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Trabajar para el arrogante multimillonario Torre Romano era la peor pesadilla de la tímida Orla. No había olvidado el terrible golpe que le supuso que la rechazara. Por desgracia, su traicionero cuerpo no había olvidado el intenso placer que se habían proporcionado mutuamente. Viajar al extranjero con él y trabajar hasta altas horas de la noche era una sensual tortura, sobre todo porque Torre parecía dispuesto a tentarla para que volvieran a jugar con fuego.
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Seitenzahl: 187
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Chantelle Shaw
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El placer de tenerte, n.º 2642 - agosto 2018
Título original: Hired for Romano’s Pleasure
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-674-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
NO ENTIENDO por qué has invitado a la hija de tu exesposa a tu fiesta de cumpleaños.
Torre Romano no ocultó su enfado al dejar de mirar por la ventana del despacho de Villa Romano y volverse hacia su padre. Unos segundos antes disfrutaba de la magnífica vista de la costa de Amalfi, aunque, en su opinión, las vistas de su casa de Ravello eran mejores.
Pero el anuncio de su padre había reavivado los complicados sentimientos que Orla Brogan despertaba en él. Todavía.
–He invitado a mi hijastro –observó Giuseppe–. ¿Por qué no iba a invitar a mi hijastra?
–Lo de Jules es distinto. Vino a vivir aquí con su madre cuando era un niño y tú eres el único padre que ha conocido. Pero apenas me acuerdo de Orla –afirmó Torre apartando la vista de su padre, frustrado porque no era verdad–. Solo la vi hace ocho años, cuando te casaste con su madre, matrimonio que solo duró unos años. Sé que Orla venía aquí a visitar a Kimberly, pero yo no debía de estar, porque no volví a verla.
La imagen de Orla debajo de él apareció en su mente, con su pelirrojo cabello extendido sobre la almohada. Por increíble que pareciera, se excitó. ¿Cómo podía seguirle afectando, después de tantos años, alguien con quien había pasado una sola noche?
Lo cierto era que Orla era la única mujer que le había hecho perder el control. Ocho años antes, una sola mirada había bastado para que desapareciera la promesa que se había hecho de no dejarse guiar, como su padre, por la lujuria.
–Orla no ha vuelto por aquí desde que, hace cuatro años, su madre me abandonara y contratara a un abogado especializado en divorcios –comentó Giuseppe, compungido–. Sin embargo, sigo teniéndole afecto, por lo que me alegra que mis dos hijastros vengan a celebrar conmigo mis setenta años. No sé si Jules aprovechará la ocasión para anunciarnos algo.
–¿El qué?
–Que piensa casarse con Orla. No pongas esa cara de sorpresa. Estoy seguro de que te había dicho que Jules la ve desde que se trasladó a Londres a trabajar en la sucursal de ARC, hace unos meses. Se ha dado cuenta de que siente por ella algo más que amistad. Puede que sea significativo que Orla haya aceptado mi invitación y venga con él. Me encantaría que mis dos hijastros de mis dos último matrimonios se casaran. Pero lo que más me gustaría, Torre, es que tú eligieras esposa y me dieras un heredero.
Torre reprimió su impaciencia y se dirigió a la puerta. No quería discutir con su padre por seguir soltero a los treinta y cuatro años. Pensaba continuar así muchos años. Pero entendía que, debido a un susto reciente relacionado con su salud, Giuseppe se hubiera puesto a pensar en el futuro de la empresa de construcción familiar Afonso Romano Construzione, conocida como ARC.
Sabía que su padre estaba deseando tener un heredero, por lo que suponía que, un día, tendría que cumplir con su deber y casarse con una mujer que compartiera sus intereses y valores. Pero, a diferencia de su padre, no iba a dejarse llevar por el corazón ni las hormonas.
Torre quería a su padre y admiraba su vista para los negocios, que había convertido ARC en la empresa constructora más importante de Italia. Pero la vida personal de Giuseppe era menos admirable. Había sido infiel de forma habitual a su segunda esposa, Sandrine, madre de Jules, y su incapacidad para resistirse a las innumerables jóvenes atraídas pos su riqueza lo había convertido en objeto de mofa en la prensa.
