El talón de hierro - Jack London - E-Book

El talón de hierro E-Book

Jack London

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Beschreibung

"El Talón de Hierro" está considerada como una de las más brillantes obras pertenecientes a la "literatura de anticipación"o "distópica", al ofrecer un enfoque visionario de lo que habrá de venir en un futuro, que el autor describe como un pasado ya superado, pero que sirve para criticar el capitalismo imperante.

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Akal / Básica de bolsillo / 241

Jack London

El Talón de Hierro

Estudio preliminar de Javier Paniagua Fuentes

Traducción de Julio García Mardomingo

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Título original

The Iron Heel

© Ediciones Akal, S. A., 2011

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-3606-7

Estudio preliminar

Jack London, aventurero, escritor y defensor del socialismo

Cuando Jack London nació el 12 de enero de 1876 en San Francisco, los EEUU contaban con un siglo de existencia como Estado independiente. Habían padecido una guerra civil (1861-1865) entre los estados del Sur, partidarios de una confederación o de la simple independencia, y los del Norte que acabaron imponiéndose, estableciendo una federación de estados donde las fronteras habían queda-do delimitadas con Canadá al norte y por el sur con México. Las tierras de Texas se habían incorporado como uno más de los estados, al ser derrotado el ejército mexicano por las tropas estadounidenses entre 1846 y 1848, las cuales y ocuparon también parte del territorio de Nuevo México como tributo de guerra. Ya habían pasado los tiempos de la fiebre del oro que atrajo a California a miles de emigrantes del este de Europa y de Sudamérica, cuando en 1848 en el rancho de John Sutter se descubrieron pepitas del metal, e incluso el presidente James Polk informó de ello en un discurso al Congreso. Y todo ocurrió sin que el sistema político se resquebrajara. La Constitución de los padres fundadores continuó vigente y las elecciones se celebraban según lo estipulado. Nada importante cambió y ningún salvador de la patria vino a establecer otra forma de gobierno que no fuera la democracia que se había constituido en el texto constitucional de 1787, con sus virtudes y defectos. Algunos, los menos, habían hecho fortuna, pero una gran mayoría padeció condiciones insalubres y enfermedades crónicas o mortales. Personajes de todo tipo pululaban por las ciudades californianas tratando de buscarse la vida en oficios diversos mientras empezaban a construirse los grandes emporios industriales, con una clase obrera venida de todas partes. Ése fue el caso del padre de London, William Henry Chaney, con pretensiones de abogado, embaucador, charlatán, anticatólico militante, partidario de la eugenesia y del control de la emigración a los EEUU, que dedicó su tiempo a la astrología, a la que consideraba una «ciencia sublime», ofreciendo sus conocimientos para averiguar el destino de los que acudían a su consulta, y llegó a publicar dos grandes volúmenes sobre el tema. Su madre, Flora Wellman, era hija de una familia acomodada de Ohio, que cuando su padre, un potente constructor, se volvió a casar al enviudar, abandonó el hogar paterno y se instaló en California, tal vez a la búsqueda de una vida menos monótona y con ganas de aventura, actitud que probablemente transmitiría a Jack, más que la de una señorita de casa bien de la Norteamérica asentada del Este. Chaney nunca lo reconoció como hijo y así se lo comunicó cuando London intentó entablar contacto con él. Al parecer había pedido a su madre que abortara, pero ella, a pesar de los intentos de suicidio, decidió tenerlo y se encargó de su manutención, aunque lo dejó al cuidado de un ama de leche negra, antigua esclava, que acababa de perder a su hijo y lo crió durante su infancia. De hecho, algunos biógrafos de London destacan la carencia de amor materno que sintió y que lo persiguió toda su vida. Su madre se casó a los treinta y ocho años, después de ser abandonada por Chaney, con un hombre mayor que ella, que había tenido once hijos, algunos de los cuales habían muerto y otros estaban en un orfelinato, mientras que dos hermanastras vivieron con la nueva familia que se trasladó a la ciudad de Oakland donde el padrastro, John London, del que tomó su apellido, trabajó en distintos oficios como granjero, carpintero o albañil para mantenerlos. Su madre se dedicó entonces al espiritismo, muy en boga en la época, y conseguía algunos dólares extra como médium de una clientela deseosa de contactar con sus familiares muertos. A los once años, el muchacho tuvo que buscarse la vida realizando trabajos varios, desde el paradigma clásico de niño vendedor de periódicos que alcanzaría la gloria hasta obrero textil, pasando por carbonero y enlatador. Y dicen que fue sobre los seis años cuando se emborrachó por primera vez mientras su padre trabajaba y le ordenó que le trajera algunas botellas de cerveza, que él se bebió por el camino. Fue un muchacho pendenciero y brabucón al que le gustaba el boxeo.

EEUU iba a convertirse en la primera potencia mundial a principios del siglo xx y los emigrantes no dejaban de acudir a aquellas tierras que en la imaginación de muchos habitantes del Viejo Mundo representaban la promesa de una vida mejor. Más de cinco millones y medio de nuevos pobladores desembarcaron en la costa este del país entre 1881 y 1890 y muchos de ellos se fueron desplazando al Lejano Oeste. Cerca de nueve millones serían los emigrantes venidos principalmente de Europa o Sudamérica en la década siguiente. Nuevas ciudades, nuevos barrios, con la construcción de rascacielos y grandes fábricas con sus enormes chimeneas se fueron extendiendo por un inmenso territorio que acrecentaba, año tras año, su número de habitantes. Nacía una nueva clase trabajadora que había dejado atrás su tierra de origen y sus formas de vida para buscarse un futuro, con la esperanza de convertirse en propietarios de tierras o negocios que les permitieran superar los condicionantes sociales y económicos de las sociedades en las que habían nacido. Las cosas no fueron fáciles para una inmensa mayoría que padeció las mismas vicisitudes de explotación que en sus lugares de origen. Se intentó, entonces, poner en práctica en el Nuevo Mundo el bagaje ideológico de transformación social que habían aprendido en la vieja Europa, construido a lo largo de los siglos xviii y xix con sus ideales de igualdad económica y social. Se constituyeron sindicatos y organizaciones políticas que abogaban por el socialismo o el comunismo libertario. Su fuerza fue coyuntural y, a pesar de algunos éxitos, nunca se despegaron del feroz individualismo que se incrustó como un paradigma en la mentalidad norteamericana.

