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En Edgerton Shores, el amor casi se respiraba… especialmente cuando se organizó una lotería para emparejar. Pero imagínense la sorpresa de la pobre Sophie Watson cuando sacaron su nombre del sombrero sin que ella se hubiera ofrecido a participar. El cowboy Harlan Jones estaba encantado de ver a esa belleza estirada en una situación comprometida. Pero la sonrisa se le borró de la cara cuando vio que habían emparejado su nombre con el de Sophie.
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Seitenzahl: 187
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2011 Shirley Kawa-Jump, LLC
Todos los derechos reservados.
EMPAREJADOS, N.º 2421 - septiembre 2011
Título original: How to Lasso a Cowboy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9000-733-4
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Promoción
HARLAN Jones dejó la sexta silla del mes en el porche, se quitó el sombrero de cowboy y se secó el sudor de la frente antes de volver a ponérselo. Si seguía así, tendría que casarse y tener veinte hijos o empezar a regalarlas. O mejor aún, dejar de hacerlas. Si fuera listo, guardaría para siempre la sierra y la lija y olvidaría aquella fantasía estúpida de que podía ser ebanista.
Un cuerpo suave le rozó las piernas. Harlan rió y acarició a Mortise detrás de las orejas. El golden retriever movió alegremente la cola y se acercó más. Tenon, que no quería quedarse atrás, acercó su cuerpo dorado y babeó en la mano de Harlan.
–Un hombre cuerdo no pierde el tiempo haciendo sillas que no va a vender –dijo éste a los perros–. Un hombre cuerdo se centra en un trabajo que dé beneficios –se apartó de ellos y se dirigió al garaje a guardar las herramientas–. Un trabajo que deje una buena pensión.
Mortis se sentó en el umbral jadeante y Tenon corrió por el jardín detrás de una ardilla.
Harlan salió del garaje y cerró la puerta. Probablemente era una locura hablar con los perros, pero allí estaban los tres solos. Y lo habían estado las seis semanas que hacía que se había mudado desde Dallas a aquella casita de alquiler en Edgerton Shores, Florida, un pueblo tranquilo y pacífico que dejaba mucho tiempo para pensar.
–Si hay una cosa que aprendí de mi padre, es que los hobbies no dan dinero –dijo a Mortise.
Él tenía un empleo. Uno que no le apasionaba, cierto, pero un empleo que se le daba bien. Un trabajo que además necesitaba conservar porque mucha gente dependía de él. Y Harlan Jones era un hombre responsable y trabajador que cuidaba de la gente a la que quería.
Fijó la vista en la distancia, en dirección a un hospital situado veinticinco kilómetros hacia el norte. Fuera de la vista, pero nunca fuera de sus pensamientos.
–Tengo un empleo –repitió a los perros, a sí mismo y al aire que había entre él y el Hospital General Tampa. Y eso era algo que no debía olvidar cuando lijaba una pata o admiraba el brillo de la madera después de ponerle el barniz. Había visto muy de cerca adónde llevaban los sueños estúpidos… a la pobreza. Y en ese momento había personas que dependían de que él no fuera estúpido.
Cuando se disponía a entrar y buscar algo en lo que ocupar el sábado, captó un movimiento por el rabillo del ojo. Allí llegaba de nuevo aquella mujer decidida a meterse en su vida.
–Sed buenos –murmuró a los perros–. Y esta vez lo digo en serio.
–Señor Jones –lo llamó Sophie Watson desde dos casas más abajo. El pelo rubio, atado en una coleta, le bailaba sobre los hombros. Desde el primer día que llegara a Edgerton Shores, había visto a Sophie Watson en su paseo diario hasta el trabajo. Eran prácticamente los únicos que estaban en pie a esa hora, antes de que terminara de salir el sol. Ella para abrir su negocio del centro, el café Cuppa Java, y tenerlo listo para los primeros clientes, y él para saludarlos cuando buscaban el pronóstico del tiempo, informes del tráfico o una risita rápida antes empezar el día laboral.
En esos primeros días, Harlan no había hecho otra cosa que saludar al pasar. Sophie parecía simpática y era bastante guapa, de rasgos delicados y afición por las faldas. Eso le intrigaba, le había dado ganas de invitarla a salir. Pero luego había descubierto que ella vivía enfrente de su casa y allí habían empezado los problemas.
–Mis perros están en mi lado de la calle –dijo, antes de que ella empezara su sermón diario sobre la tendencia de los mellizos a vagar por el vecindario.
