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Emma Lord

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Pepper, la perfeccionista, es la lengua mordaz detrás de los tweets de la cadena de hamburguesas de su familia. Jack es el payaso de la clase, y está dispuesto a ir a la guerra por defender la tienda de comidas de su abuela, literalmente. Cuando Big League Burger roba la receta más famosa de Girl Cheesing, comienza el enfrentamiento de Twitter más icónico y sabroso. Pero mientras Pepper y Jack se matan a fuerza de memes, likes y retweets en las redes, en la vida real son compañeros de clase y comienzan a acercarse cada vez más. Ah, y también están totalmente locos el uno por el otro en una aplicación anónima de chat. ¿Qué harán cuando las máscaras virtuales se caigan y toda esa bola de secretos salga a la luz? ¿Vencerá la enemistad? ¿El orgullo? ¿O el amor?

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Pepper, la perfeccionista, es la lengua mordaz detrás de los tweets de la cadena de hamburguesas de su familia.

Jack es el payaso de la clase, y está dispuesto a ir a la guerra por defender la tienda de comidas de su abuela, literalmente.

Cuando Big League Burger roba la receta más famosa de Girl Cheesing, comienza el enfrentamiento de Twitter más icónico y sabroso.

Pero mientras Pepper y Jack se matan a fuerza de memes, likes y retweets en las redes, en la vida real son compañeros de clase y comienzan a acercarse cada vez más. Ah, y también están totalmente locos el uno por el otro en una aplicación anónima de chat.

¿Qué harán cuando las máscaras virtuales se caigan y toda esa bola de secretos salga a la luz?

 

¿Vencerá la enemistad? ¿El orgullo? ¿O el amor?

Emma Lord

Es autora best seller de The New York Times, escritora sénior en BuzzFeed y una aficionada a los postres que vive en Nueva York. Además de escribir, le gusta correr y cantar a los gritos en el teatro local.

Tiene una maestría en Psicología en la Universidad de Virginia y es experta en actualizar sus fanfictions en clase sin que nadie lo note. Fue criada entre glitter, mucho amor y demasiados tostados de queso. Podrás leer varios de sus romances muy pronto de la mano de VR YA.

¡Visítala!

www.emmalordwriting.com

Para mis escritores preferidos: mamá y papá.

Pepper

En honor a la verdad, casi no sale humo del horno cuando suena la alarma.

–Eh… ¿se está incendiando el apartamento?

Bajo la pantalla de la computadora, cuya mitad está ocupada por la cara de mi hermana mayor Paige, ahora con el ceño fruncido, quien me llamó por Skype desde la Universidad de Pensilvania. La otra mitad está ocupada por el ensayo sobre Grandes esperanzas que he escrito y reescrito tantas veces que creo que Charles Dickens estará revolcándose en la tumba.

–No –murmuro mientras atravieso la cocina para apagar el horno–, solo mi vida.

Abro el horno y sale otra humareda, que revela un Pastel Monstruo terriblemente ennegrecido.

–Mierda.

Tomo la escalera de mano de la despensa para apagar la alarma contra incendios y abro todas las ventanas de nuestro apartamento en el piso veintiséis, desde donde veo el Upper East Side de Nueva York extenderse bajo mis pies: todos los edificios imponentes con sus luces brillantes encendidas, incluso mucho después de la hora en la que cualquier persona en su sano juicio se iría a dormir. Me quedo mirando por un momento, de alguna manera todavía no me he acostumbrado a la impresionante vista a pesar de que llevamos aquí casi cuatro años.

–¿Pepper?

Cierto. Paige. Levanto la pantalla de la computadora.

–Todo bajo control –digo, mostrándole un pulgar hacia arriba.

Ella levanta una ceja incrédula y luego hace la mímica de correrse el flequillo. La imito y termino desparramándome Pastel Monstruo por toda la frente mientras Paige hace una mueca de dolor.

–Bueno, si terminas llamando a los bomberos, ponme sobre la superficie más alta, así puedo ver entrar a los musculosos. –Sus ojos se alejan de la pantalla, sin duda para mirar la publicación inconclusa del blog de repostería que llevamos juntas–. Supongo que hoy no vamos a tomar ninguna foto para la entrada, ¿no?

–Tengo otros tres pasteles ya hechos que puedo fotografiar cuando les ponga el glaseado. Te enviaré esas fotos más tarde.

–Cielos. ¿Cuántos pasteles monstruo has hecho? ¿Ya volvió mamá de su viaje?

No quiero verla a los ojos, así que dirijo la mirada hacia la cocina, donde las sartenes están acomodadas en una fila. Paige apenas pregunta por mamá estos días, así que siento que debo tener mucho cuidado con lo que diga a continuación; más cuidado que con, por ejemplo, el estado de distracción académica que me dejó al borde de un incendio.

–Debería volver en dos días. –Y luego, como parece que no puedo evitarlo, agrego–: Podrías venir, si quieres. No tenemos mucho que hacer este fin de semana.

–Paso –responde Paige arrugando la nariz.

Me muerdo el interior de la mejilla. Paige es tan testaruda que cualquier cosa que diga para intentar salvar la distancia entre ella y mamá suele empeorar las cosas.

–Pero podrías venir tú a Pen a visitarme –me ofrece alegremente.

La idea sería tentadora si no tuviera que hacer el ensayo de Grandes esperanzas y un montón de otras grandes esperanzas con las que lidiar: un examen de Estadística Avanzada y un proyecto de Biología Avanzada de preparación para la universidad, los preparativos para el club de debate y mi primer día oficial como capitana del equipo de natación femenino, entre otras cosas, y eso es solo la punta de mi iceberg metafórico y sumamente estresante.

La cara que pongo debe decirlo todo, porque Paige levanta las manos en señal de rendición.

–Lo siento –digo por reflejo.

–Primero, deja de pedir perdón –dice Paige, que ahora está metida hasta el cuello en una clase de teoría feminista a la que abraza con un entusiasmo agresivo–. Y segundo, ¿qué te está pasando?

–¿Qué me está pasando? –pregunto, abanicando los últimos restos de humo para sacarlos por la ventana.

–Toda esta... onda rara... de Barbie estudiosa que tienes –me dice, señalando la pantalla.

–Me preocupan mis calificaciones.

–En casa no te preocupaban –señala Paige con un resoplido.

Por “casa”, se refiere a Nashville, donde nos criamos.

–Aquí es diferente. –No es que ella sepa cómo es, teniendo en cuenta que nunca tuvo que ir a la Academia Stone Hall, una escuela privada tan elitista y competitiva que incluso Blair Waldorf ardería en llamas a los dos minutos de cruzar el umbral. El año en que mamá nos mudó aquí, Paige estaba por terminar la secundaria e insistió en ir a una escuela pública; además, ya tenía calificaciones de su escuela anterior que le servían para impulsar sus solicitudes universitarias–. La escala de calificaciones es más exigente. El ingreso a la universidad es más competitivo.

–Pero tú no eres competitiva.

Ja. Tal vez yo no era así antes de que ella me dejara para irse a Filadelfia. Ahora mis compañeros me conocen como la Terminator. O la santita, o la “siempre lista”, o cualquier apodo con el que haya decidido agraciarme esa semana Jack Campbell, el infame payaso de la clase y la espina que tengo clavada.

