Fui dueño de tu encanto - Javier Campos - E-Book

Fui dueño de tu encanto E-Book

Javier Campos

0,0

Beschreibung

Esta colección de 16 cuentos es sobre el tango. Historias que toman lugar en Manhattan y en otras partes del mundo: París, Buenos Aires, Cuba, España, Liverpool, El Mar Negro, Chechenia, Japón. Las letras de los tangos cuentan una historia de amor que sólo dura tres minutos, el tiempo de cada tango. ¿Por qué los personajes de estos cuentos bailan con obsesión en abrazos estrechos con otra persona como si fueran abrazos de un último adiós? Cada baile es único porque cada bailarín va en busca de algo que no sabe, algo que perdió hace mucho tiempo o que desea recuperar, olvidar para siempre o soñar. El tango es el único baile en el mundo en que dos personas caminan abrazados, ensimismados por una música melancólica. Porque el tango es el lamento de una persona sola, aún en este siglo XXI. De eso hablan todos estos relatos donde se entrecruzan historias de países lejanos, la ensoñación del cine, la fotografía global que retrata otra realidad detrás de la realidad, la pintura, la literatura, la poesía. Todos estos relatos se unen en un tejido intertextual porque algunos personajes reaparecen en otros cuentos o una situación se conecta en otro contexto de otro relato. El motivo de crimen que ocurre en una historia se resolverá en un cuento posterior. Un personaje que vivió un largo exilio y una vez fue bandoneonista se reencontrará con el tango en una ciudad del primer mundo ¿fue un sueño o fue real? O se contará en otro cuento su vida en Paris en la década de los 80 conectado por casualidad a una famosa película francesa-italiana y a un escritor argentino. Pero alguien va uniendo, como un hilo invisible, la mayoría de todas estas historias desde el principio hasta el fin. El cuento El último tango, cierra esta colección con la pregunta ¿volveremos a abrazarnos en el tango después del fin de la pandemia? Quizás sí, porque el abrazo en el tango es pariente del abrazo afectivo y del abrazo erótico. Mientras se baila tango un instante se puede volver eterno. Al bailar un tango se puede tener una historia de amor de tres minutos.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 167

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



© Copyright 2022, by Javier Campos © Fui dueño de tu encanto - 2022 © Copyright 2020 Editorial MAGO Colección Escritores Chilenos y Latinoamericanos Director: Máximo G. Sáez Primera edición: enero 2022 Edita y Distribuye: Editorial MAGO Merced Nº 22 Of. 403, Santiago de Chile Tel.: (56-2) 2664 [email protected] ISBN: 978-956-317-681-0 Diseño y diagramación: Sergio Cruz Edición electrónica: Sergio Cruz Imagen de portada: Viktor Lectura y revisión: MAGO Editores Impreso en Chile / Printed in Chile Derechos Reservados

Hoy pasas a mi lado con fría indiferencia; tus ojos ni siquiera detienes sobre mí... Y sin embargo vives unida a mi existencia y tuyas son las horas mejores que viví. Fui dueño de tu encanto; tus besos fueron míos, soñé y calmé mis penas junto a tu corazón. Tus manos, en mis locos y ardientes desvaríos pasaron por mi frente como una bendición. (Tus besos fueron míos) Tango 1926 Música: Anselmo Aieta Letra: Francisco García Jiménez

