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eLit 379 El mecánico Trey Cooper había pasado por situaciones difíciles a lo largo de su vida, pero nunca se había quedado atrapado en un ascensor con una mujer a punto de dar a luz. Afortunadamente, los rescataron antes de que tuviera que poner en práctica sus conocimientos de matrona. Sin embargo, la bella Cinda Cavenaugh y su encantadora hija hicieron que de pronto deseara tener una familia. ¡Y no sospechaba lo pronto que iba a necesitar una!
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Seitenzahl: 151
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2002 Cheryl Anne Porter
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Atrapados por el destino, n.º 379- mayo 2023
Título original: DADDY BY DESIGN?
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 9788411418096
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
ERA el día dos de enero. Un día gris y lluvioso en Nueva York, con atascos, bocinas y mal genio. Un día de gente cansada que volvía a casa corriendo. Mal día para Cinda Cavanaugh, que estaba esperando el renqueante ascensor en la consulta de su ginecólogo.
Acababa de recibir la noticia de que iba a ser madre… muy pronto. Lo sabía, claro. Después de todo, estaba embaraza más o menos de nueve meses. Las palabras claves: más o menos.
Pero, aparentemente, iba a ser «más». Su visita rutinaria al ginecólogo de repente ya no era rutinaria. Cinda podía seguir oyendo las palabras de la doctora Butler confirmándole que, después de varias falsas alarmas, su hija podría nacer en cualquier momento. Aunque seguía colocada de espaldas.
Siguiendo sus instrucciones, debía tomar un taxi, ir a casa para buscar la maleta y después ingresar en el hospital, donde la doctora Butler estaría esperándola después de atender a otra futura mamá que había acudido a la consulta con un problema urgente.
—Debería haberla obligado a venir conmigo —murmuró Cinda, en el pasillo.
Estaba siendo egoísta, pensó. Pero tenía justificación. Las mujeres que están a punto de dar a luz tienen ciertas prioridades.
—¿Qué me ha hecho pensar que podía hacer esto sola? O mejor, ¿por qué cree la doctora Butler que yo tenía que saber al detalle cómo es una cesárea? Hágalo sin decirme nada, por favor.
Cinda se acarició el hinchado vientre, dirigiendo sus palabras a la niña cuya imagen acababa de ver en la ecografía.
«¿Sabes una cosa, princesa? Podrías echarme una mano. Venga, date la vuelta. No hagas que tu madre pase un mal rato…».
¿Madre? Cinda se quedó pensativa.
—Ay, Dios mío, voy a ser madre.
Nerviosa, volvió a pulsar el botón del ascensor y… entonces vio su hinchada imagen reflejada en las puertas de bronce.
—No puede ser —murmuró. Pero sí, aquella imagen de espejos deformantes tenía que ser ella—. ¿Estás diciéndome que he salido de casa con esta pinta?
Evidentemente así era, porque el metal pulido no miente. Lo que veía era una cabeza de cabello rubio pálido y un par de ojos hinchados sobre un cuerpo más hinchado todavía, cubierto por un abrigo de lana negra.
Estupendo, parecía una oveja negra a punto de ser esquilada. Cinda apretó los labios, furiosa.
—¿Qué pasa con este ascensor? Tengo que ir al hospital. Preferiblemente hoy.
Volvió a pulsar el botón… diez veces, hasta que pudo controlarse.
«Cálmate, Cinda. Puedes hacerlo. Tienes que hacerlo. El cuarto de la niña está listo. Yo estoy lista. Mi niña está lista».
«Podemos hacerlo, cariño».
Justo entonces, una campanita le dijo que el ascensor había llegado por fin.
Las puertas se abrieron sin incidentes. Estaba vacío. Tragándose un mal presentimiento, Cinda pulsó el botón del primer piso y, anticipando el saltito, se sujetó a la barra. Pero, insegura, miró alrededor. ¿El ascensor era así de viejo y renqueante cuando subió a la consulta una hora antes?
