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Un ciclón azota Kansas y arrastra a Dorothy y a su perrito Toto a la mágica Tierra de Oz, donde las bestias salvajes hablan, los zapatos de plata tienen poderes fantásticos y las brujas buenas ofrecen protección con un simple beso. Pero también hay brujas malvadas y Dorothy se ha ganado la enemistad de una de ellas. En su camino conocerá al Espantapájaros, al Leñador de Hojalata y al León Cobarde, juntos afrontarán muchos peligros mientras llegan a la Ciudad Esmeralda, donde habita el Maravilloso Mago, para pedirle que les conceda lo que más desean… solo para descubrir que ya lo poseen. Publicado en los albores del siglo XX, El Maravilloso Mago de Oz cautivó a los pequeños y grandes lectores. Más de un siglo después de su publicación, renovamos el vigor de este clásico de ayer y hoy con una edición moderna, ilustraciones encantadoras y fieles al espíritu de la obra, y una traducción cuidadosa e íntegra.
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El
Maravilloso
Mago
de
Oz
Primera Edición Digital,octubre 2023
© Panamericana Editorial Ltda, de la versión en españolCalle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000
www.panamericanaeditorial.com.co
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
ISBN DIGITA 978-958-30-6728-0
ISBN IMPRESO 978-958-30-6651-1
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
Hecho en Colombia - Made in Colombia
La presente edición es traducción directa e íntegra del inglés, de The Wonderful Wizard of Oz, George M. Hill Company, 1900.
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Traducción del inglés
Carolina Abello Onofre
Ilustraciones
Mónica Peña Herrera
Diagramación
Jairo Toro
El
Maravilloso
Mago
de
Oz
L. Frank Baum
Traducción
Carolina Abello Onofre
Ilustraciones
Mónica Peña Herrera
Este libro está dedicado a mi buena amiga y camarada:
Mi Esposa.
L. F. B.
Contenido
Introducción
Capítulo I
El ciclón
Capítulo II
La asamblea con los munchkins
Capítulo III
De cómo Dorothy salvó al Espantapájaros
Capítulo IV
El camino por el bosque
Capítulo V
El rescate del Leñador de Hojalata
Capítulo VI
El León Cobarde
Capítulo VII
Rumbo a la tierra del Maravilloso Oz
Capítulo VIII
El mortífero campo de amapolas
Capítulo IX
La Reina de todos los ratones de campo
Capítulo X
El Guardián de la Puerta
Capítulo XI
La maravillosa ciudad de Oz
Capítulo XII
En busca de la Malvada Bruja
Capítulo XIII
El rescate
Capítulo XIV
Los monos alados
Capítulo XV
La identidad de Oz el Terrible
Capítulo XVI
Las artes mágicas del Gran Farsante
Capítulo XVII
De cómo lanzaron el globo
Capítulo XVIII
Rumbo al Sur
Capítulo XIX
El ataque de los árboles pendencieros
Capítulo XX
El primoroso país de porcelana
Capítulo XXI
El León se convierte en el rey de las bestias
Capítulo XXII
El país de los quadlings
Capítulo XXIII
Glinda la Bruja Buena concede a Dorothy su deseo
Capítulo XXIV
De nuevo en casa
Introducción
El folclore, las leyendas, los mitos y los cuentos de hadas han sido los eternos compañeros de la infancia, pues todos los niños que han cultivado una mente sana sienten un amor puro e instintivo hacia las historias fantásticas, maravillosas y cuya irrealidad aflora de manera explícita. Las hadas aladas de los hermanos Grimm y de Andersen han aportado más fe-licidad a los corazones infantiles que cualquier otra creación humana.
No obstante, el antiguo cuento de hadas, que durante ge-neraciones ha prestado sus servicios, de ahora en adelante lo podremos clasificar como “histórico” en la biblioteca in-fantil porque ha llegado la hora de dar paso a una serie más actualizada de “cuentos maravillosos”. De esta nueva serie se han eliminado los estereotipados genios, enanos y hadas, así como también todos los horribles incidentes que hie-lan la sangre, ideados por sus autores a fin de subrayar una temible moraleja en cada historia. La educación moderna in-cluye moralidad; por lo tanto, el niño moderno solo busca
entretenimiento en los cuentos maravillosos y gustoso pres-cinde de cualquier incidente desagradable.
Con la anterior idea en mente, la historia de El Maravillo-so Mago de Oz1fue escrita únicamente con el propósito de complacer a los niños de hoy. Aspira a ser un cuento de hadas modernizado, en el que se conservan el asombro y la alegría y se excluyen las penas y las pesadillas.