–Además, ¿no enviaste ya una solicitud anticipada a Columbia? ¿Crees que les va a importar una mísera B menos?

No es que quizás no les importe, no tengo dudas de que sí les va a importar. Escuché a unas chicas en el aula hablar de un chico de otra escuela que está a una calle de la nuestra. Dijeron que le anularon la aceptación a Columbia porque le dio un ataque de desmotivación a punto de terminar la secundaria y bajaron sus calificaciones. Pero antes de poder justificar mi paranoia por este rumor sin fundamento, se abre la puerta de entrada, seguida por el clic clic clic de los tacones de mi madre que golpean contra el suelo de madera del apartamento.

–Adiós –dice Paige.

Corta la llamada antes de que yo vuelva a mirar la pantalla.

Suspiro y cierro la computadora justo antes de que mi madre entre en la cocina, engalanada con su habitual atuendo de aeropuerto: unos jeans negros ajustados, un suéter de cachemira y unas enormes gafas de sol negras que, a decir verdad, le quedan ridículas dada la hora que es. Se las quita y las posa sobre el pelo rubio perfectamente peinado para inspeccionarme a mí y al huracán que alguna vez fue su cocina impecable.

–Has vuelto antes.

–Y se supone que tú deberías estar en la cama.

Da unos pasos y me abraza; yo la aprieto un poco más de lo que debería apretarla una persona cubierta de pastel. Solo han pasado unos días, pero me siento sola cuando ella no está. Todavía no me he acostumbrado a que haya tanto silencio, sin Paige ni mi padre.

Ella me sujeta e inspira con ganas, sin duda inhalando una bocanada de pastel quemado, pero cuando se aparta, levanta la misma ceja que Paige y no dice nada.

–Tengo que terminar un ensayo.

Mi madre mira los pasteles.

–Parece que la lectura te tiene fascinada –dice con ironía–. ¿Es el de Grandes esperanzas?

–El mismo.

–¿No lo terminaste hace una semana?

Tiene razón. Supongo que, llegada la hora de la verdad, puedo tomar uno de los borradores anteriores y presentar eso. Pero el problema es que la hora de la verdad en la Academia Stone Hall es más bien la hora de la mutilación y la destrucción. Estoy compitiendo para entrar a una de las mejores universidades del país contra herederos que quizás desciendan de la mascota original de la Universidad Yale. No basta con ser buena, ni siquiera genial: tienes que aplastar a los demás; si no, te aplastan a ti.

Bueno, al menos en sentido metafórico. Y hablando de metáforas, por alguna razón, a pesar de haber leído el libro dos veces y haberlo anotado a más no poder, me está costando interpretar cualquier metáfora de una manera que no haga dormir al profesor de Literatura Avanzada. Cada vez que intento escribir algo coherente, solo puedo pensar en el entrenamiento de natación de mañana. Es mi primer día como capitana en funciones y sé que Pooja estuvo preparándose durante el verano, así que ahora podría ser más rápida que yo, tener ventaja a la hora de socavar mi autoridad y hacerme quedar como una idiota delante de todos y...

–¿Quieres quedarte en casa y no ir a la escuela mañana?

Me quedo mirando a mi madre como si le hubiera crecido una segunda cabeza. Eso es lo último que necesito. Incluso faltar una hora les daría ventaja a todos los demás.

–No. No, estoy bien. –Me siento en la encimera–. ¿Terminaste con tus reuniones?

Mi madre está tan empeñada en lanzar Big League Burger a nivel internacional que es prácticamente lo único de lo que habla estos días: reuniones con inversores en París, en Londres, incluso en Roma, para tratar de decidir a qué ciudad europea llevará la franquicia primero.

–No del todo. Tendré que volver a viajar. Pero en la empresa están todos alterados por los lanzamientos del nuevo menú de mañana, y no me parecía bien estar fuera en medio de eso. –Sonríe–. Además, extrañaba a mi Mini-yo.

Resoplo, pero solo porque, entre su ropa de diseñador y mi pijama arrugado, ahora mismo parezco cualquier cosa menos eso.

–Hablando de los lanzamientos del menú –señala–, Taffy dice que no le has respondido los mensajes.

Trato de evitar que se note la punzada de fastidio en mi cara.

–Sí, bueno. Le di ideas de tweets para programar hace semanas ya. Y he tenido mucha tarea.

–Sé que estás ocupada. Pero es que eso se te da muy bien. –Me pone el dedo en la nariz de la misma manera que lo ha hecho desde que era pequeña, cuando ella y mi padre solían reírse de cómo me quedaba un poco bizca mirándolo–. Y sabes lo importante que es esto para la familia.

“Para la familia”. Sé que no es su intención, pero me molesta, teniendo en cuenta cómo empezamos y cómo estamos ahora.

–Ah, sí. Seguro que a papá le quitan el sueño nuestros tweets.

Mi madre pone los ojos en blanco de esa forma cariñosa y exasperada que reserva únicamente para mi padre. Si bien han cambiado muchas cosas desde que se divorciaron hace unos años, todavía se quieren, aunque no estén tan “enamorados”, como dice mi madre.

El resto, sin embargo, ha sido como un latigazo. Mi mamá y mi papá fundaron Big League Burger en Nashville hace diez años, como una tienda familiar. En esa época, solo había batidos y hamburguesas y apenas conseguíamos pagar la renta cada mes para mantener la tienda en pie. Nadie esperaba que tuviera tanto éxito ni que Big League Burger se convirtiera en la cuarta franquicia de comida rápida más importante del país.

Supongo que tampoco yo esperaba que mis padres se divorciaran de forma amistosa y casi alegre, que Paige se alejara por completo de mamá por haber sido ella la que pidió el divorcio, ni que mi madre pasara de ser una vaquera descalza a una magnate de la comida rápida y nos mudara al Upper East Side de Manhattan.

Ahora que Paige va a la universidad en Pensilvania, que mi padre todavía vive en el apartamento de Nashville y que los dedos de mi madre están casi pegados quirúrgicamente a su iPhone, la palabra “familia” suena un poco exagerada en esa campaña suya para hacer sentir culpa a su hija adolescente.

–Explícame otra vez ese concepto tuyo –pregunta mi madre.

Contengo un suspiro y respondo:

–Como primero vamos a lanzar los sándwiches tostados de queso, estamos “tostando” a la gente en Twitter. Cualquiera que desee ser “tostado” puede tomarse una selfie, twittearla y nosotros le twittearemos algo atrevido al respecto.

Podría entrar en detalles y sacar los modelos que hicimos de las posibles respuestas a los tweets, recordarle el hashtag #MeTostóBLB que vamos a crear, los juegos de palabras que se nos han ocurrido basados en los ingredientes de los tres nuevos sándwiches tostados de queso, pero estoy agotada.

Mi madre silba por lo bajo.

–Me encanta, pero no hay dudas de que Taffy va a necesitar tu ayuda con eso.

–Sí –digo, haciendo una mueca.

Pobre Taffy. Es la veinteañera tímida que viste sacos tejidos y se encarga de las páginas de Twitter, Facebook e Instagram de Big League Burger. Mi madre la contrató apenas terminó la escuela cuando iniciamos la franquicia, pero después de expandirnos a nivel nacional, el equipo de marketing decidió que la presencia de Big League Burger en Twitter iba a seguir los pasos de KFC o Wendy’s: con un tono sarcástico, irreverente, fresco. Todas cosas en las que Taffy, la pobre Chica Superpoderosa con demasiado trabajo, no tiene experiencia.