Era verdad que habían cambiado de sitio un par de rosales de Sophie y dañado unos lirios. Y sí, estaba también el incidente de las patas llenas de barro en el sofá de su sala de estar. Pero Mortise y Tenon no tenían mala intención. Eran simplemente… perros. Algo que Sophie Watson no parecía entender.
–Los perros no se han metido en líos ni en lechos de flores. No es necesario que venga aquí a arruinarme el día.
Ella apoyó un codo en la cadera. Llevaba una bolsita blanca que le golpeaba la parte superior del muslo.
–Yo no le arruino el día.
Él se acercó un paso a ella.
–Creo que se ha empeñado en hacerme tan desgraciado como un caballo sin cola.
–No es verdad. Soy una buena vecina.
Él soltó una carcajada.
–«Buena» no era la palabra en la que yo pensaba.
–Eso es verdad. Yo soy la «vecina lunática» –ella se puso un dedo en la barbilla en un falso ademán pensativo–. Y «la vecina infernal». Oh, y mi favorita… «la antagonista de los animales».
Él reprimió una mueca. Ella había oído su narración de los encuentros. Tenía que admitir que no quedaban mal. Harlan había tenido siempre habilidad para convertir sus historias personales en experiencias para narrar.
–Entretengo a mi público de la radio.
–A costa de mi reputación, y eso es algo que me tomo muy en serio –dijo ella con voz baja y dura–. Le agradecería que se guardara para sí sus pensamientos.
–Soy una personalidad de la radio, señorita Watson. Mi trabajo consiste en expresar opiniones.
–Pues búsquese otro tema para opinar –ella apretó los dientes y a continuación abrió la boca en una sonrisa forzada–. Por favor.
Él se llevó una mano al sombrero en un gesto de saludo, pero no hizo ninguna promesa. Tenía un trabajo y una emisora de radio que necesitaba desesperadamente un incremento de audiencia y de publicidad.
–¿Y qué la trae hoy por mi porche?
Ella volvió a sonreír.
–Vengo a preguntarle si ha tomado ya una decisión sobre mis sillas.
Otra vez con eso. Aquella mujer era tan insistente como un tábano en el trasero de un caballo.
–No son sus sillas, señorita Watson. Y no están en venta.
Ella había seguido andando mientras hablaba y estaba ya al principio del camino de la entrada.
–Eso es lo más tonto que he oído nunca –dijo ella–.
La última vez que le hice una oferta tenía cuatro sillas en el porche. Ahora tiene seis. ¿Qué hace? ¿Las cría?
–Puedo asegurarle que no.
–Sea como sea, parece que tiene un problema. Y a mí me gustaría solucionárselo. –Yo no tengo ningún problema. A menos que la contemos a usted –él hizo una pausa y añadió–: señorita. Quedaba más amable así. Y su madre lo había criado para ser educado. –Desde mi punto de vista, yo intento solucionarle un problema –ella señaló las sillas–. O mejor dicho, dos. –¿Por qué narices quiere mis sillas? Usted piensa que soy la peor escoria que hay sobre la tierra.
Ella subió por el camino con osadía. Mortise se acercó con la lengua colgando, olvidando al parecer que Sophie no estaba en su club de fans, sobre todo desde la debacle de la barbacoa. Ella no prestó ninguna atención al perro.
–Mi opinión de usted no ha cambiado. Y créame, si hubiera otras sillas disponibles en este pueblo, las compraría. Pero quiero un aire local en mi café y éstas… –apretó los dientes un poco– son muestras de calidad de artesanía local.
Aunque estaba claro que el cumplido le había costado bastante, a Harlan se le hinchó el pecho de orgullo. Llevaba años haciendo muebles en su tiempo libre y hasta entonces los había guardado para él, con excepción de unos pocos que había dado a su hermano. No había sido su intención hacer tantas sillas, pero el arte de crear las curvas le había dado paz desde que llegara allí y, cuando quiso darse cuenta, tenía más de las que podía guardar.
–Señor Jones –continuó ella–. Le ofrezco un dinero razonable por un buen producto. Los dos sabemos que esas sillas tendrán una vida mucho mejor en la puerta de mi café, donde puede disfrutarlas la gente, que colocadas en su porche echándose a perder.
–Son sillas, señorita Watson. No viven.
