1,99 €
"Era un niño, de ojos oscuros y mirada seria, con una marca de nacimiento en el cuello —una baya de marrón cálido— y con un rostro gentil, demasiado tranquilo y atento para su corta edad. Los zapatos desgastados; los calcetines gruesos sujetados en las rodillas; los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones en el costado; la playera de marinero; la vieja gorra abollada y deformada, colocada de costado en la parte superior de la cabeza que era como un cuervo; la vieja y sucia bolsa de lona colgada del hombro, vacía ahora, pero esperando las crujientes y arrugadas hojas de la tarde —estas amigables y desgastadas prendas, moldeadas por Grover, lo expresaban a él. Se dio la vuelta y pasó por el lado norte de la plaza y en ese momento vio la unión entre el Siempre y el Ahora". Grover comienza este corto relato rescatando del pensamiento ese sentimiento de eternidad que se puede encontrar en lo cotidiano: la plaza que frecuentamos, la ropa que usamos, las cosas que deseamos. El niño perdido es una novela biográfica donde Wolfe nos presenta a Grover, un hermano mayor que tuvo, pero que fallece a los doce años. Dividido en cuatro partes y narrado con cuatro voces diferentes, podemos escuchar la melancolía derramada por la añoranza de aquel miembro de la familia que los dejó a mitad de camino.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
El niño perdido (1937)Thomas Wolfe
Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Mayo 2024
Imagen de portada: Ana Gabriela LeónProhibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Primera parte
Segunda parte
Tercera parte
Cuarta parte
La luz venía y se iba y volvía de nuevo, los golpes atronadores de las tres en punto sonaban a través del pueblo con bronce tumultuoso desde la campana del palacio de justicia, los vientos suaves de abril soplaban la fuente, haciendo sábanas de arcoíris, hasta que la pluma regresaba y pulsaba, mientras Grover entraba en la Plaza.
Era un niño, de ojos oscuros y mirada seria, con una marca de nacimiento en el cuello —una baya de marrón cálido— y con un rostro gentil, demasiado tranquilo y atento para su corta edad. Los zapatos desgastados; los calcetines gruesos sujetados en las rodillas; los pantalones cortos, rectos, con tres pequeños e inútiles botones en el costado; la playera de marinero; la vieja gorra abollada y deformada, colocada de costado en la parte superior de la cabeza que era como un cuervo; la vieja y sucia bolsa de lona colgada del hombro, vacía ahora, pero esperando las crujientes y arrugadas hojas de la tarde —estas amigables y desgastadas prendas, moldeadas por Grover, lo expresaban a él. Se dio la vuelta y pasó por el lado norte de la plaza y en ese momento vio la unión entre el Siempre y el Ahora.
La luz venía y se iba y volvía de nuevo, la gran pluma de la fuente palpitaba y los vientos de abril envolvían por toda la plaza una suave gasa de humedad. Los caballos del cuerpo de bomberos repiquetearon en el suelo de madera, muy casualmente, y sacudieron sus limpias y ordinarias colas.
Los tranvías entraban en la plaza desde todas las direcciones y se detenían brevemente, como juguetes rotos, en su vieja y conocida formación en ocho, cada cuarto de hora. Al otro lado, un carro tirado por un caballo raquítico, traqueteaba sobre los adoquines, frente a la tienda del padre de Grover. La campana del Palacio de Justicia anunció su solemne advertencia de que ya eran las tres. Y todo siguió exactamente igual, como siempre.
Grover observó con ojos serenos el angustioso entresijo de formas, la deteriorada amalgama de piedra y ladrillo, la mezcla de arquitecturas mal conjugadas que componía el diseño de la plaza, pero no se sintió perdido. Pues, “he aquí —pensó— la plaza como siempre ha sido, la tienda de papá, el cuerpo de bomberos, el ayuntamiento, la fuente palpitando con su surtidor, la luz que viene y va y viene de nuevo, el viejo carro que pasa traqueteando, el caballo raquítico, los tranvías que llegan y se detienen un cuarto de hora, la ferretería en la esquina, y junto a ella la biblioteca, con su torre y sus almenas a lo largo del tejado como si se tratara de un castillo antiguo, la hilera de viejos edificios de ladrillo en este lado de la calle, la gente que pasa y los carros que van y vienen, la luz que llega y cambia y que siempre vuelve y vuelve, y todo lo que viene y va y cambia en la plaza para que ésta siga siendo exactamente igual”. Pensó: “He aquí la plaza que nunca cambia, que siempre seguirá igual. He aquí el mes de abril de 1904. He aquí la campana del Palacio de Justicia y las tres de la tarde. Y aquí está Grover, con su bolsa de papel. Aquí está el viejo Grover, que está a punto de cumplir los doce años, he aquí la plaza que nunca cambia, aquí está Grover, aquí está la tienda de su padre y aquí está el tiempo”.
