6,49 €
Ómnibus Deseo 521 El último regalo Barbara McCauley Creía que iba a cambiarle la vida a aquella mujer, pero fue ella la que se la cambió a él. El piloto Guy Blackwolf creía estar haciendo lo correcto cuando se aventuró en las salvajes tierras de Alaska a cambiarle la vida a Holly Douglas... Hasta que ella lo rescató de su avión siniestrado y su mirada despertó en él un sinfín de deseos, entre los que estaba el de hacerla suya para siempre. Pero cuando reuniera a la heredera perdida con la familia que tanto había deseado tener, sería muy difícil convencerla de que nunca podría ser completamente feliz sin su amor... Los sueños más salvajes Cathleen Galitz ¿Podría afrontar el reto de convertirse en el marido que ella merecía? Tras una injusta acusación, Jonas Goodfellow se dio cuenta de que ya había tenido suficiente mala fortuna en la vida... y eso que todavía no había conocido a su "familia". Pero ni siquiera el sentido común o su maltrecho corazón pudieron hacer que se resistiera a los encantos de la dulce Tara Summers... la fiel secretaria que siempre había creído en él. Teniéndola en sus brazos, Jonas llegaba a creer que podía alcanzar cualquier sueño. Pero entonces descubrió que Tara se había quedado embarazada. Una proposición desesperada Maureen Child Allí estaba él, cuidando niños con la mujer a la que tanto había amado... Las maniobras militares secretas eran una rutina para Sam Pearce, pero los niños eran otra cosa... especialmente cuando se trataba de dos niñas gemelas. Por eso no podía rechazar la ayuda de nadie, aunque fuera la de una mujer que había prometido amarlo y después había desaparecido sin explicación alguna. Y ahora que volvía a tener a Michelle Guillaire en sus brazos, no iba a dejarla escapar hasta que le aclarara algunas cosas...
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 562
Veröffentlichungsjahr: 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 521 - agosto 2023
© 2001 Harlequin Enterprises Ulc
El último regalo
Título original: Fortune's Secret Daughter
© 2001 Harlequin Enterprises Ulc
Los sueños más salvajes
Título original: Her Boss's Baby
© 2001 Harlequin Enterprises Ulc
Una proposición desesperada
Título original: Did You Say Twins?!
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-028-0
Créditos
Un último regalo
The Texas Tattler
Lista de personajes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Los sueños más salvajes
The Texas Tattler
Lista de personajes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Una proposición desesperada
The Texas Tattler
Lista de personajes
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Lluvia de hombres…
Señoritas, hagan su equipaje y no olviden los abrigos. Siempre hemos oído que los hombres de Alaska se mueren por un poco de compañía femenina que les caliente las largas y frías noches invernales. Pues parece que ahora esos hombres están cayendo del cielo… ¡literalmente!
Al menos es así como Holly Douglas, la heredera de los Fortune, conoció al piloto Guy Blackwolf. Parece que la familia Fortune contrató a este piloto para que fuera en busca de la reacia heredera y la trajera a Red Rock. Pero su hidroavión se metió en una tormenta y se estrelló en un lago. Por suerte, Holly estaba cerca para ayudarlo y, a juzgar por el aspecto de Guy, tuvo que dedicarle cariñosos cuidados durante su larga recuperación. Guy insiste en que todas sus heridas han sanado, pero aún parecía un poco aturdido cuando The Tattler lo entrevistó.
¿Fue la Madre Naturaleza… o fue una fuerza mucho más poderosa la que sacudió a este piloto?
Holly Douglas:
Había creído estar lo más lejos posible de la familia Fortune y del polvoriento parking de caravanas de Texas donde había crecido. Pero el destino y un apuesto desconocido al que acababa de rescatar de un accidente tenían sus propios propósitos.
Guy Blackwolf:
Fuerte y robusto como un roble, este piloto aún tenía que conocer a una mujer que pudiera sacar lo mejor de él. Y entonces se encontró de cara con la Madre Naturaleza… ¡y con Holly Douglas!
Jonas Goodfellow:
Los Fortune habían abierto sus puertas a este heredero perdido, pero ¿acaso éste había pagado su hospitalidad envenenando al cabeza de familia?
La tormenta azotaba al pequeño hidroavión como si fuera un insignificante mosquito. Los truenos retumbaban sin cesar y el viento hacía balancear peligrosamente las alas. En una violenta sacudida, el morro del avión se inclinó hacia abajo, y el aparato empezó a descender casi en picado mientras el piloto maldecía e intentaba mantener el control.
–Vamos, pequeña, quédate conmigo –masculló Guy Blackwolf entre dientes–. Hemos pasado por situaciones peores.
Un relámpago estalló a menos de diez metros del ala izquierda del avión, cegando a Guy por unos segundos. Parpadeó furioso y, agarrando con fuerza los mandos, consiguió enderezar el morro.
–Eso es, tranquila… –dijo, como si le estuviera hablando a una amante–. Ésta es mi chica.
Sabía que estaba cerca de su destino. Podía ver las copas de los árboles a unos treinta pies, y según sus instrumentos de vuelo, Twin Pines Lake estaba a cien metros. Dos minutos más y estaría sano y salvo.
Podía hacerlo. Tenía que hacerlo. Le debía un favor a un amigo, y no iba a permitir que nada, ni siquiera una horrible tormenta en Alaska, lo apartara de su objetivo. Las fuerzas de la naturaleza podían ser un duro obstáculo, pero Guy Blackwolf tenía una mujer que conocer.
Las nubes se abrieron como las garras de una bestia gigante y engulleron al avión y al piloto. El aparato volvió a sufrir una brusca sacudida y los mandos vibraron violentamente, pero Guy los mantuvo firmes. Sólo cincuenta metros más…
Soltó un grito de victoria cuando salió de los negros nubarrones y vio el lago a sus pies. Vio también el Land Rover azul aparcado junto a la orilla norte, y supo que la mujer lo estaba esperando. Bueno, en realidad Holly Douglas no lo estaba esperando a él, pensó Guy con una sonrisa. Ella creía que únicamente le llevaba la mercancía, y él había dejado que pensara eso hasta poder evaluar la situación. A ella no iba a gustarle, pero, cuando fuera el momento, tendría que decirle quién era él y por qué había ido a buscarla.
Vio a la mujer de pie en la orilla, pero no consiguió distinguir sus rasgos ni ver su pelo bajo el impermeable que llevaba. Bueno, pronto la vería bien, pensó mientras descendía.
De repente, una explosión sacudió la cola del avión. La cabina se llenó de humo y del insoportable hedor a metal quemado. Guy lanzó una maldición y luchó frenéticamente con los mandos, pero el aparato estaba cayendo sin remedio.
Iba a estrellarse y no había nada que pudiera hacer.
Holly Douglas escudriñó el cielo por encima de las copas de los árboles intentando ver el avión al que oía acercarse, pero no vio nada. La tormenta había estallado de repente, una de esas tormentas veraniegas lo bastante frecuentes para mantener el verdor de la tierra y el nivel del lago, pero que no podían retrasar a nadie que viviera allí. Ninguno de los mil doscientos habitantes de Twin Pines Lake necesitaba ir más despacio. La vida transcurría allí a su propio ritmo, lento y constante.
Al oír el avión aproximándose, Holly frunció el ceño. La lluvia arreciaba con fuerza, calando su reluciente impermeable amarillo. Puso una mueca al ver el relámpago que iluminó el cielo por el sur y volvió a fruncir el ceño. Definitivamente, aquél no era un día para volar. Los pedidos especiales llegaban cada dos semanas a bordo de los hidroaviones de Pelican Pilots, una empresa con sede en Seattle que Holly había estado usando desde que compró la tienda tres años antes. Conocía a todos los pilotos por sus nombres.
