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¿De verdad crees conocer la historia de la madrastra de Blancanieves? Descubre lo que nunca te contaron. Seguro que ya os han contado el cuento. La dulce princesita, la malvada madrastra, el heroico príncipe, el espejo parlanchín, la manzana envenenada… Sí, no me cabe duda de que creéis saberlo todo; de mi vida y, también, de mí. Pero dejad que os aclare algo: la historia la escriben los vencedores. Como imaginaréis, no es una versión imparcial. Per eso, si alguien se tomara la molestia de oír a los vencidos… Si hubiese una persona lo bastante audaz para adentrase por una senda diferente a la que ha sido marcada, tened por seguro que descubriría una historia de amor que jamás habría imaginado. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 427
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Adriana Andivia Reyes
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Frente al espejo, n.º 335 - agosto 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1141-134-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Una bruja es una persona que ha
explorado su luz y ha evolucionado
para celebrar su oscuridad.
Dacha Avelin
Soy consciente del papel que juego en la historia. Por supuesto que lo soy.
Juventud y belleza son una combinación letal, irresistible para el populacho. A una chiquilla de rostro encantador se le perdona todo. En ella, los defectos resultan adorables y los errores son prueba de su inocencia. No hay corazón que no se enternezca con las meteduras de pata de un ser angelical.
¿Cómo no iba a tocarme a mí ser la mala?
Lo que olvida la gente es que yo también fui joven una vez. Muy joven. Lo era cuando, para satisfacer intereses ajenos, me vi forzada a contraer matrimonio con un hombre mucho mayor que yo.
—¡Un rey! —me dijeron, creyendo que el título bastaría para contentarme. Pero no fue así, no bastó. Ni de lejos lo hizo.
El de reina es un destino que jamás ambicioné, implica demasiada responsabilidad. A la muchacha que fui le gustaba cambiar las almidonadas enaguas de sus vestidos por pantalones de montar para salir a cabalgar, devoraba cualquier novela de aventuras que cayera en sus manos y soñaba con conocer a los héroes que las protagonizaban. Un desarrapado pirata me habría complacido más que el poderoso monarca al que fui entregada.
Pero no me preguntaron, nadie lo hizo. Ni una sola persona quiso saber mi opinión sobre un asunto que me incumbía de pleno, que cambiaría mi vida para siempre. Creo que fue así como comenzó. De este modo mi vida terminó convertida en un relato narrado y protagonizado por terceros.
Me pregunto si, acaso, querríais darme la oportunidad de contar mi versión del cuento.
Permitidme que comience con la frase típica para estos casos. Un cliché, lo sé, pero me hace ilusión. Será algún tipo de complejo de inferioridad. Un pretexto para reivindicar mi rol de protagonista, ahora que por fin tengo la ocasión de serlo en mi propia vida. Aun así, dejadme hacerlo a mi manera.
Ahí voy: érase una vez, en un país muy lejano, un aguerrido general casado con una bella dama. Quizás no fueran la pareja más enamorada del mundo. Probablemente no lo eran, porque el amor es un accesorio poco frecuente en los matrimonios nobles, pero vivían felices y tranquilos amoldados el uno al otro. Fruto de esta acomodada vida marital vinieron al mundo tres hijos, el último de ellos fue una niña. Una preciosa bebé de mofletes rellenos, boquita sonrosada y grandes ojos verdes. Una criatura a la que bautizaron con el nombre de Ofelia.
Podría decir que esa niña soy yo, pero la verdad es que no lo tengo muy claro. Han pasado tantos años, he cambiado hasta tal punto, que apenas me reconozco en aquella chiquilla. Pero el nombre sí es mío, solo mío. Aunque es otra de las muchas cosas que me ha robado la historia. La madrastra, la bruja, la reina malvada… La gente me llama de muchas maneras, pero jamás se han referido a mí como Ofelia.
La pequeña creció colmada de todo, afecto y comodidades materiales. Convertida en el ojo derecho de su padre, Godofredo Mangual; el valiente general de Su Majestad, quien siempre la antepuso a sus hermanos por ser la única niña. También acaparando la atención de sus madres, porque ella siempre consideró que tenía dos: la biológica y el aya que la crio como si lo fuera. Ambas mujeres vivían entregadas al cuidado de la chiquilla con un esmero especial. Más dedicado que el requerido para la cría de los otros dos retoños de la casa. Educar a una hija es siempre más difícil que educar a un hijo. Ya se sabe que la virtud de una mujer es algo en extremo delicado y que puede quebrarse con un mal viento. De ahí lo conveniente de tener a las niñas en casa; resguardadas de las brisas del invierno, las de la primavera, el otoño y también el verano.
Una reclusión constante que, sin embargo, la pequeña Ofelia rompía cada vez que se le presentaba la ocasión. Se las apañaba bastante bien, de hecho, para violar la vigilancia de los dos pares de ojos que se coordinaban para no perderla de vista. Un imposible, por otra parte. Sería por las concesiones que le permitía su padre, quien a pesar de ser una chica la dejaba participar a menudo en el entrenamiento castrense al que sometía a los varones.
—Son juegos, solo es una niña —se defendía el general Mangual ante su esposa, cuando esta se escandalizaba al ver a su pequeña empuñando una espada en el patio trasero de la casa.
—Por eso, porque es una niña, no deberíais dejarla acercarse a las armas —lo amonestaba su desesperada señora—. ¿Cómo se supone que haga de ella una dama?
—Ese es vuestro problema, no el mío.
Con esta absoluta falta de solidaridad para con el trabajo de mi madre, mi padre me enseñó a blandir una espada, a disparar el arco y a montar. Esto fue lo más valioso que aprendí de él: cabalgar a horcajadas. No a mujeriegas, como las demás niñas de buena familia. La sensación era distinta, más liberadora.
Me encantaba montar, hacerlo del mismo modo que mis hermanos. Aún hoy sigue siendo una de mis actividades favoritas. Cabalgar con el cabello suelto hondeando al viento, sin más ropa que una camisa y los pantalones vetados para mi sexo. Nada me relajaba más, en ningún otro momento era más yo que subida al caballo igual que una amazona.