Ahí es donde entro yo. Aparentemente, en el vasto arsenal de talentos inútiles que no me van a ayudar a entrar en la universidad, se me da muy bien ser sarcástica en Twitter. Aunque, hoy en día, que se te dé bien el sarcasmo generalmente significa pegar una imagen de Big League Burger sobre el Crustáceo Cascarudo y una de Burger King sobre El Balde de Carnada, que fue justamente el primer tweet que hice, cuando Taffy se fue de viaje a Disney World con su novio el año pasado y mi madre me pidió que colaborara. Al final lo retwittearon más veces que cualquier otra cosa que habíamos publicado. Desde entonces, mi madre me ha estado presionando para que ayude a Taffy.

Estoy a punto de recordarle que Taffy hace rato se merece un aumento de sueldo y tener subordinados de verdad para poder dormir en algún momento de este año, cuando mi madre me da la espalda y mira los pasteles.

–¿Pastel Monstruo?

–El mismísimo.

–Uf –dice, tomando un poco del pastel del que ya corté unas porciones–. Mejor esconde esto de mí. No me puedo contener.

Todavía me resulta extraño escuchar a mi madre decir cosas así. Si no hubiera sido una amante de la comida tan orgullosa, ella y mi padre no habrían abierto Big League Burger. A veces no parece que haya pasado tanto tiempo desde que yo estaba de pie en el porche del viejo apartamento de Nashville con Paige, mientras nuestro padre hacía números y enviaba correos electrónicos a los proveedores y mi madre hacía listas exhaustivas de combinaciones de batidos descabelladas, que después nos leía para darles el visto bueno.

Creo que no la he visto tomar más que unos sorbos de batido en media década; ahora está más metida en el lado de los negocios. Y mientras que yo me he inclinado por ese lado ayudando con los tweets y tratando de acomodarme a Nueva York, el cambio solo parece haber hecho que Paige se enojara aún más con ella. La mitad del tiempo pienso que ella solo está muy comprometida con nuestro blog de repostería porque es una especie de punto de fricción.

Pero pase lo que pase, hay una cosa por la que mi madre siempre ha tenido debilidad: el Pastel Monstruo. Un peligroso invento de la infancia que nació el día en que Paige, mamá y yo decidimos poner a prueba los límites de nuestro horno de mala muerte con una combinación de pastel de confeti mezclado con masa de brownie, masa de galletas, Oreos, dulces de mantequilla de maní bañados en chocolate y bombones de caramelo. El resultado fue tan espantoso y delicioso a la vez que mi madre le hizo unos ojos saltones con glaseado, y así nació el Pastel Monstruo.

Ahora ella le da un mordisco y dice con un gemido:

–Ya, ya, aparta esto de mí.

Me suena el teléfono en el bolsillo. Lo saco y veo una notificación de la aplicación Weazel.

Lobo

Hola. Si estás leyendo esto, vete a la cama.

–¿Es Paige?

Me muerdo los labios para esconder mi sonrisa.

–No, es un amigo. –Bueno, más o menos. En realidad no sé su verdadero nombre. Pero mi madre no necesita saberlo.

Ella asiente con la cabeza, rascando algunos restos de pastel del fondo del molde con la uña del pulgar. Me preparo, porque este suele ser el momento en que me pregunta en qué anda Paige y, una vez más, tengo que hacer de intermediaria; pero en lugar de eso, la pregunta es:

–¿Conoces a un chico llamado Landon que va a tu escuela?

Si fuera de esas chicas tontas que dejan su diario tirado en la habitación, esto sería motivo suficiente para entrar en pánico absoluto. Pero no soy tan tonta como para hacer eso, incluso si mi mamá fuera de esas madres que husmean.

–Sí. Creo que los dos estamos en el equipo de natación. –Lo que en realidad quiere decir: “Sí, me enamoré de él con locura en el primer año, cuando me dejaste en una guarida de leones llena de niños ricos que se conocían desde que nacieron”.

Ese primer día fue todo lo incómodo que podía ser. Nunca había usado un uniforme de escuela, y me parecía que todo me picaba y nada me quedaba del todo bien. Mi pelo seguía siendo el mismo desastre encrespado y rebelde que había sido en el sexto año de la primaria. Todo el mundo ya estaba seguro en sus grupitos, y ninguno de esos grupitos parecía que fuera a incluir a alguien que tuviera seis pares de botas de vaquera y un póster de la cantante de country Kacey Musgraves colgado en el armario.

Casi me eché a llorar cuando llegué a la clase de Lengua y me di cuenta, horrorizada, de que habían asignado una lectura de verano y, para colmo, el primer día había un examen sorpresa. Estaba demasiado asustada para decirle algo a la profesora, pero Landon se inclinó desde su pupitre, bronceado por el verano y con una sonrisa amplia y tranquila, y dijo: “Oye, no te preocupes. Mi hermano mayor dice que ella solo toma estos exámenes para asustarnos; en realidad, no cuentan”.

Conseguí asentir con la cabeza. En algún momento, en la fracción de segundo que él tardó en volver a su pupitre y mirar su cuestionario, mi tonto cerebro de catorce años decidió que me había enamorado.

Es cierto que solo duró unos meses y que desde entonces he hablado con él unas seis veces. Pero hasta ahora he estado demasiado ocupada para que me guste alguien, así que él es prácticamente el único ejemplo que tengo.

–Bien, bien. Deberías conocerlo mejor. Invítalo a casa alguna vez.

Me quedo boquiabierta. Sé que ella fue a la secundaria en los noventa, pero eso no es ninguna excusa para semejante falta de comprensión de cómo funciona la interacción social adolescente.

–Eh… ¿qué?

–Su padre está pensando en hacer una gran inversión para que Big League sea internacional –me dice–. Cualquier cosa que podamos hacer para que estén más a gusto...

Intento no retorcerme. A pesar de toda la poesía mediocre y la angustia pasajera al son de canciones de Taylor Swift que Landon inspiró hace unos años, en realidad no sé mucho sobre él, en especial porque ahora está muy ocupado con una pasantía de desarrollo de aplicaciones fuera del campus y apenas lo veo en los pasillos. Landon ha estado muy ocupado siendo Landon: guapo como nadie, amado por todos y probablemente fuera de mi alcance por ser una mera mortal.

–Sí, bueno. En realidad, no somos amigos ni nada, pero...

–Eres genial con la gente. Siempre lo has sido. –Mi madre se inclina hacia delante y me da un pellizco en la mejilla.

Tal vez era genial en mi escuela anterior. Tenía tantos amigos en Nashville que básicamente representaban la mitad de los ingresos de la primera tienda de Big League Burger, porque siempre iban allí después de la escuela. Pero nunca tuve que hacer nada para hacer esos amigos. Todos siempre estuvieron ahí, al igual que Paige. Crecimos juntos, conocíamos hasta el último detalle el uno del otro, y nuestra amistad no fue una decisión consciente, sino algo con lo que habíamos nacido.

