Embarazo en Las Vegas - Shirley Jump - E-Book
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Embarazo en Las Vegas E-Book

Shirley Jump

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Beschreibung

Segundo de la serie. Desde que Molly vio a Linc en Las Vegas, donde había ido a pasar un fin de semana con sus amigas, se quedó prendada de él. Conectaron al instante y se dejaron llevar por el momento. Molly volvió a casa tras esa fantástica aventura, pero nunca imaginó que tuviera que regresar a Las Vegas para darle una noticia sorpresa a su romance de una noche.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Shirley Kawa-Jump, LLC. Todos los derechos reservados. EMBARAZO EN LAS VEGAS, N.º 54 - abril 2011 Título original: Vegas Pregnancy Surprise Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-285-8 Editor responsable: Luis Pugni

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Embarazo en Las Vegas

SHIRLEY JUMP

CAPÍTULO 1

DOS rayitas rosas.

Molly Hunter se quedó mirando durante unos treinta segundos el largo palo blanco que mostraba el mensaje desde la encimera de azulejos color melocotón del cuarto de baño. Lo recogió y lo miró un rato más.

No podía ser. Tenía que ser… imposible.

Las náuseas le revolvieron el estómago otra vez, como desafiándola a negarlo. Durante las últimas semanas había estado despertándose con ganas de vomitar, cansada, pero después de que tres de sus alumnos de la escuela de verano hubieran estado enfermos de gripe, había atribuido su delicado estómago a eso. Y no a…

Oh, Dios. No a esa noche en Las Vegas.

Hacía dos meses. ¿Había pasado tanto tiempo? ¿Cómo podía no haberlo notado?

Fácil. No tenía novio, ni marido, y las oportunidades de quedarse embarazada eran de escasas a inexistentes. Pero en esa ocasión las «escasas» había rendido más de lo esperado.

Su mente voló hasta el bar, hasta un guapísimo hombre con ojos azules y pelo negro. Un hombre al que sólo conocía por su nombre de pila.

Linc.

«Nada de apellidos».

«Nada de compromisos».

«Nada más que esta noche».

Una loca noche en la que Molly Hunter, que nunca hacía nada sin tenerlo planeado, sin pensar las cosas, se había olvidado de la cautela y había permitido que una atracción casi eléctrica rigiera todos sus pensamientos.

Desde aquella noche había hecho todo lo posible por intentar olvidar a ese hombre embriagador que había conocido en Las Vegas, y creía que lo había logrado.

Él había sido una atracción momentánea, una loca equivocación en su vida, y aunque de vez en cuando se preguntaba dónde estaría o si estaría pensando en ella, se dijo que dejar ese encuentro de una noche enterrado en su memoria… como un delicioso recuerdo… era lo mejor que podía hacer.

Después de todo, era maestra de preescolar, una mujer que en el verano no hacía nada más emocionante que dar clases de recuperación a estudiantes de instituto. Una mujer conservadora en todo el sentido de la palabra. Nunca hacía nada que se pareciera remotamente a aquello.

Bueno, «nunca» no era el término correcto. ¡Casi nunca!

Había ido a Las Vegas con un propósito, ayudar a su buena amiga Jayne Cavendish a olvidar el devastador final de su compromiso con Rich Strickland. Las cuatro amigas, Molly, Jayne, Alex Lowell y Serena Warren, habían planeado un fin de semana de chicas con manicuras, martinis y recuerdos.

Eso era lo que habían hecho exactamente aquella primera noche, pero durante la segunda se mostraron más aventureras y cada una siguió su propio camino. Para algunas de ellas, ese rato separadas había supuesto un pequeño problema.

Para Molly… uno grande. Sacudió el palito y después volvió a mirarlo. Seguía habiendo dos líneas rosas.

«¡Estás embarazada!» le gritaban esas rayitas con su feliz y agradable color pastel.

«Sí, embarazada y en absoluto preparada para este hecho que cambiará tu vida», le gritó en respuesta su mente.

Oh, Dios. ¿Qué demonios iba a hacer?

–¡Hola! ¿Molly?