Ocho años antes, el interés de los paparazi por la vida privada de Giuseppe se había disparado al enamorarse de Kimberly Connaught, una antigua modelo. A los pocos meses de conocerla, Giuseppe se divorció de Sandrine y se casó con ella.
Ni siquiera Torre fue invitado a la boda secreta de su padre, y había conocido a su madrastra en la fiesta que Giuseppe dio para celebrar la boda.
Torre se dio cuenta inmediatamente de que Kimberly era una cazafortunas y no entendía que su padre fuera tan estúpido. Pero, en aquella fiesta, conoció a una pelirroja angelical, y su creencia de ser mejor que su padre se derrumbó.
–Me sorprende que te alegre la posibilidad de que Jules y Orla se casen –dijo a Giuseppe–. Hace un mes, cuando estuve en Inglaterra, la prensa hablaba de la posibilidad de que ella hubiera llegado a un acuerdo de divorcio millonario con su exesposo, al que había tardado un año en dejar. Se diría que Orla ha heredado la tendencia de su madre a casarse con hombres ricos para divorciarse de ellos –comentó Torre con sarcasmo–. Si Jules está en su punto de mira, que Dios lo ayude.
–No me creo todo lo que publican los periódicos y, desde luego, no creo que a Orla le interese el dinero de Jules. Me he dado cuenta de que la tienes en muy mal concepto, a pesar de que dices que no la recuerdas. ¿Ocurrió algo entre vosotros hace años? Recuerdo que Orla volvió precipitadamente a Inglaterra al día siguiente de la fiesta diciendo que el curso universitario comenzaba.
–Por supuesto que no ocurrió nada –dijo Torre riéndose al tiempo que evitaba mirar a su padre. Era frustrante no haber podido borrar su recuerdo por completo. Otras mujeres entraban en su vida y salían de ella sin afectarlo, por lo que no entendía la inquietud que se había apoderado de él al saber que Orla iría a Amalfi.
–Solo me preocupa que Jules no haga el ridículo. Ya sabes que es un soñador –dijo en tono despreocupado antes de salir del despacho.
¡Maldita fuera la pelirroja hechicera que lo había embrujado ocho años antes! Menos mal que había recuperado el sentido a la mañana siguiente. De momento, ya tenía bastante con que su padre hubiera decidido jubilarse y le hubiera nombrado presidente y consejero delegado de la empresa.
Y Torre estaba dispuesto a hacerlo tan bien como su padre y su abuelo.
Su pasión por la Ingeniería lo había llevado, después de haber acabado la carrera, a visitar los proyectos de construcción de ARC en todo el mundo. Le gustaba el trabajo y la libertad que le proporcionaba y no le hacían gracia las restricciones que conllevaría inevitablemente la dirección de la empresa.
Además, tenía que reconocer que estaba un poco nervioso ante la perspectiva de suceder a su padre. Lo único que le faltaba era ver a Orla de nuevo y recordar el vergonzoso error que había cometido ocho años antes.
Si su hermanastro se había enamorado de Orla, le deseaba suerte. Pero, inexplicablemente, seguía de mal humor y sintió la urgente necesidad de salir. Mascullo una maldición antes de agarrar las llaves del coche de la mesa del vestíbulo y dirigirse al vehículo, aparcado frente a la casa.
Había poco tráfico en la carretera de la costa entre Sorrento y Salerno, famosa por sus cerradas curvas. Orla estaba contenta de que Jules se hubiera ofrecido a conducir porque así podía ir disfrutando de la vista espectacular de las aguas color turquesa del mar Tirreno.
Pero la tranquilidad se vio repentinamente interrumpida por el rugido de un coche que se les acercaba. Orla miró hacia atrás y vio un deportivo de color rojo que se aproximaba al coche que habían alquilado en el aeropuerto de Nápoles y que los acabó adelantando en una curva. Orla contuvo la respiración creyendo que acabaría cayendo por el acantilado, pero, en cuestión de segundos, el deportivo desapareció en la distancia.
–Ahí va mi hermanastro en su nuevo juguete –murmuró Jules–. Se dice que es el coche más rápido y caro del mundo. Las dos pasiones de Torre son los coches y las mujeres.
