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eLit 382 Cuando pensaba que las cosas no podían empeorar... Jayde había conseguido el trabajo de sus sueños, así que debería haberse limitado a disfrutar cuidando la casa del magnate Bradford Hale. Pero no había previsto tener que mentir a sus padres para poder conservar el trabajo... y desde luego jamás habría pensado que se enamoraría de su guapísimo jefe. Las cosas no podían ir peor... hasta que se presentó allí su familia para conocer a Brad... ¡su nuevo yerno!
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Seitenzahl: 188
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2004 Cheryl Anne Porter
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El marido imaginario, n.º 382- junio 2023
Título original: Sitting pretty
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411418126
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
EL sonido de la sirena de la ambulancia hizo que se intensificara el mortal silencio que se había apoderado de la conmocionada plantilla de la compañía de seguros Homestead, de Kansas City. La oficina, normalmente ordenada y eficiente, había sido convertida de inmediato en un caos por los enfermeros que habían acudido con la camilla a socorrer a la víctima.
La señora Lattimer se hallaba ante el escritorio de Jayde con cara de pocos amigos.
—Esta es la gota que colma el vaso, señorita Greene. Lleva trabajando aquí tres meses y no ha hecho más que ocasionar problemas.
Jayde hizo una mueca.
—Yo no diría exactamente eso…
—Ah, ¿no? En octubre fue la fuente de agua, en noviembre el portero. Logramos superar de algún modo diciembre, pero ahora sucede esto.
—Lo de la fuente fue culpa mía —admitió Jayde—, aunque estando como estaba en medio del pasillo, cualquiera podría haber tropezado con ella. Pero me tocó a mí. De todos modos, opino que la moqueta ya necesitaba una buena limpieza. Pero lo del conserje no fue culpa mía. Ese hombre tenía la costumbre de acercarse a hurtadillas a las personas que se quedan a trabajar hasta tarde.
—El señor Rosario no se acercó a hurtadillas a usted, señorita Greene. Estaba pasando la fregona.
—En el baño de las mujeres y dentro de una de las casillas. Casualmente yo estaba dentro e hice lo que habría hecho cualquier…
—Le quitó la fregona de las manos y le dio con ella en la cabeza —interrumpió la señora Lattimer a la vez que se cruzaba de brazos—. El señor Rosario sufrió una conmoción y pasó el día de Acción de Gracias en el hospital.
Jayde alzó la barbilla en un gesto mezcla de desafío y culpabilidad.
—Ya le pedí disculpas y llevé a su familia un pastel casero. ¿No lo recuerda?
—Desde luego que lo recuerdo. Toda la familia del conserje sufrió una indigestión y a continuación él dejó su trabajo.
Jayde suspiró cansinamente.
—Siento lo del señor Rosario, y lo de la fuente. ¿Pero qué tiene que ver eso con lo de hoy y el señor Homestead? No entiendo por qué…
—Deje que se lo explique —interrumpió la señora Lattimer—. Ya que este es el tercer incidente que causa, está despedida. Ha dejado de ser mi secretaria. Me pondré en contacto con su agencia de empleo para decirles que pueden esperar su último cheque para dentro de dos semanas. Ahora recoja sus cosas y salga del edificio cuanto antes.
Jayde notó cómo le ardían las mejillas mientras se levantaba para hacer lo que le habían dicho… ante una habitación llena de silenciosos empleados. La tensión y la compasión se hicieron palpables en el ambiente. Jayde había hecho amistad con varias de las mujeres que trabajaban allí, pero no esperaba que fueran a defenderla. Sabían tan bien como ella que la señora Lattimer quería librarse de Jayde desde el momento en el que el señor Homestead había posado por primera vez su mirada de mujeriego sobre ella.
—Dadas las circunstancias, debería alegrarse de que nos limitemos a despedirla —continuó la señora Lattimer—. Deberían haberla arrestado por un caso de agresión con lesiones. De no ser porque el señor Homestead ha dejado bien claro antes de desmayarse que no quería denunciarla, ahora mismo estaría en comisaría. Yo habría hecho que la encerraran, desde luego.
—Ha sido un simple accidente, y lo sabe —dijo Jayde, que sabía que la viuda señora Lattimer estaba secretamente enamorada de su muy casado jefe—. Y ya me he excusado con el señor Homestead.
—Excusarse no basta. Además, teniendo en cuenta que estaba inconsciente, dudo que el querido señor Homestead la oyera. Pero eso ya da igual. Está despedida y debe irse cuanto antes.
