Empezar otra vez - Emma Lord - E-Book

Empezar otra vez E-Book

Emma Lord

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Todo lo que vale la pena comienza con un caos. El plan de Andie Rose es sencillo: Va a transferirse a una universidad extremadamente competitiva, va a especializarse en Psicología y, por supuesto, será la mejor en ello. Pero sus planes se desmoronan en un instante… A pesar de su extraordinario talento para arreglarlo todo, su complicada relación con su novio solo parece empeorar, no sabe cómo ayudar a su compañera de cuarto y, Milo, su gruñón asistente de residencia, con ojos verde espuma de mar, de alguna manera está alterando todas sus ideas, de una broma a la vez. A veces hay que dejar que la vida tome el mando y, cuando Andie se una a una estación de radio clandestina que fundó su propia madre antes de morir, no solo descubrirá el poder de su voz, sino que se puede empezar otra vez. Encuentra tu camino en esta poderosa historia de amor y amistad.

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TODO LO QUE VALE LA PENA COMIENZA CON UN CAOS

 

El plan de Andie Rose es sencillo:

Va a transferirse a una universidad extremadamente competitiva, va a especializarse en Psicología y, por supuesto, será la mejor en ello.

Pero sus planes se desmoronan en un instante…

A pesar de su extraordinario talento para arreglarlo todo, su complicada relación con su novio solo parece empeorar, no sabe cómo ayudar a su compañera de cuarto y, Milo, su gruñón asistente de residencia, con ojos verde espuma de mar, de alguna manera está alterando todas sus ideas, de una broma a la vez.

A veces hay que dejar que la vida tome el mando y, cuando Andie se una a una estación de radio clandestina que fundó su propia madre antes de morir, no solo descubrirá el poder de su voz, sino que se puede empezar otra vez.

 

Encuentra tu camino en esta poderosa historia de amor y amistad.

Emma Lord

Es autora best seller de The New York Times, escritora sénior en BuzzFeed y una aficionada a los postres que vive en Nueva York. Además de escribir, le gusta correr y cantar a los gritos en el teatro local.

Tiene una maestría en Psicología en la Universidad de Virginia y es experta en actualizar sus fanfictions en clase sin que nadie lo note. Fue criada entre glitter, mucho amor y demasiados tostados de queso.

Tras su divertida y popular novela Tweet Cute, Empezar otra vez es su segunda novela publicada por VR YA.

A mis mejores amigos (¡es una categoría!), los amo.

Y lamento que seguro esté retrasada en todos los chats grupales, me pondré al día.

CAPÍTULO UNO

Seré honesta: no creo en cuentos de hadas. Después de mis últimos dieciocho años de vida, tendría que ser tonta para darles crédito. Sin embargo, sí creo en el destino, en especial, en nuestro poder sobre él.

Es por eso que contra todo pronóstico me encuentro aquí, de pie frente a la universidad de mis sueños, como una de las pocas estudiantes transferidas a mitad de primer año en la historia de la Estatal Blue Ridge. Lo mantuve en secreto durante el receso de invierno porque debía resolver el aspecto financiero, pero ya es oficial. Por una vez, todo empieza a encajar en su lugar.

Presiono el colgante en forma de A del viejo collar de mi madre, lo reacomodo debajo de mi abrigo y llamo tres veces a la puerta del apartamento fuera del campus.

–¿Quién es? –pregunta alguien desde adentro.

–Eh… –Repasé este momento en mi mente tantas veces esta mañana que no puedo olvidar la expectativa de que Connor abriera la puerta, me mirara con los ojos color ámbar bien abiertos y se alegrara tanto de verme que me levantara del suelo en un abrazo. En cambio, procedo a decirle al extraño–: Soy Andie. Connor es mi…

Pensaba decir “novio”. Aún lo es, aunque apenas nos hayamos visto desde agosto, cuando él se mudó a dos horas de distancia para estudiar aquí, mientras que yo me quedaba en la universidad local.

–Em, acabo de mudarme –avisa un chico a través de una hendija de la puerta–. Pero no conozco a ningún Connor –agrega con los ojos entornados.

–Me refiero a Whit –ratifico. Sus compañeros del equipo de fútbol siempre lo han llamado por el apellido, tanto que estoy segura de que no recuerdan cómo se llama. Incluso su perfil de Instagram ahora es solo “Whit”.

–Tampoco.

–Ah. –Retrocedo para comprobar la dirección; parece ser la misma a la que he enviado provisiones todos los meses, pero es posible que entre el caos de guardar mi vida en dos maletas haya confundido la numeración. Mientras saco el móvil de mi bolsillo para llamar a Connor, comienzo a disculparme–: Lamento molestar… –Pero la puerta se cierra en mi rostro–. Eres un… –balbuceo y me alejo.

Me llevo el móvil al oído, pero responde el buzón de voz.

–Galletas azucaradas –resoplo, una costumbre que copié de la abuela Nell, que se rehúsa a decir groserías de verdad y se sobresalta de forma exagerada cuando alguien lo hace frente a ella.

Esperaba encontrar a Connor antes de la inauguración de la búsqueda anual de listones de la universidad, una tradición para ingresantes con la que sueño desde… bueno, desde que tengo consciencia. Por lo que oí en la transmisión en vivo del programa de radio clandestino La guardia de Caballeros, comenzará a las diez en punto en el parque. Pero mi día ya estará muy ocupado con una mudanza acelerada, clases nuevas e intentar encontrar un trabajo de medio tiempo decente, así que supongo que será mejor buscar a Connor más tarde. No es que vaya a faltarnos tiempo ahora que estudiaremos en la misma universidad.

Entonces, vuelvo al coche donde me esperan mis abuelas, exhibiendo la sonrisa que solía llamar de “presentadora televisiva”, tan ensayada y automática que ya casi no se siente falsa.

–Lo olvidé, tenía práctica temprano –explico al abrir la puerta.

–Ah, ¿sí? –pregunta la abuela Maeve, que enciende el motor alzando una de sus cejas perfectas por detrás de sus gafas de sol rosadas.

Ambas sabemos que mentí por el bien de la abuela Nell, por lo que también la miro con los labios apretados a través del espejo retrovisor para hacerle saber que me descubrió. Eso es mejor que dejar que Nell entre en una de sus espirales de fatalidad; puede derivar de “Connor no responde el teléfono” a “fue abducido por un culto que le robará los órganos” en dos segundos.

–¿A Cardenal, entonces? –continúa Maeve, refiriéndose a la residencia que me asignaron.

–Quisiera que nos dejaras subir contigo. –La abuela Nell gira hacia mí haciendo pucheros y con la misma mirada de cachorro de ojos azules que heredamos mi padre y yo.

–No me molesta si quieren… –respondo desde el asiento trasero.

–¿Y arruinar tu imagen con dos viejas gruñonas antes de que puedas siquiera hacerle ojitos a un chico?

–Tengo novio –le recuerdo con paciencia, con lo que me gano un resoplido de su parte. La abuela Maeve no es fan de Connor actualmente, no desde que él habló de tomarnos un descanso el semestre pasado, cuando la distancia comenzó a hacerse difícil. Aunque no puedo culparlo del todo, Blue Ridge tiene fama de hacerles las cosas difíciles a sus estudiantes. Estoy segura de que fue por eso que no me admitieron al terminar la secundaria; nada en mi registro académico brillante ni en mis actividades comunitarias pudo compensar la serie de calificaciones bajas que obtuve en tercer año, que fueron más que suficientes para llevarme a la pila de “rechazados” de la universidad más competitiva del estado.