Precisamente, el sociólogo austriaco Werner Sombart escribió en 1905 un ensayo significativo: ¿Por qué no hay socialismo en los Estados Unidos? En efecto, cómo era posible que en el lugar donde el capitalismo tenía su máximo poder no existiera una fuerza socialista potente, como había pronosticado Marx, y su movimiento obrero no tuviera la consistencia de otros países europeos. Siguiendo con el esquema marxista, Sombart argumentaba la falta de feudalismo en EEUU así como una clase obrera sectorializada en diferentes etnias y nacionalidades, con tradiciones culturales propias. Afroamericanos, chinos, sudamericanos, italianos, irlandeses, alemanes, polacos, ucranianos, suecos o rusos y otros más, cada uno con sus tradiciones y guetos, construían una unidad peculiar, sostenida en la esperanza de empezar de nuevo pero manteniendo sus costumbres y religiones, y en los que iba poco a poco imponiéndose una forma de ser que generaría una manera de sentir nueva, una nacionalidad peculiar, de emociones abigarradas que se traducirían en la construcción de un espacio donde, en teoría, cada cual podía labrarse una vida propia sin que se tuviera que depender de una ideología dominante. El éxito en la conquista de una vida confortable marcaba un tipo de materialismo que enlazaba con el calvinismo o puritanismo de los primeros pobladores. No obstante, en los albores del siglo xx, el Partido Socialista Americano, liderado por Victor Debs, constituido en 1901, y que conectaba la tradición individualista republicana estadounidense con un vago socialismo, muchas veces con connotaciones religiosas evangélicas, que en general obviaba el análisis marxista, parecía tener futuro al ver aumentado su respaldo electoral con el apoyo del sindicalismo del IWW (International Workers of the World). Éste, nacido en 1905 en Chicago, había adquirido una fuerza combativa radical con la aceptación de la lucha de clases como elemento de movilización para exigir las mejoras de las condiciones laborales de la clase obrera, empleando la violencia, la propaganda activa o la desobediencia civil, y diferenciándose notablemente de la AFL (American Federation of Labor), que mantenía un claro antisocialismo y representaba, principalmente, a los trabajadores blancos cualificados identificados con el capitalismo que buscaban mejorar las condiciones salariales y conseguir la jornada de ocho horas. Los socialistas estadounidenses alcanzaron más de 400.000 votos en las presidenciales de 1904 y sus expectativas fueron mayores en las presidenciales de 1908, aunque el aumento fue poco significativo. Su mayor porcentaje lo alcanzaron en 1912 con más de 900.000 sufragios, aunque posteriormente su apoyo fue disminuyendo, especialmente después de sufrir una división interna.

A partir de la derrota de los confederados, el Partido Republicano estableció las reglas de juego de la política centralizadora federal y del impulso del nuevo capitalismo industrial y agrario, y junto a ello una nueva cultura sincrética que adoptaría caracteres propios y que fomentaría lo que ha dado en llamarse la mentalidad norteamericana. Emerson, William James, Dewey, Peirce, Holmes, entre otros, forman un conjunto de autores que darían personalidad propia a la cultura americana para afrontar los problemas prácticos de cada día y, por tanto, susceptible de ser cambiada por otra cuando ya no sirviese para adaptarse a las nuevas circunstancias. Como señala Louis Menand, establecieron «la creencia de que las ideas nunca deben convertirse en ideología, dictando algún imperativo trascendente» (Menand, 2002, p. 13), lo que proporcionaba un cierto escepticismo sobre la realidad. Todo dependía de cómo transcurrieran los acontecimientos para ir acoplándose a ellos. Cada problema tenía una solución propia y las explicaciones de los fenómenos sociales podían venir de autores distintos y contradictorios.

En ese contexto, la figura de Jack London adquiere su máxima dimensión porque su obra y su vida son un producto genuinamente americano, ya que él no tenía connotaciones con ningún colectivo de emigrantes; se consideraba un descendiente directo de los padres fundadores, donde la cultura anglosajona era la que debía ser hegemónica. No en balde London era un gran admirador de la obra de Rudyard Kipling, un defensor de la cultura blanca anglosajona como «raza» superior que debía guiar la historia del mundo. Como le había escrito a su amigo Cloudesley Johns en 1899, «las razas negras, las razas mestizas son de mala uva». London podía defender a la clase obrera explotada y abogar incluso por el socialismo, pero nunca consideró un asunto de importancia las condiciones en que vivían los afroamericanos. Sin explicitarlo, y tal vez sin saberlo, era un racista como muchos de sus compatriotas. Precisamente, con una de sus amantes, Ana Strunsky, amiga de la teórica anarquista Emma Goldman, de la que estuvo perdidamente enamorado y a la que admiraba por tener una cultura de la que él carecía, no quiso consolidar una relación estable con ella al conocer sus orígenes judíos y se limitó a tenerla como amante durante todo su primer matrimonio. Tampoco pueden olvidarse sus comentarios despectivos sobre los japoneses, con los que tuvo contacto en los viajes que realizó como marinero o como corresponsal de la guerra ruso-japonesa en 1904. Alertó sobre el peligro amarillo y escribió que algún día los chinos y los japoneses podían poner en apuros a la civilización occidental. Consideraba que por mucho que hubieran avanzado los japoneses, como se había demostrado en la derrota total infligida a la armada del zar de todas las Rusias en una mezcla de fuerza y habilidad táctica militar inesperada, los asiáticos no podían alcanzar la superioridad del hombre blanco. Incluso se cuenta que en una reunión de la agrupación socialista de Oakland maldijo a «toda la raza amarilla» y alguien le recordó que en Japón también existían proletarios y que el lema de Marx estaba vigente para todos («¡Proletarios de todo el mundo, uníos!»), a lo que London respondió: «¡Qué demonios! ¡Antes que nada soy un hombre blanco, y sólo después, un socialista!» (Kershaw, 2000, p. 180). En esta concepción de superioridad anglosajona, tal vez influyó su madre, quien mantenía los valores de la clase dominante en la que había vivido en Ohio y su superioridad sobre italianos e irlandeses, por más que se hubiera visto abocada a unas condiciones de pobreza, como una mayoría de trabajadores emigrantes. En 1899 le dijo a un amigo: «El socialismo no es un sistema ideal pensado para lograr la felicidad de toda la humanidad; está pensado para lograr la felicidad de determinadas razas afines favorecidas para que puedan sobrevivir y heredar la tierra hasta la extinción de las razas inferiores y más débiles» (Kershaw, 2000, p. 193). Así, cuando en 1908 publica El Talón de Hierro, donde analiza un tiempo ya pasado donde el capitalismo ha sido derrotado y no tiene vigencia, está refiriéndose al mundo occidental, Europa y Norteamérica, en especial los EEUU.

