Fruto del deseo - Cathy Williams - E-Book

Fruto del deseo E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Jessica se había esforzado en ocultar su atractivo en el trabajo. No quería mezclar los negocios con el placer, o eso creía hasta que el dueño de la empresa, Bruno Carr, la eligió para que lo ayudara en la preparación de una importante demanda judicial… Jessica sabía que se había ganado el respeto profesional de Bruno. También percibía que él veía más allá de sus serios trajes y actitud distante… cosas que tuvo que abandonar al realizar un viaje de negocios al Caribe… Allí vivió unas noches ardientes y sensuales, pero, ¿fueron algo más que una aventura? De lo único que estaba segura era de que iba a tener un hijo de su jefe.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1999 Cathy Williams

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Fruto del deseo, n.º 1080- julio 2022

Título original: The Baby Verdict

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1141-075-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL JEFAZO te quiere ver.

Jessica miró a la pequeña y rubia secretaria que compartía con su jefe, Robert Grange, y sonrió.

—¿Alguien te ha dicho alguna vez que estás desperdiciada como secretaria, Millie? Tienes un talento especial para hacer que la declaración más inocua resulte dramática. En serio, deberías trabajar en un culebrón de la televisión —dejó el maletín en el suelo y comenzó a mirar el correo, apartando algunas cartas y dejando el resto para que lo abriera su secretaria—. Esa información sobre los impuestos aún no ha llegado —comentó distraída mientras rompía un sobre para observar su contenido—. ¿Por qué la gente no puede organizarse? La pedí hace dos días.

—Jess —dijo su secretaria—, no me estás escuchando. ¡Te ha llamado! ¡Ponte los patines y deja de hojear el correo!

—Debo ver a Robert en quince minutos —alzó la vista y frunció el ceño—. ¿Cuál es el problema?

—Te equivocas de jefazo —indicó Millie con paciencia—. Bruno Carr está en tu despacho, esperándote.

—¿Bruno Carr? —miró en dirección al pasillo—. ¿Qué quiere Bruno Carr conmigo?

Llevaba nueve meses trabajando en BC Holdings, y durante ese tiempo ni una sola vez había visto al legendario Bruno Carr. BC Holdings era una de las múltiples empresas que poseía. Su cuartel general se hallaba en alguna parte de la City londinense, y en raras ocasiones se dignaba visitar sus compañías más pequeñas. Una vez al mes Robert iba a la City con un maletín a rebosar de documentos, prueba de que los beneficios estaban donde deberían estar, de que las finanzas marchaban a la perfección y los empleados hacían lo que deberían hacer.

—No tengo ni idea —repuso Millie mientras contemplaba sus uñas perfectamente hechas, ese día pintadas de un verde jade que hacía juego con su traje—, pero no parece ser el tipo de hombre que agradece que lo hagan esperar.

¿Y qué clase de hombre parece?, quiso preguntar. Sintió algo de tensión nerviosa al pensar en qué podría haber hecho para atraer la atención de Bruno Carr.

—Tendrías que haberle preguntado qué quería —soltó mientras los ojos iban de su secretaria al pasillo—. Para eso están las secretarias —pocas cosas la desconcertaban, pero lo inesperado de esa situación lo consiguió.

—¡La gente no le hace ese tipo de preguntas a Bruno Carr! —exclamó Millie con tono horrorizado—. Él viene, expone lo que quiere y una sólo asiente y lo cumple.

—Bueno, parece una persona muy agradable —un hombre grande, con sobrepeso y pomposo que iba por ahí pisoteando a los pequeños y dando órdenes por decreto real. Era lo que necesitaba esa gélida mañana de lunes de enero—. ¿Dónde está Robert? —inquirió, postergando al máximo lo inevitable. Su instinto de abogada le decía que obtuviera toda la información posible sobre lo que sucedía, aunque Millie se mostrara inusualmente escueta.

—En una reunión. Se le dijo que fuera sin ti.

—Comprendo.

—Supongo que eso significa que Bruno Carr quiere verte a solas —susurró con tono confidencial—. Si me lo preguntas, suena ominoso.

