque quizá sí hubiera podido detectar un cambio de código, el salto de una lengua viva a otra muerta desde hacía ya tiempo; quizá hubiera podido detectar que en sus palabras vibraba el timbre de una pregunta.
Horas.
A veces apagaba la linterna y se quedaba inmóvil en la silla, con la oscuridad por toda compañía. Como el vacío que todo lo antecedía, soslayaba, sucedía. Hasta en dos ocasiones caminó alrededor de la sala, pisoteando la sangre, los casquillos de bala y otros restos por el estilo. Se plantó ante la entrada de aquel túnel cegado y se quedó contemplándolo un rato. Se acercó a las camas una por una, aunque sin tumbarse en ellas, sin tantear bajo las almohadas en busca de diarios o cartas de amor. Sabía cuál habría sido el fruto de tales registros. Esperaba, y lo que fuese que estaba esperando no se materializaba.
El hombre supo que era de noche cuando oyó pasos procedentes del túnel.
No se giró. Dejó la linterna apoyada en su base, para que el techo bajo refulgiera y él estuviera iluminado desde abajo. Los pasos se interrumpieron justo a su espalda.
Procedente del umbral, una voz.
—Hola, B.
—Hola, Keever —dijo el hombre.
El recién llegado se situó junto a él. Otro hombre, éste musculoso, denso, vestido con ropa anodina. Llevaba el pelo rapado y tenía las facciones endrinas, entreveradas de surcos profundos.
—¿Otra vez comulgando? —preguntó Keever.
—Ese verbo es tuyo —replicó el hombre—, no mío.
—¿Cuál sería el tuyo?
B movió la cabeza.
—No tengo ninguno. Puedo ofrecerte un sustantivo. Aunque no sea en tu idioma. Toska.
—Tristeza. ¿Estás mustio? ¿Se trata de eso?
—Ignoraba que supieras ruso —dijo B—. En cualquier caso, he dicho toska. «Tristeza» no alcanza a expresar todo lo que eso connota.
Keever se sentó. Sus ojos se posaron en la puerta rota, primero, y después en la ruina apelmazada y la tierra del otro lado. Por último, se fijó en la montaña de muertos.
—¿Quieres hablar de esto, hijo? No me pilla por sorpresa que te sientas apagado. Y no te molestes en negarlo. Desde lo de Ulafson.
B no levantó la cabeza.
—Oye —dijo Keever apuntando al dobladillo raído de una capucha, visible en medio del túmulo. Su improbable color naranja categorizaba la prenda de recuerdo conmemorativo de la gira de alguna banda de pop—. Eso me suena. El capullo de su dueño intentó partirme la cara una vez. Sería el cabecilla, ¿no?
—«Mustio» —murmuró B—. Hum. No es tristeza lo que siento, exactamente, sino más bien…, curiosidad, diría yo. Lo que pasa es que… —Negó con la cabeza—. Intento escuchar lo que sea que haya que escuchar, eso es todo.
—¿Estás seguro de que hay un mensaje?
—No. ¿Cómo me has encontrado, Keever?
—B. Venga ya. ¿Esta qué es, la tercera? Tampoco eres tan enigmático como tú te crees.
—Nunca me las he dado de enigmático.
Keever volvió a observar de reojo aquella descolorida sudadera con capucha. B lo miró y tuvo la certeza de que estaba visualizando el golpeteo de las balas contra la carne, los tirones, los cabezazos, todo ello del propio B.
—Bueno —dijo B—. Aquí estás.
Keever fijó la mirada en él. En su frente, la misma que había reventado el cráneo del objetivo.
Tanto B como Keever estaban más que acostumbrados al silencio.
Keever esperó un momento a la fría luz plateada de la linterna. B calculó todas las posibles configuraciones de muerte con la exactitud de un experto.
—¿Te desvela algo? —preguntó por fin Keever.
B escudriñó la oscuridad que se extendía más allá de la última puerta, bajo tierra.
—Buena pregunta —dijo—. Atinada, Keever. Aunque no exacta del todo. —Hizo un gesto en dirección a la oscuridad—. No es que pueda leerlo. Si lo que dejamos atrás es un texto, al hacer lo que hacemos, no está escrito en ningún idioma que yo pueda leer.
—Y los puedes leer todos.
—Ni siquiera es que note algo en particular —añadió B—. Aunque presiento que debería.
—No puedes seguir así, hijo —dijo Keever—. Te conoces de sobra el percal. Los límites no existen cuando hacemos un barrido, con autorización o sin ella. Llegamos y nos volvemos a ir sin dejar ni rastro. Sin identificación, sin distintivos, sin entradas en ninguna base de datos, sin huellas dactilares, rociamos la enzima, sin rostro… —Indicó la pila de cadáveres con un ademán—. Nosotros o ellos. Ahora bien, ¿y si alguien se fijara en alguien como tú merodeando por ahí? No podemos correr el riesgo de que te vean.