Las puertas se cerraron entonces.
—Chica, cálmate. Te estás poniendo histérica —murmuró, respirando como le habían enseñado a hacerlo en las clases de preparación al parto.
Bajó al piso catorce, al trece, doce, once…
—¿Ves? No pasa nada —se dijo a sí misma, como si fuera su mejor amiga—. La imagen de una embarazada atrapada en el ascensor es una de esas cosas de Hollywood. No ocurre en la vida real.
El ascensor se detuvo en seco. El corazón de Cinda se detuvo también durante una décima de segundo, pero la campanita le indicó que todo iba bien.
«No pasa nada. Alguien ha llamado al ascensor desde el décimo piso. Nada más».
Confirmando sus conclusiones, las puertas se abrieron para dar entrada al pasajero… que resultó ser un hombre guapísimo y altísimo. Cinda abrió los ojos como platos. Menudo tipazo.
Al verla, el hombre se quedó parado. Evidentemente, su presencia lo había afectado tanto como a ella. Pero, sin duda, por diferentes razones. Después de todo, Cinda estaba embarazada de nueves meses y él… bueno, él no. Además, debería estar en una valla publicitaria, en una postura que lo obligase a mostrar los músculos. Si fuera posible, todos los músculos. Y no llevar nada de ropa.
Tenía los ojos azules, el pelo rubio oscuro, mentón cuadrado, hombros anchos, cara de actor de cine.. y las cejas levantadas al verla. Pero Cinda entendía esa expresión de susto porque debía de parecer un globo aerostático. Sonrió, intentando que el pobre no se muriera del susto, y él le devolvió la sonrisa.
—No, gracias. He visto la película y no termina bien. Prefiero esperar —dijo, dando un paso atrás—. Hasta luego.
Ella no podía dejarlo ir. No sabía por qué, pero simplemente no podía dejarlo ir. Decidida, pulsó el botón de apertura de puertas.
—Espere. ¿Por qué no entra? Le aseguro que llegará a la edad de jubilación antes de que este ascensor vuelva a subir al décimo.
Él la miró y después miró hacia el pasillo. Cinda esperó, conteniendo el aliento. Intentaba decirse a sí misma que no quería estar sola en el ascensor por si acaso se quedaba atascada entre dos pisos, pero ni ella misma se lo creía. La verdad era que aquel hombre tenía algo… especial. Algo que la afectaba, incluso aquel día, en sus condiciones. Y, sencillamente, lo quería a su lado en el ascensor.
Pero él no quería estar encerrado con ella. Sonriendo, el hombre miró su abdomen. Cinda hubiera deseado meter tripa, pero el cuerpo humano no tiene músculos suficientes para eso.
—Estoy embarazada, no es nada contagioso.
El de los ojos azules se puso colorado. Pero luego soltó una carcajada.
—Usted gana. Me arriesgaré.
Con paso seguro, entró en el ascensor y pulsó el botón del primer piso.
Pero no pasó nada. Cinda contuvo el aliento y entonces, con una especie de chillido dramático, las puertas se cerraron. El ascensor, tosiendo y suspirando como una locomotora asmática, empezó a descender.
Justo entonces su compañero de viaje se volvió con una sonrisa que habría desarmado a cualquiera.
—Si no le importa que pregunte… ¿cuándo sale de cuentas? Y no me diga que ayer.
—Muy bien. Salgo de cuentas dentro de una semana —contestó Cinda—. Pero estoy de parto, así que me voy al hospital.
El hombre la miró, atónito.
—¿De parto? Ahora que empezábamos a llevarnos bien…
—No ha sido idea mía. Lo siento.
—Ya me lo imagino. Y le advierto que, como mecánico del equipo de carreras de Jude Barrett, puedo desguazar un coche y volver a montarlo en cinco minutos. Pero no sé nada de traer niños al mundo. Así que, a menos que necesite un cambio de aceite o una reparación de manguitos, sugiero que se comporte, ¿me oye?
