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No era el cuento de hadas que parecía. El mundo entero se creía la historia de amor entre Alyse Barras y el príncipe Leo de Maldinia, pero todo era una farsa calculada hasta el mínimo detalle. Resignada a vivir una mentira, Alyse solo esperaba que su vergonzoso secreto jamás saliera a la luz. A pesar de su fría e implacable fachada, los apasionados besos de Leo le hacían entrever al verdadero hombre que se ocultaba tras ella. Pero justo cuando empezaban a forjar un vínculo verdadero, una noticia amenazó con echar por tierra el cuento de hadas.
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Seitenzahl: 203
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Kate Hewitt
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
El príncipe soñado, n.º 2330 - agosto 2014
Título original: The Prince She Never Knew
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4549-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Publicidad
Era el día de su boda. Alyse Barras contempló su rostro pálido y demacrado en el espejo y pensó que no todas las novias estaban radiantes el día de su boda. Más bien parecía ir de camino al patíbulo.
No, al patíbulo no. Eso sería un final demasiado rápido y brutal. Lo que a ella la esperaba era una condena de por vida: un matrimonio con un hombre al que apenas conocía a pesar de llevar seis años comprometidos.
Aun así, un minúsculo brote de esperanza pugnaba por abrirse camino entre su desesperación. Tal vez...
Tal vez aquel hombre, el príncipe Leo Diomedi de Maldinia, llegara a amarla.
No parecía muy probable, pero ella se resistía a perder la esperanza. No le quedaba más remedio.
—¿Señorita Barras? ¿Está preparada?
Alyse se giró hacia una de las ayudantes que esperaba en la puerta. Le habían dado una lujosa habitación en el inmenso palacio real de Averne, la capital de Maldinia, enclavada al pie de los Alpes.
—Todo lo preparada que puedo estar — respondió con una sonrisa forzada, pero se sentía tan frágil y quebradiza que el simple movimiento de sus labios le hizo daño en el rostro.
Marina, la ayudante, avanzó hacia ella y la observó con aquel aire examinador y posesivo al que Alyse se había acostumbrado desde que llegó tres días antes a Maldinia... o, mejor dicho, desde que aceptó aquel compromiso seis años antes. Era una mercancía para ser comprada, modelada y presentada al público. Un objeto de gran valor, pero un objeto al fin y al cabo.
Había aprendido a vivir con ello, pero aquel día, el día de su boda, el día con el que todas las chicas soñaban, se sentía más falsa que nunca en su papel, como si su vida no fuera más que una representación.
Marina le dio los últimos retoques hasta quedar satisfecha. El velo le caía sobre los hombros. Era una prenda finísima ribeteada con un encaje de trescientos años.
—Y ahora el vestido — dijo, y le indicó con los dedos que se moviera lentamente en círculo para examinar la larguísima cola de blanco satén y el corpiño de encaje que se ceñía a sus pechos y sus caderas. El vestido había sido objeto de rumores en la prensa, la televisión e Internet durante los últimos seis meses. ¿Cómo sería el vestido que luciría la Cenicienta para casarse con su príncipe?
Era realmente precioso, admitió Alyse para sí misma mientras se miraba al espejo. Seguramente habría elegido algo así... si le hubieran dado la oportunidad de hacerlo.
El walkie-talkie de Marina emitió un crujido y ella se apresuró a responder. Hablaba demasiado rápido para que Alyse pudiera entenderla, a pesar de que llevaba aprendiendo italiano desde que se comprometió con Leo. Era la lengua oficial de Maldinia, y como futura reina debía conocerlo. Por desgracia, nadie hablaba lo bastante despacio.
—Todos están preparados — dijo Marina. Le dio los últimos retoques al vestido y agarró el colorete del tocador— . Parece un poco pálida — le explicó mientras le aplicaba un poco de color en las mejillas, a pesar de que se habían pasado una hora maquillándola.
—Gracias — murmuró Alyse. Le habría gustado que su madre estuviera allí, pero el protocolo real exigía, según le había explicado la reina Sofia, que la novia se preparase ella sola. Alyse dudaba de que fuera cierto. La reina Sofia insistía en que debía respetarse la tradición, pero en realidad era una manera de imponer su criterio. Y aunque la madre de Alyse, Natalie, era la mejor amiga de la reina desde que ambas estudiaron juntas en un colegio de Suiza, esta no iba a permitir que nada ni nadie se entrometiera en una ocasión tan importante y solemne.
