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Los Futbolísimos se enfrentan al misterio más grande que han conocido hasta la fecha: ¿Es posible ganar un partido de fútbol sin meter ni un solo gol? ¿Y dos? ¿Y un torneo? En ocasiones, meterse un gol en propia puerta esconde mucho más de lo que parece a primera vista.
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Mi corazón late tan deprisa que parece que me va a estallar en cualquier momento.
Nunca en mi vida he corrido tan rápido, ni siquiera cuando me dan un pase en largo y tengo que dejar atrás a los defensas y llegar al balón antes que el portero.
Llevo corriendo tanto tiempo que ya ni me acuerdo de cuando empezamos.
Siento pinchazos en las piernas y me arden los pulmones.
Pero no puedo parar.
Corre, corre, corre.
Miro hacia atrás y allí está ella. A punto de alcanzarme.
Tiene la cara roja, respira muy fuerte, está sudando y se le han puesto pelos de loca de tanto correr, pero eso ahora le da igual.
Cuando se propone algo, no hay quien la detenga.
–¡Vamos, Francisco, no pares! –me grita mi madre.
Yo la miro un segundo mientras sigo adelante.
Nunca la había visto así.
Está completamente roja del esfuerzo, pero no deja de correr.
Las madres también corren.
Yo no sabía que la mía pudiera correr tan rápido.
Acelero, pero mi madre se pone a mi altura. Ella corre como si se acabara el mundo.
Me deja atrás.
–¡¡Venga, Francisco, que no llegamos!!
La gente se va apartando a nuestro paso, y algunos se asustan y nos gritan que tengamos cuidado y que no se puede ir así por la calle.
Estamos a punto de llevarnos por delante a una señora que empuja un carrito de la compra. La mujer lo aparta en el último momento, cuando mi madre pasa a su lado.
Al echarlo a un lado, está a punto de darme a mí con el carrito. Tengo que saltar, y mi pie tropieza con una rueda. Salgo a trompicones y estoy a punto de caer al suelo, pero mi madre me agarra justo antes de que me estrelle.
–¡Perdone, señora! –dice mi madre.
Y seguimos adelante.
Levanto la cabeza y veo un enorme reloj en la fachada del edificio al que nos dirigimos. Van a dar las nueve.
No vamos a llegar.
Un grupo de niños de infantil, que van en fila cogidos de la mano, ocupan toda la acera y se ponen justo delante de nosotros.
Imposible pasar.
Damos un salto y corremos por en medio de la calle. Un taxi empieza a pitarnos.
–¿Está loca, señora? –grita el taxista–. ¡No se puede cruzar por cualquier sitio, que luego pasa lo que pasa!
Mi madre se gira y yo pienso que le va a pedir perdón también, pero en lugar de eso levanta una mano y dice:
–¡Taxista tenía que ser!
Y tira de mí y sigue corriendo.
–¡Vamos, vamos! –dice.
El claxon del taxi suena furioso varias veces, y el hombre creo que nos está insultando, pero yo no me giro, por si acaso.
Llegamos a un paso de cebra. El reloj del edificio marca las nueve menos dos minutos.
El semáforo está en rojo.
Mi madre frena en seco y me detiene poniéndome la mano en el pecho.
No pasa ni un coche, pero mi madre no me deja cruzar.
–¿Y ahora qué pasa? –pregunto yo–. ¿Podemos correr por mitad de la calle entre los coches pero no podemos saltarnos un semáforo cuando no viene nadie?
–Hay que respetar los semáforos, Francisco –me dice, muy seria.
–¡Pero si no viene nadie! –insisto yo.
–Los semáforos son sagrados –responde mi madre–. Tu padre es policía municipal, y hay mucha gente en el mundo que ha dado su vida para que existan los semáforos. Es uno de los grandes inventos de la humanidad, deberías saberlo.
–Vale –digo yo.
Y ahí nos quedamos, parados, con la lengua fuera de la carreraque nos acabamos de pegar, y esperando a que se ponga en verde un semáforo aunque no pasa ningún coche.
Cuento desesperándome los pitidos del semáforo: uno, dos tres, cuatro, pi-pi, pi-pi, pi-pi...
Cuando llego a trece... el semáforo por fin cambia de color y echamos otra vez a correr como locos.
Las nueve y un minuto.
Demasiado tarde.
Entramos en la estación de autobuses. Es enorme y está llena de gente, y nosotros seguimos corriendo sin parar.
