Episodios nacionales para niños - Benito Pérez Galdós - E-Book

Episodios nacionales para niños E-Book

Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

En 1909 el propio Galdós reescribió para los niños la primera serie de los Episodios Nacionales, que comienza con Trafalgar. El genio de Galdós sabe hacer de este suceso histórico, que tuvo lugar el 21 de octubre de 1805, una aventura infantil, en la que a través de los ojos de un niño se nos cuenta la tremenda tragedia de miles de hombres enfrentados a la muerte encerrados en sus máquinas de guerra, estos navios entre los que se encontraba el mayor del mundo, aquel Santísima Trinidad que los ingleses logran capturar pero son incapaces de llevar a puerto.

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Podría afirmarse que el manuscrito de Episodios Nacionales para niños pudo surgir, entre otras razones, del deseo didáctico del escritor y del ya incipiente contenido infantil advertidos en determinadas formas literarias de los Episodios. Porque didactismo y amor al niño fueron preocupación de Galdós, de un modo especial durante los últimos veinte años de su vida. Reducción, selección de relatos, lenguaje, etc… están realizados con la intención de dar una lección de patriotismo a los jóvenes. Es sabido que toda la primera parte de los Episodios Nacionales está basada en la «transformación del pilluelo en héroe» como bien indica Gullón. Todo ello se establece en la observación psicológica de que el ensueño de todo niño, y más en el desplazado social y familiarmente, es llegar a ser protagonista de grandes acciones. Ello nos lleva a la conclusión de que en la exposición y desarrollo de estos Episodios nacionales para niños lo heroico mítico y lo didáctico patriótico destacan como rasgos y fines más evidentes en el conjunto de la obra, para mostrar los ejemplos de ciudadanía patriótica de un pueblo sacrificado por la causa de su independencia, una guerra justa tras la que triunfa el ideal de la vida pacífica del verdadero ciudadano.

Benito Pérez Galdós

Episodios nacionales para niños

TRAFALGAR

I

Me permitiréis, amados niños, que antes de referiros los grandes sucesos de que fui testigo diga pocas palabras de mi infancia, explicando por qué extraños caminos me llevaron los azares de la vida a presenciar la terrible acción de Trafalgar.

Yo nací en Cádiz, y en el famoso barrio de la Viña. Mi nombre es Gabriel Araceli, para servir a los que me escuchan… Cuando aconteció lo que voy a contaros, el siglo XIX tenía cinco años; yo, por mi confusa cuenta, debía de andar en los catorce.

Dirigiendo una mirada hacia lo que fue, con la curiosidad y el interés propios de quien se observa, imagen confusa y borrosa, en el cuadro de las cosas pasadas, me veo jugando en la Caleta con otros chicos de mi edad, poco más o menos. Aquello era, para mí, la vida entera; más aún, la vida normal de nuestra privilegiada especie; y los que no vivían como yo me parecían seres excepcionales del humano linaje, pues en mi infantil inocencia y desconocimiento del mundo yo tenía la creencia de que el hombre había sido criado para la mar, habiéndole asignado la providencia, como supremo ejercicio de su cuerpo, la natación, y como constante empleo de su espíritu, el buscar y coger cangrejos, ya para arrancarles y vender sus estimadas bocas, que llaman de la Isla, ya para propia satisfacción y regalo.

Entre las impresiones que conservo está muy fijo en mi memoria el placer entusiasta que me causaba la vista de los barcos de guerra, cuando se fondeaban frente a Cádiz. Como nunca pude satisfacer mi curiosidad, viendo de cerca aquellas formidables máquinas, yo me las representaba de un modo fantástico y absurdo, suponiéndolas llenas de misterios.

