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Ella no era una mujer para un solo fin de semana... Piers Redfield estaba completamente fuera del alcance de Emma. El millonario tenía un poder especial... tanto en el despacho como en el dormitorio. Cuando Emma se enfrentó a él en nombre de su amigo, Piers supo que debía conquistar a aquella audaz y valiente muchacha. Lo primero que haría sería llevarla a París a pasar un romántico fin de semana. Sin embargo, Pier no tardó en darse cuenta de que lo que sentía por ella estaba fuera de su control...
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Seitenzahl: 171
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Maggie Cox. Todos los derechos reservados.
EL MILLONARIO Y LA CAMARERA, Nº 1582 - junio 2012
Título original: The Wealthy Man’s Waitress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2005
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0201-8
Editor responsable: Luis Pugni
Conversion ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Tan sólo una puerta separaba a Emma Jane Robards de su meta, pero no era una puerta cualquiera. Se trataba de una puerta muy especial, grande, de nogal y con un nombre escrito en letras doradas que indicaba la importancia del ocupante del despacho al que daba acceso: Piers Redfield.
Lawrence le había dicho que no valía la pena que pidiera cita pues un ejército de empleados se ocupaba de ahuyentar a posibles intrusos, y en aquel instante Emma se preguntaba por qué habría dejado que Lawrence la convenciera para que actuara como una espía aficionada.
La respuesta era que deseaba ayudarlo y que por ese motivo estaba allí, arriesgándose a que en cualquier instante el servicio de seguridad la echara del edificio. Alzó la barbilla, respiró hondo y llamó con los nudillos a la puerta que protegía la fortaleza.
–¡Adelante!
Emma giró el pomo, entró y se quedó paralizada por la sorpresa. Ante sí había un despacho enorme con gigantescas cristaleras desde las que se divisaba un bosque de árboles y cuadros en las paredes que hasta un ojo inexperto como el suyo identificó como originales. Pero más que el aire general de exclusividad y riqueza que flotaba en la habitación como un penetrante perfume, lo que le quitó la respiración fue el hombre que se sentaba tras un inmenso escritorio: Piers Redfield en persona.
–¿Quién es usted?
Emma sintió el impulso de salir corriendo pero no estaba dispuesta a comportarse como un conejillo asustado aunque tuviera ante sí al multimillonario presidente de una gigantesca corporación y ella no fuera más que una camarera. No se dejaría amedrentar.
–Soy Emma, una amiga de Lawrence.
–¿Lawrence? –las oscuras cejas que enmarcaban unos penetrantes ojos de color zafiro se arquearon en una mirada interrogadora.
Emma asió con fuerza el maletín que sostenía. Su corazón se aceleró y sintió que una mano invisible estrangulaba su garganta.
–Su hijo.
–Ya sé que es mi hijo, pero eso no explica su presencia. Por cierto, ¿cómo ha conseguido evitar el control de recepción y de mi secretaria?
–Todo el mundo está viendo el desfile y, como es sábado, hay poco personal.
Al salir del metro y verse arrastrada por la corriente de gente que se agolpaba en las aceras, Emma había rezado para que la distracción general le facilitara la entrada en el edificio y el milagro se había operado. Había pasado por el control de seguridad como si fuera invisible.
–¿Es hoy?
Sin esperar respuesta, Piers se puso en pie y miró por la ventana. Su porte era majestuoso y a Emma le desconcertó que su aire de seguridad le resultara tan apabullante. Pero estaba allí con una misión concreta y no pensaba permitir que la riqueza y el poder del hombre que tenía delante la intimidaran. Lawrence ya le había advertido que era capaz de utilizar cualquier truco para doblegar la voluntad de aquéllos que lo rodeaban. Con ella no lo conseguiría.
–No creo que pueda ver nada. Está demasiado alto –comentó, tanto literal como metafóricamente. Piers Redfield ocupaba un pedestal inaccesible.
–¡Menudo servicio de seguridad! ¿La ha mandado Lawrence? ¿Es una de sus novias?
Una de sus novias. Pretendía ser un insulto y Emma lo interpretó como tal.
–Espero no entrar en esa categoría para él.
