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Cuando Lucy Campbell heredó la fortuna de su difunta jefa, se las tuvo que ver con su sobrino, quien estaba convencido de que era una estafadora. Pero, tras declararle la guerra, Oliver Drake no pudo resistirse a la tentación de acostarse con su supuesta enemiga. Poco tiempo después, Lucy le dijo que se había quedado embarazada, lo cual aumentó sus sospechas. ¿Era la mujer sincera que parecía o le había tendido una trampa para quedarse con su dinero?
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Seitenzahl: 180
Veröffentlichungsjahr: 2018
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Andrea Laurence
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Heredera por sorpresa, n.º 2119 - noviembre 2018
Título original: Rags to Riches Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-036-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–«Y a Lucy Campbell, mi ayudante y amiga, le dejo el resto de mis bienes, incluidas mis inversiones, el dinero de mis cuentas bancarias y la totalidad de mis efectos personales, desde mi colección de arte hasta mi piso en la Quinta Avenida».
Cuando el abogado terminó de leer el testamento de Alice Drake, la sala se sumió en un silencio absoluto. Fue como si los familiares de la difunta se hubieran muerto también.
Hasta la propia Lucy estaba sorprendida. Casi esperaba que el abogado sonriera en cualquier momento y anunciara que todo había sido una broma, aunque habría sido una broma de bastante mal gusto.
Ella tampoco se lo podía creer. No era una experta en cuestiones inmobiliarias, pero ese piso debía de valer alrededor de veinte millones de dólares. Estaba enfrente del Museo Metropolitano, y tenía cuatro dormitorios y una galería con una docena de cuadros de pintores tan famosos como Monet. Y eso no era lo único que había heredado.
–¿Está hablando en serio? –dijo alguien, rompiendo el silencio.
Lucy se giró hacia la persona que había tenido el atrevimiento de preguntar lo que todos tenían en mente. Era Oliver, el hermano de Harper Drake, su mejor amiga. Harper era responsable de que la hubieran contratado como ayudante de Alice, su tía abuela. Pero, a pesar de lo bien que se llevaban, Lucy no había visto antes a su hermano; lo cual era extraño, teniendo en cuenta que había cuidado a la difunta durante cinco años.
Y le pareció una pena, porque Oliver era uno de los hombres más atractivos que había visto en toda su vida. Tenía unos rasgos tan aristocráticos como los de Harper, con el mismo pelo castaño y los mismos pómulos altos, pero sus ojos eran de color azul grisáceo y sus labios, algo más finos. Sin embargo, Lucy se preguntó si eran efectivamente más finos o si solo lo estaban en ese momento, porque los apretaba con irritación.
Fuera como fuera, Oliver clavó la vista en ella y le causó un estremecimiento de deseo tan intenso que se ruborizó, avergonzada. De repente, la temperatura parecía haber subido varios grados, y Lucy se desabrochó el cuello de la camisa para respirar mejor. Pero entonces notó su aroma, y el calor que sentía se volvió insoportable.
Por lo visto, había pasado demasiado tiempo en compañía de una anciana. Ahora se ruborizaba por una simple mirada de un hombre guapo. Y eso no podía ser. No se podía permitir el lujo de perder la concentración en un momento así; sobre todo, porque el hombre en cuestión era cualquier cosa menos un aliado.
Lucy cerró los ojos durante un par de segundos y, cuando los volvió a abrir, se sintió enormemente aliviada. Oliver ya no la estaba mirando.
Sí, era evidente que no lo había visto antes; y lo era porque, si lo hubiera visto, no lo habría podido olvidar. Sin embargo, su caso no era una excepción. Descontando a Harper, Lucy no conocía a ninguna de las personas de la sala. Los había visto en fotografías, pero nunca en persona.
Ninguno de ellos había ido a ver a Alice en ningún momento; por lo menos, estando ella presente. Y Alice tampoco los iba ver a ellos, porque había sido un espíritu tan libre como rebelde hasta el último de sus días; una excéntrica a la que Lucy adoraba, aunque empezaba a creer que su familia no la había tenido en tanto aprecio.
–Estás bromeando. ¿Verdad, Philip?
La persona que habló esta vez era Thomas Drake, sobrino de Alice y padre de Harper y Oliver. Tenía la barba y el pelo canosos, y parecía una versión madura de su hijo.