La alegre voz de su madre resonó por el bungalow de Molly en San Diego. Molly agarró el test de embarazo, la caja y el envoltorio y corrió a esconderlos en el cubo de basura y a cubrirlos con unos cuantos pañuelos de papel. Salió del baño y se apretó el cinturón del albornoz de camino a la cocina. Rocky, su perro raza jack russell, la siguió.

–Mamá, ¿qué haces aquí tan temprano? –sacó la comida del perro y después agarró un pequeño cuenco de acero.

Evitó la inquisitiva mirada de su madre y esperó que su rostro no revelara preocupación. Ojalá Jayne no se despertara pronto; no podría enfrentarse también a su compañera de piso temporal, y menos cuando Jayne había estado con ella aquel fin de semana.

Se pasó una mano por el pelo. ¿De verdad lo había hecho? ¿Había sido tan… descuidada? ¿De verdad estaba… embarazada?

–¿Temprano? –le dijo Cynthia Hunter a su hija–. Por el amor de Dios, Molly. Son las ocho y diez.

Molly se dispuso a llenar de comida el cuenco de Rocky.

–¿Tan tarde? ¿Ya? –dejó el cuenco en el suelo y Rocky se acercó moviendo el rabo a toda velocidad–. Tengo que irme corriendo.

–Pero, Molly, creía que nos sentaríamos y charlaríamos un rato. Ayer terminaste las clases de verano, ¿no tienes tiempo suficiente para…?

–¡Lo siento, pero no! –Molly ya se había dado la vuelta y se dirigía a su dormitorio. Había pasado demasiado rato en el cuarto de baño mirando ese estúpido palito, como si mirar las rayas rosas fuera a cambiar el resultado. Tiró el albornoz sobre la cama revuelta (tendría que saltarse hacer la cama por mucho que eso la molestara) y después abrió el armario y sacó lo primero que vio: unos pantalones grises de popelina, un suéter lila de manga corta y unos tacones negros.

Se oyeron dos golpecitos en la puerta del dormitorio.

–¿Quieres desayunar, cielo? Puedo hacerte unos huevos escalfados.

Imaginárselos casi hizo que tuviera que ir corriendo al cuarto de baño otra vez.

–No, no. Gracias, mamá –se puso el suéter, los pantalones y se subió a los tacones. Una rápida pasada del cepillo, un toque de maquillaje y estuvo lista… o al menos lo suficiente para pasar revista.

Salió del dormitorio mientras repasaba una lista mentalmente. No tenía que llevar nada a la reunión, pero le gustaba estar preparada por si acaso. Se llevaría esa carpeta llena de ideas para los cambios del próximo curso escolar. Oh, y también los documentos que estaba preparando para conseguir la subvención para ampliar el programa de lectura. Los rumores decían que habría recortes en la Escuela Washington, y Molly quería estar preparada por si esos rumores eran ciertos.

Aún estaba repasándolo todo cuando dobló una esquina del pasillo y casi se choca con Jayne.

–¡Oh, lo siento!

Jayne se rió y se apartó de la frente unos mechones de su corto cabello castaño.

–No pasa nada. Esta mañana llevas prisa. ¿Tienes la reunión con los de administración?

Molly asintió.

–¿Estás nerviosa? No pareces tú –las dos se dirigieron al salón, y Molly se vio atrapada entre la mirada inquisidora de su madre y Jayne al mismo tiempo. ¿Cómo demonios iba a ocultar su secreto?

Bueno, tenía que hacerlo. No sabía nada con seguridad. Aún no.

–No –Molly suspiró–. Sí.

–Lo harás bien –dijo Cynthia.

–No es eso, mamá –Molly se acercó al pequeño escritorio que tenía en el salón, recogió sus carpetas con la documentación que había preparado y las metió en la gran bolsa de piel marrón–. El presupuesto es el presupuesto. Si hay fondos para una segunda clase de preescolar este año, entonces tendré trabajo. Y si no los hay…

–No lo tendrás. Pero estoy segura de que todo irá bien –dijo su madre.

Jayne le dijo lo mismo.