Al atardecer, cuando mi madre y el aya se relajaban en el salón entre labores de costura, me acostumbré a escaparme a la cuadra y sacar a mi yegua favorita, Buttercup, para recorrer en su lomo las tierras de la propiedad. Lo hacía a toda velocidad. De un modo temerario, como lamentaban las mujeres cuya vigilancia había burlado. Espoleaba los arneses con una saña inconsciente solo para sentir que cortaba el viento. Que era más rápida que él, más libre que el aire.
Luego me detenía, ataba mi montura a un tocón cualquiera y me sentaba bajo la sombra de un árbol cercano a leer el libro que llevase conmigo, guardado en el morral que me colgaba en bandolera. Historias de perdedores, de hombres al margen de la ley. Filibusteros, bandidos o mercenarios que iban de guerra en guerra vendiendo su brazo al señor que pagara el jornal más alto. Esas eran mis novelas favoritas. Me gustaban porque estaban cargadas de aventuras y riesgo. También porque envidiaba la vida que llevaban esos antihéroes que no se doblegaban a ninguna ley, ni humana ni divina.
Al hacerme mayor, un tercer interés se unió a los anteriores para terminar de definir mi predilección por aquellos relatos. De alguna manera, mi mente empezó a fabular con la posibilidad de toparme con un barrabás de esos que entretenían mis fantasías. Sería durante una de mis escapadas a caballo, al volver a casa. Él me asaltaría tras un recodo, de improviso. Comencé a desear con fervor que aquello ocurriera, que uno de esos indeseables se cruzara en mi camino y me llevara con él, permitiéndome formar parte de sus aventuras y de esa vida en libertad que yo envidiaba. Soñaba con perderme con uno de ellos y compartir las caricias de las que había oído hablar a las doncellas más jóvenes de mi casa. Las que se prodigaban en los rincones oscuros con los muchachos de la propiedad. Un componente romántico que llegó de la mano de la adolescencia para completar mis fantasías infantiles.
Fue una de aquellas tardes, tras dejar a Buttercup instalada en el establo, cuando me dieron la noticia. La que cambiaría mi vida para siempre y acabaría, poco a poco, con la inocente Ofelia que era entonces.
Entré en la casa por la puerta trasera, la que daba a la cocina. Me colé en el interior aprovechando la creciente oscuridad del crepúsculo. Con las botas de montar en una mano, descalza para no hacer ruido, enfilé el pasillo de la servidumbre para llegar desde allí a mis aposentos. Tenía el pelo suelto y alborotado y las ropas cubiertas de polvo, no podía dejar que ninguna de las dos madres que me velaban me sorprendieran de semejante guisa. Era por ello que caminaba de puntillas, con tiento, minimizando el sonido de mis pisadas para no ser descubierta.
—¡Niña del demonio! —Una precaución que no sirvió de nada—. Os he buscado por todas partes. ¿Dónde os habíais metido?
Fue mi aya quien me interceptó antes de que llegara a la alcoba y, por más que le rogué y le rogué para que me guardara el secreto, ella insistió en que debía presentarme ante mi padre. Y tenía que hacerlo en el acto. Me condujo al salón, sin prestar mientes en que yo lloriqueaba a su espalda como la cría que era. Allí esperaban mis padres, los dos, ambos guardando un solemne silencio hasta que me vieron aparecer.
—Ofelia —me llamó el general, ocupando el lugar preferente que como cabeza de familia le correspondía—. Tomad asiento, por favor.
Preparada para la reprimenda que estaba a punto de lloverme, con la misma seguridad de si llevara una nube gris y regordeta apostada sobre la coronilla, caminé con precaución, la vista baja y el gesto sumiso. Lo hice hasta llegar al sillón que mi padre me había indicado con un movimiento de su diestra: de espaldas a la chimenea encendida y de frente a él. No me atreví a mirar a mi madre, sentada en un rincón de la sala como un personaje secundario, sin mucho peso en la escena.
—Lo siento… —inicié una disculpa con los ojos cerrados y la mandíbula inclinada al suelo. Esperando la inminente descarga de esa nube elevada sobre mí.
—Hoy es un día grande para la familia Mangual —comenzó mi padre al mismo tiempo que yo, sordo a mi voz y al intento de cualquier otra por hacerse oír sobre la suya.
—Dichoso —corroboró mi madre, queriendo para sí un poco del protagonismo acaparado por su esposo.
Yo detuve mi lengua en el acto. Abrí los ojos y, encontrando paz en los rostros de ambos, me permití la licencia de relajar la postura.
—El Consejo de Nobles os ha otorgado la gracia de elegiros para ser la nueva esposa de nuestro soberano —concluyó el que llevaba el timón de la situación y de nuestro hogar.
Con esta declaración, la alegría estalló a mi alrededor sin reparar en mi disculpa. Ni siquiera en aquella imagen tan inapropiada que lucía y que valía por una buena regañina. Nadie parecía enfadado por lo que era un habitual motivo de disputa. Respingué en el asiento, sorprendida por las exclamaciones de júbilo de mis progenitores. Los cuales se levantaron para, cada uno siguiendo su senda, venir a mí con los brazos abiertos. Descoordinados y ansiosos por estrecharme contra sus pechos para colmarme con su felicitación.
Me casaba. Aquel era el hecho feliz que opacaba mi falta. Se había decidido la fecha de mi matrimonio y el prometido que me esperaba en el altar era, ni más ni menos, que Casio de Aldary, soberano de nuestra nación, a quien mi padre servía como alto mando de su ejército.
—¡Un rey!
Ni más ni menos que el más principal entre los hombres del país.
Mis padres esperaban que saltara de alegría —como estaban haciendo ellos— al saber de la noticia. Pero no lo hice, no pude. Mi reacción fue la opuesta. Dejando el cuerpo congelado a tal punto que ni siquiera pude borrar el intento de sonrisa, triste y poco convincente, que se dibujó en mi boca.
