Hermanas como nosotras - Susan Mallery - E-Book

Hermanas como nosotras E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

HQN 214 La hierba siempre se ve más verde en el jardín de enfrente… El divorcio dejó a Harper Szymanski con un apellido que nadie sabía deletrear, una casa que no se podía permitir y una hija adolescente que parecía estar alejándose de ella. Con su negocio aún en ciernes intentaba estar a la altura de las ridículas expectativas de su madre y pagar las facturas gracias a clientes como Lucas, el guapo policía que estaba sospechosamente presente para tratarse de un cliente virtual. Nada había preparado a la doctora Stacey Bloom para su reto más complicado: la maternidad. Ella, al contrario que Harper, no había heredado el gen maternal. Y lo peor de todo era que su madre se horrorizaría cuando se enterara de que su marido tenía planeado quedarse en casa para cuidar del bebé… eso, claro, contando con que reuniera valor para decirle que ya estaba embarazada de seis meses. Por separado tal vez fueran un desastre, pero, juntas, Harper y Stacey podían sobrevivir a cualquier cosa: a su indomable madre, a las abrumadoras situaciones que la maternidad podía deparar y a la boda de un ex. Sisters Like Us, narrada con la calidez y el humor tan característicos de Susan Mallery, retrata la relación entre hermanas, madres e hijas en el trepidante mundo de hoy en día. «Un emotivo y divertido retrato de los vínculos entre las mujeres de una familia con encantadores defectos». Kirkus Reviews

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Susan Mallery, Inc.

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Hermanas como nosotras, n.º 214 - abril 2020

Título original: Sisters Like Us

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-139-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

Admito que está muy muy mal por parte de un autor tener un libro favorito. Los libros son como hijos y deberíamos quererlos por igual. Aun así, confesaré (pero solo ante vosotros) que me he divertido muchísimo escribiendo este. Muchísimo. Y quiero a todos los personajes, incluso a Bunny, y admito que Lucas ha resultado ser mucho más increíble de lo que había imaginado.

 

Este libro es para todos los que os enamoraréis inesperada y locamente de Lucas… ¡aunque penséis que no deberíais!

 

Aunque soy una gran fan de la ficción para jóvenes, Becca es el primer personaje adolescente que he escrito, así que recurrí a tres maravillosas jovencitas para que me ayudaran a emplear las emociones y el lenguaje apropiado. Aun así, he de confesar que no he usado tantas abreviaturas como me dijeron que debía y que he usado más puntuación. ¡Lo siento! O como dirían ellas, Sry!

Jessie, Hannah y Christi, ¡muchísimas gracias por vuestro tiempo, vuestro entusiasmo y vuestras ideas! Vuestra ayuda ha sido inestimable para darle vida a Becca.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

No había una sola fiesta en el calendario que Harper Szymanski no celebrara de algún modo, ya fuera cocinando, adornando la casa, haciendo découpage, creando una tarjeta de felicitación o decorando algo con hilo de rafia. Estaban los eventos más importantes, como los cumpleaños, Año Nuevo o el Cuatro de Julio, pero también los menos celebrados: el Día de Alerta de la Asociación Americana de la Diabetes, el Día de las Tías o la Semana Nacional de Concienciación sobre el Masaje Terapéutico. ¿Por qué no había tarjetas de felicitación para honrar eso? ¿Acaso no todos necesitábamos un buen masaje?

Aun poseyendo una cantidad de habilidades que hacían que, a su lado, Martha Stewart pareciera una holgazana, Harper nunca había encontrado el modo de rentabilizar su don para adornar mesas y conmemorar algo. Diez años atrás había probado con un servicio de cáterin, pero enseguida había descubierto que su necesidad de comprar y servir comida en exceso le había hecho perder dinero en cada encargo, lo cual la había situado en la incómoda posición de intentar ganarse la vida a costa de mucho esfuerzo después de haber estudiado solo dos semestres en un colegio universitario y de dieciséis años ejerciendo de ama de casa. Los sueldos como empleada en distintos comercios no le habían alcanzado para poder mantener a su hija después del divorcio y tres pruebas de aptitud que había hecho por Internet la habían dejado más confusa todavía; aunque licenciarse en Bioquímica e ir a la facultad de Medicina pintaba muy bien, no era una solución práctica para una madre soltera que pasaba de los cuarenta y no tenía dinero en el banco. Pero entonces un artículo en el periódico local le había dado una idea interesante y casi viable. Así fue como Harper se había convertido en asistente virtual.

Si había algo que sabía hacer era cuidar los detalles. No te podía quedar bien una tarta para el Cuatro de Julio con decoración de tejido de canasta si no prestabas atención.

Un año después de obtener los permisos para su negocio, Harper tenía cinco clientes fijos, alrededor de una docena de otros que solicitaban sus servicios de manera intermitente y casi los ingresos suficientes para pagar las facturas. Además, tenía a su madre viviendo en el apartamento que tenían sobre el garaje, un exmarido que salía con una rubia preciosa que… alucinad… tenía exactamente catorce años menos que ella porque cumplían años el mismo día, una hija de dieciséis años que había dejado de hablarle y un cliente que no tenía nada claro lo que implicaba el concepto «virtual» en el mundo de los asistentes virtuales.

–No hace falta que vengas todos los meses a traer las facturas –dijo Harper mientras disponía el café, un plato de bollitos con pepitas de chocolate que había horneado a las cinco y media de la mañana, un cuenco de almendras glaseadas y peras en rodajas.

–¿Y perderme esto? –contestó Lucas Wheeler al echarse café en una taza–. Si intentas convencerme de que venir aquí no es buena idea, entonces deja de darme de comer.

Y, por supuesto, tenía razón. Había una solución sencilla y lógica: dejar de cuidar tanto de los demás y así se alejarían o, al menos, no irían tanto a verla. Solo había un problema; cuando alguien pasaba por tu casa, lo normal era atenderlo bien.

–No puedo evitarlo –admitió, deseando que no fuera así–. Es una enfermedad. Me gusta complacer a la gente. Y la culpa la tiene mi madre.

–Si yo fuera tú, también le echaría la culpa a mi madre.

Tal vez debería haberse ofendido por las palabras de Lucas, pero solo estaba diciendo lo que era obvio.

En algunos aspectos, Harper se sentía como si perteneciera a la generación equivocada. Según las revistas donde salían las famosas, los cincuenta eran los nuevos veinticinco, pero entonces eso significaba que los casi cuarenta y dos eran ¿qué? ¿Los nuevos once? El resto de la gente de su edad parecía más joven y despreocupada, con una actitud moderna y un conocimiento mucho más amplio de lo popular y lo que estaba de moda.

Ella acababa de empezar a escuchar la banda sonora de Hamilton y su idea de lo que era o no moderno tenía más que ver con cómo vestía su mesa que con cómo se vestía ella misma. Era como una mujer de los años cincuenta, lo cual podía sonar encantador, pero en la vida real era una mierda. Lo único bueno de todo eso era que la culpa la tenía su madre.

–Por cierto, ¿dónde está tu madre? –preguntó Lucas.

–En el centro de mayores, preparando cestas de Pascua para los indigentes –porque eso era lo que debían hacer las mujeres: ocuparse de los demás en lugar de tener un trabajo con el que mantener a sus familias–. Yo, en cambio, estaré pagando tus facturas, diseñando camisetas para Misty, trabajando en el diseño de un folleto publicitario y preparando galletas con forma de trasero de conejito para mi hija.