A Orla se le encogió el estómago al oír aquel nombre. No le había dado tiempo a reconocer al conductor. Estuvo a punto de decir a Jules que diera media vuelta y la llevara de nuevo al aeropuerto o a cualquier otro sitio, lejos del hombre que llevaba ocho años persiguiéndola en sueños.
«Ya basta», se dijo. Había consentido que el estúpido error que había cometido al pasar una noche con Torre llevara acosándola mucho tiempo. Pero tenía veintiséis años y ya no era la ingenua muchacha de dieciocho años que se había vestido a toda prisa y había huido de la habitación mientras él se burlaba diciéndole que era una cazafortunas como su madre.
En los años siguientes, había sobrevivido a un esposo maltratador, así que sobreviviría si volvía a ver a Torres, ya que se daría cuenta de que lo que había sentido por él ocho años antes había sido el capricho de una adolescente.
Diez minutos después, al entrar por la verja de Villa Romano, el deportivo rojo ya estaba allí, pero no había señal alguna del conductor. Jules aparcó y, al abrir la puerta, Orla sintió el intenso calor exterior. Agarró la pamela que estaba en el asiento trasero, ya que sabía que se quemaría o que le saldrían pecas si le daba el sol en el rostro. La blancura de su piel y el cabello pelirrojo eran herencia de la familia irlandesa de su padre.
Se recogió el cabello y se puso la pamela. En su primera visita a la costa de Amalfi, un mes antes de cumplir diecinueve años, Orla se había enamorado del paisaje y de la intensidad de los colores: el rosa de la buganvilla, el verde oscuro de los cipreses y el azul del mar que rodeaba el acantilado en que Villa Romano se había erigido dos siglos antes.
Había ido allí por primera vez cuando su madre se convirtió en la tercera esposa de Giuseppe Romano, el multimillonario que poseía la mayor empresa constructora de Italia. Pero el matrimonio, como casi todos los de Kimberly, no había durado, por lo que Orla no había vuelto a Villa Romano desde que su madre regresó a Londres a gastarse el dinero que había conseguido con el divorcio.
Al recibir la invitación al cumpleaños de Giuseppe pensó en poner una excusa para no ir. Pero sentía cariño por su padrastro, que siempre la había recibido muy bien cuando había ido de visita y con el que había mantenido el contacto después del divorcio.
Cuando Jules le propuso que fuera a Amalfi con él, Orla decidió que había llegado el momento de enfrentarse a sus temores, que debía volver a ver a Torre para poder superarlos y seguir con su vida.
Un empleado de la casa salió a saludarlos. Jules fue a hablar con él mientras Orla contemplaba los hermosos jardines.
–Parece que hay cierta confusión sobre las habitaciones que nos han asignado –le dijo Jules al volver a su lado–. Han llegado inesperadamente unos parientes lejanos de Giuseppe, por lo que Mario no está seguro de adónde llevar nuestro equipaje. Voy a hablar con el ama de llaves para ver qué pasa.
–Voy enseguida. Quiero estirar las piernas.
–Muy bien, pero ve por la sombra. No estás acostumbrada al sol italiano, chérie.
Orla sonrió mientras observaba a Jules dirigirse a la casa. Era francés de nacimiento y siempre se había mostrado encantador con ella cuando iba a Villa Romano, a pesar de que Kimberly había sido el motivo de que Giuseppe se divorciara de su madre.
Jules había seguido teniendo buenas relaciones con su padrastro, que, seis meses antes, le había ofrecido el puesto de contable en la sucursal inglesa de ARC. Orla vivía en un apartamento no lejos de las oficinas de la empresa, después de haberse visto obligada a vender el lujoso piso de su madre para pagar las deudas de Kimberly.
Jules y ella cenaban juntos una o dos veces por semana y se habían hecho buenos amigos mientras ella lidiaba con los graves problemas de salud de su madre.
Al mismo tiempo, la prensa sensacionalista había vilipendiado a Orla por haber recibido, supuestamente, una enorme cantidad de dinero al divorciarse de su esposo. Lo cierto era que no había pedido ni recibido un céntimo de David, lo cual no había sido impedimento para que los periódicos especularan sobre cuánto había «ganado» tras diez meses de matrimonio.
