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Historia de una hora y otros relatos es una colección que explora temas como la emancipación femenina, las restricciones sociales y las emociones ocultas que moldean la vida cotidiana. Kate Chopin analiza con aguda sensibilidad la lucha interna de sus personajes, especialmente las mujeres, quienes cuestionan los roles tradicionales y buscan afirmar su individualidad en un mundo que a menudo las limita. A través de relatos como Historia de una hora, la autora expone cómo el matrimonio y las normas sociales pueden ser tanto un refugio como una prisión, destacando la fragilidad de la libertad personal dentro de estas estructuras. Desde su publicación, los relatos de Kate Chopin han sido celebrados por su innovadora perspectiva sobre la autonomía femenina y su estilo literario introspectivo. La obra, con su mezcla de sutileza y profundidad, captura las tensiones entre deseo y deber, entre las aspiraciones individuales y las expectativas de la sociedad. Este enfoque la ha convertido en una figura clave en los debates sobre el feminismo y la literatura del siglo XIX. La relevancia de Historia de una hora y otros relatos radica en su habilidad para conectar los dilemas personales de los personajes con cuestiones universales sobre la libertad y la identidad. Las historias de Chopin siguen siendo un recordatorio poderoso de las luchas humanas por la autoafirmación, ofreciendo una mirada crítica a las normas sociales que, aunque transformadas, aún resuenan en la actualidad
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Seitenzahl: 154
Kate Chopin
HISTORIA DE UNA HORA
Y OTROS RELATOS
PRESENTACIÓN
Arrepentimiento
Athénaïse
El ciego
Historia de una hora
La bella Zoraida
La tormenta
Lilas
Un asunto indecoroso
Un par de medias de seda
Una mujer respetable
Kate Chopin
1850 - 1904
Kate Chopin fue una escritora estadounidense conocida por sus contribuciones a la literatura del siglo XIX, especialmente en el ámbito de la ficción corta y las novelas. Nacida en St. Louis, Missouri, Chopin es reconocida como una precursora del feminismo literario, explorando en sus obras temas como la identidad femenina, la libertad individual y las complejidades de las relaciones humanas. Aunque en su época sus obras generaron controversia, hoy es considerada una figura clave en la literatura estadounidense.
Infancia y Educación
Kate Chopin, nacida Kate O'Flaherty, creció en un hogar de ascendencia irlandesa y francesa. Su educación estuvo influenciada por mujeres fuertes, incluyendo su madre y abuela, que le inculcaron una profunda independencia y amor por la literatura. Tras la muerte de su padre en un accidente cuando ella tenía cinco años, fue criada en un entorno predominantemente femenino, lo que marcó sus perspectivas sobre el rol de la mujer en la sociedad.
Después de asistir a una prestigiosa academia católica, Kate se casó con Oscar Chopin y se mudó a Luisiana, donde comenzó a observar de cerca la vida en el sur profundo, algo que más tarde inspiraría su trabajo literario. Tras enviudar en 1882, regresó a St. Louis y se dedicó a la escritura para mantener a su familia.
Carrera y Contribuciones
La obra de Chopin se caracteriza por su exploración franca y a menudo provocativa de la psicología y el deseo femeninos, rompiendo con las normas sociales de su tiempo. Sus cuentos, muchos de los cuales fueron publicados en revistas populares, como The Awakening (1899), enfrentaron críticas debido a su tratamiento abierto de temas como la infidelidad, el matrimonio y la autonomía personal.
Entre sus cuentos más célebres se encuentran The Story of an Hour y Désirée's Baby, donde abordó temas como el racismo, el matrimonio como institución y la lucha por la identidad personal. Su novela más famosa, The Awakening, narra la historia de Edna Pontellier, una mujer que desafía las expectativas sociales para encontrar su propia libertad y sentido de sí misma, lo que generó polémica en su época, pero hoy es aclamada como una obra pionera en la literatura feminista.