Lucas enarcó una ceja.

–Eres consciente de que «trasero de conejito» es un modo educado de decir «culo de conejo», ¿verdad?

Harper se rio.

–Sí, pero son una tradición de Pascua. A Becca le encantan. Su padre la trae mañana por la tarde y quiero que tenga las galletas cuando llegue.

Porque tal vez, si había galletas con forma de trasero de conejito, su hija sonreiría y hablaría con ella como antes, con frases de verdad con las que compartiera datos de su vida.

–¿Te arrepientes de no haber ido? –le preguntó Lucas.

–¿Al funeral? Sí –pensó un segundo y añadió–: No. Quiero decir, me habría gustado presentar mis respetos y todo eso, pero la tía abuela Cheryl ya no está, así que no creo que haya echado en falta que yo no haya ido.

El trayecto desde Mischief Bay hasta Grass Valley suponía prácticamente todo un día y Harper no se podía imaginar algo más horrible que estar encerrada en un coche con su ex, la novia de este y su hija. Sí, vale, lo de estar con Becca habría sido genial, pero no lo de estar con los otros dos.

Lo peor de todo era que, aunque la tía abuela Cheryl era pariente de Terence, había sido Harper la que había mantenido contacto constante con ella hasta su muerte dos meses atrás.

–Terence tiene cuarenta y cuatro años. ¿En qué está pensando al salir con una chica de veintiocho? –miró a Lucas–. Da igual. Tú no eres la persona más indicada con la que tener esta conversación.

Porque, aunque su cliente era un guapo soltero de cincuenta años, también salía con veinteañeras; y en su caso, veinteañeras de veintipocos.

–¿Qué os pasa? ¿Sois todos los hombres así o solo mi ex y tú? ¡Ay, Dios mío! Soy lo único que tenéis en común Terence y tú. ¿He hecho algo para que acabéis saliendo con veinteañeras?

–Cálmate –dijo Lucas con tono suave–. Yo ya salía con mujeres más jóvenes antes de que nos conociéramos. No es por ti, es por mí.

–¿Dónde habré oído eso antes? –miró intencionadamente el reloj del microondas–. ¿No tienes crímenes que resolver?

–Sí, sí, ya me voy.

Lucas se levantó y llevó sus platos al fregadero. Medía metro ochenta, tenía buenos músculos y un abdomen bastante más plano que el suyo. Llevaba vaqueros, botas de vaquero y una camisa de manga larga. Era detective del Departamento de Policía de Los Ángeles y, por lo que había ido sabiendo durante los nueve meses que llevaba trabajando para él, siempre había sido policía.

Lucas volvió a la mesa, se colocó la pistolera de hombro y agarró su americana.

–¿Cómo haces las galletas con forma de trasero de conejito?

Ella se rio.

–Es fácil. Preparas una galleta redonda de azúcar con una cobertura rosa, le añades dos galletitas pequeñas ovaladas decoradas con caramelitos rosas para que sirvan como pies, pones un malvavisco diminuto a modo de cola y voilà: galletas de trasero de conejito.

–Guárdame un par.

–Prometido.

Y se las guardaría en una cajita que decoraría con motivos de la festividad en cuestión, porque era incapaz de darle galletitas a alguien en un simple plato de papel. Si lo intentaba, los cielos se abrirían y soltarían una plaga de langostas como poco.

Ay, lo que daría por comprar un paquete de galletas en el supermercado, o salsa precocinada para espaguetis, o un entrante congelado… Pero eso jamás pasaría porque no era lo que se esperaba de Harper.

Llevó el resto de los platos al fregadero, guardó la comida que había sobrado y se dirigió a su cuarto de manualidades con sus estantes empotrados y mesas y armarios gigantes. Después de encontrar una bonita caja apropiada para galletas de trasero de conejito, exploró su colección de lazos antes de elegir uno que hiciera juego. Mientras se calentaba la pistola de pegamento y rebuscaba entre los restos de tela para dar con una apropiada para Pascua, se preguntaba qué harían las demás mujeres con el tiempo que se ahorraban al no hacer cada cosa a mano.

Pero Harper era hija de su madre y nunca había sido capaz de ir en contra de la tradición. Stacey, su hermana, era la rebelde mientras que ella hacía lo que le decían. Por otro lado, tampoco podía decir que no le gustara hacer galletas de trasero de conejito o decorar cajas para regalo, pero sí que querría algo más en su vida. Más retos, más dinero, más comunicación con su hija. Y, aunque era divertido culpar a su madre de todos sus problemas, no podía evitar pensar que en realidad era culpa suya no tener todo lo que quería.

 

 

El olor a gofres y salchichas de pavo llenaba la cocina y recorría el pasillo hasta el dormitorio principal. Stacey Bloom se puso su vestido de tirantes y se miró al espejo. Con ese corte suelto y el tejido de punto, por no mencionar su estupenda silueta, parecía la misma de siempre. Nadie se daría cuenta, y ese era el objetivo. No quería las preguntas que inevitablemente le harían, sobre todo porque no quería que la juzgaran por las respuestas que daría.

Sabía que lo de sentirse juzgada era problema suyo y de nadie más. Si se tratara de cualquier otro asunto, podría dar una respuesta breve y concisa con la que explicaría su postura a la vez que dejaría claro que no le importaba la opinión del interlocutor por mucho que este creyera que sí. Sin embargo, ese no era el caso esa vez.

Se puso sus botas de montaña y una bléiser de las muchas que tenía en el armario. Años atrás había aprendido que tener una especie de uniforme de trabajo le simplificaba las mañanas. Compraba los vestidos negros de tirantes por Internet, tres o cuatro a la vez, y las bléiseres eran de excelente calidad y le duraban años. Las cambiaba por temporadas; las de tela más fina para el verano y las de tela más gruesa para el invierno, aunque la temperatura en Mischief Bay, California, hacía que su decisión de cambiarlas respondiera puramente a una cuestión de convención más que de necesidad.

En cuanto a las botas de montaña, eran cómodas y le ofrecían un buen soporte. Se pasaba la mayor parte del día en un laboratorio o yendo de laboratorio en laboratorio, así que usarlas tenía mucho sentido. Su madre seguía intentando convencerla para que se pusiera tacones bajos y medias, pero nada de eso sucedería nunca. Los zapatos le producirían dolor de pies y le cargarían la espalda baja, sobre todo ahora. Además, las botas de montaña tenían algo que parecía intimidar a los hombres con los que trabajaba, y aunque ese nunca había sido su propósito, no iba a negar que le gustaba el inesperado beneficio.

Entró en la cocina y colgó la bléiser en el respaldo de la silla. Su marido, Kit, estaba junto al fuego canturreando para sí mientras les daba la vuelta a las salchichas. La mesa estaba puesta y Stacey tenía un cuenco de fruta troceada junto a su mantel individual. Y al lado de su mochila, una taza térmica de viaje. Deseaba que estuviese llena de delicioso café caliente, pero sabía que contenía un batido proteico de verduras. No necesitó mirar para saber que tenía el almuerzo preparado dentro de la mochila.

Kit se giró y sonrió al verla.

–Buenos días, cielo. ¿Cómo estás?

–Bien. ¿Y tú?

–Fenomenal –le guiñó un ojo y siguió cocinando.

Ya que era el último viernes de las vacaciones de primavera, ese día Kit no tenía que dar clase, de modo que en lugar de sus habituales pantalones de color caqui y una camisa, llevaba un pantalón de chándal y una camiseta con el dibujo de un gato en un cartel. Debajo del cartel ponía: Se busca vivo o muerto: Gato de Schrodinger.