Molly asintió. No podía imaginarse lo que sería no trabajar en la Escuela Washington ni ver a otra pandilla de pequeños en otoño. Sus rostros llenos de preguntas iluminados a medida que iban aprendiendo nociones básicas, desde el abecedario hasta las sumas sencillas. Adoraba su trabajo y no podía imaginarse haciendo algo distinto. Llevaba años haciendo lo mismo, día tras día, y así era exactamente como le gustaba que fuera su vida.

Pero entonces, ¿por qué aquella noche se había mostrado tan ansiosa por dejarse llevar? ¿Por actuar como si fuera otra persona?

Un psicólogo probablemente diría que lo había hecho porque estaba buscando un modo de llenar algún vacío en su interior. Molly desechó la idea. Ella no tenía «vacíos» en su vida. Estaba bien. Había estado en Las Vegas únicamente para apoyar a Jayne, que pasaba por un momento muy malo. Eso era todo.

–Estás pálida –le dijo Cynthia dando un paso al frente y poniendo una mano sobre la frente de su hija–. No pareces tú. ¿No dijiste que había una gripe de verano? A lo mejor te has contagiado.

–Pareces agotada, Moll –añadió Jayne.

–Estoy cansada. Eso es todo –de ninguna manera les hablaría sobre la prueba de embarazo, no hasta que hubiera visto a un médico. Esas pruebas podían equivocarse, ¿verdad?

«¿Después de dos meses?», le susurró una pequeña voz dentro de su cabeza. «¿Qué pasa, es que te saltaste la clase de Educación Sexual?».

Su madre apretó los labios.

–Bueno, la verdad es que no te has cuidado desde que Doug y tú tuvisteis esa… pausa en vuestra relación.

Molly abrió la puerta trasera, dejó a Rocky salir al jardín y después se giró para mirar a su madre. Jayne estaba preparando café, manteniéndose al margen de la discusión entre madre e hija.

–Mamá, no fue una «pausa». Estamos divorciados.

Cynthia sacudió la cabeza.

–Sigo pensando que podéis…

–No. No podemos.

Su madre apretó los labios más todavía, pero no dijo nada.

Molly dejó escapar un suspiro, pero no quería discutir. A ojos de Cynthia, Douglas Wyndham no podía hacer nada malo. Lo había visto como el yerno perfecto, el médico que tenía que «ir a sitios».

¿El único problema? Que los sitios a los que él quería ir y a los que quería ir Molly estaban en polos opuestos y ahora…

Bueno, no pensaría en ello, decidió. No sabía con seguridad si esas rayitas rosas estarían en lo cierto. Llamaría al doctor e intentaría concertar una cita para después de la reunión. Entonces lo sabría con seguridad.

¿Saber qué? ¿Que probablemente había cometido el mayor error de su vida aquella noche? Ella, Molly Hunter, la mujer que vivía su vida con absoluta rectitud.

–Molly, sigo pensando que…

–¿Le apetece un café, señora Hunter? –preguntó Jayne. Molly le lanzó a su amiga una sonrisa de alivio en agradecimiento por el cambio de tema.

Rocky deslizó la pezuña sobre la puerta mosquitera y Molly lo dejó entrar, recuperó su muñeco favorito de debajo de la nevera y le dio una palmadita al perro. Agarró su bolso, que estaba sobre la mesita del vestíbulo, y sacó sus gafas de sol.

–Siento no tener tiempo para quedarme y hablar un poco, mamá. Quiero llegar pronto a la reunión.

–Por lo menos Rocky se alegra de verme –su madre se agachó y acarició la cabeza de Rocky. Molly fue hacia la puerta principal, la abrió y esperó a que su madre la siguiera.

–Te llamo después de la reunión. Lo prometo.

–¿No te olvidas de algo?

Molly miró su gran bolsa de piel, que estaba en el suelo, y después a Rocky, que mordisqueaba un hueso de goma.

–Eh, creo que no.

–¿Tus llaves? –Cynthia señaló la mesa–. Por Dios, Molly, hoy estás muy olvidadiza –le puso una mano en la frente–. ¿Estás segura de que te encuentras bien?

–Estoy bien –«excepto por el pequeño imprevisto de lo del bebé».

–Estás un poco paliducha.

–Mamá, estoy bien. De verdad –le dijo mientras se guardaba las llaves.