Muchos críticos literarios afirman que las obras de los autores se relacionan con sus experiencias vitales, con sus vivencias más íntimas. En el caso de London, la relación entre su vida y su obra es, si cabe, más estrecha. Tradujo a la narrativa todo lo que llevaba dentro a partir de sus experiencias vividas como pocos lo han hecho en la historia de la literatura. Escribía sin parar en sus noches de insomnio. No se sabe bien si vivió para escribir o escribió para vivir. Y por ello su novela autobiográfica Martin Eden, publicada en 1909, está considerada una de sus obras más destacadas. Refleja las ilusiones perdidas de alguien que quiso triunfar en el mundo literario y que únicamente lo consiguió cuando murió; del que entra a formar parte de la clase media pero siente nostalgia de su ascendencia obrera de la que se ha separado. Durante el poco tiempo que estuvo en la escuela, descubrió que le gustaba leer, y solía acudir a la Biblioteca Pública de Oakland a entusiasmarse e identificarse con los personajes de ficción, como los de la primera novela que leyó a los ocho años, Signa, de Ouida, pseudónimo de la escritora Marie Louise Ramé, que escribió gran cantidad de novelas y cuentos. Se identificó con el personaje, un pobre campesino italiano, huérfano y maltratado por la dueña de una granja que lo había adoptado, pero que supo superar sus condiciones sociales y se convirtió en un músico famoso y rico. Encontró una justificación para imaginar que él también podía cambiar su rutinaria vida como aquellos que conseguían sobreponerse a sus malas situaciones de origen con una gran fuerza de voluntad y una decidida capacidad para cumplir sus sueños. La lectura indiscriminada de narrativa, filosofía, ensayo político o poesía le llevó también al convencimiento de que la cultura era un medio para la liberación, algo que siempre intentó transmitir en sus conferencias a los militantes socialistas. Era una manera de evadirse y desarrollar su sueño de una vida distinta, ya que sintió en su infancia y adolescencia carencias afectivas por parte de una madre que le exigía que le entregara el salario de su empleo en una fábrica de conserva donde comenzó su periplo de trabajos diversos, y tomó conciencia de las condiciones de explotación de la clase obrera con un trabajo de diez horas diarias. Algunos biógrafos han considerado que su radicalismo social tenía una razón psicológica y que su animadversión al capitalismo tenía su principal base en el resentimiento hacia su madre, ante el sufrimiento de su soledad y falta de cariño materno (Kershaw, 2000, p. 61). Por el contrario, siempre estuvo agradecido a su padre adoptivo, quien había luchado en la guerra civil y sufrió una herida en sus pulmones que le condicionó toda su vida: «Mi padre –escribió– es el mejor hombre que he conocido, tan intrínsecamente bueno para sacar adelante el insípido trepar por la vida a la que un hombre debe enfrentarse si él hubiera sobrevivido en nuestro anárquico sistema capitalista» (Johnston, 1984, p. 6).

Se convirtió en experto marino cuando se enroló en un barco de carga, el Sophia Sutherland, en enero de 1893 y viajó hasta las costas de Japón. Se aficionó a la bebida en los tugurios de los muelles, algo que relataría años después en su novela autobiográfica John Barley-corn. Las memorias alcohólicas, escrita en 1913, donde da testimonio de su lucha y dependencia con el alcohol que lo llevó a un proceso irreversible, y que fue curiosamente utilizada a favor de la prohibición de tomar bebidas que se declaró en los años veinte en EEUU. Tenía ya algún conocimiento de navegación porque a los trece años había adquirido un bote que utilizaba para robar en los bancos de ostras en la bahía de San Francisco, lo que reflejó en su relato Los piratas de la bahía de San Francisco, aunque, en vista de lo arriesgado del asunto, cambió de bando y pasó a formar parte de las patrullas que controlaban a los ladrones. Después de navegar algunos meses por distintos mares, volvió a Oakland para buscar un trabajo más estable, pero se enfrascó de nuevo en la monotonía de una fábrica textil, con un salario de 10 centavos por hora. Pero su experiencia marinera le sirvió para ganar un premio literario en el San Francisco Morning Start con su relato Story of a Thyphoon off the Coast of Japan, lo que fue un aliciente para que pensara en dedicarse a escribir.

Era una época en que las eventualidades del capitalismo incontrolado provocaban alzas y bajas coyunturales que conducían a recesiones económicas, con la pérdida de miles de empleos de unos obreros que no contaban con el respaldo de protección social y se veían abocados a vivir en la miseria. Las depresiones de la economía estadounidense de 1873 a 1878, de 1883 a 1885 y de 1893 a 1987 produjeron enfrentamientos sociales y se organizaron marchas de «ejércitos de parados» (industrial army), para protestar ante el Capitolio de Washington, en las que exigían puestos de trabajo y en las que participó London como un agitador más. Sin embargo, no resistió mucho la marcha en grupo; pronto afloró su fuerte individualismo y caminó por su cuenta visitando varias ciudades como Boston o Nueva York, antes de regresar a San Francisco. En el viaje fue detenido en Buffalo y, acusado de vagancia, pasó treinta días en la penitenciaría de Erie County que le sirvieron para considerar la degradación humana en el sistema penitenciario, como reflejó en su relato The Road, donde describió los horrores sufridos por otros penados y por él mismo. Las vicisitudes que padeció en la cárcel le provocaron un miedo terrible y juró, cuando regresó a Oakland en 1894, evitar entrar de nuevo en una prisión. Durante un tiempo continuó haciendo diversos trabajos, leyendo intensamente textos sobre socialismo y penetrando en la obra de Nietzsche a través de Así hablaba Zaratrusta. Quiso estudiar en la Universidad de Berkeley, pero los problemas financieros se lo impidieron. Esa mezcla de individualismo con la cultura de la superioridad blanca y las ideas evolucionistas que conducirán ineludiblemente al socialismo fueron los elementos básicos de su pensamiento y le sirvieron para fabular la gran cantidad de novelas y ensayos que escribió. Creía, como Marx, que la historia de la humanidad se resumía en la lucha entre los explotadores y los explotados y que no había más solución que abolir la propiedad de los medios de producción.

Pero su gran experiencia vital vino de su viaje a Alaska y Canadá, al valle de Yukón, donde se estaba viviendo otra época de fiebre del oro que llevó a una gran cantidad de aventureros a una tierra inhóspita. Era una nueva versión de El Dorado estimulado por una prensa sensacionalista que fomentó los deseos de obtener las preciadas pepitas. London, que tenía veintiún años, formó un grupo que tuvo que enfrentarse a unas condiciones climáticas muy duras y no consiguió ningún resultado positivo, pero su lucha contra un terreno inhóspito, la nieve, los trineos tirados por perros amaestrados, los ríos helados, el escorbuto y la impresión ante la cantidad de caballos muertos en los caminos le proporcionó material para sus futuras narraciones, al margen de los libros sobre marxismo o evolucionismo que llevaba encima para continuar sus lecturas mientras descansaban en cualquier lugar. Una serie de cuentos sobre su experiencia en Alaska recogieron muchas de sus vivencias. En castellano se reunieron bajo el título La quimera del oro:

La mala suerte de otras regiones mineras no es nada en comparación con la mala suerte del Norte. En cuanto a los sufrimientos y penalidades no pueden escribirse en suficientes páginas de imprenta ni contarse de boca en boca. Y quienes la han sufrido cuentan que cuando Dios hizo al mundo, se cansó y, cuando llegó a su última carretilla, la tiró de cualquier manera. Así surgió Alaska (London, 2004, p. 17).

Aquel mundo le sirvió para certificar su concepción de que sólo salen adelante los fuertes, los que resisten los envites de las inclemencias de la naturaleza que va discriminando a los que no pueden soportarlas, y de que los humanos no son diferentes de las demás especies que pueblan el planeta, de acuerdo con su lectura de las tesis de Darwin en el Origen de las especies.