De repente el avión salió de las nubes cayendo en espiral. El motor renqueaba y por la cola salía humo. El aparato se elevó un poco y luego volvió a descender, dirigiéndose hacia el lago. Horrorizada, Holly observó cómo el piloto conseguía elevar el morro en el último momento, pero no lo bastante como para evitar la colisión. Un chirrido metálico cortó el aire cuando el avión rebotó en la superficie del lago y se detuvo a seis metros de la orilla.
Con el corazón desbocado, Holly se quitó a toda prisa el impermeable y las botas y se zambulló en el lago. Ahogó un gemido al sentir el agua helada, pero consiguió alcanzar el avión en diez poderosas brazadas. Abrió la puerta de la cabina al tiempo que el aparato se escoraba peligrosamente a un costado, amenazando con hundirse y tragarse de paso al piloto.
Su pelo era negro como el carbón, y un mechón le caía sobre la frente, manchada de la sangre que brotaba de un corte en la sien. Aturdido, intentó desabrocharse el cinturón de seguridad, pero sus manos no parecían responder.
–Ya lo tengo –gritó ella. Era difícil hacerse oír entre el ruido del motor y de los truenos.
Él la miró, con unos ojos tan grises como las nubes que cubrían el cielo, mientras ella le desabrochaba el cinturón. Sin mucha delicadeza, lo agarró del cuello de la camisa y lo sacó de la humeante cabina.
–No te muevas –le ordenó cuando él cayó al agua y empezó a agitar débilmente los brazos. Con una mano lo mantuvo fuertemente agarrado por la camisa mientras con la otra nadaba de vuelta a la orilla. El hombre era alto y robusto como un leñador, pero en el agua flotaba como un pedazo de madera.
Unos segundos después, Holly llegó a la orilla y lo arrastró a la ribera cubierta de hierba. Fue una tarea bastante difícil, pues con su ropa mojada y sus pesadas botas, el piloto debía de pesar más de noventa kilos. Jadeando en busca de aire, Holly se arrodilló a su lado.
–¿Está herido? –le preguntó en voz alta.
Él tenía los ojos abiertos, pero tenía la mirada perdida. La sangre le seguía manando del corte en la sien, mezclándose con las gotas de lluvia que le salpicaban el rostro. Holly le pasó las manos por todo el cuerpo, asegurándose de que no tuviera ningún hueso roto o alguna herida grave. Un relámpago rasgó el cielo, a unos veinte metros de distancia.
–Tenemos que meternos en mi coche –le gritó–. ¿Puede andar?
Él asintió débilmente. Intentó apoyarse en un codo. Falló y estuvo a punto de volver a caer, pero ella lo agarró por debajo del brazo y apretó su cuerpo contra el suyo. Entonces él consiguió ponerse de pie y le pasó un brazo por los hombros. Juntos recorrieron los escasos metros que los separaban del coche. Holly abrió la puerta del asiento trasero, lo hizo entrar y lo cubrió con una manta de lana. Ambos estaban tiritando por el frío y la humedad.
–Aguante –le dijo–. Voy a llevarlo al médico.
–Mi avión… –murmuró él. Hizo un esfuerzo por levantarse pero ella se lo impidió.
–Más tarde. Ahora vamos a ocuparnos de usted.
Él murmuró algo ininteligible y se dejó caer en el asiento. Inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos.
Holly se puso al volante, rezando porque las heridas del hombre no precisaran hospitalización urgente. El hospital más cercano estaba a ochenta kilómetros, y con esa tormenta tardarían casi dos horas en llegar.
Arrancó el motor y piso el acelerador, levantando tras sí una lluvia de barro mientras se dirigía de vuelta al pueblo.
El primer pensamiento que tuvo Guy al despertar fue que había tomado demasiadas copas de Quervo Gold en la cantina de Manny’s la noche anterior. Un martilleo incesante en la cabeza, palpitaciones abrasadoras en los ojos, falta de cooperación de sus extremidades al intentar enderezarse… Todos los síntomas de una noche más en su bar preferido.
Ciertamente, tenía que encontrar una solución para los viernes por la noche. Algo que no requiriese un frasco de aspirinas y tres tazas de café a la mañana siguiente.
–Eh… –se quedó helado al oír el susurro femenino junto a su oreja–, ¿está despierto?
Oh, oh… Nunca había mezclado la bebida del viernes por la noche con las mujeres. Era muy importante tener la cabeza despejada en todo lo que concernía al género femenino. Las palabras podían malinterpretarse y confundirse, y una noche de placer podía convertirse de repente en algo extremadamente complicado. Por eso él siempre tenía cuidado cuando pasaba la noche con una mujer. O, al menos, siempre lo había tenido.
Lenta y cuidadosamente, abrió los ojos.
Le llevó un momento aclarar la visión y distinguir los rasgos de la mujer. Unas cejas delicadas se arqueaban sobre unos ojos del color de la miel, con los iris rodeados por un círculo marrón oscuro. Las pestañas eran largas y espesas, de la misma tonalidad castaña oscura que los cabellos ondulados que le llegaban hasta los hombros. Posó la mirada en su boca y, a pesar del martilleo en la cabeza, no pudo sino admirar aquellos labios anchos y suaves a tan sólo unos centímetros de los suyos. La piel era lisa y pálida, únicamente salpicada de pecas en la perfecta nariz.
Y olía a… ¿desinfectante?
Extrañado, frunció el ceño. Pero, ¿quién era él para discutir con una mujer a la que le gustaba la limpieza? Con suerte, quizá le gustara cocinar también…
No tenía ni idea de quién era ni de dónde había salido, pero, qué demonios, podía haber sido peor. Él siempre había creído que había que sacar lo mejor de cualquier situación, ¿no? Todo lo que tenía que hacer era conseguir que su brazo respondiera las órdenes de su cerebro y agarrarla…
–Señor Blackwolf –dijo ella suavemente, con aquellos bonitos ojos llenos de preocupación–. ¿Cómo se encuentra?
¿Señor Blackwolf? ¿Cómo podía ser tan formal una mujer con la que se hubiera…?
Entonces pasó la vista por la habitación y se dio cuenta de que no estaba en su dormitorio. Ni en el de nadie más. Ni siquiera estaba en una cama. Estaba sobre una especie de mesa acolchada de vinilo. Una camilla. En la consulta de un médico.
Entonces lo recordó todo.
Con su fantasía hecha añicos, cerró los ojos y soltó un gemido.
–Avisaré a Doc.
–No –consiguió pronunciar a través de sus labios resecos–. Espere –volvió a abrir los ojos y la vio dudar–. Mi avión –dijo con voz ronca.
–Quincy lo ha sacado del lago –se acercó a él y lo miró con el ceño fruncido–. De momento, vamos a preocuparnos sólo por usted, ¿de acuerdo?
–Bueno, puesto que estoy vivo y de una sola pieza, no creo que haya mucho de qué preocuparse, ¿no le parece? –se apoyó sobre un codo, poniendo una mueca de dolor, y consiguió sentarse. La habitación empezó a dar vueltas y tuvo que agarrarse al borde de la camilla.
–Habla como un verdadero hombre –dijo ella con una sonrisa, negando con la cabeza–. Cuidado con aporrearse el pecho, Tarzán. Con dos costillas magulladas, puede dolerle un poco.