Pues eso le parecía el pequeño centro de su pequeño universo, producto de la mampostería accidental de veinte años, de la aglomeración azarosa de tiempo y propósitos truncados. Para él, en su interior, era el pivote del planeta, el núcleo granítico de la inmutabilidad, el lugar eterno donde todo confluía y pasaba, aquello que duraría para siempre y que nunca cambiaría.
Pasó junto a la vieja casucha de madera de la esquina —aquella trampa inflamable donde S. Goldberg tenía su puesto de salchichas—, al lado estaba la tienda de Singer, con su reluciente exposición de máquinas nuevas y su fascinante calendario: los tremendos edificios de un rojo vibrante; el césped de un verde asombrosamente intenso; el adorable tren de carga con locomotora que parecía de juguete mientras serpenteaba por entre la perfección de miniatura de la campiña; la enorme cisterna del agua, y el prado verde por todas partes. Delante de la fábrica había fuentes juguetonas y espléndidos bulevares repletos por el tráfico de centelleantes carruajes: orgullosos coches de dos asientos tirados por briosos caballos de cuello arqueado, que conducían cocheros provistos de chistera y que disfrutaban encantadoras señoritas con sombrilla.
Era un lugar adorable y Grover se sentía feliz con sólo mirarlo. Podía ser Nueva Jersey, Pennsylvania, Nueva York. Un lugar en el que nunca había estado, pero donde la hierba crecía más verde y los ladrillos eran más rojos, donde el tren de carga y la cisterna, además de los orgullosos caballos, en aquella espléndida simetría, incluyendo la naturaleza, superaban cualquier cosa que él hubiera visto jamás y le producían una agradable sensación. Era el Norte, el Norte, el reluciente y encantador Norte, el Norte de hierba verde, el establo rojo y las casas perfectas. El plácido y simétrico Norte, donde incluso los trenes de carga y las máquinas siempre parecían recién pintados. Era el Norte, donde incluso los obreros de las fábricas llevaban un reluciente mono azul tan adornado como el uniforme de un soldado; donde hasta los ríos eran azules como zafiros, donde no se veía un solo borde sin pulir en parte alguna. Era el Norte, el perfecto, lustroso, feliz y simétrico Norte. Era el Norte, la tierra de su padre, adonde iría algún día. Se detuvo un momento para mirar otro escaparate. Aquel paisaje fastuoso y tan bien fotografiado lo llenó, como siempre, de una sensación de confort y expectativas.
También observó la brillante perfección de las máquinas de coser. Las observó y las admiró, pero no sintió alegría. Las máquinas lo deprimieron. Le evocaron el murmullo industrioso de las labores domésticas y las mujeres cosiendo, el entrevero de la puntada y la trama, el misterio del estilo y el patrón, el recuerdo de las mujeres inclinadas sobre el destello de una aguja, el telar a pedal y su runrún persistente. Sabía que en todo ello había cierto misterio que él nunca podría develar. No podía entender por qué las mujeres disfrutaban tanto con ello. Era un trabajo femenino, algo que provocaba en él una mezcla de aburrimiento y vaga tristeza, además de un calambre de horror pasajero, pues sus ojos siempre se precipitaban en dirección a la aguja brillante, aquella aguja que daba puntadas hacia arriba y hacia abajo, tan rápido que el ojo nunca podía seguirla. Y luego recordaba cómo su madre le contó que una vez se había atravesado el dedo con la aguja y, siempre, cuando pasaba delante de aquel lugar, le venía aquello a la mente y, por un instante, estiraba el cuello y apartaba la mirada.