Compartía la visión poco rigurosa que se popularizó del darwinismo social de Herbert Spencer según la cual las sociedades se comportan de igual manera que la selección natural en los demás seres vivos. Aunque, como ha señalado el antropólogo Marvin Harris, Spencer extrae su evolucionismo social sin tener en cuenta a Darwin. El pensador inglés estaba convencido de que la naturaleza humana experimenta sus propios cambios a lo largo de su existencia y que seguirá mutando en el futuro para adecuarse a las adaptaciones biológicas que son las que provocan el progreso. La evolución es el principio por el que se rigen todas las leyes del universo. En Spencer predominan más sus ideas liberales y anticooperativas, con la defensa de la propiedad privada y su negación de una sanidad o educación públicas, que son las que más influyen en su concepción cultural y social, que las interpretaciones de Darwin. Creía que el socialismo se oponía a la ley de la evolución natural en la línea de los economistas clásicos, como Malthus o David Ricardo, que destacaron la lucha por la supervivencia en sus interpretaciones sobre los mecanismos económicos, aunque Spencer, al contrario que Malthus, daba una interpretación optimista del crecimiento de la población, puesto que cuantos más habitantes haya en la tierra más se agudizará la capacidad intelectual para conseguir mantenerse vivos y sobrevivir, aunque el avance transcurra de manera lenta en el proceso evolutivo de la humanidad (Harris, 2000, pp. 105-120).

El éxito para London vino cuando menos lo esperaba. Sentía el fracaso de su aventura en Alaska, de nuevo se incorporaba a la rutina del trabajo y a utilizar el alcohol como compensación –fue un alcohólico toda su vida adulta y nunca pudo superarlo–. Pero comenzó a escribir con ese talento innato que tenía para la narración y que iba a calar en el gran público, convirtiéndose en el primer autor de best sellers del siglo xx. La llamada de la selva (traducida también por La llamada de la naturaleza o La llamada de lo salvaje) fue considerada por la crítica desde el primer momento de su publicación por la editorial Macmillan, en 1903, como una obra clásica de la literatura estadounidense. Su primera edición, de 10.000 ejemplares, se agotó en veinticuatro horas. Después publicaría Colmillo Blanco, que no fue tan unánimemente bien recibida por la crítica. El presidente Theodore Roosevelt, amante de la caza y de los parajes naturales, consideró que London era un falsificador de la naturaleza porque creía que en realidad no sabía cómo luchan los lobos (Kershaw, 2000, p. 194). Ambas novelas fueron adquiridas por miles de lectores y los editores comenzaron a explotar el filón al mismo tiempo que London impartía conferencias sobre el socialismo venidero. Las traducciones a otras lenguas se multiplicaban y sus novelas eran leídas por un público de clase obrera o trabajadores autónomos y, además, algunas de sus novelas más famosas fueron llevadas al cine. Cuenta en sus memorias la compañera de Lenin, N. K. Kruspskaya, que el líder de la revolución soviética murió mientras leía una obra de London, El amor a la vida. Hizo también alguna incursión en la poesía y, al principio, cuando decidió ser escritor, quiso ser fundamentalmente poeta. A él se le atribuyen los versos que afirman: «Quiero ser cenizas antes que polvo / preferiría que mi chispa se consuma en un fuego brillante / en lugar de sofocarse en una seca podredumbre», como el deseo de ser antes un fuego de pasión que la insustancial polvareda.

Una editorial valenciana, Prometeo, vinculada al movimiento cultural y político de Blasco Ibáñez, publicó gran parte de sus obras. Conectaba con las ideas estéticas del naturalismo del escritor valenciano, que también tuvo un papel político en el republicanismo español de principios del siglo xx, con gran influencia en el movimiento obrero, y que dedicó parte de sus obras más representativas a recrear el paisaje de la huerta valenciana y sus conflictos sociales. London es, de alguna manera, un Zola norteamericano que supo identificarse con las clases populares con un lenguaje asequible y ameno. Sus 20 novelas, 18 colecciones de cuentos, así como sus más de 150 artículos le proporcionaron fama y dinero, que le permitieron comprarse un rancho en California, en Glen Ellen, condado de Sonoma, donde trasladaría su residencia, y en el que trabajaban unas 50 personas entre agricultores y sirvientes. Escritores reconocidos como Steinbeck, Hemingway o Kerouac lo consideraron un clásico de la literatura estadounidense, aunque otros estimaron que era un autor menor que tuvo más fama como agitador político que como escritor. Respondía todas las cartas que le remitían y se despedía con un «Tuyo por la Revolución» (se publicó una recopilación de su correspondencia en tres volúmenes con más de 1.500 misivas). Fue un icono para muchas generaciones, prototipo de escritor rebelde que luchaba por una sociedad socialista. Curiosamente, el sueño americano le llegó a él que desde su infancia había padecido las privaciones de un sistema productivo discriminatorio para los que tenían que ganarse la vida con el trabajo diario en fábricas, talleres y campos, y acabó siendo el escritor mejor pagado de su época. Despreciaba el capitalismo, pero se sirvió de él para superar sus etapas de pobreza e instalarse en el sueño americano al lograr triunfar en una sociedad donde la competencia sin límites era la regla principal del comportamiento social, y donde los que fracasaban no tenían ninguna protección, y tan sólo les quedaba acomodarse a su suerte y, en todo caso, vivir de la caridad pública, que en su época era escasa. Su individualismo vital era más fuerte que todas sus convicciones socialistas y Nietzsche le sirvió como excusa por cuanto valoraba la voluntad como un factor clave en la superación de las dificultades. Odiaba a los poderosos al tiempo que valoraba a los que habían remontado las adversidades que les condicionaron desde su infancia y consiguieron triunfar en un mundo depravado. Para él, el hombre no es un ser bueno por naturaleza como pensaba Rousseau, y el miedo superaba al amor en la naturaleza humana. Interpretó que el mundo en que vivía estaba dominado por la contradicción entre la riqueza y la pobreza, entre el individuo y la sociedad, entre los instintos y la razón, y ante las circunstancias en las que había crecido optó por defender hasta el final de sus días lo que consideró que acontecería como una fuerza ineluctable de la evolución social: el socialismo. De hecho, cuando se encontraba en el mejor momento de su fama como escritor, se desplazó a Londres y describió con toda crudeza las condiciones de vida de los barrios obreros de la capital británica, el East End, y de ahí surgió su obra El pueblo del abismo, considerada uno de los testimonios más relevadores sobre literatura revolucionaria. Antes de regresar a EEUU, viajó por Alemania, Francia e Italia sin dejar constancia de sus experiencias en los lugares que visitó.

Nunca vivió en paz consigo mismo. Fue un vagabundo que quiso hacer de la aventura una manera de evadirse de sus conflictos personales que siempre lo martirizaron. Se casó el mismo día que salió publicado su libro The son of the Wolf[El hijo del lobo], un 7 de abril de 1900, con Bess Maddern, de origen irlandés, profesora de matemáticas que había soñado con ser actriz. Su primer prometido, amigo de London, había muerto y Jack estuvo a su lado dándole ánimos. Ella cuidaba de él. Leía sus obras, las corregía y le transcribía sus manuscritos a máquina. Quería compartir sus intereses intelectuales, pero él tenía aventuras amorosas con otras mujeres como correspondía a su defensa de la libertad sexual y aunque al parecer le había dicho en diversas ocasiones que no la amaba, ella tenía la esperanza de que alguna vez lo hiciera. Había establecido dos tipos de mujeres, la que servía para el placer sexual y la compañera, mujer-madre, ama de casa, que se ocupaba de sus hijos. El matrimonio sólo era un vínculo biológico para preservar la especie y abogaba por la libertad sexual. Vivieron en los primeros tiempos de casados en una casa de Oakland, donde también residió su madre, lo que provocó en ocasiones roces y enfrentamientos entre nuera y suegra. Pronto los editores empezaron a proponerle que escribiera, sabedores de que su literatura impactaría en el gran público. Empezó entonces a ganar el dinero suficiente como para poder disfrutar de lo que hasta entonces le había sido vedado. Buena comida, vestidos, muebles modernos, libros, vinos y whisky caros. Y la cadena de diarios del magnate de la comunicación, Hearts, el personaje que caracterizó Orson Wells en su película Ciudadano Kane, le encomendó la tarea de corresponsal de guerra en el conflicto ruso-japonés de 1905. Contaba, además, con el apoyo de su amigo, el poeta George Sterling, el mayor representante de la bohemia literaria de California, para sus devaneos por los barrios libertinos de San Francisco y para asistir a los combates de boxeo a los que eran aficionados.