–Y yo no gruño –agrega la abuela Nell con delicadeza.

–Claro que no, Nellie. –Maeve le da una palmada en el hombro con la mano que no tiene sobre el volante.

El asunto con mis abuelas es que tienen tan solo dos cosas en común: una larga y casi preocupante obsesión con Ryan Reynolds, y yo. Excepto por eso, bien podrían ser el día y la noche. Maeve es impertinente, usa accesorios llamativos y dice lo que piensa; Nell es dulce, usa cardiganes de algodón y no dice lo que piensa, sino que demuestra lo que no le agrada de manera pasivo agresiva. El único motivo por el que no hicieron estallar nuestra casa en Little Fells es que hace siete años, cuando mamá murió, ambas decidieron mudarse con nosotros para ayudar a mi padre a criarme. Puede que la palabra “ayudar” haya quedado muy corta. La abuela Nell había enviudado hacía ya tiempo y Maeve llevaba ya varios divorcios en su haber, por lo que hacían casi todo el trabajo, hasta que tomaron el control total cuando mi padre consiguió empleo a dos horas de casa, mientras que yo me quedé para terminar la escuela. En poco tiempo, se hicieron tan conocidas en el vecindario que los vecinos por poco acampaban en nuestro jardín para escuchar otra desventura detrás de alguno de los tatuajes de Maeve o conseguir una ración de la famosa jalea de chocolate y cerezas de Nell.

Desde que recibí la carta de aceptación hace unas semanas, había conseguido ignorar cierto escozor en mi interior bastante bien. Tuve una infancia singular, pero sin dudas buena, y aunque estarán a solo dos horas de distancia, se siente mucho más que eso.

Mi corazón da un vuelco al llegar a la entrada de Cardenal. Intento pensar en qué decir mientras bajamos del auto, algo que les dé seguridad a ellas y a mí, pero la abuela Nell interrumpe con un codazo a la abuela Maeve.

–Lo olvidaste.

–¿Qué? –pregunta Maeve con el ceño fruncido.

–Sabía que lo olvidarías. Los lis…

–Ah, tienes razón. Mierda. –Señal para un sobresalto típico de Nell–. Espera un momento, polluela –indica Maeve mientras busca algo en la cajuela. Luego presiona tres listones en mi mano, uno rojo, uno amarillo y uno azul, todos con la estampa desdibujada del Caballero en el logo de Blue Ridge. Por último, me entrega el cuarto: un listón blanco con la “A” de mi madre escrita con tinta permanente. Se me cierra la garganta; no los veía desde que mi padre los había guardado, ni siquiera estaba segura de que aún los conserváramos–. Los busqué entre las cosas de tu madre. Estoy segura de que hubiera querido que los tuvieras.

No nos gusta hablar de mi madre frente a otras personas. Nuestro pueblito de Little Fells la vio convertir su programa de radio local en uno reconocido en todo el estado, por lo que se ganó el amor incondicional del pueblo como “fiera local” y todos ansían la oportunidad de compartir recuerdos sobre ella. Sin embargo, siempre hemos compartido un duelo sagrado y privado entre mi abuela Maeve, mi padre y yo en los pocos momentos en que él lo reconoce. Por lo tanto, no me sorprende que Maeve cambie de tema de inmediato y me entregue una bolsa de monedas para la lavandería. Un instante después, Nell me entrega media tienda de dulces dentro de una bolsa de compras, de la que estuvo a punto de dejar caer a la acera un par de pastelillos y biscochos en envoltorios individuales.

–Para tus nuevos amigos –anuncia emocionada, y le devuelvo la sonrisa.

Mi cuerpo cosquillea por la anticipación. Desde que recibí la carta de aceptación, me prometí a mí misma que no solo sería un nuevo comienzo académico, sino también una nueva oportunidad para hacer amigos; algo en lo que no tengo mucha experiencia, ya que crecí en un pueblito lleno de gente a la que conozco desde que nací. Un ligero soborno a mis compañeros con bocadillos en miniatura parece un buen comienzo.

Las dos me abrazan. El de la abuela Maeve es un apretón fuerte que transmite amor hasta los huesos; el de la abuela Nell es suave y huele a las manzanas asadas de esta mañana, hechas en la freidora de aire. Debo tragar la inútil bola de nervios de mi estómago.

–Llámanos cuando termines de instalarte –indica Maeve al subir al automóvil.

–¡Llama a diario! –exige Nell.

Luego, Maeve me lanza un beso y presiona el acelerador, por lo que Nell protesta con un chillido e intenta, en vano, tomarme una fotografía por la ventana. Las saludo con la sonrisa intacta cuando dan vuelta a la esquina, antes de abrir el bolsillo oculto de mi maleta para guardar los listones, seguros y fuera de la vista.

CAPÍTULO DOS

La residencia Cardenal se encuentra en los límites del campus, entre otra hilera de dormitorios y el bosque detrás de la universidad. El lugar es tan imponente como prometían todos los folletos promocionales que recolecté con los años, y siento que la profundidad del dolor en mi pecho podría dejar marca. No es solo por los ladrillos descoloridos de los edificios, los caminos arbolados de ensueño, ni las vistas deslumbrantes de las montañas desde las colinas más altas, sino porque ya lo he visto antes, en el fondo de las fotografías de mis padres que encontré en una caja bajo su cama. La Estatal Blue Ridge es donde se conocieron.

Pero enderezo los hombros: esta es mi historia, no la de ellos. Y dado que tengo un piso lleno de nuevos amigos por hacer, un cronograma de clases por disputar y, llegado el momento, a una estrella de fútbol con hoyuelos por sorprender, este trabajo está hecho para mí.

Un ascensor me lleva al cuarto piso, al que me asignaron. En el corredor, paso junto a un grupo de estudiantes que llevan laptops delgadas y libros de texto y se ríen de algo que sucedió en una fiesta al final del semestre pasado. Algunos me miran con curiosidad, pero parecen muy unidos, de modo que cierro la boca antes de recordar en qué mano tengo la provisión de pasteles.

Respiro hondo, me prometo intentarlo más tarde y llamo a la puerta con el letrero “AR”, donde vive el asistente de residentes.

–No hay nadie en casa.

–Soy Andie Rose. La estudiante transferida –respondo con una risa nerviosa.

Se oye movimiento desde el otro lado de la puerta, que se abre para dejar ver el logo más moderno de Blue Ridge. Parpadeo antes de alzar la vista desde la camiseta hasta los ojos de un chico altísimo, que debe ser el Milo Flynn con el que estuve intercambiando correos electrónicos. Él parpadea con el desconcierto de alguien que, sin dudas, no duerme hace una semana. Permanece en la entrada con los ojos caídos, pero me observa con una intensidad tan inesperada que mis mejillas se encienden. Al final, se aclara la garganta y ambos desviamos la mirada.

–La estudiante transferida. Claro –balbucea, más para sí mismo que para mí, luego se acomoda los rizos oscuros–. Mierda. ¿Ya es lunes?

Su voz me resulta familiar, al punto en que pienso en preguntarle si asistió a una escuela cerca de Little Fells, pero su habitación me distrae de inmediato. Está llena de tazas de café, la mayoría alrededor de una cafetera Keurig diminuta, ubicada en el centro del lugar como un altar.

–Sip –afirmo–. ¿Te encuentras bien, Milo?

–Estupendo –masculla mientras se frota los ojos con el pulgar y el índice como si intentara revivir–. Bien, lo tengo. Estarás en la habitación con Shay.

