El rastro - Antonio Ortuño - E-Book

El rastro E-Book

Antonio Ortuño

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Beschreibung

En El rastro, Antonio Ortuño sigue el ritmo vertiginoso que caracteriza a su obra, dando saltos en el tiempo y el espacio para confrontar al lector con el México donde todo es posible: Paulo, un joven que cursa la preparatoria, desaparece en Casas Chicas y es buscado por Luis, su mejor amigo, y su hermana Sofía. En su busca, Luis y Sofía descubren que el caso de Paulo no es el único; son más los desaparecidos. Durante esos días, Luis recuerda la noche en que conoció a Sofía oculta entre los arbustos de un parque, y los días que siguieron después de que decidieran emprender una aventura que reveló una historia mucho más tenebrosa de lo que imaginaron. Recuerda también el primer beso que se dieron, la carta que nunca se atrevió a entregarle y la furia que lo envolvió luego de que Sofía desapareció de su vida sin ninguna explicación para reaparecer, años más tarde, justo en la casa de su mejor amigo. El rastro ofrece una narración ágil que atrapa al lector por la trama y lo deleita por el audaz manejo del lenguaje, lo cual hace que esta novela sea una excelente puerta de entrada para que los jóvenes lectores transiten hacia otras lecturas.

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Seitenzahl: 248

Veröffentlichungsjahr: 2012

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© Rodrigo Villa Avendaño

ANTONIO ORTUÑO nació en Zapopan, Jalisco, en 1976. Es escritor, periodista y, ante todo, un lector insaciable desde niño. En 2010 la edición mexicana de la revista GQ lo eligió como escritor del año y también fue incluido en la prestigiosa lista de los mejores narradores jóvenes en lengua castellana por la revista británica Granta. Algunas de las novelas que ha publicado son Recursos humanos, finalista del Premio Herralde de Novela en 2007, así como La fila india (2013) y Méjico (2015), ambas seleccionadas como libros del año por diferentes medios mexicanos y latinoamericanos. Novelas y relatos suyos han sido traducidos al inglés, alemán, francés e italiano, entre otros idiomas.

Primera edición, 2016 Primera edición electrónica, 2016

Esta obra literaria se hizo con el apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Sistema Nacional de Creadores de Arte de México.

© 2016, Antonio Ortuño

D. R. © 2016, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel.: (55)5449-1871

Comentarios:[email protected] Tel.: (55)5449-1871

Colección dirigida por Socorro Venegas Edición: Angélica Antonio Monroy Diseño de forros: León Muñoz Santini y Andrea García Flores

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-3950-9 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

Índice

Primera parte. Un asunto de gatos

I

II

III

Segunda parte. En medio de la nada

IV

V

VI

Tercera parte. Bodas de oro

VII

VIII

IX

A Olivia. A Natalia y Julia. A mis viejos amigos. A los nuevos.

“No existen tierras extrañas. El viajero es el único extraño.” ROBERT LOUIS STEVENSON

Primera parte UN ASUNTO DE GATOS

I

Lo llaman el apagón.

El blackout.

Despertar sin idea de dónde estás ni qué fue lo que pasó.

Y aquí estoy.

Comienzo con eso, que no es poco.

Ay.

Un taladro en la cabeza.

No lo tengo: lo siento, que es peor.

Consigo abrir los ojos con esfuerzo enorme, como el que costaría levantar la losa de mármol que sirve de tapadera a una tumba. Luz eléctrica y repelente. Cadáveres secos de moscas en el tubo de neón: sus sombras se proyectan en el suelo. La boca me sabe a polvo. Manos sucias, pies sudorosos. El sofoco me rebasa. Mi cabello gotea como si acabara de salir de la regadera. La playera se me pega a los costados.

Al menos no chorreo sangre como un santo Cristo, me consuelo. Consigo ponerme de rodillas y, empujándome contra la colchoneta sobre la que me encontraba derribado, me pongo en pie. Mis brazos tiemblan por el atrevimiento. Debo oler a perro.