Afanosos para imitar las grandes cosas de los hombres, los chicos hacíamos también nuestras escuadras, con pequeñas naves, rudamente talladas, a que poníamos velas de papel o trapo, marinándolas con decisión y seriedad en cualquier charco de Puntales o la Caleta. Para que todo fuera completo, cuando venía algún cuarto a nuestras manos, por cualquiera de las vías industriales que nos eran propias, comprábamos pólvora en casa de la «tía Coscoja» de la calle del Torno de Santa María, y con este ingrediente hacíamos una completa fiesta naval. Nuestras flotas se lanzaban a tomar viento en océanos de tres varas de ancho; disparaban sus piezas de caña; se chocaban remedando sangrientos abordajes, en que se batía con gloria su imaginaria tripulación; cubríalas el humo, dejando ver las banderas, hechas con el primer trapo de color encontrado en los basureros; y en tanto nosotros bailábamos de regocijo en la costa, al estruendo de la artillería, figurándonos ser las naciones a que correspondían aquellos barcos, y creyendo que en el mundo de los hombres y de las cosas grandes, las naciones bailarían lo mismo, presenciando la victoria de sus queridas escuadras. Los chicos veis todo de un modo singular.

No conocí a mi padre, que pereció en el famoso combate del «Cabo de San Vicente». Mi pobrecita madre, buena y santa mujer, que sostenía mi precaria existencia y la suya lavando la ropa de algunos marineros, murió de cansancio y fiebre en los comienzos del año 5. ¡Oh, Dios, cuan triste y penosa fue mi orfandad bajo la custodia y férula de un tío materno, más malo que Caín y más borracho que las mismas cubas jerezanas!… Las crueldades de aquel bandido me movieron a buscar respiro en la libertad; huí de la casa; me fui a San Fernando, de allí a Puerto Real, y juntamente con otros chicos desamparados y vagabundos di con mis huesos en Medina Sidonia.

Hallábame una tarde, con mis compañeros de hambre y fatigas, en una taberna de aquella ilustrísima ciudad, cuando fuimos sorprendidos por soldados de Marina que hacían la leva. Como pájaros asustados al primer tiro, nos desbandamos, refugiándose cada cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos dueños se apiadaron de mí, sin duda por el relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con suplicante desesperación, les hice de mi triste y degradante miseria.

Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva, y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Véjer de la Frontera, lugar de su habitual residencia. Fueron mis ángeles tutelares don Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad. Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y al poco tiempo adquirí la plaza de paje del señor don Alonso, al cual acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé qué hallaron en mí para sentirse movidos a paternal benevolencia. Sin duda, mi natural despejo y la docilidad con que les obedecía, fueron parte a merecer favor tan grande. Debo añadir a las causas de aquel cariño, aunque me esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en contacto con pícaros y vagabundos, tenía cierta cultura o delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales, hasta el punto de que, a pesar de la falta de estudio, halléme pronto en disposición de pasar por persona bien nacida.

Y ahora, echados por delante estos breves antecedentes de mi vida humilde, referiré lo que de la gloriosa vida de la madre España he visto en largos y bien aprovechados años de mi adolescencia y juventud. Y, pues, los designios de Dios, más que mi determinada voluntad, me hicieron testigo de la espantosa guerra contra el llamado Capitán del Siglo, y del viril esfuerzo con que los españoles ganaron, a fuerza de pulso y coraje, su santa Independencia, oíd, amados niños, la patriótica lección que contienen estos ilustres nombres «Trafalgar», «Madrid», «Bailén», «Zaragoza», «Gerona», «Cádiz», «Arapiles», «Vitoria».

II

En los primeros días de octubre de aquel año funesto (1805), mi amo, don Alonso, no vivía de puro caviloso y desasosegado por la horrible pugna entre su invalidez achacosa y los nobles impulsos de su corazón, ávido de la guerrera pompa y de las locuras de Marte. Capitán de navío, retirado, había derramado su sangre en cien combates. El que fue brazo robusto de la Marina Española, servidor leal de la patria, era ya una ruina gloriosa. Pero aún se le encendían los ánimos presagiando sucesos navales de importancia. Su grande amigo Churruca le anunció que la escuadra combinada saldría pronto de Cádiz, provocando a las naves inglesas al combate o esperándolas en la bahía si osaban entrar en ella. Al comunicar este plan a don Alonso, invitábale su amigo a trasladarse a la escuadra, si no para combatir, para presenciar las vistosas funciones que se preparaban.