L. Frank Baum
Chicago, abril de 1900
1 Desde su publicación esta obra se convirtió en un éxito; por eso, su autor escribió 13 libros más en los cuales recrea nuevas aventuras de algunos de sus célebres personajes. Incluso, luego de la muerte de Frank Baum, otros autores continuaron la serie. Desde 1900 hasta nuestros días se han realizado innumerables adaptaciones: se ha llevado al cine, al teatro, a la televisión, a los cómics y a los videojuegos, entre otros formatos (N. de la T.).
Capítulo I
El ciclón
Dorothy habitaba en medio de las inmensas praderas de Kansas, con el tío Henry, que era granjero, y la tía Em, su esposa. Vivían en una casa pequeña, ya que para construirla, habían tenido que transportar la madera en carreta durante muchos kilómetros. Había cuatro paredes, un piso y un te-cho, los cuales conformaban una habitación; y esta habitación contenía una estufa oxidada, una alacena para los platos, una mesa, tres o cuatro sillas y las camas. El tío Henry y la tía Em tenían una cama grande en un rincón, y Dorothy, una cama pequeña en otro. No había altillo alguno, ni tampoco sóta-no; a excepción de un pequeño agujero cavado en el suelo, llamado refugio contra ciclones, donde la familia podía ir en
caso de que se desatara uno de esos intensos torbellinos con la suficiente potencia como para arrasar con cualquier cons-trucción a su paso. Se llegaba allí a través de una trampilla en la mitad del piso desde la cual una escalera conducía al pe-queño y oscuro agujero.
Cuando Dorothy se quedaba de pie en el umbral y miraba a su alrededor lo único que podía ver era la inmensa pradera gris de un lado a otro. Ni un árbol ni una casa interrumpían la vasta llanura que llegaba hasta el borde del cielo por todas partes.
El sol había endurecido la tierra labrada tornándola en una masa gris atravesada por pequeñas grietas. Incluso la hier-ba no era verde, pues el sol había quemado las puntas de las largas briznas hasta que terminaron adquiriendo el mismo color gris que se veía por doquier2. Alguna vez pintaron la casa, pero el sol hizo que se formaran ampollas en la pintura y las lluvias la removieron, y ahora la casa estaba tan apagada y gris como todo lo demás.
Cuando la tía Em llegó a vivir allí era una esposa joven y bonita. El sol y el viento también le habían hecho mella. Le habían robado el brillo de sus ojos y los habían dejado de un gris austero; le habían robado el rojo de sus mejillas y la-bios, y ahora también se habían vuelto grises. Estaba delgada y demacrada, y ya nunca sonreía. Cuando Dorothy, que era huérfana, llegó a su vida por primera vez, la tía Em se so-bresaltaba tanto ante la risa de la niña que daba gritos y se apretaba el pecho con la mano cada vez que la alegre voz de
2 Durante la infancia de Frank Baum hubo una terrible sequía en Dakota del Sur, y años más tarde, esto le sirvió como inspiración para esta obra (N. de la T.).
Dorothy llegaba a sus oídos; y todavía seguía mirando a la niña con asombro al saberla capaz de encontrar algo de qué reírse.
El tío Henry nunca se reía. Trabajaba duro desde el amane-cer hasta el anochecer y no sabía qué era la alegría. También era gris desde su larga barba hasta sus botas arrugadas; tenía una apariencia severa y solemne, y casi nunca hablaba.
Era Toto el que hacía reír a Dorothy y el que la había salvado de volverse tan gris como todo lo que la rodeaba. Toto no era gris; era un perrito negro, con el pelo largo y sedoso y unos ojitos negros que titilaban alegres a cada lado de su minúscu-la y divertida nariz. Toto jugaba todo el día, y Dorothy jugaba con él y lo amaba con todo su corazón.
Hoy, sin embargo, no estaban jugando. El tío Henry se sentó en el umbral de la puerta y miró con ansiedad al cielo, que estaba aún más gris que de costumbre. Dorothy se paró en la entrada con Toto en sus brazos y también miró al cielo. La tía Em estaba lavando los platos.
Desde el extremo norte oyeron un leve lamento del viento, y el tío Henry y Dorothy pudieron ver cómo el largo pastizal se ladeaba formando ondulaciones antes de la tormenta que se avecinaba. En ese momento un agudo silbido atravesó el aire desde el sur, y cuando volvieron la vista hacia allí, notaron que también se estaban formando ondas en el pastizal proce-dentes de aquella dirección.