Impacto y Legado
Aunque Kate Chopin fue criticada y prácticamente olvidada tras su muerte, el resurgimiento del interés por su obra en la segunda mitad del siglo XX la colocó como una voz esencial en la literatura estadounidense. Su representación honesta de las luchas internas de las mujeres y su cuestionamiento de las normas sociales patriarcales han influido en generaciones de escritores y críticos literarios.
La obra de Chopin es ahora estudiada como una exploración temprana y valiente de temas que más tarde definirían el feminismo literario. Su estilo, caracterizado por una prosa clara y una profundidad emocional, continúa resonando en lectores de todo el mundo.
Kate Chopin falleció repentinamente en 1904 a los 53 años, dejando un legado literario que sería redescubierto décadas después. Hoy, sus obras son reconocidas como piezas fundamentales de la literatura estadounidense y feminista, destacando por su capacidad de retratar con honestidad las complejidades de la vida y la lucha por la autenticidad en un mundo lleno de restricciones sociales.
Sobre la Obra
Historia de una hora y otros relatos es una colección que explora temas como la emancipación femenina, las restricciones sociales y las emociones ocultas que moldean la vida cotidiana. Kate Chopin analiza con aguda sensibilidad la lucha interna de sus personajes, especialmente las mujeres, quienes cuestionan los roles tradicionales y buscan afirmar su individualidad en un mundo que a menudo las limita. A través de relatos como Historia de una hora, la autora expone cómo el matrimonio y las normas sociales pueden ser tanto un refugio como una prisión, destacando la fragilidad de la libertad personal dentro de estas estructuras.
Desde su publicación, los relatos de Kate Chopin han sido celebrados por su innovadora perspectiva sobre la autonomía femenina y su estilo literario introspectivo. La obra, con su mezcla de sutileza y profundidad, captura las tensiones entre deseo y deber, entre las aspiraciones individuales y las expectativas de la sociedad. Este enfoque la ha convertido en una figura clave en los debates sobre el feminismo y la literatura del siglo XIX.
La relevancia de Historia de una hora y otros relatos radica en su habilidad para conectar los dilemas personales de los personajes con cuestiones universales sobre la libertad y la identidad. Las historias de Chopin siguen siendo un recordatorio poderoso de las luchas humanas por la autoafirmación, ofreciendo una mirada crítica a las normas sociales que, aunque transformadas, aún resuenan en la actualidad.
Mamzelle Aurélie tenía una figura imponente, mejillas coloradas, cabellos que variaban de castaño a gris, y una mirada enérgica. En la granja llevaba puesto un sombrero de hombre, un viejo sobretodo militar azul cuando hacía frío, y a veces botas de campaña.
Mamzelle Aurélie nunca había pensado en casarse. Jamás había estado enamorada. A los veinte años recibió una propuesta de matrimonio, que rechazó de inmediato, y a los cincuenta seguía sin lamentar su decisión.
Así que estaba sola en el mundo, excepto por su perro Ponto, los negros que vivían en las cabañas y labraban los campos, las aves de corral, unas cuantas vacas, un par de mulas, su escopeta (para dispararles a los halcones gallineros) y su religión.
Una mañana, Mamzelle Aurélie se encontraba en la veranda de su casa, observando, con las manos en la cintura, a un grupito de niños muy pequeños que bien podían haber caído de las nubes por lo inesperado y desconcertante de su llegada tan inoportuna. Eran los hijos de su vecina más cercana, Odile, que a decir verdad no era tan cercana.
La joven se había aparecido apenas cinco minutos antes, acompañada de los cuatro niños. En brazos llevaba a la pequeña Elodie, arrastraba de una mano rebelde a Ti Nomme, mientras Marcéline y Marcélette la seguían con paso indeciso.
Tenía la cara roja y desfigurada por las lágrimas y la agitación. La grave enfermedad de su madre requería su presencia en un condado vecino, su marido se encontraba lejos, en Texas — que a ella le parecía a miles de miles de
kilómetros de distancia — , y Valsin la esperaba con la carreta de mulas para llevarla a la estación.