Una familia de extranjeros con un montón de bultos apilados alrededor suyo nos miran con mala cara porque hemos estado a punto de tirar sus maletas, y nos dicen algo que no sé lo que significa.
Bajamos las escaleras mecánicas corriendo.
Mi madre va empujando y pidiendo perdón al mismo tiempo.
Le tiene que pedir perdón a mucha gente.
Por fin llegamos al piso de abajo, donde están aparcados todos los autobuses. El ruido que hacen tantos motores al mismo tiempo es tremendo, y no nos oímos.
Ella me grita:
–¡Que si has mirado qué dársena es!
–¡No tengo ni idea! –respondo yo–. ¡Lo único que he hecho ha sido correr detrás de ti!
Hay docenas de autobuses.
¿Cuál será?
Seguramente se ha ido: la salida era a las nueve, y son las nueve y un minuto y veinte segundos.
Mi madre saca su móvil, mientras buscamos desesperados.
Miro los carteles pegados en los autobuses.
Murcia, Valencia, Salamanca, Ciudad Real...
¿Dónde está el nuestro?
–No contestan –dice mi madre, y cuelga el móvil.
Seguimos avanzando por el piso de abajo, desesperados.
Son las nueve y dos minutos.
Nuestro autobús se ha ido.
Nos hemos quedado en tierra.
Pero entonces escucho una voz detrás de mí.
–¡Pakete, que no te enteras!
¡Sí!
¡Es Camuñas!
Y a su lado están Tomeo y Angustias y todos los demás...
Están dentro de un autobús.
Y nos hacen señas.
–¡Vamos que nos vamos! –dice Camuñas.
Mi madre y yo damos una última carrera y llegamos hasta la puerta del autobús.
El conductor nos mira con mala cara.
–Perdone. Es el niño, que se ha quedado dormido –dice mi madre.
Mentira y gorda.
La que se ha quedado dormida ha sido ella.
Yo casi ni he dormido.
Estaba tan nervioso con el viaje que no he pegado ojo.
Por fin subimos al autobús.
Allí nos reciben Felipe y Alicia, nuestros entrenadores.
–Ya pensábamos que no veníais –dice Alicia.
–Es que Francisco se ha dormido –insiste mi madre.
A mí me da igual lo que diga.
Hemos llegado a tiempo.
Estamos con todo el equipo.
Y nos vamos de viaje.
Cruzo una mirada con Helena, que está al fondo del autobús, en la última fila.
Y sonrío como un bobo.
El autobús por fin arranca con nosotros dentro.
Vamos a un lugar donde yo nunca he estado.
Un lugar único.
La ciudad con más rascacielos de toda Europa.
Miro el cartel que hay en la parte delantera del autobús.
Y leo: Benidorm.
Mi nombre es Francisco García Casas y voy a jugar un torneo de fútbol 7 en Benidorm.
Muchos en el equipo me llaman Pakete, y aunque al principio no me hacía gracia, ahora ya no me importa, porque me parece que es un apodo como cualquier otro.
Para el que no lo sepa, mi equipo está formado por Camuñas (el portero), Angustias, Tomeo, Marilyn (la capitana), Toni, Helena con hache, Anita, Ocho y yo.
No somos muy buenos, pero tenemos algo que no tiene ningún otro equipo: tenemos un pacto secreto.
El pacto de los Futbolísimos.
Nuestro equipo es el Soto Alto Fútbol Club.
La canción dice así:
Soto Alto, cuna de grandes campeones, Soto Alto, campo de pasiones. Desde la más tierna infancia hasta la adolescencia, Soto Alto está en nuestros corazones como un crisantemo de emociones. Por muy lejos que te encuentres, nunca te olvides: Soto Alto está contigo, Soto Alto ganará, ra-ra-ra, Soto Alto ga-na-rá.
–¿Qué os parece? –preguntó el padre de Camuñas al terminar de cantar.
Todos nos quedamos en silencio.
El padre de Camuñas estaba en el pasillo del autobús.
Por lo visto, la canción la había escrito él.
Miré a Camuñas, que estaba escondido en su asiento, sin atreverse a asomar la cabeza, avergonzado, y seguramente pensando: «Tierra, trágame».
–No está nada mal –dijo Felipe.
–Es muy... interesante –dijo Alicia.
–Si queréis, ahora podemos cantarla todos –dijo el padre de Camuñas.