Esta es la parte que estuve esperando de verdad: tener una compañera de dormitorio. En especial teniendo en cuenta que mis anteriores compañeras, que Dios las bendiga, eran candidatas a la seguridad social y pasaban la mayoría de las noches discutiendo sobre la división entre tomates y fresas en la huerta del jardín. Hace mucho tiempo que perdí las esperanzas de tener hermanos, pero ahora veo un rayo de luz: compartiré habitación con alguien de mi edad. Alguien que no piense que ver La propuesta dieciocho veces al mes es un rasgo de su personalidad. Una compañera de carne y hueso.

Milo me guía por el corredor con sus piernas largas, por lo que lo sigo casi al trote hasta la puerta “4A”. Nadie contesta.

–Shay debe estar en la ducha –comenta señalando distraído el corredor–. Eh… los baños están a la izquierda. Después hay un salón de estudio. Al final del pasillo está la sala de descanso.

–Bien.

–Las reglas: em… El horario de silencio inicia a las nueve. Si piensas beber, no lo hagas frente a mí, por favor, no tengo tiempo ni ganas de reportarte. Esta es tu llave –indica al sacarla de su bolsillo trasero y colocarla en mi mano. La suya tiene la calidez de alguien que estuvo durmiendo–. No la pierdas, reemplazarla es caro.

–¿Algo más? –Aferro la llave como si fuera un talismán.

–Es probable. –Toma una inhalación larga y exagerada–. Lo siento. Tuve una noche larga. ¿Tienes alguna pregunta?

–No, gracias. –Leí la guía de estudiantes tan detenidamente que puede que conozca las reglas mejor que él. No hago nada a medias.

–Genial, porque todavía no reviví lo suficiente para responderlas. Tuviste suerte –agrega señalando la puerta cerrada–. Shay es mi persona favorita de este piso.

–¿Y a qué se debe? –pregunto, ansiosa por saber más sobre ella. Lo único que pude averiguar sobre Shay Gibbins fue a través de su Bookstagram, en donde publica una infinidad de libros hermosos color pastel sobre sábanas o estantes, acompañados de tazas de café, chucherías o calcetines abrigados. Solo sé cómo luce porque encontré fotos en las que la etiquetaron su hermana y sus amigas; tiene una sonrisa conspirativa de labios apretados, mejillas redondeadas y, al parecer, una colección interminable de suéteres que enorgullecería a mi abuela Nell.

Milo se inclina para ponerse a mi altura; ya está más despierto y alcanzo a ver el verde intenso y la determinación de sus ojos.

–A que respeta el horario de silencio. Es algo muy, muy sagrado para mí. ¿Comprendido?

–Comprendido –digo con un saludo tras reírme. Él no ríe.

–Bien –expresa y vuelve a enderezarse a su altura descomunal, de modo que tengo que echar la cabeza hacia atrás para mirarlo–. Y, eh… buena suerte con eso de la transferencia a mitad de año.

–Gracias, supongo.

–Por nada. Estaré para lo que necesites –ofrece. Luego se corrige–: Excepto durante el horario de silencio.

Se acerca una chica afroamericana por el corredor, envuelta en una bata rosada y con sandalias de goma, a la que reconozco de inmediato como Shay. Choca los cinco con Milo sin que ninguno se detenga; él desaparece devuelta en su habitación, y ella saca una llave del bolsillo de la bata.

–Tú debes ser Andie –afirma con una sonrisa cálida como la de las fotografías.

–Y tú Shay. –Me enderezo e intento transmitir la misma sensación, a pesar de que mi estómago es un torbellino.

–Para bien o mal –dice al abrir la puerta–. Me disculpo de antemano… Mi lado del dormitorio es, em…

–Guau.

No sé cómo pensaba terminar la frase, pero la estética del lugar me deja boquiabierta, así que creo que no lo hubiera escuchado de todas formas. Su mitad de la habitación está cubierta del suelo al techo con velas, libros, almohadones, calcomanías brillantes del club literario de la universidad y de la organización Campus Pride y fotografías enmarcadas de ella con sus amigas, sus padres y su hermana. Todo es tan personal y bonito que ni siquiera quiero mirar mi lado vacío y arruinarlo. Me recuerdo ir a la tienda de manualidades cercana para intentar crear algo al menos la mitad de adorable. Eso, claro, si me queda dinero después de pagar todos los gastos del programa de estudios. La matrícula universitaria no es barata.

–Ajá. Puedes leer lo que quieras –ofrece Shay.

–Santo Dios –expreso mientras miro los libros con más detenimiento. Tiene una mezcla de todos los géneros; romance, juvenil, histórico, ciencia ficción, fantasía, terror. Aparto la vista solo porque la calavera en uno de los lomos me inquieta–. Debes leer un libro por día.

–A veces dos –confiesa.

–¿Aquí? –inquiero mientras dejo mis maletas sobre el colchón vacío.

–Todavía no elegí especialidad, así que no tengo mucho que hacer –dice encogiéndose de hombros. Cuando se saca el gorro de baño, revela un zigzag intrincado de trenzas africanas, recogidas en una cola de caballo, luego toma el libro de portada candente de su mesa de noche–. ¿Y tú? ¿Has elegido la tuya?

–Psicología –respondo con esperanzas de que al mirarme no sepa de inmediato que los únicos dos libros que poseo son manuales de cocina y estilo de vida escritos por celebridades. En cambio, me mira con pesar por detrás de su novela.

–Bien, supongo. Tiene sentido que estés aquí, ya que el programa de Psicología es muy completo. Casi le da una paliza a mi hermana, pero ya está en su posgrado y lo agradece.

–Uff, no ansío llegar a eso. –Intento no estremecerme como ella y concentrarme en desempacar la mochila en la que traje todo lo esencial.

–Si conseguiste que te transfirieran en mitad del primer año, supongo que estarás bien. Es algo casi inédito.

Con eso sí me sobresalto y giro sobre los talones para enfocarme en la bolsa rebosante de bocadillos antes de que ella lo note. No es casi inédito, es totalmente inédito. Según los registros, no solo soy la única estudiante transferida en primer año, sino que soy la primera que aceptan en años. No es que no haya tenido buenas calificaciones; me deslomé el primer semestre, escribí quince borradores del ensayo para mi solicitud y conseguí recomendaciones estelares de mis dos profesores preferidos. Sin embargo, no puedo evitar sospechar que gran parte de mi suerte se debió a, bueno, a falta de mejores palabras, la carta de la “madre muerta”.

El caso es que cuando tienes la carta de la “madre muerta” en tu baraja, todo tu mundo queda un poco desbalanceado. De repente, tus amigos de la infancia dudan antes de hablar sobre sus madres frente a ti, incluso sobre sus problemas, como si les preocupara molestarte con sus asuntos porque creen que no se comparan con tu problema. Los adultos del pueblo se vuelven demasiado amables, te dan dulces a escondidas en la fila de la tienda o participan con demasiado entusiasmo si recolectas fondos lavando coches. Y, de pronto, creces un poco y, al mirar alrededor, te percatas de que llevas una marca, una sombra que se ha cernido sobre todo lo ocurrido en tu vida desde entonces. Fuiste marcado como un otro entre tus amigos y ya no puedes relacionarte con ellos igual que antes. Obtuviste una pequeña ventaja con todos los demás, como si pudieran hacer algo para compensar la peor tragedia de tu vida.