Stacey no estaba segura de qué le gustaba más, si que la mimara tanto al prepararle la comida y asegurarse de que se tomaba sus vitaminas, que la llamara «cielo», o que tuviera una colección de divertidas camisetas sobre Ciencias. De todos modos, suponía que no tenía por qué elegir. Hasta que conoció a Kit, nunca había estado segura de que el amor romántico existiera. Podría haber explicado los procesos químicos que tenían lugar en el cerebro, pero eso no era lo mismo que creer en los sentimientos. Ahora, en cambio, sabía bien que sí existían.

Él colocó dos platos en la mesa y se sentó frente a ella. En el centro había una tetera con té de hierbas. Sirvió una taza para cada uno. Kit no bebía café delante de ella, aunque Stacey suponía que lo tomaba cuando no estaba delante.

–Ha llamado Harper. Nos ha invitado a cenar mañana por la noche. Becca habrá vuelto del funeral –frunció el ceño–. ¿Quién es la tía abuela Cheryl? No vino a la boda.

–No es familia nuestra. Era la tía abuela de Terence, pero Harper y ella siempre estuvieron muy unidas, lo cual nuestra madre veía como una amenaza. La tía abuela Cheryl fue enfermera del ejército durante la Segunda Guerra Mundial y una especie de espía en los cincuenta. Criaba perros.

–¿Tipo caniches?

Stacey sonrió a su marido.

–No, a estos los adiestraban especialmente para misiones espía. Al parecer, su entrenamiento era mucho más avanzado que el de los perros militares habituales. Intenté que me hablara de su trabajo, pero decía que todo era alto secreto y yo no tenía autorización. Aun así, lo que me contó me resultó fascinante, sobre todo por la ausencia de moralidad que implicaba. Cuando a alguien lo entrenan para matar, hay ramificaciones psicológicas, pero en el caso de los animales solo está la labor en cuestión. Pulsar un botón que activará una bomba implica poco más que la orden y posterior recompensa por buen comportamiento.

Kit se rio.

–Esa es mi chica, siempre con una conversación alegre durante el desayuno.

–Me resultan interesantes muchas cosas de la vida.

–Lo sé, y a mí me resultas interesante tú. Y ahora, sobre ese tema que estamos obviando…

Ella automáticamente miró el calendario de la pared. Era de aproximadamente treinta por treinta centímetros y más que mostrar la fecha, contaba 280 días. Kit arrancaba una hoja cada mañana. Estaban en el día 184.

Involuntariamente, Stacey se puso una mano en el redondeado vientre. La derecha mejor que la izquierda porque era diestra y por lo tanto podría proteger mejor con dicha mano, pero no porque en esa habitación existiera ninguna amenaza, sino porque podía haberla fuera del refugio de su hogar.

Volvió a mirar a su marido. La expresión amable de Kit nunca cambiaba. Sus ojos marrones parecían danzar de diversión tras sus gafas de montura metálica y su boca le sonreía. Necesitaba un corte de pelo porque siempre necesitaba un corte de pelo.

Se habían conocido hacía casi tres años, cuando Stacey había hablado en el Día de las Profesiones del Instituto Mischief Bay. Como profesor de Ciencias, Kit había contactado con la empresa de biotecnología donde trabajaba Stacey y había solicitado que enviaran a alguien que pudiera hablar con sus alumnos y que fuera mujer para que inspirara a las chicas de sus clases.

Stacey se había ofrecido voluntaria. Estaba acostumbrada a dar charlas en conferencias y simposios, así que no le daba miedo hablar delante de una multitud. Lexi, su ayudante, la había ayudado a preparar una presentación apta para quienes tuvieran pocos conocimientos, o ninguno en absoluto, sobre la patología de la enfermedad o la ciencia en general. Los alumnos habían parecido interesados, pero la mayor sorpresa del día había sido conocer a Kit.

Se había sentido nerviosa en su presencia y, cuando la había invitado a salir a tomar un café, había aceptado. El café se había convertido en un fin de semana y a la tercera semana de estar juntos, él se había mudado a vivir con ella.

Stacey nunca se había sentido así, nunca se había enamorado tan completamente de nadie. Y lo más importante, nunca se había sentido tan aceptada por un hombre que no fuera de su familia.

Empleando un lenguaje actual, podía decirse que él la «captaba». Entendía cómo funcionaba su cerebro y no se sentía intimidado lo más mínimo ni por su inteligencia ni por su éxito. Cuando el día a día la turbaba, él era su amortiguador. Él era «normal». E igual de importante era el hecho de que la cuidara de mil pequeñas maneras distintas que la hacían sentirse amada. Aunque intentaba portarse igual con él, estaba segura de que fracasaba estrepitosamente, pero a Kit nunca parecía importarle.

–Se lo diré –murmuró volviendo al tema que tenían entre manos.

–Técnicamente, no tienes por qué hacerlo. En noventa y seis días aproximadamente tendrás al bebé y estoy seguro de que Bunny se dará cuenta por ciertos detalles, como, por ejemplo, cuando tenga en brazos a su nieta por primera vez –Kit se detuvo y dio un trago de té–. A menos que no vayas a decir nada entonces tampoco. Quiero decir, podemos esperar a que Joule aprenda a hablar y que ella misma se lo diga a Bunny. La mayoría de los niños empiezan a formar frases alrededor de los dieciocho meses, pero con tus genes flotando dentro de nuestra hija, probablemente para entonces ya habrá aprendido una segunda lengua. Opino que dejemos que sea ella quien se lo diga a su abuela.

Sabía que Kit estaba bromeando. Y también sabía que el problema lo había creado ella porque había ido posponiéndolo y aún no le había dicho a su madre que estaba embarazada. A Harper sí se lo había dicho enseguida porque era su hermana y siempre habían estado muy unidas. Harper era una persona comprensiva y con la que resultaba fácil hablar. Bunny no. Bunny tenía unas ideas muy claras sobre lo que las mujeres debían o no debían hacer en sus vidas y Stacey estaba segura de que, hasta ahora, las había transgredido todas. Tener un hijo solo empeoraría las cosas.

Una semana se había convertido en dos y así el tiempo había ido pasando. Stacey le había dicho a Kit que iba a esperar hasta después de que le hicieran la amniocentesis, pero ya hacía semanas que les habían dado los resultados y seguía sin decirle nada a su madre.

Se levantó y rodeó la mesa. Kit se echó atrás para que se sentara sobre su regazo. La rodeó con los brazos y ella se abrazó a él y hundió la cara en su hombro.

–Soy una hija horrible –susurró.

–No lo eres. Eres maravillosa y te quiero. En cuanto a Bunny, si no sabe aguantar una broma, que le den –le acarició la mejilla hasta que ella lo miró–. Stacey, hablo en serio. Haz lo que quieras. Estoy contigo. Si no quieres contárselo nunca, me parece bien. Solo intento decir que algún día se enterará y cuanto más esperes, más difícil será.

–Ya es difícil.

–Te lo dije –dijo con delicadeza antes de besarla–. Anda, ve a terminarte el desayuno.

–Voy. Yo también te quiero.