Tenía una gran obsesión por tener un hijo, pero le nacieron dos hijas en 1901 y 1902, Joan y Bessie, con las que mantuvo una relación difícil, especialmente después del divorcio con Bess y su nuevo matrimonio con una dama de una condición social más alta y culta, Charmian Kittredge, defensora del sufragio femenino y con gran independencia en sus comportamientos sociales en una época en la que las mujeres no tenían los mismos derechos que los varones e incluso podían ser arrestadas si fumaban en público. London se quedó prendado de la manera en que Charmian se libraba de muchos de los prejuicios que existían en torno a las mujeres y que él había criticado en sus libros. Había manifestado que «el hombre se distingue de los demás animales por ser el único que maltrata a su hembra». Su nuevo matrimonio tampoco fue feliz. Los embarazos frustrados y los deseos no cumplidos de tener un hijo varón lo alejaron de su mujer, y cada cual tuvo sus escarceos amorosos. Después de la muerte de Jack, ésta escribiría en dos volúmenes una visión edulcorada de su relación (The Book of Jack London). Hasta su fallecimiento, en 1955, se dedicó a cuidar de su imagen así como a defender el socialismo de su marido. Dio conferencias por Europa donde la fama de London fue incluso mayor que en EEUU; de hecho, los diarios dedicaron más espacio a su muerte que a la del emperador de Austria-Hungría, Francisco José, que murió el mismo día.

Los problemas económicos lo incentivaron a publicar textos cada vez menos interesantes y reiterativos que iban perdiendo crédito entre sus lectores. Además, la gran casa, la Wolf House, que se construyó en su rancho, diseñada por un conocido arquitecto californiano, Albert Farr, se quemó cuando estaba recién terminada en agosto de 1913, sin que se sepan claramente las causas que provocaron el fuego. Se sumió en una profunda depresión y se refugió en la cabaña de madera que había alzado en medio de su propiedad. También había gastado una fuerte suma al comprarse un yate, The Snark, con el que viajó con Charmian durante veintisiete meses por los mares del sur del Pacífico y Australia, añorando, tal vez, sus aventuras de marinero, y quiso, poco antes de morir, navegar hasta Hawái (Charmian relató el viaje en The log of the Snark). Era su manera de buscar nuevas experiencias que le hicieran olvidar su infelicidad matrimonial y los problemas que le planteaba la precaria situación económica de su primera mujer, de la que tenía conocimiento por las cartas que le enviaba su hija Joan, en las que le reprochaba tener abandonada y sin apoyo de ningún tipo a su primera familia, y le reclamaba alguna ayuda económica para poder atender la enfermedad de su madre.

Sus problemas con su dentadura empeoraron. En los tiempos de su experiencia en Alaska padeció de escorbuto, que le afectó a la mandíbula, lo que acentuó su dependencia del alcohol, del tabaco y los narcóticos, que entonces eran de venta libre. Aumentaron sus afecciones: fístula intestinal, hemorroides, cólicos renales, insomnio… Murió a los cuarenta años, el 22 de noviembre de 1916, y existe un debate sobre si se suicidó tomando una sobredosis de morfina, o si sus riñones dejaron de funcionar provocándole una insuficiencia renal. Su personaje, Martin Eden, en la novela del mismo nombre, y al que se considera una transcripción vital de sí mismo, también se suicida.

Su hija Joan escribiría primero una biografía literaria y política sobre su padre, Jack London and His Times, y después Jack London and His Daughters, que tardaría en publicarse por la oposición de su albacea, Russ Kingman, responsable de la fundación y el museo de Jack London. Se habían creado para recordar su memoria, impulsados por su segunda esposa y su albacea, quienes controlaron sus derechos de autor después de su muerte sin que su primera familia tuviera derecho a nada. En el segundo libro su hija distingue la calidad del escritor socialista y radical –ella misma militó en el socialismo norteamericano y fue amiga de Trotsky, quien residía en su exilio en México– de su actitud con su esposa y sus hijas. Helen Marie Abbott, segunda mujer del nieto de London, hijo de Joan, al descubrir las cientos de cartas que intercambiaron padre e hija, relataría estas malas relaciones con su primera mujer y sus hijas desmitificando su figura por su comportamiento hostil con Bess (Inheritors of a legend [Herederos de una leyenda]).

Después de muerto, se convirtió en una leyenda que duró gran parte del siglo xx. Sus obras se difundieron entre un público que veía en el socialismo la solución a los problemas sociales. En la URSS, después de la revolución de 1917, sus libros se leían en las escuelas como literatura que favorecía el espíritu revolucionario. Sin embargo, el canon literario de los últimos tiempos lo ha relegado a un lugar secundario, ha rebajado su capacidad literaria y destacado que a pesar de ser un buen narrador, con gran plasticidad en sus descripciones, fácil de leer, sus obras son un trasunto de sus aventuras personales adobadas con elementos que, en muchos casos, fueron plagios indirectos. Así había ocurrido con una de sus novelas más famosas La llamada de la selva, acusada de ser un plagio por otro autor, Egerton R. Young, que había escrito The dogs in Northland. London reconoció que se había inspirado en alguna parte de la misma, pero consideró que su versión era original. Igual ocurrió con el texto de Augustus Biddle titulado Lost in the Land of the Midnight Sun, que se reflejó en su relato Love of Live, y su propia hija, Joan, afirmó que su padre se había limitado a transcribir el libro utilizando expresiones propias.

La literatura de anticipación deEl Talón de Hierro

Además de diversos escritos divulgativos sobre el socialismo y la lucha de clases, y de cientos de conferencias impartidas en favor del Partido Socialista norteamericano de Debs, al que pertenecía, Jack London escribió El Talón de Hierro, publicada en 1908, que puede ser calificada de literatura de anticipación, utopía o distopía. Su interés radica en el enfoque visionario de lo que ineludiblemente habrá de venir en un tiempo futuro, pero que él describe como un pasado ya superado que se hizo posible mediante una revolución, lo que le sirve para criticar el capitalismo imperante que aún tardará en desaparecer. Utiliza la técnica que Oscar Tacca señala sobre el narrador en el relato (Tacca, 1985), en la que apunta que a partir del siglo xviii la novela tiende en muchos casos al secuestro del autor y para ello se emplea la fórmula de los «papeles encontrados» de la que se han servido muchos autores en la historia de la literatura, y, entre ellos, Cervantes en El Quijote. De esa manera se utilizan voces ficticias interpuestas que parecen dar a la narrativa un mayor realismo y verosimilitud, fingiendo que el libro ha sido escrito por quien ha vivido directamente los hechos.