Es por eso que me encantaba escribir la columna de consejos anónimos en el periódico escolar y por lo que seguí haciéndolo aún después de graduarme. Nadie supo quién era; fue mi forma de ayudar a mis amigos con sus problemas después de que la mitad de ellos comenzaran a sentirse incómodos contándomelos. Además, sé que la reputación que he conseguido escribiéndola es solo mía y no resultado de ser hija de Amy Rose.

En cambio, no estoy tan segura respecto a la Estatal Blue Ridge. Aquí amaban a mi madre tanto como en Little Fells. Por muy feliz que esté de que todo haya funcionado, parte de mí se pregunta de quién será el mérito, mío o de ella.

–¿Tienes algún amigo aquí? –quiere saber Shay.

–Sí. –Aclaro la garganta y recupero la sonrisa–. A mi novio, Connor –afirmo apenas más animada de lo planeado.

–¿Tu novio?

–Sí. Salimos hace tres años, pero somos amigos desde siempre. –Dejo las camisetas que estuve sacando de la maleta y me acerco a la cama–. De hecho, que esté aquí es una sorpresa para él. Todavía no pude decírselo. Estoy pensando cuál será el lugar más romántico para hacerlo.

Mi mente, de poca ayuda, no deja de pensar en el arboreto, un área extensa del bosque en el límite del campus, llena de senderos, lugares ocultos con puentes y quioscos y una arboleda llena de pajareras. Hay un lago justo en medio, rodeado por un sendero; es pintoresco como el lago enorme al que mis padres solían llevarme cuando era pequeña. En un impulso, llegué a buscar mis viejas botas de senderismo, hasta que vi el dibujo de Hello Kitty y recordé, de forma abrupta, que ya no tenía diez años y que no me harían ningún favor aquí.

Además, Connor siempre fue demasiado inquieto para esa clase de actividades. Si está al aire libre, tiene que ser para un partido de fútbol, entrenar o hacer algo “productivo”. Si pienso en todas las veces que rechazó mis intentos de llevarlo a caminar en la escuela, dudo que aprecie que lo haga aquí, cuando podría verlo en un lugar menos lodoso.

–Ah, qué bien. –Shay me observa con curiosidad–. Mientras que no me abandones para unirte a un reality show como mi última compañera.

–Intentaré mantener a los directores de reparto de MTV a raya –bromeo y sacudo mi cabello hacia atrás de forma dramática.

Shay resopla por lo bajo, e intercambiamos una sonrisa precavida. Intercambiamos mensajes las últimas semanas, pero fueron más que nada acerca de arreglos para la mudanza. Aunque me pone nerviosa pensar en hacer amigos aquí, ya puedo decir que nos llevaremos bien.

–¿Quieres un bocadillo Zebra? –le ofrezco uno de la bolsa de la abuela Nell.

–Ah, sí, claro que sí –responde con la mirada ansiosa.

Le arrojo uno, que atrapa en el aire con facilidad y abre enseguida. Yo también tomo uno para mí y me acerco para brindar con ella.

–Por las nuevas compañeras. –Justo en este momento, mi móvil suena sobre la cama, así que me disculpo para contestar.

–Hola, Andie. Perdón por no haber respondido antes.

Apenas escuchar la voz de Connor hace que el mundo parezca más pequeño otra vez, más fácil de manejar. Nos conocemos desde el jardín de niños y, a veces, su voz me resulta tan familiar como la mía.

–No te preocupes. Eh, ¿estás en tu apartamento? ¿O camino a clases?

–Es gracioso que preguntes eso… –Suelta una de sus risitas fáciles, de las que siento en todo su cuerpo cuando tengo la mano sobre su pecho.

–Dime dónde estás –exijo y recupero la llave de arriba del colchón–. Y quédate ahí.

–Estoy afuera de tu edificio de Psicología.

Me quedo helada en la puerta. Siento la mirada de Shay sobre mí.

–¿En el de Blue Ridge?

–No, Andie, en el tuyo.

La llave de pronto se siente demasiado pesada y enorme, por lo que casi la dejo caer al suelo de linóleo.

–¿Por qué…?

–Me transferí a Little Fells. Para estar contigo.

Mis ojos se disparan hacia Shay, conscientes de que acaba de escuchar cada palabra a través de mi móvil viejo. Me quedo boquiabierta, también ella, justo antes de murmurar con empatía:

–Por todos los cielos.

CAPÍTULO TRES

Cuando eres adolescente y les dices a los demás que algún día no muy lejano escribirás un libro que será en parte de autoayuda, en parte tus memorias, es de esperarse que consigas unas cuantas risotadas, pero eso nunca desdibujó mi visión del libro. Se llamará A través de una lente rosa. Poco sutil, dado que mi apellido es Rose y mis gafas son rosadas, pero el optimismo incansable siempre me caracterizó y no me disculparé por eso.

Pero el asunto es que, para escribir un libro acerca de cómo encontrar la felicidad, debes ser una autoridad en el área. No puedes vender un final feliz basándote solo en tus consejos, tienes que ser el final feliz. Tienes que ganártelo. Y pienso hacerlo. No soy de las personas más brillantes que conozco, ni remotamente, pero sí una de las más trabajadoras. Estudiaré, haré lo necesario para conseguir un programa en mi especialidad, encontraré mentores en el área y luego haré mi propio camino, hasta convertirme en mentora de los nuevos estudiantes. Y cerraré todo con el broche más brillante y dulce: la prueba de que el amor en serio puede conquistarlo todo.

–Connor…

–¿Sí?

–Me transferí a Blue Ridge. –Hago pucheros con el móvil apretado contra la mejilla.

Shay se estremeció otra vez, y no puedo culparla. Sé que debo sonar como una chica que puso su vida de cabeza por amor al estilo de Elle Woods. Pero no es así. Asistir aquí está en mis planes desde antes de nacer. Mi madre siempre habló del campus como si fuera mágico. Mientras que otros niños soñaban con Narnia, la Tierra Media o mundos míticos, yo contemplaba el mapa del campus en la taza de mi padre o me envolvía en el sofá con la bufanda de la universidad de mi madre.

Y aunque fuera así, Connor no es cualquier chico. Es una constante presente en toda mi vida. Es el chico que me llevó a la enfermería de la escuela cuando me lastimé la rodilla jugando al piso es lava. Con el que compartía historias de terror en la fogata anual de malvaviscos en el Parque Little Fells. Con el que nos enamoramos con tal sincronía que, a los quince años, ambos nos invitamos al baile al mismo tiempo, del mismo modo público y cursi. Es el novio que nos invitó a mis abuelas y a mí a todos sus eventos familiares, desde cumpleaños, hasta días de Acción de Gracias y Navidades. Después de la muerte de mi madre, sentí que una distancia extraña me separaba de muchos de mis amigos, pero Connor siempre se aseguró de que fuera parte de su mundo.

Incluso en este momento, a tantos kilómetros de distancia, puedo verlo cerrar los ojos y exhalar ante la improbabilidad de lo que está sucediendo como si estuviera frente a mí.

–¿Lo hiciste? –pregunta en voz baja. Le doy la espalda a Shay en caso de que se me llenen los ojos de lágrimas. Suelo mantener el control, pero esta es una situación sin precedentes, sin dudas.

–Sí –admito en tono devastado–. ¿Y tú…?

–¿No es posible que te trasfieras de vuelta aquí?

–Eh… –Algo se revuelve dentro de mi estómago.

–No, lo siento. Claro que no puedes –se corrige enseguida–. Además, debes haber usado todos tus ahorros, ¿no? –Puede que él no pague su propia escolaridad, pero por todos los trabajos de medio tiempo que tuve para ahorrar dinero, sabe que yo sí–. No te merezco.