— No hay alternativa, Mamzelle Aurélie. Tiene que quedarse con los niños hasta mi regreso. Dieu sait que no la molestaría si hubiera otra solución. Obligúelos a que la obedezcan, Mamzelle Aurélie, y castíguelos cuando sea necesario. Bueno, yo, como ve, ando medio enloquecida entre los niños y León lejos de casa. ¡Y quizá ni siquiera encuentre a mi pobre madre con vida! — horrible posibilidad que llevó a Odile a una despedida final, precipitada y temblorosa, de su desconsolada familia.
Los dejó amontonados en la franja angosta de sombra en el balcón de la casa larga y baja. La blanca luz del sol recalentaba los viejos tablones blancos; varios pollos picoteaban la hierba al pie de las gradas, y uno de ellos, el más audaz, subió los escalones y empezó a caminar por la galería con pesadez y solemnidad, sin rumbo fijo. En el aire se sentía el agradable aroma de los claveles, y el sonido de la risa de los negros llegaba a través del floreciente campo de algodón.
Mamzelle Aurélie se quedó observando a los niños. Miró con ojo crítico a Marcéline, que se tambaleaba bajo el peso de la regordeta Elodie. Examinó con la misma atención a Marcélette, que mezclaba sus lágrimas silenciosas con la rebeldía ostentosa y el ruidoso dolor de Ti Nomme. Durante esos pocos instantes contemplativos, trató de recobrar la calma, mientras definía una línea de conducta que debía coincidir con la línea del deber. Empezó por la comida.
Si esas hubieran sido las únicas responsabilidades de Mamzelle Aurélie, se las habría quitado de encima con facilidad, pues su despensa estaba bien provista para esa clase de emergencias. Pero los niños pequeños no son cerditos; necesitan y exigen cuidados que Mamzelle Aurélie no esperaba en absoluto y estaba muy mal preparada para realizar.
Durante los primeros días fue en verdad muy torpe en el manejo de los hijos de Odile. ¿Cómo podía saber que Marcélette solía llorar cuando le hablaban en voz demasiado alta y autoritaria? Era un rasgo característico de Marcélette. Se enteró de la pasión por las flores de Ti Nomme solo después de que el niño arrancó las gardenias y los claveles más bonitos del jardín, con el propósito aparente de estudiar en detalle su estructura botánica.
— No basta con decírselo, Mamzelle Aurélie — le explicó Marcéline — . Tiene que amarrarlo en una silla. Es lo que suele hacer maman todo el tiempo cuando se porta mal: lo amarra en la silla.
La silla en la que Mamzelle Aurélie ató a Ti Nomme era amplia y cómoda, y como era una tarde calurosa, el niño aprovechó la oportunidad para dormir una buena siesta.
Por la noche, cuando los mandó a todos juntos a la cama del mismo modo que hubiera espantado pollos en el gallinero, los niños la miraron desconcertados. ¿Y qué hacer con los pequeños camisones blancos que trajeron en fundas de almohada y que una mano fuerte debía sacudir hasta que restallaran como látigo de buey? ¿Y qué hacer con la tina de agua que había que colocar en el suelo, en medio del cuarto, para lavar con suavidad y esmero los pequeños pies cansados, polvorientos y bronceados por el sol? Y a Marcéline y Marcélette les causó mucha gracia la sola idea de que Mamzelle Aurélie hubiera creído, aunque fuera por un instante, que Ti Nomme podría dormirse sin que le contaran el cuento de Croque-mitaíne o el de Loup-garou, o los dos; o que Elodie pudiera conciliar el sueño sin que la mecieran en brazos o le cantaran una canción de cuna.
— Créeme, tía Ruby — le confió Mamzelle Aurélie a su cocinera — , por mi parte, preferiría mil veces hacerme cargo de una docena de plantaciones que de cuatro niños. ¡Es tetrasenü! ¡Bonté! ¡No quiero saber nada de niños!
— No esperaba que supiera cómo tratarlos, Mamzelle Aurélie. Lo comprobé ayer mientras observaba a ese niño pequeño jugando con sus llaves. ¿No sabía usted que jugar con llaves vuelve a los niños tercos y testarudos? Así como se les ponen duros los dientes si se miran al espejo. Esas son las cosas que tiene que saber cuando cría y educa niños.