–Jayne –dijo Cynthia girándose hacia la joven–, ¿no crees que Molly está paliducha?

Jayne sonrió a su amiga.

–Sí, está pálida, señora Hunter, seguro que es porque ha estado demasiado ocupada como para salir al jardín a tomar un poco de aire.

Molly le dio las gracias a Jayne en silencio y de pronto se sintió culpable; no les había contado a sus amigas lo que había sucedido aquella noche en Las Vegas. Había sido una decisión tan loca, tan impropia de ella, que no podía encontrar las palabras para explicarles esa elección tan irracional que hizo. A sus veintiocho años ya debería haber aprendido a no dejar que las hormonas decidieran por ella. Pero esa noche…

Esa noche no había pensado en nada.

Pensó en las dos rayitas rosas y se dio cuenta de que tenían razón, y de que pronto tendría que dar una explicación.

–Si tú lo dices –dijo Cynthia.

Jayne le dio a Molly una taza termo llena de café.

–Toma. Esto te ayudará a pasar la mañana.

Molly sonrió.

–Gracias –respondió sin decirle a Jayne que no estaba segura de poder tomar tanta cafeína.

–Ey, prepararte un café es lo mínimo que puedo hacer por ti a cambio de haberme acogido en tu casa todo este tiempo.

–No tienes por qué hacer nada. Eres una compañera de piso genial, Jayne. Me encanta tenerte aquí –y era cierto. Desde que Jayne Cavendish se había mudado allí hacía dos meses, todos los días habían sido divertidos. No le importaba que una de sus mejores amigas ocupara el poco espacio que quedaba en su pequeño bungalow y sospechaba que Jayne, que seguía resintiéndose de su corazón roto, también se alegraba de su compañía.

Comprendía a Jayne, sabía lo que era ver cómo se esfumaban los sueños para siempre. En parte era la razón por la que Molly pensaba que ir a Las Vegas aquel fin de semana con Jayne, Alex y Serena sería la mejor medicina para olvidar la traición de su prometido. Las cuatro intentaron pasar un fin de semana loco sólo para chicas, lleno de risas, diversión e increíbles recuerdos.

Pero estaba claro que al final encontraron más de lo que se esperaban.

Alex terminó quedándose en Las Vegas para trabajar en el hotel de Wyatt McKendrick… y enamorándose del guapo hotelero. Serena, que en ese loco fin de semana se había casado repentinamente con Jonas Benjamin, también se había quedado allí y hasta el momento seguía casada, aunque no contaba mucho sobre su vida con su esposo dedicado a la política. Molly echaba muchísimo de menos a sus amigas y a excepción de un fin de semana en el que Wyatt las reunió a todas para almorzar e ir de compras, habían tenido que conformarse con vídeo conferencias, mensajes de texto y conversaciones por el chat.

Jayne abrazó a Molly y le deseó buena suerte en la reunión. –Tengo que prepararme para ir al trabajo. Esta noche podríamos pedir pizza y alquilar unas películas.

–Suena genial –excepto por lo de la pizza, que hizo que el estómago de Molly se rebelara otra vez. Abrió la puerta y le indicó a su madre que saliera primero, pero Cynthia no se movió–. Mamá, tengo que ir a la reunión.

Su madre sonrió, aunque fue la clase de sonrisa que le dijo a Molly que se aproximaba una conversación que no le apetecía nada.

–Si quieres, podría llamar a Douglas…

–No tienes que llamar a Doug.

–Molly, en serio, creo que estás siendo extremadamente dura con él. ¿No podéis solucionarlo?

¿Solucionar qué? Doug y ella llevaban divorciados unos dos años, pero su madre seguía pensando que resucitar su matrimonio fracasado era tan sencillo como levantar el teléfono y concertar una cita para cenar. No parecía comprender que tantas discusiones habían abierto una gran brecha entre Doug y ella, y que tenían diferencias en todo, desde el modo en que veían el mundo hasta el futuro que se imaginaban juntos.