—No recuerdo habértelo preguntado. Bueno, será mejor que vaya —fuera lo que fuere lo que hubiera hecho, era evidente que había sido un delito grave contra las empresas de Bruno Carr, acto por el que la castigarían con el despido inmediato. Quizá sin darse cuenta se había llevado a casa uno de los rotuladores rojos de la compañía, y de algún modo él lo había descubierto. Recogió el maletín del suelo y mentalmente se preparó para lo peor—. ¿Podrías llevarnos algo de café en unos diez minutos, Mills? —preguntó, pasándose las manos por el pelo rubio bien recogido, para cerciorarse de que no tenía ningún mechón suelto que pusiera en peligro su compostura.

—Quieres decir si el señor Carr lo autoriza…

—Empiezas a mostrarte ridícula.

Se irguió y avanzó por el pasillo hasta llegar a su puerta; se detuvo y se preguntó si debía llamar. No había ningún motivo lógico para que llamara a su propio despacho, aunque entrar sin hacerlo podría ser otro clavo en su ataúd.

Resultaba frustrante. Podía reconocer, sin ninguna falsa modestia, que aunque llevaba en la empresa menos de un año, estaba realizando un cometido brillante. Poseía una mente aguda y alerta y la disposición a dedicar las horas que fueran necesarias hasta acabar un trabajo. ¿Qué podría haber encontrado para criticar su desempeño?

Llamó con irritación, luego abrió la puerta y entró.

Estaba sentado en su sillón, de espaldas a la entrada, de modo que sólo resultaba visible la parte superior de la cabeza mientras hablaba por su teléfono en voz baja y seca. Se quedó quieta unos segundos, mirando con furia el sillón de cuero.

—Perdón. ¿Señor Carr? —dijo con tono preciso, cruzando los brazos, para evitar que se notara su irritación.

Él giró muy despacio y ella se lo quedó mirando boquiabierta mientras concluía despacio la conversación telefónica y se adelantaba para colgar el auricular. Luego se reclinó, cruzó los brazos y la miró sin decir una palabra.

Jessica había esperado que su pelo fuera escaso y gris; que fuera de mediana edad con barriga prominente debido a una alimentación poco cuidada y al escaso ejercicio físico; unas cejas tupidas, carrillos colgantes y una boca fruncida.

¿Por qué la perversa Millicent no le había advertido de cuál era su aspecto?

Cierto es que esas duras facciones mostraban arrogancia, pero ésta se podía obviar contenida en un rostro que era el más intensamente sensual que jamás había visto.

Tenía el pelo casi negro, ojos astutos, fríos y de un azul invernal, y las líneas de la cara bien cinceladas; aun así, escapaba de la categoría normal de atractivo.

Para Jessica ser atractivo era poseer una combinación de rasgos que encajaban bien juntos. Quizá se debiera a su expresión y a una cierta pátina de seguridad asumida, o tal vez fuera la impresión general de cerebro y poder, pero había un elemento intangible que lo catapultaba a una categoría única en él.

—¿Qué hace en mi sillón? —preguntó con torpeza, controlando el impacto físico que le había causado e intentando recuperar parte de la serenidad que había volado a los cuatro vientos.

—¿Su sillón? —la voz sonó baja, aterciopelada y fríamente irónica.

Al instante ella sintió que su humor se tornaba belicoso. Era fácil deducir que se trataba del soltero rico, inteligente, poderoso y apuesto que daba por hecho que el mundo yacía a sus pies.

—Lo siento. Quería decir su sillón en mi despacho —sonrió con dulzura y continuó mirándolo con ojos firmes.

El desconcierto momentáneo al verse confrontada con semejante intensidad masculina había quedado guardado en un rincón de su mente, y una vez más su autocontrol se imponía. Nunca le fallaba. La acompañaba desde hacía tanto tiempo, le parecía que los veintiocho años enteros de su vida, que podía recurrir a él sin esfuerzo.

Él no se molestó en contestar a eso. Con un gesto de la cabeza indicó el sillón que tenía enfrente y le dijo que se sentara.

—Llevo esperando verla los últimos… —echó atrás el puño de la camisa y consultó su reloj de oro—… veinticinco minutos. ¿Por lo general llega tan tarde al trabajo?

Jessica se sentó, cruzó las piernas y se tragó el nudo de cólera que sintió en la garganta.

—Mi horario es de nueve a cinco… —comenzó.

—Estar pendiente del reloj no es una característica que fomente en mis empleados.

