El único amor - Sheri Whitefeather - E-Book

El único amor E-Book

Sheri WhiteFeather

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Beschreibung

Aquella mujer ocultaba un secreto que podía destruir de nuevo el amor que había entre ellos Encontrar a su novia en su puerta con un bebé en los brazos fue una verdadera sorpresa para Michael Elk. La bella Heather Richmond le había destrozado el corazón cuando desapareció hacía dieciocho meses. Ahora le pedía que aceptara ser el padre del hijo de su hermano... Para proteger a su sobrino, Heather tuvo que pedirle ayuda al único hombre que había amado en su vida. Pero compartir casa con el irresistible Michael Elk hizo que pronto se muriera de ganas por compartir también la cama.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Sheree Henry-WhiteFeather

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El único amor, n.º 1307 - julio 2016

Título original: Cherokee Dad

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2004

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8731-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

La lluvia golpeaba con fuerza los cristales, mientras los rayos recorrían con estrépito el cielo. Los intermitentes truenos le recordaron al indio Michael los seres mágicos de las tormentas sobre los que tantas historias cheroquees se basaban.

Michael siempre había ignorado esas creencias. Pero una noche borrascosa como aquélla invitaba a preguntarse si los espíritus estarían allí fuera, llevando a cabo las labores que el Creador les había encomendado.

Otro trueno lo sobresaltó.

Dejó sobre la mesa la cerveza que tan celosamente había estado sujetando en la mano y se dijo a sí mismo que tenía que controlarse. Una vieja película de Hitchcock y una tormenta no podían sobresaltarle así.

Entonces, ¿por qué tenía la sensación de que algo imprevisto estaba a punto de suceder en su vida?

Otro trueno hizo retumbar la casa. Michael recorrió con la mirada la habitación para asegurarse de que todo estaba bien.

Vivía en una casa blanca y roja, en una granja de Texas Hill Country, la misma en la que había nacido. Aquel lugar le proporcionaba toda la paz que necesitaba… al menos la mayor parte del tiempo.

De nuevo, el estrepitoso golpear del trueno atolondró sus oído. Aunque, en aquella ocasión, había sonado demasiado próximo… como unos golpes en la puerta…

Y volvieron a sonar. Se preguntó si los espíritus de la tormenta tendrían por costumbre llamar de aquel modo. Luego se maldijo a sí mismo por su necedad y se levantó a abrir.

Lo que se encontró lo sorprendió casi tanto como si de un ente mágico se hubiera tratado.

Heather Richmond estaba allí, de pie, ante él, chorreando agua y con un fardo sujeto entre los brazos.

Heather, la misma mujer que hacía un año y medio había desaparecido sin dejar rastro, provocándole el mayor dolor que jamás había sentido.

Sus miradas se encontraron y Michael sintió que el corazón se le agitaba en el pecho.

El agua había empapado los rubios cabellos de Heather y las gotas alojadas en sus largas pestañas daban un brillo aún más azul a sus ya hermosos ojos.

–Llamé al timbre, pero no funciona.

Él no pudo responder; sólo la miraba, mientras trataba de controlar sus emociones. El bulto que llevaba en los brazos se agitó. Parecía un bebé.

Pero, ¿de quién sería aquel niño? ¿Sería suyo o de algún otro hombre que había ocupado su lugar en el corazón y la cama de Heather?

No había sabido nada de ella desde que se había marchado a una supuesta convención en California. Después de aquello se había desvanecido en el aire.

Había denunciado su desaparición a la policía, temiendo que le hubiera sucedido algo espantoso. No había dado señal alguna hasta aquel momento.

–¿Puedo pasar? –preguntó ella.

Él habría querido decir que no. Pero la manta se removió y una pequeña mano asomó entre los ropajes.

No podía echar al pequeño de su casa; no si era suyo.

Sin mediar palabra, Michael se apartó para permitirle a Heather que entrara a la misma casa que un día habían compartido.

Ella pasó al salón, dejando las marcas de sus pies sobre el suelo de madera. Luego retiró los húmedos ropajes que envolvían al pequeño durmiente y apareció una diminuta cabecita cubierta con una fina mata de pelo negro.

Michael miraba a Heather, mientras recordaba el último día que habían compartido juntos.

La convención a la que supuestamente había de asistir nunca tuvo lugar. Al poco tiempo, descubrió que el dinero que había recibido del seguro de su madre había sido retirado de su cuenta de Los Ángeles.

El informe policial concluyó que había desaparecido intencionadamente y, puesto que no había cometido crimen alguno, no cabía la posibilidad de una investigación sobre su paradero.

No obstante, habían dado con un dato importante: las autoridades habían descubierto que Reed Blackwood, su medio hermano, estaba por entonces viviendo en Los Ángeles y había abandonado la ciudad el mismo día en que Heather había sacado todo el dinero de su cuenta.

Pero Reed ya estaba en libertad y podía viajar libremente adónde quisiera.

Michael llegó a considerar la posibilidad de contratar a un detective privado, pero su orgullo se lo había impedido. ¿Por qué iba a buscar a una mujer que le había mentido de aquel modo, que lo había abandonado y herido?