Eso la hizo reír.
—Intentaré comportarme —dijo Cinda, alegrándose de haberlo «obligado» a entrar con ella en el ascensor—. Es usted del sur, ¿no?
—¿Cómo lo ha sabido? —bromeó él, intentando disimular su acento.
—Es que soy muy lista.
—Soy de Atlanta; bueno, de un pueblo cerca de Atlanta del que nadie ha oído hablar.
—¿Cuál?
—Southwood.
—Ah, qué bien. ¿Y cómo se llama?
—George Winston Cooper, pero mis amigos me llaman Trey. ¿Y usted es…?
—De Atlanta no —sonrió Cinda, estrechando su mano. Aunque él la tenía muy grande no apretó la suya, algo que sus hinchados dedos agradecieron infinito—. Me llamo Cinda Cavanaugh y soy de Canandaigua, Nueva York, a las afueras de Rochester. Pero ahora vivo en Manhattan. Y tengo una casa en Atlanta.
Como si el destino hubiera estado esperando que admitiera eso, el diabólico ascensor se detuvo entre dos pisos con un chasquido metálico y un crujido de cables que no sonó nada, pero nada bien. Cinda apretó la mano del hombre.
—Oh, no.
Trey Cooper miró hacia arriba.
—Esto no puede estar pasando.
Soltando su mano, se volvió hacia el panel y empezó a pulsar los botones. Pero no pasó nada. Entonces intentó abrir las puertas a pulso, pero aunque era muy fuerte las puertas se quedaron como estaban. Mascullando maldiciones, Trey cambió de táctica y se puso a golpearlas con los puños cerrados.
—¡Estamos atrapados! ¡Aquí dentro hay una mujer de parto y un hombre a punto de sufrir un ataque al corazón! ¿Alguien puede oírme?
Aparentemente, nadie podía. Trey Cooper se volvió entonces, mirándola como si hubiera sabido desde el principio que llevaba en el vientre un virus extraterrestre.
—¿Qué?
—¿Cómo se encuentra, señora Cavanaugh?
Con un susto de muerte y unos dolores que empezaban a ser más que molestos, Cinda decidió mentir.
—Bastante bien —contestó. Él la miró, incrédulo—. Bueno, la verdad es que puedo explotar de un momento a otro. Pero le aseguro que me hace tan poca gracia como a usted, señor Cooper. Estamos metidos en un buen lío.
—¿Más de lo que creo?
—Me temo que sí. Mi niña no está en la posición adecuada, de modo que no puedo dar a luz de forma natural. Necesito ayuda.
—Y yo sin mi caja de herramientas…
—Veo que es usted muy gracioso. Pero le recuerdo que soy yo quien debería estar ahora mismo en el quirófano de un hospital enorme, rodeada de médicos que saben lo que hacen.
—Le aseguro que me encantaría poder llevarla ahora mismo, señora Cavanaugh. Así que no se mueva y guarde a la niña dentro, donde tiene que estar.
Cinda iba a replicar como se merecía, pero el dolor la obligó a doblarse sobre sí misma.
—¡Ay!
—¿Qué pasa?
—Me parece que son dolores de parto. No creo que pueda aguantar. Por favor, tiene que hacer algo… ahora mismo.
—¿Alguna sugerencia? —murmuró él, intentando disimular su nerviosismo.
¿Sugerencias? ¿No tenía ya suficientes cosas que hacer?, pensó Cinda, sujetándose el vientre.
—¿No ha dicho que sabe de coches? Pues esto es un ascensor, no creo que sea muy diferente.
—Yo soy un experto en vehículos de cuatro ruedas que dan vueltas a un circuito por un montón de dinero.
Dudando de las habilidades de aquel tipo guapísimo para lidiar con la situación, Cinda siguió respirando como le habían enseñado mientras señalaba el teléfono de urgencias.
—Llame a alguien, señor Cooper. Porque si sigo aquí mucho tiempo, los dos vamos a convertirnos en tres.
