El templo de los sentidos - Benjamín Amo - E-Book

El templo de los sentidos E-Book

Benjamín Amo

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Beschreibung

De alguna forma todos hemos buscado alguna vez "el templo de los sentidos", esa especie de status quo en el que nos instalamos para responder a nuestros instintos más primarios. A lo largo de las páginas de esta novela, escrita magistralmente por Benjamín Amo, veremos como su personaje principal, Hugo, se enfrenta a su marchita existencia, una vida que parece escapársele de entre las manos sin apenas darse cuenta.
En El Templo de los Sentidos nos encontramos con una historia intensa, profunda, donde el corazón late despacio, y la lectura nos envuelve de tal manera que deseamos no terminarla nunca. El encuentro fortuito de diversas almas, cada cual descarriada por diversos motivos, pero todas unidas por un nexo, el deseo.

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El Templo de los Sentidos

Benjamín Amo

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www.eltemplodelossentidos.com

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida o transmitida en manera alguna por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Todos los derechos reservados.

© 2009, Benjamín Amo.

www.benjaminamo.es

© 2009

Púrpura, ese es el color que indica que el día acaba. Las calles comienzan a parpadear y un flujo de néctares se derraman camino de la lascivia. Es entonces cuando las agujas de los relojes empiezan a marcar el paso del tiempo con una lentitud casi eterna. Las conciencias abandonan su latente existencia, las personas se transforman en animales nocturnos, el despropósito arde prendido por la leña seca del desasosiego.

Las barras de los bares se vuelven selvas vírgenes al

amparo de la luz artificial, el acuoso contenido de los vasos juega un papel imprescindible dentro del rito del apareamiento, sólo los más fuertes consiguen su presa, los débiles sin embargo quedan pululando entre las mesas, como si estas fueran un refugio, una especie de nidos en los que cobijarse.

Pero la noche tiene un fin, y como los vampiros huyen

del sol, aquellos que gozan del oscuro silencio huyen de sus selvas, huyen de la enorme sala donde no necesitan máscara, azotados por el deseo de continuar en ella, pero hay que ocultarse, nadie debe saberlo, el morbo de la mentira lo hace 10

más bello aun. La luna desaparecerá del cielo, el oscuro manto se callará y el silencio se hará por un instante. La sala cierra sus puertas.

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I

La pereza

El sol levanta sus telas como de costumbre descolgando

el decorado de otro día cuyo fin estará marcado por el asedio lunar.

El perchero proyecta una tenue pero infranqueable sombra que sigilosa avanza por la pared, de sus escuálidos brazos de madera no cuelgan más que intermitentes manchas de felicidad y alguna camiseta de algodón desgastado.

Como cada mañana la luz entraba por la ventana rozando con sutileza los párpados de Hugo. Con los ojos cerrados puede soñar, adentrarse en una onírica felicidad. Pero todos sus sueños acaban truncados, ya sea durmiendo o despierto.

Hugo se incorpora sobre el borde de la cama y al poner

el pie en el suelo siente como el frío penetra desde la planta conectando su cerebro en “servicios mínimos”. Sus jóvenes 14

manos agitan el pelo revuelto y movilizan levemente los músculos de la cara aun estáticos tras un profundo sueño. La soledad de su apartamento era la habitual un lunes

por la mañana, aunque también se podría decir que era la misma fuera el día de la semana que fuera, sin más ecos que los de sus bostezos.

Los primeros pasos hacia el baño, con los ojos aun semicerrados, siempre constituían toda una hazaña, golpearse con ese perchero que siempre despertaba antes que él era la liturgia de cada mañana. Sin embargo ahí seguía proyectando su sombra afilada.

Al entrar al baño va directamente al lavabo y abre el

grifo del agua fría. Sin dudarlo un instante introduce sus manos bajo el torrente de realidad que le supone el hielo líquido. Cuando su cara recibe la tempestad que se recogía en sus manos, su cerebro “abre la persiana” definitivamente. Es entonces cuando se da cuenta, una vez más, de que sigue habiendo sólo un cepillo de dientes en el vaso.

