La fragilidad del destino - María G. Vicent - E-Book

La fragilidad del destino E-Book

María G. Vicent

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Beschreibung

Un viaje hacia una búsqueda personal de una identidad, una autonomía y el verdadero amor   Entre Barcelona, Londres y Roma, Miriam se encontrará en la búsqueda de sí misma tras un duro golpe de la vida. Sin embargo, sin saberlo ni quererlo, el amor se cruza en su camino, convertido en alguien llamado Simone, un hombre poderoso y misterioso que la llevará a vivir una serie de experiencias insospechadas tras su enlace. Al tiempo, ella no reconocerá a la mujer en la que se ha convertido. Se dará cuenta de que su matrimonio no la llena, y es entonces cuando una tercera persona aparecerá en su andadura, quien la obligará a tomar unas duras decisiones para las que no sabrá si está preparada. ¿Cuánto vale arriesgarse por ser libre?   La fragilidad del destino es un relato intimista de corte dramático-romántico con unas pinceladas de misterio que mantendrán el suspense a lo largo de la historia.

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La fragilidad del destino

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© María G. Vicent 2023

© Entre Libros Editorial LxL 2023

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: octubre 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-18390-09-8

La

FRAGILIDAD

del destino

María G. Vicent

A Manuel.

Tú ya lo sabes.

Ven, mi amor, en la tarde de Aniene,

y siéntate conmigo a ver el viento.

Aunque no estés, mi solo pensamiento

es ver contigo el viento que va y viene.

Tú no te vas, porque mi amor te tiene.

Yo no me iré, pues junto a ti me siento

más vida de mi sangre, más tu aliento,

más luz del corazón que me sostiene.

Tú no te irás, mi amor, aunque lo quieras.

Tú no te irás, mi amor, y si te fueras,

aun yéndote, mi amor, jamás te irías.

Es tuya mi canción, en ella estoy.

Y en ese viento que va y viene voy,

y en ese viento siempre me verías.

Rafael Alberti

Índice

Agradecimientos

Introducción

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Fin

Tu opinión nos importa

Biografía de la autora

Agradecimientos

Siempre he pensado que un libro no es solo obra del autor, porque también lo es de las personas que, con su información adicional o su apoyo mientras se gestaba, han colaborado para que llegara a manos de sus lectores.

En mi caso, quiero dar las gracias a Felicitas Rebaque, amiga y excelente escritora, por sus consejos, sus críticas siempre positivas y su presencia, quien me ha ayudado en los momentos en los que pensaba que no podría concluir esta mi primera novela.

Y a mi grupo de escritoras Las Plumas, que han repasado una y otra vez mis textos y me han animado en todo momento. Gracias, Sonia, Ara y Reyes por vuestro cariño.

Por último, gracias a Manuel, compañero de vida y presencia constante en cada uno de mis proyectos.

Introducción

Se necesita tan solo un minuto para arrepentirse, pero ese minuto no ha existido para mí. No me arrepiento de nada. Es posible que tengan razón aquellos que dicen que siempre pagaremos por nuestros errores, pero yo elegí libremente, en un momento de mi vida, vivir de la manera que me dictó mi cuerpo y mi corazón.

Sé que no me equivoqué.

No quiero echarle la culpa a nadie por haberme dejado arrastrar por el amor inmenso que sentí hacia Simone, y tampoco deseo quitarme la que a mí me corresponde.

No pude estrechar a mi hijo entre mis brazos, pero si el destino me lo hubiera permitido, todo habría transcurrido de forma diferente y la vida que yo había elegido al lado de Sergio me habría parecido casi perfecta.

Pero las cosas no sucedieron así.

Aquella madrugada de un octubre caluroso todavía, dejé de ser yo, o por lo menos la persona que había imaginado ser hasta entonces: responsable, consecuente y dispuesta a sacrificar mis más íntimos deseos.

Y mientras mis lágrimas se convertían en cenizas, noté que tomaba forma dentro de mí un sentimiento de vacío, de nostalgia, de deseo desconocido. Y sintiéndome a la deriva, irrumpió en mi vida esa otra Miriam que yo no conocía.

No, no era una parte de mí; era otra. Y nunca pretendió suplantar a nadie.