De repente, el tío Henry se levantó.
—Se aproxima un ciclón, Em —le dijo a su esposa—. Iré a cuidar el ganado.
Enseguida salió corriendo hacia los cobertizos donde esta-ban las vacas y los caballos.
La tía Em dejó a un lado su trabajo y fue hasta la puerta. Una mirada le bastó para darse cuenta del inminente peligro.
—¡Apúrate, Dorothy! —gritó—. ¡Corre al sótano!
Toto saltó de los brazos de Dorothy y se escondió debajo de la cama, y la niña se fue a buscarlo. La tía Em, invadida por un in-tenso miedo, abrió de golpe la trampilla en el suelo y descendió por la escalera que conducía hacia el pequeño y oscuro agujero.
Dorothy atrapó a Toto por fin y comenzó a seguir a su tía. Cuando ya iba en la mitad de la habitación, se escuchó un poderoso chillido del viento, y la casa tembló tan duro que la niña perdió el equilibrio y de repente quedó sentada en el suelo.
Entonces, sucedió una cosa muy extraña.
La casa dio dos o tres giros y se elevó muy despacio por el aire. Dorothy sintió como si estuviera viajando en globo.
Los vientos del norte y del sur se dieron cita donde se alzaba la casa y convirtieron aquel punto en el vórtice del ciclón. Por lo general, en el centro de un ciclón, el aire está quieto, pero la intensa presión que ejercía el viento a cada lado de la casa la fue elevando cada vez más y más alto, hasta llevarla a la cima del ciclón; allí permaneció y se elevó kilómetros y kilómetros por encima de la tierra con la misma facilidad con la que se podría dejar llevar una pluma.
Estaba muy oscuro y el viento aullaba de una manera pavo-rosa a su alrededor, pero a Dorothy le pareció que el recorrido se hacía bastante llevadero. Después de superar los primeros giros, y la vez en la que la casa dio un complicado vuelco, la niña sintió como si la estuvieran meciendo con ternura, como un bebé en una cuna.
A Toto no le gustó. Corría por la habitación de aquí para allá, causando gran alboroto con sus ladridos; pero Dorothy se sentó quieta en el suelo y esperó a ver qué iba a pasar.
Hubo un momento en que Toto se acercó demasiado a la trampilla, que estaba abierta, y se cayó. Al principio, la chi-quilla creyó que lo había perdido. Pero pronto vio que una de sus orejas alcanzaba a sobresalir por el agujero, porque la fuerte presión del aire lo mantenía elevado, lo cual evitaba que se cayera. Así que se arrastró hasta el agujero, agarró a Toto por la oreja y lo remolcó de nuevo a la habitación; luego cerró la trampilla para que no volvieran a ocurrir más accidentes.
Hora tras hora el tiempo transcurrió y poco a poco Do-rothy conquistó su miedo, pero se sentía muy sola, y el viento chillaba tan fuerte a su alrededor que casi la ensordecía. Al principio, se había preguntado si la casa se estallaría en pe-dazos cuando aterrizara, pero como a medida que pasaban las horas nada terrible sucedía, dejó de preocuparse y resol-vió esperar con calma y ver qué traería el futuro. Por fin, se arrastró tambaleante por el piso hasta su cama y se acostó, y Toto la siguió y se tendió a su lado. A pesar de que la casa no paraba de mecerse y el viento no paraba de aullar, Dorothy pronto cerró los ojos y cayó en un profundo sueño.
Capítulo II
La asamblea con los munchkins
Dorothy se despertó por un impacto, tan repentino y fuerte que, de no haber estado acostada en su mullido lecho, podría haber salido lastimada. De todos modos, el sacudón la dejó sin aliento y la llevó a preguntarse qué había sucedido; entre-tanto, Toto, por su parte, le acercó el frío y pequeño hocico a la cara y emitió un quejido lastimero. Al sentarse, Dorothy se dio cuenta de que la casa no se estaba moviendo ni tampoco estaba oscura, pues el sol entraba por la ventana inundando con su luz resplandeciente la pequeña habitación. De un sal-to, abandonó el lecho y, con Toto pisándole los talones, corrió hacia la puerta y la abrió.
La chiquilla soltó un grito de asombro y miró a su alrededor, agrandando los ojos cada vez más ante el estupendo lugar que se desplegaba frente a ella.