—Pero anoche me fui del despacho poco después de las diez. Si llegué un poco más tarde de las nueve, entonces me disculpo. Por lo general vengo a las ocho y media de la mañana —cruzó los dedos sobre las rodillas.

—Robert canta alabanzas sobre usted… —observó la hoja que tenía delante, que ella reconoció como su currículum vitae—… Jessica. A propósito, doy por sentado que sabe quién soy, ¿verdad?

—Bruno Carr —corroboró, tentada a añadir Líder del Universo.

—Es más joven de lo que imaginé por lo que me comentó Robert —expuso.

La miró con ojos entrecerrados y expresión especuladora, como si la sopesara, y ella se preguntó qué tenía que ver su edad con el precio del pan. ¿Por qué no iba al grano y le decía a qué se debía su presencia allí?

—¿Le importaría que tomara una taza de café antes de que me lance a defender mi edad? —no pudo resistir eso último, y vio que él enarcaba las cejas, poco divertido.

—Millie —llamó Bruno por el intercomunicador—, dos cafés, por favor.

Se reclinó en el sillón, que incluso a ella, que era alta, la hacía pequeña; daba la impresión de estar fabricado a su medida. A pesar de ir camuflado en su traje, Jessica pudo ver que tenía un cuerpo musculoso y atlético y que era muy alto. Debía ser un hombre por el que tendría que levantar la cabeza para mirarlo, incluso con tacones; algo raro.

En tiempo récord se oyó una llamada a la puerta y Millie entró con una bandeja con dos tazas, un plato con pastas, leche y azúcar.

—¿Desea algo más? —preguntó con sonrisa coqueta.

«Oh, por favor», pensó Jessica con ironía. No podía creer que esa chica delicada y de porcelana fuera la misma capaz de triturar a los hombres. Resultaba evidente que la presencia de Bruno la había reducido al arquetipo del bombón descerebrado y pestañas inquietas que bajo ningún concepto era. No le extrañó que él irradiara un aura invencible si las mujeres se derretían ante su presencia.

—No de momento —repuso ante la ruborizada Millie y le obsequió una sonrisa de un encanto sensual tan profundo que Jessica contuvo el aliento durante unos segundos. Luego se recuperó y alargó la mano para recoger la taza de la bandeja.

«Sí, los hombres como Bruno Carr son de una especie peligrosa. Deberían llevar advertencias en la frente para que las mujeres pudieran alejarse de ellos».

Jessica tensó la boca cuando su mente repasó las páginas de su pasado, como un calendario agitado por un fuerte viento.

Recordó a su padre, alto, elegante, encantador, siempre hablando con las amigas de su madre, haciendo que se sintieran especiales. Más adelante, cuando creció, comprendió que sus actividades habían ido más allá de la simple conversación y que su encanto, que jamás aplicó con su esposa, sólo era superficial.

—Ahora —continuó él después de que Millie se marchara—, debe estar preguntándose qué hago aquí.

—Me ha pasado por la cabeza —«después de todo», pensó con ironía, «no forma parte de tu política fraternizar; al menos no con el personal de esta empresa en particular, sin importar lo rentable que pueda ser».

—¿Le ha comentado algo Robert sobre su salud? —preguntó Bruno, apoyando los codos sobre el escritorio.

—¿Sobre su salud? —lo miró confusa—. No. ¿Por qué? ¿Sucede algo? —sabía que en los últimos tres meses había estado marchándose de la oficina antes de lo habitual, pero le había explicado que un hombre de su edad necesitaba relajarse en algún momento, y ella le había creído.

—¿No ha notado nada sobre su horario últimamente? —inquirió con frío sarcasmo.

—No ha hecho demasiadas horas extra…

—Y ha estado delegando una buena parte de sus tareas en usted. ¿Tengo razón?

—Un poco —reconoció, y se preguntó por qué nunca se lo había cuestionado.

—¿Y aún así no fue capaz de sumar dos más dos? Un rasgo poco positivo para un abogado. ¿Éstos no deberían ser expertos en sonsacar información y hacer suposiciones?

—Me disculpo si no vi nada siniestro en su conducta —repuso con igual frialdad—. Lo crea o no, cuestionar a mi jefe no formaba parte de las especificaciones de mi trabajo —sintió que su enfado subía un poco, y lo que más la alarmaba era que hubiera sido capaz de provocar semejante reacción en ella. No estaba acostumbrada a tratar con exabruptos emocionales. Desde joven, mientras observaba las bufonadas de su padre y la tristeza de su sufridora madre, había aprendido a controlarlas con mano férrea—. ¿Me está diciendo que se encuentra enfermo? —preguntó preocupada.