La cínica sonrisa que se dibujó en el rostro de Piers hizo que se arrepintiera de inmediato de haber hecho aquel comentario.
–No me había dicho que tuviera una relación especial –comentó él, apoyándose en el escritorio y clavando una mirada especulativa en ella.
–¿Cómo iba a decírselo si ni siquiera responde a sus llamadas? –la acusación escapó de los labios de Emma automáticamente, y una vez más tuvo motivos para arrepentirse cuando Piers echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una sonora carcajada.
–¡Pobrecito Lawrence! Si ésa es la estrategia que piensa adoptar, será mejor que vaya al grano. ¿La ha enviado para que me pida dinero?
–¡Claro que no! Sólo quiero contarle los sacrificios que está haciendo para financiar su nueva carrera y explicarle que al fin ha descubierto su verdadera vocación. Me ha dicho que usted siempre lo infravalora. Todo el mundo merece una oportunidad, señor Redfield. ¿Usted no recibió ninguna ayuda al iniciar su carrera?
El trabajo, la determinación y la capacidad de tomar decisiones difíciles sin titubear lo habían llevado a la cima sin la más mínima ayuda de su padre. Piers contempló a la bella mujer de cabello castaño, ojos color miel y un encantador lunar en el pómulo izquierdo, y se dijo que no podía culparla por haber creído que él era un padre cruel y Lawrence el pobre hijo incomprendido y rechazado. De haber tenido más tiempo, le hubiera gustado sacarla de su error y proporcionarle unos cuantos datos desagradables sobre aquel pobre, incomprendido y rechazado hijo, pero Piers pensó que no lograría hacerle cambiar de opinión y que, por tanto, sería una pérdida de tiempo.
Miró la hora en su Rolex de muñeca.
–¿Qué sacrificios ha hecho mi hijo últimamente? Tendrá que ser breve. Faltan tres minutos para mi próxima reunión.
Emma carraspeó. Hubiera dado cualquier cosa por beber agua para aliviar la sequedad de garganta que sentía. ¿Qué le había hecho pensar que podría conseguir entenderse con el empresario de fama internacional al que todos los jóvenes querían emular? Y lo peor era que ni siquiera había tenido en cuenta que también era famoso por su atractivo físico.
–Ha vendido su coche y su moto, pero con ello no ha reunido suficiente capital para establecerse en Cornwall. Además, tendrá que pagar un alquiler y comida. Pasará un tiempo hasta que el negocio empiece a prosperar, pero le aseguro que será un éxito. ¿Tiene idea de cuánto talento tiene su hijo?
–Conozco perfectamente el talento que tiene mi hijo, señorita...
–Robards.
–Señorita Robards. Pero me temo que no es el mismo al que usted se refiere. Y por si le interesa, dudo que pueda tener éxito un negocio de cerámica en un lugar donde ya hay cientos. Si quiere saber mi opinión, aunque supongo que no le interesa... –clavó una gélida mira en Emma–, Lawrence sólo pretende vivir a mi costa. Le he dado dinero para un montón de ideas descabelladas, y despilfarró la herencia de su madre en menos de un año. Considero que he hecho todo lo que he podido por él. Siento que haya venido para nada, señorita Robards.
Piers rodeó el escritorio y posó su mano sobre el teléfono.
Emma no podía creer que estuviera despidiéndola con tal frialdad. Después de todo, estaba allí para hablar de su hijo, no de un desconocido. La noche anterior había tenido por primera vez en su vida a un hombre llorando entre sus brazos. Lawrence se había derrumbado y le había hablado de su desdichada infancia, de la temprana muerte de su madre, de las infidelidades a las que ésta se había visto arrastrada por la adicción al trabajo de su padre, de la frialdad de éste hacia él. Con ojos llenos de dolor le había explicado cómo todo aquello le había impedido entrar en la universidad. Era un ser desconsolado y ella había sentido el deseo de protegerlo. Inicialmente no había sido más que su vecina pero pronto se habían hecho amigos y más de una vez había tenido que darle de comer cuando Lawrence se quedaba sin dinero para hacer la compra. ¡Lo mínimo que podía hacer su poderoso padre era prestar atención a lo que tenía que decirle!