Por cierto, Mamzelle Aurélie no pretendía ni deseaba adquirir un conocimiento tan sutil y trascendente sobre el tema como el que poseía la tía Ruby, que “crió a cinco y enterró a seis” en sus buenos tiempos. Se contentaba con aprender dos o tres secretitos de madre para las necesidades del momento.
Los dedos pegajosos de Ti Nomme la obligaron a desempolvar delantales blancos que no había usado en años, y tuvo que acostumbrarse a sus besos húmedos, a las manifestaciones de su naturaleza cariñosa y exuberante. Del estante más alto del armario bajó el costurero, que rara vez usaba, y lo colocó al alcance de la mano como lo exigían las enaguas desgarradas y las blusas sin botones. Le tomó varios días acostumbrarse a las risas, los llantos y el parloteo que resonaban durante todo el día dentro y fuera de la casa. Y pasaron más de dos noches antes de que pudiera dormir cómodamente con el cuerpecito regordete y cálido de Elodie apretado contra ella, mientras el dulce aliento de la niña le rozaba la mejilla como el suave aletear de un pájaro.
Pero al cabo de dos semanas Mamzelle Aurélie ya estaba bastante acostumbrada a esas cosas y había dejado de quejarse.
Y fue también al cabo de dos semanas, mientras observaba el establo donde se alimentaba el ganado al atardecer, cuando Mamzelle Aurélie vio la carreta azul de Valsin en la curva del camino. Odile estaba sentada al lado del mulato, muy derecha y alerta. A medida que se acercaban, el rostro radiante de la joven indicaba que el retorno al hogar era un regreso feliz.
Pero esa llegada, sin previo aviso y tan sorpresiva, sumió a Mamzelle Aurélie en un estado de aturdimiento que bordeaba casi la agitación. Había que reunir a los niños. ¿Dónde estaba Ti Nomme? Allá, en el cobertizo, afilando una navaja en la piedra de amolar. ¿Y Marcéline y Marcélette? Cortando y cosiendo ropa de muñeca en un rincón de la veranda. En cuanto a Elodie, la niña se encontraba segura en brazos de Mamzelle Aurélie y había gritado de alegría al reconocer la carreta azul que traía de regreso a su madre.
Pasó la excitación; ya se habían ido. ¡Qué silencio se hizo cuando se fueron! Mamzelle Aurélie se quedó en la veranda, mirando y escuchando. Ya no divisaba la carreta; la puesta de sol rojiza y el crepúsculo azul grisáceo extendieron a la vez una niebla púrpura sobre los campos y el camino que la borró de su vista. Ya no podía oír el traqueteo y chirrido de las ruedas. Pero aún podía escuchar a lo lejos las alegres voces bulliciosas de los niños.
Entró en la casa. La esperaba mucho trabajo, pues los niños habían dejado todo en desorden. Pero no empezó la tarea de inmediato. Mamzelle Aurélie se sentó junto a la mesa. Echó una lenta mirada a través de la habitación, donde se deslizaban las sombras del anochecer, cada vez más oscuras alrededor de su figura solitaria. Dejó caer la cabeza sobre el brazo doblado, y empezó a llorar. ¡Ah, cómo lloraba! No en silencio como suelen hacer las mujeres. Lloró como un hombre, con sollozos que parecían desgarrarle el fondo del alma. No se dio cuenta de que Ponto le lamía la mano.
FIN
Athénaïse salió por la mañana para visitar a sus padres, que vivían a dieciséis kilómetros, junto al arroyo de Bon Dieu. No regresó por la tarde, y Cazeau, su marido, no se inquietó lo más mínimo. No le preocupaba Athénaïse que, como él sospechaba, estaba descansando bien a gusto en el seno familiar; su principal interés era claramente la jaca que ella montaba. Estaba seguro de que aquellos “cochinos zánganos” de sus hermanos eran muy capaces de no cuidarla bien. Cazeau manifestó su desconfianza a la sirvienta, la vieja Felicité, que le estaba sirviendo la cena.