Pero ahí estaba, en medio del caos de mis sentimientos. Fue la que hizo que me enfrentara a la vida que había llevado hasta aquel momento y que me preguntara si era lo que yo realmente deseaba. Guío mis pasos en la búsqueda de una felicidad que yo pensé que podría encontrar al dar la vuelta en la primera esquina.

Hoy, al volver la vista atrás, compruebo que tengo que doblar muchas esquinas para conseguir ya no la felicidad, que aún en este momento no sé muy bien lo que significa, sino encontrarme a mí misma, o por lo menos una ligera imagen de lo que yo he deseado ser.

Capítulo uno

La luz de la mañana atravesaba las nubes dispersas por el cielo y se derramaba sobre las alas del avión arrancándole reflejos de plata. A mi lado, Sergio dormitaba, y Susana, mi sobrina, sentada dos filas por delante de nosotros, movía su morena cabeza mientras parecía mantener una animada conversación con su vecino de asiento.

Como siempre que la miraba, la lucha entre la frustración y la tristeza sembraba dentro de mí un estado de ánimo sombrío. «Se me parece tanto... Debería haber sido mi hija». Aquel pensamiento me llevaba siempre a derroteros que no tenían ninguna salida y, por tanto, a nada bueno.

Intenté ahuyentarlos mientras me giraba para ver por la ventanilla cómo Londres a nuestros pies se desperezaba: un enorme lagarto dormido al sol, verde, brillante y salpicado de pequeñas manchas marrones. En la distancia se adivinaban los coches, que al deslizarse por las carreteras recordaban hilos de luz atravesados por pequeñas hormigas trabajadoras. El Támesis: ancho, caudaloso, con ese marrón que le prestan sus fondos removidos por multitud de barcazas. En la lejanía, la cúpula de San Pablo, y mucho más allá, las formas extremas de Canary Wharf se intuían perdidas entre los jirones de una bruma ligera.

Siempre pensé en ella como una ciudad fascinante, entrañable pese a su extensión, y acogedora para todo el que hubiera recalado en sus calles. Ahora, la casualidad iba a convertirla en mi lugar de residencia en los próximos años.

Sonó la megafonía anunciando que, por problemas de saturación, sobrevolaríamos la ciudad durante algunos minutos más. Cerré los ojos, intentando relajarme por unos momentos, pero, sin transición, mi mente retrocedió hacia ese túnel oscuro que me conducía a los recuerdos. En el centro de ellos, dominando todos los demás e intentando buscarse un sitio donde instalarse por miedo a ser olvidado, aparecía el de aquel día.

Mis ojos se abrieron en una habitación inmaculada en blancos, que no me recordaba para nada a la mía. Percibía mi cuerpo, que se quejaba al sentir una sensación que era extraña, mientras que mi cabeza intentaba recuperar una conciencia que me parecía muy lejana. Oí la voz triste y llorosa de Sergio, quien, apoyándose en la cama y pasando con ternura la mano por mi cabeza, decía:

—Lo siento, Miriam. Diego no está. Ha muerto.

«Como si morirse fuera tan solo no estar», pensé.

Me rebelé. No, no era posible.

Desde más allá de la bruma en la que notaba envueltos mis sentidos, veía la imagen de un bebé de cabellos claros y cuerpo diminuto que lloraba con desconsuelo. Era Diego, y yo lo había visto nacer, moverse, respirar. No podía haberse ido sin que yo lo conociera, sin que pudiera estrecharlo entre mis brazos.

—Solo ha estado con nosotros dos días, Miriam. No ha podido resistir, era demasiado pequeño y vulnerable —siguió Sergio.

La debilidad hacía que los sonidos del hospital me llegaran amortiguados. Sentí que la tristeza y un dolor sin paliativos se pegaban a mí como una segunda piel, se convertían en algo sólido que yo podía morder, en un vano intento de destrozar aquel dolor a la vez que me destrozaba a mí misma.

Puertas que se cerraban. Oscuridad. Silencio.

No sé cuánto tiempo pasó, pero la habitación iba llenándose de claridad y yo percibía sombras que, solícitas, se inclinaban sobre mí.

Oía a Sergio hablando con alguien a quien yo no veía:

—... No puedo decirle eso, no por ahora... Sí, lo sé. Lo ha dicho el médico, pero...

Y su voz, en un murmullo, dejaba traslucir una angustia que nunca noté en su tono. Hasta entonces.