—Ni a ti —replicó B—. Tú también has venido, ¿no es cierto?
—Porque no me has dejado elección. Sólo estoy aquí para regañarte con el dedo.
B se incorporó y salió del círculo de luz.
—Keever —dijo—, ¿cuál es el porcentaje de miembros de la unidad que alguna vez me dan órdenes? —No parecía enfadado—. Saben que, si no me da la gana, no voy a acatarlas. En cuyo caso, ¿verdad?, ni yo estaré obedeciendo ni ellas podrán considerarse órdenes. Saben…, y tú también…, que lo que a ellos tanto les importa a mí me la sopla. Esto es un acuerdo de conveniencia y no pasa nada. Pero no entiendo por qué, teniendo todo eso en cuenta, se empeñan en perpetuar esta farsa. En impartir «órdenes». No entiendo por qué te obligan a representar este papel. A afearme la conducta.
Keever se encogió de hombros.
—Y yo qué puñetas sé.
—Prefieren intentar imponerme unas reglas que me traen sin cuidado —continuó B—, unas reglas que yo siempre me salto, a prescindir por completo de ellas. Supongo que, para ellos, la insubordinación es un pecado más venial que la independencia.
—Lo dicho, ni idea. A mí sólo me dicen: «Ve y recuérdale a B que no puede hacer eso», y yo, a diferencia de ti, sí que hago lo que me piden. Así que aquí estoy. Órdenes acatadas.
—¿Y ahora qué?
Keever frunció los labios.
—Pues no sé. Se me había ocurrido que quizá te viniera bien tener algo de compañía.
B imitó su gesto.
—No lo sé. Si me vendrá bien, digo.
—En fin. Lo dicho, heme aquí, regañándote con el dedo. —Hizo el ademán en cuestión—. Pondré en el informe que el Sujeto Unute se ha saltado los protocolos de nuevo.
—Adelante.
—Pórtate bien.
Keever se levantó y le dio una palmadita en el hombro. Sin prestarle mucha atención, B se limitó a escuchar mientras Keever se alejaba. Una vez a solas, puso la mano encima de la linterna y la estancia se oscureció al tiempo que los resquicios entre sus dedos resplandecían.
Se giró al oír pasos de nuevo, escasos minutos después, mucho más rápidos que antes. Estaba controlando la entrada cuando Keever volvió.
—Un mensaje. Ha entrado cuando subí a la superficie.
—¿De qué se trata?
Keever hizo un gesto en dirección a la puerta arrancada de cuajo. A la oscuridad. Los cascotes.
—La base está… —Arrugó el entrecejo—. Según ellos, están detectando algo. En uno de los escáneres TTE de Thakka.
—¿Qué?
—Será un falso positivo —dijo Keever—. Lleva inactivo desde…, tú ya sabes. Pero saben que estoy aquí, que los dos estamos aquí…
—Menuda casualidad, ¿a que sí?
—… y querrán que vayamos a echar un vistazo.
—¿Qué dicen que han detectado, exactamente?
—Mira, ya sabes que es una señal de las básicas. Incluso cuando funciona llega cargada de estática…
—¿Qué han detectado?
Keever parpadeó.
—Signos vitales.
B le sostuvo la mirada un momento. Luego se plantó en la puerta antes incluso de que Keever lo viera moverse. De cuclillas encima de la puerta derribada, introduciendo las manos por el umbral, tirando y empujando contra los soportes destrozados del otro lado, retirando la tierra trufada de piedras del túnel bloqueado y hundiendo los brazos en una desasosegante parodia de operación quirúrgica.
—Frena, B —dijo Keever—. Mira, tú no estabas… Estabas a lo tuyo cuando pasó, pero te aseguro que yo lo he visto, no ha sido sólo el colapso. Vi… —Un instante de vacilación—. Vi caer a Thakka. A él y a Grayson, los dos. Los perdimos. Y la señal se apagó. Fue entonces cuando…
Entonces, entonces fue cuando. Entonces fue cuando Keever, al ver esas bajas, había lanzado la granada de cuchara justo entre las piernas flexionadas de B mientras éste, goteando, con un rifle roto en una mano y su propietario, también roto, en la otra, resollando como un toro, se erguía, según acertó a discernir, con la oscuridad del túnel y los cadáveres de Grayson y Thakka a su espalda. La granada de Keever había descendido, había rebotado en dirección al líder de la célula, en el rincón más lejano del estrecho túnel de evacuación. Era la última oportunidad de atraparlo. Convirtiendo el túnel en una tumba.
—Ya la habían palmado —dijo Keever—. De lo contrario, no lo habría hecho. No sé qué lectura estarán recibiendo ahora en la base, pero los dos habían muerto. Por eso lo demolí todo.