Maldición. Se frotó el pecho y lo sintió como si un elefante le hubiera bailado un claqué encima. Cuando volvió a enfocar la vista, clavó su mirada en la mujer. La imagen de una mano esbelta desabrochándole el cinturón de seguridad le cruzó la cabeza, la voz de alguien gritándole por encima de los truenos, el contacto de un cuerpo femenino obligándolo a caminar…
Holly Douglas.
Por lo visto, el destino tenía un curioso sentido del humor. Él había ido a cambiar la vida de esa mujer, y ella había acabado salvándole la suya. De no dolerle tanto el pecho, se hubiera echado a reír.
Vio que los extremos de sus cabellos seguían húmedos, aunque su ropa estaba seca. Obviamente, se había cambiado. Entonces bajó la mirada para ver lo que él llevaba puesto. O, mejor dicho, lo que no llevaba puesto. El camisón azul de algodón apenas le cubría los muslos. Y debajo no llevaba nada… Genial. No sólo estaba débil como un gatito indefenso, sino que además estaba prácticamente desnudo. No era el escenario que había imaginado para su primer encuentro.
–Bueno, señorita Douglas, parece que estoy en desventaja. Si es tan amable de traerme mi…
–¿Cómo sabe mi nombre? –fue como si todos sus sentidos se hubieran puesto en alerta. Sus ojos se entrecerraron cortantemente y la sonrisa se desvaneció de sus labios.
Demonios, pensó Guy. No estaba preparado para decirle quién era o por qué estaba allí. Y mucho menos en aquellas circunstancias.
–¿Quién más iba a estar esperando un envío bajo una tormenta sino la persona que lo había encargado? –preguntó, ignorando el dolor que le atravesó los músculos al encogerse de hombros–. Ahora, si no le importa, me gustaría vestirme.
Ella pareció relajarse un poco y se movió hacia una silla que había en un rincón. Guy no pudo dejar de fijarse en cómo los vaqueros se le ceñían al trasero y a sus bien contorneadas piernas, como tampoco había pasado por alto la suave curva de sus pechos bajo el jersey azul marino de cuello alto.
–Su camisa se ha manchado de sangre, y sus pantalones están rasgados –agarró una bolsa de la compra que había debajo de la silla y se la llevó a Guy–. Le he traído algo de ropa de mi tienda. Creo que le estará bien. Pero tendrá que esperar a que Doc le permita volver a hacer ejercicio físico.
–Gracias, correré el riesgo –dijo él, mirando los vaqueros y la camisa azul de franela.
–Le he traído también unos calzoncillos boxer.
Al ver un esbozo de sonrisa en aquellos labios exuberantes, Guy se preguntó si Holly Douglas había supuesto que él vestía calzoncillos boxer o si lo había descubierto de primera mano. Era obvio que alguien lo había desnudado, y puesto que había sido ella quien lo llevó hasta allí…
Decidió que no quería saberlo. Lo único que de momento le interesaba saber era cuándo podría largarse.
–Señorita Douglas… –hizo ademán de ponerse en pie, decidido a vestirse con o sin testigos, pero en cuanto sus pies tocaron las baldosas grises del suelo, las piernas se le torcieron. Ella se apresuró a abrazarlo por la cintura para impedir que cayera.
–Holly… –corrigió, manteniéndolo firme–. Tengo una regla. Todos los hombres a los que saco de aviones en llamas y a los que les llevo ropa interior deben llamarme por mi nombre de pila.
El tacto de sus brazos le pareció delicioso a Guy. Firme, pero cálido y suave, al igual que el tacto de sus pechos. Y ese sutil olor a fresas y a menta que emanaba de sus húmedos cabellos… No pudo menos que deleitarse con aquel momento.
Holly sabía que debía soltarlo, pero ella no estaba segura de que pudiera mantenerse en pie. Y, además, si se caía, le costaría mucho trabajo levantarlo del suelo por sí misma. Medía más de un metro noventa, casi veinte centímetros más que ella. Recio y fuerte como un roble… De modo que lo sostuvo, sólo unos segundos más, hasta asegurarse de que estaba bien.
Notó que aún despedía el olor de la tormenta, y sintió un intenso hormigueo en la piel. Hacía mucho que no abrazaba a un hombre… a un hombre casi desnudo como aquél, y, en contra de su intención, su cuerpo reaccionó al contacto masculino como si tuviera voluntad propia.
–Parece que debo darte las gracias… otra vez –dijo él tranquilamente.
–De nada –al oír su propia voz sin aliento sintió que las mejillas se le ruborizaban. Se recordó a sí misma que sólo se sentía responsable por aquel hombre, nada más. Había estado a punto de morir, por Dios Bendito. Las emociones estaban a flor de piel.
Y sin embargo no se movió.
Ni él tampoco.
Holly tenía la mejilla presionada contra los sólidos músculos del pecho, y podía oír los amortiguados latidos de su corazón. Él le extendió sus grandes manos por la espalda, y de repente ella no supo quién estaba sujetando a quién.
–¿Te encuentras bien ya?
–Estupendamente –respondió él.
–De acuerdo, entonces supongo que deberíamos…
En ese momento se abrió la puerta de la consulta y el doctor Eaton, «Doc» para los habitantes de Twin Pines Lake, entró en la sala. Era el único médico del pueblo, y su aspecto era como el de una versión imberbe de San Nicolás. Tenía unos ojos azules y brillantes rodeados por unas lentes redondas, unas mejillas sonrosadas y una melena espesa y blanca que llevaba atada en una cola. También tenía una risa alegre y jovial. Cuando levantó la vista del informe que llevaba en la mano y vio a Holly en los brazos de su paciente, arqueó una de sus pobladas cejas.
–Vaya, vaya… –dijo–. Parece que alguien se está recuperando.
Holly se apartó de Guy, sin saber a quién se refería exactamente Doc. Guy soltó un gruñido de dolor por el brusco movimiento y se agarró al borde de la camilla.
–Insiste en levantarse y vestirse –explicó ella rápidamente–. Tal vez lo escuche a usted, Doc.
–Si tú no has podido convencerlo, no creo que escuche a un viejo como yo –el doctor le sonrió a Guy–. ¿Cómo siente la cabeza?
–Como si el cable de resorte de mi avión se hubiera partido en dos –respondió Guy sentándose en la camilla.
–Es usted un hombre con suerte, señor Blackwolf –dijo el doctor Eaton riendo–. Muy pocos sobreviven a un accidente de avión con algo más que unos cuantos puntos de sutura y un par de costillas magulladas –sacó una pequeña linterna del bolsillo de su bata y la encendió–. Por supuesto, mañana tendrá más de un cardenal. Mire la luz, por favor, y sígala sólo con los ojos.
Mientras el doctor Eaton examinaba a Guy, Holly se quedó de pie, con las manos en los bolsillos traseros, obligándose a sí misma a mantener la mirada fija en la bolsa de algodón y en los guantes de látex que había en la mesa de la esquina. Pero su mirada no hacía más que desviarse hacia un par de piernas desnudas que se balanceaban sobre el borde de la camilla.
¿Cómo podía una mujer ignorar semejante masculinidad? No era la primera vez que veía las piernas de un hombre, pero las piernas de Blackwolf eran extraordinarias. Largas y poderosas, con unos muslos y unas pantorrillas cincelados en músculo y fibra y tenuemente cubiertas por una capa de vello oscuro. Sobre la rodilla derecha se le veía una cicatriz, que se le elevaba hasta perderse por debajo del camisón. Y mientras el médico le comprobaba los reflejos, Holly se encontró a sí misma preguntándose hasta dónde llegaría esa cicatriz y qué clase de daño habría causado.