Yo no quería oír. Era mejor alejarme, resbalar por una ladera de mis sentimientos que me llevara a cualquier parte menos a aquella habitación. Pero no, no, allí seguía oyendo unas palabras que no deseaba escuchar:

—¿Volverá a ser la misma al saber que no podrá tener hijos de nuevo? —preguntaba Sergio muy bajito, imaginando que yo no podía oír.

Y la respuesta aseguraba:

—Sí, no te preocupes. El tiempo permite que recuerdes con nostalgia, pero ya sin dolor.

«El dolor, la nostalgia, ¿qué sabréis vosotros? —pensé injustamente—. Vosotros no sabéis lo que significa tener una última oportunidad».

Recordé que dos noches antes le había dicho a Sergio: «Algo no va bien. Tengo la sensación de que me fallan las piernas y noto alguna punzada en el vientre. Deberíamos ir a urgencias. Tengo miedo por el bebé». Y él me contestó: «Eres una exagerada. Parece que estés muriéndote».

En ese momento, ni él ni yo lo sabíamos, pero así era.

Estaba muriéndome.

Y no sé si fue por eso o porque inconscientemente lo arrinconé en lo más hondo de mi memoria, pero lo demás ya fue todo borroso: el sonido de la ambulancia, las prisas, el nacimiento y el dolor, hasta que desperté de nuevo en aquella habitación extraña, con la noticia de que Diego, mi hijo, había muerto y que no podría haber otro.

Solo me preguntaba si sería capaz de sobrevivir a aquel instante en el que la angustia no me dejaba ni pensar, cuando el vacío que noté dentro de mí amenazaba con nublar mi mente al no encontrar una explicación a la pérdida de mi hijo. Aquel por el que yo había luchado y que era el vínculo que me uniría definitivamente a Sergio, que haría que nuestra relación cobrara para mí ese sentido definitivo que hasta el día en el que me quedé embarazada yo no le había dado.

Quizá ya intuía que necesitaba algo más que lo cotidiano para sentirme anclada a su lado, porque, si no, con el tiempo, habría huido buscando una parte de mí que se me escapaba. Una inquietud que él no había conseguido ni tan siquiera descubrir. Pero yo lo quería en ese día a día. Ese sentimiento de lealtad a él y a su amor por mí me hizo tomar la decisión de traer al pequeño Diego.

Ahora ya sé que fue una locura pensar que todas las decisiones estaban en nuestras manos.

Cuando fui consciente de que no solo se había ido el pequeño, sino que con él se habían ido también mis esperanzas de volver a ser la que era y retomar mi vida con Sergio, me hundí en una sensación de vacío que parecía no tener fin. Vivía encerrada en mí misma, sin tomarme la molestia de mirar alrededor, hacia la gente que me rodeaba. Me paseaba por la casa como un fantasma y entraba en la habitación que habíamos preparado para Diego. Sergio se había encargado de vaciarla de todo lo que me recordara al chiquitín, pero yo me sentaba en el suelo y, obsesionada, me imaginaba rodeada de juguetes y participando en sus juegos. Durante instantes me parecía recuperarlo.

Y así fueron pasando los días.

Cuando no podía soportar la desesperación, me tomaba un tranquilizante y caía dormida por el cansancio. Siempre soñaba que acunaba al pequeño entre mis brazos, pero entonces me despertaba temblorosa y envuelta en un sudor frío. Era como si mi hijo volviera a morir de nuevo. Me aconsejaron visitar a un psicólogo, pero no hice caso y seguí hundiéndome en aquella malsana oscuridad.

Pasó el otoño y el invierno, y cuando ya llegaba la primavera, después de hablarlo con Sergio y pensando que influiría en mi ánimo, me trasladé a nuestra casa en la playa. El mar siempre había ejercido en mí el efecto sedante que en aquellos momentos necesitaba para no perderme en esa nostalgia de lo que podría haber sido y no fue.

Y allí, en los meses que transcurrieron, intenté recobrar las fuerzas para decidir qué deseaba hacer con mi vida. Unas veces, el dolor dejaba paso a un desinterés por lo que me rodeaba y a un deseo de que el mundo se parara en algún lugar olvidado de todos. Y en otros momentos sentía que debía alejarme y darle respuestas a esa parte de mí que sabía que necesitaba algo más, aunque ni yo misma supiera qué era. Me debatía entre esa dualidad, pero fui recuperando la paz, aunque no mis fuerzas, para poder tomar decisiones que no fueran mucho más allá de levantarme de la cama. Las salidas del sol fundiéndose en rojos intensos sobre el mar, las olas lamiendo la playa, las escarpadas montañas cubiertas de pinos y el canto de las aves constituyeron mi universo durante aquellos días. No existía nada fuera de ese paisaje que me interesara.