En El Talón de Hierro encontramos un doble narrador, y esto se plasma de forma tan patente que incluso podríamos considerar que estamos leyendo dos obras sobre el mismo tema, escritas con finalidades diferentes y en tiempos y contextos distantes: la primera sería el relato propiamente dicho, mientras que la segunda, en forma de notas a pie de página, ampliaría y matizaría las opiniones y los hechos que aparecen en dicho relato. Si relacionamos esta duplicidad de voces narrativas con la estructura interna de la narración, es decir, con las partes que la constituyen, el primer componente textual que encontramos es un prólogo –«pretexto»–, en el que Anthony Meredith se nos presenta como el editor de un manuscrito que ha encontrado, siete siglos después de ser escrito, «en el corazón de un viejo roble de Wake Robin Lodge».

Este narrador nos anticipa, en las primeras líneas de la novela, la existencia de un segundo narrador-personaje, en este caso narradora, Avis Everhard, la esposa de Ernest, que cuenta la historia en primera persona, lo que obliga a tener un ángulo de visión preciso, una perspectiva constante, una información limitada que el primer narrador conoce. Dicho grado de conocimiento posibilita un tercer componente textual insertado en el supuesto manuscrito: las notas a pie de página.

Estas notas responden a la necesidad que el editor-historiador-investigador tiene de ir explicando el original encontrado. Con su glosa pretende corregir los posibles desvíos en el punto de vista de la persona que lo ha escrito. Son ajustes diversos que perfilan la técnica novelesca, ya que se atreve a cuestionar el desempeño de la función de la narradora. Pone en duda su objetividad porque, según él, es poco imparcial, ya que vivió esos acontecimientos y, además, la movía el amor a su marido: «Avis no dispuso de perspectiva. Estuvo demasiado cerca de los hechos que relató. Mejor dicho, estuvo inmersa en estos sucesos […]. Este manuscrito posee un estimable valor, aunque nos encontremos, junto con los errores de perspectiva, con la parcialidad del amor». Pero el atrevimiento del primer emisor ficticio también llega a poner en tela de juicio la información que la autora-narradora nos transmite en sus memorias: «Con todo nuestro respeto por Avis Everhard, es preciso decir que su esposo fue uno más entre los líderes que planearon la Segunda Sublevación…».

En otras ocasiones, aprovechando la omnisciencia que le da el hecho de escribir cuando los hechos ya han pasado, no duda en ampliar ostensiblemente la información del manuscrito:

Hubiera tenido que vivir Avis Everhard muchos años para ver cómo se aclaraba ese misterio. Hizo falta que transcurriera algo menos de un siglo y poco más de seiscientos años, tras la muerte de Avis, para que se descubriera la confesión de Pervaise en los archivos secretos vaticanos […]. A Pervaise lo escondieron en una galería…

Y no es menos notable el hecho de que, en su afán de dotar de verosimilitud a lo que nos cuenta y a su función de autor de una edición comentada –lo que en el ámbito académico se conoce como «edición crítica»–, el emisor ficticio, Anthony Meredith, anima a los estudiosos interesados en el tema a consultar otras obras:

El gran terremoto de 2386 arrasó todos los montículos llenando la hoya en la que Avis Everhard encontró su refugio. A partir del encuentro del manuscrito se llevaron a cabo excavaciones […]. Los estudiosos interesados en este tema podrán consultar el ensayo de Arnold Bentham, de próxima aparición.

Finalmente, sólo añadir que el papel del narrador-editor es tan importante que, sin sus aclaraciones, no conoceríamos el desenlace de la narración de Avis, que acaba bruscamente sin poder concluir la frase: «Puede comprenderse la magnitud de esta tarea cuando se tiene en cuenta…».

Pero, afortunadamente, él, como historiador, ha podido desvelar en esta edición el misterio y tomar la palabra, en una última nota a pie de página, para lamentar que la autora «[…] no viviera lo suficiente para completar el escrito, porque sin duda hubiera aclarado el misterio que durante siete siglos ha envuelto la ejecución de Ernest Everhard».

Y por encima de todo ello, su mensaje: la denuncia de una sociedad que estaba sumida en el capitalismo que había impuesto un sistema de control dictatorial y cruel que ocasiona la explotación de la mayoría de los trabajadores. Ernest Everhard, el protagonista de la novela, un superhombre socialista, autodidacta, con el físico de un boxeador profesional y buen orador, será ejecutado en 1932 después de una revolución frustrada por un sistema que no podía admitir que nadie lo cuestionara. Un capitalismo sostenido por una Iglesia cuyos ministros aceptaban las condiciones de trabajo de niños de seis o siete años que trabajaban en turnos de doce horas y cuyos beneficios servían para construir catedrales o iglesias donde acudían los propietarios para recibir el beneplácito de su comportamiento. El capítulo 7 de El Talón de Hierro, «La visión del obispo», fue tachado de plagio por ser una copia del ensayo sarcástico de Frank Harris «El obispo de Londres y la moralidad pública», publicado en 1901. London adujo que él creía que aquel trabajo que se publicó en un diario de EEUU era en realidad una transcripción fiel de lo que había afirmado el obispo londinense:

Que cada uno de vosotros, dado que vuestra riqueza os lo permite, acoja en su casa a un ladrón y lo trate como a su hermano; a alguna desgraciada y la trate como a su hermana; de esa forma, San Francisco no tendrá ya más necesidad de mantener un cuerpo de policía ni de magistrados; las cárceles se convertirán en hospitales y los delincuentes desaparecerán junto con los delitos.

El protagonista encarna la voluntad revolucionaria de transformación ante unas condiciones en las que la desigualdad marca todas las relaciones sociales. Por ello es necesario apoderarse de las fábricas, talleres, bancos, tierras y almacenes para convertirlos en propiedad colectiva, lo que provocará que los que viven en la miseria a pesar de haber aumentado la producción por la tecnología industrial puedan disfrutar de los bienes de consumo, mientras que las contradicciones del capitalismo hacen que lo que se produce no pueda ser absorbido por una población hambrienta. Destaca la importancia de que el héroe de su novela tenga una preparación teórica de la evolución sociológica y económica sobre la realidad a transformar antes de que se decida a protagonizar la revolución. Además transmite la concepción de London sobre cómo ha de triunfar el socialismo en oposición a todos aquellos que pensaban que éste vendría por métodos democráticos y no mediante una revolución violenta, tal como él solía propagar en sus conferencias. Calificaba de ingenuos a los líderes socialistas que suponían que el capitalismo podía ser derrotado en las urnas. Si los trabajadores no se unen para dar la batalla, «el talón de hierro» de la oligarquía se impondría irremisiblemente, aunque el Partido Socialista haya conseguido más votos. Y en esto era inflexible; creía firmemente que si los socialistas norteamericanos persistían en utilizar los medios democráticos, fracasarían. Estaba más cerca de los planteamientos insurreccionales del anarquismo que de la socialdemocracia pacífica a pesar de los 900.000 votos que consiguió Debs en las presidenciales de 1912.