–Bueno, bueno, tampoco hay que ponerse ahora a cantar todos, así de golpe –dijo mi madre–. Yo creo que lo mejor es que termines de afinarla y luego ya, si eso, pues la vamos viendo con los críos.
–Pero si está terminada –insistió el padre de Camuñas.
–Ya, ya, Quique, pero no hay que presionar a los chicos, que están cansados del viaje y a lo mejor no quieren cantar –dijo mi madre.
–Mujer, del viaje no pueden estar cansados, porque acabamos de salir hace cinco minutos de la estación.
Entonces mi madre miró a Quique, o sea al padre de Camuñas, y dijo:
–Pamplinas.
Y ahí se acabó el asunto.
Cuando mi madre dice «pamplinas», es que la conversación se ha terminado.
La verdad es que la canción era horrible.
Y cuando el padre de Camuñas la cantó en el autobús delante de todos, fue bastante ridículo y nos quedamos sin saber qué decir.
A lo mejor en otro momento habríamos empezado a reírnos.
O incluso le habríamos tirado bolas de papel y le habríamos gritado.
Pero ese día, no.
Ese día, el padre de Camuñas era nuestro héroe.
Podía hacer lo que quisiera.
Cantar una canción horrible.
O incluso algo peor.
Y nosotros no le íbamos a decir nada.
La razón es muy sencilla.
Todo aquel viaje para jugar el torneo de fútbol lo había organizado él.
Creo que ya lo he dicho, pero lo voy a repetir por si alguien no lo ha entendido todavía: estábamos en un autobús rumbo a Benidorm, para jugar un torneo de fútbol.
¡Era la primera vez que el equipo de Soto Alto participaba en un torneo!
Durante el curso jugábamos la Liga Intercentros, pero eso no cuenta porque la juegan todos los colegios de la sierra.
El torneo de Benidorm era un torneo de verdad.
Y jugaban algunos de los mejores equipos de fútbol infantiles.
Cuando ganamos el último partido de la Liga y no bajamos a segunda división, el padre de Camuñas se puso tan contento que dijo que nos iba a hacer un gran regalo a todos, algo que no íbamos a olvidar nunca.
Y el regalo fue que nos apuntó al Torneo Internacional de Fútbol Infantil de Benidorm, más conocido como el TIFIB.
El padre de Camuñas tiene una agencia de viajes en el pueblo, así que él organizó todo.
Por lo visto, el regalo era un poco extraño, porque el viaje tuvieron que pagarlo nuestros padres.
–¡Vaya morro! –dijo la madre de Anita.
–Ya te digo –añadió el padre de Angustias.
–Bueno, bueno –dijo Quique, el padre de Camuñas–. He conseguido una plaza en el torneo más importante del verano, y además el autobús y el hotel lo cobro a precio de coste. Vamos, que casi salgo perdiendo dinero con esto.
Algunos padres insistieron en que tenía mucha cara, pero como ya estábamos apuntados y a todos nos hacía tanta ilusión ir, al final decidieron pagarlo.
Después de mucho discutir, se decidió que al torneo iríamos los nueve niños del equipo; Alicia y Felipe, nuestros dos entrenadores, y en representación de los padres y para cuidarnos, mi madre y el padre de Camuñas.
En total, éramos trece.
Algunos dicen que el trece es el número de la mala suerte.
Pero yo no creo en esas cosas.
Lo que no imaginábamos es que, además de jugar al fútbol, durante el torneo íbamos a tener que resolver un misterio mucho más grande que el de los árbitros dormidos.
Algo que no era un juego de niños.
Pero vamos por partes.
Cuando llegamos a Benidorm, lo primero que hicimos fue lo que habría hecho cualquiera en nuestro lugar.
Irnos directamente a la playa.
Había más gente que en el metro a hora punta, y que en cualquier otro sitio en que yo hubiera estado antes.
Mi madre dijo:
–No os perdáis.
Y salimos todos corriendo.
La playa de Benidorm tenía una arena muy blanca y muy fina, y se veían los rascacielos enormes al fondo, y el agua estaba caliente.
Aunque teníamos tantas ganas de meternos en el mar que, si hubiera estado congelada, también nos habríamos tirado de cabeza.
Los que llegaron primero al agua fueron los más rápidos del equipo: Marilyn y Toni, que aunque se llevan fatal, entraron casi al mismo tiempo al mar.
Yo llegué el último, porque estaba cansado de la carrera de aquella mañana y ya no tenía más ganas de correr por ese día.