Aquella mañana, como la de cualquier otro día, me encontró dispuesta a disfrutar del mar, del sol y de mi buscada soledad. Apoyada sobre la ventana de la cocina, contemplaba la espuma que se formaba sobre las olas y observaba cómo las gaviotas en sus vuelos rasantes alborotaban a los pequeños que jugaban en la arena. Sentía una sensación muy placentera.

Un ruido a mi espalda me distrajo de mis pensamientos. Imagino que en mi cara se dibujó el fastidio que me produjo la pérdida de aquella sensación, porque Sergio, que era el causante del ruido, entró con cara compungida, diciéndome:

—Lo siento, Miriam, te habías dejado la puerta del jardín abierta. Pensé que estarías en la playa. —Se acercó a mí y extendió sus brazos para rodearme.

Su pelo, rubio y lacio, le caía desordenado sobre la frente mientras me daba un beso en la mejilla. ¿Le había crecido mucho? ¿O era yo, que no recordaba cómo lo llevaba antes?

Parecía tan seguro de sí mismo... Lo conocía. Tras aquella apariencia sólida se escondía una persona tímida e insegura que había luchado toda su vida por labrarse aquella imagen de sí mismo que proyectaba a los demás.

Sentí angustia al mirarlo, y por unos instantes habría querido apartar aquella sensación de rechazo e inseguridad que me producía verlo. Instalarme entre sus brazos sin desear nada más. Solo pude inclinar la cabeza y apoyarla sobre su pecho para que no viera la desazón en mis ojos.

—No te preocupes —le respondí—. Me sentía bien mirando el mar y viendo cómo se forman las olas. Resulta muy relajante. Por cierto, ¿qué haces por aquí? ¿No deberías estar trabajando a estas horas?

—Debería, sí, pero he venido porque quería darte una noticia importante. Realmente, muy importante para los dos.

—Sí que debe ser importante para que te hayas hecho doscientos kilómetros. Anda, dime de qué se trata.

—Miriam, me han ofrecido dirigir la filial de la empresa en Londres —me dijo, sin perder de vista mi cara para comprobar cómo reaccionaba.

Expectante, me moví. «¡Como lo conozco! Estoy segura de que si hago el mínimo gesto de disgusto, ni siquiera se parará a considerar la propuesta que le hacen».

Él se adelantó a mi respuesta:

—Cariño, es justo lo que necesitamos. Bueno, lo que necesitas. Sería un cambio de escenario, una ciudad nueva y nuevos amigos. Sería algo magnífico para que pudieras superar muchas cosas. —Mientras me hablaba, se sentó a mi lado y estrechó mis manos con fuerza, como si a través de ellas quisiera transmitirme la confianza que tenía en que, con ese cambio, todo volvería a ser igual—. No quería decírtelo, pero en estos últimos tiempos no es solo que te vea triste, es que te miro y siento que no puedo hacer nada para ayudarte. Por eso, cuando me han ofrecido este puesto, he pensado que sería lo mejor para los dos. —Mientras yo miraba sus manos, él continuó—: Sería volver a empezar, pero esta vez con muchas más cosas a nuestro favor. No tendría que dedicar tanto tiempo a mi trabajo, y podríamos estar juntos mucho más. ¿Qué te parece la idea?

Sabía que tenía razón, pero estaba triste, desanimada, deprimida. Tenía dudas sobre si deseaba seguir con nuestra vida en común, y todo aquello no ayudaba a que pudiera decidir rápidamente.

Me miraba con intensidad, y por un momento dejé de sentir pena por mí y la sentí por él. Tanto cariño, tanta devoción, y yo era incapaz de apreciar todo lo que él me ofrecía. Era insensata, desagradecida, y llegué a pensar si ese deseo de búsqueda de algo o alguien que me completara no se habría convertido en una paranoia.

Quizá por eso no pensé demasiado en mi respuesta:

—Sí, supongo que es una buena idea. Y, además, un paso importante en tu carrera.