Una leve sonrisa de complicidad consigo mismo, le hace autoconvencerse que no queda más remedio que avanzar un día más en su rutina: afeitarse, vestirse, desayunar... . Hugo, que jamás había destacado en nada, salvo en pasar desapercibido, en ocasiones tenía la sensación de que su 15

infancia y juventud habían atravesado su existencia como un relámpago. Su época universitaria era ya poco más que un recuerdo nostálgico. Como hecho destacable siempre se atribuía el merito, no desmerecido, de haber conseguido independizarse a la temprana edad de 24 años, una vez que comenzó sus andanzas laborales. Todo le hacía pensar que su gran momento estaba por llegar, joven, soltero, un trabajo que no le gustaba pero estable... Sin embargo, todo fue cambiando casi sin darse cuenta. Los amigos que parecían para siempre se alejaron poco a poco, como el rumor de las olas. La familia se desintegró tras haber muerto ambos progenitores, y dispersarse sus hermanos con los que mantenía el contacto justo. Y para colmo las emociones de la vida independiente y de soltería seguían haciéndose esperar. Quién le iba a decir lo que estaba a punto de pasarle.

Un solitario, pero humeante café es el desayuno que

Hugo acostumbra a tomar cada mañana mientras ve las primeras noticias en televisión. Cada vez que da un sorbo, se adentra en la negritud del contenido de la taza que tapa su campo de visión. La resignación lo empuja a salir.

16

La ciudad ya latía ajena a su presencia, la marabunta de coches, el ir y venir de viandantes, cada uno ignorante del otro y todos indiferentes entre sí, casi todos con el denominador común de las caras de sueño.

Cogió el autobús de cada mañana, el chófer ni lo miraba. Hugo sentía curiosidad por saber cómo era el lado izquierdo de la cara de aquel hombre, llevaba meses viendo solamente su perfil derecho.

Oteando hacia la parte posterior quedaba un asiento libre, aceleró levemente el paso, en el breve transcurrir por el pasillo pudo observar las caras de cuantos ya estaban sentados. Todos tenían gestos somnolientos, como perdidos, unos mirando por la ventana pero siempre a un punto fijo, otros mirando hacia delante, pero sin advertir el trasiego de vehículos ni el movimiento de los espontáneos viandantes que, como él, subían y bajaban del autobús. Cuando llegó a la altura del asiento que había elegido pudo comprobar con sorpresa que no era uno, sino dos los asientos libres. La primera decisión del día: ¿Asiento de pasillo o de ventanilla?. Tras un brevísimo titubeo se decidió por la posibilidad de ir ojeando las calles. Al sentarse giró su cuello unos grados a la izquierda, su mirada se perdió en el exterior, al igual que los otros pasajeros de ventanilla.

17

Su mente permanecía así en blanco, sólo algunos flashes temporales irrumpían en su pensamiento, demasiado breves. Tenía la impresión de sentir fogonazos de luz en su cabeza. Uno de ellos se detuvo un instante, se veía entrando a su oficina, las mismas caras otra vez, el típico trámite en el que le entregaban los expedientes de visitas diarias. El sonido de las puertas sonó en su cabeza desplazando sus triviales pensamientos, durante una fracción de segundo su mirada cambió de rumbo al mirar hacia el conductor. Alguien subía. Hugo se sintió expectante, al fin y al cabo, quedaba solo un asiento libre y estaba junto a él.

Una mujer irrumpió en la escena “picando” su bonobús.

Parecía tener unos cuarenta años, quizá menos, su piel tenia un tono dorado con un brillo especial, su perfil izquierdo daba señas de lo que sería el derecho. Una vez acabado él tramite, se giró, quedando quieta un instante. Buscaba un sitio para sentarse, Hugo la revisaba de arriba abajo con la mirada. Tenía unos ojos aparentemente verdes, pero la distancia no le dejaba verlos con claridad, su rostro contenía una belleza que colgaba de unas pequeñas arrugas junto a las cejas. Todo ello envuelto de una melena castaña, casi rubia, que llegaba hasta los hombros.

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Cuando ella comenzó el camino hacia el único asiento

libre, Hugo pudo apreciar el resto de su cuerpo. Sus caderas recordaban a las que habrían sido veinte años atrás, pero su pecho se insinuaba, sin pereza por la edad, tras el escote de su camisa.