–¿Michael? –ella dijo su nombre y él la miró–. ¿Podríamos quedarnos aquí esta noche?

–Sí.

Después un tenso silencio llenó la sala. ¿Pensaba decirle de quién era el niño o no? ¿Iba a darle algún tipo de explicación?

Finalmente, ella habló:

–¿Podrías traer la cuna portátil que tengo en el coche? También hay una pequeña maleta que necesito, y una bolsa de pañales.

«¿Qué tiempo tendrá el niño?», se preguntó él, mientras recogía las llaves del coche y se aventuraba a salir. ¿Acaso se había marchado embarazada?

La lluvia le golpeó la cara.

Suponía que el coche sería alquilado. Heather se había dejado el suyo al huir de allí.

Sacó lo que le había pedido y se lo llevó.

Ella le dio las gracias y volvió el silencio.

–¿Puedes sujetar al niño mientras le preparo la cuna? –fue lo único que dijo pasados unos segundos.

Michael se aproximó a ella y recibió al pequeño en sus brazos.

Parte de la manta se abrió y dejó al descubierto un rostro adorable.

–¿Cómo se llama? –preguntó Michael.

–Justin.

Volvió a mirar al niño. Tenía rasgos claramente indios.

–¿Qué tiempo tiene, Heather?

–Diez meses.

Con cierto nerviosismo, ella recogió al pequeño y lo metió en la cuna, quitándole la manta.

–¿Es mío?

Ella no respondió, se limitó a colocarle el pijama al pequeño.

Michael se revolvió inquieto; luego se acercó ansioso, esperanzado y temeroso a un tiempo.

–Te he preguntado si es mío.

Ella tapó al bebé y, al alzar el rostro, aquellos increíbles ojos azules se encontraron con los de Michael.

Heather todavía llevaba puesta la gabardina, y el pelo lacio, que le llegaba hasta la cintura, seguía empapado de agua.

–¿Heather? –insistió.

Ella no respondió. Se dio la vuelta y salió de la habitación, dirigiéndose directamente a la puerta y saliendo al porche. Él la siguió.

–No podemos hablar dentro hasta que no haya revisado la casa. Puede que haya micrófonos.

¿Micrófonos? Michael la miró confuso unos instantes.

–¿Qué sucede? ¿En qué tipo de lío estás metida?

–Yo no: Reed.

Su hermano siempre tenía problemas.

–¿Y el niño? ¿Es mío?

–Justin es hijo de Reed.

A Michael se le encogió el estómago. El bebé no era suyo.

Maldita Heather. Le había llevado a su casa al hijo de su hermano, el hombre al que le había prohibido ver, el ex convicto que debía haber apartado de sus vidas.

Por supuesto que el niño parecía indio. Reed era medio cheroquee igual que él.

–¿Quién es la madre?

–Se llama Beverly.

–¿Y dónde están tu hermano y ella? ¿Qué haces tú con su bebé?

Ella respiró entrecortadamente.

–Es una larga historia.

–Pues tengo todo el tiempo del mundo para escucharla.

Heather señaló la lluvia.

–Estoy cansada y mojada. Tengo frío.

Y miedo. Temía contarle a Michael toda la historia. Había un triste secreto que debía guardarse.

Sabía que lo había herido, lo podía notar en su gesto y en su rostro. Y le pesaba. Michael era el único hombre al que había amado y amaría jamás. Pero no podía darle la espalda a su hermano, ni siquiera por Michael. Por eso se había ido de aquel modo a California.

A partir de ahí, toda su vida se había vuelto del revés. ¿Y si Michael se enteraba de lo ocurrido por una tercera persona? ¿Sería eso posible?

No, claro que no. La única persona que podía descubrir su secreto era el doctor Mills y sabía que el anciano médico jamás revelaría el contenido de los informes médicos a nadie.

Michael se pasó la mano por el pelo y Heather lo observó. Llevaba una camiseta, unos vaqueros y unas botas de punta. Siempre tenía un aspecto nervudo e intimidatorio.

Tiempo atrás, su hermano medio cheroquee y su amante indio habían sido compañeros de fechoría.

Cuando Heather no era más que una niña, ya se preocupaba por ambos.

Ella lo miró.

–Michael, no uses el teléfono para decirle a nadie que estoy aquí, ni siquiera a tu tío.

–¿Por cuánto tiempo?

–Hasta que me asegure de que esta casa es segura.

–Si tu hermano me mete en algo ilegal, lo voy a matar –dijo él y la miró fijamente–. Debería obligarte a contarme toda la historia. Pero no lo voy a hacer. ¿Sabes por qué? –ella negó con la cabeza–. Porque un día más o menos no supone una diferencia en mi vida. Lo que hiciste, hecho está. Decidiste mentirme y desaparecer.

–Lo siento –dijo ella, tratando de no llorar, de no desmoronarse delante de él.

¿Llegaría a comprenderla una vez que le contara por qué se había desvanecido de aquel modo, por qué no había regresado antes?

Entraron en la casa y Heather se quitó la gabardina, mientras se preguntaba si Michael decidiría ayudarla o no.