O al menos así se lo parecía a Alyse. Era la novia y se sentía como si estuviera estorbando.
¿Se sentiría igual una vez que el príncipe la desposara?
No. Cerró los ojos mientras Marina le empolvaba la nariz. No podía dejarse vencer por la desesperación. No en un día como aquel. La angustia ya la había hecho sufrir bastante en los últimos meses. Aquel día era un comienzo, no un final, o al menos eso necesitaba creer.
Pero, si Leo no había aprendido a amarla en los últimos seis años... ¿por qué iba a hacerlo en el futuro?
Dos meses antes su madre la había llevado a pasar un fin de semana a Mónaco. Estaban tomando un refresco y Alyse sentía que empezaba a relajarse, cuando su madre le dijo:
—No tienes por qué hacer esto si no quieres.
—¿Hacer qué? — preguntó ella, tensándose de nuevo.
—Casarte con él. Sé que todo se ha descontrolado con la prensa y también con los Diomedi, pero sigues siendo una mujer independiente y quiero asegurarme de que estás segura — sus ojos reflejaban tanta ansiedad que Alyse se preguntó qué habría intuido.
Pocas personas sabían que entre Leo y ella no había nada. El mundo creía que estaban locamente enamorados desde que Leo la besara en la mejilla seis años antes, una imagen que quedó recogida por un fotógrafo y que desató la imaginación del público.
La madre de Leo sabía la verdad, naturalmente. Alyse sospechaba que la farsa del romance había sido idea suya y de Alessandro, su marido, quien se lo había propuesto cuando ella tenía dieciocho años y estaba enamorada de Leo. Tal vez también lo intuía Alexa, la hermana de Leo, de carácter vehemente y apasionado.
Y, por supuesto, lo sabía Leo. Sabía que no sentía nada por ella, pero ignoraba que ella había estado secreta y desesperadamente enamorada de él durante seis años.
—Soy muy feliz, mamá — le aseguró a su madre, apretándole la mano— . Reconozco que no me gusta el circo mediático, pero... quiero a Leo — consiguió decir sin que le temblara mucho la voz.
—Quiero que tengas lo que tu padre y yo tuvimos — le confesó su madre.
Alyse sonrió tímidamente. La relación de sus padres parecía sacada de un cuento de hadas: una heredera estadounidense conquistaba el corazón de un millonario francés. Alyse había oído la historia cientos de veces. Su padre había visto a su madre en un salón lleno de gente, se acercó a ella y le preguntó: «¿Qué vas a hacer el resto de tu vida?».
Y ella le sonrió y le respondió: «Pasarla contigo».
Amor a primera vista.
Era lógico que su madre quisiera lo mismo para ella, pero Alyse jamás le confesaría que no tenía nada... por mucho que se aferrara a la esperanza de tenerlo algún día.
—Soy feliz — repitió, y su madre pareció aliviada y convencida.
El walkie-talkie de Marina volvió a crujir, y, una vez más, Alyse se quedó sin entender una palabra.
—Están esperando — anunció Marina secamente, en un tono que a Alyse se le antojó acusador. Desde su llegada a Maldinia había tenido la impresión de que todos, especialmente la reina Sofia, recelaban de ella.
«No eres precisamente lo que hubiéramos elegido para nuestro hijo y heredero, pero no tenemos elección».
La prensa y el mundo entero se encargaron del resto. No hubo vuelta atrás desde que un fotógrafo captó aquel momento seis años antes, cuando Leo acudió a su fiesta de cumpleaños y la besó en la mejilla para felicitarla por sus dieciocho años. Alyse había reaccionado por instinto y se había puesto de puntillas para posarle la mano en la cara.
¿Cambiaría aquel momento si pudiera volver atrás? ¿Habría apartado el rostro y puesto fin a las especulaciones y el revuelo mediático?