Y también porque tengo que tocar el agua con los dedos del pie antes de meterme. Es una manía que tengo, y mi hermano, que es de los que entran corriendo al agua y se tiran de cabeza, me dice que soy un cobarde y que parezco un niño pequeño, pero a mí me da igual. Yo toco el agua con el pie, y a quien no le guste, peor para él.
Helena se puso a mi lado. Llevaba un bañador con rayas blancas y negras que, por lo visto, se lo había traído su padre de uno de sus viajes a África. Me miró al verme con el dedo gordo del pie dentro del agua.
–¿Te da miedo, o qué? –me preguntó.
Me lo dijo sonriendo.
Le miré a los ojos y me acordé de la noche en que nos dimos un beso. Ya he dicho que Helena tiene los ojos más grandes del mundo y cuando te mira parece que te puede leer el pensamiento.
Una noche, en el campo del fútbol, me había dado un beso.
Si tuviera que escribir mi biografía, como los futbolistas o los actores que publican un libro y cuentan todo lo que les ha pasado, diría que esa fue la mejor noche de mi vida. Aunque tal vez a la gente no le interesaba esa parte de los besos y preferían que contara mis historias como futbolista.
No les culparía por ello.
Por suerte no tengo que elegir entre el beso de Helena y el fútbol, porque sería una decisión muy difícil.
Helena estaba a mi lado y me miraba con sus ojos gigantescos y pensé que a lo mejor nunca más me daba un beso, y que lo de aquel día había sido una excepción, un beso visto y no visto, por así decirlo.
Entonces, de repente, pasó entre nosotros como un huracán y nos golpeó a los dos al mismo tiempo.
–¡¡¡Voyyyy!!! –gritó Tomeo, que era el que había pasado a nuestro lado gritando.
Tomeo es el más grande y también el defensa central del equipo, y le encanta el agua, como a los elefantes.
Se tiró en plancha sobre todos los que estaban ya en el mar, y hundió a cuatro al mismo tiempo: Angustias, Camuñas, Anita y Ocho.
El socorrista de la playa se acercó y nos llamó la atención.
–Mucho cuidado con las ahogadillas y las tonterías –dijo.
Y se quedó en la orilla sin quitarnos ojo.
–¿Has visto qué guapo es? –le dijo Marilyn a Helena, y a ella le dio la risa floja, y cuando yo le iba a preguntar a Helena que si se metía al mar conmigo, Marilyn tiró de ella, y se fueron juntas a seguir hablando de sus cosas, y no dejaban de mirar al socorrista, que estaba muy moreno y llevaba un bañador naranja que yo creo que se podía ver desde varios kilómetros a la redonda.
Me entraron ganas de decir que yo no tendré músculos ni mediré un metro ochenta y ni siquiera estaba moreno porque no llevaba ni cinco minutos en la playa, pero que yo tenía otras muchas cosas... Cosas que ahora no vienen a cuento y que no voy a decir porque no me da la gana, pero que son mucho más importantes.
–Todos dicen que Helena te utiliza como un pelele.
Me giré.
Y allí estaba Toni.
El superchulito.
Acababa de salir del agua, estaba empapado, y se echó el pelo hacia atrás.
–Eso es lo que dicen –añadió.
–No sé a qué te refieres –respondí yo.
–Ya, bueno, a mí me da igual –dijo él–, pero tienes que tener cuidado, porque la gente empieza a decir que una chica te gusta mucho y que ella no te hace ni caso, y antes de que te des cuenta, todo el mundo se está riendo de ti.
–Hummmmm –dije.
Nuestros compañeros estaban ahí delante, tirándose contra las olas.
Toni me dijo:
–Tú verás, lo digo por tu bien.
Y él también se metió al agua.
Toni era el más chulito del equipo, aunque también era el que más goles metía. Nadie se llevaba bien con él, y además estaba claro que le gustaba Helena.
Pero aun así, lo que dijo no me hizo ninguna gracia.
Es verdad que últimamente Helena estaba muy rara.
Se reía mucho.
Y seguíamos siendo muy amigos.
Pero después de lo del beso, algo había cambiado.
No sé explicarlo muy bien.
Es como si ya no tuviéramos tanta confianza como antes.
O como si ella no quisiera quedarse a solas conmigo.
No lo entiendo.
Estaba pensando en todo eso, y mirando a Helena y Marilyn que seguían cuchicheando, cuando alguien me empapó.
–¡Vamos, Pakete, que estás alelado!