No, no iba a pensar en el pasado. Por fin se había librado de David y, en cierto sentido, su desastroso matrimonio la había fortalecido. No volvería a dejarse controlar por un hombre.
Se acercó al coche deportivo, atraída por su elegancia. Era un vehículo que prometía emociones fuertes y peligro. Pero ella no deseaba emociones fuertes. Había creído que casarse con David le proporcionaría la seguridad que llevaba toda la vida anhelando. Pero la había visto peligrar cuando David bebía. Su estado de ánimo cambiaba instantáneamente y perdía los estribos.
Una expresión de dolor atravesó su rostro al pasarse los dedos por la cicatriz que tenía desde la ceja al nacimiento del cabello. Llevaba el cabello con raya a un lado para taparla, además de maquillársela para disimularla.
Sin embargo, siempre estaría ahí para recordarle su error de juicio y su decisión de no volver a confiar en un hombre.
Nunca le había contado a nadie el maltrato físico y psicológico al que se había visto sometida en su matrimonio con un jugador profesional de críquet inglés. David era muy popular entre sus seguidores y los medios de comunicación por su carácter afable en el campo y en las entrevistas. Orla estaba segura de que nadie creería que tenía problemas con la bebida ni que el alcohol lo convertía en un monstruo agresivo.
La prensa la había acusado de partirle el corazón y arruinar su carrera cuando lo había abandonado, días antes de que el equipo inglés de críquet jugara contra Australia un importante partido. Inglaterra había perdido y David había dejado de ser el capitán del equipo. En una entrevista había echado la culpa a su mujer de su pésimo rendimiento en el juego por haberlo abandonado.
A Orla le había resultado fácil creerse culpable de los problemas de la relación entre ambos, ya que David no dejaba de minarle la seguridad en sí misma y de hacerla creer que era un inútil. Tuvo que agredirla físicamente para que ella dejara de fingir que todo iba bien y reconociera que ya no sentía nada por él. Si seguía con él, temía que la vez siguiente la matara.
Recuperar el control de su vida había sido duro, pero Orla había descubierto que poseía una enorme voluntad de supervivencia. Volver a Villa Romano sabiendo que Torre estaría allí era otro paso que la alejaba de la muchacha llena de sueños románticos que había sido. Ya era una mujer independiente.
–Es precioso, ¿verdad?
Ella había oído aquella voz innumerables veces en sueños, pero en aquella ocasión era real, por lo que el corazón le dio un vuelco. La última vez que había visto a Torre tendría veinticuatro o veinticinco años, así que, se dijo, ahora, con treinta y pocos, habría empezado a quedarse calvo y le habría salido barriga.
Animada por ese pensamiento, se volvió a mirarlo y sus ojos se enfrentaron a los grises brillantes de él. Ocho años antes, Torre era tan increíblemente guapo que podía haber sido modelo de revista. Ahora lo era incluso más de lo que recordaba Orla, y su masculinidad y sensualidad le aceleraron el pulso.
Se percató, demasiado tarde, de que debiera haber hecho caso de su instinto y haberle dicho a Jules que la llevara de vuelta al aeropuerto. Pero había dejado de creer en los cuentos de hadas y en el príncipe azul que la rescataría y protegería. Había aprendido, con mucho dolor, que la única persona que la protegería era ella misma, por lo que se alegró de que la voz le sonara fría al contestarle.
–Hola, Torre. Jules ha dicho que eras tú el que nos ha adelantado en la carretera de la costa, conduciendo como un lunático.
Él sonrió mostrando la blancura de su dentadura, que contrastaba con el bronceado de su piel. Orla, sorprendida, reconoció que la sensación que experimentaba en la pelvis era deseo, cuando había creído que David había acabado con él. Era desconcertante notar que seguía vivo y coleando, y un desastre que hubiera sido Torre quien lo había despertado.
Recordó la boca de él en la suya, la dulzura del primer beso. Él se había adueñado de todo lo que ella le había ofrecido con una ingenuidad que, ocho años después, le daba ganas de llorar. Le había arrebatado su inocencia y, después, la había aplastado como si fuera un insecto.
–Conducía deprisa, pero me conozco la carretera como la palma de la mano. Además, un poco de peligro da sabor a la vida –dijo él avanzando hasta detenerse muy cerca de ella.