Había sido una ingenua al casarse con Doug. Se vio atraída por su carisma, por el modo en que se ocupaba de cada pequeño detalle y hacía que su ocupada vida de pronto pareciera sencilla. Al principio, fue fácil caer en el mundo de Doug y dejar que él tomara todas las decisiones, pero después, cuando ya era demasiado tarde, se dio cuenta de que él no tenía ninguna intención de cambiar las estrictas reglas que regían su vida. El hombre que parecía tan organizado y que lo tenía todo bajo control, ahora se mostraba inflexible y se cerraba en banda ante la idea de tener una vida llena de hijos. La vida que ella quería.

Si volvía a casarse alguna vez, lo meditaría durante semanas o incluso meses. Nada de apresurarse, nada de pensar con las hormonas en lugar de con la cabeza.

Sería lista. No se encapricharía de ningún hombre. Nunca más.

–Doug está hundido –añadió su madre antes de suspirar–. Sólo quiero que seáis felices, como lo fuimos tu padre y yo –los ojos de su madre se humedecieron ante la mención de su difunto marido.

–Yo soy feliz, mamá.

–¿Estando sola? ¿Cómo?

Entonces Molly comprendió que la preocupación de su madre partía más de sus problemas para asumir la muerte de su esposo, hacía dieciocho meses, que de la muerte del matrimonio de Molly.

–Haz algo para estar entretenida, mamá. Únete a ese club de bridge del que has estado hablando. Ve al club de lectura de la biblioteca.

Cynthia miró a otro lado.

–Mamá…

–Este mes están leyendo Cumbres borrascosas –susurró la mujer.

–Te encanta Brontë.

Cynthia se giró hacia su hija.

–¿Seguro que te encuentras bien? –dijo, cambiando de tema y volviendo al papel de madre volcada en sus hijos, ése en el que se sentía más segura–. Si quieres, puedo quedarme.

El estómago de Molly estaba rebelándose y sólo la idea de pensar en los nueve kilómetros que tenía que conducir hasta el trabajo le dio ganas de darse la vuelta y meterse en la cama, pero eso no se lo dijo a su madre.

–Ve a la reunión del club de lectura, mamá. Estoy bien. Luego te llamo –le dio un beso en la mejilla e inhaló su familiar aroma–. Te lo prometo.

Después, se metió en el coche y se marchó antes de que su madre pudiera terminar la frase que pretendía decir.

Sólo eran las ocho y cuarto. Por lo menos quedaba una hora y media hasta que terminara la reunión y pudiera ir a la consulta del doctor Carter. El día apenas había comenzado y ya le parecía que había pasado un año.

–Sé lo que quiero y no es esto –Lincoln Curtis deslizó la carpeta sobre la mesa de caoba hacia el equipo de arquitectos sentados en fila al otro lado. Los tres hombres llevaban trajes azules idénticos y corbatas rojas de distintos estampados, como si vestir al unísono fuera un requisito para trabajar en Arquitectura King.

Eso explicaría por qué Lincoln odiaba el diseño. Faltos de originalidad en atuendo, faltos de originalidad en ideas.

–Señor, podemos diseñar una nueva…

–Ya hemos terminado –Lincoln se levantó–. Gracias por su tiempo –salió de la sala de reuniones seguido por Conner Paulson, el director financiero de Sistemas Curtis, la empresa de software de seguridad que Lincoln y su hermano crearon hacía doce años en el sótano de la casa de sus padres. En un año, los dos hermanos Curtis habían logrado que Sistemas Curtis pasara de ser sólo una idea a una compañía que ofrecía servicios a empresas situadas entre las 500 más poderosas de los Estados Unidos. Cinco años después, rechazaban ofertas multimillonarias para vender su negocio a grandes firmas internacionales de software. Lincoln, el mayor, era el presidente de la empresa y Marcus, dos años más joven, el vicepresidente.

Ahora tenía la empresa con la que siempre había soñado, o mejor dicho, una más grande aún de lo que había soñado. Perfecta en todos los aspectos.

Excepto por el despacho vacío que tenía al lado del suyo; el mismo que se burlaba de todos los éxitos que tanto le había costado conseguir porque ahora la empresa había absorbido por completo a Lincoln Curtis y le había arrebatado algo más.