Tu corazón

La milonga de tango comenzaría a las diez de la noche en el restaurante ucraniano. Era un sábado y ella tenía bastante tiempo para tomar un baño de dos horas. Luego por treinta minutos una ducha tibia. Y entonces vestirse. Aún no sabía qué vestido se pondría. Pero quizás uno rojo. Los zapatos serían sin duda los nuevos, los de color rojo y negro, hechos en Buenos Aires. ¿Iría él a la milonga? ¿Querría bailar con ella? Miró por la ventana desde el noveno piso de Manhattan. Era un pequeño apartamento, pero con una vista al puente de Brooklyn. Ese puente que veía cada mañana al despertarse tomando un café en camisa de seda blanca y transparente. La imagen del puente le traía muchas imágenes de países lejanos siempre comunicados por algún puente que cruzar. Los que dejaban atrás pueblos por buscar otra vida. O los que venían a vivir a un nuevo lugar. O los que regresaban al lugar de origen para morir. ¿Hace cuánto tiempo que vivía en Manhattan? Quizás dos o tres años. Se pensaba a sí misma la mezcla de un milenario país más una globalizada cultura que arrastraba por los varios países donde había vivido antes de Manhattan. Pero nada de eso sabía aquel hombre que la sacó a bailar, o ella le insinuó que quería bailar con él en la última milonga contándole una breve historia, en ese momento veloz cuando las parejas esperan el segundo o tercer tango para volver a bailar. Dijo que vivía en una isla. El mencionó una ciudad en El Caribe, también un largo puente sobre el mar que nadie podría cruzar pero ella luego no recordó ni la primera sílaba de esa ciudad. Pero le gustó que mencionara al pasar aquel puente como también lo era el Brooklyn tan cerca de su ventana. “Puentes, puentes”, pronunció en su lengua nativa que no era el inglés y se propuso poner el agua en la tina para su largo baño perfumado que le recordaría su infancia en Kioto.

Le gustaba escuchar tango mientras tomaba el baño porque le hacía cerrar los ojos, cubierta por la espuma y los aromas de flores diversas que iban empañando el espejo ovalado que cubría toda la puerta del baño. Siempre ponía el mismo tango porque sentía que esa melodía la embriagaba de algo que no podía describir. No entendía la letra pero quizás intuía la atmosfera de esa musicalidad que le hacía cerrar los ojos, soñando en un país lejano, su país. Por entre una neblina caliente se escuchaba la música y la letra del tango que se llamaba “Tu corazón”.Dicen que tu pasión me alucina, hablan que nuestro amor es prohibido, dicen que vos desviaste mi vida, tu corazón es el incendio donde yo quemé mi vida y mi ilusión.

Sí, cuando la vio entrar con su vestido rojo esperó que se pusiera los zapatos de baile y avanzó como si fuera invisible porque nadie vio al hombre que pasó sigiloso por entre los que bailaban en la pista. Esperó que alzara la cabeza y la invitó a bailar el segundo tango. La música seguía y llegaba desde el living donde se repetía una y otra vez la melodía. La neblina del baño había llegado al ventanal de donde se veían ahora las primeras luces de las ocho de la noche. Miles de luces de carros iban y venían por el puente. Le sonrió y se levantó. Él le tomó la mano y la llevó a la pista. Le sonrió amable y se acercó a su pecho. El hizo un leve movimiento girándola para caminar. La fragancia del baño caliente la había relajado tanto que apoyó su cabeza sobre la tina mientras escuchaba la melodía que venía del otro cuarto. El sintió el mismo aroma cuando tocó su frente, levemente con sus labios. También cuando con su mano sintió la larga cabellera negra. Estaba húmeda. Mientras tenía los ojos cerrados recordaba algún momento de su infancia, un árbol de duraznos en un verano en Kioto. Un puente.

Dijo que quería sentarse por un momento porque la correa del zapato rojo y negro estaba suelta. El la acompañó a la mesa y esperó que arreglara su zapato. Pudo contemplar su hermoso vestido rojo semi abierto en un costado. Vio en segundos su hermosa pierna desnuda, parecía del color del mármol que contrastaba con su vestido. Ella finalmente abrió los ojos y en el living seguía la música. Se levantó de la tina y puso su pierna color del mármol en la alfombra del baño. Completamente desnuda limpió un poco el espejo empañado del vapor caliente. Se miró varios minutos mientras seguía la música desde su otro cuarto. Finalmente le dijo al hombre que ahora estaba bien. Y volvieron a la pista. Al poner suavemente su mano en la espalda de ella, la sintió húmeda, ardiente. Como el fuego. Como un corazón en llamas.

Tango en Manhattan

Era una tarde gris y caía nieve. Abrió la puerta y lo golpeó una música de tango. Al caminar hacía el bar una hermosa mujer bailaba sola en la pista. Hacía tiempo que no escucha tango, y especialmente en medio de Manhattan. Sí, era una tarde gris y fría (le parecía la letra de un tango pero no estaba seguro). Entonces al abrir la puerta fue como entrar a otro mundo donde parecía volver al sur. Al lejano sur de donde salió hace muchos años. Estaba de paso por Manhattan.