No, no lo habría hecho, y aquella certeza le resultaba angustiosamente mortificante. Al principio, fue su amor por Leo lo que la hizo aceptar la farsa, pero a medida que pasaban los años sin que Leo mostrase el menor interés por ella, pensó en romper el compromiso.
Nunca llegó a hacerlo. Le faltaban el coraje y la convicción para dar un paso que conmocionaría a todos. Y además, conservaba la esperanza, ingenua, desesperada, de que Leo llegaría a amarla algún día.
Sin contar que se llevaban bien y que eran amigos, más o menos. Una base sólida para un matrimonio, ¿no?
—Por aquí, señorita Barras — le indicó Marina, y la condujo por un largo pasillo con paredes de mármol y arañas de cristal cada pocos metros.
Los rígidos pliegues del vestido rozaban el suelo de parqué mientras seguía a Marina hacia la entrada del palacio, donde una docena de lacayos aguardaban en posición de firmes. Alyse recorrería a pie el corto trayecto hasta la catedral y caminaría ella sola hasta el altar, como era costumbre en Maldinia.
—Espere — la detuvo Marina frente a las puertas doradas que daban al patio delantero, donde se habían congregado centenares de periodistas y fotógrafos para captar el emblemático momento. Alyse había tenido tantos momentos memorables en los últimos seis años que se sentía como si toda su vida adulta hubiera sido recogida en las revistas del corazón.
Marina la rodeó como un león rodeaba a su presa. Alyse estaba al borde de un ataque de nervios. Llevaba tres días en Maldinia y no había visto a Leo más que en los actos y ceremonias de estado. Hacía más de un año que ni siquiera hablaban a solas.
E iba a casarse con él al cabo de tres minutos.
Paula, la jefa de prensa de la familia real, se acercó rápidamente.
—¿Estás preparada?
Alyse asintió. No confiaba en su voz para hablar.
—Excelente. Ahora solo tienes que acordarte de sonreír. Eres Cenicienta y estás a punto de introducir el pie en el zapato de cristal, ¿de acuerdo? — le retocó el velo, igual que acababa de hacer Marina, y Alyse se preguntó cuántas atenciones inútiles le quedaban por soportar. Seguramente el viento le levantara el velo en cuanto saliera al exterior. No pasaría lo mismo con su peinado; se había aplicado tanta laca que ni un solo cabello se movería de su sitio.
—Cenicienta... — repitió. Llevaba seis años interpretando a la Cenicienta. No necesitaba que se lo recordaran.
—Cualquier chica o mujer querría estar ahora mismo en tu lugar — continuó Paula— . Y cualquier hombre querría ser el príncipe. No te olvides de saludar... No se trata solo de ti, así que procura hacerlos partícipes del momento, ¿entendido?
—Sí — sabía muy bien lo que se esperaba de ella tras pasarse seis años siendo el centro de todas las miradas. Y la verdad era que no le importaba ser motivo de envidia y admiración. Lo único que la gente quería de ella era una palabra amable y una sonrisa. Bastaba con ser ella misma.
El problema eran los paparazzi. El constante escrutinio e invasión de su intimidad por una jauría hambrienta de periodistas y fotógrafos, siempre ávidos de encontrar una grieta en su perfecta imagen de fantasía.
—Será mejor que salga ahí fuera antes de que el reloj dé las doce — bromeó, pero tenía la boca tan seca que no podía sonreír. Los labios se le pegaban a los dientes.
Paula frunció el ceño y sacó un pañuelo para limpiarle el carmín.
—Faltan treinta segundos — dijo Marina, y Paula colocó a Alyse en posición, ante las puertas— . Veinte...
El enorme reloj de una de las torres de palacio dio la primera de las once campanadas. Se acercaba el momento. Saldría al patio, caminaría con la cabeza bien alta hacia la catedral y llegaría al pórtico justo cuando sonara la última campanada.
Todo había sido ensayado y coreografiado hasta el último segundo.
—Diez...
Alyse respiró hondo, todo lo que el corpiño le permitía. Estaba mareada y veía lucecitas bailando en sus ojos, pero no sabía si era por la falta de aire o por los nervios.
—Cinco...