Por supuesto, no supe eso hasta que nos mudamos a este nuevo ecosistema. Aquel primer día de clase, todos me miraban como si fuera una extraterrestre, y al lado de mis compañeros criados en Manhattan, a fuerza de Starbucks y tutoriales de maquillaje de YouTube, era como si lo fuera. Ese día llegué a casa, miré a mi madre y empecé a llorar.

Eso la impulsó a actuar más rápido que si hubiera llegado a casa literalmente en llamas: en una semana, yo ya tenía más productos de maquillaje de los que cabían en la encimera del baño, clases con una estilista sobre brushing y clases particulares individuales para ponerme al día con el plan de estudios de la élite. Mi madre nos había metido en este mundo nuevo y extraño, y estaba decidida a hacernos encajar.

Es raro que recuerde aquella miseria con cariño. Hoy en día, mi madre y yo estamos tan ocupadas que no podemos hacer más que esto: unos encuentros raros en la cocina después de medianoche, ambas con un pie en la puerta. Esta vez me adelanto.

–Me voy a la cama.

Mi madre asiente y dice:

–No te olvides de dejar el teléfono encendido mañana, para que Taffy pueda ubicarte.

–Cierto.

Quizás debería molestarme que ella piense que Twitter tiene prioridad sobre mi educación real, en especial teniendo en cuenta que me puso en una de las escuelas más competitivas del país; pero, en cierto modo, es lindo que me necesite para algo.

Ya en mi habitación, me recuesto sobre la pila de almohadas de la cama, esquivando la computadora a propósito y la montaña de trabajo que aún me espera, y abro la aplicación Weazel para escribir una respuesta.

Azulejo

Vaya, miren quién llegó. ¿No puedes dormir?

Por un momento pienso que Lobo no va a responder, pero, en efecto, la burbuja del chat se abre de nuevo. Se siente cierta emoción y aún más cierto temor… el riesgo de usar la aplicación Weazel. Todo es anónimo, y supuestamente solo hay chicos de nuestra escuela. Se te asigna un nombre de usuario cuando te conectas por primera vez, siempre algún animal, y permaneces en el anonimato mientras estés en el “chat del pasillo”, que es el principal y está abierto a todo el mundo.

Pero si hablas con alguien de forma individual, en algún momento, nunca se sabe cuándo, la aplicación revela las identidades de ambos. Paf. Adiós al secreto.

Así que, básicamente, cuanto más hablo con Lobo, más probabilidades hay de que la aplicación nos delate. De hecho, teniendo en cuenta que algunas personas se revelan al azar después de una semana o incluso un día de empezar a hablar, es casi un milagro que hayamos pasado dos meses así.

Lobo

No. Estoy muy preocupado porque destrozaste la historia de Pip.

Quizá por eso, últimamente, hemos empezado a ponernos un poco más personales. Decimos cosas que no nos delatan del todo pero que tampoco son muy sutiles.

Azulejo

Se podría pensar que tengo ventaja. Eso de que Pip pasó de pobre a rico no está tan alejado de mi realidad.

Lobo

Sí. Empiezo a pensar que somos los únicos que no nacimos con dinero saliendo por los poros.

Aguanto la respiración, como si la aplicación fuera a revelarnos a ambos en ese instante. Quiero y no quiero. Es un poco lastimoso, pero todo el mundo es tan cerrado y competitivo que Lobo es lo más parecido a un amigo que he tenido desde que nos mudamos aquí. No quiero que nada cambie eso.

No es que tenga miedo de que él me defraude. Tengo miedo de defraudarlo yo a él.

Lobo

En fin, aprovéchalo todo lo que puedas. En especial porque esos imbéciles seguramente le pagaron a alguien mucho más inteligente para que les escriba el ensayo.

Azulejo

Odio que puedas tener razón.

Lobo

Oye. Solo faltan 8 meses para la graduación.

Me recuesto en la cama, cerrando los ojos. A veces parece que esos ocho meses son una eternidad.

Jack

La gente debería tener prohibido enviar e-mails antes de las nueve de la mañana los lunes. En especial si dicho e-mail me va a arruinar el día.

Para los padres y los briosos estudiantes de la Academia Stone Hall…

 

Comienza, una clara señal de que es de Rucker, vicedirector a tiempo completo y ladrón de alegría a tiempo parcial.

Ha llegado a oídos de los profesores que miembros del alumnado están participando en chats anónimos en una aplicación llamada “Weasel”. No solo carece de la autorización de la escuela, sino que es una causa de creciente preocupación. El riesgo de sufrir ciberacoso, la posible difusión de las respuestas de los exámenes y el origen desconocido de esta aplicación, son razones suficientes para que decretemos su prohibición en toda la escuela, con efecto inmediato.

Padres, los instamos a que conversen de forma sincera con los estudiantes sobre los peligros de esta aplicación. A partir del día de hoy, cualquier estudiante que sea sorprendido utilizando “Weasel” en el campus será sometido a una audiencia disciplinaria. Se anima a cualquier persona que tenga información sobre esta aplicación a que se presente.

 

Que tengan un día enriquecedor,

Vicedirector Rucker

 

Apago la pantalla, me echo en la almohada y cierro los ojos.

¿Weasel? Tengo muchas cosas por las que estoy dispuesto a morir, y aunque esta sería la última de todas, me irrita de todos modos el nombre mal dicho. Es “Weazel”, un homenaje ligeramente descarado a las primeras aplicaciones, que abusaban de la z y renegaban de las vocales (pensé que optar por la segunda característica y llamarla “Weazl” era demasiado, incluso para mí). Pero lo más importante es que nadie la usa para hacer trampa ni acosar a nadie o lo que sea que Rucker piense que hacen los adolescentes cuando por fin encuentran un espacio para interactuar sin que los adultos les respiren en la nuca. En primer lugar, si alguien en Stone Hall quiere hacer trampas académicas, lo más probable es que un cheque bien abultado sirva de mucho más que una lista de respuestas. Y en segundo lugar, estoy tan pendiente de vigilar el chat del pasillo y de borrar todos los mensajes que rocen el ciberacoso o las trampas que ahora casi nadie se atreve a intentarlo.

Mi puerta se abre de par en par.

–¿Has visto esto?

Ethan entra en mi habitación antes de que yo pueda despertarme lo suficiente como para fruncir el ceño. Como es de esperar, ya tiene el uniforme de la escuela puesto, el pelo con gel y la mochila colgada al hombro. Siempre llega temprano a la escuela para besarse con su novio en la entrada, y supongo que para hacer lo que sea que uno hace cuando se es demasiado popular. Entiéndase ser presidente del consejo estudiantil, capitán del equipo de clavados y un estudiante estrella tan querido por nuestros profesores que una vez oí a dos de ellos discutir en la sala de profesores sobre si debían darle la medalla al mejor promedio por Lengua o Matemáticas cuando estábamos por terminar el primer año, porque no podía ganar por las dos asignaturas.

Todo esto sería molesto si Ethan fuera solo mi hermano, pero es diez veces peor porque es mi hermano gemelo. No hay nada más incómodo que vivir a la sombra de una figura que tiene la misma forma que la tuya.

No es que yo sea un perdedor. Tengo muchos amigos. Pero sin duda, de los clichés de la escuela secundaria, yo pertenezco más a la categoría de payaso de la clase que mi hermano, que es básicamente el Troy Bolton de nuestra escuela, sin las coreografías.