Debo decir que fui en un tiempo un exiliado del sur. Estuve preso en un cuartel de la marina de mi país acusado de ser un “subversivo”, yo que jamás maltraté a nadie en mi vida (quizás alguna vez le di una patada a un gato que tenía mi madre). Pero ahora la vida del exilio se había terminado para siempre. Los viejos amigos y amigas quién sabe dónde estarían. Después de tres meses en la cárcel me dejaron ir porque “no hay pruebas de que vos seas un subversivo”, dijo un capitán del lugar donde pasé esos tres meses. “Ya, puedes irte”, dijo un carcelero anciano quien había recibido la orden del capitán de dejarme libre. Lo único que me dieron al salir fue una identificación mía, ya caduca, un cinturón del cual no tenía idea que me lo habían requisado, unos cigarrillos arrugados dentro de un paquete. Tampoco me acordaba de esas pertenencias. O sea que salí desnudo de posesiones. Me dieron unos pesos para pagar un taxi, tomarme un café y un sándwich.

En eso pensaba sentado en el bar de aquel lugar de tango. Quizás la música, aquel baile de la mujer le abría una puerta a los recuerdos. Había aprendido en la adolescencia a tocar el bandoneón pero lo había dejado de lado desde que estuvo en la cárcel y desde entonces, quizás porque lo asociaba a un periodo de su vida que no quería recordar, no lo tocó más. Ese regimiento era realmente un campo de concentración. Eso recordaba mientras la bella mujer bailaba sola y hacia movimientos de tango. Era muy joven. Tenía un vestido de terciopelo negro que dejaba ver un cuello y una espalda de color marfil. El vestido le llegaba hasta un poco más arriba de sus rodillas. Piernas perfectas, cubiertas por unas finísimas medias transparentes. Sus zapatos eran negros. De taco mediano que nadie como ella podría haber elegido para combinar con su hermoso vestido para bailar. Bailaba con los ojos cerrados. No estaba totalmente iluminada la pista pero se notaba la belleza de su cuerpo. No podía ver el rostro pero eso poco me importaba porque era todo su movimiento lo que me atraía, pensaría mucho después.

Entonces apareció un hombre que comenzó a bailar con ella. Era una milonga pero no me acuerdo del nombre de la canción pero sabía que era un melodía muy famosa. Quizás no hay más gente porque el día estaba gris. La nieve caía afuera intermitente, lenta, silenciosa. Sentí que estaba solo en el bar porque aún nadie venía a preguntarme si quería beber algo. Allí sentado empecé a mirar alrededor y vi que en las mesas tampoco había nadie. Luego en el bar tampoco. Estaba solo en ese restaurante. ¿O era un sueño?

El hombre que estaba en la pista vestía un traje oscuro y lo que más le impresionó es que bailaba con un sombrero de esos que se usaban a comienzos de siglo en El Río de la Plata. Miraba la pista, luego de reojo a otros lugares por si había más gente y allí me di cuenta que yo era el único en ese bar. Silenciosamente un hombre puso un vaso de vino tinto para mí. El hombre, quizás el que atendía allí, dijo dos frases que me parecieron una larga historia. “Sírvase amigo, hace mucho frío por estos pagos y por aquí no va a encontrar otro salón. Al compadrito que baila le dicen El Cívico y a ella La Moreira ” y desapareció haciéndose invisible. No sé por qué me hablaba de esa manera como si hubiera regresado a un Buenos Aires de 1910. Miré hacia fuera y seguía la nieve, el día gris, edificios modernos. Sí, estaba soñando porque yo no estaba en Buenos Aires de principio de siglo sino en medio de Manhattan en el siglo XXI.