—No quiero, aya Hilda. No puedo casarme con ese hombre —me lamenté, algo más repuesta de la impresión, a solas en mi alcoba con mi segunda madre.
Esta comprobó la temperatura del agua en la bañera que acababa de llenar para mí y, con ninguna consideración a mi tono lastimero, me respondió:
—¿Por qué no habríais de poder? ¿Acaso sois un pájaro? ¿Un lobo? —me cuestionó a la ligera, haciendo un repaso a los enseres para mi aseo que había dispuesto sobre la mesa auxiliar—. Lo natural para las mujeres es casarse con un hombre. No hay ningún misterio en eso, niña.
Se dio media vuelta y vino hacia mí que, desoyendo su advertencia, me había sentado en el lecho con la ropa sucia. Ella chasqueó la lengua disgustada al verme allí y, con un gesto de ambas manos, me instó a levantarme. La obedecí, pero seguí quejándome del mismo modo en que lo hice estando sentada.
—Pero solo tengo diecisiete años.
Hilda me hizo levantar los brazos y me sacó la camisa.
—Una edad muy apropiada para convertirse en esposa —apostilló a mi declaración.
Arrojó la prenda al suelo, asqueada por la suciedad que se adhería a la tela, y descendió las manos a mi cintura para comenzar a despojarme de los pantalones.
—Soy muy joven —seguí quejándome.
Mi aya haló de la prenda hacia abajo, dejándola caer a mis pies.
—¿Joven? ¿Acaso veis alguna joven aquí? —me interrogó, con poca fe en que pudiera darle una respuesta afirmativa.
Se hizo a un lado y me volvió con brusquedad para que pudiera contemplar en el espejo la imagen de mi cuerpo desnudo. Casi tropiezo cuando el pantalón, afianzado aún en mis tobillos, se enredó en las piernas.
—Mirad este cuerpo, es el de una mujer adulta —afirmó acariciando uno de mis pechos—, no el de una niña. Estáis más que lista para ser desposada.
Hundí los hombros en un suspiro que me desarmó, fastidiada por la falta de entendimiento que encontraba en la mujer que era mi confidente. Tenía más confianza con el aya que con mi propia madre. Aunque estricta en el cuidado y las enseñanzas, esta era también más indulgente, más proclive a dejar pasar mis travesuras. Si ni siquiera ella se ponía de mi parte en aquel asunto, si ni mi querida Hilda era capaz de entender lo absurdo que resulta unirse de por vida a un hombre que una ni siquiera conoce… Entonces estaba perdida.
Terminé de quitarme los pantalones, valiéndome de las plantas de los pies para librarme de ellos. Pisé con el derecho y levanté el izquierdo para sacarlo de la prenda. Luego repetí la estrategia a la inversa.
—Vuestra madre era un año menor que vos cuando se casó con vuestro padre —me recordó Hilda, ofreciéndome una mano para ayudarme a entrar en la bañera—. Cuanto más joven sea una esposa, mejor. De ese modo podrá parir más hijos.
Me senté, dejando que el agua tibia cubriera ese cuerpo maduro que me reclamaba para el matrimonio.
—Él ya tiene una hija.
—Las niñas no cuentan. Un príncipe, eso es lo que necesita todo rey para perpetuar su linaje y asegurar la prosperidad del reino.
—Ni siquiera lo conozco —volví a la carga, necesitada de encontrar un aliado a mi causa.
¿Tan difícil era entender que no estaba ilusionada? ¿Que me aterraba aquel futuro que me imponían?
—Lo conoceréis el día de la boda, como manda la tradición —dijo mi cuidadora, colocándome la espesa mata de cabello azabache sobre un hombro para comenzar a lavarme la espalda—. Dejad de quejaros, niña. Habéis tenido una gran suerte. En poco más de un mes seréis la mujer más importante de todo Aldary.
Un mes, ese era el plazo fijado para la boda. El mismo tiempo que tardé en poner cara al hombre con el que estaba llamada a pasar el resto de mi vida. Aquel al que se esperaba que debía entregarme por entero, sin reservas.
Tal y como me adelantó Hilda, conocí a Casio, gran soberano del reino de Aldary, en el altar. Al cual llegué vestida de blanco, cubierta por un velo y portando un ramo de azucenas. Ataviada con todos los símbolos que gritaban al mundo mi pureza a punto de ser mancillada. Recorrí el pasillo de la iglesia del brazo de mi padre, encargado de entregarme al que en un momento se convertiría en mi esposo. Pasé de la tutela de un hombre a la de otro, como un ser incapaz de pensar por mí misma.
El general puso mi mano sobre la del rey, juntando palma con palma, y con un «os entrego mi bien más preciado, Majestad», me dejó allí. Frente a Dios y a punto de hacer una promesa hacia la que no sentía predisposición, ni para la que me encontraba preparada.
A través del velo blanco que me cubría, difuminando mi figura bajo él como si fuera un fantasma, los rasgos del hombre junto al que me habían dejado se veían borrosos. Pero, pese a esta dificultad, mi primera impresión sobre él fue que no era muy diferente de mi padre. No porque ambos guardaran similitudes físicas, pues no era este el caso. Sino porque el aura que envolvía a los dos caballeros era la misma. La edad que los separaba —si es que existía— no debía de ser muy acusada. Tanto uno como otro tenían el cabello gris y la piel marcada por los años, el cuerpo robusto, pero con la carne cediendo a la fuerza de la gravedad, la mirada severa de quien está empachado de realidad y desprovisto de sueños.
Cuando el obispo terminó de pronunciar los votos que sellaban nuestra unión, y el que era ya mi esposo levantó el velo, confirmé todo lo que había supuesto sobre él. Vi con claridad lo que la tela solo me había permitido intuir.
—En verdad sois hermosa, muy hermosa. —Su voz, cuando me habló, sonó tan falta de encanto como su imagen.
Mi ya marido sonrió, complacido con la adquisición que acababa de hacer. Yo quise imitarlo, pero no me salió. Al igual que la tarde en que me anunciaron el compromiso, mis labios se quedaron a medio camino. Suspendidos en un intento de alegría desprovisto de esta. Dio igual, nadie reparó en la tristeza de la novia. En su rostro, aún infantil, descorazonado y lívido.