Aun así, B continuaba escarbando. Ambos sabían que quienes le daban órdenes a Keever le habrían encargado derrumbar el túnel encima de sus camaradas aunque éstos estuvieran con vida, si fuera preciso. De la maraña y la pila extrajo un antiguo soporte de madera, hizo palanca bajo un peso que nadie más podría haber levantado y el aire que escapó por la brecha formó un remolino de polvo a su alrededor. Lo soltó.
—B, no es estable…
—Pues vete.
Keever titubeó. También él enterró las manos en aquel mikado de madera y metal que se enredaba detrás del umbral. Tiró y empezó a arrojar a su espalda lo que lograba destrabar.
—Coser y cantar —dijo.
Pero B se sumergió más aún en la madeja de materia que bloqueaba el túnel y tiró, lanzó a su espalda, a la cámara, puñados de tierra, ladrillos y restos ennegrecidos con la sangre de sus propias manos, heridas que él ignoraba. Cavaba en silencio y Keever también, los minutos transcurrían y ninguno de los dos aminoraba, aunque los resoplidos de Keever sonaban cada vez más fuertes. B ensanchaba el túnel y Keever se esforzaba por afianzar la senda que abría. Lo detuvo el estrépito de un corrimiento de guijarros y virotes de metal que lo acabaron bañando.
—Maldita sea, B. Que algunos de nosotros podemos morir, ¿sabes?
Keever dobló el espinazo y se adentró en la polvareda gateando, a ciegas; ahogó un grito de sorpresa cuando, al vencerse hacia delante y aterrizar a cuatro patas, se encontró al otro lado de la barricada, agazapado en las sombras y la luz espectral de una barra luminosa abandonaba en el túnel. Donde se encontraba B, que lo llamó por señas.
En la periferia de aquel resplandor fosforescente, Keever vio un cadáver ovillado. El objetivo, descuartizado. El líder de este grupo de enemigos declarados, allí donde lo habían matado.
La mirada de Keever recorrió de nuevo este último túnel y sorteó el cráter de escombros y las marcas de quemadura de su granada hasta llegar a otro hombre muerto, éste tendido sobre el estómago. Grayson, allí donde una bala se había hundido en su cuello. Aquella abrupta visión iluminó la memoria de Keever como un fogonazo. Los brazos y las piernas de Grayson, una eterna zambullida en la muerte. Ahora, sobre su piel, sombras y moho.
Allí, una tercera figura.
Thakka. Arrumbado contra una de las paredes del túnel, con las piernas dobladas y la espalda contra el hormigón, escorzado el rostro que apuntaba hacia ellos, con un boquete en la cabeza, mutilada y desencajada la boca, los ojos inyectados en sangre, desorbitados y fijos en Keever y B.
Movimiento en los ojos. Movimiento en la boca.
Thakka parpadeó. Dos días antes, Keever lo había visto morir. Entonces fue cuando usó la explosión de una granada para sepultar el cadáver del hombre. Ahora, sin embargo, los labios de Thakka intentaban formar alguna palabra.
Keever se oyó maldecir.
Se acercó a Thakka, se acuclilló juntó a él y clavó la mirada en aquellos ojos que estaban demasiado abiertos.
—Thakka —dijo—. Thakka, Thakka, tío, Thakka. ¿Me oyes?
B se puso a su lado, atento, tan en tensión como si se dispusiera a infligir algún tipo de castigo violento. Keever sujetaba la cabeza de Thakka intentando no tocar la caverna que se abría en la carne del hombre. Murmuró algo mientras le sostenía la mirada y llevó la mano al cuello de Thakka, donde notó un pulso fuerte como una coz. Thakka tenía la piel helada, pero también debajo de ella, trémulo y tentativo, se insinuaba el calor de la vida.
—Dios, Thakka.
Aunque Thakka no paraba de silabear, Keever no oía nada. Los labios y los ojos de Thakka eran lo único que se movía. Tenía el rifle cruzado sobre las piernas.
—Mírame —dijo Keever.
Así lo hizo Thakka, cuyos ojos aletearon tan deprisa que Keever no habría sabido decir si el hombre lo había entendido. Su propia mirada saltó de las pupilas de Thakka a aquel agujero asimétrico que le alteraba los contornos de la cabeza, que lo hipnotizaba con sus profundidades ribeteadas de sangre y fragmentos de cráneo.
—¡Eh! ¡B!
B se arrodilló sin mirar ni a Keever ni a Thakka y, tras hundir los dedos en el polvo, bajó el rostro a escasos centímetros del suelo mientras sacaba otra barra luminosa de su cinturón, la partía y se la acercaba a los ojos.
—¿Qué…? —dijo Keever, pero Thakka estaba jadeando y ahora era evidente que no se trataba de exhalaciones aleatorias, sino de palabras. Acercó el oído a aquellos labios resecos.