En eso pensaba cuando vio a la mujer que bailaba en la pista. El hombre se quedó lejos, fumándose un cigarrillo. Su rostro lo tapaba el humo. ¿Cómo se llama Ud.? me dijo ella. Algo dije. Ella mencionó que era de un país lejano. Yo respondí que era del sur, del lejano sur pero no señalé ningún país. Entonces pude ver su rostro. Era morena, ojos negros casi dormidos. Pelo oscuro. Cualquiera podría decir que era muy bella y de edad indefinible. Podría ser en un momento una mujer adolescente y luego una mujer de mucha edad. Yo sabía que estaba soñando todo eso y que nada era real. Ella dijo, sí, todo es real aquí. No supe qué decir porque había leído lo que pensaba. Y luego agregó, yo te conocí hace muchos años en ese lugar donde torturaban gente. Yo también estaba allí. Iba a responder cualquier cosa pero inmediatamente dijo, poniendo sus dedos en mis labios, no tienes que decirme nada. Ven, vamos a bailar. No sé bailar dije. Nunca bailé tango aunque tocaba tango desde adolescente con mi padre allá en el sur. Lo escuché también detrás de una cortina cuando una vez un capitán de la marina me hacía preguntas acusándome de subversivo. No importa, respondió, si has tenido esa música desde que naciste tienes el ritmo en alguna parte de tu cuerpo.

Bailé con ella por horas en ese bar desierto de gente. Nunca más me dijo una palabra en todo ese tiempo que me pareció interminable. Tampoco me dijo su nombre (aunque sabía la llamaban “La Moreira”) ni yo le mencioné el mío. En una ventana del salón ardía una lucecita. Afuera estaba gris. La nieve seguía cayendo intermitente. Ella tenía razón. Aún llevaba el ritmo del tango metido desde hace años en alguna parte del cuerpo. Y yo no lo sabía. Lo había encontrado en un sueño donde yo me veía caminando por Manhattan un día gris, lleno de nieve, bailando con una mujer que nunca dijo su nombre. Ni de dónde era.

Salón de baile con espejos

Aún no había mucha gente en la sala. Los tres que habían llegado temprano, dos mujeres y un hombre, estaban sentados en lugares distintos, en sillas lejanas unos de los otros. Si se miraba en los grandes espejos de la sala, aumentaban a seis o si se miraba el otro espejo que reflejaba a los seis aumentaba el número de las dos mujeres y el del único hombre. En un espejo una mujer de mediana edad comenzó a ponerse los zapatos de baile. Su vestido parecía de color rojo pero como la luz no era totalmente brillante podría ser un vestido de otro color. La otra mujer, o las varias que aparecían en el espejo que se reflejaban en los otros dos espejos, se miraban en sus espejos de mano y se pintaban los labios. O parecía que se pintaban los labios. Los hombres reflejados ahora, todos vestidos de negro, miraban a las mujeres que se pintaban los labios y mecánicamente iban sacando sus zapatos de baile de bolsitas semejantes y se agachaban todos a la vez como si hubieran perdido algo debajo de sus sillas.

Las mujeres de vestidos rojos habían terminado de ponerse los zapatos de baile. Parecían zapatos negros pero podrían ser de otro color. Las mujeres que se miraban en sus espejos de mano dejaron de mirarse en el espejo porque al mismo tiempo giraron sus cabezas a un lado, al lugar donde se escuchaba el primer tango de la noche. El tango rompió el silencio de una manera que a todos los reflejados en el espejo los conmovió una especial felicidad. Las mujeres vestidas de rojo, o parecidos a ese color, miraban de reojo a los hombres sentados y vestidos de negro. Los hombres sentados también miraban hacia el lugar de donde venía la música y parecían inquietos en sus sillas porque se movían como si les dolieran sus espaldas pues giraban sus torsos todos a la vez, de izquierda a derecha. Alguien pasó corriendo por un espejo pero como había otros espejos que reflejaban al primer espejo parecía que eran varios hombres corriendo o en busca de algo con mucha urgencia. Las mujeres que tenían los diminutos espejos en sus manos, y ahora eran muchas más mujeres con un espejito en las manos por efecto del reflejo de los espejos unos en otros, dejaron de mirarse y pintarse los labios. Vieron a los hombres correr hacia donde venía la música y súbitamente se hizo un silencio porque el primer tango había terminado. Todos, los hombres y las mujeres, miraban hacia al DJ y pensaban qué tango continuaría. Estaban ansiosos de bailar.

Entonces fue en la mitad del tango, exactamente al minuto y diez segundos, cuando sucedió lo inesperado en la sala de baile, la noche de milonga, porque las mujeres con sus espejos, las que se pintaban los labios, dejaron caer todas al mismo tiempo esos diminutos objetos que se quebraron en cientos de pedacitos reflejando a cientos de hombres y mujeres que se levantaron desesperados de sus sillas para bailar el segundo tango de la noche.