–Lo siento, pero no es ninguna broma –respondió Phillip Glass, el abogado–. Hablé con Alice cuando cambió el testamento, a principios de este año. Intenté convencerla de que se pusiera en contacto con vosotros y os informara de lo que pretendía, pero no me escuchó. En todo caso, su voluntad está clara. Sus familiares recibiréis un regalo de cincuenta mil dólares, y Lucy se quedará con lo demás.
–¡Es obvio que estaba loca! –intervino una mujer.
Lucy, que no conocía a la mujer que acababa de hablar, se sintió obligada a salir en defensa de Alice. La anciana tenía noventa y tres años cuando murió, pero estaba en plena posesión de sus facultades mentales.
–¡Alice estaba perfectamente! –replicó.
–¡Sí, claro! ¡Dices eso porque te lo ha dejado todo! –bramó la mujer, roja de ira–. Cualquiera se daría cuenta de que había perdido el juicio cuando cambió el testamento.
–¿Ah, sí? ¿Y cómo lo podríais saber, si ninguno de vosotros la fue a visitar durante los cinco años que estuve a su lado? No, no sabíais nada de ella. Y no os ha interesado hasta que ha llegado el momento de repartirse su dinero.
La otra mujer se llevó la mano al collar de perlas que llevaba, aparentemente espantada con el tono de Lucy. Y justo entonces, Harper se inclinó sobre su amiga, le puso una mano en el brazo y dijo:
–No se lo tengas en cuenta, Lucy. Están sorprendidos y enfadados por la noticia, pero se les pasará.
–¡No se me pasará! –exclamó la mujer–. No puedo creer que apoyes a una simple empleada, Harper. ¡Te está robando la herencia delante de tus narices!
–¿De una simple empleada? –dijo Harper, alzando un poco la voz–. Será mejor que te disculpes, Wanda. No voy a permitir que hables de Lucy en esos términos. Es amiga mía y, según parece, también lo era de Alice. Trátala con respeto.
Los familiares de Alice empezaron a discutir, y Lucy se encerró en sí misma. Los días anteriores habían sido muy difíciles para ella. Primero, la muerte de Alice; luego, el entierro y más tarde, el miedo a quedarse otra vez sin trabajo.
Y ahora, se encontraba en mitad de un conflicto que no esperaba en absoluto. Cuando el abogado le pidió que asistiera a la lectura del testamento, imaginó que Alice le habría dejado una pequeña suma para que pudiera sobrevivir mientras buscaba otro empleo y otra casa. Pero le había dejado una fortuna.
Aquello era demasiado para ella, una chica de barrio que había estudiado gracias a las becas; y empeoró aún más tras sentir la mirada de Oliver, cuyos fríos ojos azules parecían atravesarla. Sin embargo, no se hizo ninguna ilusión al respecto. Quizá fuera hermano de Harper, pero no estaba de su parte. No la observaba porque la encontrara atractiva, sino por encontrar una debilidad que pudiera usar a su favor.
Segundos después, Oliver rompió el hechizo, se giró hacia su hermana y declaró:
–Sé que es amiga tuya, pero estarás de acuerdo conmigo en que todo este asunto es de lo más sospechoso.
–¿Sospechoso? ¿Por qué?
Oliver volvió a mirar a Lucy.
–No me extrañaría que hubieras presionado a Alice. Estabas con ella constantemente, así que te habría resultado fácil. Tal vez la convenciste de que te dejara toda la herencia –la acusó.
–¿Estás hablando en serio? Yo no tenía ni idea de lo que iba a pasar. Nunca hablamos de su dinero, ni mucho menos de su testamento. Ni una sola vez –enfatizó Lucy–. Estoy tan sorprendida como tú.
–Lo dudo mucho –dijo Wanda.
–Un poco de calma, por favor –intervino Phillip–. Comprendo vuestro asombro, y me gustaría decir algo que pudiera suavizar la situación, pero Alice tomó la decisión que le pareció más oportuna. Naturalmente, podéis llevar el asunto a los tribunales… Sin embargo, las cosas son como son y, de momento, Lucy lo heredará todo.
Wanda se levantó de su silla y gritó, antes de irse:
–¡Por supuesto que lo impugnaré! ¡Esto es una vergüenza!
El resto de los presentes se marchó a continuación, aunque Harper se quedó con su amiga y con Phillip.