—… vino y eso fue lo que dijo —susurró Thakka—. Se puso a escarbar. Venga a escarbar. He tenido perros, así que sé de lo que hablo.
—Vale, Thakka —dijo Keever—. De acuerdo, hijo. Tú aguanta. —Palpó los restos acartonados del uniforme del hombre en busca del escáner corporal cuya humilde señal, quejumbrosa e imposible, había atravesado la tierra—. B —repitió.
Pero B ya se había internado en el corazón de las tinieblas, lejos de los restos del principal adversario, justo donde acababa el túnel. Se agarraba a los remaches metálicos de la pared, del mismo color que la oscuridad de la que surgían.
—B, por favor —insistió Keever.
—¿A qué día estamos? —preguntó Thakka. En voz más alta ahora. Sereno su acento del Medio Oeste—. Keever —dijo—. Hace frío, ¿verdad? Les importas un comino. Sin ofender. Yo también les importo un comino.
B regresó. Se puso en cuclillas a cierta distancia.
—Thakka —dijo—. ¿Qué ha pasado?
—Ah.
Al ver a B, Thakka hizo una mueca, sufrió un escalofrío y le volvió el rostro. Su expresión, qué visión tan horrenda.
—¿Qué ha pasado, Thakka?
Thakka se pasó la lengua por los labios y meneó la cabeza. Con los ojos siempre fijos en B, gimió y susurró demasiado bajo para que éste lo oyera. Keever volvió a acercar la oreja a su boca.
—Tengo un perro —estaba murmurando Thakka—. Me acompañaba mi perro. —Una risita inaudible—. Buen chico. Siempre hay preguntas —susurró—. Pero ni nombre, ni rango, ni número, ¿eh? Confidencial todo.
Los ojos de Thakka, que permanecían puestos en B, se ensancharon más de lo que debería haber sido posible. El ruido que hizo podría haber procedido de un pulmón perforado, aplastado; o quizá fuese fruto del miedo.
Llevas una eternidad caminando. Llevas caminando un suspiro. Tan verdadera puede ser una cosa como todo lo contrario.
Cuando le contaste a Kaisheen que tenías un viaje que hacer, la embargaron el enfado y la pena y te rogó que no te marcharas. Acababa de nacer su hijo, cuyos ojos y boca, cuyo conjunto de expresiones, aún se veían tan imprecisos como la arcilla; aunque Kaisheen decía ignorar cuál de sus maridos era el donante de esperma, el bebé respiraba y tú sabías que no podía ser tuyo. Podría serlo, según ella (no te molestaste en explicarle por qué se equivocaba), algo que conllevaría ciertas responsabilidades; según ella, estaría mal privarlo de una figura paterna. Lo que se abstuvo de decir fue que deseara que dicha figura fuese la tuya.
Has intentado cometer actos crueles en más de una ocasión y volverás a hacerlo, sin duda, pero ya llevas más de cuatrocientas estaciones coqueteando con el desapasionamiento, de modo que te alejaste de su dolor sin mostrar la menor emoción.
Si aquella criatura vive todavía, será ya un anciano, y quizá las historias que cuente estén protagonizadas por un niño cuyos padres lo abandonaron. Si aquella criatura vive todavía, casi la totalidad de su existencia, menos aquel primer puñado de días, será el cómputo total de la duración de tu viaje.
Una vez te pasaste tres generaciones sentado, inmóvil, instalado en una silla de piedra a medio camino de la cima de una montaña, tan sólo para ver qué sucedía. No sucedió nada.
En esta ocasión has bajado al sur sin premura, atravesando diversos parajes inhóspitos mientras evitabas los pequeños asentamientos, abriéndote camino por densos humedales, tan saturados como si el mundo mismo estuviera sudando; has cruzado ríos congelados que aguardaban el momento de volver a fluir algún día, de desaparecer y dejar tan sólo un rastro de piedras por toda señal de su paso.
Hace años llegaste a la costa y supiste que el lugar llamado Suhal se hallaba al otro lado del mar poco profundo que se extendía ante ti. Buscaste y encontraste a los pobladores de aquel estuario, que tienen el mentón pronunciado y recapacitan largo y tendido antes de hablar. Largo y tendido recapacitaron antes de acceder a llevarte en sus canoas hasta el corazón del archipiélago.
