En clave de Pasión desde Marylebone - María G. Vicent - E-Book

En clave de Pasión desde Marylebone E-Book

María G. Vicent

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Beschreibung

Un paseo por Londres salpicado de relatos intimistas. En clave de Pasión desde Marylebone dibuja personajes que quizá unos ojos menos observadores no habrían captado como merecedores de ser protagonistas de cuentos literarios. Los entornos en los que se mueven se vuelven vivos y ellos discurren por esos espacios de forma sosegada, dejándose llevar por un ritmo nostálgico que bien podría estar marcado por la lluvia contra el cristal. Por sus historias trasparentes, pulidas por una mirada avispada y trazadas por una pluma que se mueve a golpes de pasión, estos relatos parecen escritos para leerlo a sorbos, por qué no, a la hora del té.

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En clave de Pasión desde Marylebone

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos) Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© María G. Vicent 2021

© Editorial LxL 2021

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Reedición: abril 2021

Composición: Editorial LxL

ISBN: 978-84-18390-11-1

En clave de Pasión

desde

Marylebone

maría g. Vicent

A Manuel.

Cuando pienso si la vida merece ser vivida y te veo caminando a mi lado, no tengo ninguna duda, estoy segura de que todo se confabuló para que nos encontráramos y que tú me convencieras de que sí valía la pena.

¿Qué decirte? ¡Como no sea que… nada hay sin ti!

Índice

Prólogo

Introducción

Passionata

La casa de cristal

Entre soledades

Clara

Blanquita

Una mirada de cine

Con los ojos abiertos

La mediana

Mamita

Después de mañana

Biografía de la autora

Prólogo

Querida María:

Empecé a escribirte estas palabras tras dejar tu casa inglesa después de la cena —muy rica, por cierto— mientras esperaba, sin Mauro, el 2 delante de la estación de Marylebone.

Lloviznaba. No se me ocurrió buscar refugio ni en la estación ni bajo los soportales del Landmark. Vino el 205, se fue; seguí esperando, sin paraguas. Y, después de comprobar que mi Pilot rosa no es antilluvia, recordé que el 2 nocturno no pasaba por allí.

Así que eché a andar hacia Baker Street para coger el 13, el 82 o cualquier bus que sí pasara. Seguía lloviznando. Mientras caminaba, recordé tu carita cuando me hablabas de tus relatiños para el libro. Y tus ojos relucientes. Estábamos sentadas en tu sofá blanco. Manueliño descansaba los ojos en el otro sofá, también blanco. Fuera, una noche de verano inglesa —o sea, fresquiña de verdad— y el silencio de Balcombe Street. Y comentabas que tu libro tendría doce relatos, olé, celebré yo, para todo el año, unos sobre personas, otros sobre lugares…

No te lo dije entonces, pero me quedé con un sentimiento único. Supe y sentí que todos tus relatos reflejarían lo que dicen sobre la vida. Se dice que la vida es amar y ser amado. Y eso, amor, en pasiva y en activa, María, eres tú. Amas y eres amada. Has triunfado en la vida, porque amas y te aman, sin condiciones y sin límites. Y tus relatos, los doce, y todos los otros que no estarán en este libriño, los que ya has escrito y los que escribirás, lo reflejan. Nos amas, lo experimentamos, y te amamos, esperamos que lo experimentes.

De repente, me encontré en Victoria Station. Allí tuve que dejar de escribir. Comprendí el motivo enseguida. Yo nunca había estado al sur de Londres contigo, María, así que no podía seguir escribiendo.

Siempre tuya… Mar

Introducción

Intuyo la ciudad. El día ha sido leve. La mañana ha transcurrido descubriendo, una vez más, la ciudad que es «como cada cual quiere que sea», y la tarde alumbrada por un cielo azul plomo se empaqueta entre aromas de cera, siesta y lluvia repiqueteando sobre el cristal mientras la voz de Diana Krall abre posibilidades insospechadas en una urbe del pasado.

Su voz cálida, igual que el tacto de una manta a rayas, me envuelve con una sensación de sueño temprano mientras mi mente flota sobre las pequeñas callejuelas, los mews, las cúpulas y los tejados cuajados de chimeneas que compiten en número con las estrellas.

Alguna lágrima traviesa e improvisada corretea por mi cara, no sé bien si por efecto del humo o porque no estoy segura de que mi pobre bagaje de escritora sea suficiente para poder contar lo que veo.

Los cuervos se compadecen y vuelan conmigo, presumiendo de tradiciones y leyendas. No en balde mientras ellos estén en la Torre de Londres existirá el Imperio. Y allí me llevan, atraídos por los destellos de las joyas de la corona, al tiempo que el espíritu del traidor, sin saber aún cuál es su culpa, se balancea sobre la barcaza que surca el río antes de ser engullido por la fortaleza.

Un buen momento este para que empiecen a llegar historias…

Pero no hay tiempo para apiadarse de la ignorancia de los cuervos. Los palos del Quest me llaman desde los muelles de Saint Katherine para contarme su último viaje a la Antártida, al tiempo que la Catedral de San Pablo brilla con la soberbia de ser la única catedral renacentista de Inglaterra y su cúpula monocromática se adorna con notas que surgen de su órgano para transformarse en gotas de cristal.

El aire de ensueño no me deja reclinar la cabeza sobre las piedras antiguas y me arrastra otra vez con promesas nuevas, aún con los oídos llenos de música, sobre el puente del Millenium intentando ver desde allí, con los ojos del pasado, la antigua fábrica eléctrica reconvertida en un templo de modernidad.