—Úlcera de estómago. Lleva un tiempo tomando medicamentos, pero hace poco el médico le informó de que debe tomarse al menos seis meses sabáticos para alejarse del agobio del entorno laboral.

—Qué horrible. Me gustaría que me lo hubiera comentado. Lo habría aliviado de más tareas —pensó en su jefe, alto, de pelo gris, amable, siempre con una palabra de ánimo y sin escatimar las alabanzas cuando realizaba un buen trabajo, y sintió una punzada de culpa. Bruno tenía razón. ¿Por qué no había podido sumar dos más dos y llegar a la conclusión de que no se encontraba bien?

—Es una desgracia —coincidió, estudiando su cara y leyendo su reacción—, pero nada terminal.

—Me temo que no sé mucho sobre úlceras de estómago…

—Lo deduje por la expresión que puso —se mesó el pelo y ella quedó medio hipnotizada por ese gesto sencillo—. Le he dicho que cuanto antes se vaya, mejor. No tiene sentido poner en peligro su salud por el bien de la empresa. Lo cual —añadió despacio—, me lleva a usted y es el motivo de mi visita.

—Desde luego —aún se sentía aturdida por todas las señales que había pasado por alto los últimos meses.

—Usted es la segunda de Robert. Tengo entendido que es buena en su trabajo.

—Lo hago lo mejor que puedo —¿qué esperaba que dijera?

—He leído su currículum. Para alguien tan joven, da la impresión de haber sobresalido en su anterior trabajo, y en sus exámenes.

«¿Da la impresión de haber sobresalido?» ¿Qué intentaba transmitirle? ¿Qué dudaba de lo que tenía delante?

—¿Por qué no se ha dedicado a los pleitos? —inquirió sin mirarla, hojeando todavía los papeles que tenía ante sí.

—Lo pensé —replicó Jessica—. Al final, decidí que trabajar en una empresa me daría más estabilidad y satisfacción. Claro está que aún tengo amigos en el campo penal e intento asistir a todos los juicios que puedo.

—¿Cómo afición? —alzó la vista con expresión inescrutable.

—Resulta una afición tan útil como cualquier otra —repuso con cierta crispación.

—Útil… aunque un poco solitaria.

—Lo cual no es nada malo, en lo que a mí respecta.

La observó en silencio durante largo rato, hasta que ella empezó a sentirse incómoda. Luego se apartó del escritorio y se levantó; metió las manos en los bolsillos y se dedicó a recorrer el despacho, deteniéndose ante la ventana.

Era aún más alto de lo que Jessica había pensado en un principio y su cuerpo tonificado hizo que pensara en algo peligroso e impredecible, en una especie de depredador de la selva.

—Tendrá que ocupar el puesto de Robert durante su ausencia —dijo con mirada calculadora en sus ojos azules—. Por supuesto, se la compensará económicamente.

—Eso no representará ningún problema —lo miró otra vez y volvió a experimentar esa perturbadora impresión.

¿Qué le pasaba? ¡Si ni siquiera le importaba! Era tan jovial como una barracuda, en absoluto el tipo de hombre que le gustaba. Sus acompañantes, a pesar de la brevedad de su presencia, estaban cortados por el mismo patrón: abiertos, considerados, de vez en cuando algo aburridos. Pero hombres a los que podía manejar.

Por experiencia propia había comprobado lo debilitante que podía resultar llevar una vida sobre la que no ejercitabas el control. Había visto cómo su madre se marchitaba con los años al soportar las brutales infidelidades de su marido, atada a la casa porque constantemente le habían dicho que era incapaz de hacer nada por su cuenta.

Jessica había planeado la fuga de esa atmósfera asfixiante con la precisión de una campaña militar. Mientras sus amigas adolescentes habían pasado el tiempo coqueteando con los chicos y experimentando con el maquillaje, ella había enterrado la cabeza entre los libros, trabajando con la pasión enfocada de alguien que necesitaba con desesperación abrir un túnel antes de poder vislumbrar el mundo exterior.