Adhiriéndose a las normas de la hospitalidad, declinaron tus ofrecimientos de ayudar a remar, por lo que quedaste relegado a representar el papel de atento mascarón de madera erguido en la proa de aquella embarcación alargada. Cuando se desató una tormenta, el segundo más joven de la tripulación se cayó por la borda, tú saltaste detrás de él y, surcando las tinieblas, lo sacaste a la superficie. Cuando las olas adoptaron una calma antinatural, el lomo de una inmensa bestia de color verde surgió a un remo de distancia, precursor de una cabeza entre ofidia y crustácea cuyas mandíbulas chasqueaban voraces, y mientras la tripulación se desgañitaba, imploraba la ayuda de sus difuntos y llamaba al animal por el nombre de cualquiera que fuese la perversa deidad oceánica por la que la habían tomado, tú te erguiste en la cubierta escorada gritando a tu vez, pero de alivio, pues llevabas ya varios días acumulando tensión, sin liberar el fuego helado que crecía siempre incesante en tu seno, como sabías que debías hacer, como hiciste, con la mirada fija en el brumoso velo azul-blanco-azul que te envolvía, saltaste de la canoa obsidiana en ristre y lastimaste al desconcertado leviatán y forcejeaste (debiste de hacerlo) con él y sus dientes te laceraron (debieron de hacerlo) para dejarte en el costado esa herida menguante y los dos teñisteis (debisteis de hacerlo) las olas de sangre y tú le cortaste (debiste de hacerlo) la lengua y dejaste que su mole se hundiera para convertirse en pasto de otras criaturas, éstas más diminutas, y regresaste a bordo, templada ya tu fuga de rabia mientras trepabas, mientras resbalabas, y la tripulación te llamó deicida y te dio las gracias antes de desterrarte también y lo único que sentiste por ellos fue compasión y fingiste que la droga que te echaron en la carne en la isla siguiente había surtido efecto y fingiste no estar despierto, escuchándolos levantarse, recoger sus herramientas y sus talismanes y alejarse a hurtadillas, volver a sus embarcaciones sin hacer ruido, o eso se imaginaban, y no te moviste mientras oías cómo se hundían sus remos en el manso oleaje.
Es ahora cuando te sientas, solitario, bañado por el sol cegador e implacable, cuando hace tiempo que ya no están al alcance de la vista. Te han dejado comida y cantimploras de agua.
Sin compañía, sin barca, caminas de nuevo.
Te deslizas por un manto de derrubios e introduces en tu atuendo todas las piedras que es capaz de alojar.
Caminas cargado. Sales de los restos achaparrados de la espesura, dejas atrás la curiosidad de las aves de vivos colores y te adentras en los bajíos, con los pies lacerados por los moluscos y vendados en respuesta por la aterciopelada calidez de las algas. Espuma, primero. Luego, el agua hasta la cintura, el pecho, los hombros. El cuello. La barba, los labios firmemente apretados.
Te llenas los pulmones de aire antes de dar el siguiente paso y tomar esa carretera de coral que discurre entre las islas. La salmuera caliente se cierra sobre tu cabeza y miras a través de ella, contemplas el sol, el sol te devuelve la mirada y te cuentas las historias de tu vida mientras te sumerges.
No, no eres el ser más longevo que haya vivido jamás, estás seguro de eso. En algún continente lejano debe de proliferar algún conjunto de álamos con un solo complejo de raíces en común, nacidos quizás un día antes que tú. Debe de haber millas de praderas marinas surgidas de la misma brizna primigenia, ya antiguas muchas generaciones antes de que tú abrieras los ojos. Pero si hubiera en el mundo más seres vivos más viejos que tú de los que se pudiesen contar con los dedos de las dos manos, te sorprendería. Y llevas casi mil años sin experimentar ninguna sorpresa.
Ya lo decía tu madre. Eres un don. Fuiste un don. Tienes un don, te decía.
Cuando aún eras joven (joven, aunque ya con las facciones y el cuerpo de un hombre) te decía esas cosas. Y cuando te hablaba, la querías, como la quieres aún, si es que se puede querer a los muertos, pero el amor que le profesabas entonces era tácito, un fervor incuestionable y ajeno a los matices de la edad, a las suspicacias de las que el mundo te imbuye, y ella, ahora lo sabes, lograba enmascarar con cierta facilidad sus preocupaciones y su desdicha para responder, lo recuerdas nítidamente, que también te quería. La cadencia de su orgullo resuena todavía en tus oídos. Hubieron de transcurrir varias generaciones después de su muerte para que tú, al rememorar su rostro, comprendieras la emoción allí contenida. Orgullo, sí, pero también pesadumbre por ti. Te admiraba y le preocupaba la admiración que sentían los otros, lo que iba a suponer para ti. Te consideraba un regalo de los dioses, sí, un don tanto para ella como para todo su pueblo, pero ¿acaso no te consideraba también una maldición? El amor que te profesaba: ¿cuáles fueron sus consecuencias?
Llevas el tiempo suficiente bajando por esta pendiente, acarreando tu lastre de pizarra, como para que ese plano convulso donde el mar y el cielo se encuentran quede tan por encima de tu cabeza como la copa de un roble sobre la de una mujer en una senda del bosque. Contemplas los jaspeados reflejos del sol entre la bruma y el escozor propios de la visión submarina.