–Lo siento, Lucy –dijo el abogado–. Alice tendría que haber informado a su familia. Supongo que no lo hizo porque sabía que la presionarían para que volviera a cambiar el testamento. Pero sea como sea, estoy seguro de que sus familiares lo impugnarán, lo cual significa que no podrás vender el piso ni usar el dinero de las cuentas bancarias hasta que un juez se pronuncie al respecto.
Phillip respiró hondo y añadió:
–Ahora bien, Alice incluyó una cláusula que me permite afrontar los gastos del piso y pagar tu sueldo y el del ama de llaves, de modo que no tendrás que preocuparte en ese sentido. Por supuesto, haré lo posible por conseguirte dinero antes de que la familia presente la denuncia, pero no lo derroches.
Lucy pensó que eso era imposible. Había conocido a muchos ricos durante su estancia en Yale, empezando por Harper, Emma y Violet, sus mejores amigas de la universidad; pero ella siempre había sido la pobretona. No había derrochado ni un céntimo en toda su vida, por la sencilla razón de que no le sobraba ninguno. No estaba precisamente acostumbrada a gastar grandes sumas de dinero.
–Wanda siempre ha sido mucho ruido y pocas nueces –declaró Harper–. Gritará y se quejará, pero no querrá gastar dinero en abogados. Estoy segura de que se cruzará de brazos y dejará el asunto en manos de Oliver.
Lucy frunció el ceño.
–Tu hermano parecía muy enfadado. ¿No la tomará contigo?
Harper bufó.
–Qué va. Me conoce demasiado bien –replicó–. Llevará la guerra a los tribunales, aunque no me sorprendería que se presentara en tu casa y te hiciera pasar un mal rato. Es un hombre de negocios con mucha experiencia, y buscará debilidades que pueda aprovechar.
A Lucy no le habría molestado que Harper la visitara por motivos románticos; pero, evidentemente, sus intenciones distaban de serlo. Quería anular el testamento de Alice, y había grandes posibilidades de que lo consiguiera. Tenía mucho más poder y mucho más dinero que ella. ¿O no?
–Dime una cosa, Phillip… ¿A cuánto asciende la fortuna de Alice? –preguntó Lucy con timidez–. Nunca hablamos de sus finanzas.
Phillip echó un vistazo a los documentos que tenía sobre la mesa.
–Entre el piso, las inversiones y las cuentas bancarias, yo diría que asciende a unos quinientos millones de dólares.
Lucy se inclinó hacia el abogado, confundida.
–¿Cómo? ¿Quinientos millones? ¿Lo he entendido bien?
Harper la tomó de la mano y dijo:
–Sí, lo has entendido perfectamente bien. Mi tía era una mujer muy rica, y te lo ha dejado todo a ti. Sé que te cuesta creerlo, pero me alegro de verdad. En mi opinión, es lo mejor que podría haber pasado.
Lucy tragó saliva, súbitamente sin palabras. No lo podía creer. Era una mujer normal y corriente, que ganaba lo justo para sobrevivir; una mujer que solo pensaba en esas cantidades cuando soñaba con que le tocara la lotería. Y al parecer, le había tocado.
Quinientos millones de dólares. Ya no le extrañaba que los familiares de Alice estuvieran tan disgustados.
Ahora, la chacha era multimillonaria.
Oliver estaba bien informado sobre Lucy Campbell. Su hermana se refería a ella con frecuencia, y Alice la había mencionado muchas veces en sus cartas. Pero, por alguna razón, esperaba que fuera más atractiva. Su oscuro cabello rubio tenía un tono tristemente apagado; sus uñas estaban pidiendo a gritos que le hicieran la manicura y, en cuanto a sus ojos, eran demasiado grandes para su cara.
En conjunto, resultaba increíblemente ordinaria, lo cual era extraño para una persona de su reputación. Alice hablaba de Lucy en términos tan elogiosos que había sentido la tentación de ir a su casa para ver si estaba a la altura de tantos halagos.
Y encima, tenía pecas. Pecas de verdad.
Nunca había conocido a nadie que tuviera pecas. De hecho, se había dedicado a contarlas durante la lectura del testamento y la discusión posterior. Cruzaban su nariz y sus pómulos como si la hubieran espolvoreado con canela. Pero, ¿solo las tenía en la cara? ¿O también en los hombros y en el pecho?