El sistema que impone El Talón de Hierro en EEUU es el de una sociedad capitalista oligárquica donde las empresas monopolísticas se han hecho dueñas de todas las decisiones políticas y han establecido una férrea dictadura, con el control de los medios de comunicación y con una propaganda al servicio de la poderosa oligarquía represiva que, de alguna manera, prevé con clarividencia la actuación de los fascismos de los años treinta del siglo xx que se extendieron por Europa. Los intentos revolucionarios de derrocarla llevan durante mucho tiempo al fracaso, como el que inicia el protagonista en Chicago, donde los trabajadores luchan en las calles y en los rascacielos contra el ejército y los mercenarios de la oligarquía, como un trasunto de la Comuna parisina de 1871.

Diversos intelectuales progresistas elogiaron el libro. Joan, la hija de London, le hizo llegar un ejemplar a Trotsky, quien elogió la obra considerándola un análisis profético y certero de hacia donde transcurrían los acontecimientos en el sistema productivo capitalista y la derrota del proletariado ante el impulso del fascismo. De alguna manera enlaza con la obra de 1935 del escritor estadounidense Sinclair Lewis, que mantuvo una buena relación con London, It can’t happen here, en la que se describe cómo un populista, al ganar la presidencia de los EEUU, impone una dictadura, cambiando la Constitución con el apoyo de un Congreso que acepta los hechos con pasividad; se impide la libertad de expresión encerrando a los disidentes en campos de concentración y creando un cuerpo de paramilitares para contrarrestar cualquier oposición. Una serie de golpes de Estado se sucederán cambiando la tradicional democracia norteamericana y haciendo realidad lo que parecía imposible que aconteciera en los EEUU, un país que creía que su democracia era indestructible. George Orwell, el autor de 1984, había leído El Talón de Hierro y la consideraba una obra premonitoria que, de alguna manera, le había influido para imaginar su utopía negativa, pero aclaraba que «London podía prever el fascismo porque en sí mismo poseía una vena fascista». También el Premio Nobel de Literatura Anatole France consideró, en 1924, que London tenía una gran capacidad para captar el anhelo de los pueblos y predecir su futuro: «Ese peculiar genio que percibe lo que permanece oculto para la mayoría de los mortales» (Kershaw, 2000, p. 204).

Jack London se inspiró para escribir su obra en el ensayo de W. J. Guest, Our Benevolent Feudalism, publicado en 1902, donde destaca que el poder de las grandes empresas con la concentración de capitales industrial, comercial y financiero es tal que éstas son las que imponen las decisiones políticas y las condiciones laborales. Actúan como señores feudales, donde cada cual mantiene su preponderancia en un espacio geográfico y al mismo tiempo establecen las normas de gobernabilidad. El poder se identifica cada vez más con las potentes corporaciones donde los trabajadores nada cuentan en la toma de las decisiones y dependen, como los vasallos en el feudalismo, de lo que decidan los que controlan los capitales.

El libro adquirió gran difusión entre los militantes socialistas y anarquistas europeos, y de alguna manera estimuló la literatura de anticipación que tendría una fuerte dimensión en la cultura política de los obreros españoles. Fue considerada la biblia popular del socialismo. Varios de los teóricos y publicistas anarcosindicalistas españoles escribieron novelas que expresaban la visión del futuro de la sociedad anarquista; así lo hizo Higinio Noja en novelas como Un puente sobre el abismo (1932) o El sendero luminoso y sangriento (1932). También Federico Urales, en una serie de novelas por entregas, tituladas genéricamente La novela ideal, expresaba las ventajas de una sociedad sin propiedad y sin gobierno. Conecta con un tipo de literatura que desde el siglo xix tiene una amplia tradición que proporcionó obras como la de Edward Bellamy, Looking Backward, publicada en 1887, y traducida en España, con amplia difusión, bajo el título El año 2000 (1932). En ella defiende que existe una conciencia cósmica del alma humana que ha ido desarrollándose a lo largo de la historia, con una lucha entre individualismo y universalismo que terminará en un «alma del universo» que provocará una completa solidaridad, donde todos los medios de producción estarán socializados. Y en una línea parecida puede destacarse a William Morris en Noticias de ninguna parte (1890), en la que pronosticaría que una revolución popular derrotaría el orden capitalista existente y se constituirían asambleas locales para organizar la producción y el consumo.

El Talón de Hierro refleja de forma épica el triunfo del progreso que London identifica con el socialismo, que representa el triunfo inevitable de la justicia social, de la ciencia y de la razón, de una lógica que sólo puede acabar en la solidaridad de todos los seres humanos. Y que aunque todavía no haya llegado ese momento, London ya da por amortizado el capitalismo imperante y su novela se convertiría, entonces, en un producto arqueológico. No le resultó fácil su publicación y tuvo conciencia de que el libro iba a perjudicarlo en su trayectoria como escritor, pero aceptó el reto. Se vendieron en un año más 50.000 ejemplares en EEUU y un número parecido en Europa, donde el movimiento obrero tenía una mayor vinculación con las tesis socialistas. El libro perduró hasta la Segunda Guerra Mundial como un texto leído en las casas del pueblo o en los ateneos obreros, más por su visión profética que por su valor literario.

Bibliografía

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London, J.,La quimera del oro, Madrid, El País, 2004.

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Menand, L.,El club de los metafísicos. Historia de las ideas en América, Barcelona, Destino, 2002.

Raskin, J. (ed.),The Radical Jack London: Writings on War and Revolution, Berkeley, University of California Press, 2008.

Tacca, O.,La voces de la novela, Madrid, Gredos, 1985.

El Talón de Hierro

Prólogo

No se puede considerar el Manuscrito Everhard como un documento histórico importante. Según los historiadores, está plagado de errores –no errores factuales, sino de interpretación–. Al retroceder los siete siglos transcurridos desde que Avis Everhard completara ese manuscrito, los acontecimientos y sus consecuencias, para ella confusos y oscuros, aparecen más claros para nosotros. Avis no dispuso de perspectiva. Estuvo demasiado cerca de los hechos que relató. Mejor dicho, estuvo inmersa en esos sucesos.

No obstante, y como documento personal, el Manuscrito Everhard posee un inestimable valor, aunque nos encontremos, junto con los errores de perspectiva, con la parcialidad del amor. En cualquier caso, sentimos un gran aprecio por su trabajo y disculpamos generosamente a Avis Everhard por el tono épico con que describió a su esposo. Sabemos, hoy día, que no fue tan colosal la figura de su hombre, y que tuvo que afrontar aquellos sucesos con menor grandeza que la que el manuscrito tiende a hacernos creer.

No hay duda de que Ernest Everhard fue un personaje excepcional, aunque no tan grandioso como lo concibió su mujer. Ernest fue, en todo caso, uno más dentro del amplio conjunto de héroes que a lo ancho del mundo han dedicado su vida a la revolución; aunque hemos de concederle un mérito singular: su elaboración e interpretación de la filosofía de la clase trabajadora. «Ciencia proletaria» y «Filosofía proletaria» eran los términos con que se refería en su ideario; con lo que mostraba cierto provincianismo ideológico –un defecto, no obstante, al que nadie en aquellos tiempos podía escapar.