Con el corazón latiendo con fuerza en su pecho y los puños apretados a causa del temor que le producía su inmediato futuro, Jayde sólo fue capaz de quedarse mirando a su jefa. O más bien a la secretaria de su jefe. O de su ex jefe. Al parecer, éste no había tenido el valor de despedirla personalmente. Aunque no era de extrañar después de lo sucedido. ¿Pero cómo iba a haber adivinado ella mientras trataba de abrir una carta especialmente tozuda con el abrecartas que su jefe se hallaba justo tras ella? El sobre había cedido en aquel momento y el abrecartas había acabado clavado en el vientre de su jefe.
Ella se había puesto histérica y había tratado de secar la sangre que manaba del generoso estómago del señor Homestead. Desafortunadamente, lo único que había encontrado a mano habían sido algunos documentos importantes de la empresa.
De manera que, unos minutos después, Jayde se encontró en medio de la fría calle. Helada tanto emocional como físicamente, aferró la bolsa de plástico en la que había guardado sus escasas pertenencias personales. Entre los pañuelos de papel y las barras de pintalabios había una foto de su familia que había sido tomada un mes antes, durante las navidades. El único rostro que faltaba en la foto era el suyo.
Y allí estaba en aquellos momentos, a mediados de enero con diez dólares en el bolsillo. Sí, había enviado demasiado dinero a casa para los regalos de navidad. ¿Pero qué otra cosa podía haber hecho? Sus tres hermanas pequeñas y sus dos hermanos aún más pequeños merecían un regalo. Por no mencionar a sus padres. A estos les habría encantado que fuera ella en persona a pasar las navidades con ellos, pero Jayde sabía que sus hermanos necesitaban zapatos y abrigos nuevos más que verla a ella.
Suspiró al recordar lo contentos que se habían puesto con sus regalos. Aquel había sido su regalo de navidad. Lo único que poseían los Greene en abundancia era amor. Sus padres trabajaban duro, pero al carecer de la educación adecuada no tenían posibilidades de mejorar, de manera que, a pesar de que su orgullo sufría por ello, aceptaban las contribuciones mensuales de Jayde. Ella siempre enviaba el dinero que podía, que no era demasiado, pues aún estaba pagando el préstamo que recibió dos años antes, cuando fue aceptada en la prestigiosa escuela de arte de Kansas City… escuela en la que había sido suspendida recientemente.
«No entres en eso, amiga», se advirtió a sí misma. «Tenías que asistir a clase, trabajar cuarenta horas semanales y encontrar tiempo para pintar. Te estabas matando a ti misma con esa rutina. Tenías que renunciar a algo y le tocó a la escuela». Se frotó los ojos para tratar de contener las lágrimas. Había adorado cada minuto que había pasado en la escuela. Era la primera Greene en asistir a un centro de enseñanza superior. Su familia estaba tan orgullosa de ella… Pero había tenido que dejarlo.
«Eso no significa que no puedas ser una pintora de éxito», se dijo, pero no pudo evitar hacer un sonido de auto desprecio. «Sí, claro. Suspendes en la escuela de arte pero vas a ser una gran pintora. Sucede a diario».
Temblando, y dispuesta a tirar por la borda el sueño de su vida, golpeó el suelo con los pies para que no se le quedaran helados. Tenía que pensar en lo que debía hacer a continuación… además de sentir lástima por sí misma.
Pero lo único que parecía capaz de hacer en aquellos momentos era torturarse por sus defectos. Aquella no era la primera vez que perdía un trabajo realmente bueno. También se había quedado sin el anterior en un memorable día de septiembre.
Ella y otras doscientas personas habían sido despedidas sin previa advertencia de la empresa proveedora de material de restaurantes para la que trabajaban, que había sido repentinamente cerrada por el FBI por un caso de desfalco. Los directivos habían ido a la cárcel y los empleados al paro o, como ella, a las agencias de empleo de la zona.
Y de pronto volvía a estar sin empleo. ¿Podían empeorar las cosas?
Empezó a nevar. Era evidente que sí podían empeorar. Totalmente desmoralizada, Jayde alzó la mirada hacia el cielo. Quedarse allí quieta no le iba a servir de nada, desde luego. Miró a su alrededor y todo lo que vio fue gente moviéndose con prisas en todas direcciones. Gente con trabajo, sin duda.