Sophie subió los cuatro escalones del porche y pasó una mano delicada por el brazo de una de las sillas de ciprés. La última que había hecho. La mejor hasta la fecha. El modo en que ella la tocaba le hizo pensar que podía apreciar el trabajo que invertía él, las partes de sí mismo que se mezclaban con la madera, el pegamento y los tornillos. Los sueños que había tenido en otro tiempo y que asomaban todavía a la superficie cuando trasformaba un trozo de madera en algo útil y hermoso.
–No me va a decir que estas sillas carecen de vida para usted, señor Jones –repuso ella–. Porque a mí no me lo parece.
–¿De verdad le gustan las sillas? –preguntó él.
Se maldijo interiormente. No debería importarle nada lo que pensara la gente. Sólo se dedicaba a aquello para reducir el estrés.
Ella alzó la vista hacia él y sonrió.
–Claro que sí. Si no me gustaran, no seguiría esforzándome tanto por comprarlas.
Cinco minutos atrás, él tenía una buena razón para no vendérselas. Pero ya no conseguía recordarla.
–Sólo son una mezcla de madera y pegamento –dijo. Las miró y vio sus imperfecciones… la pequeña muesca donde había lijado demasiado, la diferencia minúscula entre unas tablillas y otras–. Nada más que lugares donde poner el… asiento.
Ella caminaba entre las sillas examinándolas y él reprimió el impulso de mirarle el trasero. No necesitaba distracciones de mujeres en aquel momento. Tenía una emisora de radio que requería de toda su atención. Dirigir la WFFM y hacer su programa diario consumía todos sus días y la mayor parte de sus noches. La emisora llevaba años luchando por sobrevivir y, cuando lo llamó su hermano Tobias después de su accidente en el barco y le pidió que lo sustituyera como director hasta que él se repusiera, Harlan no vaciló ni un momento. Tobias lo necesitaba y podía contar con él.
Su hermano le había comentado que la emisora no iba muy bien, pero no le había dicho hasta qué punto andaba mal.
Después de echar un vistazo a los libros, Harlan vio que la empresa se ahogaba en un mar de deudas. Era típico de su hermano que no hubiera dicho nada. Harlan se había encerrado en el despacho y había dicho a Tobias que no se preocupara, que reflotaría la WFFM en muy poco tiempo.
Luego resultó que habría sido más fácil meter a una manada de gatos en el pesebre de un caballo, pero su hermano lo necesitaba físicamente y a nivel fiscal y, a fin de cuentas, la familia siempre era lo primero. Tobias tenía que concentrarse en curarse de sus heridas, no en su emisora, y eso implicaba que le tocaba hacerlo a él. Su madre al morir le había encomendado que cuidara de su hermano y Harlan lo había hecho y seguiría haciéndolo costara lo que costara.
Y por eso no podía distraerse con mujeres guapas ni muebles bonitos. Ni ninguna otra cosa. Tobias contaba con él para que se comprometiera al cien por cien y no para que se fuera por la tangente con clavos y martillo.
No para que repitiera los errores de su padre.
Harlan Jones podía ser muchas coscas, pero no era un hombre que defraudara a la gente que quería. Ellos eran lo primero y todo lo demás quedaba en un lejano segundo plano.
–Seguro que no le importará que compre un par de ellas, señor Jones –dijo Sophie.
Mortise estaba sentado a su lado, bien para vigilarla o para intentar hacerse su amigo, Harlan no estaba seguro. En el jardín, Tenon se rindió con la ardilla y empezó a observar lo que ocurría en el porche.
–Estoy segura de que las otras no las echarán de menos. Pueden criar algunas más la semana que viene.
Estaba decidida, pero en lo referente a terquedad había encontrado la horma de su zapato. Él no pensaba iniciar un negocio de muebles ni aquel día ni nunca.
–Siento mucho tener que repetir esto –comentó–, pero no están a la venta. Y menos para usted.
Ella suspiró.
–¿Qué quiere decir con eso?
–No tengo costumbre de hacer negocios con gente a la que no le gustan mis perros. Y a la que claramente no le caigo bien.
Mortise lo miró y movió la cola. Al parecer, había olvidado el sermón de veinte minutos de Sophie de la semana anterior, cuando descubrió sus rosales trasplantados. Pero Harlan no.
Ella sonrió con astucia. –¿Pero sí están en alquiler? –¿Alquiler? –No tiene más sitio en su porche, señor Jones. Y si piensa hacer más muebles, necesitará espacio. Y da la casualidad de que yo necesito exactamente algo así delante de mi café. Así que me gustaría alquilarle algunas sillas y darle el espacio que necesita.