(Bueno, quizás sí soy un poco perdedor).

–Sí, vi el e-mail –murmuro, con un nudo en el estómago.

El caso es que nadie sabe que yo creé Weazel. Nunca fue mi intención que se convirtiera en algo tan... bueno, a falta de una palabra mejor, en una sensación. Ethan les pidió a mis padres que le regalaran un libro sobre desarrollo de aplicaciones para una Navidad porque quería sumarse a un club que habían creado sus amigos; y cuando en Año Nuevo ya había abandonado la idea, yo tomé el libro y descubrí que se me daba muy bien. Hice algunas plataformas de chat y aplicaciones basadas en la ubicación, pero estaba demasiado ocupado ayudando a mis padres en la tienda de comidas y no pude hacer mucho más. Entonces, se me vino a la mente la idea de Weazel y no la quise abandonar.

Así que la desarrollé. La pulí. Y entonces, un día de agosto, después de tomar una cerveza en alguna fiesta con Ethan y de que otra compañera de clase se acercara, charlara conmigo durante treinta segundos y me abandonara bruscamente al darse cuenta de que yo no era mi hermano, decidí que esa noche ya había tenido suficiente trato cara a cara con nuestros compañeros. Pero esta vez, en lugar de pasar las siguientes horas compadeciéndome de mí mismo como suelo hacer cuando ocurren este tipo de cosas, terminé creando una cuenta temporal y publiqué un enlace para descargar la aplicación en la página de Tumblr de la escuela.

A la mañana siguiente ya había cincuenta estudiantes registrados. Enseguida tuve que poner medidas de seguridad para que solo se pudiera crear una cuenta con una dirección de e-mail de Stone Hall. Ahora hay trescientos, lo que significa que solo hay unas veintiséis personas en toda la escuela que no la usan, lo que tal vez sea lo mejor, porque la verdad es que estoy tan escaso de identidades de animales para asignarles que el usuario más reciente terminó con el apodo “Pez Borrón”.

–¿Qué e-mail? –pregunta Ethan–. Hablo de los tweets.

–¿Eh?

Ethan toma mi teléfono del colchón y hace esa cosa de gemelos terriblemente molesta: lo desbloquea con su propia cara. Busca algo y enseguida me lo muestra.

–Espera, ¿qué es eso?

Entrecierro los ojos para ver el tweet, que parece ser de la cuenta de empresa de Big League Burger. Se trata de la presentación de un nuevo producto del menú, uno de los tres nuevos “sándwiches tostados de queso artesanales”. El de este tweet se llama “Especialidad de la Abuela”. Leo los ingredientes y mi confusión se convierte en ira de forma tan instantánea que Ethan prácticamente la siente como una oleada que inunda la habitación, y enseguida dice:

–¿Lo ves?

Lo miro, y luego vuelvo a mirar la pantalla.

–¿Qué carajos?

No somos dueños de las palabras “Especialidad de la Abuela” ni de las combinaciones de ingredientes que van en los sándwiches tostados de queso. Pero es imposible que esto sea una coincidencia. La “Especialidad de la Abuela” ha sido un pilar de la tienda de comidas de nuestra familia desde que la abuela Belly la introdujo en el menú, basado en un sándwich que había hecho su propia abuela. Y ahora, una de las mayores cadenas de hamburguesas del país nos robó decenas de años de innovación de la familia Campbell en materia de sándwiches tostados de queso, incluidos el nombre y cinco ingredientes muy específicos.

Puede que no seamos una empresa gigantesca, pero Girl Cheesing ha sido una insignia del East Village durante décadas. Todo neoyorquino que se precie conoce nuestros sándwiches legendarios, en particular la “Especialidad de la Abuela”, nuestro sándwich tostado de queso más vendido, y su prolífico ingrediente secreto. En la tienda tenemos una pared entera de fotos de gente posando con el sándwich y con la abuela Belly, incluida una foto de una estrella del pop de los años ochenta que estoy bastante seguro de que mi madre valora más que las fotos mías y de Ethan tomadas apenas nacimos.

–Papá dice que no le hagamos caso –dice Ethan, echando humo por las orejas, igual que yo. Puedo ver cómo le maquina la cabeza y cómo los dedos se cierran y forman puños. Estoy justo detrás de él, y la rabia me despierta más rápido que un maldito e-mail de Rucker.

El mundo puede meterse conmigo todo lo que quiera, pero no voy a dejar que se meta con la abuela Belly.

–Sí, bueno. A mí no me dijo que no le hiciera caso.

Los labios de Ethan se curvan hacia arriba.

–Eso es lo que esperaba que dijeras.

A pesar de todas nuestras diferencias, al menos en este aspecto, siempre estamos de acuerdo. Puede que Ethan haya tenido excusas para no trabajar en la mayoría de sus turnos en la tienda durante los últimos años (el verano anterior a iniciar la secundaria hizo un viaje de voluntariado para construir casas con un grupo de los chicos más populares de nuestra clase, y básicamente volvió como su nuevo rey), pero más allá de lo solicitado que esté fuera de la tienda, la lealtad siempre está. Está tan arraigada en nosotros que parece ser algo que compartimos más que cualquier otra cosa, incluso más que ser la viva imagen del otro.

Abro la cuenta de Twitter de Girl Cheesing en el teléfono. Los dos estamos conectados a ella, sobre todo porque nuestros padres no se molestan en seguir ninguna de las páginas de la tienda. Si fuera por mi padre, no tendríamos ninguna presencia en las redes sociales.

–Nosotros funcionamos con el boca en boca –dice sin cesar, con el mismo orgullo obstinado de siempre. Lo cual está muy bien, salvo que el “boca en boca” no nos ha ayudado precisamente a mantenernos a flote en el último tiempo. No se habla mucho del asunto, pero yo estoy en la tienda casi todos los días y, en virtud de la descabellada educación en una escuela privada en la que han insistido que tuviera, no tengo ni un pelo de tonto. Nuestra base de clientes leales está envejeciendo o yéndose a vivir a otro lado. Las filas son más cortas. Las ventas están disminuyendo.

Tenemos que conseguir que la gente entre a la tienda.

No es que no haya tratado de llevar a mi padre al siglo XXI. Incluso le propuse algunas ideas para impulsar las redes sociales o para desarrollar aplicaciones y publicitarnos más. Pero antes de que pudiera decirle que era algo de lo que podía encargarme yo, él dijo que teníamos que dedicar nuestra energía a la tienda y no desperdiciarla en el “ruido de fondo”.

–Aplicaciones, páginas web... para mí todo eso es inútil –me dijo en aquel momento–. Lo que importa en esta tienda son ustedes. Toda esta familia. Solo tenemos que trabajar un poco más, es todo.

Todavía me duele la rapidez con la que desechó todo el asunto, pero no tanto como la cagada que nos está haciendo ahora Big League Burger.

Aún desvarío un poco por el sueño cuando armo el borrador del tweet. Sinceramente, no es mi mejor trabajo. Es solo una imagen de nuestra pizarra de menú, que declara con orgullo que vendimos la millonésima “Especialidad de la Abuela” en 2015, junto a una captura de pantalla del tweet de Big League Burger, que dice:

Nadie tuesta queso como la abuela de Big League.