Él le sonrió. Ella volvió a su asiento y comenzó a comer porque tenía que estar sana por el bebé. Se sentía cómoda siendo un recipiente. Eso de ser un recipiente podía hacerlo; era la idea de la maternidad lo que la atormentaba. ¿Quién era ella para pensar que podía ser madre? No era como las otras mujeres, no quería lo que querían las demás. Tenía otras prioridades, y probablemente podría haberse aceptado así, tal como era, de no ser por su madre.

Porque Bunny sabía que su hija no era como las demás y no tenía ningún problema en recalcarlo. Cuando se enterara de lo del bebé… ¡Ay, ya podía imaginárselo!

–Se lo diré mañana en la cena.

–Bien por ti.

Que era el modo de Kit de decir: «Eso no te lo crees ni tú, pero, venga, dilo si te hace sentir mejor».

–Se va a enfadar de que haya tardado tanto.

–Seguro –le sonrió–. Pero no te preocupes. No dejaré que te haga daño. Te lo prometo.

Sabía que su marido hablaba en serio, que haría todo lo que pudiera por protegerla. Pero el problema no era que su madre la atacara físicamente, sino lo que podría llegar a decirle. En la familia Bloom, las palabras eran la verdadera arma y las expectativas eran la munición. El resto del mundo consideraba a Stacey una científica brillante y muchos premios y títulos la avalaban. Bunny, en cambio, veía en ella poco más que una hija que se negaba a ser convencional en todos los aspectos importantes; en otras palabras, un fracaso. ¿Qué narices diría su madre cuando se enterara de que estaba embarazada de seis meses y no le había dicho ni una palabra?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Harper consultó su agenda para confirmar todo lo que tenía que hacer durante el día. Como era fin de mes, prepararía las facturas para sus clientes. Además, tenía que enviar un email a Blake y recordarle que el cumpleaños de su madre era dentro de dos semanas. Ya tenía algunas ideas de regalo anotadas por si quería que lo ayudara con eso.

Escribió el email a Blake, un ejecutivo de ventas de Boeing que se pasaba su vida laboral viajando por todo el mundo. Vendía jets privados a los megarricos y se los personalizaba según sus gustos. Harper nunca sabía dónde estaba o con quién estaba reunido, pero todo le parecía muy emocionante. Lo veía como el James Bond del mundo de las ventas.

Sus clientes habituales eran Blake, Lucas, una enfermera convertida en monologuista llamada Misty, Cathy, organizadora de fiestas, y el Ayuntamiento de Mischief Bay. Cuando había empezado el negocio, no había sabido lo que hacía. Después de unos cuantos cursos organizados por la universidad, controlaba varios programas informáticos, conocía los detalles básicos de muchos otros, sabía cómo crear y organizar una base de datos, llevar registros de su negocio y pagar sus impuestos. Había nacido Harper Helps.

Lucas había sido su primer cliente y lo había conocido a través de una amiga de una amiga. Después de sufrir un disparo en el trabajo, había pasado varias semanas recuperándose, pero durante ese tiempo había olvidado pagar las facturas y le habían cortado el agua y la luz. Cuando estuvo recuperado del todo, había decidido que alguien se ocupara de esos detalles de su vida y la había contratado. Blake, por su parte, la había encontrado por un anuncio de Facebook, ni más ni menos, y Misty había sido una de las enfermeras de Lucas.

El trabajo con el ayuntamiento lo había conseguido tras ver una publicación online solicitando ofertas de presupuestos para el diseño de un folleto publicitario. Había presentado la suya, había aportado muestras de su trabajo y la habían contratado.

La ironía era que Harper había creado su negocio desde casa porque carecía de ciertos conocimientos y técnicas, y ahora que estaba cualificada para trabajar en una oficina, no quería hacerlo. Le gustaba poder organizarse su horario y estar en casa para atender a su hija incluso aunque Becca últimamente no estuviera especialmente interesada en estar con ella. Aun así, Harper estaría ahí por si de pronto le apetecía o la necesitaba.

Entró en la cocina y se sirvió una taza de café. La puerta de atrás se abrió y su madre entró. Bunny Bloom era una mujer menuda y delgada de sesenta y pocos años. Vestía trajes caros, tenía el pelo oscuro y corto y peinado despuntado, y siempre siempre se maquillaba antes de salir de su apartamento.

Había perdido a su marido hacía un par de años y mientras que Harper se había quedado hundida durante los meses siguientes a la muerte de su padre, Bunny había seguido adelante y se había ocupado de todo lo que había hecho falta. Una vez las cosas se habían calmado, se había mudado al apartamento que Harper tenía sobre el garaje tanto para estar cerca de su única nieta como para ayudar a Harper económicamente. Había meses en los que el alquiler de mil dólares de Bunny marcaba la diferencia entre una hamburguesa para cenar y una caja de macarrones con queso. En sentido figurado, claro, pensó Harper mientras sonreía a su madre, porque ella jamás consumiría macarrones con queso de caja. Los prepararía ella misma partiendo de cero e incluso elaboraría la pasta.

–Hola, mamá. ¿Cómo estás? –preguntó Harper sirviendo automáticamente otra taza de café antes de sacar de la panera una tarta de café recién hecha y cortar una porción.

–Vieja. ¿Sabes algo de Becca?

–Solo que tienen pensado volver mañana –no mencionó que no sabía nada de su hija desde el mensaje que le había enviado dos días antes diciendo que ya habían llegado a su destino. Últimamente, Becca no hablaba con ella y no podía entender por qué.

Se sentaron a la mesa redonda de la cocina y le ofreció a su madre el plato de tarta de café. Cada uno de los cuatro manteles individuales tenía el dibujo de un conejo, al igual que el salero y el pimentero del centro de la mesa. El azucarero y la jarrita para la leche estaban adornados con conejos y tulipanes para conmemorar la festividad y la primavera.

–Bien –Bunny se echó leche en el café–. Necesito ver a mi única nieta por Pascua. ¿Has empezado a preparar la cena?

–Sí.

Aunque por mucho que preparara de antemano, se pasaría la mayor parte del Domingo de Pascua cocinando como una loca. El menú de ese año incluía ensalada de fresa y aguacate, jamón glaseado, patatas Grand-Mère, salteado de espárragos y guisantes, pastel de limón y merengue y una tarta de Conejito de Pascua.

Todo eso para cinco personas, o tal vez siete si Lucas iba y llevaba acompañante. Con él nunca se sabía. De cualquier modo, habría comida para veinte y montones de sobras. Y eso no incluía la especial «cena de bienvenida a casa» que haría al día siguiente.

–¿Necesitas ayuda? –preguntó su madre.

Harper hizo lo posible por no gritar. ¡Claro que necesitaba ayuda! Trabajaba sesenta horas a la semana en un intento desesperado por mantenerse a flote económicamente, ocuparse de su casa, criar a una hija de dieciséis años, decorar para la festividad y preparar una riquísima cena. Estaría bien tener ayuda. ¡Estaría genial tener ayuda! Pero en el mundo de Bunny, la mujer de la casa no pedía ayuda. No, ella lo hacía todo sola y, al parecer, sin ningún esfuerzo. Lo primero era la familia y a una mujer se la medía por lo bien que cuidaba de su familia. Harper se lo sabía de memoria. El problema era que, desde su punto de vista, la única persona a la que le importaba todo eso era Bunny. Bunny, la misma que ya no tenía que hacer nada por nadie porque, por el motivo que fuera, ahora toda esa responsabilidad recaía sobre Harper. Bunny tenía la libertad de pasarse el día con sus amigas, vestir a la perfección para cada ocasión y juzgar a su hija mayor.