Se reprendió a sí misma por aquel pensamiento, pero, por amor de Dios, ¿qué daño había en fantasear un poco? Se fijó en que también tenía unos pies bonitos. Grandes, con dedos rectos y suaves y uñas pulcramente cortadas.
–¿Holly?
–¿Qué? –la palabra le salió como un chillido de culpa. Alzó la vista y vio que tanto Blackwolf como Doc la estaban mirando–. Lo siento. ¿Has dicho algo?
–Te he preguntado si te importaría llamar a Russ al refugio. El señor Blackwolf necesita un lugar en el que pueda descansar unos días antes de volver a Seattle, y todas las habitaciones de la clínica están ocupadas.
–Ah, por supuesto.
Cerró la puerta tras ella, pero no antes de ver cómo Blackwolf se quitaba el camisón para que Doc pudiera examinarle las costillas. Al ver el musculoso pecho del piloto, cubierto por el mismo vello áspero y oscuro que había visto en sus piernas, el pulso se le aceleró.
No había duda, pensó mientras marcaba el número en el teléfono, Guy Blackwolf era todo un espécimen masculino.
Habló con Russ, con Ned, el dueño de la tienda de informática, con Clay, el sheriff, con Quincy, propietario de un taller de coches, y por último con Mitch Walker, dueño de una pequeña empresa de construcción a las afueras de Twin Pines Lake.
No hubo suerte.
Dejó escapar un suspiro y miró hacia la puerta cerrada de la sala de reconocimiento.
Le gustara o no, salvar a Guy Blackwolf había convertido a aquel apuesto piloto en responsabilidad suya.
¿Cómo demonios podía una mujer de cincuenta y cuatro kilos y un metro setenta y cinco subir por las escaleras a un hombre herido de un metro noventa y noventa kilos?
Sin duda muy lentamente, pensó Holly mientras aparcaba detrás de la tienda. A través del parabrisas salpicado por la lluvia, miró con el ceño fruncido los veinte escalones de madera de secuoya que conducían a su apartamento.
–Ya hemos llegado –apagó el motor y miró a su pasajero. Guy tenía una venda sobre los puntos de la sien y el ojo derecho como si hubiera recibido un puñetazo. Parecía dolorido, y aun así duro, atractivo e incluso peligroso–. ¿Crees que podrás subir esos escalones?
–Desde luego –respondió él.
–Bien –Holly salió del coche, agradecida de que el aguacero anterior se hubiera quedado en una pesada llovizna.
Rodeó el Land Rover para abrirle la puerta, pero él lo hizo por sí mismo y se dispuso a salir. Holly ahogó una exclamación cuando vio que sus rodillas empezaban a flaquear y cómo se agarraba a la puerta para no caer.
–Quizá debería ir a buscar ayuda –dijo con cautela.
–Dame sólo un momento –dijo él negando con la cabeza–. Estoy bien.
No estaba bien en absoluto, pensó ella, pero tenía que admitir que la ropa que le había llevado le quedaba de maravilla. Los vaqueros se le ceñían a sus esbeltas caderas, y la camisa de franela azul parecía haber sido hecha a medida para él. También le había llevado unas botas, pero resultaron ser demasiado pequeñas, de modo que tuvo que calzar las mismas que llevaba puestas cuando lo sacó del avión.
Y ahora, sin otro sitio al que poder llevarlo, se lo había traído a casa.
Resignada a su destino, le rodeó la cintura con un brazo y sintió el calor de su cuerpo.
–¿Listo?
Él asintió y le pasó un brazo por los hombros.
–No tienes por qué hacer esto, de verdad. Tiene que haber una cama o un sofá en algún lugar de este pueblo, algún sitio donde pueda quedarme un par de días.
–Como ya te dije en la consulta de Doc, el refugio está lleno a causa de la temporada de pesca y de los excursionistas que la tormenta ha hecho venir de Anchorage –se detuvo al pie de la escalera–. En estos momentos, no hay ninguna cama libre en el pueblo. Así que vamos allá. Despacio y con calma. Un escalón cada vez.
Hicieron un alto a la mitad cuando ella sintió que Guy se balanceaba ligeramente. No podría sostenerlo si rodaba escaleras abajo.
–Ni se te ocurra abandonar ahora –le dijo, agarrándolo con más fuerza–. Una cama caliente y una botella de Jack Daniel’s te esperan en lo alto de estas escaleras, así que muévete.
–Ésas son palabras para calentarle la sangre a un hombre, cielo –murmuró él, pero su mandíbula apretada y la frialdad con la que se agarraba a los hombros de Holly le dijeron a ésta que el sexo era lo último que se le pasaba a Guy Blackwolf por la cabeza.
Los dos estaban calados hasta los huesos cuando llegaron a lo alto de la escalera. Holly abrió la puerta y entraron en la habitación, derramando agua sobre las baldosas marrones de la entrada. Llevó a Guy hasta el pequeño sofá que había en el centro de la habitación y lo dejó caer allí. Ambos respiraban con dificultad.
–Estoy empapado –dijo él. Empezó a levantarse, pero ella lo empujó suavemente en los hombros.
–El sofá es de piel –le explicó–. Un poco de agua no lo estropeará.
Su apartamento era pequeño y acogedor, con el suelo y las paredes de madera y una gran chimenea de piedra. La había maravillado desde el primer momento que lo vio, aunque sus últimos residentes, una familia de ardillas grises, habían protestado furiosamente contra su intrusión. Tuvo una ardua tarea para limpiar el polvo y la suciedad que cubría todo, pero consiguió dejar el lugar impecable. Aprendió cómo reemplazar las tuberías rotas y las baldosas agrietadas, a tapar las goteras del techo y a reparar los cajones. En unos meses hizo completamente suya la casa: en el mercadillo local consiguió un viejo aparador, una pequeña mesa de cocina, dos sillas y una caja de madera que una vez sirvió para contener latas de salmón y que ahora hacía las veces de mesita junto al sofá.
Estaba todo lo lejos que podía de la polvorienta Texas donde su madre la había criado. Y, aunque para ella no era lo bastante lejos, en Twin Pines se sentía mejor que en ninguna otra parte. Por primera vez en su vida, era feliz.
Le encantaba vivir allí, donde nadie tenía que demostrarle nada a nadie, a salvo de las críticas y las opiniones ajenas.
Naturalmente, el pueblo no era inmune a los cotilleos. De hecho, ése era el pasatiempo favorito de los habitantes de Twin Pines, algunos de los cuales lo habían convertido en un arte. Cuando las mujeres se reunían los miércoles por la tarde en la tienda de Holly, más que una reunión era una representación teatral, con cada una de ellas intentando superar a las otras con su correspondiente dosis de habladurías. Los chismorreos se adornaban con un entusiasmo dramático, pero aunque la verdad pudiera ser más que exagerada, las historias nunca eran crueles ni dolorosas. Y Holly sabía que, a pesar de los cotilleos, no había nadie en Twin Pines que no acudiera en ayuda de sus vecinos.
Tres años atrás no hubiera creído que existiera un lugar semejante. Ni que ella podría formar parte de él. Pero así era. Twin Pines era ahora su vida. El pueblo, la gente, la tienda, los niños de la escuela elemental a los que les leía cuentos los martes y jueves por la tarde… Por nada ni por nadie cambiaría lo más mínimo de esa vida.
Sacó unas toallas del armario y le arrojó una a Guy. A continuación, se agachó para quitarle las botas.
–Tenemos que desnudarte para meterte en la cama.
–Así que he muerto y estoy en el Cielo –dijo él con una sonrisa. Echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos, pero volvió a abrirlos cuando ella le quitó una bota de un fuerte tirón–. O tal vez no –añadió con el ceño fruncido. Ella sonrió dulcemente y procedió a quitarle la otra bota, de un tirón más fuerte aún.