Estoy a punto de escribir algo tan agresivo como la furia que siento. “¿Quiénes se creen que son, pedazos de mierda?” es el primer texto inútil que se me ocurre, pero mis padres me matarían si escribiera algo grosero en las redes sociales de la tienda. Al final, decido que la opción más segura para criticarlos, pero no tanto como para inspirar la ira de nuestros padres, es escribir “claro que sí, cariño” encima de las capturas de pantalla, junto con emoji que pone los ojos en blanco. Le muestro la pantalla a Ethan para que le dé el visto bueno, y él asiente, con mi misma sonrisita, y toca “twittear”.

No va a hacer la más mínima diferencia. Tenemos un puñado de seguidores frente a sus monstruosos cuatro millones. Pero a veces aunque sea gritar al vacío es mejor que quedarse mirando.

Jack

Consigo calmarme hasta niveles que no son los de Hulk cuando llego al andén del tren 6, tras salir unos veinte minutos después que Ethan. Lo único positivo de toda esta mierda es que al menos es muy probable que la abuela Belly no lo vea. Podría asegurar que nunca ha abierto Twitter: a sus ochenta y cinco años, no es precisamente muy fan de internet.

Pero, bueno, eso podría estar cambiando. Mi abuela ha ido aminorando el ritmo, dando paseos más cortos, yendo a ver más médicos. Pero es una de esas cosas que parece que barremos debajo del mostrador, como las finanzas de la tienda, o lo que va a pasar cuando mis padres quieran jubilarse: mientras nadie diga que la salud de la abuela Belly se está deteriorando, todos podemos hacer de cuenta que no pasa.

El teléfono me zumba en las manos y me saca de un tirón de la maraña de mis pensamientos. Abro la aplicación Weazel e intento no sonreír de forma muy evidente en el andén cuando leo el mensaje que me espera.

Azulejo

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Lobo

No hablo zombi. ¿Eso quiere decir que terminaste el ensayo?

Azulejo

“Ensayo” es ciertamente como se lo puede llamar. Que logre competir con el escritor fantasma que habrá contratado la madre de Shane Anderson ya es otro tema.

El tren 6 entra en la estación y me meto el teléfono en el bolsillo, Azulejo incluida. Últimamente ella está jugando a eso, a ir eliminando posibilidades. No es que ayude mucho el hecho de que elimine a un chico de nuestra clase que tiene menos neuronas que dedos, porque incluso si en efecto ella estuviera haciéndose pasar por alguien más, yo podría asegurar que no es Anderson el que está al otro lado. Azulejo es demasiado ingeniosa para eso. (El escritor fantasma que contrató la madre de Anderson, por otro lado...).

Tal vez debería saber quién es ella incluso sin las pistas. Apenas interactúo en el chat del pasillo, donde todos los usuarios pueden publicar y permanecer en el anonimato, y nunca inicio ningún chat con la gente que publica ahí. Pero en una ocasión publiqué un enlace a un libro gratuito de preparación para el examen SAT en internet, que fue recibido con un rotundo silencio por parte de mis compañeros y sus tutores de 200 dólares la hora. Bueno, al menos hasta que una hora más tarde apareció un chat privado de Azulejo. Era una foto de La Roca en plena rutina de ejercicio, y un texto que decía “Yo después de devorar todo ese dulce batido proteico”, en referencia a una de las primeras preguntas de preparación de matemáticas sobre una empresa ficticia de preparados proteicos cuyos productos venían en formato de polvo y líquido.

Su perfil decía que era una chica y que estaba en el último año, así que eso era lo único que yo sabía al principio. Eso, y que no aceptaba ciegamente el dogma de Stone Hall de que usar recursos de prueba gratuitos es de pobre. Sin embargo, incluso después de todo lo que hemos hablado desde entonces, primero haciendo chistes tontos sobre las preguntas de preparación para los exámenes, después sobre nuestros profesores y, a veces, hablando de cosas que van mucho más allá de la escuela, nada parece reducir las posibilidades. No puedo pensar en una sola chica de nuestra escuela que pueda ser ella.

Lo cual, a decir verdad, no sería tan difícil si de vez en cuando prestara atención a algo que no sea el equipo de clavados y mi teléfono.

Lo que sí es extraño de todo esto es que yo podría destapar la olla ya mismo. Para empezar, tengo acceso a los e-mails adjuntos a cada nombre de usuario. Pero nunca los miré, y en cierto modo me parece que estaría haciendo trampa si me fijo en el de Azulejo. Arruinaría un poco la cuestión porque después me sentiría un mentiroso. Como si la hubiera engañado. Preferiría no tener ventaja. Pero creo que ya la he engañado. En rigor, la aplicación debería haber revelado nuestras identidades hace semanas. Ese es el objetivo del nombre: Weazel, por la canción infantil “Pop! Goes the Weasel” (no es la referencia más inteligente, pero eran las tres de la mañana cuando lo patenté). Sin embargo, metí mano en el código e impedí que se produjera la revelación entre nosotros por razones que aún no sabría explicar. Tal vez porque es lindo tener a alguien con quien hablar que entienda cómo es eso de ser sapo de otro pozo. Al menos es lindo hablar con alguien que no tenga la misma bendita cara que yo.

Tal vez es lindo poder hablar con alguien con total honestidad. Ethan está muy dispuesto a fingir que somos tan adinerados como nuestros compañeros, pero yo no puedo separar al Jack de la escuela del Jack de la casa como hace Ethan, o al menos no tan fácilmente. Siento que ocupa demasiado espacio en mi cerebro, eso de tratar de encajar, pero cuando hablo con Azulejo, nunca tengo que hacer de uno o de otro. Simplemente soy.

No es que no esté agradecido y eso: puede que tanto Ethan como yo nos hayamos partido la espalda para entrar en Stone Hall, pero mis padres siguen partiéndosela para pagarla. Mi madre fue allí cuando era niña, y si bien se ha adaptado a lo demás, es decir, a toda la transición de pasar de ser una “princesa” y vivir en la zona elegante de la ciudad a ser la esposa del dueño de una tienda de comidas (que habrá sido un romance de aquellos antes de que Ethan y yo existiéramos), ella siempre se ha mantenido firme en cuanto a nuestra educación, y mi padre siempre se ha mantenido firme en cuanto a respaldar su decisión.

Por eso me encuentro un lunes por la mañana subiendo las escaleras de una escuela que parece sacada de El jorobado de Notre Dame de Disney, y saludando con un gesto de la cabeza a chicos cuyas cuentas bancarias son tan abultadas que podrían comprar el Starbucks de la esquina por gusto.

Y así comienza mi parte menos favorita de cada día: la parte en la que los ojos de la gente me rozan la cara, se iluminan con esperanza y enseguida se apagan cuando se dan cuenta de que en realidad no soy su preciado Ethan, sino el que soy siempre. Por más que me deje crecer el pelo un poco y lo lleve más despeinado que él, por más que cambie de mochila y calzado, por más que ande por ahí con la nariz pegada a la pantalla del teléfono, nada ha servido para evitarlo.

Lo que en verdad necesito es una cara nueva. Pero como en realidad tengo debilidad por ella, me conformo con esperar a que Ethan abandone la aburrida isla de Manhattan y se vaya a alguna universidad de yuppies lejos de aquí.

–Hola. Hooola.