Sonrió a su madre.

–No hace falta, mamá. Lo tengo todo bajo control. Tú limítate a venir y ponerte guapa.

–De acuerdo. ¿Stacey y Kit vienen a cenar?

–Sí, que yo sepa.

Lo cual podría ser interesante, pensó Harper. En algún momento su hermana iba a tener que revelar su embarazo. ¿No sería un buen tema de conversación? Sin embargo, no estaba segura de querer que pasara durante la cena de Pascua. No, con todo el trabajo que conllevaba la cena. Tal vez sería mejor después, cuando todo el mundo aún la estuviera digiriendo, aunque eso también podía ser problemático.

Suponía que la cuestión era que no había un buen momento para confesarle a su madre que estaba embarazada de seis meses. Con dieciséis años tenía sentido ocultar la verdad, pero Stacey tenía cuarenta.

Contuvo un suspiro. Sabía exactamente por qué Stacey no tenía ninguna gana de contárselo. Su madre le daría un millón de normas y consejos que su hermana ignoraría y después vendría la discusión. Ante semejante panorama, no contar nada tenía sentido.

–¿Crees que te ha dejado algo?

Harper miró a su madre.

–Lo siento, no tengo ni idea de lo que me estás preguntando.

–¿Crees que te ha dejado algo?

–Decir lo mismo otra vez no aclara nada, mamá.

Su madre suspiró.

–En el testamento.

¡Aaah, claro! Porque Bunny preferiría comprar pan industrial que pronunciar el nombre de la tía abuela Cheryl, lo cual a Harper le haría mucha gracia si ella misma no tuviera un problema similar con la novia de su ex. Hacía todo lo posible por no tener que decir nunca «Alicia». Aunque había una gran diferencia si teníamos en cuenta que Alicia tenía veintiocho años y era preciosa y la tía abuela Cheryl no era pariente suya y… bueno… estaba muerta.

–No tengo ni idea –admitió Harper–. Hace unos años me preguntó si me quedaría con sus perros y le dejé claro que de eso nada.

La tía abuela Cheryl había sido muchas cosas, incluso una enfermera del ejército que se había convertido en espía durante la Segunda Guerra Mundial. Después de eso, había viajado por todo el mundo, había tenido amantes y, en general, había vivido una vida que habría dejado exhausto a cualquiera. Durante los últimos diez años aproximadamente, se había dedicado a entrenar perros para el Gobierno. Harper estaba segura de que podrían activar un misil nuclear si se lo ordenaban. Además, eran unos dóberman enormes que daban un poco de miedo y que no quería en su casa de ninguna manera.

–Entonces, ¿ni ninguna joya ni ningún juego de té antiguo?

–La tía abuela Cheryl no era dada a tener juegos de té antiguos.

–Qué pena.

Las dos sabían que eso no era verdad.

–No cuento con que me haya dejado nada, mamá. Era la tía de Terence, no la mía.

–Pues estabais muy unidas.

Terminó la frase con un ligero sonido de desdén que Harper ignoró.

–Sí que lo estábamos. Era encantadora y la echo mucho de menos.

La tía abuela Cheryl siempre la había animado a hacer algo más con su vida y no limitarse a cuidar de su familia. Cuando Becca había empezado a ir al jardín de infancia, Cheryl se había ofrecido a pagarle a Harper la universidad, pero ella, la muy tonta, se había negado. ¿Por qué iba a dejar de cuidar de su familia durante todo el día para hacer algo tan ridículo como ir a la universidad? ¡Ni que fuera a tener que verse nunca en la situación de quedarse sola y mantener sola a su hija!

Después del divorcio, había querido decirle a Cheryl cuánto agradecía la oferta aunque no la hubiera aceptado, pero en ese momento había temido que pareciera que le estaba suplicando dinero, así que jamás había llegado a decírselo. Y ahora ya no podía hacerlo.

El arrepentimiento era una zorra vil y vengativa.

 

 

Llamaron a la puerta, pero antes de poder ir a abrir, Harper oyó un familiar:

–¡Soy yo!

–¡En la cocina! –gritó mientras manipulaba con destreza unas placas de lasaña calientes que estaba colocando en una fuente de horno. Se limpió las manos con un paño y agarró el cuenco de salsa marinara, casera por supuesto, y una cuchara.

Al levantar la mirada vio a Lucas entrar y volvió a centrar su atención en lo que estaba haciendo. No tenía sentido mirar lo que no podía tener, se recordó. Aunque tampoco podía decirse que deseara a Lucas, no exactamente.

Sí, el hombre era tremendamente guapo además de alto y esbelto y con un aire de seguridad que casi rozaba la chulería. Tenía cincuenta años, así que era mayor que ella, y era sorprendentemente amable. Aunque casi siempre estaba por casa, nunca molestaba, y cada vez que iba a cenar, lo cual sucedía con sorprendente frecuencia, siempre las obsequiaba con algún detalle.

Estaba al otro lado de la isla de la cocina observando los ingredientes que ella tenía preparados.

–A ver… –comenzó a decir–. Sobra decir que hay lasaña, así que también habrá pan de ajo y alguna ensalada –se detuvo–. La que va muy picada con el aliño casero de albahaca. Y todo eso significa que vamos a tomar la cena favorita de Becca.

–Para celebrar su regreso.

–Ha estado fuera solo tres noches. ¿Cómo vas a demostrarle que es especial mientras esté en la universidad y vuelva a casa después de varios meses seguidos sin verla?

–No quiero pensar en eso –admitió Harper. Ni en el hecho de que su única hija se fuera ni en cómo iba a pagarle los estudios universitarios–. He hecho tarta de chocolate.

–¡Cómo no! ¿A qué hora es la cena?

–Terence ha dicho que volverían entre las cuatro y las cinco, así que supongo que entre las cinco y media y las seis.

–Aquí estaré –Lucas se fijó en todo el despliegue que había a su alrededor–. ¿Esta gran cena es independiente del festín de Pascua de mañana?

–Por supuesto. No tienen nada que ver.

–¿Y no podríamos saltarnos una?

–¿En serio me estás preguntando eso?

–Es verdad, tienes razón. ¿En qué estaría pensando?

Harper terminó de espolvorear el queso para gratinar y miró el reloj. Eran casi las tres. Pensó que podía arriesgarse a dejar la lasaña en la encimera hasta que la metiera en el horno a las cuatro y cuarto. Había hecho el pan hacía días y ya había descongelado una barra. La pasta de ajo para el pan ya estaba lista y la ensalada estaba en la nevera. Solo faltaba añadirle el aliño y ¡listo! Aún le faltaba poner la mesa. Volvió a mirar a Lucas.

–¿Vas a traer a alguien?

Él esbozó una media sonrisa.

–A Kaki.

Harper se limpió las manos con un paño.

–Tiene que ser una broma. ¿De verdad se llama así?

–Lo pone en su carné de conducir.

–¿Y lo has visto porque compruebas su carné antes de salir con ellas?

–Me gusta asegurarme.

–¿De que no sean menores de edad o de que no sean demasiado viejas?

–A veces de las dos cosas.

–Entiendo el enfoque biológico –dijo mirándolo desde el otro lado de la isla–. La mujer joven y sana es la que proveerá la mejor descendencia, pero ya no vivimos en las cavernas. Conduces un Mercedes. Si has evolucionado lo suficiente como para conducir por una autopista, ¿por qué no puedes salir con alguien que se acerque un poco a tu edad? No te digo con una anciana, pero tal vez con una mujer que haya pasado de los treinta –fue a la despensa y sacó la pequeña caja de galletitas que tenía apartada para él–. Bueno, da igual –le dijo mientras le entregaba la caja decorada–. Tú no tienes respuesta y yo no tengo derecho a cuestionar tu vida personal. Solo trabajo para ti.