El ciclón había hecho aterrizar la casa con bastante suavi-dad —claro, para un ciclón—en medio de una comarca de extraordinaria belleza. Por todas partes, estaba el terreno cu-bierto de verdes pastos, con árboles majestuosos cargados de apetitosas frutas que hacían agua la boca. Cada palmo estaba adornado por hileras de bellas flores, y aves de plumajes ex-traordinarios y brillantes cantaban y batían las alas entre los árboles y arbustos. No muy lejos de allí, por entre las verdes orillas, se precipitaba un arroyuelo cuyas aguas destellaban, y a su paso, emitían un leve murmullo que la niña acogió agra-decida, pues había pasado mucho tiempo en medio de unas secas y grises praderas.
Mientras estaba ahí, de pie, observando con entusiasmo aquel extraño y hermoso paisaje, advirtió que hacia ella se dirigía el grupo de gente más peculiar que había visto en toda su vida. No eran tan grandes como los adultos a los que es-taba acostumbrada, pero tampoco eran muy pequeños. De hecho, parecían tan altos como Dorothy, que era bastante grande para su edad; aunque ellos parecían, si nos atenemos a las apariencias, mucho mayores.
Había tres hombres y venían acompañados por una mujer. Todos estaban vestidos de una manera muy rara. Llevaban puestos unos sombreros circulares terminados en una peque-ña punta que se elevaba treinta centímetros por encima de sus cabezas, con unas campanillas alrededor de las alas que, cuando se movían, tintineaban con dulzura. Los sombreros de los hombres eran azules, mientras que el de la menuda
mujer era blanco. Ella estaba ataviada con un vestido plisado, también de color blanco, cuyos pliegues caían desde los hom-bros. Estaba salpicado de estrellitas que brillaban al sol como chispas de diamantes. Los hombres estaban vestidos de azul, del mismo tono que el de los sombreros, y estaban calzados con botas bien lustradas cuya parte superior era enrollable y de un azul más oscuro. Según los cálculos de Dorothy los hombres eran casi tan viejos como su tío Henry, pues dos de ellos tenían barba. Pero, sin lugar a duda, la pequeña mujer era mucho mayor: su rostro estaba lleno de arrugas, tenía ya casi todo el cabello blanco y caminaba con paso rígido.
Cuando estas personas se acercaron a la casa de Dorothy, que estaba parada en la entrada, se detuvieron unos instantes y cuchichearon entre ellos, como si temieran seguir avanzan-do. Pero la viejecita caminó hasta Dorothy, hizo una profunda reverencia y dijo con voz dulce:
—¡Bienvenida al país de los munchkins, noble hechicera! Te agradecemos desde lo más profundo de nuestros corazones por haber matado a la Malvada Bruja del Oriente, pues así has liberado a nuestro pueblo de la esclavitud.
Dorothy escuchó aquellas palabras con estupor. ¿A qué se refería la viejecita al llamarla hechicera, y al afirmar que ella había matado a la Malvada Bruja del Oriente? Ella era una chiquilla inocente e inofensiva, que, por culpa de un ciclón, había sido arrastrada muy lejos de su casa, y nunca en su vida había matado a nadie.
Sin embargo, era obvio que la pequeña mujer esperaba una respuesta, entonces Dorothy contestó vacilante:
—Eres muy gentil, pero debe haber un error. Yo no he ma-tado a nadie.
—Bueno, de todos modos, tu casa lo hizo —contestó la vie-jecita con una risilla—, y el resultado viene a ser el mismo. ¡Mira! —continuó, mientras señalaba hacia una esquina de la casa—: Ahí se le pueden ver ambos pies asomados por debajo de esos tablones.
Dorothy volteó a mirar y soltó un grito del susto. En efecto, en el ángulo, justo debajo de la enorme viga que sostenía la casa, se asomaban dos pies calzados con unos zapatos de plata que remataban en agudas puntas.
—¡Santos cielos! ¡Santos cielos! —se lamentó Dorothy, jun-tando las manos invadida por la consternación—. La casa le debió haber caído encima. ¿Qué vamos a hacer?
—No hay nada que hacer —dijo la menuda mujer con toda tranquilidad.
—Pero ¿quién era? —preguntó Dorothy.
—Era la Malvada Bruja del Oriente, como ya lo había men-cionado —respondió la menuda mujer—. Había mantenido en estado de esclavitud a los munchkins durante muchos años, haciendo de ellos sus sirvientes día y noche. Ahora son libres, y están agradecidos contigo por este favor.
—¿Quiénes son los munchkins? —inquirió Dorothy.