Pero no voy a besar a nadie.

No hoy.

Los problemas de los últimos días se agolpan en mi cerebro irritado. Las amarguras, la incertidumbre, los líos con Sofía, la desaparición de Paulo.

Paulo.

Mi amigo no está. En su busca terminé aquí, atacado por quién sabe quién, arrastrado a quién sabe dónde. Un relámpago de rabia me golpea en mitad de los ojos. No hay fuerzas para resistirlo.

Desaparecido. Aún no hay nota en los periódicos, todavía no lo comentan en la radio. Porque si le informamos algo a quien sea, van a matarlo.

Desaparecido él: jodidos nosotros.

Si te falta alguien, no disfrutas la comida ni el agua, no vuelves a dormir un sueño cabal.

Secuestrado.

Desaparecido.

Estoy desatado, pero debieron amarrarme durante un buen rato porque me arden las muñecas y los tobillos. Las marcas de la cuerda son visibles y los raspones en mis brazos están rematados por puntitos rojos. Escuece como la madre pero no hay luz suficiente para revisar a fondo. Ni ganas. Lo que quiero es largarme.

El cuarto no tiene ventanas ni mobiliario. Bueno: la colchoneta y una radio apoyada sobre una lata de pintura puesta boca abajo. El resto es cemento corroído y una huella larga y pesada en el polvo que debí dejar cuando me arrastraron hasta acá. Así descubro que tengo la espalda raspada, la playera chamagosa y rasgada. Y nada de chamarra. Ni cartera. Ni dinero. Los dólares que envió mi tío estaban allí. Y eran todo lo que tenía.

Salir del apagón puede ser lento y duro, como subir por el túnel de una cueva sin más herramienta que las uñas. Ahora me doy cuenta de que tengo más de un par de golpes en la cara y una hinchazón en el pómulo que duele al tocarla. Espero que esos dientes que siento flojos se aprieten en su lugar al paso de las horas, cuando la inflamación baje. No tengo ganas de buscar ni de darle explicaciones a un dentista. Quizá ni siquiera haya uno en este pinche lugar.

Lo que hay es una puerta metálica, pizcas de pintura negra desprendiéndose. La pateo y se sostiene. La vibración no le hace bien a mis dientes, carajo. Tampoco a mi cabeza, que se pone a punzar y me obliga a acuclillarme, caer y volver a la colchoneta.

Agazapado, toso. Me sostengo el puente de la nariz y es como sostener el mundo entero. Un mundo que se desmorona.

Respiro, respiro.

Aguanto.

El hueco en el estómago se convierte en estallido luminoso. Una ráfaga de vómito tiznado de negro sale disparada de la garganta y se estrella en la pared. Dos, tres y cuatro arcadas. La tos sobreviene y me zarandea. Termino doblado sobre mí, los ojos cerrados. Destruido.

Media hora después, luego de perder la conciencia, recobrarla, ser poseído por la sensación de que no puedo recordar mi propio nombre, sufrir un ataque de pánico y decidir que voy a morirme allí sin mirar mi cara en un espejo nunca más; luego de llorar como un becerro y llamar en silencio a mi madre, que hace años no está, consigo rehacerme.

De pie, tembloroso, regreso a la puerta.

Giro la chapa.

Está abierta.

Afuera hay un cielo espléndido, coronado de sol. Asomo a un jardín suave, fragante. Al fondo se levanta una casa. No hay cortinas ni muebles visibles. La supongo abandonada. Por ahí se ve una alberca. Desde mi posición no parece que tenga agua. Quizá quede una poca, lodosa, hedionda.

“No estaba preso”, me digo.

La puerta estuvo abierta todo el tiempo.

Soy un imbécil.

Descubro, hacia el otro lado, una calle serena y desierta.

Allá debo ir.

Resoplo, tomo fuerzas, escapo a tropezones a la salida más cercana.

Nunca quise ir a Casas Chicas.