–Y me das galletas –se fijó en el lazo y los adornos–. Es preciosa, pero me habría conformado con film adherente.

–Por aquí hacemos las cosas así.

–Y ese es parte de tu problema.

–Lo sé. Por desgracia, saberlo y hacer algo al respecto son dos cosas distintas. Ve a lavarte las manos y después me ayudas a poner la mesa.

–Sí, señora.

Lucas hizo lo que le pidió y se reunió con ella en el comedor. De pronto, Harper recordó cuando Terence y ella habían estado buscando casa por la zona. Habían descartado algunas porque el comedor no era lo suficientemente espacioso, y, cuando él le había dicho que no tenían una familia tan grande, ella le había recordado que tenía una mesa enorme, una vitrina monumental y un aparador gigantesco a los que buscar sitio. Terence había refunfuñado y protestado porque decía que tenía demasiados platos y en alguna ocasión, Harper le había dado la razón. Después del divorcio había vendido dos juegos completos y aún tenía más existencias que unos grandes almacenes.

Su juego de platos básico era blanco, lo que le permitía usarlos como base para cualquier festividad o evento. Observó sus manteles y servilletas y después pensó en el festín de Pascua que llenaría la mesa al día siguiente.

–A Becca le gusta el rosa –dijo Lucas–. ¿No es un color primaveral?

–Sí e iría bien. Gracias.

Sacó un mantel rosa pálido con servilletas a juego. Usaría el dorado y un poco de verde oscuro para dar los toques de color. A la cena asistirían Bunny, Becca, Lucas y su amiga la fruta, Kit, Stacey y ella, siete en total.

Le dio el mantel a Lucas y sacó siete manteles individuales en verde oscuro. El resto fue sencillo: siete platos bajos dorados, siete juegos de cubiertos, sus copas de cristal favoritas y platos blancos. Tenía una colección de ensaladeras con distintos diseños incluyendo ocho con bordes de oro. Haría unos servilleteros adornando unos básicos con ramitos de flores de seda y además tenía tres faroles con bases doradas.

Dejó que Lucas colocara el mantel y las servilletas y corrió a su cuarto de manualidades para comprobar el material. Sinceramente, tendría que haber planificado la mesa hacía unos días por si necesitaba ir a la tienda de manualidades. Ahora iba a tener que improvisar sobre la marcha.

Enchufó la pistola de pegamento y buscó dentro de una gran bolsa de flores de seda donde encontró varias florecitas diminutas rosas y también algunas verdes. Tenía cuentas de cristal, por supuesto, y muchas cintas decorativas. Diez minutos después, había pegado la última de las flores a los servilleteros de plástico transparentes que había comprado al por mayor. Agarró las bolsas de cuentas de cristal y las cintas y al girarse estuvo a punto de chocarse con Lucas.

–¿Qué estás haciendo? –le preguntó él con tono más de diversión que de preocupación.

–Decorando la mesa. ¿Puedes llevar estos farolillos, por favor?

–Lo tuyo no es normal –le dijo mientras agarraba los farolillos y la seguía de vuelta al comedor–. No ganas ni un centavo con tus manualidades, pero tienes una habitación enorme para guardarlas y luego trabajas apretujada en el despacho que tienes en ese diminuto dormitorio del fondo.

–A veces tengo que usar mi cuarto de manualidades para el trabajo –dijo ella intentando no ponerse a la defensiva–. Por ejemplo, cuando tengo algún encargo de mi organizadora de fiestas.

–Sí, ya, eso díselo a otro porque a mí no me la cuelas. Harper, nadie te va a tomar en serio hasta que tú misma te tomes en serio.

Harper pensó en la montaña de facturas que tenía sobre el escritorio y en lo mucho que le costaba llegar a fin de mes. Era la casa, admitió. Había querido mantenerla después del divorcio para que Becca no tuviera que mudarse y ella no se hubiera visto obligada a venderla cuando su hija cumpliera los dieciocho años. Comprar la parte de Terence había diezmado su mitad de los bienes gananciales, lo que significaba que él se había quedado con todo el dinero en efectivo, con los ahorros y con la mayoría de sus planes de jubilación. A cambio, ella tenía la casa y poco más.

–Me tomo mis ingresos muy en serio. En algún momento cambiaré el cuarto de manualidades por mi despacho, pero aún no. Ese cuarto me hace feliz.

–Lo dudo. Es un recordatorio constante de lo perfecta que tienes que ser.

Esa inesperada opinión la pilló desprevenida y la hizo sentirse avergonzada y expuesta, tanto como si la hubiera sorprendido in fraganti en el cuarto de baño.

Lucas era así. Y no porque la sorprendiera in fraganti haciendo nada, sino porque de vez en cuando resultaba incómodamente intuitivo.

Volvieron al salón y él dejó los farolillos sobre el aparador. Ella colocó unos lazos rosas y dorados alrededor de las bases antes de ponerlos en su sitio. Después de esparcir las cuentas de cristal por el centro de la mesa, estudió el efecto.

–Está preciosa –le dijo Lucas–. A Becca le va a encantar.

–Bunny se quejará de que no he hecho lo suficiente.

–¿Quieres que me ocupe yo de ella?

–Dudo que quieras correr ese riesgo. ¿Y si te contagia sus malas pulgas?

–Tienes razón –la siguió hasta la cocina, donde Harper sacó la pasta de ajo de la nevera.

–Bueno, ¿y quién es la tía abuela Cheryl?

–La tía abuela de Terence. La conocí cuando éramos novios. Era maravillosa. Divertida e irreverente. Nunca se casó, pero siempre tenía cerca hombres muy atractivos. Tenía un millón de historias, todas ellas muy interesantes, y justo cuando empecé a pensar que se lo estaba inventando todo, sacó una carta del presidente Truman dándole las gracias por la inestimable ayuda que había prestado a nuestro país.

Cortó la barra de pan francés por la mitad y a lo largo. Lucas se apoyó en la encimera.

–La admirabas.

–Sí. Mucho. Siempre fue muy dulce conmigo.

–Bunny la odiaba y estaba celosa de vuestra relación.

Harper se quedó mirándolo.

–¿Cómo lo sabes?

–Venga, ¿me lo preguntas en serio? Tu madre es la persona más tradicional que conozco y está convencida de que, si compras pan en lugar de hacerlo, al día siguiente no saldrá el sol. Bunny es una mujer muy hogareña. La tía abuela Cheryl haría que le chirriaran los dientes. Y lo peor de todo es que seguro que vulneraba cada una de las creencias fundamentales de tu madre.

–No congeniaban mucho –admitió Harper–. Durante los últimos años, la tía abuela y yo perdimos un poco el contacto y pensé que era porque estaba ocupada. Cuando murió, me enteré de que había estado enferma.

Harper aún se sentía culpable por no haberse molestado un poco más en saber qué estaba pasando.

–No quería dar problemas a nadie ni ser un estorbo. Ojalá hubiera estado a su lado hasta el final.

–¿Estaba sola?

–No, tenía a Ramon.

Él enarcó las cejas.

–¿Ramon?