Tenía el timbre de voz bajo, e incluso más suave que el de Felicité. Era alto, fuerte, moreno y en conjunto, ofrecía un aspecto seco. Su abundante pelo negro ondeaba y brillaba como ala de cuervo y la curva del bigote, más claro, perfilaba el ancho contorno de la boca. Bajo el labio inferior, le crecía un pequeño penacho que le gustaba retorcer y que, aparentemente, dejaba crecer con este único propósito. Los ojos de Cazeau eran azul oscuro, estrechos y sombreados. Tenía manos ásperas y duras debido a su íntima familiaridad con los aperos de labranza y herramientas, y manejaba los cubiertos con torpeza. Pero su apariencia era distinguida y lograba imponer muchísimo respeto; a veces, incluso miedo.
Cenó solo, a la luz de una simple lámpara de keroseno, que apenas iluminaba la gran habitación de suelo desnudo e inmensas vigas y el pesado mobiliario que surgía oscuramente en la penumbra del piso.
Felicité, atendiendo las necesidades del señor, revoloteaba alrededor de la mesa como una encorvada sombrita inquieta. Le sirvió un plato de pez luna frito, churruscante y dorado. No había nada más en la mesa excepto pan, mantequilla y una botella de vino tinto que cerró cuidadosamente con llave en el aparador, una vez que él se hubo servido el segundo vaso. Estaba preocupada por la ausencia de su señora y volvió a insistir en el tema cuando él expresó su inquietud por la jaca.
— ¡Estoy asombrada! Solo dos meses de casada y ya vuelve la espalda para marcharse. C’est pas Chrétien, tenez!
Cazeau, después de vaciar el vaso y retirar el plato, se encogió de hombros por toda respuesta. Valoraba muy poco la opinión de Felicité sobre el comportamiento poco cristiano de su esposa por dejarle así, solo, tras dos meses de matrimonio. Estaba acostumbrado a la soledad y no le importaba pasar una o dos noches en solitario. Desde la muerte de su primera mujer, había vivido diez años sin compañía, y Felicité debería haberle conocido mejor como para suponer que no le importaba. Le dijo que era una tonta. Con su voz acariciadora y bien modulada sonaba como un cumplido. Ella refunfuñó para sus adentros mientras se disponía a recoger la mesa, y Cazeau se levantó y salió al porche; las espuelas, que no se había quitado al entrar en casa, tintineaban a cada paso.
La noche comenzaba a hacerse más oscura e intensa alrededor de los grupos de árboles y matorrales del patio. Un muchacho negro, de pie sobre el haz de luz que salía por la puerta abierta de la cocina, daba de comer a un par de hambrientos perros gruñones; más allá, alguien, sentado en la escalera de una cabaña, tocaba el acordeón; y en otra dirección, un bebé negrito lloraba vigorosamente. Cazeau dio un rodeo a la casa y fue hasta la fachada principal, cuadrada, achaparrada y de un solo piso.
Un carretón tardío entraba por el portón y el impaciente conductor profería desabridos juramentos contra sus exhaustos bueyes. Felicité salió al porche, con el vaso y la bayeta en la mano a ver lo que pasaba, y también porque quería saber quién podía estar cantando en el río. Era una pandilla de jóvenes que remaban a la espera de que saliera la luna y cantaban “Juanita”. Sus voces llegaban templadas y melodiosas a través de la distancia y la noche.
El caballo de Cazeau esperaba ensillado, listo para montar, pues Cazeau tenía muchos asuntos que atender antes de acostarse; tantos, que no le quedaba ni un momento para pensar en Athénaïse. No obstante, sentía su ausencia como un dolor sordo e insistente.
Sin embargo, aquella noche, antes de dormir, se le impuso el recuerdo y la imagen de su mujer, de su rostro joven y hermoso de labios lánguidos y taciturna mirada distante. El matrimonio había sido un disparate; no tenía más que mirarla a los ojos para sentirlo y descubrir su creciente aversión. Pero era algo que no podía deshacerse. Él estaba dispuesto a hacer todo lo posible y esperaba de ella un esfuerzo similar. Cuanto menos fuera de visita al rigolet, mejor. De ahora en adelante, encontraría el medio para que se quedara en casa.