Oliver llegó a contar treinta y dos, y luego lo dio por imposible y se concentró en la conversación. O lo intentó; porque, cuanto más la miraba, más interesante le parecía. Lucy Campbell no era una belleza espectacular. Estaba muy lejos de las elegantes y gráciles mujeres con las que él se relacionaba. Sin embargo, había algo muy sensual en sus grandes ojos, algo que despertó su deseo.
En determinado momento, decidió que le estaba prestando demasiada atención y dejó de mirarla. Desde su punto de vista, aquella mujer era tan falsa y avariciosa como su madrastra. No tenía dudas al respecto. Ni Harper ni Alice se habían dado cuenta, pero él lo veía con toda claridad. Las había engañado con su apariencia inocente y su cara bonita, igual que Candance a su padre.
Desde luego, Oliver no la imaginaba codeándose con la élite de Nueva York. Por muchos millones que tuviera, no dejaría de ser una pobretona que, de repente, se había visto con una fortuna entre sus manos. Era como si le hubiera tocado la lotería. Un simple golpe de suerte. Y la alta sociedad no le abriría nunca sus puertas.
En ese sentido, Candance y Lucy no podían ser más distintas. Su madrastra era una mujer joven y bella, una mujer de elegancia aristocrática y cuerpo impresionante que se sentía como un pez en el agua en el mundo de los ricos y poderosos. No era extraño que su padre hubiera caído con tanta facilidad en sus redes. Tenía una sonrisa que iluminaba cualquier habitación y, por si eso fuera poco, también tenía veinte años menos que él.
–Ya hemos llegado, señor.
La voz del chófer cambió el rumbo de sus pensamientos, que se concentraron en el tiempo perdido. Había tenido que dejar el trabajo en pleno día para ir a la lectura del testamento de Alice. ¿Y qué había conseguido a cambio? Cincuenta mil miserables dólares.
–Gracias, Harrison.
Oliver se bajó del sedán negro y entró en la sede de Orion, la empresa de ordenadores que había fundado su padre en la década de 1980. Tom Drake la había llevado a lo más alto; hasta el punto de que, veinte años más tarde, uno de cada cinco ordenadores que se vendían en los Estados Unidos era un Orion.
Y entonces, apareció Candance y lo estropeó todo.
Oliver cruzó el lujoso vestíbulo de suelos de mármol para dirigirse a su ascensor privado, en el que entró momentos después. La sede de Orion ocupaba los tres últimos pisos de un rascacielos de cuarenta y cuatro, pero el ascensor era tan rápido y moderno que tardó muy poco en llegar a su destino, el departamento de administración y dirección de la empresa.
El resto de las instalaciones, que incluían la planta de producción y distribución, se encontraban a veinticinco kilómetros de allí, en Nueva Jersey. Al principio, todo el mundo le había intentado convencer de que fabricara sus portátiles y móviles en Asia, donde resultaba más barato. Pero Oliver tenía sus propios planes. Había heredado una empresa al borde de la quiebra, y la única forma de salvarla era tomar medidas tan radicales como imaginativas.
Afortunadamente, contaba con un equipo que apoyaba sus ideas, y el tiempo terminó por darle la razón. A base de talento, trabajo y dosis nada despreciables de suerte, consiguió que Orion volviera a ser lo que había sido. Y lo consiguió en un tiempo récord: seis años, los transcurridos desde que Candance desapareció y su padre decidió dejarle Orion para ocuparse del niño de dos años que su esposa había abandonado.
Tom estaba tan deprimido cuando abandonó la presidencia de la compañía que Oliver no quiso recordarle una dolorosa verdad: que se lo había advertido y no le había hecho caso. Candance solo quería su dinero. Y por lo visto, Lucy estaba hecha de la misma madera; pero, en lugar de seducir a un viudo, se había ganado la amistad de una anciana sin hijos para quedarse con su herencia.
Alice siempre había sido la rebelde de la familia, y Oliver la admiraba por ello. Cuando decidió encerrarse en su elegante piso, él le regaló uno de los mejores portátiles del mercado y se encargó de que tuviera una dirección de correo electrónico para que pudieran mantener el contacto. Respetaba las decisiones de su tía y, por supuesto, también respetó su deseo de estar sola.