–Los arquitectos te han dado exactamente lo que les dijiste que querías –dijo Conner mientras se dirigían al despacho de Lincoln–. ¿Qué ha cambiado desde la última vez que te reuniste con ellos?

–Nada.

–¿Estás de broma? Últimamente estás muy cambiado.

Lincoln se detuvo.

–¿Qué quieres decir?

–No me digas que me vas a repetir la misma cantinela de los dos últimos meses. No me digas que no te preocupa nada y que estás bien. Soy yo, Linc. Te conozco desde el colegio y es como si estuvieras en otro planeta, no eres tú.

–¿Qué quiere decir eso?

Conner suspiró.

–Escucha, no te diría esto si no fuera tu mejor amigo y no te conociera desde siempre. Pero llevas años…

–¿Cómo?

–Bueno, la muerte de tu hermano fue muy dura para ti. Lo fue para todos, pero para ti especialmente. Y no te culpo. Si yo…

–¿Es necesario tener esta conversación?

Conner abrió la boca y volvió a cerrarla.

–No.

–Bien.

–Lo único que digo es que llevas mucho tiempo como un robot, trabajando como un loco, excepto por esas pequeñas vacaciones…

–Creí que no tendríamos esta discusión.

–Y después… –Conner se detuvo y lo miró con compasión–, después volviste a ser el mismo Linc. Nadie podría culparte, en serio, pero…

–Déjalo ya –dijo Linc con tono de amenaza. Conner era su mejor amigo, pero ni siquiera con él Linc quería hablar de aquel día de tres años atrás.

–Últimamente parece que tienes una nueva actitud. Una muy buena, diría. Como lo de la idea que propusiste hace un par de meses sobre hacer ese software para niños…

–Una idea que tú y los demás rechazasteis, si no recuerdo mal –apuntó Linc–. Y teníais razón. No debería idear locuras que podrían acabar con los recursos de la empresa en lugar de aumentar las arcas.

Por un momento pensó que tal vez…

Tal vez podía recuperar algo de lo que había perdido ahondando un poco en el pasado. Por eso dio con esa idea y después recuperó la cordura cuando los demás la rechazaron.

–Ey, puede que ese programa funcione, Linc, pero sinceramente no creo que encuentres tiempo para nada más. ¿No crees? –Conner le puso una mano en el brazo–. Eres el tipo más ocupado que conozco. Sin mencionar…

–¿Qué? –preguntó Linc antes de que Conner pudiera terminar.

–Por mucho que piense que sería genial que salieras de tu mundo ideal de agendas, planificadores y listas de tareas, no estoy seguro de que lanzar un producto orientado a niños sea lo tuyo.

–Lo dices porque no soy divertido –respondió Linc.

–Digamos que cuando estuviera buscando a alguien para organizar una fiesta salvaje, tu nombre no aparecería el primero de la lista –Conner sonrió–, pero aun así te mandaría una invitación.

Linc se rió. Si Conner supiera cómo se había alejado de su mundo de agendas y planificaciones aquella noche de hacía dos meses…

Vio la imagen de Molly (no sabía su apellido ya que habían llegado a ese acuerdo) sonriéndole y tumbada en las sábanas color crema de la lujosa y enorme cama del hotel Bellagio. Su cabello oscuro le caía alrededor de los hombros, sus brillantes ojos verdes abiertos de par en par y su esbelto cuerpo tentándolo incluso después de que él hubiera pasado momentos exquisitos explorándolo, saboreándolo y disfrutándolo centímetro a centímetro.

Por una noche, Linc había dejado de ser él mismo.

–¿Qué te hizo proponer esa idea? –le preguntó Conner–. ¿Surgió de la nada?

Habían llegado al pasillo de cristal que conectaba las dos torres del edificio de Sistemas Curtis y que ofrecía unas vistas espectaculares del centro de Las Vegas. A ambos lados, la ciudad vibraba con una constante actividad.

–Es algo a lo que llevo dando vueltas varios años.

Mentira. Pero decir la verdad significaba abrir unas heridas que Linc prefería mantener cerradas.

Hacía dos meses vio una fecha y se dio cuenta de que era el cumpleaños de su hermano. De haber seguido vivo, Marcus habría cumplido veintiséis años.