La cariñosa descripción del pueblo que había hecho Paulo me puso en guardia porque los datos científicos no coincidían con los empíricos. ¿Cómo puede ser bello un lugar que alcanza los cincuenta grados a la sombra en verano y luego se derrumba a los diez bajo cero en invierno? Eso era el pueblo: un calor insoportable que se sobrellevaba a fuerza de cervezas o, en cambio, un frío que oprimía el pecho y lo ponía a uno de rodillas; calles idénticas a las de esos suburbios residenciales que llaman “cotos” e indistinguibles de un cementerio de chatarra en los rumbos pobres (pero siempre rectas, eso sí, porque Casas Chicas se levantaba en una planicie desértica y cualquier curva resultaba inútil); camionetas conducidas por tipos con sombrero y bocinas estentóreas y (dicho con el tono de un promotor de turismo) “las muchachas más lindas y cabronas que vas a ver en tu vida, pinche Luisito”.

Supongo que ningún lugar es así, pero Paulo insistía en asegurarlo. También recalcaba la excelencia de la carne asada local: “la mejor que vas a probar en la vida”, decía; pero hacía tiempo que no comía carne porque me había intoxicado con un kilo de T-bone en un cumpleaños (el suyo) y nunca había vuelto a ser el mismo. Necesitaba tiempo para digerir. Literalmente.

Conocí a Paulo el primer día de clases de la preparatoria: le asignaron la banca al lado de la mía. Él tenía quince años entonces y yo, dieciséis. Era un güero de piel colorada y tan bajito que daba la impresión de ser igual de ancho que de alto. Su padre, presumía, era constructor y un tipo importante en el pueblo (se le notaba el orgullo al decirlo: lo había convertido en una suerte de superhéroe y eso siempre lo envidié). La familia de su madre era propietaria de un despacho de abogados y él estaba destinado a heredarles un negocio bien aclientado y estable (además, único en Casas Chicas) si conseguía pasar la prepa, entrar a la escuela de derecho y graduarse. Esa seguridad y los buenos pesos que le mandaban cada mes hacían de Paulo un sujeto de lo más relajado.

Pese al entusiasmo con que describía su tierra y la enjundia con que explicaba que el gentilicio de Casas Chicas no era “casochiquense” o “casachiqueño” ni nada por el estilo, sino “vallense” (porque al llano requemado en que se alzaba la ciudad los nativos le decían “el valle”), Paulo no se parecía al norteño arquetípico. No usaba botas picudas sino tenis de apariencia extraterrestre, tampoco se ponía tejana en la cabeza sino sudaderas deportivas con capuchita.

La primera vez que me dio ride de regreso de la escuela (su auto era un discreto sedán con vidrios transparentes y no una camionetota polarizada) descubrí que lo suyo no era la banda ni la tambora, sino la balada romántica y la salsa. Tampoco era aficionado a subirle el volumen a las bocinas.

Por supuesto que al oírlo hablar quedaba claro su origen, porque el acento golpeado de su tierra se le colgaba en todas y cada una de las sílabas. También era evidente su procedencia “vallense” en la escasa diplomacia de sus frases. Estuvo a punto de reprobar el seminario de comunicación, por ejemplo, por decirle a la venerable maestra Pachita (una eminencia con treinta años de práctica docente sobre sus espaldas) que con los pelos recién pintados de rojo con que apareció en la segunda clase de seguro iba a conseguir novio, y no fue capaz de entender la explicación que le di sobre los motivos de la sorpresa, indignación y rabia que hicieron torcerse a Pachita.

A lo largo de los meses, luego de aquel ride a la casa de mi tía Elvira en Las Águilas (a él le quedaba de paso, rumbo al condominio del sur de la ciudad en el que estaba instalado), llegué a conocerlo bien. Paulo bebía como un corsario (y a la tercera cerveza se ponía a hablar de su pueblo, la carne asada, las piernas de las chicas, el Club Campestre, las expediciones de cacería con su padre) y presumía de haber abatido un coyote a los nueve años sin más ayuda que un rifle de copitas. Se enamoraba de chicas que jamás le harían caso y, como era rechazado serialmente, porque las muchachas tapatías lo veían tal como las damas romanas deben haber visto a los bárbaros, terminaba por hastiarse e invitaba las cervezas.