Al principio, te contó tu madre, sólo existía la Nada. Todo estaba en reposo. Luego surgió Algo que truncó la paz de la Nada. De aquel Algo surgieron Cosas en tromba, clamor y movimientos y cantos, tinieblas y luz y crepúsculo, rocas y estrellas y agua y fuego y helor. El fango y el légamo surgieron de ellas. De ellas surgieron motas fugaces. Y también, al cabo, los árboles y las aves, nosotros.
Ahí están ahora, la presión y el dolor en el pecho, la celeridad de la sangre, los tambores de tu corazón.
En cierta ocasión te pasaste siete años inmerso en una cultura de las estepas desaparecida hace ya mucho tiempo. Te sumergiste en sus estanques sagrados. Un poco más cada día. Aquellas técnicas te acompañan aún, al igual que todos los recuerdos. Todavía eres capaz de aguantar la respiración durante varios minutos. No será agradable, pero sí posible.
Tensas los músculos del estómago y extiendes una mano para apoyarte en el tronco viscoso, invertido, de un quelpo inmenso y la materia que forma tu camino ondula y fluctúa, ahí está. ¿Es una anguila eso que te pregunta qué eres? ¿Son esos cardenales animados que te empañan la vista peces atentos que han venido para interrogarte? Asientes diplomáticamente ante las visiones y te sumerges en unas aguas aún más opresivas, aún más oscuras.
Éramos nómadas, te contaba tu madre. Encontramos un valle. Nos asentamos en él. No éramos guerreros. Cuatro veces al año llegaban unos jinetes, una banda abigarrada, vecinos nuestros, una coalición temporal con la rapiña por todo objetivo, empuñadas sus armas para llevarse nuestro sustento, para mermar nuestras familias, para hacer de nosotros esclavos, víctimas, presas.
Al pasar por debajo de un arco de coral, en tu mente, con delicadeza, susurras: «Madre, ¿sabes cuántas historias empiezan así?».
Un pez piedra te ve contarle a su recuerdo que, en las épocas posteriores a su muerte, a la gente se le olvidó cómo se montaba a caballo y éstos se volvieron salvajes de nuevo; la gente volvió a aprender tiempo más tarde, y volvió a olvidarlo después.
Se cebaban con nosotros y sangrábamos, relataba tu madre, ¿y quién necesita un arma más que quienes no han nacido para la guerra? Necesitábamos una herramienta, dijo ella. Así que se la pedí a los dioses.
¿Qué pasó?, le preguntabas. Su hombrecito, sentado a su lado (demasiado grande ya para hacerlo en sus piernas), con los ojos como platos. ¿Cómo te comunicaste con ellos?
Preparé una pócima, fue su respuesta, para hacerme soñar. Algunas plantas son sendas, ¿lo sabías, pequeño Unute?, como también puede serlo la carne.
Unute es tu nombre, continuó. Unute fue lo que el brebaje dijo a través de mí aquella noche.
¿Qué hiciste?, le preguntaste.
¿No te lo estoy contando?, dijo ella. Sólo tienes que escuchar, Unute. La pócima abrió las puertas de la tormenta y me transportó a un lugar azul, donde habita la tormenta, o fue ella la que vino a mí, o quizá nos reuniéramos en el umbral, y forniqué con el rayo, y al día siguiente tenía el vientre abultado, y te llamamos el Niño Impaciente. Llegaste dos lunas después.
Entonces, ¿mi padre no es mi padre?, quisiste saber.
No digas tonterías, replicó ella. Tu padre es tu padre, tu padre de día, como el rayo azul es tu padre de noche. No interrumpas nunca una historia, Unute, si no quieres que se marchiten las flores. El fuego no te daba miedo y tampoco gritabas de dolor cuando jugabas con los palos en llamas. Tres lunas más tarde mataste a un lobo que había venido en busca de despojos, lo abatiste con los dientes, con unas manos todavía pequeñas. Una estación después de aquello estabas jugando con los chicos, luchando con unas porras con hachas que les habíamos copiado a los saqueadores, y todavía ignoro si lo tuyo era un juego o un conflicto real, tan sólo sé que la guerra que llevabas dentro vio la guerra que ellos estaban representando, igual que antes viera los labios replegados del lobo, y a través de ti se abrió paso.
Dijiste no haberlo hecho a propósito y tu padre les concedió a los padres del chico muerto el derecho a cantar la endecha de sangre; después de aquello continuaron odiándote por la suerte que había corrido su hijo, pero también supieron reconocer que tú eras el arma que necesitábamos, y a su difunto vástago lo denominamos la piedra de amolar que te había afilado.