–La tía abuela Cheryl era un poco como tú en lo que respectaba a sus amantes.

–Bravo por ella. ¿Por qué no has ido al funeral?

Harper tenía preparadas todas sus excusas socialmente correctas, pero con Lucas acabó soltando la verdad.

–Hay casi un día de trayecto en coche hasta Grass Valley y no quería estar metida en el coche con Terence y ella.

–¿Alicia? –preguntó Lucas con dulzura–. ¿Hay algún motivo por el que no puedas decir su nombre?

–Sí. Es como Bitelchús. Si pronuncias su nombre demasiadas veces, se alzará con unos terribles poderes y hará cosas horribles. Solo estoy siendo precavida.

–El mundo te lo agradecerá.

–Como debe ser.

Terminó de cubrir el pan con la pasta de ajo, lo cortó en porciones, lo tapó con papel de aluminio y lo metió al horno.

–¿Esperas recibir algo de Cheryl?

–No. Fuimos amigas y con eso me basta.

Entró en la despensa, echó harina en un tamiz y buscó entre sus plantillas hasta dar con la que necesitaba. Técnicamente, no era Pascua hasta el domingo, pero quería hacer algo divertido para el regreso de su hija.

Lucas no dijo nada mientras la siguió fuera de la casa. Ella se detuvo al final del camino de entrada, colocó la plantilla sobre el suelo de hormigón y giró la manivela del tamiz con delicadeza.

La harina cayó sobre la plantilla. Cuando la levantó, debajo había unas perfectas huellas de conejo.

Lucas fue hacia su coche.

–Das miedo, Harper Szymanski. Nos vemos en un par de horas.

–Con Kiwi.

–Es Kaki.

–¿Acaso importa?

Él se subió a su Mercedes descapotable, se giró hacia ella y le guiñó un ojo.

–Sinceramente, no.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Stacey se dijo que todo iría bien. El estudio científico sobre el poder del pensamiento positivo era exhaustivo. Ante un resultado incierto, centrarse en posibilidades optimistas relajaba el cuerpo y aclaraba la mente. De lo contrario, el pensamiento podía verse paralizado por el miedo, como era su caso ahora mismo.

–Me va a matar cuando le cuente lo del bebé –murmuró mirando a Kit, que conducía hacia la casa de su hermana, situada a unas cuantas manzanas.

–Bunny jamás haría eso. Eres su hija y te quiere.

–Se va a quedar defraudada conmigo. Me va a echar esa mirada que me hace sentir insuficiente y pequeña, como si fuera la hija más decepcionante de la historia. Y después me va a decir que me pasa algo y que no soy normal.

Kit alargó el brazo por encima de la consola central y le agarró la mano.

–A ti no te pasa nada, Stacey. Eres brillante, leal, buena y divertida.

–Pero me va a gritar y se va a enfadar.

Lo segundo sería lo más difícil de soportar. Aunque Stacey no se llevaba muy bien con su madre, no quería herir sus sentimientos.

–No va a entender por qué no se lo has dicho antes –dijo Kit con delicadeza.

Ella le agarraba la mano con fuerza.

–No podía. Va a decir cosas que no quiero oír –y bastante aterrada estaba ya de por sí con el embarazo como para que su madre empeorara la situación.

A la mayoría de las madres les preocupaba que sus hijos tuvieran algún problema, o el dolor del parto, o si serían capaces de sobrellevar la realidad de sumar un bebé a una vida ya de por sí muy ocupada. Lo entendía y compartía algunas de esas preocupaciones, pero su verdadera preocupación, su verdadero miedo, era no ser una madre adecuada.

Aún no veía al bebé como una realidad. Kit había llorado al oír el latido mientras que ella se había limitado a observar el ritmo y la fuerza y comprobar que estaban dentro de la normalidad.

No tenía la sensación de llevar una vida creciendo en su interior. Sí, conocía el proceso biológico, pero eso era una cuestión científica, nada más. Las emociones eran algo distinto. Podía verse como el recipiente donde crecía el bebé, pero no como la madre del bebé. No se podía imaginar sosteniendo a su hija en brazos o acunándola. Kit hablaba sobre las ganas que tenía de que naciera mientras que ella no quería pensar en cuando llegara ese día.

–Solo necesito que esto pase ya –susurró pensando tanto en decírselo a su madre como en tener a su hija–. Una vez sepa cómo va a reaccionar, estaré bien.

–Y aunque no lo estés, yo estaré ahí, a tu lado –Kit apartó la mano y le sonrió–. Harper nos cubrirá mientras nosotros nos preparamos para salir corriendo si Bunny intenta atacarnos.

Stacey esbozó una pequeña sonrisa.

–A ti jamás te pegaría y ni siquiera te diría que te equivocas. Eres el hombre, así que eres especial por defecto.

–Qué bien ser yo –dejó de sonreír–. Sé que ya te lo he preguntado antes, pero quiero asegurarme de que te parece bien que Ashton se mude a vivir con nosotros.

Agradeció el cambio de tema, aunque la dejó algo confundida.

–¿Por qué iba a tener algún problema con Ashton?

Kit aparcó delante de la casa de Harper y apagó el motor. Miró a Stacey.

–Apenas lo conoces. Va a estar viviendo con nosotros hasta que pase el verano y la niña nacerá a finales de junio. La mayoría de las mujeres lo vería como un problema.

Kit era un tipo estable y centrado, a diferencia de su hermana, que se había pasado la mayor parte de su vida en clínicas de desintoxicación para adictos a las drogas. De vez en cuando, Stacey se preguntaba si debería haberse especializado en el tema de la adicción. El cerebro tenía una capacidad asombrosa para centrarse en el placer, procediera de la fuente que procediera.

El estilo de vida de la hermana de Kit había causado estragos en la vida de su hijo. Ashton había ido de un lado para otro, viviendo con amigos y parientes lejanos mientras su madre se trataba sus problemas. Kit siempre había intentado llevarse a Ashton a California a vivir con él, pero su hermana no lo había permitido.

Pero ahora que Ashton tenía dieciocho años, era libre de hacer lo que quisiera, y Kit y Stacey habían decidido que el jovencito podía vivir con ellos hasta el otoño, cuando empezaría a estudiar en el MIT. Solo le faltaban dos asignaturas para graduarse en el instituto y las haría por Internet.

–Ha sido muy responsable y agradable las veces que lo he visto. Estoy segura de que nos llevaremos bien.

Además, tener a otra persona en casa le permitiría distraerse del inminente nacimiento. Pero eso no lo admitiría delante de Kit.

–Estás siendo muy generosa.

–No. Aprecio a Ashton.

–Me refiero a lo de ayudarlo a pagar la universidad.

Ashton tenía una beca que le cubría la matrícula, pero poco más. Kit y Stacey se encargarían del alojamiento, la comida y todo lo demás que pudiese necesitar.

–Siempre he tenido un buen sueldo, la casa está pagada y ya tenemos apartado el dinero para la universidad de Joule. Ayudar a Ashton es nuestra forma de devolver parte de lo que nos ha dado la vida.

Tal vez, si llevaba a cabo suficientes actos nobles, el universo no se daría cuenta de que no tenía ningún interés por su hija.

Kit se acercó y la besó.

–Eres la mejor esposa del mundo.

–Ojalá eso fuera verdad.

Bajaron del coche y fueron hacia la puerta principal. Stacey se detuvo para mirar las huellas de conejo que había en el camino de entrada. Una intensa sensación de ineptitud se apoderó de ella con fríos y huesudos dedos.