Eso dijo la policía de la ciudad y dos detectives más cuando llegaron al lugar para averiguar la inexplicable tragedia que había ocurrido antes de terminar el segundo tango que se llamaba “El adiós”. Entraron cinco minutos después cuando una sola pareja que bailaba en la sala abrazados, resistiéndose caer al piso, iba desplomándose en cámara lenta y un hilo se sangre corría como una rayita roja desde sus ojos mientras una solitaria mujer permanecía somnolienta, sentada, mirándose los labios en un diminuto espejito quebrado y luego guardaba lentamente en su cartera algo muy parecido (“o igual”, dijo la policía y también los detectives) a una diminuta pistola que momentos antes tenía dos balas de plata.

En el momento que se iba la policía, vino corriendo el musicalizador de tango y le dijo a uno de los detectives que el hombre muerto era de otro país, hablaba con acento muy fuerte el español y que su apellido era Wilson. Una vez le dijo al musicalizador que era de Kentucky y que tenía muchos caballos. Siempre venía a la milonga acompañado de un hermano idéntico a él. Un detective que se parecía al personaje de la serie norteamericana “Columbo” tomó unas notas en una libreta y solo le dijo gracias al musicalizador. Andaba acompañado de otro detective muy pequeño que usaba un sombrero como en esas películas de gánsteres norteamericanas. Era realmente un enano y que también tomaba notas en una libretita y se daba importancia. El que se parecía a Columbo le dio una tarjeta por si se acordaba de otra cosa del tal Wilson. De la mujer que llevaba la diminuta pistola, el musicalizador no tenía datos ni menos de la otra que bailaba con Wilson. Detrás de la policía caminaba con dificultad el que se parecía a Columbo y detrás de él lo seguía el detective enano apurando el paso quien giro su cabeza varias veces para mirar al musicalizador de tango.

Abrázame bien

Su vida sentimental había sido miserable desde que se divorció. Era aún joven. De una belleza que no pasaba desapercibida para ningún hombre. De profesión fotógrafa. Jamás imaginó, antes de sus 25 años, que iría a manejar ahora, en sus cuarenta, máquinas complicadas para retratar a personas y vender ropa de moda. Fue un poeta ruso, mayor que ella en treinta años, quien para enamorarla le sacó fotos y luego que el poeta desapareciera de su vida le dejó de regalo una cámara manual Leica de los años 60. Para que veas el mundo de otra manera, le dijo aquel poeta, antes de abrazarla y no verla más en su vida.

¿Cómo se enamoró de un poeta que podría ser su padre? nunca quiso pensarlo mucho. El amor llega y desaparece, se decía a sí misma. Nos abraza y luego nos deja huérfanos. Lo conoció cerca de El mar negro donde ella vivió por un tiempo. Sus primeras fotos eran de árboles, el mar, barcos, pescadores, flores, conchas marinas. Se interesó por los rostros humanos cuando en una foto que había tomado por casualidad, cerca de una playa, al fondo en una posición interesante un hombre remendaba unas redes de pesca. Especialmente las manos del pescador. Arrugadas por el sol o el agua salada o heridas hechas por algún pez. De allí imaginó la vida de ese hombre hacia atrás. “Para que veas el mundo de otra manera” recordó aquella frase que podría ser un mensaje que debía descifrar. En 1999 se encontró entre medio de una guerra en Chechenia, tenía 35 años, un título en arte y fotografía. Y una cámara. La misma que el poeta ruso le había regalado diez años atrás. Todavía usaba rollos y para nada quería tener una cámara digital. Ella misma rebelaba los rollos y sentía una emoción intensa cuando iban apareciendo las tomas. Como alguien que comenzaba a nacer de una manera distinta cuando se apretaba el obturador de la cámara y luego de las sombras negras en un cuarto oscuro aparecían rostros y cuerpos. Llegó a Nueva York no sólo arrancando de aquella guerra sino de una relación perturbadora de la que no quería hablar con nadie. Arrastraba la misma vieja cámara Leica y una experiencia mirando a la gente no por fuera sino por dentro de sus almas. ¿Será por eso que hay millones de seres a los que la felicidad permanente les está vedada por mirar demasiado dentro de sí mismos? Siempre iba con ella esa pregunta.