Debo advertiros, para que os vayáis enterando, que en aquellos días éramos aliados de Napoleón y con él y sus navales fuerzas combatimos contra la enemiga común, Inglaterra. Luego veréis cómo vino a ser ésta nuestra mejor amiga, y juntas y apareadas le dimos más de un disgusto a Napoleón. La escuadra combinada de navíos españoles y franceses, la mandaba el almirante francés Villeneuve, y la inglesa el más audaz, entendido y afortunado de los marinos de aquel tiempo, el gran Nelson. Aprended estos nombres, haceos cargo del lugar que ocupan en la Historia de la Humanidad y ligados a las personas comprenderéis mejor los hechos.

Los belicosos pinitos que hacer quería el bueno de don Alonso tenían en su mujer la más terrible contrincante y enemiga, que amaba la paz, la quietud, y no quería ni que le hablaran de barcos de guerra. ¡Bueno estaba el noble carcamal de don Alonso para andar en tales trotes! Era doña Paquita una dama excelente, de noble origen, amantísima de su marido y temerosa de Dios; pero con el más arisco y endemoniado genio que pueda imaginarse. Me parece que estoy viendo a la respetable cuanto iracunda señora con la rizada papalina, su saya de organdí, sus moñitos blancos y su lunar peludo a un lado de la barba. Añadiré para rematar la pintura, que cuando su marido la enteró de la carta de Churruca y de sus deseos de complacerle, soltó todos los registros de su odio a la mar y sus barcos, burlándose de las glorias navales y pisoteando sin compasión los apolillados laureles de su marido. Luego, para fin de fiesta, la emprendió con Napoleón, ese bribonazo del Primer Cónsul, que con su bandolerismo en grande escala traía revuelto al mundo.

Pero si don Alonso tenía en su mujer un implacable aguafiestas, en cambio le alentaba y enardecía locamente un amigo suyo, que también lo era mío, marinero viejo, inválido como el amo, y más desarbolado que él y fuera de combate. Quiero presentároslo sin demora, que de seguro ha de seros muy grato el conocimiento con este soberano tipo.

Marcial (nunca supe su apellido), llamado entre los marineros Hombre, había sido contramaestre en barcos de guerra durante cuarenta años. En la época de mi narración, la estampa de este héroe de los mares era de los más singular que podréis imaginar. Figúrense, un hombre viejo, más bien alto que bajo, con una pierna de palo, el brazo izquierdo cortado a cercén, más abajo del codo, un ojo menos, la cara garabateada por multitud de chirlos en todas direcciones y con desorden trazados por armas enemigas de diferentes clases, la tez morena y curtida por las tempestades, voz ronca, hueca y perezosa, que no se parecía a la de ningún habitante racional del planeta en que vivimos.

La vida de Marcial era la historia de la Marina Española en la última parte del siglo XVIII y principios del XIX; historia en cuyas páginas las gloriosas acciones alternan con lamentables desdichas. Navegado había en heroicos o desgraciados barcos; además de las campañas en que tomó parte con mi amo, estuvo en innúmeros encuentros, sorpresas y arriesgadas expediciones. A los sesenta y seis años, se decidió a echar para siempre el anda, como un viejo pontón inútil para la guerra, y su ocupación, fuera de los militares coloquios con don Alonso, no era otra que cargar y distraer a un nietecillo que tenía, y adormirle con marineras canciones.

Como todos los marinos, Medio-Hombre usaba un vocabulario formado por peregrinos terminachos: es costumbre en la gente de mar de todos los países desfigurar la lengua patria hasta convertirla en caricatura. Examinando la mayor parte de las voces usadas por los navegantes, se ve que son simplemente corruptelas de las palabras más comunes, adaptadas a su temperamento arrebatado y enérgico, siempre propenso a abreviar todas las funciones de la vida, y especialmente el lenguaje.