Hugo tragó saliva y giró su cabeza nuevamente a la izquierda. Cuando ella llegó a su altura, el ya tenia la mirada nuevamente perdida en el exterior. Entonces notó que alguien se sentaba junto a él y escuchó:

–Buenos días.

–Buenos días –su voz casi fue inaudible para ella–. Buenos días –repuso en tono ligeramente más alto.

Otra vez el silencio. Él estaba relajado, mirando por la ventana. Ella también miraba por la misma ventana, luego hacia delante, y también al otro lado del pasillo. Hugo percibió que su acompañante era la única persona del autobús que parecía tener vida.

Él hacía ademanes mentales de entablar una

conversación, algo había hecho que estuviera más despierto, casi con toda probabilidad la relación efecto-causa se debía a la inhalación del perfume que parecía emanar de sus perfectamente encontrados senos.

–Parece que todo el mundo duerme en este autobús.

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–Si… es que las primeras horas de la mañana siempre

son difíciles. –contesto Hugo.

–Lo que sucede es que la mayoría de esta gente ha empezado el día hace unos minutos, como mucho hace

una hora –aclaró ella mientras cruzaba sus piernas con

sutil elegancia.

–Bueno… no se... supongo que es relativamente normal

–la duda volaba entre cada palabra de la frase.

Hugo dirigió su vista al espejo retrovisor del vehículo

y, por primera vez, veía los dos ojos del chófer

–Tal vez sea normal –dijo ella extrañada-. En ese caso,

la rara debo ser yo.

–¿Rara? ¿Por qué? –la curiosidad trepaba en su pregunta.

–Bueno… pues… como le digo, la mayoría de la gente

de este autobús empiezan el día ahora. –hizo una pausa

para humedecer sus labios-Sin embargo, yo lo estoy

terminando.

–¿Terminándolo? –Hugo giró su cabeza, mirándola directamente.Y añadió: –¿Trabaja usted de noche?

Una leve sonrisa hizo que los signos faciales de aquella mujer ganaran en atractivo.

20

–No. Lo que quiero decir es que todo el mundo en este

autobús parece inmerso en la misma rutina. Como si

vivieran por inercia. Yo me cansé de todo eso.

–¿Cambió de vida? –preguntó Hugo.

–Completamente. Yo también era así antes –ella reviso

con la vista todo el autobús-, pero... tuve mi oportunidad. Y no la dejé pasar.

–Entiendo.

–Verás, imagínate una urbanización llena de chalets adosados, todos iguales, todos pegados pared con pared,

las mismas fachadas…, la gente que va en este autobús

es así. Todos cortados por el mismo patrón, todos sumergidos en la misma indolencia: hipoteca, hijos, trabajo a las ocho de la mañana, vuelta a casa y al día

siguiente otra vez a empezar… yo era así antes. Antes

era uno más de esos chalets adosados en esa urbanización creada a base de retazos de infelicidad controlada, sin embargo, ahora he cambiado esa urbanización por una especie de jardín del edén.

Hugo desvió su mirada hacia la ventana del autobús,

perdiéndose en el abismo de fotogramas cotidianos que pasaban ante sí. Las palabras que acababa de escuchar todavía sonaban con eco en su cabeza. Le costaba creer la facilidad con la que 21

aquella mujer le había mostrado algo tan profundo, sin apenas conocerlo.

Sin apenas darse cuenta los minutos habían transcurrido

de manera inusual, su parada estaba a unos segundos de distancia.

–Bueno… tengo que… tengo que bajarme aquí.

Ella solo lo miró.

Hugo se incorporó y pasó por delante de sus piernas,

que ahora se descruzaban para darle más espacio. Al pasar por delante de ella notó el suave roce de sus rodillas en la parte posterior de las suyas, a lo que su pecho respondió con cierto grado de presión.

Se sujetó a la barra que había junto a la puerta. El autobús frenó suavemente y el sistema de apertura de las puertas emitió su acostumbrado sonido, despertándolo de su pequeño trance. Salió a la calle y un soplo de aire fresco lo hizo reaccionar de forma casi definitiva.

22

II

El epitafio del miedo es allá donde crece la infértil rama de laabominable felicidad.