–Señor Redfield –Piers alzó la vista desconcertado cuando Emma cruzó la habitación y posó su mano sobre la de él.
Tenía la piel tan suave como el terciopelo y una corriente de sensualidad lo recorrió al sentir su roce. Durante una fracción de segundo se quedó paralizado pero en seguida recuperó el control de sí mismo y le divirtió ver que Emma se ruborizaba intensamente y retiraba la mano como si se hubiera quemado.
Podía no respetar a Lawrence pero tenía que alabarle el gusto en el caso de aquella mujer. Evidentemente era demasiado joven, tendría unos veinticuatro años, pero nadie podía negar que era valiente. Y la chaqueta ajustada que llevaba sobre el vestido insinuaba un busto magnífico... Piers metió la mano en el bolsillo y respiró profundamente para ahuyentar pensamientos lascivos de su mente.
–¿Quería algo más, señorita Robards?
–No abandone a su hijo. Necesita su ayuda, no su desaprobación. Me ha pedido que le diga que será la última vez que recurra a usted. ¿Por qué no le dedica media hora de su tiempo?
–¿Y qué provecho va a sacar usted de todo esto, señorita Robards?
–¿Qué quiere decir? –Emma frunció el ceño. Su perfume envolvió a Piers y una vez más sintió una placentera sensación en el bajo vientre.
–Que qué saca usted a cambio. ¿Quiere llevar una vida fácil en Cornwall?
Emma lo miró atónita ¿Pensaba que se trataba de una estratagema para quedarse con su dinero? Ella, que siempre prestaba ayuda a los demás, que no sabía lo que era ser deshonesta... Tuvo que contenerse para no abofetearlo.
–Debía haber esperado una respuesta así de mezquina de un hombre como usted –dijo acaloradamente–. Para su información, sólo he venido porque Lawrence me lo pidió y porque creo en él. Personalmente ni me impresiona su riqueza ni le pediría dinero aunque me estuviera muriendo de hambre. No todos estamos preparados para dirigir empresas millonarias. Muchos tenemos que resolver pequeños problemas diarios para sobrevivir.
–¿Se acuesta con él? –preguntó él, dejando pasar cierta curiosidad por saber a qué problemas se refería en su caso.
–¿Qué? –Emma lo miró como si acabara de acusarla de desfalco.
Piers se cruzó de brazos y la observó detenidamente, deslizando la mirada por su cuerpo y deteniéndola sobre su pecho. La reunión tendría que esperar.
–¿Mantiene relaciones sexuales con mi hijo?
–¡Cómo se atreve! ¡No es de su incumbencia! –Emma no pensaba contarle que Lawrence había intentado seducirla en numerosas ocasiones pero que ella, aunque se sentía atraída por él, no había querido dar ese salto. Por el momento, prefería seguir siendo su amiga.
Por otro lado, ya pasaban bastantes chicas por su piso. ¿Se trataría de una herencia familiar? Según Lawrence, su padre tenía fama de donjuán. Emma lo recordó en aquel momento y hubiera dado cualquier cosa por frenar su corazón cuando Piers la miró como si tratara de imaginarse qué aspecto tendría desnuda.
–Seguro que sí. Si no ¿por qué iba a abanderar su causa? No sea tan inocente, señorita Robards. Está utilizándola, y me temo que no es la primera que se deja engañar por su sibilino encanto –Piers se pasó la mano por la frente antes de sonreír de una manera que envolvió a Emma en una nube de calor–. ¿Es usted mi premio si accedo a la petición de Lawrence?
–¿Cómo? –por un instante Emma prefirió no comprender la pregunta. Le costaba creer que un hombre con el poder de Redfield se molestara en insinuarse a una vulgar chica como ella. Cuando se dio cuenta de que ésa era la única interpretación posible, se puso furiosa–. ¿Cómo se atreve a insinuar algo tan espantoso? Lawrence me advirtió de la mala opinión que tiene de él, pero nunca hubiera creído que fuera tan baja. ¿De verdad cree que su hijo haría algo tan despreciable? Y sobre todo, ¿realmente cree que yo habría accedido?