–Sécate el pelo, Blackwolf. Y quítate la camisa.
–Soy un poco tímido. Tal vez si te quitas la tuya primero me sienta más cómodo.
Holly lo miró con una ceja arqueada. Los grises ojos de Guy relucían maliciosamente, pero su rostro estaba pálido y su voz cargada por el agotamiento.
–Blackwolf… –le advirtió.
–No puedes culpar a un hombre por intentarlo –murmuró él, y agarró la toalla que ella le había arrojado.
Holly no sabía si reír o enojarse. Dudaba de que él tuviera las energías suficientes para llegar hasta la cama, y mucho menos para hacer realidad cualquier fantasía lujuriosa. Y además, ya era casi la hora para que hiciera efecto la medicación que Doc le había dado. Si no lo llevaba pronto a la cama, se quedaría dormido en el sofá, donde podría pillar un resfriado.
Observó sus débiles intentos por desabotonarse la camisa, hasta que finalmente le apartó las manos.
–Déjame a mí.
–¿Alguna vez te ha dicho alguien que eres una mandona? –se quejó él, pero se recostó en el sofá para que ella pudiera desabrocharle más fácilmente los botones.
–A menudo –con suavidad, le sacó la camisa de la cinturilla de los vaqueros y se la quitó, resistiendo el impulso de presionar los dedos contra la marca roja que le cruzaba el pecho–. Arriba –le dijo, tendiéndole una mano.
Guy se la tomó, pero en vez de levantarse tiró de ella hacia él.
–Ya has hecho bastante, Holly –le dijo con calma–. Voy a desplomarme en tu sofá y a quedarme aquí hasta mañana.
–La última vez que te desplomaste, señor Blackwolf, tuve que sacarte de un avión en llamas –su mano era grande y áspera, y la fuerza que emanaba de él la sorprendió. Ignoró el calor que se propagaba por su cuerpo y se concentró en lo que tenía que hacer, que era llevarlo a la cama–. Tienes una leve conmoción y un par de costillas magulladas –lo miró severamente–. Para mañana estarás sufriendo unos dolores terribles en sitios que jamás habrías pensado que pudieran dolerte. Necesitas dormir en una cama, sobre un buen colchón y con mucho silencio. Yo me levanto muy temprano, y si te quedas aquí tal vez te despierte sin querer –agarrándole aún la mano, se levantó–. Y ahora, ¿vas a venir a mi cama o voy a tener que ponerme dura?
–Y pensar que siempre tuve la fantasía de que una chica me dijera eso… –dijo él en tono melancólico. Con una mueca, se levantó y una vez más ella lo rodeó por la cintura y lo condujo al dormitorio.
–Siéntate aquí –retiró la colcha blanca y lo ayudó a sentarse en el borde de la cama.
Él pasó la vista por los cojines rosas con estampados de flores y la alfombra cuadrada de color malva. Sobre una silla blanca de mimbre había un surtido de muñecas antiguas de porcelana y un osito de peluche.
–Bonito oso.
Ella sacudió la cabeza y se acercó a la ventana. En esa época del año no llegaba a oscurecer del todo, de modo que los postigos y persianas eran necesarios para separar el día de la noche.
–El cuarto de baño está al otro lado del vestíbulo. Pondré una cuchilla de afeitar y un cepillo de dientes. Las toallas están en el armario y…
Al girarse para mirarlo, olvidó lo que iba a decir. Aun en penumbra, la imagen de él sentado en la cama, con su pecho y pies al descubierto y su pelo oscuro húmedo y alborotado, era tan íntima y personal que la dejó sin respiración.
–¿Y qué?
–Y… cuando te sientas lo bastante fuerte para ducharte, puedes usar el champú y el jabón –concluyó, aunque no estaba segura de que fuera eso lo que había empezado a decir. Abrió un cajón de la cómoda y sacó la ropa que necesitaría por la mañana.
–A propósito –dijo él mientras se metía bajo las mantas–. ¿Tengo que preocuparme de que algún oso o ratón gigante entre aquí y se extrañe de que un desconocido esté durmiendo en tu cama?
–Si estás preguntando si tengo un novio celoso, la respuesta es no –contestó ella rebuscando en el cajón de la ropa interior.
La verdad era que nunca había tenido a un hombre en su dormitorio salvo a Lester, el carpintero de setenta años que le había colocado en la ventana frente a la cama la vidriera gótica que ella había encontrado en una iglesia ortodoxa rusa demolida, en Sitka. Y Keegan Bodine, quien le había llevado e instalado el cabecero de madera de cerezo comprado en la tienda de antigüedades de Auntie M’s. Keegan era un guía de Twin Pines, soltero, de treinta y dos años y muy atractivo. Pero sólo era un amigo, nada más.
Alaska estaba llena de hombres como Keegan. Hombres duros, sanos y atractivos en busca de una mujer. Holly tenía asumido que algún día encontraría al adecuado, pero de momento prefería mantenerse libre de ataduras. Le gustaba su vida tal como era: completa y sin complicaciones sentimentales.
–¿Qué me dices de ti? –le preguntó, mirándolo por encima del hombro. Una vez más volvió a quedarse sin respiración al verlo tendido en su cama. Rápidamente apartó la mirada.
–Yo tampoco tengo novio –dijo él con un bostezo–. Ni nada por el estilo.
Holly oyó su respiración pesada y caminó hacia la puerta sin hacer ruido. Antes de salir, contempló cómo el pecho le subía y bajaba a un ritmo constante, y por un momento se permitió preguntarse cómo sería el tacto de aquellos músculos bajo sus dedos, de ese cuerpo tan…
–¿Holly?
Dio un respingo al oír su voz profunda y adormilada.
–Me advirtió que eras difícil –arrastraba las palabras de un modo casi incomprensible–. Pero no que fueras tan sexy.
Se giró de costado y esa vez Holly tuvo la certeza de que se había quedado dormido.
¿Quién le había advertido? ¿Doc? ¿O tal vez Quincy cuando Guy llamó al garaje a preguntar por su avión? Pero eso no tenía sentido. Tal vez fueran los medicamentos y el cansancio los que le hacían decir tonterías.
Sí, seguro que era eso, decidió mientras salía del dormitorio y cerraba la puerta. ¿Difícil? Y un cuerno. Ella no era difícil.
Se detuvo y se giró para mirar la puerta cerrada.
«Pero no que fueras tan sexy».
Aquellas palabras le hirvieron la sangre. ¿Otro galimatías? ¿O lo había dicho en serio?
Era más que probable que Guy les dijera eso a todas las mujeres. Y no había duda de que dejaba a su paso una larga serie de mujeres encandiladas.
¿Sexy? ¿Ella?
Se miró los vaqueros, las botas y el jersey de cuello alto que llevaba. Él no podía referirse a su ropa, ni tampoco a su pelo, que lo tenía hecho un desastre por haberse zambullido en el lago. Tampoco llevaba maquillaje… ¿Cómo podía encontrarla sexy?
Se echó a reír ante su propia ingenuidad. Aquel hombre había sufrido una conmoción. Estaba delirando. Para él, ella podría ser la musa de sus sueños. ¿Y qué? En cuanto se recuperara se marcharía, y puesto que no era uno de los pilotos habituales que la empresa mandaba, no era probable que volviese a verlo.
Sacudió la cabeza para apartar todos los pensamientos referentes a Guy Blackwolf. Ya había perdido casi un día entero de trabajo y, aunque estaba agotada, aún tenía que ocuparse de los pedidos y de las facturas. Y si algo había aprendido en la vida era que el dinero no caía del cielo.