Voy dejando un reguero de nostalgia mientras las voces de la comedia en el Globe lloran lágrimas de azúcar por Imogen y su padre Cymbeline. El Támesis me envuelve en su capa de historia cuando cruzo por el puente de Blackfriars, gozoso al oír los cantos de los barqueros arrastrando sus mercancías de té y especias.

Aún arropada con los cantos de los barqueros, surge Fleet Street ahogando sus voces con un rasgueo de pluma sobre papel y reafirmando su condición de «calle de la tinta», todo el pasado de una lucha por la expresión sin fronteras que me sigue como una sombra hasta el viejo Old Chesire Cheese para oír a Dickens y a Voltaire construyendo sus vidas y sus leyendas.

Ellos me enseñan a escuchar en las paredes redondas los secretos templarios escondidos durante siglos mientras los leguleyos en sus despachos respiran entre papeles y el príncipe Henry observa el bonito techo de su habitación.

La luna clara y fría suspendida bajo un cielo de cristal me encuentra hablando de batallas con un Nelson altivo y olvidado, que ve desde su pedestal cómo el oriente se desborda por las calles de Chinatown, al tiempo que Marx sueña en Dean Street con el piano de Pierre et Victoire y el sonido de la ópera Carmen llenando el Covent Garden.

Un crac similar a un crujido de maderas rotas trae hasta mí los cuervos de sombrío plumaje. Unida a sus alas, remonto Regent y Oxford. Atravieso Hide Park, no sin antes reflejarme en las aguas del Serpentine, lágrima olvidada sobre un pañuelo verde en el interior del parque. El aire frío hiela mis labios cuando me dirijo al sur. Y allí me recibe Chelsea, nido cálido de elegancia eterna y cuidada. Como luz a través de un cristal que se multiplica en colores, las azaleas, poinsetias y ciclámenes brillan en los jardines inmaculados, conviviendo con puertas lacadas en blanco y llamadores de bronce pulidos.

Perdida en los rincones mágicos de Chelsea, descubro tras una esquina lo que creía imposible. El Physic Garden me reta a creer lo que niegan mis ojos: enormes hojas de plátanos tontean sobre sus muros con un gran olivo centenario. La presunción de saberse magníficos e imposibles en aquel lugar los convierte en fascinantes.

Con la belleza pegada a mi piel, abandono a mis oscuros compañeros de viaje en busca de la mirada que promete una utopía —no por ser irrealizable, sino por no haber sido cumplida aún— y frente al río la encuentro. Envuelta en la serenidad que da el tiempo, la figura de Tomás Moro me contempla, majestuosa, como lanzando al agua sus sueños para que algunas manos los retengan en el tiempo.

La oscuridad empieza a rasgarse igual que corta un cuchillo la seda. El viento me arrastra y parezco una hoja abandonada mientras un punto de luz ilumina el horizonte. Los amarillos, rosas y blancos de Regents Park me llaman a mi cita en las colinas y me dirijo hacia allí buscando la paz de sus rosales.

Encuentro el sendero que circula entre los árboles y me deslizo despacio por las colinas de Primrose acariciando la hierba que crece alrededor. A mis pies se extiende la ciudad dormida. Brillante, recién lavada. Sobre ella, percibo pequeños jirones de niebla reales solo para mí, entre los que se desliza la pasión que la ha imaginado. La misma que guio a los hombres que la construyeron, sus vidas, sus historias… Ese es el motivo por el que Londres está dotada de esa belleza cambiante, vital y a la vez serena que me une a sus luces y sus sombras.

Agradezco el regalo que me ha hecho esta ciudad, porque igual que a ella a mí también me ha alcanzado esa pasión. Porque la pasión es lo que me ha hecho escribir durante estos años en los que la he habitado y lo seguirá haciendo en todas las historias que lleguen a mi pluma. Solo la pasión me ayudará a cumplir un sueño, un sueño que en algunos momentos podía parecer una locura, la locura de reinventarme y reinventar la vida cada día en mis relatos.

Cierro los ojos aspirando el aroma de la incipiente primavera. Un roce frío en mi mejilla me hace abrirlos de nuevo para ver cómo las cortinas del salón bailan una extraña danza impulsadas por el aire que apenas se cuela entre las rendijas. Diana Krall hace tiempo que ha enmudecido, pero su voz aún me envuelve como una manta a rayas sobre el sofá blanco. La mañana recién estrenada trae una luz que recorre la distancia hasta mis manos. Las tiñe de color mientras ilumina una brizna de hierba que tengo entre los dedos.

Recuerdo ahora unas palabras de Walt Whitman:

«No abandones las ansias de hacer de tu vida algo extraordinario. No dejes de creer que las palabras y las poesías sí pueden cambiar el mundo».

Passionata

Despertó a la mañana, arrancada del sueño por el timbre agudo y desagradable del teléfono. Abrió un ojo, miró el despertador de la mesita de noche y comprobó que eran las siete de la mañana. Se desconcertó, no sabía muy bien dónde se encontraba. De repente, recordó que estaba en la casa de la montaña. Miró hacia el otro lado de la cama y las sábanas aún embozadas, la almohada sin arrugas, le recordaron que Carlos no estaba allí.

Estiró el brazo y, con gesto cansado, descolgó el teléfono mientras un aire de preocupación cruzaba por su cara.

—María, cariño, siento no haber estado ayer por la noche en tu cena. —Era la voz de Carlos, clara, precisa, cariñosa.