Antes de su partida, habían llegado a estar muy unidos, a pesar de que él siempre negara, casi con vehemencia, sentir amor alguno por ella. Nadie, excepto su hermano, le había dicho jamás que la quisiera. Solo él la había hecho sentir merecedora de cariño. Ni siquiera había podido contar con sus padres.

Por eso le había prometido a su hermano que se ocuparía de su hijo y que le daría todo aquello que ni ella ni él habían tenido: afecto y cuidado.

Reed sabía demasiado bien lo que eran el desprecio y los malos tratos. El padre de Heather, su padrastro, lo había maltratado hasta la edad en que el muchacho fue capaz de defenderse.

Heather se arrodilló junto a la cuna del bebé y lo acarició suavemente. Luego miró a Michael.

Tenía un aspecto oscuro y amenazador. Sin embargo, ella sabía lo dulce que podía llegar a ser.

Recordaba cómo la acariciaba antaño, cómo, después de un millar de caricias, sus cuerpos acababan enredados entre las sábanas, mientras sus voces llenas de deseo gemían sus nombres.

–Puedes dormir en la habitación de invitados –le ofreció él, con un tono seco y carente de hospitalidad.

–Gracias, pero me sirve el sofá. La cuna ya está instalada aquí, y quiero estar cerca de Justin.

Sin mediar palabra, Michael se dirigió al armario de la ropa de cama y volvió con unas sábanas y una colcha. Los soltó con descuido sobre el sofá.

La casa estaba desordenada, como siempre lo había estado. Ella había sido la que mantenía la organización.

–Hasta mañana –dijo Heather.

Él miró al bebé y luego a ella.

–Hay leche en la nevera.

–Gracias.

Él apagó la televisión y salió del salón.

 

 

Michael se metió en la ducha después de una larga noche de insomnio e inquietud. Había conseguido dormirse a altas horas de la madrugada y lo había hecho más tarde de lo que debía.

Después de que el agua apaciguara la tensión de su cuerpo, se secó con la toalla mientras se decía a sí mismo que tenía que tomarse el día con calma.

Mientras se lavaba los dientes vio otro cepillo en el estante: era el de Heather.

De pronto, el pasado le llenó la boca con un sabor amargo de agridulces recuerdos sobre su vida en común.

Se enjuagó y volvió a mirar furtivamente el cepillo, tratando de controlar la inquietante sensación que aquel insignificante objeto le provocaba.

Finalmente, se puso unos vaqueros y una camisa de trabajo y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de café.

Pero ella se le había adelantado. El suave aroma a café recién hecho ya endulzaba el ambiente. Se sirvió una taza y se quedó de pie, en silencio, en mitad de la cocina, tratando de controlar las emociones que amenazaban con atormentarlo.

Cuando se decidió a salir de la cocina y entrar en el salón, se tropezó con un equipo electrónico que había en el suelo.

El detector que había colocado en una de las mesas parecía funcionar por sí solo. Heather tenía otro mecanismo, de aspecto aún más casero, en la mano. Probablemente lo habría construido Reed.

Su hermano era un joven y engreído genio, tan capacitado como un doctor en ingeniería electrónica. Seguramente le habría enseñado a Heather parte de lo que sabía para poder hacer todo aquello.

El aparato parecía fácil de manejar y, seguramente, sería increíblemente efectivo. Reed Blackwood sabía lo que se hacía.

El bebé hizo un pequeño ruido y captó la atención de Michael. Justin estaba dormido, con un biberón de leche vacío a su lado.

En el momento en que Heather se volvió a mirarlo, sus ojos se encontraron.

Seguía siendo demasiado hermosa, con aquel cabello largo y despeinado que le caía desordenadamente por la espalda, una camisa azul y unos pantalones ajustados. Ella se mojó los labios y Michael sintió un incontenible deseo. Le recordaba a Eva, la mujer a la que Adán no se pudo resistir.

No había problema: Adán no estaba allí.

–Buenos días –dijo ella.

–Sí –respondió él con cierto desdén–. Buenos días.

–¿A qué hora entras a trabajar?

–Cuando me viene en gana –replicó él. Ella sabía muy bien que tenía su propio horario. Trabajaba en el rancho turístico de su tío y no tenía unas horas fijas. Tampoco las había tenido ella cuando se dedicaba a la organización de los eventos que allí se realizaban.

Mientras él se tomaba el café, ella siguió con su inspección.

Se metió en el dormitorio de él, la última zona por registrar.

La idea de que su casa estuviera siendo espiada lo inquietaba. No le gustaba pensar que pudieran estar invadiendo su intimidad.

Todo aquello era culpa de Heather.

Se sentó en el sofá y observó al bebé que dormía plácidamente.

Para cuando Heather volvió, él ya iba por su segunda taza de café.

–No he encontrado nada, pero no puedo estar segura sobre los teléfonos. No tengo capacidad para detectar un sistema sofisticado.

–¿Tu hermano no te enseño? –preguntó él, incapaz de ocultar su amargura.

Ella suspiró.

–Se pueden colocar sistemas espías que estén sobrevolando la casa a muchos metros.

–Entonces, ¿qué hacemos?