Mi matrimonio fue un contrato, no el acto de amor con el que cualquier jovencita sueña. Mi familia ganó poder e influencia gracias a él, mi nuevo marido una madre para su hija y la promesa de engendrar de nuevo. Mi obligación era parir al príncipe heredero que todo reino necesita. Una tarea con la que se me exigió cumplir desde mi primera noche como reina consorte.
Mi flamante esposo se reunió conmigo en el lecho nupcial después de compartir tragos y bromas con los demás hombres. Con los altos cargos del ejército a los que dirigía como cabeza y capitán de las tropas del reino. Con ellos había estado intercambiando chascarrillos de dudoso gusto que se recreaban en la noche que le esperaba. Mientras, yo aguardaba por él en el dormitorio, tan ignorante de lo que estaba por suceder como se espera de una joven novia. Como todo el mundo, desde que tuve uso de razón, me preparó para ser.
Casio subió con las ropas revueltas y apestando a alcohol. Traía la mirada un tanto vidriosa y los ánimos encendidos por la charla entre hombres que dejaba atrás. Se presentó ante mí anhelante por conseguir aquello que le pertenecía, y que no era otra cosa más que mi cuerpo.
Me forcé a estar preparada para aquello. Para soportar su cercanía y su contacto; los besos y las caricias de las que había oído hablar, a hurtadillas, a las siervas jóvenes de mi casa. Sin embargo, lo que obtuve de él estuvo muy lejos de aquel esbozo de intimidad fraguado por mi mente inocente. Casio no fue ni tan delicado ni tan paciente como yo había esperado. No gastó tiempo en ganar una confianza fraguada en el conocimiento mutuo a través del tacto y la vista, del uso de los sentidos de un modo pausado y amigable. Su comportamiento estuvo muy lejos de cualquier muestra de gentileza.
Presuroso, y sin mediar palabra alguna, se acercó a mí y me empujó, derribándome encima del lecho sin ningún miramiento. Se abalanzó encima de mi cuerpo y comenzó a despojarme de la ropa sin reparar en que esta quedaba hecha jirones en sus garras. Me desnudó de manera ruda, falta de cualquier delicadeza, y me penetró del mismo modo. Indiferente al daño que me infringía, preocupado solo por su placer.
Decir que me amó es lo más cerca del eufemismo que puede estar un ser humano. Ese hombre se adueñó de mi cuerpo sin contar con mi consentimiento. Buscó su placer no solo descuidando el mío, sino mostrándose inmune al dolor que me causaba.
Terminó pronto. Gracias a Dios, la tortura no se prolongó mucho. Mi esposo acabó rápido y se quedó dormido, roncando igual que un cerdo junto a esa Ofelia que, desde aquella noche, comenzó a agonizar. Sucumbiendo en una muerte lenta y dolorosa.
Mi vientre, aunque joven, resultó no ser tan fértil como se esperaba. Tras meses de matrimonio, y de soportar las visitas a mi alcoba de ese hombre que se amparaba en sus derechos maritales para tomarme cuando le venía en gana, la preñez seguía sin arraigar en mí. Una mala ventura que atormentaba a mi aya mucho más de lo que afectó a la Ofelia herida de muerte que era yo por aquella época.
—¿Es que no os dais cuenta de lo que supondría para vos no ser capaz de dar a luz un hijo? —preguntaba Hilda, alteradísima por mi inconsciencia y por la magnitud de la tragedia que ella sí alcanzaba a calibrar.
Desde mi enlace, mi vientre no había dejado de derramarse en sangre mes tras mes, cumpliendo con su ciclo natural. Evidenciando así que era inmune a la semilla de Casio de Aldary. Una falta de fecundidad que me provocaba un orgullo insensato y altanero. Era así porque, en lo que supondría una desgracia para cualquier matrimonio, para cualquier mujer, yo interpretaba una victoria sobre el dominio de ese hombre al que había sido ofrendada como un objeto o un animal. El que el obispo había convertido en mi esposo podía asediarme y traspasar mis fronteras, pero no implantar su dominio dentro de mí. Ese era mi triunfo.
—No quiero tener hijos —respondía yo, con aquel orgullo que se hacía fuerte en el dolor que estaba obligada a tragar, a mi aya. La única persona de la casa de mi padre que me acompañó cuando me instalé en el castillo—. No aún.
«Y nunca, jamás, con ese hombre».
Abandoné el lecho entre cuyas mantas estaba aún cobijada y planté los pies desnudos en el suelo. El aya me siguió, ejerciendo el papel de voz de la razón, en mi camino al ventanal rematado por vidrieras de vistosos colores.
—Creéis que os sobra tiempo, niña. Pero la reina tiene una función y, cuanto antes cumpláis con ella, mejor.
«Niña», ella misma lo había dicho. Lo hacía cada vez que me llamaba. Yo era una niña. ¿Cómo esperaban que diera a luz un bebé? ¿Cómo podría cuidar de uno, si aún me sentía necesitada del afecto y la protección de mi aya y de esa familia de la que había sido arrancada de cuajo?
Entendí la urgencia que Hilda había intentado inculcarme una mañana de enero. Rodeada por la nieve y las siniestras gárgolas que vigilaban los muros del jardín del este, donde el rosal estaba en flor sin importar la estación del año. Perpetuadas en su hermosura por el espíritu de Arabella, la difunta reina, quien las sembró y consagró su vida al cuidado de aquellas flores. Sin duda, para implantar un poco de belleza en su terrorífica vida marital.
La leyenda decía que su alma seguía aún allí, y que por eso las rosas jamás se marchitaban. Pero a mí, más que la fantasmal historia, lo que me infundía pavor era imaginar a la mujer encerrada entre los oscuros muros de piedra de la fortaleza, encadenada a ese triste lugar aun después de muerta. Pasar la vida junto a Casio ya era algo horrible, pero extender la condena a la eternidad… Cuando pensaba en ello me agobiaba, a tal punto que me resultaba imposible llenar el pecho de aire y me asfixiaba. Así, cada día iba muriendo un poco más, consumiéndome en una agonía prolongada durante años.