Guy soñó con hamburguesas dobles, patatas fritas y espesos batidos de chocolate con crema y guindas. Tenía la hamburguesa en una mano y el batido en la otra. Con un suspiro, dio un mordisco a la jugosa carne, pero de repente ésta se transformó en cartón hecho trizas. Tomó un trago de batido, pero fue como tragarse un puñado de serrín.
Se despertó con una tos ronca y un dolor abrasador en el pecho. Parpadeó y entonces recordó donde estaba. En el dormitorio de Holly Douglas.
En su cama.
Cuando ella descubriese quién era él realmente y lo que estaba haciendo allí, sin duda estaría durmiendo en la calle.
Se apoyó sobre un codo y alcanzó el vaso de agua de la mesita de noche. En los dos últimos días, cada vez que despertaba había un vaso de agua junto a él. Se lo bebió entero y volvió a hundirse en la almohada. El pecho le quemaba y la cabeza palpitaba, pero por primera en dos días, su mente empezaba a despejarse.
Desde que se tumbó en aquella cama, había sentido, más que visto, la presencia de Holly. Un leve crujido, un suave susurro, el frío tacto de unos dedos en la frente… E incluso cuando ella no estaba en la habitación, percibía su olor a fresas y menta, mezclado con una fragancia que sólo le pertenecía a ella.
Hasta entonces no había hecho más que dormir y reunir las fuerzas suficientes para alguna visita ocasional al cuarto de baño. Pero ya le había dado a su cuerpo todo el descanso que necesitaba. Ahora, preparado o no, iba a levantarse de la cama.
Además, tenía tanta hambre que se comería un oso.
Pero seguramente oliera como un oso, de modo que lo mejor sería darse una ducha antes. Sacó las piernas de la cama y apoyó los pies desnudos en el frío suelo de madera. Esperó a que la habitación dejara de dar vueltas y entonces se levantó, se puso los vaqueros, agarró la camisa de franela azul y se encaminó hacia el cuarto de baño.
La ducha era demasiado pequeña y la boquilla demasiado baja para un hombre de su tamaño, pero el agua salía caliente y con suficiente presión. El familiar olor a fresas impregnaba el cuarto de baño. Se dio cuenta de que era el champú de Holly, y no pudo resistirse a olisquear el frasco que había en el estante de la ducha. Pero por mucho que le gustara aquel olor, apreció más el champú inodoro y el jabón neutro que ella le había dejado en el lavabo. Un hombre no podía ir por ahí oliendo a rosas, después de todo.
Se cepilló los dientes, se afeitó y, salvo por el dolor de cada uno de sus huesos, casi se sintió otra vez humano. Ahora el problema más acuciante era el vacío en su estómago.
De camino a la cocina, sin embargo, se fijó en el teléfono que había en la mesa junto al sofá. Tenía que llamar a Flynn y ponerlo al corriente de la situación, pero no había tenido oportunidad de hacerlo desde que cayó al lago. Sin Holly en la casa, aquélla era la mejor ocasión.
Pasó la vista por el silencioso apartamento. El primer día había estado tan aturdido que no se había fijado bien, pero ahora vio que estaba amueblado con sencillez y comodidad, con un cierto toque femenino y rústico, viejo y nuevo a la vez. Había varios libros sobre una estantería junto a la chimenea. Novelas de misterio, románticas y biografías. Observó con curiosidad que había también libros infantiles. Por lo que Flynn le había contado, nunca había estado casada. Eso no le impedía tener un hijo, pero era obvio que ningún niño vivía allí.
Se sentó en el sofá, ignorando el dolor que le traspasaba la pierna derecha cada vez que doblaba la rodilla, y agarró el teléfono para llamar a Texas.
Una profunda voz familiar respondió al tercer toque.
–Hola, Dog-Man –desde que Flynn Sinclair le había regalado a Susan, la hermana mayor de Guy, un labrador negro, Guy lo llamaba con ese apodo–. ¿Cómo va todo?
–Maldita sea B.W., ¿dónde demonios te habías metido? –rugió Flynn, usando su propio apodo para Guy–. Se suponía que tenías que llamarme en cuanto llegaras a Twin Pines.
–Ha habido un pequeño problema –Guy miró el correo abierto que había en la mesita junto al sofá, y mantuvo la mirada durante más tiempo del que cualquiera hubiera considerado correcto. Vio un aviso de una compañía de seguros y una factura sin pagar de una tarjeta de crédito–. He estado metido en la cama los dos últimos días.
–¿Ah, sí? –Flynn soltó un resoplido–. Conociéndote, seguro que hay una mujer por medio. ¿Cómo se llama?
–Holly Douglas.
Se produjo un silencio al otro lado de la línea, seguido de una explosión.
–¿Qué? ¡Maldita sea, B.W.! Te envié allí para que la trajeras a Texas a que conociera a su familia, no para que te metieras en su cama.
Guy se recostó en el sofá. Quería que Flynn sufriera un poco.
–Sólo soy un hombre, amigo. Antes de poder pensar siquiera en negarme, ella me tenía desnudo bajo las sábanas.
Mientras Flynn seguía despotricando contra él, Guy ojeó el resto del correo de Holly. Vio una carta sin abrir con la dirección de Ryan Fortune en el remitente y otra factura de una compañía eléctrica.
Tras un par de minutos, la línea volvió a quedar en silencio.
–Me estás tomando el pelo, ¿verdad? –le dijo Flynn con un suspiro–. Y yo he picado.
–Pues claro –dijo Guy con una sonrisa, fijándose en un cojín del sofá con las palabras «Hogar, dulce hogar» bordadas–. Me estrellé con el avión en el lago, y la señorita Douglas fue muy amable al rescatarme antes de convertirme en comida para los peces.
Siguió dándole detalles de lo ocurrido, incluyendo el giro que había dado el destino y que lo había tenido durmiendo en la cama de la mujer a la que había ido a buscar. Y, a pesar de las protestas de Flynn, Guy le dijo que no iba a marcharse de Twin Pines hasta que Holly Douglas accediera a volver a Texas con él.
–Será mejor que le digas pronto la verdad –dijo Flynn–, aunque tal vez acabe enviándote de vuelta en un paquete con un lazo, dejando claro que no quiere saber nada de la familia Fortune.
–Se lo diré, pero creo que es algo que debo hacer con mucho tacto, en vez de dejarlo caer como una bomba –en ese momento oyó pasos que subían los escalones–. Tengo que colgar.
Apenas tuvo tiempo de dejar el teléfono y llegar a la cocina antes de que Holly entrase por la puerta. Guy se fijó en que se había hecho algo distinto en su espesa melena castaña. Se la había recogido en lo alto de la cabeza y la había fijado con una horquilla de carey. Llevaba una chaqueta vaquera sobre un top blanco ajustado, unos vaqueros ceñidos a sus esbeltas caderas y unas botas negras de ante de senderismo.
A pesar de que su ropa ni era especialmente sexy, Guy sintió que se le aceleraba el pulso. No pudo evitar preguntarse qué llevaría bajo la tela vaquera y el algodón. ¿Más algodón, quizá? ¿Encaje?
Seda, decidió al ver cómo se movía. Sus movimientos eran tan suaves como la seda.
Entonces ella lo vio en la cocina y sus ojos dorados de tigresa se entrecerraron.
–Más te vale darme una explicación enseguida, Blackwolf –le exigió con voz dura, acercándose a él.