No quería reconocer que todo aquello estaba haciéndolo por mí y que era yo quien le había hecho tomar esa decisión. No quería ser responsable de nada que pudiera ser definitivo en nuestra vida, ya que dudaba de nuestro futuro en común.

Me miró con tristeza y me dijo:

—No, Miriam, si fuera solamente por mi carrera, no arriesgaría todo lo que ya he conseguido aquí. Quiero hacerlo porque deseo recuperar a la mujer que siempre he conocido. Y si para eso es necesario arriesgar lo que he conseguido, lo haré.

Esas palabras, y que yo consideré aquel cambio de vida como una medicina diferente que pudiera calmar mi padecer, provocaron que me encontrara allí dos meses después, mirando desde lo alto e intentando darle un sentido a la vida que iba a empezar a vivir y que en algún momento había deseado incluso que acabara.

—Miriam. —La voz de Susana me sacó de mi ensoñación.

Incorporada a medias en su asiento y con la cabeza vuelta hacia mí, reclamaba a voces que me acercara a su lado.

Siempre disfrutaba hablando con ella. Tenía solo diecinueve años, pero una madurez que a menudo envidiaba. Me gustaba esa especie de arrogancia juvenil que parecía hacerla invulnerable a las críticas y a la opinión de los demás.

Avancé por el pasillo hacia ella y me senté en el brazo de su asiento mientras pasaba el mío en torno a sus hombros. La apreté con cariño.

—Mira, tita —me dijo, sonriéndome con picardía—. Te presento a Simone Colonna.

Alargué automáticamente mi mano para estrechar la que se extendía hacia mí. Sus dedos eran largos y ligeramente nudosos. «Manos de pianista», pensé.

Al levantar la cabeza para conocer al dueño de aquellas manos que me parecían tan sensitivas, me encontré con unos ojos ligeramente rasgados de un extraño color dorado y con pequeñas pintas marrones que me observaban con una concentración tan profunda que me sorprendió. Susana siguió hablando, pero yo no la oía. Era como si aquellos ojos me absorbieran.

En aquel momento, el avión dio un pequeño bandazo y yo me obligué a prestar atención a lo que decía Susana, aunque no era exactamente a mí a quien se dirigía, sino a su vecino:

—Simone —«Le habla como si lo conociera de toda la vida»—, esta es Miriam, mi tía favorita y un desperdicio de mujer.

La sorpresa —y ver por el rabillo del ojo que el tal Simone se reía francamente, imaginé que de mí— hizo que un calor intenso empezara a extenderse por mi cara y mi cuello.

—Te lo digo —continuó Susana, insensible a mi apuro— porque es una mujer maravillosa y ella no se da cuenta. Trágico, ¿no? —Sonrió con esa sonrisa suya que sabía que me desarmaba.

Me quedé sin palabras mientras los miraba con impotencia y alcé los hombros en señal de resignación. Me levanté para volver de nuevo a mi asiento. Pero antes oí a mi espalda, en un casi perfecto castellano:

—¡Encantado de conocerte, tía Miriam!

Me volví para contestarle, pero un cosquilleo que comenzaba en mi estómago y seguía hacia mi garganta me impidió hacerlo. Seguí mi camino sin detenerme.

La azafata me indicó que debía sentarme y abrocharme el cinturón porque íbamos a aterrizar. Me senté y le comenté a Sergio:

—¿Recuerdas cuando Susana era pequeña y pensábamos que tendría problemas de relación?

—Sí —me contestó.

—Bueno, pues ahora ya no debes preocuparte. No tiene ni el más mínimo. Me gustaría que vieras cómo habla con el señor que está a su lado. Como si lo conociera de toda la vida. Y eso que podría ser su padre.

Al decirlo, noté un placer inesperado por el hecho de recalcar que era un hombre excesivamente mayor para ella. «¡Dios, que ridícula me siento!», pensé.

Sí que es cierto que me gustaría ser más joven, ¡y a quién no!, pero pensar siquiera en la posibilidad de que Susana fuera una rival me hacía temer que el equilibrio inestable que había alcanzado era más inestable de lo que me imaginaba.

—Miriam, el cinturón. —Era la voz de Sergio, siempre atento a cumplir con las normas.

—¡Ah!, es verdad, qué despiste. No me había fijado que lo llevaba desabrochado. Estaba pensando en Susana.