Dos lacayos abrieron las puertas y Alyse parpadeó al recibir los rayos de sol. El quicio enmarcaba un radiante cielo azul, las dos torres de la catedral gótica y la inmensa concentración de personas reunidas entre la catedral y el palacio.
—Vamos — le susurró Paula, y le dio un firme empujón en el trasero.
El vestido se le enganchó en el tacón y le hizo dar un traspié. Recuperó el equilibrio rápidamente, pero bastó para que docenas de cámaras recogieran el tropiezo.
Otro momento memorable. Ya podía ver los titulares: ¿Primer tropiezo en el camino a la felicidad?
Se enderezó rápidamente y le dedicó una sonrisa al público, cuyos vítores y clamores reverberaron en su pecho y le levantaron el ánimo.
Aquel era el motivo por el que iba a casarse con Leo y por el que la familia real de Maldinia había aceptado el matrimonio del príncipe con una simple plebeya: porque todo el mundo la quería.
Todo el mundo excepto Leo.
Sin perder la sonrisa, levantó la mano en un saludo no muy real y echó a andar hacia la catedral. Muchas voces le pedían que se girase para una foto, y ella abandonó la alfombra blanca para estrechar manos y aceptar flores. Suponía una transgresión en toda regla del protocolo, pero era lo que hacía siempre. No podía dejar de responder a las cálidas muestras de afecto que le prodigaba el pueblo. Gracias al cariño de la gente había podido mantener aquella farsa, que para ella no era tan farsa. Para él, en cambio, lo era.
Le rezó a Dios para que no siempre fuera así.
—Buena suerte, Alyse — le deseó una joven de aspecto ingenuo mientras le apretaba las manos— . Estás preciosa... ¡Eres de verdad una princesa!
—Gracias — le respondió Alyse— . Tú también estás preciosa, ¿sabes? ¡Mucho más que yo!
Entonces se dio cuenta de que el reloj había dejado de sonar y de que ya debería estar en la iglesia. La reina Sofia estaría furiosa, pero aquellos momentos eran sagrados para Alyse. Se debía a aquellas personas por encima de cualquier protocolo.
Las puertas de la catedral se cernían ante ella. El interior estaba oscuro y en silencio. Alyse se giró una última vez hacia la multitud y otro inmenso rugido de aprobación resonó por las calles de Averne. Saludó con la mano e incluso se permitió lanzar un beso. Tal vez hubiera exagerado un poco, pero en aquellos momentos se sentía extrañamente temeraria, desafiante. Ya no había vuelta atrás.
Se dio la vuelta y entró en la catedral, donde su novio la esperaba.
Leo estaba de pie de espaldas a la puerta, pero supo el momento exacto en el que entraba Alyse. Los murmullos se desvanecieron y también los gritos de la multitud en el exterior. Movió los hombros y permaneció de espaldas a la puerta y a su novia. Los príncipes de Maldinia no se giraban hasta que la novia llegaba al altar, y Leo jamás se apartaba de la tradición ni del deber.
El órgano había empezado a sonar. Alyse debía de estar caminando hacia él al son de la marcha barroca. Sintió una punzada de curiosidad. No había visto el vestido ni sabía cómo le quedaba a Alyse. Estaría impecable, como siempre. Era la novia perfecta. La suya era la historia de amor perfecta. Y aquel sería el matrimonio perfecto.
En definitiva, la farsa perfecta.
Finalmente sintió el roce del vestido en la pierna y se giró hacia ella. Apenas se fijó en el vestido. Alyse estaba muy pálida, salvo por el colorete de las mejillas, y parecía inusualmente nerviosa. Leo se inquietó. Alyse siempre había demostrado una serenidad admirable frente al acoso de la prensa. Era un poco tarde para tener dudas.
Sabedor de que los estaban observando cientos de personas en la catedral, y millones de telespectadores en todo el mundo, sonrió y tomó la mano de su novia. Estaba fría como el hielo. Le apretó los dedos para darle ánimos, pero también como advertencia. No podían cometer ningún error. Había demasiado en juego, y ella lo sabía. Los dos habían vendido voluntariamente sus almas.
Alyse levantó el rostro y sus grandes ojos grises expresaron convicción y voluntad. Sus labios se curvaron en un atisbo de sonrisa y le devolvió el apretón a Leo, quien respiró aliviado.