—Son el pueblo que habita en este país del Oriente, que so-lía estar gobernado por la Malvada Bruja.
—¿Haces parte de los munchkins? —preguntó Dorothy.
—No, pero soy amiga de ellos, aunque vivo en el país del Norte. Cuando se percataron de que la Malvada Bruja del Oriente estaba muerta, los munchkins me enviaron a un ve-loz mensajero y vine de inmediato. Yo soy la Bruja del Norte.
—¡Santo Dios! —exclamó Dorothy—. ¿Eres una bruja de verdad?
—Sí, por supuesto —respondió la pequeña mujer—. Pero yo soy una bruja buena y la gente me quiere. Carezco de to-dos los poderes que tenía la Malvada Bruja del Oriente, que gobernaba aquí, pues, si los hubiera tenido, yo misma habría liberado a este pueblo.
—Pero yo creía que todas las brujas eran perversas —excla-mó la niña, que estaba un poco asustada al saberse frente a una verdadera bruja.
—No, no, eso es un error. Solo existían cuatro brujas en toda la Tierra de Oz3, y dos de ellas, las que habitan en el Norte y el Sur, son brujas buenas. Y esto lo puedo afirmar con certeza, ya que soy una de ellas y sé que no estoy equivocada. Las brujas que moran en el Oriente y en el Occidente eran, en efecto, brujas perversas, pero ahora que tú has matado a una de ellas, tan solo queda una en toda la Tierra de Oz, y es la que vive en el Occidente.
—Pero —replicó Dorothy, tras reflexionar un momento—la tía Em me había dicho que todas las brujas murieron, hace ya muchos, muchos años.
—¿Quién es la tía Em? —inquirió la viejecita.
—Es mi tía, que vive en Kansas, el lugar de donde vengo.
La Bruja del Norte pareció perderse en sus pensamientos por un momento, con la cabeza inclinada y la mirada suspen-dida en el suelo. Al cabo de un rato, levantó la vista y dijo:
—No sé dónde queda Kansas, pues nunca había oído hablar de ese país. Pero, cuéntame, ¿es un país civilizado?
—Por supuesto —respondió Dorothy.
3 El nombre de este fantástico mundo, Oz, viene de las letras O-Z de la última carpeta de un archivador que tenía Frank Baum (N. de la T.).
—Pues, eso lo explica todo. Según parece en los países ci-vilizados ya no quedan brujas ni hechiceros, ni hechiceras ni magos. Pero hay que entender que la Tierra de Oz nunca ha sido civilizada, dado que estamos aislados del resto del mun-do. Por esta razón, todavía tenemos brujas y magos.
—¿Quiénes son los magos?
—El propio Oz es el Maravilloso Mago —contestó la Bruja bajando el tono de su voz hasta convertirlo en un susurro—. Él es más poderoso que todos nosotros juntos. Vive en la Ciu-dad Esmeralda.
Dorothy iba a agregar otra pregunta, pero justo en ese mo-mento los munchkins, quienes habían estado ahí parados, como espectadores silenciosos, lanzaron un grito y señalaron hacia la esquina de la casa bajo la cual yacía el cuerpo de la Malvada Bruja.
—¿Qué sucede? —preguntó la menuda mujer, y al dirigir su mirada hacia aquel lugar, se echó a reír.
Los pies de la finada Bruja se habían esfumado en su to-talidad, y el único rastro que había quedado de ella eran los zapatos de plata.
—Era tan vieja —continuó la Bruja del Norte—que, al entrar en contacto con el sol, todo su cuerpo quedó incinerado. Así terminó su vida. Pero los zapatos de plata4te pertenecen, por lo cual deberías quedártelos y lucirlos. —Se inclinó y reco-gió los zapatos y, luego de sacudirles el polvo, se los entregó a Dorothy.
4 En 1938, cuando Noel Langley y otros escritores estaban finalizando el guion de la céle-bre adaptación cinematográfica y musical de esta historia, estos zapatos cambiaron de color para siempre: descartaron el color plata metálico y lo convirtieron en rojo rubí (N. de la T.).
—Esos zapatos de plata embargaban de orgullo a la Bruja del Oriente —afirmó uno de los munchkins—, y parece que po-seen un encantamiento, pero nunca supimos en qué consistía.
Dorothy entró los zapatos a la casa y los dejó encima de la mesa. Enseguida, volvió a salir y declaró:
—Anhelo volver al lado de mis tíos, pues estoy segura de que deben estar preocupados por mí. ¿Podrían ayudarme a encontrar el camino de regreso?