—¿Qué pensabas? —se interesó Sergio.

—Que me siento contenta de que haya venido con nosotros a pasar unos meses. Eso mejorará su inglés. Y además será, creo, una compañía muy estimulante.

De nuevo, volvió a sonar la voz por megafonía pidiendo disculpas porque aún tardaríamos unos minutos más en aterrizar. Podíamos desabrochar nuestros cinturones.

Empecé a notar la necesidad de pisar tierra firme, y mientras pensaba en ello, vi que Susana se acercaba por el pasillo hacia nosotros. Al llegar a la altura de mi asiento, se inclinó hacia mi oído y me dijo:

—Tita, voy al baño. ¿Sabes? Creo que has impresionado mucho a Simone.

Al decir aquello, noté que su mirada tenía un punto de curiosidad.

—Susana, mi niña, creo que tienes una imaginación muy desbordante. No creo tener nada que pueda impresionar a un hombre a primera vista —le respondí sonriente.

—Creo que te equivocas, Miriam. —Así me llamaba cuando algo que consideraba importante rondaba por su cabeza—. Me gustaría que, alguna vez, no tan solo te miraras, sino que también te vieras. Creo que Simone, al contrario que tú, te ha visto, y verte es lo que lo ha impresionado.

Contemplé con atención su cara, y de nuevo comprobé aquella madurez que me sorprendía. Me pregunté si ambos —Susana, que me conocía, y Simone, con aquella mirada que había llegado hasta el fondo de mi pensamiento— habrían notado algún atisbo de esa otra Miriam indecisa e insatisfecha que yo me esforzaba en ocultar.

El corazón empezó a latirme con fuerza y de repente sentí miedo, porque, como una premonición, supe que mi vida iba a cambiar a partir de aquel momento. No sabía el cómo ni el por qué, pero sabía que lo haría.

Capítulo dos

Eran las siete de la mañana. Simone entró en el comedor, arrastrado por un leve aroma a beicon y a café que le daba la bienvenida.

«Chiara no debe haberse dado cuenta de que este aroma está extendiéndose por toda la casa, porque de lo contrario ya le habría dicho algo a Lucinda», pensó. La insustituible Lucinda. La mitad de su vida la había pasado cuidando de su casa, y su mujer parecía ignorarlo.

Esta reflexión lo llevó a pensar en su esposa y en la fiesta que habían ofrecido la noche anterior.

Como siempre, brilló. No por su belleza, ya que nunca había sido excesivamente bella, sino por esa cualidad innata que tenía para saber hablar en el momento apropiado, con la persona apropiada y añadirle a todo eso una sonrisa que en cualquier ocasión parecía sincera. La anfitriona perfecta en un mundo en el que las apariencias lo eran todo. Un hombre afortunado, o por lo menos eso era lo que decían los demás.

Él, en ese momento, y sin saber con certeza el porqué, ya que el comportamiento de su mujer no había cambiado un ápice desde que se habían conocido, no tenía claro que fuera tan afortunado. Llevaban veinte años juntos, pero el amor que los había unido en un principio había ido quemándose en el camino. En algún instante, que él ya no recordaba, empezaron las pequeñas traiciones y los engaños, y no solo por su parte, sino también por la de ella. Cuando se dio cuenta de que no la hacía partícipe de sus proyectos, que de forma ocasional acababa en brazos de otras mujeres, que no echaba demasiado de menos ni sus opiniones ni su compañía, se sintió algo culpable, pero ya era tarde para dar marcha atrás. Solo compartían momentos de pasión, y lo único que los unía —porque era algo que los dos tenían en común— era la ambición por el poder y la influencia que este podría depararles.

Pensativo, se dirigió hacia los ventanales que recorrían las paredes y apartó las cortinas para que entrara la luz de la mañana. Su ceño fruncido desapareció al contemplar con placer cómo se derramaba sin medida el sol, iluminando la habitación con un tono dorado viejo. Siempre le había gustado aquella estancia, medio comedor, medio salón.

Caminó despacio entre los muebles, disfrutando de su contemplación. Era consciente de que no se ajustaba al gusto sofisticado de su mujer, pero él siempre había insistido en que la primera comida del día se hiciera allí, entre sofás mullidos y alegrados con cretonas de flores y mecedoras que habían tenido mejores tiempos.