Pero, volvamos al manuscrito. Es especialmente valiosa su capacidad para comunicarnos los sentimientos en aquellos tiempos terribles. En ninguna parte encontraremos reflejada en forma tan clara la psicología de los que vivieron en el turbulento periodo comprendido entre 1912 y 1932 –sus errores y su ignorancia, sus dudas, sus temores y sus falsas valoraciones de la realidad, sus delirios éticos, sus pasiones violentas, su egoísmo y su vileza–. Se trata de hechos que a la luz de los tiempos actuales resultan muy difíciles de comprender. La historia nos muestra que estos hechos ocurrieron, y la historia y la biología nos muestran también por qué sucedieron; pero ni la historia, ni la biología ni la psicología pueden revivirlos. Los aceptamos como hechos históricos, pero mantenemos con respecto a ellos cierto distanciamiento emocional.

A pesar de ello, no resulta sencillo evitar cierta comprensión solidaria cuando recorremos el texto del Manuscrito Everhard. Nos adentramos, así, en las mentes de los actores de aquel pretérito drama histórico y por un momento sus procesos mentales son nuestros procesos mentales. No sólo comprendemos el amor de Avis Everhard por su heroico marido, sino que nuestra empatía nos lleva a compartir sus sentimientos en aquellos primeros días de la terrible opresión de la oligarquía. Podemos imaginar cómo el Talón de Hierro (un nombre muy adecuado) descendía de las alturas para aplastar a la humanidad.

De paso, comprobamos que esa expresión, ya histórica, se creó en la mente de Ernest Everhard, y que se trata de una de las propuestas que el documento recién hallado explica con mayor claridad. Anteriormente, se encontró la frase en el escrito «Ye Slaves», publicado por George Milford en 1912. George Milford fue un oscuro revolucionario del que poco sabemos, excepto la escasa información que aparece en el manuscrito; apenas se menciona en él que fue fusilado en la Comuna de Chicago. Parece probable que Milford hubiera oído la expresión en labios de Everhard en alguno de sus discursos, quizá en sus campañas para el Congreso en el otoño de 1912. A través del manuscrito sabemos que Everhard utilizó la expresión en una comida privada en la primavera de 1912. Parece claro, pues, que fue entonces cuando se utilizó esa frase para definir la oligarquía.

El porqué del rápido e irresistible auge de la oligarquía permanecerá siempre como un misterio para los historiadores y para los filósofos. En general, resulta sencillo dentro de la evolución social encontrar los pasos sucesivos que han hecho inevitable la aparición de los grandes sucesos históricos. Ha sido posible predecir su advenimiento con la misma certeza con que los astrónomos calculan los movimientos astrales. Sin la ocurrencia de sucesos históricos tan importantes, no habría sido posible ninguna evolución social. El comunismo primitivo, el tráfico de esclavos, la servidumbre de la gleba y los salarios de miseria fueron miliarios a lo largo del camino de la evolución de la sociedad. Pero resultaría ridículo asegurar que el Talón de Hierro fuera un hito necesario en ese discurrir de la humanidad. Incluso hoy se consideran como etapas retrogradas esas tiranías sociales que convertían al mundo en un infierno, pero que fueron tan necesarias como innecesario fue el Talón de Hierro.

El feudalismo fue un periodo histórico tan oscuro como inevitable; ¿pero qué otra cosa podría haber devenido tras el desmoronamiento de aquella gran máquina de gobierno que fue el Imperio romano? No es el caso del Talón de Hierro; no hay dentro del proceso de la evolución social nada que lo justifique. No fue necesario y tampoco inevitable. Permanecerá siempre como un gran enigma de la historia –una extravagancia, un espectro, un hecho inesperado e inimaginable; algo que debiera servir como advertencia a esos políticos irreflexivos actuales que teorizan tan convencidos sobre los procesos sociales.

Los sociólogos consideraron en su día el capitalismo como la culminación del gobierno de la burguesía, como el fruto maduro de la revolución burguesa. También nosotros coincidimos, hoy día, con ese juicio. Pero tras la etapa capitalista, incluso grandes intelectuales, como Herbert Spencer, preconizaban, muy a su pesar, el advenimiento del socialismo. Se sostenía, así, que tras el desmoronamiento del capitalismo depredador aparecería la primavera de los tiempos, la Hermandad del Hombre. En lugar de esto, devino algo horrible. Un periodo de la humanidad que recordamos espantados, intentando comprender cómo afectó a los que lo vivieron. El hecho ominoso fue que del capitalismo, un fruto maduro ya en descomposición, brotó una rama monstruosa, la oligarquía.

Fue demasiado tarde cuando el movimiento socialista de comienzos del siglo xx descubrió el advenimiento de esa hidra. Cuando quisieron darse cuenta, la oligarquía ya estaba allí: como una realidad espantosa y cruel. Ni siquiera entonces, como bien muestra el Manuscrito Everhard, se pensó que el Talón de Hierro fuera a ser algo duradero. En opinión de los revolucionarios, su caída era cosa de muy pocos años. Cierto es que habían comprendido que faltó planificación en la Revuelta Campesina y que la Primera Sublevación fue prematura; pero estuvieron muy lejos de imaginar que la Segunda Sublevación, planificada y madurada, estuviera abocada al fracaso, y con mayores y más terribles consecuencias.

Parece evidente que Avis Everhard completó el manuscrito durante los últimos días previos a la Segunda Sublevación; de ahí que no se mencionen los resultados desastrosos de la revuelta. Es comprensible que ella planeara llevar el manuscrito a la imprenta tan pronto como el Talón de Hierro fuera derrocado; con el propósito, sin duda, de que su marido, tan recientemente desaparecido, recibiera los honores merecidos por sus arriesgadas acciones. Tras el terrible desastre de la Segunda Sublevación, sintiendo quizá su vida en peligro por el acoso de los mercenarios, la mujer escondió el manuscrito en el tronco hueco de un roble en Wake Robin Lodge.

No hubo más noticias de Avis Everhard. Presumiblemente fue ejecutada por los mercenarios; y, como bien sabemos, el Talón de Hierro no registraba esas ejecuciones sumarias. Poco pudo imaginar Avis, incluso entonces, cuando escondió el manuscrito y trató de huir, lo terrible que resultó el aplastamiento de la Segunda Sublevación. Ni de lejos pudo imaginar los sucesos que a lo largo de los tres siglos siguientes condujeron a una Tercera Sublevación, a una cuarta y a muchas más todavía. Todas ellas resultaron ahogadas en mares de sangre hasta que triunfara el movimiento universal de los trabajadores. Tampoco pudo la mujer soñar en que durante siete siglos, su tributo de amor a Ernest Everhard, el manuscrito, reposara tranquilo en el corazón de un viejo roble en Wake Robin Lodge.

Anthony Meredith.

Ardis,

27 de noviembre de 2600 a.D.

(419 de la era de la Hermandad del Hombre)

Capítulo 1

Mi Águila