Los munchkins y la Bruja primero se miraron entre sí, luego volvieron la mirada hacia Dorothy, y después, sacudieron las cabezas.
—Al Oriente, no muy lejos de aquí —dijo uno—, está el gran desierto, y ninguno de los que han intentado atravesarlo ha sobrevivido para contarlo.
—Lo mismo sucede en el Sur —afirmó otro—, ya que he estado allí y lo he visto. El Sur es el país de los quadlings.
—A mí me han dicho —comenzó el tercero—que en el Occidente es igual. Y ese país, donde habitan los winkies, es gobernado por la Malvada Bruja del Occidente, que te con-vertiría en su esclava si te atravesaras por su camino.
—En el Norte está mi hogar —dijo la viejecita—, y colinda con el gran desierto que rodea la Tierra de Oz. Lamento de-cirte, querida, que tendrás que quedarte a vivir con nosotros.
Tan pronto oyó esto, Dorothy empezó a sollozar, pues se sintió desolada entre aquella gente tan extraña. Sus lágrimas parecieron afligir a los compasivos munchkins, pues ensegui-da sacaron sus pañuelos y también estallaron en llanto. La viejecita, por su parte, se quitó el sombrero y lo puso hacien-do equilibrio sobre la punta de la nariz, al tiempo se puso a contar: “Uno, dos, tres”, con voz solemne. Al instante, el
sombrero se convirtió en una pizarra sobre la que apareció escrito en grandes letras con tiza blanca lo siguiente:
Permitan que Dorothy vaya a la Ciudad Esmeralda
La viejecita se quitó la pizarra de la nariz y, tras haber leído aquellas palabras, preguntó:
—¿Te llamas Dorothy, querida?
—Sí —contestó la niña levantando la mirada y enjugándose las lágrimas.
—Entonces debes ir a la Ciudad Esmeralda. Tal vez Oz te ayudará.
—¿Dónde queda esa ciudad? —indagó Dorothy.
—Con exactitud, queda en el centro de esta tierra, y está gobernada por Oz, el Maravilloso Mago del que te hablé.
—¿Es un buen hombre? —inquirió Dorothy con ansiedad.
—Es un buen Mago. Con respecto a si es un hombre o no, no podría decirlo, pues jamás lo he visto.
—¿Cómo puedo llegar hasta allá?
—Vas a tener que caminar. Es un largo recorrido, a través de una región que unas veces resulta agradable y otras, lúgubre y terrible. Sin embargo recurriré a todas las artes mágicas que conozco para protegerte de todo daño.
—¿No vas a ir conmigo? —suplicó la niña, que había empe-zado a considerar a la viejecita como su única amiga.
—No puedo hacer tal cosa —contestó—, pero te daré un beso, y nadie osará hacer daño a una persona a quien la Bruja del Norte ha besado.
Se acercó a Dorothy y, con delicadeza, le dio un beso en la frente. En el lugar donde los labios de la Bruja se posaron, le
dejaron una marca redonda y brillante, tal como la niña des-cubriría más tarde.
—El camino que conduce a la Ciudad Esmeralda está pa-vimentado con baldosas amarillas —comentó la Bruja—, así que no corres ningún riesgo de perderte. Cuando estés frente a Oz, no le tengas miedo; más bien, cuéntale tu historia y pí-dele que te ayude. Adiós, mi querida niña.
Los tres munchkins le hicieron una reverencia a Dorothy al tiempo que le desearon un agradable viaje. Luego, y sin demora, se alejaron por entre los árboles. La Bruja le hizo una amable inclinación de cabeza, giró tres veces sobre su tacón izquierdo y desapareció al instante, cosa que tomó por sor-presa al pequeño Toto, que empezó a ladrarle con todas sus fuerzas ahora que ya se había ido, porque, delante de ella, él no se había atrevido ni siquiera a gruñir.
Pero Dorothy, que sabía lo que era una bruja, había imagina-do que desaparecería justo así, de modo que no se sorprendió en lo más mínimo.
Capítulo III
De cómo Dorothy salvó al Espantapájaros
Cuando Dorothy se quedó sola, empezó a sentir hambre. Enton-ces se dirigió a la despensa y cortó unas rebanadas de pan, a las que les untó mantequilla. Le dio algunas a Toto y luego tomó un balde del estante y se fue al arroyuelo para llenarlo con agua cris-talina y burbujeante. Toto corrió a toda prisa hacia los árboles y empezó a