Guy vio la bolsa de deporte que llevaba en la mano izquierda. Una bolsa negra, de cuero… Era la suya. No la había echado en falta antes, pero obviamente ella la había sacado del avión. Intentó recordar qué contenía. Un par de camisetas, unos vaqueros, objetos de aseo, un libro en rústica cuyo título no recordaba… Nada que pudiera revelar el propósito de su viaje.
Holly dejó la bolsa en la mesa de la cocina y se cruzó de brazos.
–Tienes algo que decirme, y por tu bien espero que sea bueno.
–Debería echarte a patadas de mi casa –declaró Holly–. ¿Qué tienes que decir?
–Eh… –Guy miró su bolsa y entonces recordó la carta que había metido antes de salir hacia Alaska. Era de Flynn, y si Holly la había visto, estaba perdido. Dudó un momento y la miró a los ojos–. ¿Lo siento?
–Típica respuesta masculina con la típica falta de sinceridad. Quiero saber en qué estabas pensando.
Guy pensó unos segundos y dijo con cautela:
–¿Te vale si te digo que no estaba pensando?
–En eso tienes razón –retiró una silla de la mesa y la apuntó con un dedo–. Siéntate.
–Sí, señora.
–Y no uses ese tono conmigo.
–No, señora.
–Te has levantado de la cama y te has duchado tú solo.
Así que era aquélla la razón de su enojo, pensó Guy con una mezcla de alivio y sorpresa. Y no era irritación lo que veía en sus ojos. Era preocupación.
¿Cuándo fue la última vez que una mujer lo había cuidado? Su madre se había marchado cuando él tenía once años. Aparte de su hermana, nadie se había preocupado por él de niño. E incluso Susan se había ido.
Pero ése no era el momento para pensar en su hermana. Esos pensamientos los dejaba para la noche, cuando estaba a solas con una botella de whisky y las fotos de Susan que guardaba en el cajón de su cómoda.
Volvió a mirar a Holly y sintió una oleada de placer al ver que su preocupación era sincera.
–Bueno, señorita Douglas –la agarró de la mano–, te hubiera esperado de haber sabido que querías ducharte conmigo. Pero seguro que me he dejado algo sucio, así que no me importará darme otra ducha, si eso te hace feliz.
–Lo único que tienes sucio es tu cerebro –retiró la mano de un tirón–. Durante dos días apenas has tenido fuerzas para levantarse de la cama y andar unos metros hasta el cuarto de baño. ¿Qué habría hecho yo si te hubieras desmayado en la ducha?
–Holly, estoy bien –volvió a tomarla de la mano, a pesar de que ella se resistió–. Aprecio tu preocupación, pero en serio, estoy bien. No voy a desmayarme.
–Eso ya lo veo –dijo ella con firmeza, pero sus palabras carecían de convicción–. Le prometí a Doc que me aseguraría de que no volvieras a partirte la cabeza.
Sus dedos eran largos y esbeltos, y su piel cálida y suave.
–Lo último que queremos es preocupar a Doc –dijo él.
–Por supuesto –murmuró ella, bajando la vista a sus manos entrelazadas–. Eso es lo último que queremos.
–Holly –pronunció su nombre con suavidad, y la hizo sentarse a su lado–, te agradezco todo lo que has hecho por mí. Sacarme del lago, llevarme al médico, traerme a tu casa, dejarme dormir en tu cama… Pero, ¿cómo sabes que no soy un psicópata o un asesino en serie?
–¿Y cómo sabes que no eres tú quien se está arriesgando? –preguntó ella con una sonrisa maliciosa–. ¿Has visto la película Misery? ¿No se te ha ocurrido pensar que en mi jardín trasero pueden estar enterrados los huesos de todos los hombres que he traído a casa? El calcio es muy bueno para las rosas, ¿sabes?
–Tus manos no parecen haber escarbado en la tierra –dijo él, acariciándole los nudillos con el pulgar–. Son demasiado suaves y delicadas.
–Las cosas no siempre son lo que parecen –replicó ella, balanceándose ligeramente hacia él.
Guy sintió una punzada de culpa al oír aquello, pues sabía que no había sido del todo sincero con ella. Aunque tampoco le había mentido. Simplemente, le había ocultado información.
–Holly –le dijo suavemente–, quiero que sepas que puedes confiar en mí.
Ella arqueó una ceja e inclinó la cabeza.
–La confianza es algo que hay que ganarse, Guy. No te conozco lo suficiente para eso.
–Claro que sí –respondió él–. Tal vez no sepas qué música me gusta o cuál es mi deporte favorito o qué coche conduzco. Pero me conoces, probablemente mejor que muchas personas.
A Holly le resultó extraño oírlo decir aquello, y sin embargo tuvo la sensación de conocerlo. No sabía por qué sentía eso, pero desde que lo sacó del avión había percibido algo entre ellos que no podía explicar. Una especie de extraña conexión. Y los dos días que había pasado cuidándolo sólo habían intensificado el vínculo.
Pero, ¿podía confiar en él? Había aprendido a una edad muy temprana que la confianza podía arruinar las vidas y romper los corazones. Para ella la confianza era un bien muy preciado, incluso sagrado, y no estaba preparada para entregárselo a aquel hombre.
El tacto de su mano era áspero, su piel, bronceada, sus húmedos y negros cabellos estaban peinados hacia atrás, despejando su rostro recién afeitado. Un rostro de facciones duras y angulosas, con una boca sensual, una mandíbula cuadrada, y unos intensos ojos grises de lobo que la dejaban sin respiración cada vez que sus miradas se encontraban. Olía a jabón, a champú y a hombre…
Holly no estaba exactamente segura de cómo o cuándo el aire de la cocina se había vuelto tan denso, o por qué le costaba tanto recordar la razón por la que había subido a casa cuando tenía tanto trabajo en la tienda. Y lo peor de todo: no sabía por qué permanecía allí de pie, permitiendo que ese hombre le sujetara la mano y tirara de ella hacia él, como si fueran una pareja de amantes en vez de simples conocidos.
Vio el pulgar de Guy trazar círculos sobre sus nudillos y sintió una espiral de calor que le subía por el brazo. Supo entonces que lo que había entre ellos no era nada simple. Era tan complejo como oscuro y erótico. Seductor.
Confuso.
No quería aquello. No quería esos sentimientos ni esas complicaciones. Había química entre ellos, eso era innegable. Y era más fuerte que nada que hubiese experimentado antes. Pero Guy Blackwolf sólo estaba allí de paso. Era agradable flirtear un poco, pero nada más. Cualquier otra cosa podría ser muy arriesgada. Y aunque ella asumía riesgos con su negocio, con su dinero e incluso con su vida, no estaba dispuesta a arriesgarse con su corazón. El precio era demasiado grande.
–¿Tienes hambre? –retiró la mano y se irguió, enojada al descubrir que le temblaban las rodillas.
–Pensé que nunca lo preguntarías –dijo él con una sonrisa.
–Tengo que advertirte… –abrió la despensa que había junto a la nevera y rebuscó entre las latas–. Yo no cocino. ¿Sopa de pollo o ternera enlatada?
–¿No cocinas? Y yo que pensé que había encontrado a la mujer perfecta –soltó un triste suspiro–. En fin… sopa de pollo.
Ella hizo girar los ojos y sacó una sartén y un abrelatas.
–Quincy sacó tu bolsa del avión. Supongo que ahora que te has levantado necesitarás algunas cosas.
–Gracias.
–Ha dejado tu avión detrás de su tienda –dijo ella mientras abría la lata–. Dentro de un día o dos, cuando puedas andar bien, te llevaré para que examines los daños. Quincy dijo que la cola estaba muy mal, pero que puedes…
Al recibir el tacto de su mano en el brazo, el abrelatas se le escurrió de los dedos. Había estado tan ocupada abriendo la lata que no lo había oído acercarse por detrás.