Marcial aplicaba el vocabulario de la navegación a todos los actos de la vida, asimilando el navío con el hombre, en virtud de una forzada analogía entre las partes de aquel y los miembros de éste. Por ejemplo, hablando de la pérdida de su ojo, decía que había cerrado el «portalón de estribor», y para expresar la rotura del brazo, decía que se había quedado sin la «serviola de babor». Para él, el corazón, residencia del valor y del heroísmo, era el «pañol de la pólvora», así como el estómago, el «pañol del biscocho». La acción de embriagarse la denominaba de mil maneras distintas, y entre éstas la más común era «ponerse la casaca», idiotismo cuyo sentido no hallarán mis lectores, si no les explico que, habiéndole merecido los marinos ingleses el dictado de «casacones», sin duda a causa de su uniforme, al decir «ponerse la casaca» por emborracharse, quería significar Marcial una acción común y corriente entre sus enemigos. A los almirantes extranjeros les designaba con estrafalarios nombres, ya creados por él, ya traducidos a su manera, fijándose en semejanzas de sonido. A Nelson le llamaban el Señorito, voz que indicaba cierta consideración o respeto; a Collingwood, el tío Calambre, frase que a él le parecía exacta traducción del inglés; a Jerwis le nombraba como los mismos ingleses, esto es, viejo zorro; a Calder, el tío Perol, porque encontraba mucha relación entre las dos voces, y siguiendo un sistema lingüístico enteramente opuesto, designaba a Villeneuve, jefe de la escuadra combinada, con el apodo de Monsieur Corneta, nombre tomado de un sainete que en aquellos días se representaba en Cádiz.

III

Continua y áspera, con chillidos de una parte, broncos rugidos de otra, era la reyerta matrimonial por si mi don Alonso iba o no a la escuadra, y como Medio-Hombre le calentaba desmedidamente los cascos, doña Paquita tenía muy entre ojos al estropeado mareante. Aguardaban los viejos a que la señora estuviese ausente para entregarse sin miedo al deleite de hablar de guerra y barcos, de cañones, de ingleses y de demonios coronados.

Una noche, aprovechando la buena coyuntura de estar mi ama en la novena del Rosario, los dos viejos, como escolares bulliciosos que pierden de vista al maestro, encerráronse en el despacho, sacaron unos mapas y pasearon por ellos sus dedos temblorosos; luego leyeron papeles en que estaban apuntados nombres de muchos barcos ingleses, con la cifra de sus cañones y tripulantes…, ¡qué escena, qué vida! Marcial imitaba con los gestos de su brazo y medio la marcha de las escuadras, la explosión de las andanadas; con su cabeza, el balance de los barcos combatientes; con su cuerpo, la caída de costado del buque que se va a pique; con su mano, el subir y bajar de las banderas de señal; con un ligero silbido, el mando del contramaestre; con los porrazos de su pie de palo contra el suelo, el estruendo del cañón; con su lengua estropajosa, los juramentos y singulares voces del combate; y como mi amo le secundase en esta tarea con la mayor gravedad quise yo también echar mi cuarto a espadas, alentado por el ejemplo. Sin poderme contener, viendo el entusiasmo de los dos marinos, comencé a dar vueltas por la habitación remedé con la cabeza y los brazos la disposición de una nave que ciñe el viento, y al propio tiempo imitaba con perfección el estruendo de los cañonazos, «¡bum, bum, bum!». Mi respetable amo y el mutilado contramaestre, tan niños como yo en aquella ocasión, no pararon mientes en lo que yo hacía, pues harto les embargaban sus guerreros comentarios. Enfrascados estaban en ellos cuando sintieron los pasos de doña Francisca, que volvía de la novena.

—¡Que viene! —exclamó Marcial con terror.

Y al punto guardaron los planos, disimulando su excitación, y pusiéronse a hablar de cosas indiferentes. Pero yo, bien porque la sangre juvenil no podía aplacarse fácilmente, bien porque no observé a tiempo la entrada de mi ama, seguí en medio del cuarto demostrando mi enajenación con frases como éstas, pronunciadas con ronca voz de mando: «¡La mura a estribor!…, ¡orza!…, ¡la andanada de sotavento!…, ¡fuego!…, ¡bum, bum!». Doña Paca se llegó a mí furiosa y sin previo aviso me descargó en la popa la andanada de su mano derecha con tan buena puntería que me hizo ver las estrellas.

—¡También tú! —gritó vapuleándome sin compasión—. ¡Pillete, zascandil! ¿Te has creído que estás todavía en la Caleta?