La fábula también contaba que, un día de finales de invierno, poco después de su boda, la reina paseaba por el rosal cuando descubrió una rosa roja asomada entre la maleza consumida por la estación. Y que, al tocarla, se pinchó y tres gotas de su sangre cayeron en el suelo cubierto por la nieve, destacándose con su escandalosa rojez sobre el blanco inmaculado del manto de hielo. En ese momento, Arabella deseó tener una hija. Una niña con la piel igual que la escarcha, los labios rojos como la sangre y el cabello del color del ébano.
Anhelo que se cumplió cuando la única heredera de Casio vino al mundo. Una criatura a la que, por deseo de su madre, se le endosó el pomposo nombre de Blancanieves. Una bebé que no sirvió para asegurar la sucesión dinástica de la corona. Ni, tampoco, para que la mujer que le había dado la vida quisiera conservar la suya.
Arabella decidió terminar con la tortura a la que fue condenada, en favor de un acuerdo entre familias, cuando su pequeña aún no había cumplido un año. Lo hizo en su rosal. Allí fue y se acostó sobre el banco de piedra oscura que se alzaba en el centro del jardín, bebió cicuta y cerró los ojos para siempre. La hallaron unas horas después, con el frasco de veneno aún en la mano. Cuentan que, más que muerta, parecía dormida. Que la Parca no menoscabó su belleza cuando vino a llevársela con ella.
Quizás eso se debiera a que no lo hizo. Si era verdad que el alma de esa infeliz aún estaba allí, cuidando de las flores para aliviar su tristeza, era obvio que la de la guadaña no había venido a socorrerla. Que ni siquiera ella quiso ayudarla a escapar, a pesar de que la reina había corrido desesperada en su busca.
Qué destino tan desalentador… Qué triste no ser libre ni siquiera después de la muerte… Qué desesperante que ni el suicidio resultara una opción.
También era probable que esa imposibilidad de Arabella para huir de su rosal fuera la razón por la que a su hija le gustaba gastar el tiempo allí. Puede que, de alguna manera, la niña sintiera la presencia de su madre entre aquellas cadenas forjadas con rosas.
La pequeña princesa me fue presentada el día que siguió a la primera noche en que su padre quiso enmendar en mi vientre el error que supuso su nacimiento. O, más bien, su sexo. No miento si digo que era la criatura más hermosa y encantadora que jamás vi, encarnación de la imagen que su madre fabuló y aún más perfecta que eso. Lo era en apariencia, lo que no impedía que resultara exasperante en el trato. La princesita tenía tendencia a llorar por todo. Lo mismo se le derramaba el lagrimal porque volcaba el vaso de leche que porque no recordaba dónde había puesto su muñeca favorita. Lo curioso era que, la mayor parte del tiempo, la causante de todas esas tragedias en miniatura que le ocurrían era ella misma. Supongo que siempre sintió apego por el papel de protagonista del drama. Sería por eso que no desaprovechaba la oportunidad de organizar uno siempre que podía.
La nuestra fue una relación forzada desde el principio. Desde la mañana en que nos vimos por primera vez y, tras obsequiarme la reverencia de rigor, Blancanieves ahogó un puchero que no evitó que una lágrima corriera por su pálida mejilla. En ese momento, con el recuerdo de mi noche de bodas aún fresco en la piel, tuve una necesidad súbita de copiarle el vicio a la que ya era mi hijastra.
Llorar; yo también quería llorar. Lo necesitaba tanto que el manantial que vertí en el hombro de mi aya, cuando esta vino a mi alcoba por la mañana para ayudarme a vestirme, no me alivió. Aún llevaba el océano adherido al alma.
Al contrario de lo que narran las crónicas, la realidad es que la heredera del reino y yo nunca nos odiamos. Aunque, para ser precisa, esos legajos solo me señalan a mí como generadora de un sentimiento tan poco noble. Lo que sucedía entre nosotras era que las dos éramos aún demasiado niñas. Ella para ver en mí otra cosa que no fuera una extraña usurpando el papel de su madre, yo para convertirme en la madre de nadie. Tan sencillo como eso, sin segundas lecturas.
Aquella mañana, en el rosal, cuando al fin tomé consciencia de que debía dejar atrás la niñez que aún sentía propia para abrazar la maternidad, acompañaba a mi hijastra junto al resto de damas de la corte. Condenada a pasar tiempo allí, como lo hiciera mi predecesora, solo para fingir que cuidaba de la hija a la que esta había abandonado en un desesperado intento por liberar su alma.
—Es muy hermoso, Alteza.
—Jamás en mi vida había visto algo tan bonito, princesa.
—¡Tenéis un talento innato!
Los halagos hacia la princesita se sucedían, celebrando cada una de sus monerías y consiguiendo el nada desdeñable logro de que su llanto llevara un buen rato sin desbordarse. Yo oía hablar a esas mujeres del mismo modo en que escuchaba el canto apagado de los pájaros, o el murmullo del viento helado entre las ramas desnudas de los árboles: como mero ruido. Mi cuerpo estaba allí, con ellas, atado por las obligaciones de la reina que jamás deseé ser. Pero mi alma… Ella buscaba el modo de saltar los altos muros del castillo. Volaba de vuelta a mi casa, ardida por el deseo de montar a Buttercup y ensuciarme la ropa vagando por los campos. Añoraba la libertad de andar de un lugar a otro enfundada en mis pantalones de montar. Llevaba tanto tiempo vistiendo pesados trajes, ornamentados en un lujo excesivo bajo el que me sentía aplastada.
—¡Alteza! —A mi cuerpo desprovisto de espíritu le costó reaccionar al llamado—. ¡Alteza!