Alyse se giró hacia el arzobispo encargado de conducir la ceremonia y también lo hizo Leo, no sin antes advertir el brillo de sus cabellos castaños bajo el velo y el destello de una perla en la oreja.
Quince minutos después había acabado la ceremonia. Los dos habían pronunciado sus votos y Leo había rozado los labios de Alyse con los suyos. La había besado docenas, cientos de veces durante su compromiso, y siempre en público o ante una cámara. Siempre era igual: una firme presión con los labios para expresar el entusiasmo y el deseo que ni sentía ni quería sentir. No estaba dispuesto a complicar las cosas por culpa de un arrebato emocional... ni por su parte ni por la de ella.
Aunque, estando finalmente casados y teniendo que consumar su unión, se permitiría sentir al menos un poco de atracción. Durante toda su vida había ejercido un férreo control sobre las emociones para que no dictaran su comportamiento ni arruinaran su vida y la monarquía, como les había pasado a sus padres. Él tenía más dignidad y más fuerza de voluntad que ellos, pero eso no le impedía sacar partido del lecho nupcial... Siempre y cuando los sentimientos estuvieran bajo control se podía aprovechar la libido.
Miró a Alyse con una sonrisa destinada al público y vio que ella lo estaba mirando con unos ojos llenos de pánico. Obviamente, seguía nerviosa.
Reprimió la irritación y le envolvió las manos con delicadeza.
—¿Estás bien?
Ella asintió y esbozó una sonrisa forzada, antes de volverse hacia los asistentes para recorrer el largo pasillo hacia las puertas.
Por delante los aguardaba el resto de aquella interminable farsa iniciada seis años antes.
¿Quién se hubiera imaginado que el teleobjetivo de un paparazzi recogería aquel beso? No solo los labios de Leo en la mejilla de Alyse, sino la mano de ella en su rostro, con la cara levantada y los ojos brillándole como estrellas plateadas.
La foto apareció en las portadas de todos los periódicos y revistas occidentales. Se la consideró la tercera fotografía más influyente del siglo, algo que Leo consideraba absurdo. ¿Cómo podía ser tan importante un estúpido beso?
Pero su importancia era innegable, porque la felicidad que brillaba en los ojos de Alyse había desatado las fantasías de toda una generación y había insuflado en sus corazones la fe en el amor y el futuro. Algunos economistas aseguraban que aquella foto había ayudado a impulsar la economía europea, lo que a Leo le parecía un disparate. Fuera como fuera, cuando el departamento de relaciones públicas de la casa real se percató del poder de la foto, empezó a tomar cartas en el asunto para asegurar el futuro de los Diomedi. Aquello condujo inevitablemente al compromiso y el matrimonio, y Leo tendría que pasar el resto de su vida fingiendo estar a la altura de lo que prometía la foto... porque si la opinión pública descubría que todo era un engaño las consecuencias serían desastrosas.
Agarró a su novia de la mano y los dos echaron a andar por el pasillo hacia una vida de fingimiento.
Alyse estaba destrozada por dentro. Había conseguido mantener la compostura hasta ese día, pero no estaba segura de poder seguir haciéndolo. Por desgracia, no le quedaba otra alternativa.
De algún modo consiguió llegar hasta la puerta de la catedral, aunque todo cuanto la rodeaba estaba borroso: la gente, los colores, el ruido... todo salvo la expresión que había cruzado fugazmente los ojos de Leo después de haberla besado. La había mirado con impaciencia e irritación al darse cuenta de que estaba nerviosa y asustada.
Sentía el brazo de Leo como una barra de hierro bajo su mano.
—Sonríe cuando salgamos de la catedral — le murmuró él.
Una ovación ensordecedora los recibió en el exterior, y Alyse consiguió sonreír a pesar de las náuseas que le revolvían el estómago.
La aclamación se transformó en una petición popular:
—Bacialo! Bacialo!
La gente quería que se besaran. Alyse se volvió en silencio hacia Leo y ladeó ligeramente la cabeza. Él le acarició la mejilla con un dedo y volvió a rozarle los labios con otro beso frío y casto, como todos los que le había prodigado durante seis años para ofrecer una imagen de amor y devoción. Alyse mantuvo los labios cerrados, sabiendo que él no esperaba ni quería otra respuesta de ella.