La zurra continuó en la forma siguiente: Yo caminando a la cocina, lloroso y avergonzado, después de arriada la bandera de mi dignidad, y sin pensar en defenderme contra tan superior enemigo; la señora detrás, dándome caza y poniendo a prueba mi pescuezo con los repetidos golpes de su mano. En la cocina eché el ancla, lloroso, considerando el desastroso fin de mi combate naval.

La tirantez de opiniones y el desacuerdo matrimonial llegaron a tal extremo que don Alonso, contrariado en su ilusión guerrera, cayó en grave pasión del ánimo. Como héroe vetusto hubo de tomar resolución heroica, y ésta fue la de escaparse, huir, como aventurero que abandona el hogar para correr hacia soñadas glorias… Una mañana, hallándose en misa doña Paquita, advertí que el señor se daba gran prisa por meter en una maleta algunas camisas y otras prendas de vestir, entre las cuales iba su uniforme. Yo le ayudé y aquello me olió a escapatoria, aunque me sorprendía no ver a Marcial por ninguna parte. No tardé, sin embargo, en explicarme su ausencia, pues don Alonso, una vez arreglado su breve equipaje, se mostró muy impaciente, hasta que al fin apareció el marinero diciendo: «Ahí está el coche. Vámonos antes que ella venga».

Cargué la maleta, y en un santiamén don Alonso, Marcial y yo salimos por la puerta del corral, subimos a la calesa y ésta partió tan a escape como lo permitía la escualidez del rocín que tiraba de ella.

Anduvimos todo el día por un proceloso y alegre camino; hicimos noche en Chiclana para descansar del hórrido traqueteo de la calesa y a las once del siguiente día dimos fondo en Cádiz… ¡Oh, Cádiz, ilustrísima y noble ciudad, patria mía y de tantos héroes, navegantes y patricios insignes. Por patria mía te adoré aquel día, sin acordarme de los demás hijos tuyos consagrados por la Historia, y me entregué al goce inefable de ver tu incomparable bahía poblada de naves, tus calles bulliciosas, limpias y alegres, tu plaza de San Juan de Dios, centro y metrópoli de la picardía, y, por fin, tu Caleta, que para mí simbolizó en un tiempo lo más hermoso de la vida, la libertad!

IV

Nos albergó en su casa una prima de mi amo, doña Flora de Cisniega, señora muy amable y redicha, instruida, de finísimo trato social, ya un poco madura y muy compuesta y emperifollada. Caballeros elegantes frecuentaban su lujosa vivienda y con ellos y con doña Flora departía el buen don Alonso, examinando los sucesos presentes y entreteniéndose en presumir atrevidamente los futuros. Por lo poco que pude oírles entendí que la opinión en Cádiz revelaba intranquilidad, desconfianza. Se hablaba mal de Godoy, que nos había metido en la desatinada combinación con la marina francesa y se echaban pestes contra Napoleón por haber puesto las dos armadas debajo del mando de Villeneuve, el Musiú Corneta de mi amigo Marcial. A los dos días de nuestra llegada recibió mi amo la visita de un brigadier de Marina, amigo suyo, cuya fisonomía no olvidaré jamás. De este buen español quiero hablaros ahora, queridos niños, enalteciéndole a vuestros ojos para que le améis, para que toda la vida recordéis con veneración su nombre y sus hechos.

Era un hombre como de cuarenta y cinco años, de semblante hermoso y afable, con tal expresión de tristeza que era imposible verle sin sentir irresistible inclinación a amarle. No usaba peluca y sus abundantes cabellos rubios, no martirizados por las tenazas del peluquero para tomar la forma de ala de pichón, se recogían con cierto abandono en una gran coleta y estaban inundados de polvos con menos arte del que la presunción propia de la época exigía. Eran grandes y azules sus ojos; su nariz, muy fina, de perfecta forma y un poco larga, sin que esto le afeara; antes bien, ennoblecía su expresivo semblante. Su barba, afeitada con esmero, era algo puntiaguda, aumentando así el conjunto melancólico de su rostro oval, que indicaba más bien delicadeza que energía. Este noble continente era realzado por una urbanidad en los modales, por una grave cortesía de que no podrá daros idea la estirada fatuidad de los señores del día ni la movible elegancia de nuestra dorada juventud. El cuerpo era pequeño, delgado y como enfermizo. Más que guerrero aparentaba ser hombre de estudio, y su frente, que sin duda encerraba altos y delicados pensamientos, no parecía la más propia para arrostrar los horrores de una batalla. Su endeble constitución, que sin duda contenía un espíritu privilegiado, parecía destinada a sucumbir conmovida al primer choque. Y, sin embargo, según después supe, en aquel hombre igualaba el corazón a la inteligencia. Era Churruca.