–No me lo parece. Creo que es estúpido arriesgarse de forma innecesaria –contestó ella alzando la barbilla para mirarlo directamente al rostro.
Se dio cuenta de que era más alto de lo que recordaba. Se preguntó por qué sentía la necesidad de desafiarlo, cuando era tan peligroso. Lo más sensato sería alejarse de él, pero no podía moverse, fascinada por él. Ni siquiera lo hizo cuando Torre extendió la mano y le quitó las gafas de sol.
–Tienes los ojos del color que recordaba: avellana moteado de verde –murmuró.
Ella notó lo agitado de su respiración y tuvo la certeza de que él oiría los atronadores latidos de su corazón. Llevaba un mes preparándose para aquel encuentro con Torre y se había imaginado que ella se comportaría de forma fría y desdeñosa, en tanto que él se mostraría contrito y arrepentido por haberla rechazado años antes.
Pero su cuerpo no seguía aquel guion. Estaba mareada, lo cual podía ser una reacción al calor, se dijo a sí misma. Más difícil de explicar era el cosquilleo que sentía en los pezones, que se los estaba endureciendo. Rogó que no se le notara bajo la tela del vestido.
–Perdona –dijo quitándole las gafas y volviéndoselas a poner–. Me sorprende que recuerdes el color de mis ojos. Yo apenas recuerdo nada de ti.
Él no pareció molestarse por sus palabras, ya que sonrió de oreja a oreja.
–Entonces, es una suerte que nos hayamos reencontrado –murmuró.
–¿Por qué? –le espetó ella–. Lo que sí recuerdo es que no encontrabas el momento de perderme de vista después de haber pasado la noche juntos.
Torre pareció no haberla oído y la oscura intensidad de su mirada aumentó la sensación alojada en la pelvis de Orla hasta el punto de que sintió el impulso de apretarla contra la de él. Se humedeció los labios con la lengua, movimiento que pareció fascinar a Torre.
–Eras bonita a los dieciocho. Pero ahora… Dio! Eres increíblemente hermosa.
Orla lo miró y se quedó deslumbrada, como si estuviera mirando directamente al sol. Su atractivo sexual la hizo temblar. En los años transcurridos, sus rasgos se habían endurecido, pero sus labios seguían siendo igual de sensuales y estaba segura de que su cabello negro sería igual de sedoso si le introducía los dedos.
El aire en torno a ellos se había inmovilizado, cargado de una tensión que amenazaba la compostura de Orla. No podía apartar la vista de Torre, de su boca, demasiado cercana a la suya, a pesar de que no se había movido.
–La gente cambia –masculló él.
–¿A qué te refieres?
Él se le acercó más y ella aspiró el olor familiar de su loción para después del afeitado. Volvió a sentirse mareada y extrañamente desconectada de la realidad.
–Orla –dijo él en voz baja y con una urgencia que penetró en ella y causó una tormenta en su interior.
Nada la había preparado para aquella tensión sexual que estallaba entre ambos. Se sentía atraída hacia él como si una cuerda invisible los rodeara y se fuera apretando lentamente en torno a ellos. El corazón se le desbocó cuando Torre acercó su boca a la de ella y su cálido aliento le rozó los labios.
CREÍ QUE ibas a entrar, Orla.
La voz de Jules la devolvió de golpe a la realidad y se apartó bruscamente de Torre. Menos mal que iba a comportarse con frialdad, se dijo con sorna. Habían bastado unos segundos a su lado para lanzarse prácticamente a sus brazos. Por suerte, la interrupción de Jules había impedido que hiciera el ridículo.
–No he encontrado al ama de llaves, así que, de momento, he dejado el equipaje en el guardarropa de las visitas –explicó Jules–. Hola, Torre –estrechó la mano de su hermanastro–. Me alegro de verte.
Jules pasó el brazo por los hombros a Orla. Ella sabía que era un gesto amistoso, pero le pareció extrañamente posesiva la forma en que la atrajo hacia sí. Miró a Torre y vio que había entrecerrado lo ojos y que sus labios dibujaban una fina línea, pero tal vez fueran imaginaciones suyas, ya que sonrió a Jules.