Él se puso pálido.
—Deje de respirar así. Me está poniendo nervioso.
—Lo haría si pudiera, se lo aseguro. Pero mi niña está dispuesta a nacer… ¡Haga algo antes de que tenga que llamarla Otis!
—¿Otis?
—¡Como el ascensor, hombre! ¡Haga algo!
—Ya voy, ya voy —murmuró él, descolgando el teléfono.
Mientras esperaba comunicación, la miró como diciendo: «¿Por qué yo?».
—¿Dónde está su marido? Debería estrangularlo por no estar aquí con usted.
El dolor disminuyó un poco y Cinda respiró profundamente, apoyándose en la pared de cristal.
—No podría estrangularlo.
—¿Por qué?
—Porque ya está muerto.
—Lo siento, perdone —se disculpó Trey Cooper—. Es que es usted tan joven… no se me había ocurrido pensar que pudiera ser viuda.
—Ni a mí tampoco.
—No, claro.
Cinda no sabía qué decir. Y, aparentemente, tampoco él.
Pero cuando se miraron a los ojos, algo se despertó en ella.
Eran extraños en la noche… o en un ascensor, que daba igual. Pero parecían ser las únicas personas que quedaban en el planeta.
Ella parpadeó, sorprendida. No podía creerlo. ¿Quién habría pensado que, embarazada de nueve meses y a punto de dar a luz en un ascensor, pudiera sentirse interesada por un extraño?
Trey carraspeó.
—¿Qué le pasó a su marido, señora Cavanaugh? Si no le importa que pregunte.
—No me importa.
Era cierto. Y eso la sorprendía. De hecho, necesitaba hablarle a aquel extraño sobre la muerte de Richard. Y contarle la verdad. Una verdad que no podía contarle a su familia ni a sus amigos.
—Murió en un accidente muy tonto. Y sigo enfadada con él. De hecho, puede que nunca lo perdone. Mi marido, Richard, estaba dando la vuelta al mundo en globo.
—¿La vuelta al mundo en globo?
—Sí, bueno, era un millonario aburrido, con ganas de aventura…
—Ah, ya entiendo.
Había dicho que entendía, pero no era cierto. ¿Quién iba a entender eso? Ni siquiera lo entendía ella.
—La broma fue que el globo se quedó sin aire. Estaban sobre el Tíbet, descendiendo como una piedra… Sé que esto no se lo va a creer, pero el globo asustó a un rebaño de bueyes.
—¿Bueyes? —repitió Trey, incrédulo.
—Sí, ya sabe, esos bueyes asiáticos de cuernos muy largos.
—Ah, sí, claro.
—El caso es que la cesta golpeó el suelo y… Richard salió despedido. El impacto probablemente lo mató, pero los bueyes le pasaron por encima… sellando su destino.
Trey hizo una mueca de horror.
—Qué espanto.
—Pues sí. Un espanto.
—Parece una película.
—Desde luego.
—Supongo que debo darle el pésame.
—Gracias. Y gracias por no reírse —murmuró Cinda—. Algunos lo han hecho.
—Yo nunca me río de la muerte. En mi trabajo nos enfrentamos con alguna escabechina todos los días… Perdone, no quería ser grosero.
—No pasa nada.
—Y lo de estrangular a su marido solo era una broma, señora Cavanaugh. No soy un hombre violento.
—Imagine qué alivio —sonrió ella—. Por cierto, ¿le importa llamarme Cinda? Cada vez que me llama señora Cavanaugh, pienso que mi suegra anda por aquí. Y en cuanto a Richard, no crea que no me importó perderlo. Es que… sigo enfadada con él por haber tenido tan poco cuidado.
—Lo entiendo. ¿Ocurrió hace poco?
—No. Richard falleció hace tiempo… —contestó Cinda—. Bueno, no tanto tiempo. Nueve meses exactamente —explicó, al ver la expresión sorprendida del hombre.