La sensación aciaga de romper con ese miedo y acercarse cada vez más a las entrañas de la felicidad, esa herida es la que Carla le estaba haciendo a su existencia, a su vida. Desde hacía poco más de un mes tomaba con bastante asiduidad aquel madrugador autobús. Sin embargo, no lo hacía en las mismas circunstancias que el resto de pasajeros.

Quién le iba a decir a Carla que a los cuarenta y ocho

años sus maltratadas manos aún conservarían la tersura de antaño. Su rostro estaba enmarcado con unas cortantes, pero angulosas facciones, en las cuales el trasiego de los años no había dejado demasiada huella, sus labios tenían el tono de la fruta madura, su nariz trepaba con timidez el perfil de su cara, y aquellos ojos del color de la marihuana eran la azotea perfecta para un marco completado con una melena castaña que se descolgaba casi hasta los hombros.

La noche había llegado a su fin para ella, y el sol que ya campaba a sus anchas era síntoma de que debía ir a dormir. 26

Hacía poco tiempo podía haber tomado aquel mismo autobús aunque, eso sí, con otro punto de origen y con otro final. Pero por cuestiones del azar o, como otros lo llaman, del destino su vida había sufrido un cambio lo suficientemente considerable como para alterar de esa forma sus horas de sueño.

Hace seis meses su concepto de existencia había empezado a tambalearse.

Una tarde como otra cualquiera, tras terminar su trabajo, como vendedora de cosméticos a domicilio, se encendió un cigarro y entró en el primer bar que se tropezó. Como compañero de tertulia no llevaba más que un bolso, cuyo color negro hacia juego con su pelo. Sus caderas no eran chivatas de su edad.

Como quien se sienta en el banco de un parque a dar de

comer a las palomas, ella se sentó junto a la barra, iniciando una breve conversación con el camarero para dar de comer a su soledad. Un café con leche fue la excusa.

Hurgando en el bolso, quien sabe si buscando su felicidad, se tropezó con la pitillera. El cigarro que fumaba antes de entrar estaba aplastado en el cenicero que tenía delante, y aun teniendo todavía síntomas de vida, sacó otro de la pitillera y lo encendió.

27

En aquel momento su mirada perdida hacía pensar que

su mente había salido a dar una vuelta por el pasado, pero su cuerpo seguía siendo el propietario eventual de aquella parcela de intimidad que ella misma había construido junto a la barra.

–Aquí tiene, un cortadito.

–Gracias.

Pausadamente rompió el sobre de azúcar y lo echó casi

por completo sobre el café con leche. Como solía hacer, terminó de rasgar el sobre introduciendo en él su dedo índice, esperando encontrar en lo más profundo de los abismos el edulcorante que todavía quedaba. Unos cuantos gránulos cambiaron el sobre por la yema de aquel dedo, viajando hasta una lengua sedienta de compañeras.

Ella no lo sabía en aquel momento, pero

inconscientemente deseaba que alguien atropellara su soledad, que alguien se acercara y le preguntara si el taburete de al lado estaba ocupado, que alguien derrumbara sin preguntar el muro infranqueable que, sin saber el cómo ni el porqué, había en torno a ella.

Si su ex marido la hubiese visto meter el dedo en el

sobre de azúcar, le habría lanzado algún improperio de los que solía. Si por lo menos en esos diez años de frágil convivencia hubiera tenido algún hijo, tendría algún vínculo con la vida que 28

llevaba, sin embargo, ni eso le quedaba de su matrimonio. Tan solo recuerdos pasados por agua, impuntuales momentos de felicidad y un sinfín de fingidos orgasmos.

La música sonaba de manera lejana, y ahí estaba Carla

sin saber que hacer con su existencia, sosteniendo un cigarrillo en una mano y los recuerdos en la otra. Su mirada estaba ausente, sin rumbo definido. Pero de repente una imagen, una silueta, algo irrumpe en su mente atravesando el túnel de sus ojos. Tras la barra se encontraba lo que martilleantemente había asaltado su parsimoniosa existencia.

Carla se debatía entre el miedo y el deseo, lo prohibido y el morbo que le provocaba asaltar esa prohibición. Por su mente comenzó a pasearse una idea: “nadie te espera en casa, además ni te acuerdas de la última vez… ¡llámalo!”.