Sacudo la cabeza, mientras que el agujero en mi estómago se hace más profundo. No lo hice solo por ti, pienso, pero estoy demasiado ocupada intentando despertar de este sueño absurdo como para decirlo.

–No puedo creerlo. De haber sabido que tú…

–Tranquila, Andie, no pienses en eso. Si sirve de algo, esto prueba lo mucho que nos amamos.

Amor. Es una palabra que no oí de su boca en los últimos meses. No me enorgullece saberlo, pues no creo que el amor se trate de llevar un registro, pero me alivia tanto escucharlo que no puedo fingir.

–Déjame ver qué puedo hacer –digo. Me aferro a la idea de que puedo arreglarlo como si fuera un salvavidas.

–Sí. También veré qué hacer. Todo estará bien, ¿de acuerdo? Ambos comenzamos las clases hoy, así que, demos un paso a la vez. Ve a clases, pensaremos después. –Como si pudiera ir a clases sin verme como si la culpa estuviera comiéndome viva. Si se lo hubiera dicho; si no hubiera estado tan determinada a que fuera una sorpresa. Es la recreación de la invitación al baile, solo que dudo que alguno de nosotros se ría de esto en un futuro cercano.

–En el peor de los casos, estaremos separados un semestre más. Lo resolveremos, siempre lo hacemos.

–Siempre lo hacemos –repito.

Me tomo un momento después de colgar. En la escuela, leí un artículo acerca de cómo contener las lágrimas; el primer paso es inhalar durante cuatro segundos, exhalar durante dos. Sigo los pasos con la mirada en la pared.

–Rayos. ¿Vas a llorar? –pregunta Shay.

Algo en su comentario directo pero empático me hace reír y hace su magia, así que guardo el móvil en el bolsillo de mi vestido y giro hacia ella. Sé por su mirada firme que su intención fue hacerme reír.

–No –le digo con la voz afectada–. Al menos no si engullo este pastelillo ahora mismo.

Ella asiente con la cabeza, alza el suyo y se levanta de la cama.

–Genial, porque tengo que llegar a mi turno de las diez treinta.

–Ah, por todas las Ritz de cheddar.

A diferencia de otros, no se sorprende por mi excentricidad.

–Aprecio la empatía. ¿Tú tienes clases? –pregunta y busca una boina de franela gris.

–Estadística a las once, pero tengo que llegar al parque. –Me tomo la libertad de mirarme al espejo que colgó junto a la biblioteca. Aunque parezca imposible, luzco intacta como hace cinco minutos; el cabello rubio aún en la coleta inmaculada y rizada, el delineador en su lugar, el brillo labial color fresa fijo en mi sonrisa dudosa. Teniendo en cuanta el legado de estudiantes de Blue Ridge con fideicomisos y calificaciones inmaculadas, no sabía qué esperar de este lugar, pero me aseguré de lucir como uno de ellos.

–Tengo que pasar por ahí para llegar al trabajo. –Mi compañera se cuelga al hombro una bolsa de tela llena de libros que debe pesar la mitad de ella. Por los títulos que alcanzo a ver, es seguro decir que el noventa por ciento de ellos no son parte del programa de estudios de Blue Ridge–. Puedo llevarte.

–Gracias –respondo, ajusto mi cabello y tomo mi pastel Zebra para el camino.

Cuando salimos rumbo al aire fresco de enero, el campus está atestado de estudiantes, las aceras y caminos se ven tan llenos que es como si toda la población de Little Fells estuviera en unas pocas calles. En un principio, estoy demasiado impactada por la enorme cantidad de jóvenes. Es como si alguien hubiera raptado a todas las figuras de autoridad. No puedo evitar mirarlos a todos y, por accidente, hacer contacto visual demasiado directo y agresivo con algunas personas, de modo que comienzan a mirarnos mal.

–Luces como si acabaras de llegar de otro país –comenta Shay. Me guía tocando mi brazo cada vez que debemos cambiar de dirección.

–Little Fells es algo pequeño –le cuento negando con la cabeza–. No estoy acostumbrada a tantos…

–¿Compañeros con resaca y en pijama? –sugiere.

Hasta aquí llegó mi idea de lucir como una de ellos. Luzco más como si fuera a dar una clase que a tomarla. Antes de que pueda responder, termina una clase en un edificio cercano, del que sale una horda de estudiantes que por poco nos aplasta. Shay me aleja hacia el césped antes de que quedemos atrapadas entre el torbellino de codos y tazas de café azules, y desde aquí los vemos pasar, como Simba a la manada de ñus.

–Creo que vi pasar toda mi vida ante mis ojos –digo cuando estamos a salvo.

–¿Y fue buena?

–La verdad, hubo mucho tiempo en Instagram.

Shay mira con los ojos entornados a la multitud que esquivamos, que se dirige al parque frente a nosotros.

–Ah, claro, la Cruzada de Caballeros. ¿Por eso querías llegar al parque? ¿Quieres entrar a una de las sociedades secretas?

–Sí, ¿y tú no? –Acelero el paso para alcanzar a la multitud, pero desacelero al ver que Shay permanece atrás.

–Ah, creo que no. Ya estoy muy ocupada. Y, además, es probable que lo que haya detrás de esa búsqueda de listones sea una pérdida de tiempo de todas formas.

–Pero no lo sabes. –Pienso en los listones de mi madre, que siguen a salvo en mi maleta, y de pronto agradezco no haberlos sacado frente a Shay.

–¿Y tú sí? –pregunta entretenida, con una ceja en alto.

Abro la boca para defender la búsqueda de listones, las sociedades secretas, mi obsesión con ser parte de eso, pero la verdad es que no sé mucho al respecto. Lo único que sé es que es una parte tan grande del legado de mi madre que siento que también está ligado a mí.

Por mi expresión, Shay cambia de enfoque y agrega:

–Bueno, si sabes del evento de apertura, supongo que has estado escuchando La guardia de Caballeros.

–Así es –asiento, agradecida por el cambio de tema. Aunque “escuchar” es poco decir. Más bien diría que “viví y respiré” el programa. Lo sigo desde que era niña, en vivo o en la versión descargable posterior.

–¿Y qué piensas?

Ya llegamos al parque, y me distrae la pequeña multitud de estudiantes que se reunió en el césped frente al escenario de cemento.

–¿Del programa? –Cuando la miro, tiene una sonrisa taimada que no puedo interpretar.

–Sí. Y del Caballero de este año.

Me sonrojo y espero, otra vez, que no lo haya notado. “El Caballero de este año” es el estudiante anónimo que conduce el programa La guardia de Caballeros, que cambia cada vez que el anterior se gradúa. Suelen tener alguna clase de rutina, pero su trabajo es más que nada relatar lo que sucede en el campus, lo que incluye anunciar cada primavera ubicación y horario de los eventos de búsqueda de listones; los estudiantes de primer año se presentan, cumplen alguna consigna y reciben un listón rojo, azul o amarillo. Cada uno de los listones representa una sociedad secreta y si al final del semestre tienes suficientes de algún color, puedes unirte a esa sociedad. El problema es que nadie sabe cuántos son suficientes para hacerlo, es por eso que todos se apresuran por conseguir la mayor cantidad posible y escuchan con atención cada palabra del Caballero.

–Creo que es fantástico –respondo enseguida e insto a mi rostro a enfriarse–. El anterior también era genial, pero el nuevo es muy gracioso. Ya no puedo escucharlo en público porque me hace reír a carcajadas.