Sintiéndose más sola de lo que se había sentido en su vida, trató de enfrentarse con buen talante a las circunstancias. Ya que no tenía empleo no tenía por qué quedarse allí pasando frío, como el resto de los pobres trabajadores. Incluso podía evitarse la hora punta si tomaba el autobús para volver a casa. En su diminuto apartamento podía entrar en calor bebiendo algo caliente… y también podía llorar como una magdalena pensando en su desesperada situación económica.
«¿Qué voy a hacer? No tengo dinero, ni coche, ni familia cerca, ni una amiga de verdad con la que hablar, debo hacer frente al préstamo y no tengo ni para pagar el alquiler». Prácticamente todo el dinero que iba a recibir de su último sueldo iba a quedar en manos de la agencia de empleo, lo que significaba que no iba a quedarle para ninguna otra cosa. A menos que sucediera un milagro, se iba a encontrar en la calle.
Lo primero que debía hacer era acudir a ver a la estirada señorita Kingston, la joven dueña de la agencia de empleo que le había proporcionado sus últimos trabajos. Era una mujer muy poco amistosa, pero al menos era eficiente y tal vez podría encontrarle un trabajo más.
Semicongelada y más deprimida que nunca, se acercó a la parada del autobús. Lo peor de todo era que su sueño de convertirse en una pintora de éxito parecía cada vez más lejano. ¿Y cómo iba a ser de otro modo? Lo cierto era que jamás había tenido la posibilidad de satisfacer su deseo de pintar. ¿Deseo? Era algo más que un deseo. Era su destino. Había nacido para pintar, lo mismo que Picasso, Monet, o incluso su abuela Moses. Podía sentirlo.
Vibrantes imágenes llenaron su mente, como las que plasmaba en los lienzos que abarrotaban su apartamento. Pintar era lo único que quería hacer. ¿Y por qué iba a haber nacido con aquel deseo tan intenso si no estuviera destinada a hacer algo al respecto? Una irónica sonrisa curvó sus labios. Después de todo, ya que había perdido su trabajo podía convertirse oficialmente en una pintora muerta de hambre. Aquello al menos suponía un progreso, ¿no? Dejó de sonreír. ¿Cómo iba a pintar sin contar con un techo sobre su cabeza ni nada que llevarse a la boca?
Al notar que la gente empezaba a moverse a su alrededor miró hacia la calle y vio que el autobús se acercaba. Al menos no se había congelado en la acera, lo que podía ser un indicio de que las cosas empezaban a mejorar. El autobús llegaba, ella conseguiría otro trabajo, tal vez en algún museo, y tendría dinero para pintar cuadros maravillosos. Entonces la gente se apiñaría para comprar sus cuadros de las maravillosas fuentes de Kansas City, su verdadera pasión y el motivo por el que se había trasladado a aquella ciudad.
Entonces tendría la vida que quería y podría ocuparse de que su familia tuviera todo lo que necesitaba. Podía suceder y tenía que suceder… al menos si la señorita Kingston no la echaba en cuanto la viera entrar en su agencia, llamada El trabajo de tus sueños.
—Otra vez tú.
Jayde tragó nerviosamente mientras esperaba en el umbral de la puerta del elegante despacho al que había sido acompañada por la recepcionista, Tasha. Como todo el mundo en aquel lugar, ésta tenía la capacidad de hacer que Jayde se sintiera peor que el felpudo en que acababa de frotar las suelas de sus zapatos. No le gustaba aquella sensación. Después de todo era una cliente que pagaba, no alguien que hubiera acudido allí a suplicar… al menos de momento.
—Sí, yo de nuevo —dijo, tratando de mostrarse animada—. ¿Cómo está, señorita Kingston?
La señorita Kingston se quitó las gafas con expresión resignada y dejó el documento que estaba leyendo.
—Ya te he dicho varias veces que no me llames señorita. Tenemos la misma edad.
En la mente de Jayde, el nombre de aquella estirada mujer era «señorita Kingston» y sólo existía en aquella oficina. Nunca había logrado imaginarla haciendo algo como cocinar, salir con un hombre, ver la tele o visitar a su familia.
—Sí, señorita… oh, lo siento. Acaba de pedirme que no…
La dueña de la agencia le dedicó una mirada gélida.
—La señora Lattimer ya me ha llamado.
El corazón de Jayde latió con más fuerza.
—En ese caso ya sabes por qué estoy aquí.
—Por supuesto. Te esperaba. Pasa y siéntate —la señorita Kingston señaló la silla que se hallaba ante su escritorio.
Jayde entró, se sentó, y no pudo evitar mirar con añoranza a la otra mujer mientras ésta tomaba un sorbo de una humeante taza de café que tenía sobre el escritorio.