Hicimos buena amistad.

Un viernes de diciembre, cerca del cierre del tercer semestre de la preparatoria, Paulo me invitó a pasar las vacaciones navideñas en Casas Chicas. Debo decir que originalmente convidó a los dos o tres compañeros de la escuela que a veces nos juntábamos a ver el futbol del sábado en su condominio (aunque la mayor parte de las veces el único que aparecía por ahí era yo), pero los otros tenían novia formal y padres que exigían su asistencia a la mesa en Noche Buena. En cambio, en casa, a mí me esperaba una tía a la que casi le daba lo mismo si yo aparecía por allí o no. Y mejor si no: así se ahorraba el regalo.

Sin embargo, no fui fácil de convencer. Nada en el mundo me molestaba más que un clima extremo como el de Casas Chicas. Con una excepción: dormir en cama ajena. Las camas ajenas eran terrenos desconocidos en los que podía suceder cualquier cosa desagradable. Una almohada extraña podía estar llena de alacranes, campamochas o contener dinamita. Ésa era mi filosofía.

Paulo insistió. Prometió pagarme los aviones (él se iba una semana antes, manejando su propio carro, y la alternativa para mí, que aún tenía que llamar a Estados Unidos y rogarle por algo de dinero a mi tío, era volar o tomar un autobús que tardaría treinta y cuatro horas en alcanzar su destino) y juró que todo sería terso y sencillo. Acepté porque Paulo me simpatizaba y porque no había tenido un festejo decente de fin de año desde que mis padres murieron.

Al aceptar, pues, me condené a todo lo que sucedió.

Supongo que ahora querrán saber quién soy. O quizá no, pero me parece que es el momento de contarlo porque de otro modo es posible que no quede claro nada de lo que estoy refiriendo, y eso no debo permitirlo.

Me llamo Luis. Ahora que lo cuento he envejecido ya varios años y estoy un poco irreconocible, pero en la época de mi historia era joven. Ésta, vaya, es una vieja historia, pero no una historia vieja, porque la protagonizarán sólo jóvenes y porque la escribo con ayuda de la libreta de notas que solía acompañarme por aquellos días. Esta libretita resulta un poco vergonzosa, ahora, porque da una idea precisa sobre lo rematadamente cobarde que era y la importancia que le daba a asuntos en los que ahora ni siquiera me fijaría. Quizá.

Estaba por escribir que leerme es como leer a un desconocido, pero la realidad es que no, que pasa justo lo contrario, porque no hay nadie más conocido para uno que uno mismo. Y nadie más puede haber escrito las palabras irremediables con las que describí mis sensaciones luego de fumar mi primer cigarrito, beberme las primeras cervezas en Casas Chicas o tocar la piel de Sofía.

No las repetiré, o quizá sí, un poco, pero las tendré en cuenta porque no hay mejor modo de recontar ciertas cosas que repasar las palabras e ideas con que intentamos entenderlas la primera vez.

Mi época, que ahora puede parecer apolillada y borrosa como una foto antigua, era similar a la de ustedes. Así la recuerdo. Un ejemplo: los autobuses urbanos que ustedes abordan son los mismos que yo utilicé (y en eso van en desventaja, porque entonces eran vehículos seminuevos y ahora son tartanas que crujen y se desarman en tiempo real).

El cambio principal, notarán enseguida, es que no teníamos celulares o red. Quizás alguien piense que es poca cosa, pero hace una diferencia notable. En cierto sentido, ese detalle convierte mi historia en algo lejano, como las aventuras de piratas, vaqueros o cazadores africanos de mis mayores, que para ustedes son cuentos de otro siglo.

No soy uno de esos viejitos que se quejan de la red. Todo lo contrario: me parece sensacional. Sólo que es probable que nada de lo que me sucedió, de lo que nos sucedió entonces, hubiera pasado del mismo modo, o siquiera ocurrido, si hubiéramos dispuesto de la red.