–Espera –dice mirándome con la cabeza de lado–, ¿lo escuchabas antes de venir a estudiar aquí?

–Habrás notado que soy un poco previsora –comento con una risa nerviosa.

–Bueno, al menos encajarás bien aquí –afirma mientras mira alrededor–. No puedes dar un paso sin cruzarte a otro nerd.

Me aferro a cada una de sus palabras. Si es así, tal vez hacer amigos será más fácil de lo que pensé. Quizás incluso me sienta lo suficientemente cómoda como para lanzar mi columna de consejos sin esconderme detrás de un nombre falso.

Pero, aunque es verdad que soy previsora en todos los aspectos, eso no tiene nada que ver con mi obsesión con La guardia de Caballeros. Ni con el hecho de que no solo sepa del último Caballero, sino también del anterior a él y del anterior y de todos los anteriores hasta el origen del programa, hace unos treinta años.

El caso es que mi madre fue quien comenzó todo. Es la “Caballera” original.

CAPÍTULO CUATRO

¿Recuerdan escuchar el argumento deFootloose por primera vez y pensar Guau, ¿de verdad un grupo de adultos prohibió que los niños bailaran? ¡Qué ridículo!? La Estatal Blue Ridge fue algo así en los noventa, porque, al parecer, prohibieron la creación de organizaciones estudiantiles. Su argumento fue que no había suficientes profesores para supervisarlas, pero según mi madre, una estudiante de periodismo parlanchina con una habilidad sorprendente para develar secretos, la causa real era que el director de la universidad estaba malversando fondos destinados a programas de estudiantes. Y, al parecer, expresó esa idea en el programa de la radio universitaria que conducía en aquel momento.

No es de sorprender que la despidieran de su puesto diez minutos más tarde. Sin embargo, en lugar de echarse atrás, se alió con algunos amigos, averiguó cómo volver al aire con una emisora clandestina y dio inicio a La guardia de Caballeros, un programa que informaba sobre lo que los estudiantes necesitaban saber, pero la universidad no quería que supieran.

Con el tiempo, evolucionó hasta convertirse en lo que es hoy en día, no tanto una forma de rebelión, sino un medio de noticias alternativo. Como no es parte de la especialidad en Medios, no es controlado por la universidad, más bien es tolerado. Los Caballeros son conocidos por ser directos y críticos de los avatares del campus; el actual despotrica con tanta frecuencia acerca del costo de la matrícula y de la falta de oportunidades decentes en el programa de estudio y trabajo, que no puedo mentir, me da nervios salir a buscar uno. Pero todos tienen lo suyo; uno era un comediante emergente, a otro le obsesionaba descubrir bandas locales.

Lo de mi madre fue organizar la primera Cruzada de Caballeros. La universidad había prohibido la creación de organizaciones nuevas, pero no los eventos. Entonces, cuando a un grupo de estudiantes se le ocurrió crear nuevas agrupaciones a espaldas de la institución y usar búsquedas del tesoro como medio de difusión para confundir a las autoridades, mi madre les ofreció una plataforma. Anunció por la radio el día en el que los estudiantes debían reunirse en el campus y luego participó de la búsqueda de listones también. Es por eso que los listones siempre tuvieron cierta carga tradicional. Tenía los suyos exhibidos sobre el aparador junto con las fotografías familiares; eran suficientes para unirse a cualquier sociedad, pero cada vez que le preguntaba cuál había escogido, me pellizcaba la nariz y decía que era un secreto, que lo descubriría cuando fuera mayor.

Resulta ser que, como forma de honrar el origen secreto de las organizaciones, es tradición que los miembros no revelen si pertenecen a una hasta que la otra persona ingrese también. En parte, fue por eso que estaba decidida a ingresar a la universidad ahora en lugar de esperar hasta el año próximo: la única oportunidad de ingresar a una sociedad es en el segundo semestre del primer año. Después de tantos años, es posible que por fin descubra a qué organización pertenecía mi madre y qué significaba para ella. Y qué podría significar para mí.

Eso, claro, si consigo suficientes listones para ingresar a todas.

Una alerta de mi móvil nos interrumpe a Shay y a mí. Es la respuesta de Connor al mensaje que le envié diciendo que participaría del evento, luego iría a clases y lo llamaría más tarde. Su mensaje dice:

Mierda. Me perderé la búsqueda de listones.

Me revuelve el estómago.

–Uff. ¿Y esa expresión? –pregunta Shay.

Ah, no es nada, solo un abismo de culpa dentro de mis entrañas.

–Es mi novio, también quería buscar listones –le explico.

–Ah –dice. También sabe bien que solo se puede participar durante la primavera del primer año aquí–. Apesta.

Por la forma en que me sobresalto alarmada, Shay mira alrededor como si hubiera visto a un monstruo.

–Podría recolectarlos para ambos, ¿no? –reflexiono.

–Supongo que sí –admite con la nariz arrugada–. No creo que comprueben cómo los obtuviste.

–Iré a todos los eventos que pueda y conseguiré listones suficientes para mí y para él –digo en voz alta, más para mí que para ella, como si así lo hiciera realidad–. Él volverá el próximo semestre y todo retomará el curso que planeamos.

Llegamos al final de la multitud en medio del parque, donde Shay se desvía un poco hacia la izquierda, en dirección a la calle principal de la ciudad. Aferro mi bolso con fuerza, pues me inquieta dejar las cosas así; creo que esta no es una buena primera impresión.

–Escucha –suspira–, te aconsejaría que no ataras tus planes al chico con el que sales, pero puede que sea una lección que debes aprender por ti misma. –Luego se estremece de repente–. Como cuando me cambié a Gobierno en colocación avanzada por mi exnovia del último año. Dios, espero que ese libro esté ardiendo en el infierno.

–No até mis planes a él –me apresuro a decir. Agradezco tener oportunidad de explicarlo y me estiro para continuar, tanto como es posible para alguien de un metro cincuenta y cinco–. Ya tengo todo un plan para mi vida. Y resulta que Connor está en él.

–Bueno, me entrometeré –dice entretenida–. ¿Cuál es tu plan?

Tomo una inhalación bastante larga antes de comenzar con la exposición de mi plan para los próximos veinte años de mi vida.

–Seré terapeuta. Obtendré mi diploma en Psicología, luego la especialidad en Psicología clínica y, durante los primeros siete a diez años, me dedicaré a ganar presencia con mis columnas de consejería con mi alter ego en redes sociales. Luego continuaré escribiendo mis memorias.

Me sobró mucho aire al final, pero lo dejo salir. Mi sueño solía ser más extenso; quería ser como mi madre, tener una imagen pública que pudiera usar para hacer el bien. Puede sonar precoz para una niña de once años, pero con una madre en el negocio, mi plan cerraba: buscaría podcasts y programas locales, conseguiría un agente y trabajaría en crear mi marca como experta en el campo, hasta convertirme en una personalidad reconocida. Lo apuntalaría con entrevistas en programas matutinos, publicaciones en redes bajo mi nombre real; arrasando con todo. Quizás hasta tendía mi propio programa de televisión.

Pero dejé atrás esa parte de mi sueño hace mucho, mucho tiempo.

–Vaya. Imagínate tener todo resuelto. Nunca será mi caso –comenta Shay cuando termino de hablar. Le di una versión abreviada, pero hay un límite entre alarmar a alguien un poco o demasiado, y no conozco tan bien a Shay como para arriesgarme a cruzarlo. Se quedó mirando el parque con expresión inquieta–. Es decir, ni siquiera pude elegir mi especialidad aún.