Hilda hubo de gritar varias veces más aquel rango por el que ahora estaba obligada a dirigirse a mí en público, antes de que yo recuperase mi alma y comprendiera que era reclamada en el mundo terrenal. Me giré por la cintura; las capas de gruesa tela se adhirieron a mis piernas limitando mi capacidad de movimientos y, sobre el hombro, vi a mi aya acercarse al lugar en el que las damas, la princesa y yo estábamos detenidas. Avanzaba con torpeza, dejando que la prisa le hundiera los pies en la nieve. La pobre traía el rostro demudado y perlado de sudor, y la cofia se le había movido dejando al descubierto la toquilla que cubría su cabeza. Venía alterada de tal modo que consiguió contagiarme su inquietud. Hilda no era mujer que no supiera mantener las formas, grave debía de ser lo que sucedía para que las hubiera perdido de semejante modo.
—¿Qué ocurre? —pregunté, extendiendo los brazos hacia ella para recibirla.
Sofocada por la carrera, como venía, mi aya se vio obligada a tomar varias bocanadas de aire antes de contestar. Demorando así la información que a ella le urgía comunicar y a mí escuchar.
—Es vuestro hermano, señora —logró decir después de recuperar el resuello a duras penas.
—¿Orfeo? —inquirí, sin dejar de frotar mis manos por sus gruesos brazos para infundirle calma.
—No, el menor no; el mayor. El joven Horacio. Él… —No concluyó la frase. Antes de hacerlo, hundió la mano en la falda de su vestido y luego se la llevó a la cara, escondiéndola tras la tela de gruesa lana gris—. ¡Oh, mi pobre niño! ¡Qué desgracia!
Mis nervios se alzaron, contagiados por los de ella.
—Aya, por amor de Dios. Hablad de una vez.
Fijé mis dedos en sus antebrazos, cambiando la suave fricción que estaba ejerciendo sobre ellos por un férreo agarre.
Hilda salió de detrás de su vestido, sorbiendo por la nariz. Ya no supe decir si su cara estaba roja por la carrera o por el llanto.
—Lo han enviado a las minas de diamantes.
La noticia suscitó un aterrado murmullo entre la comitiva que me acompañaba.
—No puede ser —dije yo, en un tono no mucho más elevado que las exclamaciones fugadas de los labios de mis damas.
Las minas de diamantes eran el lugar más peligroso en todo Aldary. La dureza del trabajo, y las lamentables condiciones en las que malvivían, mantenían soliviantados a los mineros. Hombres condenados por delitos menores, a quienes la ley impartida por Casio había convertido en siervos al enviarlos a aquel horrible lugar para cumplir una pena basada en el trabajo forzado. Individuos que nacieron libres y que, de la noche a la mañana, se habían visto relegados a la condición de esclavos del rey bajo la excusa de reconducir su comportamiento.
Una caída en desgracia que, sin embargo, no era irreversible. Como el soberano magnánimo que mi esposo se jactaba de ser, dispuso que una vez cumplida la condena los presos serían liberados. Mas los peligros de la minería, unidos a la insalubridad y el maltrato que a diario sufrían quienes la ejercían, hacían de tal alternativa un imposible. Una mentira que ni siquiera los niños creían. Todo el mundo lo sabía: aquel que era condenado a trabajar en las minas de diamantes ya no volvía a casa. Era por ello que los mineros acostumbraban a levantarse en violentas protestas, intentos desesperados por recuperar sus vidas. Revueltas comunes, sofocadas a duras penas por los soldados que Su Majestad enviaba a la zona para mantener el control sobre la misma.
Un constante desperdicio de vidas, tanto civiles como militares.
—Pero eso no puede ser —seguí arguyendo, incapaz de poner mi mente en orden por más minutos que transcurrieran. Aquello no tenía sentido. No era posible—. Horacio es un joven noble, heredero de una de las familias más relevantes del reino.
Y, como tal, quedaba exento de ser destinado a un lugar tan virulento como lo era ese al que mi aya aseguraba que lo habían enviado. Bien era cierto que Horacio era un joven soldado cuya carrera en la milicia solo estaba comenzando, pero contaba con el respaldo de su apellido y del rango de general de mi padre. Su noble cuna lo alejaba de un destino que, por lo peligroso y duro que resultaba, se reservaba a los milicianos de clase baja.
La falta de atención de la que se había visto privada reavivó el eterno llanto de Blancanieves, quien demandó mediante las lágrimas que el protagonismo le fuera restituido. Las damas no se demoraron en cumplir su capricho, afanadas en devolver la paz al espíritu de aquel querubín de blanquísima piel y oscura cabellera. Toda la atención regresó a ella, con las únicas excepciones de Hilda y de mí.
—Niña… —dijo mi aya en medio de un sollozo.
Pero yo no la oí, no podía hacerlo. Todos mis sentidos se habían vuelto un torbellino en el que me era imposible discernir cualquier estímulo que viniera del exterior. Estaba demasiado perdida en mí misma, en el miedo que apenas había comenzado a sentir, pero que, pese a que no era más que un recién nacido, se mostraba ya demasiado fuerte para mantenerlo a raya.
Solté a mi aya y eché a correr por el jardín en dirección al castillo. A aquella edificación tan gris como el cielo cuyas torres, en un soberbio alarde de poder, pretendían alcanzar.
Ya he adelantado que fue ese el momento en el que tomé verdadera consciencia de mi situación, estaba a un paso de hacerlo. Pero también en ese instante, por primera vez, disfruté el poder que me otorgaba mi posición. Abriéndome paso frente a soldados que se cuadraban cuando pasaba delante de ellos, sin hacer nada por detenerme, fui reina de facto y no solo de título. Así llegué al rey sin tener que sortear ningún obstáculo, colándome en sus aposentos como si también fueran los míos.
—Alteza, tenemos que hablar —anuncié por mí misma. Sin permitir al chambelán, que me seguía sin resuello, advertir a su señor de mi presencia tal y como mandaba el protocolo. Pronuncié la frase empujando la puerta de doble hoja que cerraba la recámara. Abriéndola al pasillo custodiado por soldados, que se mantuvieron impertérritos a mi voz pese a que era más que evidente que me oían. Ese lugar parecía lleno de cuerpos vacíos, deshabitados. En eso, el mío no era una excepción.