La saliva empezó a acumularse en su boca. Sentía como

la temperatura de su cuerpo subía hasta sus mejillas, por lo que soltó un botón de su camisa, dejando libremente la sensualidad de su escote rivalizando con la tumultuosidad de sus senos, ligeramente ruborizados ante la situación.

Tan sólo los primeros instantes se tradujeron en duda,

poco después la situación quedó solventada. Se había decidido, lo iba a hacer. Sólo quedaba aguardar el momento.

29

–¡Perdone! –dijo Carla atropelladamente

dirigiéndose al camarero-Me sirve… –titubeó -

un… “Jack Daniels”, por favor.

–¿Un hielo o dos?

–Uno, gracias –ya estaba hecho, no había duda-.

La sugerente botella, se encontraba en un estante de cristal, tras la barra. Suntuosa, derrochadora de atracción. Un inquietante pavor había invadido su cuerpo, apoderándose de sus sentidos. Para ella aquello constituía lo más excitante de los últimos meses. Deseaba aquella copa como un febril adolescente anhela su primer encuentro sexual. Desde la distancia observaba cada movimiento del camarero, cómo el hielo golpeaba el fondo del vaso, cómo la botella de su inesperado, aunque ansiado, “Jack” viajaba desde su cárcel de cristal para rociar el hielo, apropiándose del frío retenido en aquel pequeño glaciar.

Temerosa, a la vez que crepitante, tomó el vaso como la

joven que por primera vez estrecha con su mano un miembro masculino. Poco a poco lo llevó a su boca, hasta que el borde de cristal reposó sobre la comisura de sus labios, inclinándose y derramándose sobre su garganta. No recordaba lo que era un orgasmo, ni tan siquiera si alguna vez lo había tenido, pero aquella sensación le resultó muy parecida a lo que tantas veces 30

contaban en la peluquería durante inacabables conversaciones de sexo menopáusico.

Satisfecha dejó el vaso sobre la barra. Una y otra vez

repite el proceso hasta tropezarse con lo que quedaba del hielo, a través del fondo de cristal la luz que sale del techo difuminándose en cuatro direcciones.

El ritual había concluido, su soledad se había visto saciada por un amante fermentado que había sabido satisfacerla como ningún otro. Un encuentro esporádico, sin compromisos… quizá repetible. Pidió la cuenta y pensó en volver a su refugio, a sus cuatro paredes, a su cárcel de sueños alterados.

Volvió sobre sus pasos y abrió la puerta hacia el mundo

exterior, hacia la realidad. Las agujas de su reloj volvieron a ponerse en marcha.

Se detuvo un instante, el oscuro manto ya dejaba caer

sus fauces de espeso negror, una gota de agua cayo en su nariz y se deslizó sigilosa hasta sus labios que se liberaron el uno del otro para dejar paso a la lengua, que saboreó aquella agua de lluvia. Otra gota llegó hasta su frente, al instante sintió varias al mismo tiempo. Ya no atinó a saber el punto exacto de impacto. Toda su cara recibía impasible el llanto del cielo. Bajó la cabeza, cerró los ojos y respiró profundamente llevando, por 31

fin, aire fresco al interior de sus pulmones. Abrió de nuevo los ojos y observó cómo el asfalto aguantaba sin rechistar la lluvia. Miró nuevamente a un cielo cada vez más ennegrecido, sintió

cómo el calor del whisky recorría sus venas. Y supo que su vida tenía que cambiar. Abrochó el botón de su camisa, que antes le estorbaba, y comenzó a caminar escuchando cómo sus tacones golpeaban con despecho el pavimento de la calle.

Esa fue la tarde en la que se había iniciado la metamorfosis en la vida de Carla. Ahora tomaba aquel autobús, para ir de vuelta a casa. La noche había sido larga, agotadora. Y

cuando parecía que su próxima conversación sería con la ducha que le esperaba, se encontró con un chico que no debía tener más de veintisiete o veintiocho años. El único asiento libre estaba junto a él.

Carla se fijó en su mirada, estaba perdida. Perdida entre la multitud del exterior, totalmente ausente de su realidad física en aquel asiento. Aquella mirada le resultó familiar.