El uniforme del héroe demostraba, sin ser viejo ni raído, algunos años de honroso servicio. Después, cuando le oí decir, por cierto, sin tono de queja, que el Gobierno le debía nueve pagas, me expliqué aquel deterioro. Mi amo le preguntó por su mujer, y de su contestación deduje que se había casado poco antes, por cuya razón le compadecí, pareciéndome muy atroz que se le mandara al combate en tan felices días. Habló luego de su barco, el «San Juan Nepomuceno», al que mostró igual cariño que a su joven esposa, pues, según dijo, él lo había compuesto y arreglado a su gusto, por privilegio especial, haciendo de él uno de los primeros barcos de la Armada Española.

Hablando luego del tema ordinario en aquellos días, de si salía o no salía la escuadra, dijo Churruca:

—El almirante francés, no sabiendo qué resolución tomar, y deseando hacer algo que ponga en olvido sus errores, se ha mostrado, desde que estamos aquí, partidario de salir en busca de los ingleses. El 8 de octubre escribió a Gravina, diciéndole que deseaba celebrar a bordo del «Bucentauro» un consejo de guerra para acordar lo que fuera más conveniente. En efecto, Gravina acudió al consejo, llevando al teniente general Alava, a los jefes de escuadra Escaño y Cisneros, al brigadier Galiano y a mí. De la escuadra francesa estaban los almirantes Dumanoir y Magon y los capitanes de navío Cosmao, Maistral, Villiegris y Prigny.

Habiendo mostrado Villeneuve el deseo de salir, nos opusimos todos los españoles. La discusión fue muy viva y acalorada, y Alcalá Galiano cruzó con el almirante Magon palabras bastante duras, que ocasionarán un lance de honor si antes no les ponemos en paz. Mucho disgustó a Villeneuve nuestra oposición… Es curioso el empeño de esos señores de hacerse a la mar en busca de un enemigo poderoso cuando en el combate de Finisterre nos abandonaron, quitándonos la ocasión de vencer si nos auxiliaran a tiempo…

Luego, en el seno de la confianza, el gran Churruca sorprendió a sus oyentes con estas graves declaraciones:

—Debemos confesar con dolor la superioridad de la Marina inglesa, por la perfección del armamento, por la excelente dotación de sus buques y, sobre todo, por la unidad con que operan sus escuadras. Nosotros, con gente en gran parte menos diestra, con armamento imperfecto y mandados por un jefe que descontenta a todos, podríamos, sin embargo, hacer la guerra a la defensiva dentro de la bahía. Pero será preciso obedecer conforme a la sumisión ciega de la Corte de Madrid y poner barcos y marinos a merced de los planes de Bonaparte.

Impresión melancólica dejaron en mí las palabras de aquel hombre tan grande en su sencillez. No estaba yo en edad de indagar fuera de mí mismo la razón de aquella singular tristeza, que pronto hubo de disiparse en mi alma sólo de pensar que se aproximaba el dichoso momento de embarcarme en el mayor navío de la poderosa escuadra. Mis sofoquinas pasé con este motivo, porque la emperegilada doña Flora, interesándose por mí más de lo que yo merecía, cuidadosa de los riesgos del mar y de la guerra, me instaba para que me quedase en su compañía y servicio. Protesté guardando el debido respeto al cariño maternal que la señora me mostraba; llegué hasta implorar con lágrimas que me dejara seguir mi guerrera inclinación, y al fin doña Flora consintió, recomendándome con ternura solícita que huyese de los sitios y ocasiones de peligro, poniéndome en el cuello un escapulario de la Virgen del Carmen y llenándome los bolsillos de golosinas para que comiese a bordo.