—Pues debió de ser muy duro para usted… para ti, Cinda. Si no te importa que te tutee.
—No me importa en absoluto. Y sí, fue bastante duro.
Era fácil hablar con él. Trey Cooper era tan atento, tan simpático que casi olvidó que estaba atascada en un ascensor.
—¿Sabía él que estabas esperando un niño?
—No. Richard murió antes de que pudiera decírselo.
La expresión de Trey se convirtió en la de alguien que acaba de presenciar un accidente de tren.
—Te juro que si sigues contándomelo me pondré a llorar.
—Lo siento. No debería aburrirte con mis problemas —murmuró ella. Eso era todo lo que pensaba decir pero, aparentemente, su mente tenía otras intenciones—. Pero aunque Richard hubiera sabido que estábamos esperando un niño, no creo que eso hubiera cambiado nada entre nosotros. Estábamos separados. Bueno, lo dejé yo… aunque él no se dio cuenta.
—¿No se dio cuenta?
Cinda sonrió.
—Soy como una autora de novelas rosa. O como Blanche Dubois, en Un tranvía llamado deseo, siempre dependiendo de la caridad de los extraños. Un ascensor llamado deseo… eso tiene gracia.
—Lo que me gustaría saber es cómo tu marido no se dio cuenta de que lo habías dejado. Para mí, eso sería como no darse cuenta de que ha salido el sol.
Cinda tuvo que disimular un suspiro. Necesitaba que le dijeran cosas bonitas. Lo necesitaba tanto… y, de repente, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Gracias. Me hacía falta oír eso… especialmente en mi estado —murmuró, tocándose el vientre.
Trey la miró con algo que era más que compasión. Y, de nuevo, Cinda sintió un estremecimiento.
El hombre carraspeó, nervioso.
—¿Qué pasa con este teléfono?
—¿No contestan?
—No te lo vas a creer. Está comunicando.
—¿Qué?
—Que está comunicando.
—¿Comunicando? ¿Cómo puede estar comunicando? Es el teléfono de emergencias de este ascensor y aquí solo estamos nosotros.
—Parece que Edison no pensó en eso —murmuró él, metiendo la mano en el bolsillo del pantalón—. Tenía por aquí… sí, aquí está —dijo, sacando una navajita—. Nunca salgo de casa sin ella.
Cuando Cinda lo vio meter la punta de la navaja en el panel de los botones, hizo una mueca. Aquello no iba a salir bien.
—¿Qué haces?
—Quitando la placa del panel. Debajo debe de haber miles de cables y espero poder encontrar el que está suelto.
—No puedes hacer eso.
—La verdad es que sí puedo —sonrió él—. Además, me has dicho que haga algo, ¿no?
—No me hace gracia que juegues con los cables. El ascensor podría explotar.
Trey negó con la cabeza.
—Lo peor que podría pasar es que cayéramos en picado los diez pisos…
—Ah, pues qué bien.
Cinda miró su hermoso… pero posiblemente desequilibrado perfil y se echó hacia atrás.
—Estoy destinada a morir. Y mi hija también.
—No va a pasar nada. Tengo muchas ideas para salir de aquí. Podría quitar el techo del ascensor y subir…
—¡Ni se te ocurra! De eso nada.
—¿Siempre eres tan mandona?
—¿Y tú siempre eres tan poco práctico?
—¿No es práctico querer salir de aquí?
De repente, estaba actuando igual que su marido. Mucho porte y poca sustancia.
—Mira, Trey, hay dos cosas que no puedes hacer. Una, poner en peligro tu vida. Y la otra, dejarme sola.
—Muy bien —dijo él, cerrando la navaja—. ¿Tienes una idea mejor?
Cinda empezó a darle vueltas a la cabeza… y entonces se dio cuenta de que debería haberle dado vueltas a su bolso.
—¡Claro que sí! No sé cómo no se me ha ocurrido antes. ¡Mi móvil! Llevo el móvil en el bolso. Podemos llamar a alguien.