Aunque diez años después ya era cosa común, estas historias sucedieron antes de la revolución. Soy parte de la última generación que tuvo que escribir a mano o en máquina de escribir y formarse durante minutos interminables ante teléfonos públicos.

Pueden reírse. Reiré con ustedes.

Cuando lo de Casas Chicas sucedió, contaba con poco más de diecisiete años. Me llamo Luis, ¿lo dije ya? Lucho, me decía mi madre. Apenas la recuerdo, aunque había cumplido diez cuando murió. Junto con mi padre, por cierto. Tuvieron la mala suerte de estar en medio de un asalto. Al menos me queda el consuelo de que no fue uno menor, de ésos que aparecen en el periódico de cada día, sino un incidente espectacular: el robo al Banco de Crédito de Guadalajara. Quizá no sabrán nada de él, me temo, aunque en su tiempo fue un escándalo mayor; pero podrían buscar a su tía y preguntarle. O recurrir a esos dioses omniscientes que son los buscadores en red.

En fin. Lo contaré según el testimonio que un cajero (el único sobreviviente) les dio a los periodistas y que circuló durante semanas en encabezados y noticieros de radio y televisión. Unos ladrones entraron a la sucursal bancaria que estaba a la vuelta de casa. Mis padres, gente austera y previsora, se encontraban sentados al escritorio de su ejecutivo de cuenta. Era sábado por la mañana y querían depositar el aguinaldo que les habían dado en la oficina (eran, ambos, trabajadores de correos, lo cual no significa de ningún modo que fueran carteros: eran empleados administrativos, es decir, trabajaban en sendos escritorios; esto lo aclaro porque, aunque no tengo nada contra los carteros, odié que los periódicos de la época consignaran el dato equivocadamente).

Los bandidos aparecieron por la puerta principal armados con rifles automáticos y, para abrir boca, les dispararon una ráfaga de plomo a los presentes. Luego gritaron: “¡Quietos todos!”, vaciaron las cajas y pasaron revista a heridos y muertos para despojarlos de las carteras.

Alguien había pulsado el botón de emergencia. Los rateros lo descubrieron cuando se encendió la luz que informaba que la bóveda se había cerrado y una alarma comenzó a bramar como un alma en pena. Aunque no habían pensado en saquear la bóveda, el hecho de que alguien desobedeciera su única frase (la de “quietos todos”) los ofendió.

En vez de huir con lo ganado, como habría hecho cualquier banda sensata (y acá podríamos discutir si “sensato” es adjetivo que le acomode a un tipo armado), decidieron vengarse. Procedieron a matar a uno de cada dos clientes y empleados. Al resto, en el que se incluían mis padres, los concentraron detrás de las cajas. Berrearon una segunda ordenanza que era también una promesa: “Al que se mueva, lo quebramos”.

La primera unidad policiaca arribó en ese momento. En diez minutos llegaron cinco más. La toma de rehenes duró dos horas. Nunca hubo diálogo con los secuestradores: las pocas cosas que se dijeron delincuentes y oficiales fueron a grito pelado.

El jefe de la policía apareció, junto con las cámaras de televisión, ataviado con un chaleco antibalas que no era el reglamentario (tenía el escudo de la policía de Nueva York y se lo habían obsequiado en una gira oficial) y un rifle de mira telescópica que no sabía empuñar apropiadamente (lo sostenía detrás de la cabeza, como si quisiera rascarse los omóplatos). No tenía intención de negociar: quería a los bandidos muertos. Lo prometió ante las cámaras de televisión con palabras que parecían el colmo de la responsabilidad: “Mi prioridad son los rehenes, pero no dudaremos en utilizar la fuerza para salvarlos”.

La usaron en cuanto volvieron a escuchar balazos. Veinte elementos de “élite” entraron a tiros al banco cuando se hizo evidente que los ladrones habían vuelto a ponerse el traje de verdugos. La policía no tuvo una sola baja; los bandoleros murieron. También casi todos los rehenes, incluidos mis padres.