Casio, de pie delante del espejo de cuerpo entero frente al que su ayuda de cámara estaba terminando de acicalarlo, giró el cuello y me miró por encima del hombro. Lo hizo de ese modo severo que lo asemejaba a mi padre, pero no por ello logró cohibirme. No en esa ocasión. Su aura paternal y autoritaria, así como el saber que estaba obligada a obedecerle y acatar sus mandatos como el esposo y el rey que era para mí, solían doblegarme. Pero la terrible preocupación que me inspiraba el futuro que aguardaba al mayor de mis hermanos me impedía ser racional y conducirme según la costumbre.
—Dejadnos a solas —ordenó mi señor, regresando la mirada y la atención al reflejo que le devolvía el espejo.
Tanto el ayuda de cámara como el chambelán que me había seguido, y aún respiraba pesadamente a mi espalda detenido en el umbral de la alcoba, inclinaron la cabeza. Ambos clavaron la vista en el suelo y abandonaron la estancia caminando de espaldas, para no dar las suyas al soberano. Este siguió mirándose al espejo y no me dirigió la palabra hasta que el sonido de las dos hojas de madera, rozando una contra la otra, hubo delatado que la puerta volvía a estar cerrada y nos encontrábamos a salvo de los oídos de la servidumbre.
—No volváis a irrumpir en mis aposentos como lo habéis hecho hace un momento —dijo entonces, aún demasiado interesado en su propia imagen para mirarme a mí—. De mi reina espero un comportamiento digno y discreto, no que actúe igual que una furcia enrabietada porque un cliente se ha marchado sin pagar.
—Lo lamento, mi señor —me disculpé, más por hábito que por arrepentimiento; por simple protocolo—. Pero me urge hablar con vos.
Casio giró sobre sus talones y, por primera vez, me miró de frente. Lo que no evitó que siguiera despreciándome. Para ese hombre yo no era nada más que un vientre joven y caliente en el que derramar su lujuria, un instrumento para perpetuar su linaje. De mí solo esperaba belleza, obediencia y silencio. Tres dones que hasta el momento le había obsequiado sin rebeldías, subyugada a él por las enseñanzas que me habían sido inculcadas desde niña. Lo habría seguido haciendo, sin atreverme jamás a alzar la voz, de no haber sido por Horacio.
—Y a mí me urge reunirme con mi partida de caza —replicó, dotando a su voz de un timbre nasal y agudo para imitar mi tono.
Pasó junto a mí sin siquiera mirarme.
—Por favor, mi señor, os lo suplico. Es importante. —Para mí lo era—. Se trata de mi hermano.
No me respondió y, desesperada al verlo cada vez más cerca de la puerta y más lejos de mis súplicas, pregunté a su indiferente espalda:
—¿Por qué lo habéis enviado a las minas de diamantes?
La proximidad al llanto se delató en mi voz. Comencé a notar el lagrimal húmedo y la visión vidriosa. Distorsionando las formas del mobiliario, y todo lo que estaba viendo, de un modo temblón y acuoso.
El rey se detuvo y, girándose por la cintura, me miró con una sombra de malévola diversión asentada en sus facciones.
—Es un soldado, señora. Su misión es combatir en nombre de su soberano allí donde este requiera de su diestra.
—No había ninguna necesidad de enviarlo al lugar más peligroso del reino —expuse el argumento que ambos conocíamos y mi voz sonó más segura esta vez, afianzada por la rabia que la actitud de ese hombre despertó en mis entrañas—. Es un joven de noble estirpe. El hermano de vuestra reina. ¿Por qué destinarlo a un frente al que suelen enviarse a los reclutas de más baja estofa?
La ira de la que me había valido para afianzar mi alegato quedó reducida a nada en comparación con la que este hizo brillar en los ojos del rey.
—¿Mi reina? —me preguntó, ganando a zancadas la distancia que lo separaba de mí—. ¿Habéis dicho mi reina?
Antes de que pudiera ser consciente de ello lo tuve delante de mí, sujetándome el mentón con una de sus enormes manos. Fuerte, demasiado fuerte. Tanto, que las yemas de sus dedos se clavaron en mi piel.
—Escuchadme bien, niña tonta —me ordenó con la cara pegada a la mía. Zarandeándome el mentón y, con él, el resto del cuerpo—. Mientras no me deis el heredero que necesito, el que estáis obligada a parir, para mí no seréis muy diferente de cualquier puta con la que podría revolcarme en una taberna. ¿Lo habéis entendido?
Lo entendía, lo comprendía muy bien. Ese era el modo en que me había sentido desde nuestra noche de bodas. El modo en que él me había tratado desde el primer momento. ¿Cómo no iba a hacerme una idea de lo que era yo para Casio de Aldary?
Me soltó la cara y, con un halón que destrozó el broche que cerraba mi manto, me desprendió de él. La joya cayó al suelo, delatando el impacto contra este con un clic metálico.
—Una sucia y asquerosa puta —siguió diciendo, esta vez en un murmullo enardecido que cayó en mi oído. Su boca húmeda estaba pegada a mi piel, bañándola con su aliento caliente.
El soberano hundió ahora los dedos en la hilera de botones que cerraba el corpiño de mi vestido. Hasta conseguir que estos siguieran la misma suerte que el broche, para dejar mis senos expuestos al frío de aquel invierno que lo era mucho más allá de la estación.
De pronto me vi tumbada en el suelo. Sentí la rudeza de este en la espalda y la del rey en mi vientre. Del que entraba y salía como un mar enfurecido dispuesto a destrozar cuanto encuentra en la playa. Una vez más, Casio me usó como a la ramera con la que su estima hacia mí me igualaba. Tal fue el final de la entrevista.
Cuando hubo culminado se levantó y me dejó allí, con el vestido roto. Y también con algo más, mucho más valioso que aquel puñado de telas, quebrado dentro de mí. Muy profundo.
—No salgáis hasta que no os hayáis serenado.