Y Linc no había avanzado nada para terminar el programa de software que supuso el origen de Sistemas Curtis, el primer sueño que compartieron su hermano y él.

Se quedó horas sentado en su vacío apartamento analizando errores pasados y remordimientos. Y entonces, movido por la nostalgia, por el arrepentimiento o quizá por algo más, salió a la calle para dirigirse a uno de los bares de Las Vegas…

… Para acabar acostándose con una mujer que no conocía.

–Pero hay algo más –dijo Conner–. Algo que no me cuentas.

Linc miró a su amigo.

–He conocido a alguien.

Un brillo de sorpresa iluminó el rostro de Conner.

–Genial. Llevas solo demasiado tiempo. Bueno, ¿quién es ella? ¿Y por qué no la trajiste a la cena de beneficencia la semana pasada? –Conner le sonrió–. ¿Estás escondiéndola en tu piso?

–No sé dónde está. Ni si quiera sé cómo se apellida. Y ahí dejo el tema.

Aquella noche con Molly había sido suficiente. Lo último que necesitaba era una relación, no sólo por lo mucho que lo distraería, sino por las expectativas que se crearían. Una mujer querría tiempo, energía y eso lo dividiría a él entre su empresa y su vida personal, algo que ahora mismo no podía permitirse.

Conner se detuvo y agarró a Lincoln del brazo.

–¿Tuviste una aventura de una noche? ¿Tú?

–No fue una aventura de una noche, fue… –Lincoln buscó las palabras para describir aquella noche, esa embriagadora magia de la mujer que había conocido, cómo ella había sacado una parte de él que creía perdida desde hacía tres años, cómo le había hecho olvidar…

Olvidar quién era. Olvidar la carga que arrastraba durante tanto tiempo, olvidar su sentimiento de culpabilidad, olvidar el imperio Curtis y sus expectativas. Por una noche pudo ser simplemente… él.

–Fue mucho más –terminó diciendo–. Por lo menos hasta que regresé a la realidad.

Durante los dos meses que habían pasado desde entonces, había intentado olvidar a Molly volcándose en el trabajo, apretando más todavía su ya de por sí ajustadísima agenda, rellenando días ya repletos, desarrollando otras líneas de productos, presionando a su equipo para crear sistemas nuevos y mejorar los ya existentes.

Pero una parte de él seguía volviendo a aquella noche, a esas preguntas que ninguno de los dos había preguntado porque habían acordado no conocer nunca las respuestas. ¿Era eso todo? ¿Un puzzle que tenía que resolver?

–Fuera como fuera, no importaba. Esa noche terminó, era pasado –al pronunciar esas palabras, cimentó su determinación de dejar ese recuerdo ahí. Ahora mismo no tenía tiempo para una relación.

Él, más que nadie, no podía permitirse una distracción semejante, y no tenía más que mirar el despacho vacío que tenía a su lado para recordar el porqué.

–Si pertenece al pasado –dijo Conner–, entonces ¿por qué sigue estando en tu cabeza?

–No lo está –gruñó Linc.

Conner lo miró y se rió.

–Ajá.

Lincoln miró hacia la ciudad, kilómetros y kilómetros de edificios iluminados, de casas de estuco y más allá, hacia el vasto y vacío desierto. Aquella noche había sido un gran error y seguiría siéndolo.

Lincoln Curtis vivía siguiendo unas normas estrictas, era el único modo que tenía de mantener el control, de evitar pensar en las promesas que había hecho tantos años atrás, promesas que había roto.

Se apartó de la ventana y miró a Conner.

–El pasado es pasado, Conner. Voy a centrarme en el futuro y mi futuro está volcado en el negocio.

CAPÍTULO 2

MOLLY se quedó sentada en su coche y lloró.

Sin trabajo. Sin un marido que la apoyara. Sin posibilidad de tener uno en el futuro.

Y con un bebé en camino.

Si hubiera escrito un guión de su vida, no se le podría haber ocurrido un final peor para ese día. En cuestión de dos horas todo su mundo se había derrumbado.

«Falta de fondos… recortes de personal… ha sido una decisión difícil de tomar… lo sentimos mucho… te deseamos lo mejor…».