Las notas periodísticas del día siguiente aseguraban: “Una pareja de carteros, entre las víctimas”.

Pero les juro que no eran carteros.

Estaba en la primaria. Cuarto año. Era un niño común, con calificaciones entre el ocho y el nueve. Rara vez me remontaba a los cielos del diez pero nunca bajaba al infierno del siete. Quizá pude ser mejor, porque era bueno para exámenes y tareas, pero me costaba una barbaridad hablar en clase y era un fracaso en los trabajos en equipo. Cosa de la timidez: me aterraba la necesidad de dirigirle la palabra a alguien por obligación, así fuera la maestra a la que veía cinco días a la semana.

Cuando sucedió lo del Banco de Crédito de Guadalajara pasé de ser Luis-el-callado a ser Luis-al-que-le-mataron-a-los-papás. Mi vida entró en picada. Una tía de mi madre, Elvira, me llevó a su casa. El resto de la familia (tampoco era muy cercana) estaba fuera de la ciudad y mi único pariente directo, el tío Mario, hermano de mi padre, vivía en Estados Unidos y consideró mejor no mudarme de escuela ni de barrio. Apostaba a que la estabilidad ayudaría a que no me quedara loco.

Elvira era anciana, soltera, muy devota y muy apática sobre cualquier asunto más elevado que las telenovelas de la noche. Se guardó el dinero que Mario consiguió por rematar la casa y las pertenencias de mis padres, que no habrá sido demasiado, y se comprometió a cuidarme. No lo hizo tan mal, si consideramos que tenía más de sesenta años, no era afectuosa con nadie más allá del Supremo Creador, y el dinero que consiguió el tío no era como para darme vida de príncipe. Al menos no me faltó qué comer ni dónde dormir y, dicho sea en su favor, tampoco fui obligado a fingir interés por su religión. Lo agradezco.

No quedé en el desamparo, pues, pero sí acusé el golpe. Lo insomne, por ejemplo, permaneció como un hábito perpetuo. También me volví un maniático incapaz de lidiar con un perro desconocido o una pieza de música que no fuera de mi elección o, como ya dije, con una cama ajena a la mía. Dejé de ser bueno para responder exámenes y a finales de ese año mi promedio bajó al siete (y eso que tenía colchón, así que debo haber sido un desastre). Elvira optó por no reconvenirme y pasé el verano en la sala, ante el televisor, con la cabeza en blanco y ninguna gana de salir a la calle.

Regresé a la escuela en septiembre. Asistí con normalidad la primera semana. Para el viernes, mientras esperábamos el timbre de salida de la última clase, que era bastante sencilla porque la profesora era la representante sindical y nunca se presentaba, comencé a hablar en voz alta. Lo hice espontáneamente, entrometiéndome en una charla ajena.

Me explico. Uno de mis compañeros presumía una colección de navecitas de Star Wars heredada de sus hermanos mayores (las películas ya eran viejas entonces y faltaban años para que aparecieran las continuaciones). Yo, que a fuerza de ver la televisión era un experto, me animé a corregirle un par de datos equivocados sobre qué muñeco pilotaba qué nave.

El tipo se llamaba Germán. Tenía ojos hundidos y cabello rizado y peinado como el de un french poodle. Volteó a verme como si hubiera una mosca en el horizonte: “Milagro, habló el huerfanito”. Hubo risas pero casi todos los presentes entendieron que aquello era una puñalada y prefirieron el silencio. No dije nada, volví a mi cuaderno. Germán insistió: “¿También tienes las naves o cómo es que sabes? ¿Las compraste con la herencia? ¿O las trajo el cartero?”

Recuerdo la sensación de partirle el labio con el puño cerrado y también que el salón entero se me echó encima para defenderlo. Bueno, exagero. No deben haber sido todos. Ninguna de las niñas, por ejemplo, participó en la paliza que me dieron Germán y sus cuates. Nos miraban con ojos redondos como lunas. Una de ellas salió a buscar a la maestra. No la encontró pero dio aviso al conserje, don Patricio, que fue el encargado de rescatarme.