–No.
Ella apretó los labios.
–Deme una buena razón.
–Porque no.
–Eso no es una razón –ella movió la cabeza–. No puede hablar en serio. Acabo de hacerle una oferta de negocios. ¿Qué clase de hombre de negocios no negocia?
–Yo no estoy en el negocio de los muebles.
Ella enarcó una ceja.
–Y no negocio –continuó él.
Mortise se incorporó moviendo la cola con gesto amistoso. Harlan chasqueó los dedos para llamarlo, pero era demasiado tarde. Mortise se había acercado ya a ella y apretaba su cuerpo en la pierna de ella, que golpeaba con su cola, lanzando trozos de piel sueltos a su alrededor. Entonces Harlan se dio cuenta de por qué se comportaba el perro así.
La bolsita blanca colgaba todavía de los dedos de Sophie Watson. Una tentación que hacía que el perro olfateara el aire y se acercara más.
–¿Se pueden alquilar? –preguntó ella. Intentó esquivar al perro, pero éste se movió con ella.
–Mortise… –advirtió Harlan. Pero era demasiado tarde. El animal había arrancado ya la bolsa de las manos de Sophie y corría por el porche.
–¿Qué narices…? –Sophie se volvió–. Su perro ha robado mi almuerzo.
Harlan miró a Mortise, que rompía alegremente el papel de la envoltura a la sombra de una palmera.
–Es verdad.
–¿No lo va a detener?
Mortise alzó el morro y tragó un pedazo del sándwich que había desenvuelto. Al mismo tiempo, Tenon se dejó caer en el suelo a su lado y empezó a comerse una galleta todavía envuelta.
–Creo que es algo tarde para eso.
Sophie Watson resopló. Lanzó una maldición. Volvió a resoplar.
–Pues entonces no me deja elección –dijo. Se quitó el jersey y se lo lanzó.
Harlan lo atrapó al vuelo y la miró de hito en hito. Al quitarse el jersey amarillo pálido, se había quedado con un top ajustado del mismo color. Parpadeó un momento, perdida la concentración.
Tardó cinco segundos en darse cuenta de que ella había amontonado dos sillas y las levantaba por encima de su cabeza flexionando los bíceps por el esfuerzo.
–Me llevo estas sillas para cobrarme el almuerzo –dijo.
–Eh, no puede…
–Puedo y lo haré. Míreme –se volvió con las sillas y empezó a bajar las escaleras.
Harlan miró a los perros.
–¿Por qué no la paráis?
Mortise y Tenon lo miraron un momento y siguieron devorando el almuerzo de Sophie.
Y Harlan pensó que tendría que hacer algo con aquella mujer antes de que lo volviera completamente loco.
–BONITAS sillas –Lulu Saunders sonrió a Sophie y se dejó caer en una de las sillas que había a cada lado de una mesita de azulejos brillantes delante del café Cuppa Java. Las sillas hechas a mano eran el complemento perfecto a la atmósfera del café. Sophie llevaba meses buscando muebles de exterior y, después de ver las sillas, había dejado de buscar más. Eran perfectas y, lo mejor de todo, habían sido hechas por un habitante de allí.
En un pueblo como Edgerton Shores, era mejor recurrir a la gente de allí. Sophie compraba los granos de café a un vendedor del pueblo que los tostaba en su misma tienda, hacía sus magdalenas con ingredientes locales y ofrecía a su clientela brebajes bautizados con el nombre de famosos de la zona. Había contratado a Lulu, que procedía de una familia que había vivido en el pueblo desde que éste existía y que, con su personalidad alegre y optimista, era una leyenda local. Sophie también había vivido allí toda su vida y quería que el café diera la sensación de haber estado también siempre allí.
Por eso se había acercado al irritante Harlan Jones esa mañana. Aquel hombre la ponía de los nervios. Además de lo cual, tenía los perros más incorregibles del mundo. Y parecía decidido a convertirla en el hazmerreír del pueblo. Pero hacía unas sillas estupendas.
Sophie se sentó en la silla opuesta y volvió la cara hacia el sol. No había clientes en ese momento, cosa que le permitía tomarse un descanso. Pasaba la mayor parte de los días allí, sirviendo cafés y bizcochos recién hechos, y aunque amaba lo que hacía, también le gustaba tener alguna oportunidad de disfrutar de los frutos de su trabajo.
–Gracias –dijo a Lulu–. Las he robado del porche de Harlan Jones.