Levanto la vista de mi casillero y encuentro a Paul, que mide la friolera de 1,65 metros y es básicamente lo que pasaría si el conejo de Energizer y un duende irlandés tuvieran un bebé muy pelirrojo y muy nervioso.

–¿Has visto? Mel y Gina estaban, eh, dándose besitos en el pasillo –me informa, con los ojos brillando de alegría.

Saco mi libro de Historia y cierro el casillero.

–¿Qué tienes? ¿Cinco años? ¿Qué es eso de darse besitos?

Paul me da unas palmadas frenéticas en el brazo.

–Bueno, lo que pasó fue esto –dice, con la urgencia de un pasante que le informa de algo al jefe mientras van al trabajo–. Estaban chateando en la aplicación Weazel y, ya sabes, coqueteando y demás, y después la aplicación reveló sus nombres y ¡ahora están saliendo!

Paul esboza una de esas sonrisas de loco y, por una vez, me encuentro sonriéndole como loco también. A decir verdad, esto ha sido lo más genial de Weazel: la gente se conecta de verdad. A veces, en el chat de pasillo se publica cualquier porquería, pero otras veces se pone muy serio. Hay gente que habla del miedo que les da el ingreso a la universidad, o de la presión que ejercen sus padres sobre ellos. Hay gente que hace bromas sobre un examen que nadie aprobó para relajar el ambiente. Se trata de todas las pequeñas grietas de nuestra armadura que nunca nos mostramos en persona, porque a veces, este lugar se parece más a una selva en la que todos tenemos que afianzarnos como depredador o como presa, y no tanto a una verdadera institución de aprendizaje.

Pero esto es lo que hace que todas esas horas controlando la aplicación valgan la pena: cuando la gente se conecta en los chats individuales. Mel y Gina no son las primeras personas que empiezan a salir o se hacen amigas gracias a Weazel. De hecho, en un momento hubo tanta gente que se quejaba del examen parcial de cálculo que ahora hay un grupo de estudio con todas las letras que se reúne dos veces por semana en la biblioteca.

Al doblar la esquina, como era de esperar, Mel y Gina le están dando con tanto entusiasmo que es un verdadero milagro que aún no hayan terminado con un castigo después de clase. Casi me preocupa que le haya pasado algo a nuestro querido y viejo amigo el vicedirector Rucker, cuyo detector de afecto adolescente suele competir con la destreza de los perros detectores de bombas.

–Qué sexy, ¿no?

Apoyo una mano en el hombro de Paul, muy consciente de que no servirá de nada para calmar su nivel sísmico de excitación, y también muy consciente de que solo dice que es “sexy” porque cree que debe decirlo.

–Te estás volviendo muy Hugh Hefner –le digo, porque ya hemos hablado de estas cosas–. Baja la intensidad.

–Sí, cierto, cierto.

Si hay una persona en esta escuela por la que siento más pena que por mí mismo, es Paul, porque a pesar de contar con un legado de estudiantes de Stone Hall asquerosamente ricos, él es prácticamente lo que pasaría si un dibujo animado de Nick Jr. se volviera tridimensional. Creo que si no fuera porque el equipo de clavados protege a los suyos con una fiereza implacable, este lugar se lo habría comido vivo.

–Vayamos a dar el presente.

Todavía estoy un poco bajo los efectos de mi propio ego inflado cuando me siento, con ganas de fijarme si tengo otro mensaje de Azulejo en el teléfono. De repente me muero por contarle a alguien: “Esto lo logré yo. Fui una partecita de algo genial”. Y lo extraño es que, de todas las personas de mi mundo, la persona cuya cara ni siquiera conozco es a la que más le quiero contar.

Bueno, esa es la otra cosa extraña. Sí conozco su cara, sea quien sea. Conozco a todos los de nuestro año. Podría ser Carter, que está subrayando unas notas en la primera fila, o Abby, que está soplando un globo de goma de mascar increíblemente grande, o Hailey o Minae, que están con la cabeza agachada, en medio de una acalorada discusión sobre lo que parece ser un fanfiction de Riverdale. En cierto modo, es como si Azulejo no fuera ninguna y fuera todas al mismo tiempo, como si cada vez que alguna levanta la vista y se da cuenta de que la estoy mirando, podría estar mirándola a ella.

O peor aún, ella podría estar mirándome a mí.

Jack

Cuando suena el último timbre de la mañana, descubro enseguida por qué Rucker no estaba para golpear a adolescentes en pleno acto de pasión con su palo de escoba metafórico.

–Buenos días, briosos estudiantes de Stone Hall –dice por el intercomunicador la voz nasal que probablemente aceche a por lo menos la mitad de los estudiantes en sus sueños–. A estas alturas ya habrán visto el e-mail de advertencia que se envió a toda la escuela sobre la aplicación “Weasel” y las medidas disciplinarias que se tomarán si se sorprende a un estudiante usándola. Se anima a los estudiantes a informar a cualquier miembro del cuerpo docente si observan a algún compañero comunicándose por la aplicación.

Vaya. Rucker es conocido por su colección de pantalones estampados que hasta una tienda de segunda mano quemaría apenas verlos, pero también es conocido por su leal pandilla de estudiantes. No sé ningún nombre con certeza, pero tengo mis sospechas: Pooja Singh y Pepper Evans, dos compañeras de último año que parecen estar en una especie de competencia silenciosa para complacer a las figuras de autoridad en todo momento, y algunos de los chicos del equipo de golf, que parece que todos ignoran por... bueno... el golf. No sé si él les ofrece créditos extra o recomendaciones para la universidad o qué, pero cada año parece que tiene al menos tres soplones muy dispuestos a vendernos a los demás. Ethan ha empezado a llamarlos los “pajaritos” de Rucker, como decía el tipo ese de Juego de tronos, pero, sinceramente, “tremendos cretinos” les va perfecto.

Paul se inclina y dice:

–Bueno, más 1984, imposible.

Intento no mirarlo de forma muy evidente. La profesora Fairchild, que supervisa el aula donde damos el presente, adora el silencio. En mi opinión, sospecho que es porque casi siempre tiene resaca, lo cual respeto. Si yo tuviera que lidiar con adolescentes de hormonas revolucionadas que tienen una American Express negra en el bolsillo, creo que también estaría comprando todos los vinos del supermercado.

–No me digas.

Se abre la puerta y entra la mismísima Pepper Evans. La única razón por la que no tengo la certeza de que Pepper no es un robot es que es la capitana del equipo de natación, y no he visto que se le fría ningún circuito cuando se mete en la piscina. Todas las demás pruebas apuntan sin duda alguna a que pertenece a SkyNet. Es la mejor de la clase, tiene un promedio que hace llorar a los simples mortales y nunca, jamás, llega tarde.

Entonces, si entra cinco minutos después del timbre, solo puede deberse a una razón.

–¿Y? –pregunto, mientras ella se sienta justo a mi lado. O no me oye o finge no oírme–. ¿Cuántas?

Pepper apenas gira para acusar recibo de mi pregunta, con la cara pecosa sonrojada y los ojos fijos en el pizarrón, donde la profesora Fairchild escribe casi sin ganas unos recordatorios sobre las horas de voluntariado que deben cumplirse al final de la semana.

–¿Cuántas qué? –murmura ella, acomodándose el flequillo crecido detrás de la oreja. Al cabo de un segundo, el flequillo vuelve a cubrirle la cara, una cortina rubia que, a diferencia del resto de su ser, nunca consigue domar del todo.