En la dirección, las secretarias me dieron un vaso con agua, me limpiaron la cara y sacudieron el polvo de mi suéter y mis pantalones. En un rapto de bondad, una de ellas sacó un costurero de su bolsa y zurció el desgarrón que las uñas de Germán le hicieron a las aletillas de mi camisa. Quedé casi presentable. El ojo morado no tuvo arreglo, pero le expliqué a la tía que era culpa de un resbalón y ella hizo como si lo creyera.

El lunes no me presenté a clases. En vez de caminar hacia la escuela, subí a la camioneta de la ruta seiscientos treinta y dos y me dirigí al Bosque de los Colomos. En la mochila llevaba dos sándwiches y un termo con agua de limón. También un libro enorme que me había regalado el tío Mario y que abordaba temas mucho mejores que los que veía en la escuela: dragones y caballeros. Me senté a leer recargado contra un árbol. Pasé allí el resto del año escolar.

Cada mañana era lo mismo: autobús, caminata, cruce del bosque, árbol y sombra, lectura. En invierno decidí llevarme una cobija de lana y un gorro pero no cambié de guarida (el frío y la arboleda, además, resultaban ideales para ambientar las historias de batallas, pasadizos, fuegos maléficos y dioses borboteantes que frecuentaba). La tía Elvira se enteró de mi deserción en mayo, cuando la llamaron para avisarle que podía pasar por mis papeles para entregarlos en la nueva escuela a la que debía haberme ido, porque allí nadie me veía desde septiembre…

No hubo regaño ni explicaciones. Recogió los documentos y procedió a informarme que me había inscrito en otra escuela y que iba a tener que pasar unos exámenes si quería volver a estudiar. Al tío Mario le dijo que me habían reprobado, sí, pero al menos me estaba aficionando a la lectura. Él mandó un dinerito extra.

Cambié de escuela y mejoré. Un poco. En adelante, siempre fui un año mayor que mis compañeros y eso ayudó a que me intimidaran menos que los anteriores. No volví, eso sí, a ver a ninguno de los tipos con los que estudiaba antes. Estaban tan muertos como mis padres. En adelante llamamos a esa época “el año que estuve enfermo”, ocurrencia de mi tía que describe a la perfección el sentimiento que aún tengo al respecto.

El tiempo, qué remedio, transcurrió en la dirección de costumbre. Para cuando llegué a tercero de prepa, aquello estaba olvidado. Demasiadas cosas cayeron encima.

Aunque el pasado también sabe perdurar. Como esos sofás fuera de uso, que se quedan allí, cubiertos con sábanas, polvosos y fuera de la vista, pero que no desaparecen.

El primer sobresalto de lo que sería mi malaventura en Casas Chicas sucedió al día siguiente de que me comprometí a pasar las Navidades allá. En vez de la caminata de veinticinco minutos desde la casa de mi tía en Las Águilas, llegué al condominio de Paulo en autobús. La prisa era innecesaria. Sólo yo había confirmado mi asistencia, nuestros compañeros optaron por irse al cine con sus novias. El partido del sábado no comenzaría sino a las cinco, y eran apenas las cuatro y diez.

Toqué la puerta. El silencio contrastaba con el acostumbrado rugido del televisor. Nadie respondió. Volví a golpear con los nudillos. Escuché unos pasos ligeros que no podían ser obra del tapón humano que era mi amigo. El aire comenzó a soplar con violencia.

En la puerta no apareció Paulo, sino Sofía.

El estómago se me volteó, una punzada de ácido me pinchó la boca y un conato de tos me obstruyó la garganta. Era imposible, una broma funesta. Como un tigre aparecido en la escalera.

Ella debió pensar algo muy diferente porque sonrió y me abrazó como si nos hubiéramos visto la tarde anterior. Guardé las apariencias y devolví el cariño con debilidad. Me colé al condominio y ocupé la silla del comedor en la que solía mirar los partidos. Sofía se apoltronó en el sillón más cómodo, que era el de Paulo.