–Todavía hay tiempo, ¿no?

–Tenemos que inscribirnos a alguna a fin de año para conservar los beneficios de estudio y trabajo –explica negando con la cabeza.

Claro, lo había olvidado. Estuve tan preocupada por conseguir un lugar en el programa de estudio y trabajo de la universidad que olvidé la regla sobre la especialidad. Aunque nunca tuve que preguntarme cuál sería la mía.

Enderezo los hombros y le sonrío con alegría, como si eso pudiera suavizar la arruga en su ceño.

–Entonces, esta noche tendremos que hacer una tormenta de ideas.

–Ah, ¿sí? –pregunta sonriente.

–Así es –afirmo contenta. Si en algo soy buena es resolviendo problemas. Y Shay podría ser mi oportunidad de hacerlo aquí con una persona real–. Después de la cena. Tendré un tablero de ideas listo.

–¿Un tablero de ideas? –repite con un dejo de gracia, como si aún no decidiera si estoy exagerando o no. Nos interrumpen las campanadas de la capilla del campus, que advierten que se acercan las diez de la mañana–. Debo darme prisa. Suerte con Hutchison.

–Gracias. –Me lamento al sentir una ola de pánico bajo las costillas. El que conozca el apellido de mi profesora de Estadística sin haber tomado sus clases es un mal augurio para mi futuro académico.

CAPÍTULO CINCO

Todavía estoy muy excitada por el resultado de la ceremonia de lanzamiento, así que el camino a clases se siente casi como un sueño. Por fin comienzo a caer en la cuenta de que estoy aquí, no solo en la universidad de mis sueños, sino que, por primera vez, estoy por mi cuenta. Podré ir a todas las búsquedas de listones próximas sin avisar a mis abuelas; puedo escoger cualquier cafetería para almorzar sin necesidad de coordinar con el horario de clases de los demás; y si quisiera ir al arboreto esta tarde después de clases, podría tomar mi bolso e ir.

Todo este tiempo, estuve demasiado ansiosa por llegar aquí y no pensé mucho más. Ahora siento que tengo todo un mundo nuevo por descubrir y me siento tan hambrienta que quisiera correr y devorar este lugar entero.

Por el momento, tomo aire para tranquilizarme y controlo la sonrisa con los labios apretados mientras guardo el listón blanco en mi bolso. Es el listón clasificatorio, el que solo puedes conseguir en la ceremonia de apertura y firmar con tu nombre, lo que hizo mi madre hace muchos años. Los demás eventos se harán en fines de semana y serán múltiples oportunidades para conseguir cada uno de los demás colores; los fines de semana de enero serán para el azul, los de febrero, para el rojo y los de marzo, para el amarillo. Pero solo hay una oportunidad para conseguir el listón clasificatorio, sin el que no puedes participar.

Dicho eso, cuidaré el mío con mi vida.

El único problema es que, dada su naturaleza, solo podré conseguir uno. Dudo que haya una forma de conseguir otro para Connor, pero le debo hacer el esfuerzo. Determinada, enderezo los hombros y empujo la puerta del auditorio.

La puerta cerrada con cerrojo del auditorio.

Retrocedo y abro el cronograma de clases que guardé en mi móvil, en mi computadora e incluso imprimí y guardé en algún lugar de mi bolso. Estoy en el lugar indicado, sin dudas. Intento otra vez para comprobar si la puerta estará atascada, pero como no se abre, llamo despacio. Se oyen murmullos desde el otro lado, seguidos por lo que estoy segura que es un estudiante que se acerca a abrirme desde una de las últimas filas. Doy un paso atrás, pero en lugar de un estudiante, frente a mí aparece una mujer mayor con una blusa floreada dentro de pantalones de vestir formales, que no puede ser más que la profesora Hutchison.

–Llegas tarde.

Las palabras hacen eco por todo el auditorio y con una mirada detrás de ella, confirmo que cien pares de ojos giraron a mirarme. De un momento al otro, parte de mí abandona este lugar. La mitad de mí volvió a los doce años, a una asamblea escolar, con el rostro a centímetros del micrófono, la misma cantidad de ojos sobre mí y la garganta cerrada hasta no poder respirar. Hago a un lado el recuerdo y me obligo a enfrentar la mirada impaciente de la profesora Hutchison.

–Eh… Lo siento. Estaba…

–¿Con el grupo escandaloso del parque? –pregunta con desdén, y sigo su mirada hasta el listón incriminatorio que asoma de mi bolso.

–Sí –admito. La pantalla de mi móvil se ilumina, por lo que compruebo que pasan varios minutos de las once. Estaba tan inmersa en la emoción de mi nueva libertad que, por primera vez desde que tengo memoria, perdí la noción del tiempo.

–En el primer día de clases, que bien debe saber por mis numerosos correos electrónicos, es el día del examen de nivelación.

–Yo… No lo sabía. –Mi mente ignora las palabras “examen de nivelación” para evitar que me ahogue con mi propia saliva–. Fui transferida. Mi correo electrónico comenzó a funcionar ayer.

Mi corazón late con fuerza como si se hubiera multiplicado. No puedo fallar en esta clase si quiero graduarme en esta especialidad. Si quiero evitar que todo mi plan de vida quede destruido.

–Tiene una oportunidad. –Aunque me mira con los ojos entornados, sostiene la puerta abierta para mí–. Pero primero, entrégueme eso –dice mirando el listón.

–Pero…

–Ahora, jovencita.

Llevo la mano al listón, pero me detengo. Espero que cierre con una broma, pero el peso de docenas de miradas sobre mí y el sonido de risas contenidas me dice que el chiste soy yo, así que le entrego el listón.

–Eh, lo… Lo siento –repito. Ahora es mi voz la que hace eco hasta la eternidad, como si hubiera arrojado un búmeran y volviera a golpearme en el trasero.

La profesora no reconoce mi disculpa, solo toma el listón de mi mano y lo guarda en su bolsillo. Mi alma se separa de mi cuerpo lo suficiente para que pueda encontrar un asiento disponible. A continuación, la profesora coloca un examen frente a mí. Inhalo cuatro segundos, exhalo dos. Razonaré con ella después y recuperaré ese listón. Puedo con esto.

Hasta que bajo la vista a la página y veo lo que bien podrían ser garabatos. Nuestra secundaria no dictaba Estadística, solo Álgebra y Precálculo, y no tomé ninguna de las dos en el primer semestre de universidad porque sabía que no transferirían los créditos aquí. Echo un vistazo alrededor para ver si alguien más está al borde del colapso silencioso, pero veo que todos tienen una calculadora junto a sus hojas. Al cerrar los ojos, ubico la mía a la perfección: sepultada dentro de mi bolso de viaje en mi dormitorio, el lugar más inútil en el que podría estar.

Trascurren diez minutos, en los que contemplo el examen y me pregunto si debería intentar fingir, pedir una calculadora prestada o escribir “LO SIENTO” en letras mayúsculas en la primera página y salir corriendo.

De acuerdo. Tomaré aire. Enderezo los hombros, preparándome para la vergüenza que me espera al declarar que necesito una calculadora, pero luego detecto una letra tallada sobre el escritorio: una pequeña “A” muy prolija, con una espiral al final.