—Supongo que te apetecerá una taza, aunque no sé si a esta hora quedará algo de café —dijo la señorita Kingston sin el más mínimo destello de cordialidad—. Puedo pedir a Tasha que…
El orgullo de Jayde salió a relucir al instante.
—No, gracias. No necesitó beber nada. Lo que me gustaría es que me encontraras otro trabajo lo antes posible —trató de sonreír, pero sus músculos faciales no parecían querer cooperar.
La señorita Kingston siguió mirándola. Acusadoramente. De pronto, el orgullo de Jayde se desinfló.
—Te aseguro que no he tratado de matar al señor Homestead. Fue un accidente. Y los enfermeros han dicho que la herida no era profunda…
La señorita Kingston sonrió durante un segundo.
—Estoy segura de ello —señaló una carpeta que tenía sobre la mesa—. Aquí mismo tengo tus informes, aunque lo cierto es que no entiendo por qué sigues viniendo aquí.
—Por el nombre de la agencia. El trabajo de tus sueños. Me gusta como suena. Y porque… —Jayde bajó la mirada hacia su regazo y decidió que aquel no era el momento más adecuado para mostrarse orgullosa—. No tengo otro sitio al que ir, pronto tendré que pagar el alquiler de mi apartamento y el último pago que me falta por cobrar de Homestead ni siquiera bastará para cubrir el porcentaje de la agencia, así que necesito…
La señorita Kingston alzó una mano para interrumpirla.
—Creo que puedo tener algo adecuado para ti.
Jayde no podía creerlo.
—No será por casualidad en un museo, ¿no? Porque eso sí que sería un sueño hecho realidad. ¿Te he dicho alguna vez que pinto?
La señorita Kingston alzó una ceja perfectamente depilada.
—¿Pintas? ¿Te refieres a que pintas casas?
—No. Pinto cuadros. Ya sabes, óleos, acrílicos. Esas cosas que cuelgan en los museos y las galerías.
—Oh, claro —la señorita Kingston sonrió condescendientemente—. Pero me temo que este trabajo no tiene nada que ver con eso. Sin embargo, creo que eres perfectamente adecuada para el puesto. Es con uno de nuestros mejores clientes.
Jayde le dedicó una cautelosa mirada.
—¿Uno de vuestros mejores clientes? En ese caso no entiendo por qué me ofreces el trabajo a mí —nadie tenía que decirle que no le gustaba a aquella mujer.
La señorita Kingston entrecerró los ojos.
—Por un lado, porque no tienes trabajo y nuestro cliente necesita a alguien de inmediato. Siempre es así —añadió sin ocultar su enfado—. Cree que sólo tiene que chasquear los dedos para conseguir lo que quiere. Por otro, no tengo ningún reparo en recomendarte. Intuyo que eres justo lo que se merece en una mujer… quiero decir en una empleada. Me refiero a que eres… muy limpia.
«¿Muy limpia?» Jayde decidió que aquello era probablemente lo más agradable que le había dicho la señorita Kingston desde que la conocía.
—Gracias.
La señorita Kingston sonrió un segundo y luego rebuscó en su escritorio hasta dar con una tarjeta.
—Aquí está.
—Acepto el trabajo —dijo Jayde de inmediato.
La señorita Kingston dejó escapar un sonido que podría haber sido una risita, aunque Jayde lo dudaba.
—Ni siquiera sabes en qué consiste todavía.
—Me da igual.
—Tendrás que trasladarte.
Jayde frunció el ceño.
—¿Trasladarme? ¿Te refieres a que está en el otro extremo de la ciudad?
—No. El trabajo es en Florida.
—¿Flo…? —Jayde se quedó mirando a la otra mujer. Pensó en las preciosas fuentes de Kansas City. Aquellas fuentes dependían de ella, y ella las necesitaba. Eran su pasión, su billete a la fama, y no pensaba dejarlas. Negó con la cabeza—. No voy a trasladarme a Florida. Necesito un trabajo en Kansas City.
La señorita Kingston frunció los labios.
—No pareces entender. No tengo ninguna otra cosa para ti excepto este trabajo en Florida. ¿Por qué no puedes trasladarte?
«Por mis fuentes. No puedo irme por mis fuentes». Jayde miró a su involuntaria torturadora. Su corazón se estaba rompiendo ante la idea de tener que abandonar su sueño. Pero sabía que alguien tan eficiente y práctica como la señorita Kingston no la comprendería. De hecho, pensaría que estaba loca. Cosa que probablemente era cierta.