Pasó la mano con delicadeza. Eran antiguos y brillaban con las mil capas de cera que se les había aplicado a lo largo de los años. La pequeña mesa de té repujada que se trajo de un viaje a Marruecos y que siempre le recordaba al viejo Salhim y a su casi sublime manera de preparar la infusión. La exquisita chimenea, rescatada de un longevo palacete francés que amenazaba ruina. En invierno, Lucinda la mantenía encendida hasta media mañana, solo por el placer que le producía ver su expresión de felicidad cuando aproximaba las manos al fuego buscando su calor.

Sí, en aquella habitación se reconciliaba consigo mismo. Le parecía recuperar esa inocencia perdida en un momento de su vida.

Con el paso del tiempo, empezaba a parecerle fútil aquello por lo que había luchado, prescindiendo de una vida personal que quizá le habría reportado más serenidad de la que en ese instante sentía.

—Ya llegará ese momento —reflexionó en voz alta.

Anduvo hacia la cabecera de la mesa y, tras separar la silla, se sentó. Cuando se disponía a beber el café negro y humeante, se oyeron unos pasos ligeros que bajaban por la escalera y el golpe de una puerta al abrirse, y Chiara apareció en el comedor. Con los ojos entornados, la contempló a través de las volutas de humo que subían desde la taza. Su cabello castaño y corto estaba húmedo, y sin duda iba vestida para ir al gimnasio: pantalones de deporte y una camiseta que rodeaban un cuerpo que no podía permitirse ganar un gramo más a riesgo de que pudiera calificárselo de ligeramente grueso.

Sonreía al mirarlo mientras caminaba.

En su rostro de facciones grandes, aunque no exentas de un atractivo que venía principalmente de una mirada entre provocadora e inteligente, no se adivinaba ninguna huella de la pasión que había existido entre ellos la noche anterior tras cerrar la puerta de su habitación y quedarse a solas. Siempre le había fascinado esa faceta de ella: su capacidad para reponerse de esas noches en las que parecía olvidarse de todo y se entregaba totalmente a él. Entonces, desaparecía la mujer sofisticada y ese aire distante y en algunos momentos frío que, a Simone, pese a que en los primeros años de su matrimonio le pareció interesante, ahora le dejaba un extraño sinsabor.

Rodeó la mesa para llegar hasta él y le dio un beso en los labios.

—¿Simone?

Dejó la taza sobre la mesa.

—Buenos días —le contestó—. ¿No es demasiado temprano para ti después de toda la actividad de anoche?

Ella sonrió, pensando en lo atractivo que era su marido, con su cabello negro y esos ojos de un extraño color dorado sobre unos pómulos muy marcados. No era muy alto, pero su cuerpo delgado, que parecía tensarse como la cuerda de un arco, lo hacía aparentar más altura.

—Nunca es demasiada actividad, y sobre todo si te refieres a lo que me imagino —le respondió mientras, con una sonrisa burlona, se sentaba a la mesa frente a él.

—La verdad es que mi madrugón se debe principalmente a que he quedado con el jefe del gabinete de prensa de la Confederación porque quiere hacerme una entrevista. Ya sabes, hay que halagar a las mujeres de los posibles candidatos a la presidencia, aunque en mi caso no sea la mujer del favorito.

Ella miraba a su marido por encima del vaso de zumo que se llevaba a la boca. En su expresión se adivinaba un punto de desafío, y Simone, que la conocía bien, sabía que ella estaba provocándolo.

Su campaña para la presidencia de la Confederación Empresarial, la más poderosa organización de la patronal italiana, síntesis, resumen y reducto de las más importantes empresas del país, estaba yendo por unos derroteros que no eran precisamente los que él esperaba. Su oponente, Candini, estaba consiguiendo victoria tras victoria, y ni siquiera la falta de escrúpulos cuidadosamente disimulados, con los que él promocionaba su candidatura, lo hacía llegar a los resultados que deseaba.

La presidencia de la Confederación, su sueño dorado. Con esto, Simone Colonna sería prácticamente uno de los hombres más poderosos del país. Estaría donde él deseaba: en la sombra, manejando los mil hilos que tejen el poder, sin someterse excesivamente a los focos de la atención pública, y mucho menos al azar que marca la sucesión de los cambios políticos, pero, sin duda, alguien con quien contar en las grandes decisiones políticas y económicas de su país.