V

Octubre era el mes, y 18 el día. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote, que nos condujo a bordo.

Figuraos, amiguitos míos, cuál sería mi estupor, ¡qué digo estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del «Santísima Trinidad», el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que, visto de lejos, se representaba en mi imaginación como una fábrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasaba junto a un navío, yo le examinaba con religioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la muralla. El inquieto fervor de que estaba poseído me expuso a caer al agua cuando contemplaba con arrobamiento los figurones de proa, objetos que más que otro alguno fascinaban mi atención.

Por fin llegamos al «Trinidad». A medida que nos acercábamos, las formas de aquel coloso iban aumentando, y cuando la lancha se puso al costado, confundida en el espacio de mar donde se proyectaba, cual en negro y horrible cristal, sombra del navío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil casco en el agua sombría que azotaba suavemente los costados; cuando alcé la vista y vi las tres filas de cañones asomando sus bocas amenazadoras por las portas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púseme pálido y quedé sin movimiento, asido al brazo de mi amo.

Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cubierta se me ensanchó el corazón. La airosa y altísima arboladura, la animación del alcázar, la vista del cielo y la bahía, el admirable orden de cuantos objetos ocupaban la cubierta, desde los cois puestos en fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes, bombas, mangas, escotillas; la variedad de uniformes; todo, en fin, me suspendió de tal modo que por un buen rato estuve absorto en la contemplación de tan hermosa máquina, sin acordarme de nada más.

El «Santísima Trinidad» era un navío de cuatro puentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquel coloso, construido en La Habana, con las más ricas maderas de Cuba, en 1769, contaba treinta y seis años de honrosos servicios. Tenía 220 pies (61 metros) de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies de manga (ancho) y 28 de puntal (altura desde la quilla a cubierta), dimensiones extraordinarias que entonces no tenía ningún buque del mundo. Sus poderosas cuadernas, que eran un verdadero bosque, sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eran fortísimas murallas de madera, tenía, cuando yo lo vi, 140 bocas de fuego, entre cañones y carroñadas. El interior era maravilloso por la distribución de los diversos compartimientos, ya fuesen puentes para la artillería, sollados para la tripulación, pañoles para depósitos de víveres, cámaras para los jefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Me quedé absorto recorriendo las galerías y demás escondrijos de aquel «Escorial» de los mares.

Nada más grandioso que la arboladura, aquellos mástiles gigantescos, lanzados hacia el cielo, como un reto a la tempestad. Parecía que el viento no había de tener fuerza para impulsar sus enormes gavias. La vista se mareaba y se perdía contemplando la inmensa madeja que formaban en la arboladura los obenques, estáis, brazas, burdas, amantillos y drizas que servían para sostener y mover el velamen.

Después de permanecer buen rato en la contemplación de tanta maravilla bajé a la cámara, donde me ocupé en el servicio de mi amo, don Alonso. De paso vi una curiosa operación que os contaré para que os riáis. Los oficiales hacían su tocado, no menos difícil a bordo que en tierra. Me hizo gracia ver a los pajes en empolvar las cabezas de los héroes a quienes servían. La moda era entonces tan tirana como ahora y de un modo más apremiante imponía sus enfadosas ridiculeces. Hasta el soldado tenía que emplear un tiempo precioso en hacerse el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestos en fila, unos tras otros, arreglando cada cual el coleto del que tenía delante. Después se encasquetaban el sombrero de pieles, pesada mole, cuyo objeto nunca me pude explicar, y luego iban a sus puestos, si tenían que hacer guardia, o a pasearse por el combate, si estaban libres de servicio. Los marineros llevaban el pelo corto y su sencillo traje me parece que no se ha modificado mucho desde aquella fecha.

En la cámara, mi amo hablaba acaloradamente con el comandante del buque, don Francisco Javier de Uriarte, y con el jefe de escuadra, don Baltasar Hidalgo de Cisneros. Por lo poco que oí no me quedó duda de que el general francés había dado orden de salida para la mañana siguiente.