La luz no está ausente por completo del agua a través de la que caminas. Sabes que tendrías que descender mucho más para eso, que las saetas del sol se extienden a gran profundidad en el mar, pero hace frío, en tu ubicación reina la penumbra y los animales que te observan poseen el carácter furtivo propio de quien mora en las sombras. Pese a todo, el camino continúa bajando, han pasado tantos minutos que ya te duele la cabeza y la presión del agua es como un torno.
Sigue adelante, Unute.
Aprendiste con el mejor lancero de la banda, decía tu madre. Y tus heridas sanaban en cuestión de días en lugar de meses, pequeña arma. Y cuando tus ojos comenzaban a relucir con el color de los de tu padre, a refulgir tan azules como el rayo de tu padre de noche, te metíamos en el foso con las grandes bestias que a tal fin capturábamos. Se pensaban que te estábamos entregando a ellas, cuando era a la inversa. Ejecutabas tus pasos de guerra y descuartizabas osos, dientes de sable y monstruos de los ramales de la montaña, y si en aquellos espasmos de ensueño, en el trance que te poseía hasta el punto de rugir y transformarte en una bestia, si ocasionalmente hacías pedazos a tus maestros o les arrancabas los brazos a tus compañeros de juego y éstos acababan desangrándose sin entender qué había pasado, si alguna vez le hundías las costillas a alguien, en fin, todos sabían que no convenía acercarse demasiado a Unute, el arma, cuando éste estaba transido. Todos sabían que había que correr y esconderse cuando las centellas despuntaban en tu mirada. No eras un niño díscolo, sino algo peligroso, y siempre lo lamentabas más tarde, como también siempre había alguien que no tenía cuidado.
Y entonces, dijo ella, regresaron los saqueadores.
Arrastras los pies por una cañada abovedada con doseles de coral y cada instante que pasa es una nueva llamarada en tus pulmones cerrados. Tu madre siempre entona esta parte de la historia como si de una canción se tratara, así que ahora eres tú el que canta en el agua, abriendo la boca para las morenas atentas. Canta ella, tú cantas:
¡Escuchad!
Aquellos jinetes
de amenaza ocre pintada en la cara
se rieron ante el pacifismo ofrecido
y cabalgaron hasta donde las montañas miraban
donde el rayo del padre de noche había vertido su simiente
en aquel niño arma.
¡El de los ojos, Unute!
Filo de hacha, en cónclave, infante, punta de lanza.
Avanzó danzando
entre los caballos,
entre sus jinetes.
Ésta es su fuga.
¡Rabia de guerra! ¡Hamask!
¡Espasmo del trance!
¡Frenesí! ¡Furia!
Unute tomó la senda sangrienta
Unute pulverizaba los huesos
Infatigable, aun erizado de flechas
Pues él era el machete,
el terror.
Él era el destructor de todas las cosas.
Cómo te queríamos, dijo tu madre. Te envolvimos en mantas cuando acabaste con ellos. Seguías siendo un bebé. Te arropamos, lavamos la muerte que te celaba y te dimos las gracias, te cubrimos de halagos.
Cada nuevo paso es una tortura. Cuando te metiste en la espuma esperabas que el declive desembocara en otra pendiente, en otra ladera por la que ascender tras haber caminado un rato a pesar del tormento de la cabeza, el corazón, los pulmones, ésa era la apuesta, que en el arrecife hubiese un promontorio lo bastante próximo a la superficie como para permitirte asomar la cabeza, aspirar una bocanada de aire antes de que se te colapsaran los pulmones, y así llegarías a tu destino, por medio de esa secuencia de picos y valles, y si la caminata avivara en ti el vigor de la guerra, el ansia invertida, la necesidad de destrucción en el frío resplandor de tus ojos, esperabas desquitarte con los tiburones y las torres de coral antes de proseguir la marcha, de dejar atrás el agua teñida de sangre en tu temblorosa excursión a los continentes meridionales. Esperabas que bastara con eso.
Hace tiempo que identificaste en ti, sin importar cuantas pruebas recabes sobre lo absurdo de la idea, una sensación de inevitabilidad. De que ciertas cosas deben suceder a fin de moldear esa historia que son todas las vidas. Se trata de un anhelo que has visto en casi todas las personas con las que te has cruzado, una inclinación peligrosa que, por compartida, te impulsa a titubear a la hora de declarar que no eres humano.
Un presentimiento equivocado, más que acertado, en infinidad de ocasiones.
Este camino no hace sino continuar descendiendo, adentrándose en la zona más sombría del mar. Y tú avanzas cada vez más despacio, con los dedos demasiado entumecidos ya como para retirar las piedras de tu ropa.
La historia que hay en ti se acelera. Ya no es la voz de tu madre. Ésta es la que te cuentas tú a ti mismo, basada en recuerdos e investigaciones, en conclusiones e indicios.