Piers la miró impasible.
–Se ve que no conoce a Lawrence tan bien como cree. Cuanto antes se dé cuenta de que está utilizándola, mejor.
–¡No me está utilizando! Lawrence y yo somos amigos. Confío en él plenamente.
–Pues le aconsejo que tenga cuidado.
Emma se dio por vencida. Estaba perdiendo el tiempo. Era evidente que Piers no tenía la más mínima intención de ayudar a su hijo. Lo que tal vez no sabía era que su actitud podía costarle cara. ¿Era consciente de que su hijo sufría una depresión crónica? Aquél no era el momento para contárselo. Era evidente que estaba impaciente porque se marchara para poder asistir a su reunión y ella no estaba dispuesta a seguir siendo interrogada sobre su vida privada.
–Que yo me acueste con Lawrence o no es lo de menos –dijo, abatida–. He venido a pedirle que hable con él y que lo ayude, no sólo económicamente. Tiende a deprimirse y eso me preocupa. Él no es tan fuerte como usted.
Piers sabía bien que su hijo tenía una vena melancólica. Había sido un niño exigente y egoísta y lo había seguido siendo en su edad adulta, comportándose como si el mundo, y sobre todo su padre, le debieran algo. Piers había perdido la cuenta de las entrevistas de trabajo que había concertado para él con sus amigos y clientes. Pero una y otra vez Lawrence le había fallado. O surgía algo más importante y se olvidaba de la entrevista o, si comenzaba a trabajar, al cabo de un par de semanas lo dejaba con la excusa de que «no era exactamente lo que buscaba». Con el tiempo, Piers había llegado a la conclusión de que su hijo no sería capaz de identificar qué buscaba ni aunque lo tuviera delante de sus narices. Por eso no comprendía qué podía atraerle a Emma Robards de él, aparte de su físico, y ésa era la razón de que le hubiera preguntado si pensaba sacar algún provecho de la situación.
–Le aseguro que Lawrence sobrevivirá. Es demasiado egocéntrico como para privar al mundo de su existencia, así que no hace falta que se preocupe por él.
–¿Eso es todo lo que tiene que decir al respecto? –la tensión hizo que a Emma se le agarrotara la espalda. No podía creer que la conversación fuera a concluir en un tono tan desesperanzador. El pobre Lawrence iba a llevarse una terrible desilusión. Antes de despedirse de ella, le había dicho que si no tenía éxito se daría por vencido. Los bancos ya no le concedían crédito. Ni siquiera el nombre de su padre servía para que le prorrogaran los préstamos que aún debía.
Piers abrió la puerta para indicar que daba la conversación por terminada. Emma sentía que las mejillas le ardían y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para contener las lágrimas. No soportaba decepcionar a un amigo. Cuando había accedido a ir a hablar con Redfield había tenido la convicción de que podía triunfar. Siempre había tenido la habilidad de llevarse bien con todo el mundo y pensaba que, por más severo que Piers pudiera ser, debía ser humano y por tanto, incapaz de abandonar a su único hijo cuando más lo necesitaba.
–No se lo tome a pecho, señorita Robards. Usted no es responsable de lo que Lawrence haga con su vida. Después de todo, es un adulto, ha tomado sus propias decisiones y debe aprender a asumir las consecuencias.
Emma no apreció ni un ápice de lástima en los fríos y cristalinos ojos de Piers. No parecía concebir la posibilidad de que su decisión fuera errónea. Ni aunque con ella abandonara a su propio hijo.
–¿No puedo hacer nada para hacerle cambiar de idea? –Emma miró a Piers implorante y éste sintió una oleada de calor recorrerle el cuerpo. Era indudable que aquella mujer tenía unos ojos maravillosos, enmarcados por unas pestañas largas y tupidas del color del caramelo fundido.
–Esa pregunta puede meterla en muchos líos, señorita Robards –dijo con voz grave.
Emma se irguió como si acabara de recibir una bofetada pero al mismo tiempo se sintió subyugada por la mirada llena de sensualidad con la que Piers la contemplaba. Sus pezones se endurecieron y tuvo que morderse el labio para contener una exclamación.