—¿Y qué tiene de especial ese trabajo en Florida?
La señorita Kingston la miró con expresión repentinamente satisfecha.
—Entonces, ¿considerarás la posibilidad de irte?
—Sí, si es un trabajo adecuado para mí… como pareces pensar.
—Oh, claro que lo es. El cliente paga un buen sueldo, se ocupa de pagar un seguro de enfermedad y los gastos de la agencia. También se hace cargo de los gastos de traslado, incluyendo un billete de primera clase.
—¡Guau! —exclamó Jayde. Aquello sonaba demasiado perfecto—. ¿Y el contrato de mi apartamento? Hace sólo dos semanas que firmé uno nuevo.
La señorita Kingston se encogió de hombros.
—No es problema. Mi cliente también se ocupará de ello. ¿Hay algún otro obstáculo para que te vayas mañana mismo?
Jayde se quedó boquiabierta.
—¿Mañana? ¿Has dicho mañana? ¿En serio? Hay una ventisca, tendría que hacer el equipaje, tendría que…
La señorita Kingston se inclinó hacia ella y la miró a los ojos.
—Tendrías que ir a Florida con todos los gastos pagados, a vivir en el regazo del lujo y a ganar un buen dinero contando con casi todo el tiempo del día para ti. No me parece una perspectiva demasiado terrible.
Jayde entrecerró los ojos.
—Ah, ¿no? Entonces, ¿por qué no te quedas tú con el trabajo?
—Porque no es a mí a quién quiere Brad… —la señorita Kingston se puso totalmente colorada. Parecía enfadada… y ofendida—. No soy yo la que está buscando un trabajo. Soy dueña de esta agencia. Además, no quiero saber nada más de Brad…
—¿Quién es Brad?
—Lo averiguarás muy pronto… si aceptas el trabajo.
—Puede que lo haga. Sólo necesito que me expliques cuál es la trampa en esta ocasión. Porque siempre ha habido alguna. Ahora que lo pienso, me enviaste a un trabajo en un lugar que ya estaba bajo vigilancia del FBI. Después me diste un trabajo con un jefe incapaz de mantener las manos alejadas de sus empleadas. Ahora resulta que tienes el trabajo ideal para mí… ¡en Florida! ¿A qué se dedica el tal Brad? ¿Al tráfico de drogas? ¿Pertenece a la mafia?
La señorita Kingston rió.
—Lo dudo mucho. Yo nunca habría mantenido una relación con alguien que… —se interrumpió y dedicó a Jayde una fría mirada.
Jayde suspiró, consciente de que no tenía muchas opciones.
—¿En qué consiste el trabajo?
La señorita Kingston sonrió, victoriosa.
—En cuidar la casa de uno de los hombres más ricos del país mientras está ausente. Ya me he ocupado de enviar otras cuidadoras a sus casas en Roma y París. Pero el hogar de la familia de mi cliente está aquí, en Kansas City. Por eso me utilizó a mí… a mi agencia, quiero decir.
Jayde ignoró todas las connotaciones personales del asunto. Lo único que le importaba eran tres palabras: París, Roma, Kansas City. Las mecas de las fuentes y los artistas que querían pintarlas.
—¿De verdad tiene casas en Roma y en París? ¿Y en Florida? ¿Y aquí mismo, en Kansas City? ¿Estás segura de que el tal Brad no necesita alguien que le cuide la casa que tiene aquí?
—Un antiguo criado reside en ella y se ocupa de todo. Lo que mi cliente necesita es alguien en Florida. Mañana. Y si yo estuviera en tu lugar no lo llamaría Brad.
Jayde negó con la cabeza.
—Claro que no. Lo que me cuesta aceptar es lo de «mañana». Tendría que hacer el equipaje, buscar una agencia de transportes…
—Eso no es problema. Estoy autorizada a ocuparme de todos esos detalles por ti. Lo único que tendrías que hacer sería llevar algo de ropa y tomar el avión. ¿Qué me dices?
La señorita Kingston miró su reloj como si la oferta fuera a expirar en unos segundos.
Su actitud displicente irritó a Jayde, pero hizo un esfuerzo por calmarse y pensar. Irse de Kansas City no tenía por qué ser el fin de su vida, ni siquiera el fin de su sueño de pintora. Porque una verdadera pintora podía pintar en cualquier sitio. Donde fuera. Y ella era una verdadera pintora.
Con la esperanza de tener el coraje necesario para embarcarse en aquel nuevo plan, preguntó:
—¿No está en Florida la famosa Fuente de la Juventud?