No tenía intención de pasar jamás el control de su vida a ninguna otra persona. Había estudiado con ahínco, trabajado duro y cada paso de su carrera se había cimentado en la determinación y en las lecciones aprendidas en el pasado.

—De todos modos, ya trabajo en estrecha relación con Robert —volvió al presente y se centró en el hombre que estaba de pie ante ella—. Conozco a casi todos sus clientes. Con los demás no me costará familiarizarme —un ascenso temporal. Suspiró con alivio—. ¿Eso es todo? —preguntó, poniéndose de pie. Sonrió y extendió la mano.

—No.

—¿Perdón?

—No, eso no es todo, así que bien puede volver a sentarse.

Un hombre acostumbrado a dar órdenes, que se saltaba los preliminares educados de una conversación que la mayoría de la gente daba por sentados. Retiró la mano, sintiéndose un poco idiota, y se sentó otra vez.

—No creerá que he viajado hasta aquí sólo para informarle de su ascenso, ¿verdad? —su voz sonó distante y divertida, y a ella le costó esfuerzo seguir mirándolo sin desagrado.

—Lo sé —comentó ella—, ha sido una tontería de mi parte, ¿no? —él frunció el ceño y Jessica luchó para contener el impulso súbito de sonreír.

—¿Captó un leve destello de sarcasmo? —preguntó Bruno con suavidad.

—¡Por supuesto que no! —sus ojos castaños mostraron sorpresa inocente ante esa sugerencia—. ¡No me atrevería!

—No ha preguntado cuándo va a marcharse Robert —regresó al sillón detrás del escritorio, se sentó y lo apartó para poder cruzar las piernas.

—Di por hecho… —¿qué había dado por hecho?—. Supuse que sería en un par de meses…

—Al final de la semana.

—¡Al final de la semana! —lo miró sobresaltada—. ¿De ésta semana? ¿Cómo? ¿Por qué no me ha contado nada? Sin duda necesitará más de cuatro días para atar cabos sueltos…

—¿Empieza a lamentar el optimismo mostrado en ocupar su puesto?

—Sólo expreso mi sorpresa por lo precipitado de todo —repuso con frialdad—. También me siento un poco sorprendida porque no considerara oportuno informarme de ello.

—Debe agradecérmelo a mí —expuso—. Esto ha acontecido de la noche a la mañana, literalmente, y le comenté que lo mejor sería que yo hablara con usted. De hecho, era esencial que así lo hiciera —se detuvo, como si analizara qué decir a continuación—. Su madre vive en los Estados Unidos y hace dos días sufrió un ataque al corazón. Le indiqué que era lógico que aprovechara su excedencia para ir a verla. Le hablará de ello cuando venga esta tarde, luego convocará una reunión de personal para mañana.

—Comprendo.

—El motivo por el que he decidido venir aquí a contárselo en persona…

—Cuando sin duda tenía cosas mejores que hacer —musitó ella.

—¿Perdón? ¿Qué ha dicho? —se adelantó un poco y recibió una sonrisa deslumbrante de ella.

—Nada importante. Pensaba en voz alta.

—Este súbito cambio tiene lugar en un momento inoportuno.

—¿Inoportuno para quién?

—Soslayaré la pregunta —aseveró Bruno con el ceño fruncido—. Raya en la impertinencia.

Lo cual era verdad. Jessica sintió que se ruborizaba. ¿Acaso había olvidado que ese hombre era su jefe y que no debería arriesgar su carrera por las emociones?

—Lo siento —repuso con sinceridad—. Supongo que se debe a la sorpresa y a la preocupación por Robert. Me ha pillado desprevenida.

Pensó que era una excusa lamentable. Sintió sus ojos astutos encima, evaluándola, y esperó que le dijera que el sarcasmo no era algo que iba a tolerar. Con toda seguridad jamás había tenido que tolerarlo.

Sin embargo, Bruno prefirió omitir su comentario.

—Hace dos días —continuó él—, recibí esto —sacó una carta del bolsillo de la chaqueta y la empujó por el escritorio en su dirección, luego se reclinó y la observó mientras la abría y leía su contenido varias veces.

Bruno Carr había recibido una denuncia. Personal. El componente de un coche, manufacturado en una de sus fábricas, había causado un accidente casi mortal.

—Por eso consideré importante venir a verla en persona —explicó.

Jessica alzó la vista fugazmente entes de releer la carta oficial.