–Yo..., yo... –balbuceó, sin encontrar las palabras.
–Tome mi tarjeta –dijo Piers, con voz seductora. Y, sacando una tarjeta del bolsillo de su chaqueta, le tomó la mano y se la entregó–. ¿Por qué no me llama algún día de éstos?
Emma apartó la mirada de él para recuperar la serenidad. Estaba convencida de que si no se marchaba acabaría encontrándose en una situación embarazosa. Las cosas no estaban yendo ni mucho menos como había calculado. ¿Cómo era posible que el padre de Lawrence le estuviera sugiriendo que lo llamara en lugar de accediendo a ver a su hijo?
–Si estoy aquí es por su hijo, señor Redfield, ¿No significa eso nada para usted? Dudo que quiera que lo llame para acordar una cita con Lawrence.
Piers la miró impasible. El tono de indignación de Emma no parecía impresionarlo.
–¿Usted qué cree, señorita Robards?
–Que no merece ser padre –exclamó Emma, al tiempo que sujetaba el maletín con el brazo para romper la tarjeta y tirar los trozos al suelo.
Piers se limitó a esbozar una enigmática sonrisa que iluminó su bello rostro y se encogió de hombros.
–Si cambia de idea, ya sabe dónde encontrarme.
Emma salió al pasillo y se alejó a toda velocidad por temor a decir o hacer algo de lo que pudiera arrepentirse.
Piers volvió al escritorio y echó una ojeada distraída a su agenda. La idea de que hubiera mandado a la atractiva Emma Robards a hacer el trabajo sucio para él lo indignaba. ¿Cómo era posible que fuera capa de todo con tal de conseguir lo que quería? Piers dejó escapar una maldición al tiempo que se dejaba caer sobre el sillón y se desabrochaba el nudo de la corbata que de pronto lo estrangulaba. Las cosas entre él y Lawrence iban de mal en peor y no se le ocurría cómo mejorarlas. Lo había intentando todo, pero cada nuevo intento se había encontrado con un fracaso.
Tal vez por eso Lawrence había pretendido ablandarlo enviándole un cebo. ¿Habría pensado que no lo aceptaría? ¿Consideraba a su padre demasiado mayor como para resultarle atractivo a una bonita joven como Emma?
Al pensar en ella y en sus inocentes ojos marrones Piers sintió un erótico calor en la entrepierna y se dijo que Lawrence debía haber aprendido hacía tiempo que no había nada que le gustara más a su padre que enfrentarse a un reto.
Cómo te ha ido con el viejo? –Lawrence entró en el salón de Emma con el cabello alborotado, el torso desnudo y unos vaqueros holgados, y se dejó caer en el sofá. Sus ojos azules escrutaban el rostro de Emma con ansiedad y ésta no supo qué decir. ¿Cómo podía decirle que había fracasado cuando él la contemplaba como si fuera su única salvación?–. Al menos habrás conseguido verlo, supongo.
Con una sonrisa nerviosa, Lawrence tomó una manzana de un frutero y le dio un mordisco.
Emma frunció el ceño.
–¿Por qué no estás vestido? Estamos en noviembre, no en julio.
Lawrence se encogió de hombros.
–Acabo de ducharme. En cuanto te he oído llegar he bajado a verte.
Emma oyó pisadas en el piso de arriba y tragó saliva.
–¿Tienes contigo a una chica?
La expresión de Lawrence se ensombreció. Dejó la manzana a medio comer en el frutero y se acercó a Emma.
–No significa nada para mí. Ya sabes que estoy pasándolo mal y necesito un poco de atención, alguien a quien abrazar.
Emma no dudó en interpretar el comentario como una recriminación. Lawrence tenía que recurrir a mujeres que «no significaban nada» porque ella se negaba a acostarse con él.
Emma respiró hondo para ignorar el dolor y la desilusión que experimentó.
–Yo también tengo sentimientos y te he explicado un montón de veces que necesito tiempo. Me dices que quieres que seamos más que amigos pero te vas a la cama con otras mujeres. No te comprendo.