Leo se apartó y ella sonrió y saludó a la multitud. Listo.
Sonriendo, Leo la condujo al carruaje dorado y hermosamente ornamentado. Un carruaje sacado de la Cenicienta para una novia Cenicienta.
Leo la ayudó a subir y se sentó junto a ella en el estrecho asiento de cuero. Sus muslos se rozaban y el vestido le caía sobre el regazo. El cochero cerró la puerta y emprendieron el recorrido por las calles de la ciudad, antes de regresar a palacio para el banquete.
En cuanto la puerta se cerró, Leo se quitó la máscara, innecesaria al no haber nadie que los viera, y se giró hacia ella con el ceño fruncido.
—Estás muy pálida.
—Lo siento — murmuró Alyse— . Estoy cansada.
Leo frunció aún más el ceño, suspiró y se pasó una mano por el pelo.
—No me extraña. Los últimos días han sido agotadores. Espero que nos siente bien alejarnos de todo esto.
Al día siguiente partirían para una luna de miel de diez días: primero una semana en una isla privada del Caribe, y luego un recorrido por Londres, París y Roma.
Se le encogió el estómago al pensar en la primera semana. Toda una semana los dos solos, sin cámaras, sin audiencias, sin nadie ante quien interpretar un papel. Una semana para ellos dos.
La esperaba con tanta ilusión como miedo.
—Sí — dijo, y afortunadamente le salió una voz firme y segura— . Yo también lo espero.
Leo se giró hacia la ventanilla para saludar a la multitud que abarrotaba las viejas calles de Averne, y Alyse hizo lo mismo por su lado. Cada movimiento de sus dedos le exigía un enorme esfuerzo, como si estuviera levantando un gran peso.
El anillo de esmeralda, perlas y diamantes destellaba al sol.
No sabía por qué todo le estaba resultando mucho más difícil. Así había sido su vida durante los últimos seis años, y se había acostumbrado a ser el centro de atención y a la interacción con el público.
Pero aquel día, el día de su boda, jurando ante Dios y el mundo... sentía la falsedad más que nunca. Solo llevaban unos minutos casados y ya sentía lo difícil y agotadora que iba a ser aquella vida de actuación y fingimiento. Durante meses había avanzado hacia su aciago e inevitable destino, una realidad tan implacable que no podría haberla cambiado ni aunque hubiese querido.
Y la terrible verdad era que seguía sin querer cambiarla. Seguía teniendo esperanza.
—¿Alyse?
Apartó la mirada de la multitud a la que saludaba mecánicamente con el brazo.
—¿Sí?
—No tienes buen aspecto — observó Leo— . ¿Quieres descansar unos minutos antes del banquete?
Alyse sabía lo que la esperaba en el banquete: horas de interminable charla, risas y actuación, fingiendo estar enamorada, besando a Leo, apretándole la mano y apoyando la cabeza en su hombro. Lo había hecho otras veces, por supuesto, pero en aquella ocasión le resultaba terriblemente doloroso. Más... falso.
—Estoy bien — sonrió y se giró hacia la ventanilla para que él no viera su expresión— . Estoy bien — repitió para sí misma, pues necesitaba creérselo. Tenía que ser fuerte. Ella había elegido aquella vida sabiendo lo difícil que sería.
A veces se había sentido como si no tuviera elección, con la prensa agobiándola y la familia real acuciándola. Pero si de verdad hubiera querido romper el compromiso podría haberlo hecho. Habría encontrado la fuerza para hacerlo.
No, ella había elegido aquella vida y había elegido a Leo; creía firmemente en lo que estaba haciendo y se negaba a perder la esperanza.
Aquel día era el comienzo, se recordó a sí misma. El inicio de una vida en común con Leo. Pasarían los días y las noches como ninguno de ellos había vivido antes. Tal vez, finalmente, Leo se enamorara de ella.
Leo solo quería que todo acabara cuanto antes. Aunque el final de aquel día supondría una nueva complicación: la noche de bodas.