–Yo me ocuparé de esto –le dijo él, quitándole el abrelatas–. Seguro que tienes cosas más importantes que hacer que cuidar de mí.
Y así era, pero estando tan cerca de él en la pequeña cocina no podía pensar en esas cosas. Lo vio abrir la lata y verter el caldo en la sartén que ella había colocado en el fuego.
–Los cuencos están en ese armario a tu derecha –le dijo–. Los cubiertos en el cajón a tu izquierda. Creo que hay algunas galletas en la despensa.
–De acuerdo.
–Bueno, tengo que volver al trabajo –empezó a retroceder y tropezó con una silla. Él volvió a sujetarla de la mano, y a ella volvió a resultarle difícil pensar con claridad.
–Ah, la televisión se ve bastante bien, pero sólo recibe un par de canales. Si te duele la cabeza, tienes aspirinas en el armario del cuarto de baño, o si necesitas un…
–Holly, estoy bien. Vete.
–De acuerdo –se dirigió hacia la puerta pero se detuvo–. Oh, creo que también hay galletas en la despensa.
–Eso ya lo has dicho –dijo él con una sonrisa–. Gracias.
Maldición. Había estado en compañía de muchos hombres varoniles y atractivos, y ninguno la había hecho ruborizarse, tropezar o repetirse. Definitivamente, Guy Blackwolf empezaba a irritarla.
–¿Holly?
Ella tenía la mano en el pomo de la puerta. Miró por encima del hombro y lo vio observándola con sus penetrantes ojos grises.
–Creo que esta noche deberías dormir en el dormitorio.
El pulso se le aceleró mientras lo miraba. ¿Tan evidente había sido su atracción que Guy había supuesto que se acostaría con él?
–Mira, Blackwolf –le dijo entornando los ojos–, sólo porque seas un hombre atractivo con un buen cuerpo no significa que todas las mujeres estén esperando una invitación para acostarse contigo. Gracias, pero no.
Él la miró con una ceja arqueada.
–Sólo estaba sugiriendo que esta noche durmiera yo en el sofá –dijo sonriendo–. Pero gracias de todos modos por el cumplido.
–Ah… Lo siento –maldición, maldición. Había vuelto a hacerlo. Se había puesto en ridículo otra vez–. Pensé que tú… Quiero decir, supuse que… Oh, no importa.
Rápidamente, antes de que él pudiera ver cómo se ruborizaba, salió por la puerta.
No estaba segura de si se sentía aliviada o decepcionada.
–¿Cómo que te marchas? No puedes hacerme esto ahora. ¿Es que no significo nada para ti?
–Lo eres todo para mí. Por eso me marcho. ¿No lo entiendes?
Con un paquete de galletas de chocolate en una mano y el mando a distancia en la otra, Guy estaba sentado en el sofá viendo el único canal que había conseguido sintonizar en el televisor. Después de que Holly se marchara se había mareado un poco, por lo que tuvo que permanecer tumbado. Había intentado leer, pero no podía distinguir las palabras, así que optó por ver la televisión.
Por lo que pudo imaginarse, lo que estaban emitiendo era el culebrón titulado Storm’s Cove, una telenovela que transcurría en una pequeña comunidad costera de Seattle, continuamente salpicada por los escándalos y el sexo. Guy había vivido cinco años en Seattle, y estaba asombrado de que semejante despliegue de lujurias y traiciones se hubiera desarrollado bajo sus narices.
En aquel momento, una rubia llamada Victoria había sorprendido a Gerald, el hombre al que amaba, haciendo la maleta, dispuesto a marcharse de su lado.
–No entiendo nada –se lamentaba Victoria–. Sólo que estás renunciando a nuestro amor, como si yo no fuera más que unos zapatos viejos.
–¿Cómo puedes decir eso? –gritó Gerald–. Nunca serías eso para mí, Victoria. Nunca. Sabes que te amo.
–¡Mentiras! ¡Mentiras! Todo ha sido una mentira. Regresaste de la muerte para volver conmigo y con Emily, la hija que nunca habías conocido, y ahora te vuelves a marchar. ¿Cómo podré vivir si te vas?
Gerald agarró a la rubia por los hombros y puso una mueca de angustia.
–No digas eso, Victoria. Volveré contigo y con Emily, lo prometo, pero no hasta que encuentre al responsable de la muerte de mi hermano.
¿Cómo podía ver alguien esa basura?, se preguntó Guy tomando otra galleta. ¿A quién demonios le importaba si aquel cretino se marchaba o no?
De repente, la habitación en la que estaban Gerald y Victoria explotó en llamas. Al fin se ponía interesante, pensó Guy recostándose en el sofá. Pero justo entonces se produjo un corte publicitario. Esperó comiendo galletas a que volviera la escena, pero lo único que volvió fue la música y los créditos. Se quedó mirando boquiabierto la pantalla. ¿Así se acababa? ¿Sin dejar una pista de lo que les ocurría a Victoria y a Gerald?
Imaginó que sería la táctica empleada por los productores para que la audiencia se mantuviera fiel día tras día, pero maldito fuera él si dejaba que lo manipulasen con tanta facilidad. Sólo era una seria televisiva, con unos pésimos actores leyendo sus diálogos al tiempo que actuaban.
Frunciendo el ceño, apagó el televisor y fue a la cocina a dejar las galletas.
Era una cocina acogedora. Pequeña pero ordenada, con armarios de roble y cortinas azules en la ventana sobre el fregadero. Sobre la encimera blanca de formica se alineaban recipientes amarillos de cerámica, y junto a la hornilla colgaba el recorte de una vaca pintada a mano, con un pequeño cencerro de cobre.
Se dio cuenta de que Flynn no le había hablado mucho de Holly. Sabía que era de Dallas y que había crecido a ciento veinte kilómetros de donde había vivido su propia familia. Y sin embargo allí estaba, en Twin Pines, dirigiendo un negocio y trabajando duro. Salvando pilotos de accidentes aéreos y llevándolos a su cama para que se recuperaran. Lo mismo que haría cualquier otra mujer…
Nunca había conocido a nadie como ella. Tal vez se hubiera topado con alguna tan hermosa, o con un cuerpo tan espectacular como el suyo, o con alguna que lo hiciera reír tanto como ella.
Pero nunca había conocido a una mujer con todas esas virtudes a la vez, ni a una a la que no pudiera quitarse de la cabeza. Una mujer que con un simple roce le acelerara el pulso y le hirviera la sangre.
Antes, se había sorprendido de lo mucho que deseaba besarla. Tanto como lo sorprendía no haberlo hecho. Para él, el sexo era algo muy sencillo. Si un hombre y una mujer se atraían, el resto era fácil. Y no había duda de que Holly se sentía atraída por él. Lo había visto en el aluvión de emociones reflejadas en su rostro cuando le sostuvo la mano, cuando permaneció de pie a su lado…
Cuando le dijo que debería dormir en la cama.
Al recordar su sorpresa y su indignación, no pudo evitar una sonrisa. Holly había creído que se refería a hacer el amor, y su mirada habría sido capaz de congelar la lava. Y sin embargo, a pesar de su evidente irritación, hubo una respuesta: su respiración contenida, el brillo dorado en sus ojos, el ligero rubor en sus mejillas. Puro deseo. Y él también lo había sentido.
En circunstancias normales, habría seguido el juego. Pero aquello era diferente. Había ido allí a hacerle un favor a un amigo. A hablar con Holly, no a seducirla.