–¿A cuántas personas delataste ante Rucker?

Ella frunce el ceño de forma desigual: una de las cejas se arruga un poco más que la otra. Me da una extraña satisfacción conseguir algún tipo de reacción de su parte, como cuando el juego de un restaurante infantil de Harlem funcionaba mal y escupía algunos boletos de más. Me inclino hacia delante sobre mi pupitre, olvidando por un momento la ira de la profesora Fairchild.

–¿Qué te ofreció? –pregunto–. ¿Calificaciones perfectas en todos los exámenes parciales?

Los labios de Pepper se afinan, pero el cuerpo permanece inmóvil. Tiene la extraña habilidad de quedarse sentada como una estatua. No me sorprendería que se le posaran palomas en el parque.

–A diferencia de ti –dice ella, articulando las palabras con absoluta claridad a pesar de que apenas mueve la boca–, no necesito ayuda con mis calificaciones.

Me pongo una mano en el corazón, dolido.

–¿Crees que soy tonto?

–El año pasado te vi poner polvo para preparar jugo en el agua de la piscina y beberla. Sé que eres tonto.

–Fue por una apuesta.

Arquea una ceja perfectamente arreglada antes de dedicar toda su atención a su cuaderno. Sonrío y sacudo la cabeza mientras vuelvo al frente. La verdad es que no me cae mal Pepper. Es una de las pocas personas que sabe, a veces sin siquiera levantar la vista de su libro de texto, que soy yo y no mi hermano.

Lo cual, a decir verdad, es mucho más fácil para un robot.

Aun así, es un poco desconcertante. Incluso la gente que nos conoce desde el kínder se confunde, y ella llegó de la nada y me caló en cuanto llegó a Stone Hall. A veces, en el primer año, me daba cuenta de que se quedaba mirando, no solo a mí, sino a todo el mundo. En ese momento, todos estábamos en esa parte torpe de la pubertad en la que fingíamos no notar a los demás, pero Pepper observaba a todo el mundo sin reparos, como si estuviera tratando de entendernos a todos antes de intentar encajar.

Todavía no sé qué fue lo más extraño de todo aquello, si Pepper en sí, el azul intenso de su mirada o el mero hecho de sentirme visto. Pero eché de menos esa extrañeza cuando terminó, cuando al cabo de un mes ella era igual que los demás, tan enfocada en sus calificaciones y los exámenes SAT que no podía ver más allá de sus narices, y mucho menos ver a nadie más.

Probablemente sea por eso que a ella le tomo el pelo más que a los otros correctitos de la clase, con los apodos, las burlas, los golpeteos con el pie en el respaldo de su silla cada tanto. Porque echo de menos esa atención rara y absoluta. Porque sé que ella no siempre fue así. Una vez, ella estuvo tan fuera de lugar como yo me siento cada día.

La clase para dar el presente solo dura treinta minutos, pero, como siempre, la profesora Fairchild se las arregla para que sea lo más aburrida e insoportable posible. A mi alrededor, puedo ver a los estudiantes sacando sus teléfonos y enviando mensajes de texto, con diferentes grados de sutileza; solo desde mi pupitre puedo ver al menos a tres personas usando Weazel. Escudriño el aula para ver si encuentro alguna más. Entonces me doy cuenta de que Pepper está ligeramente inclinada, con su postura perfecta apenas un grado desacomodada.

–¿Estás enviando mensajes de texto? –digo entre dientes.

Ella salta. Literalmente salta en la silla, como dos centímetros.

–No es asunto tuyo.

–¿Estás en Weazel?

Se le endurece la mirada.

–Ya viste el e-mail de Rucker. Ni muerta dejo que me descubran usando esa aplicación.

Eh… ay.

Vuelve a posar los dedos en la pantalla del teléfono y escribe sin romper el contacto visual con el pizarrón, lo que incluso yo debo admitir que es impresionante.

–Este es un lugar de a-pren-di-za-je, Pepperoni.

Ella pone los ojos en blanco y mete el teléfono en la mochila. Me pregunto si en verdad piensa que voy a delatarla por enviar mensajes de texto en clase. La idea de que piense eso me resulta extrañamente más insultante que todo el asunto de “te vi beber jugo” (que, para ser franco, fue una de las cosas más repugnantes que he hecho por la presión de los demás).

Estoy a punto de decir algo conciliador, pero justo entonces veo por el rabillo del ojo la boca de Paul abierta. No es que necesite visión periférica para verlo: más o menos la mitad de la clase lo ve, porque los estados emocionales de Paul suelen ser tan evidentes que podría asegurar que la gente de Brooklyn puede lamerse el dedo índice, sostenerlo al viento y saber exactamente en qué estado se encuentra Paul en un momento dado. Pero en cuanto levanta la vista y sus ojos se cruzan con los míos, sé que, sea lo que sea lo que lo puso en ese estado, no es un buen presagio para mí.

Paul toma aire para decir algo y, por suerte, el timbre suena antes de que pueda soltarlo. En lugar de eso, se levanta de su pupitre tan rápido que casi lo tumba con las rodillas huesudas, y tira de la manga de mi uniforme.

–¿Lo has visto?

Miro hacia la derecha: Pepper ya está a medio camino de la puerta.

–¿Qué cosa?

A Paul le tiemblan las manos cuando me pone el teléfono frente a la cara, un acto increíblemente estúpido, considerando la situación. Más allá del asunto de Weazel, no se nos permite usar el teléfono durante el horario escolar. Pero veo el nombre de usuario de Twitter de Girl Cheesing y todas mis preocupaciones sobre posibles castigos se esfuman en un instante.

–Ay, Dios mío.

–¿Lo viste? Es increíble.

–¿Increíble? –Le quito el teléfono, me lo acerco a los ojos y me quedo mirando como si con eso solo pudiera borrar los tres mil retweets y la tremenda cantidad de “me gusta” del tweet que envié desde la cuenta de la tienda esta mañana–. Mierda, mis padres me van a destripar como a un pez.

–La boca… –murmura la profesora Fairchild, que evidentemente ni se preocupa por el contrabando que tengo en las manos.

El corazón se me sube a la garganta y lo siento latir en la cabeza. A mi padre ni siquiera le gusta que estemos en Twitter, y mucho menos que nos volvamos virales allí.

–¿Cómo demonios pasó esto?

Tenemos 645 seguidores. El hecho de que sepa la cantidad exacta da cuenta de lo poco que cambia ese número. Hasta ahora, la mayor interacción que habíamos conseguido con un tweet en la cuenta de la tienda fue por un meme sobre los primeros entrenamientos del equipo de clavados que Ethan publicó por accidente y que un bot retwitteó antes de que se diera cuenta de lo que había hecho.

–Lo retwitteó Marigold –dice Paul.

Siento la garganta como papel de lija. Marigold, la estrella pop de los ochenta con la que mi madre está obsesionada y que todavía viene a la tienda de vez en cuando.

Marigold, la estrella pop de los ochenta que, sin saberlo, acaba de conseguir que me castiguen hasta el año que viene. Cuando pensé que me iban a regañar un poco por el tweet era una cosa, pero ahora voy a tener que trabajar gratis en la tienda y oler a pavo hasta Navidad.