No sabía qué decir, así que ella fue la primera en abrir la boca.

—¿Cómo va todo?

—Bien.

Decidí clavar la mirada en el televisor. Ella carraspeó.

—Quiero hablar contigo, pero espérate, que ya viene…

Mi amigo apareció con la panza al aire, colocándose la playera con dificultades. Acababa de bañarse. Nunca logró tener el cabello largo, pero el que le crecía era suficiente para mojarle los hombros, así que regresó a la recámara por una toalla y se secó a tirones, como si escurriera al perro de la casa.

Los celos duelen de un modo muy particular. Una hinchazón en el paladar y la garganta, un golpe debajo del cinturón, el pie del enemigo en el abdomen. No era capaz de decir si era peor haberme topado con Sofía, cuando estaba seguro de que no volvería a verla, o, como sucedió, encontrármela instalada en la sala de Paulo, quien, por si fuera poco, estaba poniéndose cómodo. No quise preguntar. Me limité a sentirme miserable y clavé de nuevo la vista en el televisor.

—Luis quiere saber si andamos —dijo Sofía con la misma voz ronca y burlona que recordaba.

Lo decía como si pudiera leer mi cabeza, oler el miedo y elegir las peores palabras para hacérmelo saber. Cerré los ojos. Los abrí. Paulo, de pie ante mí, tenía una expresión incrédula. Me miraba con la mueca vacía con que te observan los perros mientras ladean la cabeza y que, según los veterinarios, quiere decir “no entiendo”.

—No chingues, güey. No estás pensando eso.

Me sacudí para dejar claro que no. Pero deben haberlo interpretado al revés porque fui incapaz de articular nada coherente.

—Claro que sí. Imagínate que llega a tu casa y me encuentra en la puerta, tan fresca, y luego sales tú muy bañadito. Eso cree.

En ese momento me di cuenta, por primera vez, de que su acento era familiar.

—¿Son parientes? —susurré, con menos entereza de la que hubiera querido.

Paulo sintonizó el canal del futbol. La gritería de loros amazónicos de los locutores nos envolvió.

—Es mi hermana mayor, güey. ¿No sabías?

Me temblaba la mano. Había hecho el ridículo, pero cuando menos los celos y la desesperación se esfumaron.

—Ni la más pinche idea.

Se rieron. Sus risas eran idénticas.

Las semejanzas terminaban allí. Ninguno de los dos era alto pero no parecían de la misma sangre. Paulo era colorado y de pelos claros: un cubo con brazos gruesos como ramas al que la cabeza le brotaba del pecho sin necesidad de cuello. Sofía, por su lado, era morena, de cabello enredado y negrísimo, ojos de princesa del desierto y las piernas más inquietantes de la década.

Tosí. Como no parecía que fueran a explicarme nada más, tuve que aclararme la garganta. Paulo estaba concentrado en el partido y fue su hermana quien retiró la vista de la pantalla.

—Sé que querías salir en listas en la prepa del centro, la pública. Cuando Paulo entró, imaginé que iban a toparse. Digo, él está más chavo pero tú perdiste un año, ¿no?

—Estuve enfermo…

—Eso. Le dije que conocía de la biblioteca a un güey que a lo mejor quedaba en su año y luego resultó que estabas en su salón. El Luis, le dije, uno que vive con su tía. No puedes confundirlo. También le sugerí que te ofreciera ride porque vives por este rumbo.

Ella estudiaba en una preparatoria más elegante que la nuestra, exclusiva para señoritas: su madre era opositora decidida de los estudios mixtos. Me reí porque no la imaginaba contenida por ninguna clase de dictadura materna, pero ella lo decía con seriedad. No vivía con su hermano, claro, sino en la misma residencia (también para señoritas) que habitaba en la época que la traté. Nunca la había visto por casa de Paulo por la sencilla razón de que el futbol le daba lo mismo y nunca iba a ver los partidos.