—Para comprobar si me juzgaba capaz de enfrentarme a esto…

—Así es. Y usted no es lo que esperaba.

—¿Es por ello que expresó preocupación por mi edad, señor Carr? —con cuidado dejó la hoja de papel sobre el escritorio y se reclinó con las manos unidas en el regazo. Podía ocuparse de un asunto legal. La confrontación personal con Bruno Carr había sacado a la luz sentimientos que ni siquiera sabía que habían existido, al menos no en mucho tiempo—. Cree que por ser relativamente joven soy incapaz de realizar un buen trabajo.

—Carece de experiencia —expuso sin rodeos—. Además, es una mujer.

—¿Puedo encarar sus preocupaciones una por una? —al sonreír le dolió la mandíbula por el esfuerzo, y los dedos lucharon por no tirarle algo. ¿En qué siglo vivía ese hombre?— Primero, la edad no tiene nada que ver con la competencia. No puedo negar que no poseo tres décadas de experiencia a mis espaldas, pero puedo asegurarle que soy más que capaz de llevar una demanda —decidió que el único modo de tratar con Bruno Carr era no dejarse intimidar por él. Captaría cualquier incertidumbre con la precisión de un tiburón que olía sangre, y no tardaría en llevar su demanda a otra parte. Para su carrera eso representaría la defunción.—. Desde luego, necesitaré acceso inmediato y sin restricciones a cualquier información, técnica o no, que considere oportuna…

Él asintió con movimiento leve, y no dejó de mirarla, esperando que terminara de hablar, tras lo cual emitiría su veredicto.

—Bien. Segundo, sí, soy una mujer —a pesar de estar camuflada con un uniforme laboral sin género. En un mundo de hombres, los vestidos llamativos quedaban prohibidos… aunque a ella jamás le había atraído ese tipo de ropa. Un traje le indicaba al mundo exactamente lo que ella quería que supiera, que había que tomarla en serio. Incluso fuera del entorno laboral, descartaba los vestidos y las faldas cortas, prefiriendo vaqueros y ropa cómoda y elegante antes que provocativa. Sólo al desnudarse por la noche veía su reflejo en el espejo de la habitación: alta, esbelta, pero con pechos plenos y piernas largas. Sabía que tenía una buena figura. Aunque era mejor ocultarla—. Sin embargo —continuó—, en la actualidad las mujeres representan un porcentaje elevado del mundo laboral, por si no lo había notado. Estoy segura de que si mira a su alrededor descubrirá que hay unas cuantas diseminadas por sus diversas empresas.

—Ah, pero ninguna lista para defender mi nombre ante una demanda, ¿verdad? —señaló con suavidad.

—¿Y por qué cree que un hombre realizaría un cometido más competente que una mujer? —inquirió, cambiando de táctica. Lo miró con ojos fríos e implacables, una de sus especialidades cuando se trataba de empequeñecer a un miembro del sexo opuesto que pudiera estar invadiendo su espacio. Impasible, él le devolvió la mirada,.

—Porque las mujeres son propensas a estallidos de histeria cuando la situación se pone fea, y, con franqueza, no creo que eso sea favorable en este caso.

Santo cielo, pensó Jessica. ¿Era verdad lo que oía?

—¿Estallidos de histeria? —preguntó con educación, ladeando la cabeza—. ¿Cuando la situación se pone fea? —soltó una risa seca—. Es posible con las mujeres con las que usted tiende a tratar, pero puedo garantizarle que hay muchas ahí afuera que no reaccionan de semejante modo cuando se enfrentan a un desafío —hizo una pausa y explicó—. Y por desafío no me refiero a coordinar los colores de la ropa que nos ponemos ni a debatir qué laca de uñas usar para nuestra próxima cita.

Él apartó la vista y a Jessica le pareció percibir algo parecido a una sonrisa contenida, pero no estuvo segura, ya que cuando volvió a mirarla su expresión era grave.

—Robert confía en su capacidad —expuso—. Y eso ha contado mucho a su favor. Si dependiera de mí, diría que una mujer joven e inexperta no figuraría en los primeros lugares en la lista de personas que elegiría para llevar esto.

«Voy a tener que trabajar en estrecha relación con este hombre si me da el trabajo», pensó ella con lobreguez. «Me veré obligada a controlar el impulso de estrangularlo».