Antes de que mis pensamientos tomen forma, me encuentro con la mano sobre el dije en mi cuello, el que tiene la misma espiral. Estoy segura de que si colocara el dije ahora sobre el escritorio, la “A” encajaría a la perfección sobre el grabado; era la forma en que mi madre firmaba todo. Los cheques para pagar la cuenta de la electricidad; los autógrafos para los fanáticos de su programa; su listón blanco. Mi padre encargó el dije para ella antes de que yo naciera, y mi madre lo lleva puesto en casi todas las fotografías que tengo de ella.

No hay forma de que sea su firma la que está sobre el escritorio, pero tampoco hay forma de que no lo sea. La garganta se me cierra de repente, tan rápido que debo toser para no ahogarme. Estuve enfadada con mi padre por haberme ocultado partes de ella por tanto tiempo, pero ahora que estoy más cerca de lo que había estado en años, solo puedo pensar en que la estoy decepcionando.

Me pongo de pie.

–Este examen representa gran parte de su calificación –declara la profesora Hutchison desde el frente del auditorio–. Si sales de aquí, no volverás a entrar.

Aunque abro la boca, esta vez las palabras no salen. Siento todas las miradas sobre mí y tengo doce y dieciocho años a la vez; estoy tan avergonzada que lo único que logro hacer es asentir con la cabeza como una marioneta y retroceder hacia la puerta. Ella es la primera en desviar la mirada, con un movimiento tajante y un chasquido de desaprobación que no alcanzo a oír, pero sí a ver.

Y luego me encuentro fuera del auditorio y del edificio, caminando de vuelta hacia el parque en piloto automático. Pero los estudiantes mayores ya no están, al igual que los listones blancos y mi oportunidad de hacer la búsqueda con ellos.

No lloro de regreso al dormitorio; es todo demasiado absurdo y profundo. Lo que sucedió con Connor me desanimó, por supuesto, y ahora no tengo un listón. Ahora entiendo que estoy hasta el cuello en el aspecto académico. Pasé dieciocho años esperando llegar aquí, pero me tomó apenas una hora echarlo todo a perder.

Gracias a la organización de mis horarios de clases para conseguir trabajo, no tengo otras clases el día de hoy. Pensaba usar el tiempo libre para tocar puertas y, de hecho, encontrar un trabajo (el programa no está pensado para transferidos, y el Caballero no exageraba al decir que la universidad dificulta conseguir uno decente), pero eso puede esperar. Necesito ir a casa, ver a mis abuelas, reencontrarme con Connor. Tengo que googlear el horario del autobús que va a Little Fells y…

–No me digas que ya estás harta de este lugar, chica nueva.

Me detengo de golpe en medio del corredor, con la mochila reorganizada a las apuradas colgando sobre el hombro. Me encuentro frente a una versión un poco más despierta de Milo, el asistente de residentes, con los rizos mojados por la ducha y un ligero aroma cítrico que me provoca una falsa calma momentánea.

–Yo, eh… volveré mañana. –Reacomodo la mochila para lucir menos ridícula de lo que me veo al huir del campus tras solo una hora de vivir en él–. Solo iré a casa por esta noche.

Milo me observa un momento, igual que en nuestro primer encuentro, pero esta vez, sus ojos se detienen en mi rostro. Me quedo congelada, intentando no apartar la vista aunque un cabello suelto cae sobre mi rostro. Así que mi coleta se está cayendo. Solo Dios sabe cómo luce el resto de mí.

–Mm, no. No lo harás –niega después de un instante y extiende una mano para que le entregue mi mochila.

La aferro con necedad y, cuando él mueve la mano otra vez, pienso que es para dejarla caer, pero, en cambio, la posa sobre mi hombro. El peso es firme y resulta extrañamente reconfortante en alguien que parece no dormir desde el 1800. Aunque el gesto resultara aplacador, sus siguientes palabras fueron bruscas:

–Escucha, conozco esa expresión. Significa que estás sobrepasada. Y te aseguro que lo último que debes hacer cuando sientes eso es ir a casa, porque no hará más que empeorar.

Asiento sin pensar mientras me pregunto cómo conoce esa expresión, hasta que recuerdo que debió haber tenido una hora de su entrenamiento como asistente de residentes dedicada a ella. Pero luego el asentimiento se convierte en negación, y aferro la correa de mi mochila con más fuerza. La última vez que tuvo que lidiar con ingresantes aterrados, todos estaban en eso juntos, mientras que yo estoy en esto sola. La hoja en blanco que pensé que sería aquí (en la que nadie sabría de mi madre ni habría una barrera invisible que me impidiera encajar con los demás), nunca existió. Los demás ya encajaron, y yo creé una nueva barrera por mi propia cuenta.

–Ya arruiné todo –suelto–. Connor no está aquí, tendré un cero en el primer examen de mi clase más difícil, ni siquiera sé cómo empezar a buscar un puesto de estudio y trabajo, la profesora Hutchison me sacó mi listón blanco…

–¿La profesora Hutchison? –pregunta algo sorprendido.

–¿También la conoces? –replico. ¿Qué tan aterradora será para que las dos únicas personas que conocí en el campus la reconozcan?

–Pasé por ella. Pero escucha. –Aprieta la mano que sigue en mi hombro y me mira fijo a los ojos. Ahora que está más despierto, puedo ver la gama de verde en ellos, que contrasta con su cabello oscuro. Me encandilan tanto que esta vez, cuando lleva la mano a mi mochila, la dejo caer de mi hombro para que la tome–. El trabajo puede esperar. Usa el resto del día para aclarar tu mente o algo. Date tiempo para adaptarte.

–Pero…

La ausencia del peso de la mochila sobre mi hombro me desestabiliza un poco, pero ver los pasos decididos de Milo hacia mi dormitorio me estabiliza otra vez.

–Y oye, si aún tienes esa expresión en unas semanas, puedes abandonar este lugar como haré a fin de año –ofrece mientras se aparta para que pueda abrir la puerta.

–Espera, ¿tú intentas abandonar? –suelto. Me indigna hasta el punto en que considero arrancarle mi mochila de las manos otra vez.

–Lo intenté. –Cuando abro la puerta, se detiene en la entrada a contemplar la decoración detallada de libros y cosas cursis de Shay–. Vaya, lindo. Espero que no haya terremotos.

–¿Por qué quieres abandonar? Eres asistente de residentes, ¿no te graduarás el año próximo? –inquiero. Lo sigo tan de cerca que por poco me golpeo la nariz contra su hombro cuando deja mi mochila sobre la cama. No parece inquietarlo verme a dos centímetros de distancia cuando voltea.

–Estoy en segundo año. Y a diferencia contigo, no fui aceptado a mitad de año en ningún lado, así que quizás tenga más suerte esta vez.

–¿De verdad es tan malo este lugar? –Si queda alguna parte de mi corazón en su lugar, acaba de caer a un suelo metafórico.

Milo por fin se detiene un instante.

–No, la universidad está bien. Estarás bien. –Vuelve a mirarme a los ojos–. Además, no pareces de las que abandonan. Si es que las tres páginas del correo electrónico que nos enviaste a los supervisores es algún indicativo.

Tiene razón, yo no abandono. Vi todas las temporadas de Grey’s Anatomy. Dirigí una recaudación de fondos de la escuela lavando coches durante un huracán. Una vez corrí una maratón de cinco kilómetros con Connor a pesar de no haber corrido un metro en mi vida. Mientras pienso en eso, encuentro lo que estaba buscando: la parte testaruda de mí que no conoce la palabra “no”. La Amy Rose dentro de mí. Puede que sea pequeña, pero es suficiente. El mundo se detiene un momento, respiro hondo y miro a Milo otra vez.

–¿Lo leíste?