Sin embargo, ahora se arrepentía de haberlo hecho. Harper hablaba tan bien de Lucy que él había bajado la guardia y se había despreocupado del asunto, para desgracia de todos. Si hubiera ido a ver a su tía y hubiera vigilado a la mujer que cuidaba de ella, habría podido impedir que la manipulara.
Estaba tan enfadado por su propia estupidez que, cuando llegó al despacho de presidencia, abrió la puerta de forma brusca y asustó a su secretaria.
–¿Te encuentras bien? –preguntó Monica.
Oliver frunció el ceño. Odiaba perder el control; sobre todo, en el trabajo.
–Sí, sí. Lo siento, no pretendía asustarte.
–Lamento mucho lo de tu tía. He leído un artículo de prensa donde dicen que llevaba veinte años encerrada en su piso. ¿Es cierto?
Oliver sonrió.
–No. Solo llevaba diecisiete.
–Diecisiete años sin salir de un piso –dijo ella con asombro.
–Bueno, es que es un piso muy bonito. No fue precisamente una tortura.
–¿Y lo vas a heredar tú? –se interesó–. El artículo dice que no tenía hijos.
–Lo dudo, aunque nunca se sabe –respondió Oliver, que no quería dar explicaciones–. No me pases ninguna llamada, por favor.
Monica asintió, y él entró en su despacho. No estaba de humor para hablar con nadie. Había anulado todas las citas de la tarde, pensando que sus familiares querrían hablar sobre la herencia de Alice tras la lectura del testamento; pero se habían quedado tan sorprendidos que se habían marchado a toda prisa, igual que él.
Sin embargo, se alegraba de haberse ido. Por ridículo que fuera, Lucy Campbell le había empezado a gustar. No era una mujer que llamara la atención; no se parecía nada a las mujeres por las que se sentía atraído, pero miraba de un modo tan inocente que Oliver tuvo miedo de hacer alguna tontería si se quedaba allí.
Antes de sentarse, sacó el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo y lo dejó en la mesa. Harper lo había llamado dos veces durante la última media hora, y él se había limitado a quitar el sonido. Conociendo a su hermana, querría convencerlo de que olvidara el asunto y dejara en paz a su amiga.
Ya en su sillón, se giró hacia el ventanal del despacho, que daba al norte y al oeste. En menos de una hora, tendría una vista magnífica de la puesta de sol. Pero Oliver no se solía fijar en esas cosas. Siempre estaba ocupado con sus informes y reuniones de negocios. Desconocía el concepto de tiempo libre y, aunque salía de vez en cuando con alguna mujer, nunca iba en serio con ellas.
No lo podía evitar. Cada vez que le dedicaban una sonrisa seductora o una caída de párpados, se acordaba de Candance. Y ese era el motivo de que Lucy Campbell lo hubiera puesto tan nervioso. No sonreía de forma seductora. No parpadeaba con sensualidad. Era una joven pecosa, de mirada insegura y actitud vulnerable.
Oliver la había encontrado graciosa al principio, antes de que el abogado leyera el testamento. Pero después, pensó que aquella mujer había manipulado a su tía y ya no le vio la gracia.
Harper creía al cien por cien en la inocencia de Lucy. Eran amigas desde sus tiempos en Yale, lo cual significaba que la conocía muy bien. En otras circunstancias, Oliver habría dado por buena la opinión de su hermana; pero ahora estaba convencido de que esa amistad la había cegado del mismo modo en que el supuesto amor de Candance había cegado a su padre. Y en los dos casos, con cientos de millones en juego.
Hasta la persona más honrada del mundo se habría sentido tentada por una suma tan grande. Quizá, había mirado a Alice con sus grandes ojos tristes y le había contado una historia aún más triste sobre sus dificultades económicas. Quizá había despertado su afecto maternal, aprovechando que Alice no había tenido hijos. E incluso era posible que solo esperara sacar un par de millones y que estuviera sorprendida con el resultado de su plan.
Fuera como fuera, carecía de importancia. Aparentemente, Lucy Campbell había manipulado a su tía, y él no iba a permitir que se saliera con la suya. No se trataba de una obra de arte o un mueble antiguo, sino de quinientos millones de dólares. Y no iba a renunciar a ellos sin pelear. Alice no merecía menos.
Suspiró, alcanzó el teléfono y marcó el número de su abogado. La pecosa Lucy estaba a punto de descubrir que sus encantos no tenían ningún poder frente al feroz equipo legal de Oliver Drake.