Era Camuñas.
Como siempre.
Me salpicó y me dijo que me metiera de una vez.
Salí corriendo detrás de él.
Y por fin me metí en el mar.
Por un momento, me olvidé de todo.
Helena.
Los besos.
Toni.
El fútbol.
El torneo.
Todo desapareció de mi mente.
Solo estaban las olas y yo.
Y la verdad es que estuvo muy bien.
Estuve un buen rato flotando en el mar.
Hasta que apareció él.
El francés.
Era como los chicos que salen en los anuncios de la tele.
Rubio, sonriente, con los dientes muy blancos y los ojos azules, un bañador superguay, y más alto que yo.
Tenía doce años y todas las chicas le miraban como tontas mientras Helena hablaba con él.
En francés.
Un momento: ¡Helena hablaba francés!
¿Cuándo había aprendido?
En el colegio estudiamos inglés.
¿Por qué sabía ella francés?
Además, no paraba de reírse. Mucho. Parecía que todo lo que le decía el francés fuera muy divertido. No lo sé, pero a lo mejor cuando dices una tontería en francés suena mucho más graciosa.
Siguió hablando con él como si le conociera de toda la vida.
–¿Se puede saber quién es ese? –pregunté yo.
–No lo sé, pero es muy guapo –dijo Camuñas.
–¿Y tú qué sabes si es guapo? –dije.
–Salta a la vista –dijo–. Y encima es francés.
–Ya, ya –dije yo.
–Mira cómo le toca –dijo Tomeo.
–Pero qué dices...
Tomeo tenía razón. Cada vez que decía algo, Helena y él se daban toquecitos en el brazo o en el hombro. Y se reían cada vez más fuerte.
–No le está tocando. Le está dando golpes en el brazo porque... –dije yo–, porque en Francia es una costumbre que tienen.
–¿Tocar a los chicos guapos? –preguntó Camuñas.
–Esto va a terminar mal, lo veo venir –dijo Angustias.
El que faltaba.
–¿Por qué va a terminar mal? –pregunté–. Aquí lo único que pasa es que Helena es muy educada y ha visto a un extranjero que está solo y le está saludando.
–Ya –dijo Camuñas.
Entonces apareció Toni y se puso a nuestro lado.
–¿Pero habéis visto eso? –dijo.
–¿El qué? –pregunté yo haciéndome el distraído.
–Pues qué va a ser: Helena con el franchute ese.
–No me había fijado –dije.
–Yo sí –dijo Camuñas–. Es el chico más guapo que he visto en mi vida.
–Y dale –dije.
–¿Pero es que no sabéis quién es? –preguntó Toni.
–Pues un francés que está en la playa.
Toni meneó la cabeza.
–Es Luccien –dijo.
Todos le miramos intentando entender.
–Luccien, la estrella del Cronos.
¿¡Qué!?
Vamos por partes.
El Cronos es el mejor equipo infantil de fútbol del mundo.
Y Luccien era el niño futbolista más famoso de todos los tiempos.
Había salido en la portada de France Futbol con Messi.
Había batido todos los récords de goles.
Y se decía que ya tenía firmado un contrato millonario con el Manchester United para cuando cumpliera quince años.
¡Aquel rubio era Luccien!
–Esto va a terminar fatal –dijo Angustias.
Sin decir nada más, nos quedamos mirando a Helena, que seguía hablando con él.
Entonces llegó un hombre también rubio, alto, con gafas de sol, que parecía muy enfadado.
Agarró a Luccien por el hombro y empezó a decirle cosas muy rápido y muy alto, y en francés, así que no entendimos nada.
El chico dejó de sonreír y bajó la cabeza.
Después, Luccien le dijo algo a Helena y se marchó con el hombre.
Ella se quedó mirando cómo se alejaba.
Luego se dio la vuelta y vino caminando hasta donde estábamos nosotros.
–¿Qué hacías hablando con Luccien? –preguntó Toni.
–Es muy majo –dijo Helena.
–Y muy guapo –añadió Marilyn.
–Ya te digo –dijo Camuñas.
Helena se rio.
–Se ha tenido que ir porque tenía que hacer una entrevista en el hotel –dijo–. Pero le veremos mañana en la inauguración.
–¿La inauguración de qué? –pregunté.
–Pues de qué va a ser –dijo ella–. En la inauguración del torneo. El Cronos es el primer equipo en jugar.
En ese momento nos quedamos todos sin habla.