–¿Robado?
–Sí. Ese hombre es demasiado terco para su bien.
–Y sexy –Lulu suspiró. Se apartó el pelo de la frente y tomó un sorbo de uno de los dos cafés con hielo que había sacado al salir–. Por no hablar de su acento del sur. Está para comérselo.
Sophie soltó una carcajada.
–Yo no diría eso de Harlan.
–Entonces estás ciega, amiga, porque ese hombre es lo más sexy que ha venido a este pueblo en mucho tiempo –Lulu se llevó una mano al pecho–. Y puesto que fui yo la que le alquiló esa casa, deberías darme las gracias por mejorar las vistas del barrio.
Mildred Meyers se acercaba por la acera, lo cual evitó que Sophie tuviera que contestar. Mejor así, pues Sophie no tenía tiempo para hombres. Había aprendido la lección sobre mezclar una relación con un negocio que le ocupaba casi todas sus horas, una lección que había puesto fin a su compromiso y la había hecho preguntarse cómo podía alguien combinar una vida empresarial con una vida personal. Además de lo cual, el final público de su relación con Jim había sido la comidilla de la zona durante meses.
Había salido corriendo el día de su boda y los reporteros la habían perseguido durante semanas, alterando su vida y su negocio. Por suerte, la expectación había acabado por desaparecer. Sophie se había sentido muy aliviada el día en que Gertrude Maxwell había tomado un rifle Winchester y echado de casa a su marido infiel, convirtiéndose así en el nuevo tema del día.
Sophie amaba su café. No era sólo un trabajo, era también su refugio. Trabajaba mucho pero en algo que le gustaba. Cuando llegaba el fin de semana y se daba cuenta de que no había salido con ningún hombre, se decía que ya habría tiempo más tarde para una relación.
–He tenido una idea genial –declaró Mildred cuando se acercó.
Sophie sonrió. Mildred era una profesora jubilada, y siempre había sido una miembro activa de Edgerton Shores. Era una mujer efusiva e inteligente con un gusto por la ropa chillona. Ese día llevaba unos pantalones de color lima neón y una blusa naranja que parecía rivalizar con el sol en cuanto a fuerza en el color. Un collar de oro y turquesas completaba el atuendo, que terminaba con unas sandalias enjoyadas.
–¿Dónde está su compañera de delitos? –preguntó Sophie.
–Tu abuela no se siente muy bien y se ha quedado en casa.
Sophie la siguió preocupada al interior del local y empezó a prepararle su café favorito.
–Tengo que ir a verla. Comprobar si está bien.
–No harás nada semejante. Tu abuela me ha dicho que no debes preocuparte ni salir corriendo a su casa. Ella está bien y tú tienes mucho trabajo.
–¿Está segura?
–Pues claro que sí. Además, le he dejado mi espray de pimienta. Está protegida.
Sophie reprimió una carcajada. ¡Mildred y su espray de pimienta! Lo llevaba en el bolso desde que había leído un artículo en el periódico que decía que el crimen había subido un dos por ciento en la zona en el último año.
–Señorita Meyers, no creo que esta tarde vaya a ver un incidente en Edgerton Shores que requiera un espray de pimienta.
–Nunca se sabe –la mujer movió un dedo en dirección a Sophie–. Pero volviendo al motivo de mi visita, se me ha ocurrido una idea genial.
Sophie terminó de preparar el café con mucha leche y se lo pasó. Lulu había entrado también y estaba ocupada colocando galletas de chocolate recién hechas en la vitrina.
–¿Para qué, señorita Meyers? –preguntó Sophie.
–Para la Fiesta de Primavera, por supuesto. Queríamos algo que trajera atención al pueblo y animara a la gente de aquí –Mildred sonrió–. Y tengo la solución perfecta –hurgó en su bolso y sacó una libreta pequeña–. Una lotería del amor.
Lulu resopló para reprimir la risa. Sophie echó la cabeza a un lado, segura de haber oído mal.
–¿Una qué?
–Una lotería del amor. Se lo he contado a tu abuela y le ha parecido una idea espléndida. Todos los solteros del pueblo rellenan solicitudes para quedar emparejados con una soltera. Pagan unos cuantos dólares por el intento y, cuando encuentran a su amor perfecto, tienen una cita.
–¿Como uno de esos servicios de citas por Internet?
–preguntó Lulu.
Mildred movió una mano en el aire y devolvió la libreta a su bolso.