Ella jamás podría hacer algo así, pensó intentando no entrar en pánico. Ni siquiera se le ocurriría hacerlo y mucho menos podría saber cómo ejecutar el plan. Sí, Kit sería el que se quedaría en casa cuidando de su hija, pero, aun así, se sentía completa y absolutamente inútil.

Harper abrió la puerta y sonrió.

–Hola, chicos –bajó los escalones corriendo y abrazó a su hermana antes de abrazar a Kit–. Espero que tengáis hambre. He hecho lasaña.

Porque era el plato favorito de Becca, pensó Stacey automáticamente. Harper siempre hacía esas cosas. Se ocupaba de los detalles de la vida; detalles en los que Stacey apenas reparaba.

Entraron en la casa. Desde el vestíbulo vio la mesa decorada, los cubiertos y las copas de cristal. Pensó en los platos corrientes que Kit y ella tenían en casa y le entraron ganas de llorar.

–Vamos –dijo Harper llevándolos hacia la cocina–. Estoy probando un nuevo té de hierbas que he visto en Internet. Se supone que es perfecto para las mujeres embarazadas. Es beneficioso para el bebé y para la madre –sonrió a Kit–. Y para ti, tengo una cerveza.

–Eres mi cuñada favorita –respondió él.

Harper se rio.

–¡Claro!

Stacey miraba cómo su hermana servía el té caliente en una taza.

–Se lo voy a contar a mamá hoy.

Harper puso los ojos en blanco.

–Sí, ya, seguro que sí. Me suele fastidiar que seas la hermana guapa y lista, pero ahora mismo tú también tienes un buen problema. Opino que deberías esperar a que nazca Joule y después se la pones en los brazos. Mamá captará el mensaje.

Kit sacó una cerveza de la nevera.

–Eso es lo que le he dicho yo.

La puerta trasera se abrió y Bunny entró en la cocina.

–¡Estáis aquí! –dijo sonriendo a Stacey y a Kit–. ¿Por qué no me lo ha dicho nadie?

Los abrazó y miró a su alrededor.

–¿Necesitas ayuda con la cena? –le preguntó a Harper.

–Gracias, mamá, no hace falta.

Stacey dio un trago de té. Harper siempre hacía que los asuntos domésticos parecieran muy sencillos. Su casa siempre estaba perfectamente decorada para cada estación, ordenada y limpia.

Bunny agarró una taza de té y se sentó en una de las banquetas de la encimera. Miró a Stacey.

–Bueno, ¿alguna novedad?

La habitación se quedó en absoluto silencio y Stacey pudo sentir a su marido y a su hermana observándola, esperando a ver qué hacía.

Tenía que confesarlo, lo entendía. Y ojalá su madre lo entendiera, pero no lo haría. No había aprobado que mantuviera su apellido de soltera cuando se casó con Kit, ni que siguiera trabajando a jornada completa, ni que su trabajo siempre hubiera sido lo más importante de su vida, al menos hasta que había conocido a Kit.

Respiró hondo y abrió la boca.

–Mamá…

–¡Toc, toc!

La llamada provenía de la parte delantera de la casa. Harper pasó al lado de Stacey y susurró:

–Salvada por la campana, por así decirlo. No sabría decir si tienes la mejor suerte del mundo o la peor.

–Yo tampoco.

Lucas, el cliente de Harper, entró en la cocina acompañado por una pelirroja alta y delgada. La joven debía de tener veinte o veintiún años. Llevaba una gran caja forrada de tela que le entregó a Harper.

–Lucas ha dicho que es para ti.

–Es preciosa –dijo Harper al dejarla sobre la encimera–. ¿Dónde la has encontrado?

–En Etsy –respondió Lucas. Le entregó un ramo de flores a Bunny–. Hola, Bunny.

Su madre batió las pestañas y le sonrió.

–Hola, Lucas –y dirigiéndose a su acompañante, añadió–: ¿Y tú eres?

–Kaki –dijo Harper con una sonrisa.

–¡Por Dios! –Bunny apretó los labios–. Qué nombre tan raro.

–Ya, ¿a que sí? Pues tengo una hermana que se llama Kumquat.

–No me puedo ni imaginar en qué estarían pensando tus padres –Bunny esbozó una sonrisa falsa–. Voy a ponerlas en agua.

Con Lucas y Kaki allí, Stacey se pudo relajar porque ahora sí que no podría decirle la verdad a su madre. Tal vez después de la cena, cuando Lucas y su pareja se hubieran marchado.

Se sentó en uno de los taburetes de la cocina y se preparó para presenciar cómo se desarrollaba la interacción entre Lucas, Harper y Bunny.

Harper sacó bebida para sus invitados. Lucas tomó una cerveza y Kaki quiso probar el té de hierbas. Stacey se preguntó si tendría edad suficiente para beber alcohol. Bunny colocaba las flores mientras no dejaba de mirar de reojo a la pareja de Lucas.

En cierto modo, era interesante observar el dilema de Bunny. No aprobaba que Lucas saliera con jovencitas, pero, por otro lado, era un hombre y simplemente por eso no pasaba nada si lo hacía. ¿De dónde le vendría esa querencia por salir con mujeres mucho más jóvenes que él?, se preguntó Stacey. Era atractivo, inteligente y tenía un trabajo muy serio. Sin duda, debería sentirse más cómodo con mujeres que se acercaran más a su grupo demográfico. Aun así, estaba claro que era más partidario de las mujeres jóvenes y preciosas, pero sosas.

Kit tenía la teoría de que Lucas tenía alguna especie de trauma. Stacey le había preguntado a Harper, pero ella no sabía nada al respecto.

Lucas se sentó a su lado y se le acercó para preguntarle en voz baja:

–¿Sigues sin confesarlo?

–¿Cómo lo sabes?

–No hay gritos y Bunny no está hiperventilando. ¿Quieres que se lo diga yo? No me da miedo.

–A mí tampoco me da miedo.

Lucas enarcó las cejas.

–Vale, no me da mucho miedo.

Él le guiñó un ojo y ella se rio.

Harper se sacó el móvil del bolsillo de los vaqueros y miró la pantalla.

–Es Becca –dijo aliviada–. Ya están llegando.

Todos fueron hacia la parte delantera de la casa. Kit agarró a Stacey de la mano y le apretó los dedos con cariño. Ella lo miró y suspiró.

–Ya, ya lo sé –le dijo.

–No te preocupes, ya se lo contarás.

Stacey esperaba que tuviera razón.

Todos salieron con cuidado de no pisar las huellas de conejo. Un gran BMW negro estaba accediendo al camino de entrada. Stacey se fijó en que era la novia de Terence y no él quien conducía, lo cual no era habitual aunque no tan inesperado como los tres perros increíblemente grandes que estaban en el asiento trasero con Becca.

El coche se detuvo y Terence prácticamente se cayó del asiento del copiloto. Estaba colorado, tenía los ojos hinchados y tosía mucho. Alicia, su novia, salió sacudiendo la cabeza.

–Supongo que sí que es alérgico a los perros, ¿eh?

Becca fue la última en bajar del vehículo seguida de tres dóberman enormes. Eran unos perros lustrosos y musculosos, de color negro y marrón, con expresión de alerta, pero cauta. Stacey vio a su hermana mirar a su hija y después a los perros.

–No –dijo Harper con la respiración entrecortada–. No me lo puedo creer.

–¡Mamá, no es lo que piensas!