Has llegado a un ensanchamiento en el que (¡Mira!) el azul se oscurece y ya no hay nada más tras esa pared de coral, te encuentras al borde de un precipicio más allá del cual sólo se extienden las más negras aguas. Tropiezas. Aun con la bruma que te nubla el pensamiento, tu versión de la historia continúa acelerando porque todavía no has llegado al final, primero, y porque ya te queda cada vez menos. Deprisa, en tal caso.
Siempre hubo más tribus que temer, que detener, que frenar antes de que empezaran, decían, lo decían tu banda y tu padre de día, y también tu madre, hasta que dejó de decirlo. Te animaron a desencadenar tu rabia de guerra sobre pescadores, habitantes de las montañas y edificaciones en la nieve cuyas columnas hace ya tiempo que se redujeron a polvo, aunque, cuando tú coronaste aquel sendero que discurría entre las montañas, formaban parte de la ciudad más majestuosa que haya existido jamás.
Entraste
descuartizado el rey descuartizados los guardias triturados los huesos atrás el gran salón bañado en sangre escalinata abajo descuartizado hasta el último habitante de la ciudad y tú sentado en la cumbre de una pirámide de cadáveres. Viste
un rayo caer a lo lejos, rojo en esta ocasión, y tu padre también lo vio y maldijo a tu madre y tú lo viste en el valle y él le arrebató algo a ella y arrojó algo al foso donde tú antaño habías hecho pedazos a osos y le gritó a tu madre cuando ésta le dijo que temía por ti y quería que tu dolor terminara, tú no sabías de qué estaba hablando porque ignorabas que lo que sentías no era sencillamente lo que significaba estar vivo. Decidiste preguntárselo y seguiste a tu padre de día pero en una quebrada te recibieron diez mil flechas y entraste en hamask, mutaste en la versión azul, resplandeciente, furiosa de ti mismo y ejecutaste tus cambios, sangrientos e imperiosos, sobre los atacantes y sobre aquellos miembros de tu banda que incumplieron las escrituras sobre guardar las distancias y oíste gritar a tu padre y supiste que era una trampa y una distracción y volviste en ti lo justo para seguirlo, para adelantar a los últimos caballos hasta llegar al campamento y
encontraste a tu padre acuclillado junto a tu madre, muerta a manos de los invasores, y sentiste un páramo en tu interior y le dijiste que aquel páramo era obra suya y te alejaste y volvieron y lo mataron también a él y tú seguiste caminando hasta las piedras de un lugar de reunión en el que aguardaba un ejército integrado por todas las tribus a través de las cuales habías abierto tu senda.
Cuando, con las armas levantadas, acudieron a tu encuentro, tú no les levantaste la mano.
Al filo del fondo marino, ahí estás, arrastrándote como un sediento por el desierto hacia una oscuridad que contemplas fijamente como si de un ojo se tratara y esto es el fin, no puedes incorporarte, las piedras te inmovilizan y las tinieblas se elevan procedentes de los cañones de las simas del mundo, unas tinieblas que se extienden por la periferia de tu visión y descienden, más poderosas ahora que el brillo del sol, derramándose en el mar desde las lóbregas regiones del espacio para envolverte como una mortaja y tú te tumbas, ya no sabes si de costado o de bruces pero ya no ves nada y sí, esto es el fin.
Recuerdas el impacto de las armas de tus enemigos, milenios atrás. Incapaz de evitarlo, aspiras las terribles aguas del mar.
El dolor que te martiriza los pulmones no cesa. Ahogarse siempre ha sido la forma más horrible de morir.
Te mueres.
y se produce un empujón
un empujón y la liberación
de una valva en medio de los sedimentos espesos, viscosos, de sangre y jirones de piel y aquí estás de nuevo, restaurada ya tu razón, desnudo y en carne viva, con la sal ardiendo en tu piel nueva, purificándola, y en este momento es cuando se te deniega esa primera bocanada de aire, tan agónica como deliciosa, con la que has recibido tus eclosiones en el aire; distingues la caverna del óvulo del que acabas de surgir, fruto de la insólita fertilidad de cadáver ahogado, encallado, encajonado en aquella cresta marina, igual que surgiste de tu primer huevo en aquel lugar de piedra fustigado por el sol en el que por primera vez te desmembraron y descuartizaron, igual que has surgido de todos los demás huevos desde entonces, cuando eliges o te ves obligado a rebasar los límites incluso de tu cuerpo obstinado, renacido tan desnudo como la primera vez que naciste, por lo que ya no hay piedras ni bolsillos para ellas siquiera, e incluso sin aire dentro de ti puedes flotar y te dejas llevar a la deriva para averiguar en qué dirección se encuentra la superficie. Pataleas ahora en esa dirección.
Rompes ahora esa superficie y, por fin, aspiras tu primera bocanada de aire.
B