Amaneció el 19, que fue para mí felicísimo, y antes de que amaneciera ya estaba yo en el alcázar de popa con mi amo, que quiso presenciar la maniobra. Después del baldeo comenzó la operación de levar el buque. Se izaron las grandes gavias; el pesado molinete, girando con agudo chirrido, arrancaba el áncora poderosa del fondo de la bahía. Corrían los marineros por las vergas; manejaban otros las brazas, prontos a la voz del contramaestre, y todas las voces del navío, antes mudas, llenaban el aire con espantosa algarabía. Los pitos, la campana de proa, el discorde concierto de mil voces humanas, mezcladas con el rechinar de los motones; el crujido de los cabos, el trapeo de las velas azotando los palos antes de henchirse impelidas por el viento, todos estos variados sones acompañaron los primeros pasos del colosal navío.

Olas suaves acariciaban sus costados, y la mole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahía sin dar la menor cabezada, sin ningún vaivén de costado, con marcha grave y solemne, que sólo podía apreciarse, comparativamente, observando la traslación imaginaria de los buques mercantes anclados y del paisaje.

Al mismo tiempo se dirigía la vista enderredor y ¡qué espectáculo, Virgen del Carmen!, treinta y dos navíos, cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles y franceses, colocados delante, detrás y a nuestro costado, se cubrían de velas y marchaban también impelidos por el escaso viento. No he visto mañana más hermosa. El sol inundaba de luz la magnífica rada; un ligero matiz de púrpura teñía la superficie de las aguas por Oriente; en el cielo limpio apenas se veían algunas nubes rojas y doradas por Levante; el mar azul estaba tranquilo, y sobre este mar, y bajo aquel cielo, las cuarenta naves, con sus blancos velámenes, emprendían la marcha, formando el más vistoso escuadrón que puede presentarse ante humanos ojos.

No andaban todos los bajeles con igual paso. La lentitud de su marcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona; cierta misteriosa armonía que mis oídos de niño percibían como saliendo de los gloriosos cascos, especie de himno que sin duda resonaba dentro de mí; la claridad del día, la frescura del ambiente, la belleza del mar, que fuera de la bahía parecía agitarse con gentil alborozo a la aproximación de la flota, formaban un cuadro de sublime belleza.

Cádiz, en tanto, como un panorama giratorio, se escorzaba a nuestra vista, presentándonos sucesivamente las distintas facetas de su vasto circuito. El sol, encendiendo los vidrios de sus mil miradores, salpicaba el caserío con polvos de oro y su blanca mole se destacaba tan limpia y pura sobre las aguas que parecía creada en aquel momento.

A mis oídos llegaba, como música misteriosa, el son de las campanas de la dudad medio despierta, tocando a misa con algaraza charlatana. Ya expresaban alegría como un saludo de buen viaje, y escuchábamos el rumor cual si fuese de humanas voces que nos daban la despedida; ya me parecían sonar tristes y acongojadas, anunciándonos una desgrada, y a medida que nos alejábamos, aquella música se iba apagando, hasta que se extinguió, difundida en el inmenso espado.

La escuadra salió lentamente: «Algunos barcos emplearon horas en hallarse fuera. El cielo se enturbió por la tarde, y al anochecer, hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz perderse poco a poco entre la bruma, hasta que se confundieron con las tintas de la noche sus últimos contornos. La escuadra tomó rumbo al Sur».

Por la noche, una vez que dejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote, fui en busca de Medio-Hombre, que a sus colegas y admiradores explicaba el plan de Villeneuve del modo siguiente:

—Musiú Corneta ha dividido la escuadra en cuatro cuerpos. La vanguardia, que es mandada por Alava, tiene siete navíos; el centro, que lleva siete y lo manda Musiú Corneta en persona; la retaguardia, también de siete, que va mandada por Dumanoir, y el cuerpo de reserva, compuesto de doce navíos, que manda don Federico Gravina. No me parece que está esto mal pensado. Por supuesto que van los barcos españoles mezclados con los gabachos para que no nos dejen en las astas del toro, como sucedió en Finisterre. En fin, Dios y la Virgen del Carmen vayan con nosotros y nos libren de amigos franceses por siempre jamás, amén.

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