Me dejó otra orden antes de irse, consciente de que estaba llorando. De que me había hecho llorar. Luego se acomodó las ropas y abandonó la habitación, dejándome olvidada en el suelo. Mi dolor, ese que él había provocado, no lo conmovió. Ni tampoco alteró en modo alguno sus planes.
—Es peligroso, niña.
—Aun así, debo hacerlo. ¿No erais vos quien me urgía a cumplir con mi obligación como reina?
A esta observación mi buena Hilda no tuvo nada que decir. No pudo objetar en modo alguno, las dos sabíamos bien lo obstinada que se había mostrado al hablar sobre mi maternidad. Aquello era algo que también ella veía necesario hacer, aunque el afecto que me tenía la indujera a temer por mi seguridad y anteponerla a todo lo demás. Esa mujer había cuidado de mí desde que yo aún gastaba pañales. Era mi madre de hecho, aunque no de derecho. Después de tantos años, priorizar mi bienestar sobre cualquier otra cosa le resultaba un hábito difícil de extirpar.
La vi agachar la mirada, derribada por lo que sabía un mal necesario, con una pesarosa expresión dibujada en sus redondas facciones.
—El Bosque de las Brujas es un lugar siniestro —siguió negándose su voluntad, aunque su razón supiera que no podía hacer nada a parte de dejarme ir.
Sonreí sin humor. Me había convertido en la mujer de Casio de Aldary, dudaba mucho que existiera algo que pudiera resultar más aterrador que las visitas del rey a mi alcoba. Terminé de acomodar la silla de montar y me acerqué a mi aya.
—No os preocupéis por mí, nada va a pasarme. —La estreché en mis brazos, apretándola con fuerza para corresponder al amor que ella me regalaba.
¿En qué momento había empezado a menguar? Ahora yo era más alta que esa mujer y, aunque aún debía estirar los brazos para abarcar la rotunda circunferencia de su cuerpo, podía reposar el mentón en su coronilla con facilidad. El tiempo pasaba, sin duda. A los diecisiete años ya entendía el cruel e irremediable avance de Cronos. Y también comprendía que, pese a que aún me sentía una niña necesitada de unos brazos que me cobijaran de todo mal, había llegado el momento de cambiar las tornas y ser yo quién asumiera la obligación de mantener a salvo a los que amaba. Nadie más podía hacerlo, la vida me había colocado en un lugar desde el cual podría empujar a mi familia a la gloria o a la desgracia. Todo dependiendo del modo en que jugara mis cartas.
—¿Cómo encontraré el lugar?
Me desligué del abrazo y regresé junto a mi montura. Mi querida Buttercup se había quedado en la casa de mi padre, como todos los seres que yo amaba a excepción de Hilda. No me fue permitido llevar a mi yegua conmigo, por lo que aquel caballo desconocido, negro como la noche, sería mi compañero. Enganché el pie en el estribo y, de un salto, me encaramé a su grupa.
—Seguid a los cuervos, ellos conocen el camino —fue toda la información que me proporcionó mi aya, haciéndose a un lado para dejar salir al animal—. Niña —aunque se agarró a mi pierna y alzó la cabeza para que sus ojillos de mar encontraran los míos—, eres la reina. Tu ausencia no será fácil de ocultar, no podré excusarte mucho tiempo.
Lo entendí, comprendí lo que me estaba pidiendo. Era consciente de que tenía demasiados ojos puestos sobre mí para poder ausentarme del castillo sin que alguien lo notara.
—No os preocupéis —aseguré, y me incliné a un lado para acariciar la mano que ella había colocado sobre mi bota—. Estaré de vuelta antes de que la cena sea servida.
Sin desprenderse de la sombra de miedo y de preocupación que dominaba su rostro, Hilda asintió y, de nuevo, se hizo a un lado para abrirme paso. Yo tiré hacia delante la capucha de la capa y me cubrí la cabeza con ella. Escondiendo mi identidad tras aquel pedazo de tela oscura que me valdría para camuflarme entre las sombras del crepúsculo, volviéndome una más de ellas. Abandoné el castillo y dejé atrás la aldea protegida por las murallas del reino como un viajero cualquiera, adentrándome en la espesura del bosque. En aquella tierra virgen, tomada por la vegetación, que quedaba libre del dominio de Casio.
Libre del dominio de Casio. Aquello sonaba tan bien… Se sentía tan bien.
Mi capacidad para respirar se aligeró. Como si me hubiera liberado de unas imaginarias correas que me habían sido colocadas alrededor del pecho en el día de mi boda, y no habían dejado de oprimirlo desde entonces. Supongo que el verme libre del corsé sirvió para que la sensación fuera mucho más allá de la metáfora.
El Bosque de las Brujas, al contrario de lo que Hilda me había apuntado, no me pareció muy diferente de cualquier otro. Allí no había más que árboles, búhos que observaban desde sus ramas a los escasos paseantes que se atrevían a internarse en él y, lo más seguro, también lobos acechando cualquier posible presa. En la oscuridad, las plantas adquirían la apariencia de muertos salidos de sus tumbas y el ulular del viento se asemejaba a un quejido lastimero. Uno no podía evitar la angustia que se te instala en el pecho cuando estás a la intemperie, sin poder disponer de un refugio en el que cobijarte, y sientes temor. Era siniestro, sí, pero no más que cualquier otro lugar oscuro y solitario.
La mala fama le venía de la época de la Limpieza. En aquellos años sanguinarios fueron muchas las mujeres que se vieron obligadas a huir del reino, cuando la sospecha de la brujería pesó sobre sus cabezas. Al inicio de su reinado la política de Casio de Aldary se había cebado con las que ejercían la hechicería. «Sucias rameras, discípulas de Satanás», así se las definía en los documentos de la época. Entre otros muchos apelativos aún más crudos y desagradables que los citados.
El mundo teme lo diferente, todo aquello que no puede comprender. Siempre ha sido así, es mucho más fácil rechazar y condenar que intentar entender. Una estrechez de miras que se vuelve más dura si es el género femenino el que está involucrado en eso que escapa a nuestro raciocinio, y puede valerse de ello para empoderarse. Fue por esto por lo que muchas brujas